Un soldado de cuatro siglos
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Un soldado de cuatro siglos
El rey Felipe IV y varios de sus consejeros y nobles de su corte observaban un gran mapa de Europa extendido sobre una mesa, sobre el que el marqués del Puerto había colocado varios marcadores. Fichas de madera de forma rectangular, con las aspas de borgoña sobre fondo blanco, señalizaban los ejércitos españoles repartidos por Europa mientras oras en forma de estrella señalaban las fortalezas en sus manos. Frente a ellos, más fichas, esta vez en color rojo, señalizaban los ejércitos de los enemigos de España.
En aquellos momentos una ficha sobre Egipto señalizaba la posición del primer ejército español. Treinta mil hombres totalmente instruidos y equipados con las nuevas armas, que descansaban en Egipto, ahora libre de enemigos. Por fortuna en esos momentos no había fichas que representasen al enemigo en las cercanías, pues el ejército otomano se había disgregado tras el fracaso de su última ofensiva, y ahora con la tregua no parecían dispuestos a mantener costosas unidades en las cercanías. Fichas más pequeñas se repartían por otros puertos de la costa africana, aunque en este caso señalizaban las pequeñas guarniciones de los presidios españoles, desde Oran a Ceuta.
La siguiente gran ficha se encontraba en Nápoles y Sicilia señalizando las unidades de los tercios de mar. Eran pocas tropas, pero servían habitualmente a bordo de los buques de la armada, pro lo que no se podía contar con ellos en tierra salvo en casos excepcionales. Más al norte se encontraba una ficha de mayor tamaño, el ejército de Milán. Este ejército estaba formado por entre diez y quince mil hombres, una sombra del tamaño que antaño tuviere este. Justo al sur, en el ducado de Parma, una ficha roja señalizaba el ejército de dicho ducado, cuyo duque era profrances, mientras al oeste se encontraban las fichas de Saboya, siempre cambiante y el ejército francés, amenazando a la Republica de Genova y el Ducado de Milan.
Ya en España podían verse varias fichas. En Valencia su milicia efectiva se había desplegado atacando Cataluña, ocupando la zona sur del Ebro que fue sometida a un duro castigo, aunque no tanto como el que ocurriera ciento cincuenta años atrás, cuando mataron tanta gente que el Ebro bajo rojo de sangre. Un segundo ejército, este sin reformar, permanecía en Zaragoza, esperando la oportunidad de avanzar, por desgracia esta no llegaba por falta de capacidad. Frente a estos ejércitos varias fichas, estas en forma de estrella, marcaban los diferentes castillos y fortificaciones que protegían Cataluña, mientras más atrás un gran ficha representaba el ejército catalano-francés.
El mayor y mejor ejército de la península estaba en Navarra, descansando tras haber rechazado al ejército francés en Fuenterrabía. Este ejército estaba formado por entre veinte y veinticinco mil hombres, y se enfrentaba a al menos el doble de franceses al otro lado de la frontera. Estaba por lo tanto obligado a permanecer allí, sin poder intervenir en Cataluña o Portugal pues de lo contrario los franceses entrarían en Navarra.
Otro tanto ocurría en la frontera portuguesa, donde pequeñas fichas mostraban las posiciones de las pequeñas unidades que España había logrado desplegar en la zona, enfrentadas al otro lado por unidades similares portuguesas.
Ya en Flandes varias pequeñas fichas mostraban los catillos ocupados por España, rodeados por más fichas de las fortalezas neerlandesas y francesas que asfixiaban Flandes. Cuarenta mil hombres formaban aquel ejército, pero estaba rodeado por entre treinta y cincuenta mil mercenarios que servían a las Provincias Unidas, y al menos el doble de franceses al sur. Aun peor, aquel era el último de los ejércitos españoles a reformar, por lo que aún estaba basado pro completo en el viejo sistema de picas y mosquetes.
Pedro observó el mapa con detenimiento durante varios minutos, a simple vista podía observarse la disparidad de fuerzas enfrentadas. Incluso tras la contratación masiva de mercenarios de los últimos años, España a duras penas había alcanzado los ochenta a cien mil hombres en armas, pero se enfrentaba a tres veces ese número. Finalmente alzó la vista para mirar al rey directamente y decirle. —Puede hacerse. Podemos derrotarlos a todos.
El rey le observo durante unos instantes antes de asentir y ordenar. —¡Reunid la flota!
En aquellos momentos una ficha sobre Egipto señalizaba la posición del primer ejército español. Treinta mil hombres totalmente instruidos y equipados con las nuevas armas, que descansaban en Egipto, ahora libre de enemigos. Por fortuna en esos momentos no había fichas que representasen al enemigo en las cercanías, pues el ejército otomano se había disgregado tras el fracaso de su última ofensiva, y ahora con la tregua no parecían dispuestos a mantener costosas unidades en las cercanías. Fichas más pequeñas se repartían por otros puertos de la costa africana, aunque en este caso señalizaban las pequeñas guarniciones de los presidios españoles, desde Oran a Ceuta.
La siguiente gran ficha se encontraba en Nápoles y Sicilia señalizando las unidades de los tercios de mar. Eran pocas tropas, pero servían habitualmente a bordo de los buques de la armada, pro lo que no se podía contar con ellos en tierra salvo en casos excepcionales. Más al norte se encontraba una ficha de mayor tamaño, el ejército de Milán. Este ejército estaba formado por entre diez y quince mil hombres, una sombra del tamaño que antaño tuviere este. Justo al sur, en el ducado de Parma, una ficha roja señalizaba el ejército de dicho ducado, cuyo duque era profrances, mientras al oeste se encontraban las fichas de Saboya, siempre cambiante y el ejército francés, amenazando a la Republica de Genova y el Ducado de Milan.
Ya en España podían verse varias fichas. En Valencia su milicia efectiva se había desplegado atacando Cataluña, ocupando la zona sur del Ebro que fue sometida a un duro castigo, aunque no tanto como el que ocurriera ciento cincuenta años atrás, cuando mataron tanta gente que el Ebro bajo rojo de sangre. Un segundo ejército, este sin reformar, permanecía en Zaragoza, esperando la oportunidad de avanzar, por desgracia esta no llegaba por falta de capacidad. Frente a estos ejércitos varias fichas, estas en forma de estrella, marcaban los diferentes castillos y fortificaciones que protegían Cataluña, mientras más atrás un gran ficha representaba el ejército catalano-francés.
El mayor y mejor ejército de la península estaba en Navarra, descansando tras haber rechazado al ejército francés en Fuenterrabía. Este ejército estaba formado por entre veinte y veinticinco mil hombres, y se enfrentaba a al menos el doble de franceses al otro lado de la frontera. Estaba por lo tanto obligado a permanecer allí, sin poder intervenir en Cataluña o Portugal pues de lo contrario los franceses entrarían en Navarra.
Otro tanto ocurría en la frontera portuguesa, donde pequeñas fichas mostraban las posiciones de las pequeñas unidades que España había logrado desplegar en la zona, enfrentadas al otro lado por unidades similares portuguesas.
Ya en Flandes varias pequeñas fichas mostraban los catillos ocupados por España, rodeados por más fichas de las fortalezas neerlandesas y francesas que asfixiaban Flandes. Cuarenta mil hombres formaban aquel ejército, pero estaba rodeado por entre treinta y cincuenta mil mercenarios que servían a las Provincias Unidas, y al menos el doble de franceses al sur. Aun peor, aquel era el último de los ejércitos españoles a reformar, por lo que aún estaba basado pro completo en el viejo sistema de picas y mosquetes.
Pedro observó el mapa con detenimiento durante varios minutos, a simple vista podía observarse la disparidad de fuerzas enfrentadas. Incluso tras la contratación masiva de mercenarios de los últimos años, España a duras penas había alcanzado los ochenta a cien mil hombres en armas, pero se enfrentaba a tres veces ese número. Finalmente alzó la vista para mirar al rey directamente y decirle. —Puede hacerse. Podemos derrotarlos a todos.
El rey le observo durante unos instantes antes de asentir y ordenar. —¡Reunid la flota!
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Segundo asedio de los Ratones
El segundo asedio de los Ratones, llamado bloqueo de Frioul por los franceses, tuvo lugar entre marzo de 1640 y diciembre de 1641.
Antecedentes
Las islas Frioul fueron conquistadas por los españoles en 1629, durante las campañas realizadas con el fin de asegurar las rutas comerciales llevadas a cabo entre 1628 y 1631. Una vez conquistadas recibieron una guarnición de tropas del reino de Valencia que con la llegada de la paz fueron reforzadas por tropas de mercenarios alemanes y suizos. Durante la década siguiente estas islas fueron un recordatorio permanente del poder español situado frente al puerto de Marsella.
Finalmente Francia se estuvo preparada para la guerra, siendo uno de sus primeros objetivos el hacerse con el control de estas islas cuya estratégica posición amenazaba el comercio de Marsella. Para ello habían reunido una poderosa flota dieciocho galeones y siete pataches que bloquearon la isla, bombardeándola día y noche sin lograr rendir la guarnición, que se defendió con dureza causando fuertes bajas a los atacantes. Finalmente el asedio sería levantado con la llegada de la flota española, que logró poner en fuga a las fuerzas francesas, que se refugiaron en el puerto, e introducir refuerzos y suministros en las islas.
Fracasado el primer intento, los franceses trasladaron al mediterráneo la flota del Atlántico, formada por cuarenta y dos buques, que una vez en Tolon se reunieron con doce galeones y treinta y cinco galeras de la del Mediterráneo. Con esta flota bajo el mando de los almirantes Henri de Sourdis, y Henri de Lorena-Harcourt, Richelieu estaba seguro de su victoria.
Segundo asedio de los Ratones
El segundo asedio de los Ratones empezó el 19 de marzo de 1640, cuando una flota renovada bloqueó el archipiélago impidiendo la llegada de suministros. Por desgracia la guarnición tenía la moral alta y gran cantidad de víveres gracias a los nuevos métodos de conservación empleados por las fuerzas españolas, por lo que la espera se eternizó pasando los meses sin lograr rendir las islas.
Finalmente el almirante Henri de Sourdis opto por el bombardeo naval, que inició el 7 de marzo de 1641. Durante catorce días las balas de cañón llovieron sobre la isla, sin embargo esta estaba poderosamente artillada con más de ochenta cañones de gran calibre, y respondieron con fuerza, disparando balas rojas sobre la flota que los bombardeaba. Los endebles buques de madera pronto empezaron a acumular daños, y para el 11 de marzo tres de las galeras habían tenido que ser abandonadas y hundidas por su tripulación a causa de sus daños.
Los bombarderos sin embargo siguieron en días sucesivos, sufriendo los defensores numerosas bajas. Sin embargo los franceses sufrieron aún más daños, y para el día veintiuno de marzo, habían perdido otras cinco galeras y seis más sufrían tantos daños que era imposible navegar. Empero lo peor llegaría ese día a causa de una súbita calma que dejo los bajeles franceses inermes en el agua, donde fueron duramente castigados por la artillería española que destruyo el galeón Saint Louis y causó daños tan graves al Cherbourg que tuvo que ser desguazado poco después. Y si no sufrieron más perdidas, fue por la decidida acción de las galeras francesas, remolcando a los galeones lejos del fuego.
A partir del día 21 los bombardeos languidecerían, hasta finalizar por completo en agosto. Esto no significo el fin del bloqueo de la isla, que se mantuvo hasta el 21 de noviembre, cuando la flota española apareció en aquellas aguas rompiendo el bloqueo. Sin embargo los ingenieros del ejército juzgaron que las defensas habían sufrido demasiado y eran inútiles, por lo que el almirante del Puerto ordenó recuperar la artillería y dinamitar las fortificaciones antes de abandonar las islas para trasladar aquella guarnición a las islas de Lerins, tomadas en 1638 al iniciarse la guerra. La evacuación culmino el 2 de diciembre, una vez reembarcadas tropas y bagajes. Mientras la flota se alejaba rumbo a las islas de Lerins, los fuertes saltaron por los aires frente a los ojos de los franceses que observaban desde Marsella.
Las fuerzas españolas habían sufrido doscientos dieciséis muertos y cuatrocientos noventa y siete heridos, un 80% de bajas. Mientras los franceses habían sufrido…
El segundo asedio de los Ratones, llamado bloqueo de Frioul por los franceses, tuvo lugar entre marzo de 1640 y diciembre de 1641.
Antecedentes
Las islas Frioul fueron conquistadas por los españoles en 1629, durante las campañas realizadas con el fin de asegurar las rutas comerciales llevadas a cabo entre 1628 y 1631. Una vez conquistadas recibieron una guarnición de tropas del reino de Valencia que con la llegada de la paz fueron reforzadas por tropas de mercenarios alemanes y suizos. Durante la década siguiente estas islas fueron un recordatorio permanente del poder español situado frente al puerto de Marsella.
Finalmente Francia se estuvo preparada para la guerra, siendo uno de sus primeros objetivos el hacerse con el control de estas islas cuya estratégica posición amenazaba el comercio de Marsella. Para ello habían reunido una poderosa flota dieciocho galeones y siete pataches que bloquearon la isla, bombardeándola día y noche sin lograr rendir la guarnición, que se defendió con dureza causando fuertes bajas a los atacantes. Finalmente el asedio sería levantado con la llegada de la flota española, que logró poner en fuga a las fuerzas francesas, que se refugiaron en el puerto, e introducir refuerzos y suministros en las islas.
Fracasado el primer intento, los franceses trasladaron al mediterráneo la flota del Atlántico, formada por cuarenta y dos buques, que una vez en Tolon se reunieron con doce galeones y treinta y cinco galeras de la del Mediterráneo. Con esta flota bajo el mando de los almirantes Henri de Sourdis, y Henri de Lorena-Harcourt, Richelieu estaba seguro de su victoria.
Segundo asedio de los Ratones
El segundo asedio de los Ratones empezó el 19 de marzo de 1640, cuando una flota renovada bloqueó el archipiélago impidiendo la llegada de suministros. Por desgracia la guarnición tenía la moral alta y gran cantidad de víveres gracias a los nuevos métodos de conservación empleados por las fuerzas españolas, por lo que la espera se eternizó pasando los meses sin lograr rendir las islas.
Finalmente el almirante Henri de Sourdis opto por el bombardeo naval, que inició el 7 de marzo de 1641. Durante catorce días las balas de cañón llovieron sobre la isla, sin embargo esta estaba poderosamente artillada con más de ochenta cañones de gran calibre, y respondieron con fuerza, disparando balas rojas sobre la flota que los bombardeaba. Los endebles buques de madera pronto empezaron a acumular daños, y para el 11 de marzo tres de las galeras habían tenido que ser abandonadas y hundidas por su tripulación a causa de sus daños.
Los bombarderos sin embargo siguieron en días sucesivos, sufriendo los defensores numerosas bajas. Sin embargo los franceses sufrieron aún más daños, y para el día veintiuno de marzo, habían perdido otras cinco galeras y seis más sufrían tantos daños que era imposible navegar. Empero lo peor llegaría ese día a causa de una súbita calma que dejo los bajeles franceses inermes en el agua, donde fueron duramente castigados por la artillería española que destruyo el galeón Saint Louis y causó daños tan graves al Cherbourg que tuvo que ser desguazado poco después. Y si no sufrieron más perdidas, fue por la decidida acción de las galeras francesas, remolcando a los galeones lejos del fuego.
A partir del día 21 los bombardeos languidecerían, hasta finalizar por completo en agosto. Esto no significo el fin del bloqueo de la isla, que se mantuvo hasta el 21 de noviembre, cuando la flota española apareció en aquellas aguas rompiendo el bloqueo. Sin embargo los ingenieros del ejército juzgaron que las defensas habían sufrido demasiado y eran inútiles, por lo que el almirante del Puerto ordenó recuperar la artillería y dinamitar las fortificaciones antes de abandonar las islas para trasladar aquella guarnición a las islas de Lerins, tomadas en 1638 al iniciarse la guerra. La evacuación culmino el 2 de diciembre, una vez reembarcadas tropas y bagajes. Mientras la flota se alejaba rumbo a las islas de Lerins, los fuertes saltaron por los aires frente a los ojos de los franceses que observaban desde Marsella.
Las fuerzas españolas habían sufrido doscientos dieciséis muertos y cuatrocientos noventa y siete heridos, un 80% de bajas. Mientras los franceses habían sufrido…
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Memorias
...Tras abandonar las islas de los Ratones y desembarcar refuerzos en las islas de Lerins, que pasaron a ser fortificadas, seguimos hasta Génova con la Flota. Allí desembarcaríamos el 7 de diciembre, y dos días más tarde en los presidios de Toscana, desembarcando refuerzos, artillería, y pertrechos para reforzar aquel frente.
De inmediato me dispuse a estudiar el panorama que tenía ante mí. El frente francés estaba en una tensa calma desde la indecisa batalla de Lonate, donde se rechazó el último intento francés de penetrar en Milán el año anterior y la derrota de Tortona frente a los saboyanos, a la que siguió la muerte del Duque de Saboya y varios de los suyos. Esperaba que eso me concediese el tiempo necesario para acabar con el problema de Parma, y así eliminar uno de los enemigos en Italia, liberando a Milán de la amenaza en dos frentes a la que se veía sometida por culpa del ambicioso duque de Parma.
Para esta tarea contaría únicamente con la Legión Extranjera, formada por un tercio de soldados venidos de cualquier parte pues no preguntábamos origen ni religión. Formaban en él, polacos, rusos, serbios, griegos, alemanes, e incluso daneses y georgianos. Era el llamado Tercio Gran Capitán, nombrado en honor al viejo guerrero que dio Nápoles a la Corona de Aragón, formado por tan solo dos mil hombres. Dos mil soldados que estaban armados y equipados según el nuevo modelo, y habían sido instruidos para ser una fuerza de choque. Mientras tanto el resto del ejército de Milán se concentraría en la zona occidental, frente a Saboya, donde levantaría dos grandes depósitos de suministros en los que acumularían las vituallas traídas por la flota. El primero de ellos en Pavía, y el segundo en la propia Milán.
Mientras permanecía en Génova, estrechando lazos con sus gobernantes, recibí la noticia de la caída del valido del Rey, el conde-duque de Olivares. Los fracasos de su política de Unión unidos a los últimos fracasos militares y las rebeliones de Portugal y Cataluña habían supuesto su fin. No fue hasta la siguiente primavera que conocí las acusaciones vertidas contra él por la nobleza. Triste final para quien con mejor o peor fortuna, siempre trató de reforzar una España en la que ya se adivinaba la decadencia moral y humana.
Pero ahora no podía entretenerme. Tenía que concentrarme en solucionar el frente francés de una vez por todas antes de la llegada de la primavera, y para ello debía eliminar del tablero a los dos primeros enemigos, Parma y Saboya. Si lo lograba, y podía lograrlo, aquel frente quedaría solucionado y podríamos concentrarnos en lo más importante…
...Tras abandonar las islas de los Ratones y desembarcar refuerzos en las islas de Lerins, que pasaron a ser fortificadas, seguimos hasta Génova con la Flota. Allí desembarcaríamos el 7 de diciembre, y dos días más tarde en los presidios de Toscana, desembarcando refuerzos, artillería, y pertrechos para reforzar aquel frente.
De inmediato me dispuse a estudiar el panorama que tenía ante mí. El frente francés estaba en una tensa calma desde la indecisa batalla de Lonate, donde se rechazó el último intento francés de penetrar en Milán el año anterior y la derrota de Tortona frente a los saboyanos, a la que siguió la muerte del Duque de Saboya y varios de los suyos. Esperaba que eso me concediese el tiempo necesario para acabar con el problema de Parma, y así eliminar uno de los enemigos en Italia, liberando a Milán de la amenaza en dos frentes a la que se veía sometida por culpa del ambicioso duque de Parma.
Para esta tarea contaría únicamente con la Legión Extranjera, formada por un tercio de soldados venidos de cualquier parte pues no preguntábamos origen ni religión. Formaban en él, polacos, rusos, serbios, griegos, alemanes, e incluso daneses y georgianos. Era el llamado Tercio Gran Capitán, nombrado en honor al viejo guerrero que dio Nápoles a la Corona de Aragón, formado por tan solo dos mil hombres. Dos mil soldados que estaban armados y equipados según el nuevo modelo, y habían sido instruidos para ser una fuerza de choque. Mientras tanto el resto del ejército de Milán se concentraría en la zona occidental, frente a Saboya, donde levantaría dos grandes depósitos de suministros en los que acumularían las vituallas traídas por la flota. El primero de ellos en Pavía, y el segundo en la propia Milán.
Mientras permanecía en Génova, estrechando lazos con sus gobernantes, recibí la noticia de la caída del valido del Rey, el conde-duque de Olivares. Los fracasos de su política de Unión unidos a los últimos fracasos militares y las rebeliones de Portugal y Cataluña habían supuesto su fin. No fue hasta la siguiente primavera que conocí las acusaciones vertidas contra él por la nobleza. Triste final para quien con mejor o peor fortuna, siempre trató de reforzar una España en la que ya se adivinaba la decadencia moral y humana.
Pero ahora no podía entretenerme. Tenía que concentrarme en solucionar el frente francés de una vez por todas antes de la llegada de la primavera, y para ello debía eliminar del tablero a los dos primeros enemigos, Parma y Saboya. Si lo lograba, y podía lograrlo, aquel frente quedaría solucionado y podríamos concentrarnos en lo más importante…
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Un soldado de cuatro siglos
Durante la semana que el marqués del Puerto permanecería en Génova, aprovechó para negociar con los banqueros genoveses del Bando San Giorgio en nombre del Real Banco de San Vicente Ferrer. Al establecer una comunicación fluida entre ambos bancos y respaldado por las cartas de valores del banco real, aseguró el pago a las tropas en Italia, no siendo preciso el envío del metal precioso desde la propia España.
Ahora ya tenía libertad para actuar, y el 21 de diciembre las tropas dirigidas por el marqués del Puerto partieron rumbo a Milán en un largo convoy. No llegarían muy lejos, la noche del 22 de diciembre el Tercio de la Legión, comandado por el propio Pedro se separó del convoy de tropas para dirigirse al este.
Durante los siguientes cinco días los soldados realizaron la conocida como “marcha de las estrellas”. Los soldados marcharon en plena noche por las montañas de la región rumbo a Parma, manteniéndose alejados de los caminos y acampando en los bosques de las montañas durante la noche para descansar durante el día. El frío de los Alpes atenazaba a los soldados pese a las prendas de pieles y plumas con las que habían sido equipados, y pese a ello se les prohibió encender fogatas para calentarse, teniendo que recurrir a medios de supervivencia extrema enseñados por el propio marqués del Puerto tras su experiencia de cazador y trampero en la lejana Siberia.
Cada mañana un poco antes del amanecer, los soldados se detenían mientras los sargentos mayores asignaban las zonas de acampada. A continuación los soldados cavaban cuevas o trincheras de nieve, según lo permitiese el terreno, refugiándose en el interior, donde algunos afortunados podían encender pequeños fuegos de grasa de ballena para calentar en ellos su comida.
Por fortuna los movimientos invernales eran casi nulos. Los pastores mantenían alejados sus rebaños de las zonas nevadas por las que los soldados se estaban moviendo, y el resto de la población se mantenía en los valles, donde el clima era más benigno y no había peligro. Así las fuerzas españolas llegaron sin ser vistas hasta los bosques que rodeaban Sant Andre Bagni. Habían llegado a las puertas del llano, y estaban a tan solo unos veinte kilómetros de la ciudad de Parma, donde el duque Eduardo Farnesio permanecía ignorante de lo que se avecinaba…
Ahora ya tenía libertad para actuar, y el 21 de diciembre las tropas dirigidas por el marqués del Puerto partieron rumbo a Milán en un largo convoy. No llegarían muy lejos, la noche del 22 de diciembre el Tercio de la Legión, comandado por el propio Pedro se separó del convoy de tropas para dirigirse al este.
Durante los siguientes cinco días los soldados realizaron la conocida como “marcha de las estrellas”. Los soldados marcharon en plena noche por las montañas de la región rumbo a Parma, manteniéndose alejados de los caminos y acampando en los bosques de las montañas durante la noche para descansar durante el día. El frío de los Alpes atenazaba a los soldados pese a las prendas de pieles y plumas con las que habían sido equipados, y pese a ello se les prohibió encender fogatas para calentarse, teniendo que recurrir a medios de supervivencia extrema enseñados por el propio marqués del Puerto tras su experiencia de cazador y trampero en la lejana Siberia.
Cada mañana un poco antes del amanecer, los soldados se detenían mientras los sargentos mayores asignaban las zonas de acampada. A continuación los soldados cavaban cuevas o trincheras de nieve, según lo permitiese el terreno, refugiándose en el interior, donde algunos afortunados podían encender pequeños fuegos de grasa de ballena para calentar en ellos su comida.
Por fortuna los movimientos invernales eran casi nulos. Los pastores mantenían alejados sus rebaños de las zonas nevadas por las que los soldados se estaban moviendo, y el resto de la población se mantenía en los valles, donde el clima era más benigno y no había peligro. Así las fuerzas españolas llegaron sin ser vistas hasta los bosques que rodeaban Sant Andre Bagni. Habían llegado a las puertas del llano, y estaban a tan solo unos veinte kilómetros de la ciudad de Parma, donde el duque Eduardo Farnesio permanecía ignorante de lo que se avecinaba…
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Un soldado de cuatro siglos
Pedro se despertó cuando le sacudieron el hombro. Estaba a punto de anochecer pero aún entraba un poco de luz por los respiraderos de su cueva de nieve. Luz que aprovechó para ponerse en movimiento junto al resto de los ocupantes. Con un suspiro salió del saco de dormir de plumón, y lo enrolló para sujetarlo en su mochila. La cueva de nieve no era especialmente cómoda, pero mantenía la temperatura constante en unos nada cómodos 0 grados de temperatura. Un cortaviento frente a la entrada impedía la entrada del gélido viento, y un foso de frío a menor nivel de la zona de vida, mantenía el aire frío por debajo de la zona en la que Pedro y su grupo habían dormido durante el día.
Con las ultimas luces del día por fin salieron de la cueva de nieve cargados con sus equipos y sus esquís, mientras a su alrededor el resto de los hombres hacían otro tanto. Pedro recorrió el campamento conversando con algunos hombres, los pocos españoles que formaban en el tercio y que ejercían de oficiales y sargentos mayores, pues los soldados extranjeros apenas chapurreaban un poco de español. Pedro se ajustó su viejo gorro de piel, y comprobó su mosquete y el cubre traje blanco que llevaba sobre sus ropas.
Mientras esperaba las novedades de sus fuerzas, se acercó a la linde del bosque, donde los vigías observaban la lejana ciudad, ahora apenas invisible. —No se han visto movimientos extraños durante todo el día, mi general. —señaló el cabo 1º Emilio Rojo, un veterano soldado que estaba al mando de la guardia de aquel día mientras ofrecía a Pedro un poco de chorizo y queso para acompañar las galletas que estaba comiendo.
—¿Podréis llevarnos a la ciudad manteniéndonos alejados de los pueblos y caseríos y los perros, Don Emilio? —preguntó Pedro.
—De los pueblos si, los caseríos serán más complicados de evitar, mi general. —unos pasos tras ellos cortaron la conversación.
—Mi general, las tropas están listas para marchar, pero tenemos una veintena de hombres con signos de enfermedad. —dio sus novedades el sargento mayor del tercio. —El cirujano recomienda que no realicen la marcha.
Al oír eso, Pedro suspiro mientras comentaba. —¿Cuaaantos…?
—Veintisiete con fiebre y unos cuarenta con los primeros síntomas de resfriado.
—¿Y eso son una veintena para vos? En fin, tenía que pasar… al fin y al cabo tal vez sea mejor no esquivar los caseríos…¿Rojo, podéis localizar algún caserío cercano?
—Si, mi general! —respondió el explorador.
—¡Don Lorenzo! —dijo al sargento mayor. —Que la compañía del capitán Martínez Cantó, se lleve a los enfermos, y que uno de los cirujanos les acompañe. El cabo 1º Rojo les guiara hasta uno de los caseríos, que lo tomen y lo utilicen para descansar, pero dígale que tenga especial cuidado en no permitir la huida de ninguno de sus habitantes.
—Le diré que antes de tomar el caserío lo rodee, mi general…
Con las ultimas luces del día por fin salieron de la cueva de nieve cargados con sus equipos y sus esquís, mientras a su alrededor el resto de los hombres hacían otro tanto. Pedro recorrió el campamento conversando con algunos hombres, los pocos españoles que formaban en el tercio y que ejercían de oficiales y sargentos mayores, pues los soldados extranjeros apenas chapurreaban un poco de español. Pedro se ajustó su viejo gorro de piel, y comprobó su mosquete y el cubre traje blanco que llevaba sobre sus ropas.
Mientras esperaba las novedades de sus fuerzas, se acercó a la linde del bosque, donde los vigías observaban la lejana ciudad, ahora apenas invisible. —No se han visto movimientos extraños durante todo el día, mi general. —señaló el cabo 1º Emilio Rojo, un veterano soldado que estaba al mando de la guardia de aquel día mientras ofrecía a Pedro un poco de chorizo y queso para acompañar las galletas que estaba comiendo.
—¿Podréis llevarnos a la ciudad manteniéndonos alejados de los pueblos y caseríos y los perros, Don Emilio? —preguntó Pedro.
—De los pueblos si, los caseríos serán más complicados de evitar, mi general. —unos pasos tras ellos cortaron la conversación.
—Mi general, las tropas están listas para marchar, pero tenemos una veintena de hombres con signos de enfermedad. —dio sus novedades el sargento mayor del tercio. —El cirujano recomienda que no realicen la marcha.
Al oír eso, Pedro suspiro mientras comentaba. —¿Cuaaantos…?
—Veintisiete con fiebre y unos cuarenta con los primeros síntomas de resfriado.
—¿Y eso son una veintena para vos? En fin, tenía que pasar… al fin y al cabo tal vez sea mejor no esquivar los caseríos…¿Rojo, podéis localizar algún caserío cercano?
—Si, mi general! —respondió el explorador.
—¡Don Lorenzo! —dijo al sargento mayor. —Que la compañía del capitán Martínez Cantó, se lleve a los enfermos, y que uno de los cirujanos les acompañe. El cabo 1º Rojo les guiara hasta uno de los caseríos, que lo tomen y lo utilicen para descansar, pero dígale que tenga especial cuidado en no permitir la huida de ninguno de sus habitantes.
—Le diré que antes de tomar el caserío lo rodee, mi general…
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Un soldado de cuatro siglos
El duque se sujetaba el costado derecho, sintiendo como la vida se escapaba de su cuerpo con cada latido. El enemigo había surgido al amanecer, solo Dios sabia de donde, asaltando la ciudad y entrando a la vez por las puertas recién abiertas y asaltando las murallas casi indefensas con escalas, mientras sus escasos defensores trataban de cargar sus mosquetes y realizaban algún que otro disparo aislado que fue respondido por furiosas descargas de mosqueteria. Esto desató el caos en la ciudad, despertándole abruptamente de su sueño.
Poco después pudo ver al ejército enemigo con sus uniformes blancos avanzando directamente sobre su palacio. Para entonces los mensajeros no dejaban de llegar, con los angustiosos mensajes enviados por sus capitanes. Así pudo enterarse de como los centinelas de las murallas fueron rápidamente superados por una tromba de cientos de soldados que escalaron las murallas antes de que pudiesen recibir refuerzos. Aún más soldados entraron en la ciudad por las puertas recién abiertas para dar paso a los comerciantes y viajeros. El enemigo surgido del suelo, entró por ella antes de que los guardias supiesen que estaba pasando.
En solo unos minutos cientos de enemigos habían entrado en la ciudad. Desde su ventana pudo ver como un grupo de soldados trataba de resistir formando un muro de picas, pero los soldados enemigos habían ocupado los tejados de las casas a la par que avanzaban, y acribillaron a los suyos desde el frente y desde arriba, deshaciendo la formación. Para cuando él quiso reaccionar el enemigo estaba frente a su palacio y atacaba con fuerza las puertas que solo resistieron unos minutos.
De ahí a caer herido, tan solo pasaron unos segundos, unas pesadas botas llamaron su atención mientras se acercaban…
—¡Que venga un cirujano, rápido! —escuchó la orden. Con un esfuerzo levantó la mirada para ver como el comandante enemigo se agachaba junto a él.
—Vos… me temo que el cirujano no será necesario, en breve me reuniré con Nuestro Señor… —dijo con esfuerzo.
—Excelencia, permitidnos hacer cuanto po…
—Es inútil, lo sé, pero mis hijos…—suplicó el duque
—Están todos a salvo y seguros, Excelencia
—Gracias, gracias…sabéis, me alegra saber que he sido derrotado por alguien como vos y no por cualquier otro…el destructor de ciudades…
—Que Dios os acoja en su seno, Excelencia. —dijo el marqués del Puerto cerrándole los ojos antes de incorporarse. —Don Ángel, mucho me temo que vuestra asistencia ya no sera necesaria aquí, pero comprobad que la familia del duque está en buen estado de salud antes de seguir con vuestros quehaceres. —dijo al cirujano que acababa de llegar.
A continuación llamo a sus capitanes para repartir estrictas órdenes en cuanto al saqueo de la ciudad. Cada compañía recibió una zona asignada, y se destacaron soldados en función de policía militar para asegurar que tan solo se requisase un quinto de los bienes de los ciudadanos, excluidos los alimentos.
Poco después pudo ver al ejército enemigo con sus uniformes blancos avanzando directamente sobre su palacio. Para entonces los mensajeros no dejaban de llegar, con los angustiosos mensajes enviados por sus capitanes. Así pudo enterarse de como los centinelas de las murallas fueron rápidamente superados por una tromba de cientos de soldados que escalaron las murallas antes de que pudiesen recibir refuerzos. Aún más soldados entraron en la ciudad por las puertas recién abiertas para dar paso a los comerciantes y viajeros. El enemigo surgido del suelo, entró por ella antes de que los guardias supiesen que estaba pasando.
En solo unos minutos cientos de enemigos habían entrado en la ciudad. Desde su ventana pudo ver como un grupo de soldados trataba de resistir formando un muro de picas, pero los soldados enemigos habían ocupado los tejados de las casas a la par que avanzaban, y acribillaron a los suyos desde el frente y desde arriba, deshaciendo la formación. Para cuando él quiso reaccionar el enemigo estaba frente a su palacio y atacaba con fuerza las puertas que solo resistieron unos minutos.
De ahí a caer herido, tan solo pasaron unos segundos, unas pesadas botas llamaron su atención mientras se acercaban…
—¡Que venga un cirujano, rápido! —escuchó la orden. Con un esfuerzo levantó la mirada para ver como el comandante enemigo se agachaba junto a él.
—Vos… me temo que el cirujano no será necesario, en breve me reuniré con Nuestro Señor… —dijo con esfuerzo.
—Excelencia, permitidnos hacer cuanto po…
—Es inútil, lo sé, pero mis hijos…—suplicó el duque
—Están todos a salvo y seguros, Excelencia
—Gracias, gracias…sabéis, me alegra saber que he sido derrotado por alguien como vos y no por cualquier otro…el destructor de ciudades…
—Que Dios os acoja en su seno, Excelencia. —dijo el marqués del Puerto cerrándole los ojos antes de incorporarse. —Don Ángel, mucho me temo que vuestra asistencia ya no sera necesaria aquí, pero comprobad que la familia del duque está en buen estado de salud antes de seguir con vuestros quehaceres. —dijo al cirujano que acababa de llegar.
A continuación llamo a sus capitanes para repartir estrictas órdenes en cuanto al saqueo de la ciudad. Cada compañía recibió una zona asignada, y se destacaron soldados en función de policía militar para asegurar que tan solo se requisase un quinto de los bienes de los ciudadanos, excluidos los alimentos.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Parma llevaba ya una semana bajo control español cuando llegaron los primeros refuerzos a la ciudad, quinientos jinetes alemanes del ejército de Milán. Para ese entonces las noticias de la captura de la ciudad habían llegado a Piacenza, que había sido abandonada por la condotta que la defendía, permitiendo así la captura de la ciudad por las fuerzas españolas. En toda la región eran muchos los mercenarios que, muerto su señor, consideraban cumplido su contrato y trataban de retirarse. Pero aún eran más los mercenarios capturados por las fuerzas españolas, principalmente en la propia Parma, y en todo el ducado la caballería española realizaba batidas con el fin de capturar a cuantos rezagados hubiese.
—Y bien, ¿qué debería hacer con vos y vuestros hombres, capitán Mario? —preguntó del Puerto a uno de los capitanes mercenarios que había capturado.
—Signore, nuestro contra…
—No me habléis de contratos, capitán. En cuanto a mí respecta sois un enemigo capturado y me dan igual vuestras circunstancias. —le interrumpió el del Puerto con voz áspera. —Mucho me temo que solo tenéis dos opciones, aunque os dejare elegir la que prefiráis. —tras decir esto observo unos instantes al mercenario que asintió con la cabeza como diciendo, vos diréis. —La primera opción es ser enviados a España como prisionero de guerra. Ya os advierto que el cautiverio no será corto ni agradable. La segunda opción es alistaros en el ejército español e ir destinados a Egipto.
—¡Egipto! —exclamo el mercenario asombrado por la propuesta. No sabía que le sorprendía más, si la posibilidad de ser encarcelados por oponerse al rey de España, o el que el contrato que le ofreciesen fuese tan lejos de Italia, en Egipto nada menos.
—Pero nosotros podríamos ser más útiles aquí…
—Confío más en los tercios y regimientos que actualmente tenemos en Egipto, así que Egipto o el cautiverio, vos diréis.
—La paga de mi compañía es alta…
—La paga de vuestra compañía será la soldada oficial de los tercios españoles, y ni un maravedí más, capitán. Os daré hasta mañana al anochecer para que habléis con vuestros hombres y decidáis. Después de eso partiréis hacia oriente u occidente…
Escenas similares se vivieron los días siguientes con todos y cada uno de los capitanes capturados. Una semana más tarde cuatro mil doscientos soldados italianos partirían hacia Alejandría, donde sustituirían a otros tantos soldados viejos de los tercios, ya fuesen españoles, irlandeses o italianos que allí había. Para entonces la familia del duque Eduardo había llegado a Valencia, donde quedaría alojada en calidad de rehén.
Por su parte Pedro ya miraba más al norte aprovechando que de momento el Papa aún no había dado su opinión sobre la reciente conquista, pero seguramente no tardaría en hacerlo en cuanto se recuperase de la sorpresa. Que se le iba a hacer, el Papa era pro francés y poco se podía hacer por remediarlo, tan solo quedaba jugar sus cartas con acierto, y para ello necesitaba colocar un ejército en Nápoles, a unas jornadas de marcha de Roma con rapidez. La amenaza que aquel ejército proyectaría sobre Roma de forma oficiosa, unida a las fuerzas españolas en Milán y sus aliados en la zona, debería ser suficiente para mantener ocupado al Papa. Tan solo esperaba que los embajadores españoles pudiesen negociar con el Papa y que este prestase más atención a la situación de la familia ducal que a las maniobras militares españolas en el norte.
—Y bien, ¿qué debería hacer con vos y vuestros hombres, capitán Mario? —preguntó del Puerto a uno de los capitanes mercenarios que había capturado.
—Signore, nuestro contra…
—No me habléis de contratos, capitán. En cuanto a mí respecta sois un enemigo capturado y me dan igual vuestras circunstancias. —le interrumpió el del Puerto con voz áspera. —Mucho me temo que solo tenéis dos opciones, aunque os dejare elegir la que prefiráis. —tras decir esto observo unos instantes al mercenario que asintió con la cabeza como diciendo, vos diréis. —La primera opción es ser enviados a España como prisionero de guerra. Ya os advierto que el cautiverio no será corto ni agradable. La segunda opción es alistaros en el ejército español e ir destinados a Egipto.
—¡Egipto! —exclamo el mercenario asombrado por la propuesta. No sabía que le sorprendía más, si la posibilidad de ser encarcelados por oponerse al rey de España, o el que el contrato que le ofreciesen fuese tan lejos de Italia, en Egipto nada menos.
—Pero nosotros podríamos ser más útiles aquí…
—Confío más en los tercios y regimientos que actualmente tenemos en Egipto, así que Egipto o el cautiverio, vos diréis.
—La paga de mi compañía es alta…
—La paga de vuestra compañía será la soldada oficial de los tercios españoles, y ni un maravedí más, capitán. Os daré hasta mañana al anochecer para que habléis con vuestros hombres y decidáis. Después de eso partiréis hacia oriente u occidente…
Escenas similares se vivieron los días siguientes con todos y cada uno de los capitanes capturados. Una semana más tarde cuatro mil doscientos soldados italianos partirían hacia Alejandría, donde sustituirían a otros tantos soldados viejos de los tercios, ya fuesen españoles, irlandeses o italianos que allí había. Para entonces la familia del duque Eduardo había llegado a Valencia, donde quedaría alojada en calidad de rehén.
Por su parte Pedro ya miraba más al norte aprovechando que de momento el Papa aún no había dado su opinión sobre la reciente conquista, pero seguramente no tardaría en hacerlo en cuanto se recuperase de la sorpresa. Que se le iba a hacer, el Papa era pro francés y poco se podía hacer por remediarlo, tan solo quedaba jugar sus cartas con acierto, y para ello necesitaba colocar un ejército en Nápoles, a unas jornadas de marcha de Roma con rapidez. La amenaza que aquel ejército proyectaría sobre Roma de forma oficiosa, unida a las fuerzas españolas en Milán y sus aliados en la zona, debería ser suficiente para mantener ocupado al Papa. Tan solo esperaba que los embajadores españoles pudiesen negociar con el Papa y que este prestase más atención a la situación de la familia ducal que a las maniobras militares españolas en el norte.
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Un soldado de cuatro siglos
Madrid, 28 de enero de 1642
Felipe IV se hallaba reunido con su consejo de guerra para estudiar la situación en Europa, especialmente todo los relacionado con los planes del Marqués del Puerto que ahora tenían frente a sí.
—Es inaceptable, majestad. —dijo Íñigo Vélez de Guevara, conde de Oñate y Villamediana. —Estos planes supondrían perder entre diez y quince mil soldados viejos, y eso únicamente referido a los españoles, si además sumamos los italianos y valones dejaremos nuestro ejército en cuadro.
—No sería perderlos ilustrísima, solo significaría que los retiraríamos de los frentes actuales para destinarlos a otros lugares menos expuestos. —dijo el consejero designado por el reino de Valencia, Juan Coloma, Conde de Elda.
—Esa es la definición de perderlos, Don Juan. —respondió el Conde de Oñate. —Esos soldados son necesarios aquí, en Flandes y en Europa.
—Llevamos media centuria larga empleando a aquestos y otros muchos soldados en Flandes y nunca hemos conseguido nada, salvo como dice el marqués del Puerto, enseñar a combatir a los herejes. Si Don Pedro afirma que daquesta manera podremos lograr la victoria, yo le creo. —dijo entonces con su acento italiano Octavio Piccolomini. —Ahora mismo está marchando sobre Saboya…
—Depositáis demasiada confianza en él, Don Octavio. —intervino Antonio Sancho Dávila de Toledo y Colona —Soy el primero en reconocer las dotes del maques del Puerto para la guerra. Como no hacerlo cuando ha realizado tantas hazañas y acaba de tomar Parma en un solo día y el ducado en una semana. Pero en Saboya encontrara a los franceses, que son nuestro verdadero enemigo, y enviar a los soldados lejos de Europa es condenarnos al fracaso. El propio marqués escribió años atrás una tesis en la que nos hablaba de la superioridad numérica francesa. No podemos prescindir de nuestros soldados, ni de uno solo.
Una leve tos atrajo entonces la atención de todos los presentes. El rey se incorporó lentamente de su asiento y los miro a todos, uno por uno. —Les he escuchado con detenimiento. Tenéis razón al decir que enviar a los soldados viejos lejos del frente es peligroso, Don Íñigo, como vos la tenéis también, Don Antonio. Sin embargo he de decir que confiare en los planes aquí presentados.
La decisión está tomada, caballeros. El dinero es la llave de la guerra. Pudimos comprobarlo en la guerra del Turco, poniendo al sultán contra las cuerdas en solo un lustro. Y para esta guerra esa llave no se encuentra en Europa, sino en las Indias. Así pues, los planes del marques del Puerto serán aprobados. —sentenció, viendo entonces como los consejeros asentían ante la decisión real. —Don Sancho, ocupaos de organizarlo todo. Cualquier soldado viejo con más de veinte años de servicio encuadrado en los ejércitos o no, tendrá derecho a alistarse en las nuevas banderas. Cuando lo haga se le entregara tierras y bienes en la zona de las Indias a la que vaya asignado.
—Como deseéis, majestad. —respondió el general. —Pero esos soldados no son labriegos ni ganaderos. No muchos accederán a partir a las Indias para trabajar la tierra.
—Ese problema ya se tuvo en cuenta, precisamente por ello se concederá a los soldados viejos el permiso para incluir en su sequito a un máximo de cuatro familias de menestrales, lo que en la práctica los convertirá en hacendados.
—Es un gran ascenso, majestad, sois muy bondadoso. —respondió el soldado tomando notas con el fin de poder llevar a término las órdenes del monarca. —¿Podrán llevar esclavos?
—¡No! Nada de esclavos. —dijo el rey. —En estos momentos como bien sabéis la mayor economía esclavista de la corona se encuentra en los territorios portugueses, que se hallan en rebeldía. Aún no hemos tomado una decisión, pero dependiendo del devenir de los acontecimientos, podría llegar a ser posible que la corona decretase el fin de la esclavitud. —dijo impactando a todos los presentes, quienes sin embargo permanecieron en silencio. —Sé que es radical, pero debemos hacer la guerra a la economía enemiga tanto como al propio enemigo, de todas formas esto no ocurrirá en un futuro cercano. ¿Algo más Don Sancho?
—Sí, majestad. —dijo el soldado sobreponiéndose al asombro. —Tengo dos dudas más. La primera consiste en que aunque demos esas tierras a los soldados viejos, los primeros años hasta que se establezcan serán muy duros..—dijo continuando en cuanto el rey le señalo con la cabeza. —La segunda trata de las tierras que deseáis otorgar a los veteranos alemanes e italianos.
—En cuanto a los segundo, organizadlo de forma que de cada diez haciendas repartidas, un máximo de dos sean para italianos y alemanes. Así los españoles siempre serán la mayoría. En cuanto a las dificultades de los primeros años, el Marques del Puerto ha puesto su compañía comercial al servicio de la corona. Así pues recibirán ayuda periódica por parte de dicha compañía.
Ahora decidme ¿Cuánto tardareis en organizarlo?
—Coordinar estas órdenes llevara mucho tiempo majestad, meses como mínimo, tal vez uno o dos años.
—Roma no se construyó en un día, caballeros. —dijo entonces el monarca. —La colonización depende de vientos y mareas, y esta primavera está ya demasiado próxima, así que tenemos todo un año por delante para conseguir los primeros hombres. La próxima primavera, enviaremos las primeras misiones…
Felipe IV se hallaba reunido con su consejo de guerra para estudiar la situación en Europa, especialmente todo los relacionado con los planes del Marqués del Puerto que ahora tenían frente a sí.
—Es inaceptable, majestad. —dijo Íñigo Vélez de Guevara, conde de Oñate y Villamediana. —Estos planes supondrían perder entre diez y quince mil soldados viejos, y eso únicamente referido a los españoles, si además sumamos los italianos y valones dejaremos nuestro ejército en cuadro.
—No sería perderlos ilustrísima, solo significaría que los retiraríamos de los frentes actuales para destinarlos a otros lugares menos expuestos. —dijo el consejero designado por el reino de Valencia, Juan Coloma, Conde de Elda.
—Esa es la definición de perderlos, Don Juan. —respondió el Conde de Oñate. —Esos soldados son necesarios aquí, en Flandes y en Europa.
—Llevamos media centuria larga empleando a aquestos y otros muchos soldados en Flandes y nunca hemos conseguido nada, salvo como dice el marqués del Puerto, enseñar a combatir a los herejes. Si Don Pedro afirma que daquesta manera podremos lograr la victoria, yo le creo. —dijo entonces con su acento italiano Octavio Piccolomini. —Ahora mismo está marchando sobre Saboya…
—Depositáis demasiada confianza en él, Don Octavio. —intervino Antonio Sancho Dávila de Toledo y Colona —Soy el primero en reconocer las dotes del maques del Puerto para la guerra. Como no hacerlo cuando ha realizado tantas hazañas y acaba de tomar Parma en un solo día y el ducado en una semana. Pero en Saboya encontrara a los franceses, que son nuestro verdadero enemigo, y enviar a los soldados lejos de Europa es condenarnos al fracaso. El propio marqués escribió años atrás una tesis en la que nos hablaba de la superioridad numérica francesa. No podemos prescindir de nuestros soldados, ni de uno solo.
Una leve tos atrajo entonces la atención de todos los presentes. El rey se incorporó lentamente de su asiento y los miro a todos, uno por uno. —Les he escuchado con detenimiento. Tenéis razón al decir que enviar a los soldados viejos lejos del frente es peligroso, Don Íñigo, como vos la tenéis también, Don Antonio. Sin embargo he de decir que confiare en los planes aquí presentados.
La decisión está tomada, caballeros. El dinero es la llave de la guerra. Pudimos comprobarlo en la guerra del Turco, poniendo al sultán contra las cuerdas en solo un lustro. Y para esta guerra esa llave no se encuentra en Europa, sino en las Indias. Así pues, los planes del marques del Puerto serán aprobados. —sentenció, viendo entonces como los consejeros asentían ante la decisión real. —Don Sancho, ocupaos de organizarlo todo. Cualquier soldado viejo con más de veinte años de servicio encuadrado en los ejércitos o no, tendrá derecho a alistarse en las nuevas banderas. Cuando lo haga se le entregara tierras y bienes en la zona de las Indias a la que vaya asignado.
—Como deseéis, majestad. —respondió el general. —Pero esos soldados no son labriegos ni ganaderos. No muchos accederán a partir a las Indias para trabajar la tierra.
—Ese problema ya se tuvo en cuenta, precisamente por ello se concederá a los soldados viejos el permiso para incluir en su sequito a un máximo de cuatro familias de menestrales, lo que en la práctica los convertirá en hacendados.
—Es un gran ascenso, majestad, sois muy bondadoso. —respondió el soldado tomando notas con el fin de poder llevar a término las órdenes del monarca. —¿Podrán llevar esclavos?
—¡No! Nada de esclavos. —dijo el rey. —En estos momentos como bien sabéis la mayor economía esclavista de la corona se encuentra en los territorios portugueses, que se hallan en rebeldía. Aún no hemos tomado una decisión, pero dependiendo del devenir de los acontecimientos, podría llegar a ser posible que la corona decretase el fin de la esclavitud. —dijo impactando a todos los presentes, quienes sin embargo permanecieron en silencio. —Sé que es radical, pero debemos hacer la guerra a la economía enemiga tanto como al propio enemigo, de todas formas esto no ocurrirá en un futuro cercano. ¿Algo más Don Sancho?
—Sí, majestad. —dijo el soldado sobreponiéndose al asombro. —Tengo dos dudas más. La primera consiste en que aunque demos esas tierras a los soldados viejos, los primeros años hasta que se establezcan serán muy duros..—dijo continuando en cuanto el rey le señalo con la cabeza. —La segunda trata de las tierras que deseáis otorgar a los veteranos alemanes e italianos.
—En cuanto a los segundo, organizadlo de forma que de cada diez haciendas repartidas, un máximo de dos sean para italianos y alemanes. Así los españoles siempre serán la mayoría. En cuanto a las dificultades de los primeros años, el Marques del Puerto ha puesto su compañía comercial al servicio de la corona. Así pues recibirán ayuda periódica por parte de dicha compañía.
Ahora decidme ¿Cuánto tardareis en organizarlo?
—Coordinar estas órdenes llevara mucho tiempo majestad, meses como mínimo, tal vez uno o dos años.
—Roma no se construyó en un día, caballeros. —dijo entonces el monarca. —La colonización depende de vientos y mareas, y esta primavera está ya demasiado próxima, así que tenemos todo un año por delante para conseguir los primeros hombres. La próxima primavera, enviaremos las primeras misiones…
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Turín, campo francés, 7 de febrero de 1642
—Siete, tal vez ocho mil hombres, con unos mil quinientos jinetes y veinte cañones. —dijo el general Turenne tras contemplar el ejército español que había acampado a las puertas de la ciudad, en un campo fortificado. —En Milán tenían al menos el doble, y no creo que el combate de Novara les haya causado tantas bajas.
—Tal vez hayan dejado fuerzas en la propia Novara o Vercelli. —respondió el comandante francés, Henri Lorraine, conde de Harcourt, a su joven ayudante. —Tal vez incluso en Parma.
—Es posible, pero no lo creo. —respondió Turene. —Parma cayó en un día, y en solo una semana ya la habían controlado completamente. Tal vez se muevan en dos cuerpos separados a causa de la nieve.
—Es posible, pero eso significa que somos más numerosos. Tal vez podamos atacarlos.
—Pero están cavando trincheras alrededor de su campamento, así que será arriesgado, sobre todo si durante la lucha llegan sus refuerzos.
—Sí, aún no han completado el cerco de la ciudad. Esperemos que mañana los exploradores nos traigan nuevas noticias.
Turín, campo español, 7 de febrero de 1642
Pedro observó las impresionantes fortificaciones que tenía frente a sí. Tres días atrás habían entrado en fuerza en Saboya, superando Novara sin detenerse en su ruta hacia la capital. Tan solo el tercio de la legión quedo atrás brevemente con el fin de sorprender a la guarnición de Novara, que cayó en una emboscada al tratar de perseguir a la columna española sufriendo un buen número de muertos y heridos. Mientras tanto el ejército siguió su camino imperturbable, superando las ciudades y poblaciones que encontraron en su camino sin detenerse.
—Las defensas de la ciudad parecen impresionantes, caballeros. —dijo el marqués del Puerto observando la ciudad en compañía de sus ayudantes.
—Lo son mi general. —respondió Tomas Francisco de Saboya-Carignano, el tío del actual duque de Saboya que luchaba por España desde tiempo atrás. —Las murallas son gruesas y están bien construidas según el modelo italiano. Y si contamos las tropas francesas sin duda tienen suficientes tropas para defenderlas.
—Sus comandantes son el conde de Harcourt y un tal Turene, mi general. —intervino Diego Felipe de Guzmán, marqués de Leganés. —Un joven de unos treinta años que ha ganado bastante fama por sus dotes como comandante.
—Entonces supongo que les sorprenderá que no ataquemos la ciudad. —respondió Pedro desatando una carcajada generalizada que quedó ahogada por los ladridos de los perros. —Los muy estúpidos han encerrados sus tropas despejando el campo para que maniobremos por él a voluntad, que las tropas estén listas para marchar al amanecer.
—Siete, tal vez ocho mil hombres, con unos mil quinientos jinetes y veinte cañones. —dijo el general Turenne tras contemplar el ejército español que había acampado a las puertas de la ciudad, en un campo fortificado. —En Milán tenían al menos el doble, y no creo que el combate de Novara les haya causado tantas bajas.
—Tal vez hayan dejado fuerzas en la propia Novara o Vercelli. —respondió el comandante francés, Henri Lorraine, conde de Harcourt, a su joven ayudante. —Tal vez incluso en Parma.
—Es posible, pero no lo creo. —respondió Turene. —Parma cayó en un día, y en solo una semana ya la habían controlado completamente. Tal vez se muevan en dos cuerpos separados a causa de la nieve.
—Es posible, pero eso significa que somos más numerosos. Tal vez podamos atacarlos.
—Pero están cavando trincheras alrededor de su campamento, así que será arriesgado, sobre todo si durante la lucha llegan sus refuerzos.
—Sí, aún no han completado el cerco de la ciudad. Esperemos que mañana los exploradores nos traigan nuevas noticias.
Turín, campo español, 7 de febrero de 1642
Pedro observó las impresionantes fortificaciones que tenía frente a sí. Tres días atrás habían entrado en fuerza en Saboya, superando Novara sin detenerse en su ruta hacia la capital. Tan solo el tercio de la legión quedo atrás brevemente con el fin de sorprender a la guarnición de Novara, que cayó en una emboscada al tratar de perseguir a la columna española sufriendo un buen número de muertos y heridos. Mientras tanto el ejército siguió su camino imperturbable, superando las ciudades y poblaciones que encontraron en su camino sin detenerse.
—Las defensas de la ciudad parecen impresionantes, caballeros. —dijo el marqués del Puerto observando la ciudad en compañía de sus ayudantes.
—Lo son mi general. —respondió Tomas Francisco de Saboya-Carignano, el tío del actual duque de Saboya que luchaba por España desde tiempo atrás. —Las murallas son gruesas y están bien construidas según el modelo italiano. Y si contamos las tropas francesas sin duda tienen suficientes tropas para defenderlas.
—Sus comandantes son el conde de Harcourt y un tal Turene, mi general. —intervino Diego Felipe de Guzmán, marqués de Leganés. —Un joven de unos treinta años que ha ganado bastante fama por sus dotes como comandante.
—Entonces supongo que les sorprenderá que no ataquemos la ciudad. —respondió Pedro desatando una carcajada generalizada que quedó ahogada por los ladridos de los perros. —Los muy estúpidos han encerrados sus tropas despejando el campo para que maniobremos por él a voluntad, que las tropas estén listas para marchar al amanecer.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Niza, 17 de febrero
—El puerto de Niza, caballeros. Cuando lo controlemos controlaremos la mejor ruta de abastecimiento del ducado. —explicó Pedro observando la ciudad amurallada. — Una ciudad protegida por murallas de traza italiana, con un catillo sobre la colina como centro de la defensa. Un río a su diestra nos limita el acceso, y el puerto fortificado que es nuestro verdadero objetivo. Pues bien caballeros, ¡Necesitamos ese puerto, y lo necesitamos ya!
—Como dejamos atrás Turín la mayor parte del ejército francés y saboyano ha quedado atrás. La ciudad no debe tener más de cuatro o cinco mil defensores, incluyendo milicias ciudadanas. —Explicó Tomás. —Apenas suficientes para defender toda la muralla.
—Aún serán menos cuando se calme el viento y llegue nuestra flota para atacar desde el mar. —explicó Pedro. —¿En qué estado están nuestras fuerzas?
—Las tropas y suministros han llegado sin novedad, mi general. —respondió Diego. —Hemos perdido cinco caballos pero los hemos sustituido con animales capturados. En cuanto a los perros no hay problemas pues son muy resistentes.
—Perfecto caballeros. Organicen nuestras fuerzas, que la mitad del ejército se encargue de preparar las defensas de nuestro campamento mientras el resto prepara el ataque. —explicó Pedro. —
Tomar esta ciudad es vital para nuestros planes. Cuando controlemos la ciudad, controlaremos el litoral y con él, el mejor paso de los Alpes. Si sumamos a esto la difícil situación de los pasos de montaña en estas fechas, habremos asestado un golpe letal a los franceses.
—Tomar esa fortaleza puede ser difícil y llevara tiempo. —dijo Tomás.
—Difícil, sí, pero no hay fortaleza inconquistable si logramos encontrar un punto débil.
—¿Conocemos el punto débil de esa ciudad?
—Precisaremos treinta hombres…
Al día siguiente llegaría la flota para bombardear la ciudad. Mientras tanto el ejército se desplegó para asaltarla desde el norte y el oeste. Las fuerzas españolas parecían esperar lanzar un ataque desde dos flancos, tratando de abrumar a los defensores con su elevado número. Nadie vio como durante la noche una treintena de soldados se introducían en el río de gélidas aguas para cruzarlo.
—El puerto de Niza, caballeros. Cuando lo controlemos controlaremos la mejor ruta de abastecimiento del ducado. —explicó Pedro observando la ciudad amurallada. — Una ciudad protegida por murallas de traza italiana, con un catillo sobre la colina como centro de la defensa. Un río a su diestra nos limita el acceso, y el puerto fortificado que es nuestro verdadero objetivo. Pues bien caballeros, ¡Necesitamos ese puerto, y lo necesitamos ya!
—Como dejamos atrás Turín la mayor parte del ejército francés y saboyano ha quedado atrás. La ciudad no debe tener más de cuatro o cinco mil defensores, incluyendo milicias ciudadanas. —Explicó Tomás. —Apenas suficientes para defender toda la muralla.
—Aún serán menos cuando se calme el viento y llegue nuestra flota para atacar desde el mar. —explicó Pedro. —¿En qué estado están nuestras fuerzas?
—Las tropas y suministros han llegado sin novedad, mi general. —respondió Diego. —Hemos perdido cinco caballos pero los hemos sustituido con animales capturados. En cuanto a los perros no hay problemas pues son muy resistentes.
—Perfecto caballeros. Organicen nuestras fuerzas, que la mitad del ejército se encargue de preparar las defensas de nuestro campamento mientras el resto prepara el ataque. —explicó Pedro. —
Tomar esta ciudad es vital para nuestros planes. Cuando controlemos la ciudad, controlaremos el litoral y con él, el mejor paso de los Alpes. Si sumamos a esto la difícil situación de los pasos de montaña en estas fechas, habremos asestado un golpe letal a los franceses.
—Tomar esa fortaleza puede ser difícil y llevara tiempo. —dijo Tomás.
—Difícil, sí, pero no hay fortaleza inconquistable si logramos encontrar un punto débil.
—¿Conocemos el punto débil de esa ciudad?
—Precisaremos treinta hombres…
Al día siguiente llegaría la flota para bombardear la ciudad. Mientras tanto el ejército se desplegó para asaltarla desde el norte y el oeste. Las fuerzas españolas parecían esperar lanzar un ataque desde dos flancos, tratando de abrumar a los defensores con su elevado número. Nadie vio como durante la noche una treintena de soldados se introducían en el río de gélidas aguas para cruzarlo.
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Un soldado de cuatro siglos
Dejo algunos dibujos y mapas para comprender mejor la zona en la que se está operando
Los Alpes 1899
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/ ... ca1899.jpg
El ducado de Saboya
http://www.emersonkent.com/images/savoy_1418_1748.jpg
http://www.lib.utexas.edu/maps/historic ... y_1601.jpg
La ciudad de Turín
https://i.pinimg.com/564x/6e/14/2e/6e14 ... 0e1312.jpg
http://urban-networks.blogspot.com.es/2 ... iudad.html
Un mapa de la guerra que nos ocupa
http://images.nationmaster.com/images/m ... r_1635.jpg
Fortificaciones de Niza
http://www.gettyimages.es/detail/fotogr ... d109136542
De Niza tenía uno que se veía mejor, pero no se que hice con él, si lo encuentro lo colgare
Los Alpes 1899
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/ ... ca1899.jpg
El ducado de Saboya
http://www.emersonkent.com/images/savoy_1418_1748.jpg
http://www.lib.utexas.edu/maps/historic ... y_1601.jpg
La ciudad de Turín
https://i.pinimg.com/564x/6e/14/2e/6e14 ... 0e1312.jpg
http://urban-networks.blogspot.com.es/2 ... iudad.html
Un mapa de la guerra que nos ocupa
http://images.nationmaster.com/images/m ... r_1635.jpg
Fortificaciones de Niza
http://www.gettyimages.es/detail/fotogr ... d109136542
De Niza tenía uno que se veía mejor, pero no se que hice con él, si lo encuentro lo colgare
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Un soldado de cuatro siglos
Al salir de las gélidas aguas los soldados se pusieron a resguardo para quitarse las pieles de foca con las que se habían protegido, para a continuación terminar de secarse frotándose vigorosamente antes de vestirse con rapidez. Solo entonces recuperaron sus armas de los odres en los que las habían transportado a través del río. Ahora estaban bajo los muros de la ciudad y estaban pasando inadvertidos.
Escalar aquellos riscos no era la tarea más sencilla del mundo. A decir verdad hasta unas semanas atrás nadie sabía de qué trataba aquello de escalar que habían aprendido en las montañas valencianas. Pero ahora, tras días y días dedicados exclusivamente a practicar la escalada, ahora eran capaces de hacerlo con razonable destreza. Por supuesto las herramientas fabricadas para ellos ex profeso por los mejores maestros herreros valencianos ayudaban mucho.
Cada uno de los soldados disponía de un martillo de extraño aspecto, que utilizaban para clavar las fijaciones en la pared o en caso necesario extraer los “grieteros”. Unas piezas que encajaban en las grietas de la pared durante el ascenso, y servían para asegurar las cuerdas de seguridad en ellos de forma que si caían, estas detenían su caída. También portaban unos extraños correajes que rodeaban su cintura y sus piernas, a los que se sujetaban dos piezas de metal para pasar por ellas la cuerda de seguridad. La primera de ella era un mosquetón similar al utilizado desde unos años atrás a bordo delos buques españoles, la segunda era una pieza en ocho que tenía utilidades muy curiosas, como la de permitir rápidos descensos con seguridad. El equipo de escalada se completaba con diversos juegos de mosquetones simples y dobles que permitían cierta flexibilidad de uso en caso de pasar por alguna zona problemática.
Ahora solo debían esperar al amanecer, pues a nadie le apetecía escalar a oscuras si podía evitarse. De momento buscaron un recóndito recodo y se acurrucaron en él, cubriéndose con las mantas que tenían, mientras compartían un poco de pan y queso regado con vino, o trataban de dormir un poco. Por fortuna estaban justo al pie de los acantilados, así que desde arriba no podrían verlos.
Para ese entonces los defensores estaban en graves problemas. La ciudad de cerca de diez mil habitantes estaba bien fortificada, pero se enfrentaba a un ejército enormemente superior en número. Por si esto no fuera poco, la llegada de medio centenar de buques de guerra españoles supuso un duro golpe, y nadie se hizo ilusiones sobre su futuro. A duras penas eran capaces de defender toda la extensión de la muralla, por lo que tuvieron que concentrarse en los lugares en los que esperaban el ataque.
Nadie vio cómo mientras la flota lanzaba dos brulotes en llamas contra el puerto atrayendo hacia allí la atención de las tropas, una treintena de soldados enemigos nadaban hasta el pie de los acantilados y salían del agua para escalar los riscos, superando las murallas justo a espaldas de los defensores. Para cuando quisieron darse cuenta, el enemigo estaba dentro del castillo que dominaba la ciudad, y sus escasos defensores, sorprendidos, fueron rápidamente sometidos.
Eso fue el fin de la defensa. En cuanto las fuerzas españolas dominaron el castillo, toda la defensa se vino abajo y el ejército pudo penetrar en la ciudad para saquearla. Esa misma tarde la flota entraba en el puerto sumándose al saqueo. Ahora el ejército de Milán tenía una sólida base de operaciones y había cerrado el acceso a Saboya desde Francia.
—Una victoria rápida y brillante, mi general. —dijo Diego. —ahora controlamos los accesos de Saboya y podemos seguir con nuestros planes.
—Así es, Don Diego. Vos regresareis a Milán para haceros cargo de la segunda legión. Utilizadla para entrar en Saboya y empezad a saquearla. Traed el caos, que el enemigo se vea obligado a salir de Turín. Pero cuidaos mucho de las emboscadas y no aceptéis batalla salvo si contáis con una abrumadora ventaja. —dijo Pedro trazando unas líneas con el dedo sobre un mapa de la región.
—Don Tomas, os quedareis al mando en esta ciudad. Contareis con el grueso de este ejército y en breve los tercios de la Armada os enviaran refuerzos. Debéis impedir que los franceses utilicen la ruta de la costa para llevar tropas a Saboya. Si habéis de presentar batalla utilizad el terreno y las palas. Buscad una posición de ventaja y a continuación cavad trincheras para mejorarla aún más. Que sea el enemigo el que se desangre en asaltos frontales a posiciones fortificadas.
—No perdáis cuidado, lo haré, pero vos…Turín será más complicado de capturar. Aun reuniendo todo nuestro ejército apenas superaremos en número al enemigo. —dijo Tomás.
—Esperemos no tener que hacerlo…—respondió crípticamente Pedro.
Evidentemente el grietero ucrónico es un "fisurero"
Escalar aquellos riscos no era la tarea más sencilla del mundo. A decir verdad hasta unas semanas atrás nadie sabía de qué trataba aquello de escalar que habían aprendido en las montañas valencianas. Pero ahora, tras días y días dedicados exclusivamente a practicar la escalada, ahora eran capaces de hacerlo con razonable destreza. Por supuesto las herramientas fabricadas para ellos ex profeso por los mejores maestros herreros valencianos ayudaban mucho.
Cada uno de los soldados disponía de un martillo de extraño aspecto, que utilizaban para clavar las fijaciones en la pared o en caso necesario extraer los “grieteros”. Unas piezas que encajaban en las grietas de la pared durante el ascenso, y servían para asegurar las cuerdas de seguridad en ellos de forma que si caían, estas detenían su caída. También portaban unos extraños correajes que rodeaban su cintura y sus piernas, a los que se sujetaban dos piezas de metal para pasar por ellas la cuerda de seguridad. La primera de ella era un mosquetón similar al utilizado desde unos años atrás a bordo delos buques españoles, la segunda era una pieza en ocho que tenía utilidades muy curiosas, como la de permitir rápidos descensos con seguridad. El equipo de escalada se completaba con diversos juegos de mosquetones simples y dobles que permitían cierta flexibilidad de uso en caso de pasar por alguna zona problemática.
Ahora solo debían esperar al amanecer, pues a nadie le apetecía escalar a oscuras si podía evitarse. De momento buscaron un recóndito recodo y se acurrucaron en él, cubriéndose con las mantas que tenían, mientras compartían un poco de pan y queso regado con vino, o trataban de dormir un poco. Por fortuna estaban justo al pie de los acantilados, así que desde arriba no podrían verlos.
Para ese entonces los defensores estaban en graves problemas. La ciudad de cerca de diez mil habitantes estaba bien fortificada, pero se enfrentaba a un ejército enormemente superior en número. Por si esto no fuera poco, la llegada de medio centenar de buques de guerra españoles supuso un duro golpe, y nadie se hizo ilusiones sobre su futuro. A duras penas eran capaces de defender toda la extensión de la muralla, por lo que tuvieron que concentrarse en los lugares en los que esperaban el ataque.
Nadie vio cómo mientras la flota lanzaba dos brulotes en llamas contra el puerto atrayendo hacia allí la atención de las tropas, una treintena de soldados enemigos nadaban hasta el pie de los acantilados y salían del agua para escalar los riscos, superando las murallas justo a espaldas de los defensores. Para cuando quisieron darse cuenta, el enemigo estaba dentro del castillo que dominaba la ciudad, y sus escasos defensores, sorprendidos, fueron rápidamente sometidos.
Eso fue el fin de la defensa. En cuanto las fuerzas españolas dominaron el castillo, toda la defensa se vino abajo y el ejército pudo penetrar en la ciudad para saquearla. Esa misma tarde la flota entraba en el puerto sumándose al saqueo. Ahora el ejército de Milán tenía una sólida base de operaciones y había cerrado el acceso a Saboya desde Francia.
—Una victoria rápida y brillante, mi general. —dijo Diego. —ahora controlamos los accesos de Saboya y podemos seguir con nuestros planes.
—Así es, Don Diego. Vos regresareis a Milán para haceros cargo de la segunda legión. Utilizadla para entrar en Saboya y empezad a saquearla. Traed el caos, que el enemigo se vea obligado a salir de Turín. Pero cuidaos mucho de las emboscadas y no aceptéis batalla salvo si contáis con una abrumadora ventaja. —dijo Pedro trazando unas líneas con el dedo sobre un mapa de la región.
—Don Tomas, os quedareis al mando en esta ciudad. Contareis con el grueso de este ejército y en breve los tercios de la Armada os enviaran refuerzos. Debéis impedir que los franceses utilicen la ruta de la costa para llevar tropas a Saboya. Si habéis de presentar batalla utilizad el terreno y las palas. Buscad una posición de ventaja y a continuación cavad trincheras para mejorarla aún más. Que sea el enemigo el que se desangre en asaltos frontales a posiciones fortificadas.
—No perdáis cuidado, lo haré, pero vos…Turín será más complicado de capturar. Aun reuniendo todo nuestro ejército apenas superaremos en número al enemigo. —dijo Tomás.
—Esperemos no tener que hacerlo…—respondió crípticamente Pedro.
Evidentemente el grietero ucrónico es un "fisurero"
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
El día siguiente Don Diego embarcó rumbo a Génova, desde donde se trasladaría a Milán para tomar el mando del segundo ejército e iniciar las operaciones planificadas con anterioridad. Ese mismo día desembarcaron en Niza medio centenar de pichones. Pedro aún permanecería una semana en la ciudad antes de partir en compañía de una compañía de cazadores. Tropas escogidas y entrenadas en tácticas modernas personalmente por el añorado Diego de Entrerrios, cuyo entrenamiento aún había sido perfeccionado posteriormente por el propio Pedro al incluir nuevos conceptos.
Estos cazadores estaban entrenados para combatir en orden abierto y no en las formaciones cerradas de la infantería de línea. Sin duda una misión sumamente delicada y peligrosa, pues si eran descubiertos en campo abierto por la caballería enemiga, serían arrasados sin remisión. Para evitarlo debían aprovechar el terreno y actuar a distancia, evitando los enfrentamientos mientras utilizaban una táctica de atacar y retirarse, tantas veces como fuere necesario.
Para ello estaban entrenados para actuar en parejas llamadas binomios, en las que cada binomio un soldado luchaba mientras el otro vigilaba y recargaba su mosquete, relevándose a continuación. Sus uniformes eran verdes para confundirse con el terreno, y sus armas no eran los mosquetes del resto de las tropas, sino mosquetes con el cañón rayado, que lograban una magnifica precisión en el disparo. Tampoco llevaban espada ropera, utilizando en cambio un cuchillo de fusil o bayoneta de grandes dimensiones.
El 25 de febrero aquella compañía dejaba Niza bajo el mando del propio Pedro. Tras ellos quedaba Tomas de Saboya-Carignano al mando de un ejército de veinte mil hombres, incluidos los tercios del Mar. Su misión era impedir que los franceses enviasen tropas de refuerzo a Saboya, para lo que contaban con la ayuda de los exploradores, caballería ligera croata y húngara contratada, que actuaban como avanzadillas. Incluso en ocasiones se sumarían a esta misión los jabeques y bergantines de la armada, que gracias a sus predictores de tempestades o barómetros podían permitirse navegar en invierno.
El 1 de marzo el resto del ejército de Milán entró en Saboya mientras era protegido por las fuerzas situadas en Niza. Durante la semana siguiente saquearon las ciudades de Novara, Vercelli e Ivrea, además de otros muchos pequeños villorrios y aldeas. Durante estas operaciones los soldados españoles tenían órdenes muy precisas. No se les permitía el asesinato ni por supuesto la violación, y respetaban la propiedad personal de los habitantes de la región. A cambio pusieron especial interés en la destrucción de molinos y otros ingenios comunales, y las fincas y propiedades de la pequeña aristocracia fueron saqueadas y arrasadas, al igual que sus rebaños.
En Turín las fuerzas franco-saboyanas se encontraron en graves aprietos, estaban atrapadas entre dos ejércitos que los superaban ampliamente en número, y precisaban refuerzos con urgencia. El 11 de marzo los refuerzos franceses empezaron a moverse hacia Saboya. Un ejército de siete regimientos de infantería con nueve mil hombres y otros tres mil soldados de caballería se dirigió a Tolón con la intención de marchar hacia Niza y superar los Alpes por el sur.
Mientras tanto varios miles de hombres reunidos apresuradamente se dirigieron al paso de “Mont Genèvre” con la intención de cruzarlo y reforzar al conde de Harcourt en Turín. Días después Pedro observaba la marcha del ejército francés en su duro ascenso hacia la montaña. Los soldados entre los que destacaban un regimiento de suizos, marchaban pesadamente a través de la nieve. Al frente de aquel ejército marchaban decenas de jinetes cuyos caballos hundían pesadamente sus patas en la nieve.
—Son lentos mi general, muy lentos. —dijo el cabo 1º Emilio, vestido con un sobreveste blanco sobre su uniforme como ocurría con el resto de los cazadores. —la nieve los obstaculiza.
—Nada que no esperásemos, ¿No es así? —respondió Pedro retirándose los anteojos, piezas de madera con una estrecha rendija que servían para reducir la cantidad de luz que llegaba a los ojos y así protegerlos del sol. —Pasad la voz, que los hombres se desplieguen en línea y esperen a mi orden. Elegid los blancos para disparar, y atentos a la orden de retirada…
La discontinua descarga de fusilería sorprendió a los soldados franceses, que vieron como decenas de jinetes caían de sus monturas heridos. El caos se desató en la columna, que vio como el fuego continuaba en los segundos siguientes causando nuevas bajas. Por fin los capitanes lograron poner algo de orden, y aunque la distancia era demasiado elevada para sus mosquetes, lanzaron a su caballería a la carga esperando eliminar al enemigo, cuyo número no debía ser más de unas decenas.
No pudieron sino sorprenderse cuando su enemigo se retiró, dirigiéndose a unos extraños trineos arrastrados por perros en los que montaron para alejarse a toda velocidad deslizándose sobre la nieve, mientras los caballos se hundían hasta las corvas en la nieve virgen del monte...
Estos cazadores estaban entrenados para combatir en orden abierto y no en las formaciones cerradas de la infantería de línea. Sin duda una misión sumamente delicada y peligrosa, pues si eran descubiertos en campo abierto por la caballería enemiga, serían arrasados sin remisión. Para evitarlo debían aprovechar el terreno y actuar a distancia, evitando los enfrentamientos mientras utilizaban una táctica de atacar y retirarse, tantas veces como fuere necesario.
Para ello estaban entrenados para actuar en parejas llamadas binomios, en las que cada binomio un soldado luchaba mientras el otro vigilaba y recargaba su mosquete, relevándose a continuación. Sus uniformes eran verdes para confundirse con el terreno, y sus armas no eran los mosquetes del resto de las tropas, sino mosquetes con el cañón rayado, que lograban una magnifica precisión en el disparo. Tampoco llevaban espada ropera, utilizando en cambio un cuchillo de fusil o bayoneta de grandes dimensiones.
El 25 de febrero aquella compañía dejaba Niza bajo el mando del propio Pedro. Tras ellos quedaba Tomas de Saboya-Carignano al mando de un ejército de veinte mil hombres, incluidos los tercios del Mar. Su misión era impedir que los franceses enviasen tropas de refuerzo a Saboya, para lo que contaban con la ayuda de los exploradores, caballería ligera croata y húngara contratada, que actuaban como avanzadillas. Incluso en ocasiones se sumarían a esta misión los jabeques y bergantines de la armada, que gracias a sus predictores de tempestades o barómetros podían permitirse navegar en invierno.
El 1 de marzo el resto del ejército de Milán entró en Saboya mientras era protegido por las fuerzas situadas en Niza. Durante la semana siguiente saquearon las ciudades de Novara, Vercelli e Ivrea, además de otros muchos pequeños villorrios y aldeas. Durante estas operaciones los soldados españoles tenían órdenes muy precisas. No se les permitía el asesinato ni por supuesto la violación, y respetaban la propiedad personal de los habitantes de la región. A cambio pusieron especial interés en la destrucción de molinos y otros ingenios comunales, y las fincas y propiedades de la pequeña aristocracia fueron saqueadas y arrasadas, al igual que sus rebaños.
En Turín las fuerzas franco-saboyanas se encontraron en graves aprietos, estaban atrapadas entre dos ejércitos que los superaban ampliamente en número, y precisaban refuerzos con urgencia. El 11 de marzo los refuerzos franceses empezaron a moverse hacia Saboya. Un ejército de siete regimientos de infantería con nueve mil hombres y otros tres mil soldados de caballería se dirigió a Tolón con la intención de marchar hacia Niza y superar los Alpes por el sur.
Mientras tanto varios miles de hombres reunidos apresuradamente se dirigieron al paso de “Mont Genèvre” con la intención de cruzarlo y reforzar al conde de Harcourt en Turín. Días después Pedro observaba la marcha del ejército francés en su duro ascenso hacia la montaña. Los soldados entre los que destacaban un regimiento de suizos, marchaban pesadamente a través de la nieve. Al frente de aquel ejército marchaban decenas de jinetes cuyos caballos hundían pesadamente sus patas en la nieve.
—Son lentos mi general, muy lentos. —dijo el cabo 1º Emilio, vestido con un sobreveste blanco sobre su uniforme como ocurría con el resto de los cazadores. —la nieve los obstaculiza.
—Nada que no esperásemos, ¿No es así? —respondió Pedro retirándose los anteojos, piezas de madera con una estrecha rendija que servían para reducir la cantidad de luz que llegaba a los ojos y así protegerlos del sol. —Pasad la voz, que los hombres se desplieguen en línea y esperen a mi orden. Elegid los blancos para disparar, y atentos a la orden de retirada…
La discontinua descarga de fusilería sorprendió a los soldados franceses, que vieron como decenas de jinetes caían de sus monturas heridos. El caos se desató en la columna, que vio como el fuego continuaba en los segundos siguientes causando nuevas bajas. Por fin los capitanes lograron poner algo de orden, y aunque la distancia era demasiado elevada para sus mosquetes, lanzaron a su caballería a la carga esperando eliminar al enemigo, cuyo número no debía ser más de unas decenas.
No pudieron sino sorprenderse cuando su enemigo se retiró, dirigiéndose a unos extraños trineos arrastrados por perros en los que montaron para alejarse a toda velocidad deslizándose sobre la nieve, mientras los caballos se hundían hasta las corvas en la nieve virgen del monte...
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Batalla de Chivaso
Se denomina batalla de Chivaso a la batalla librada el 22 de marzo de 1642 en las cercanías de la localidad del mismo nombre.
Antecedentes
Tras la caída de Niza a finales del mes anterior, los ejércitos españoles bloquearon el ducado de Saboya y entraron en sus dominios para saquearlo, mientras el ejército franco-saboyano, muy inferior en número, se encerraba en Turín a la espera de refuerzos. Estos sin embargo no llegaban, y finalmente, espoleadas por la duquesa de Saboya que estaba viendo como sus dominios eran arrasados, salieron de la ciudad para dirigirse a Chivaso, donde se encontraba el ejército español comandado por el marqués de Leganés. Era lo que esperaban las tropas españolas, que de inmediato pusieron su segundo ejército en movimiento, saliendo de Niza para dirigirse a Turín.
Mientras tanto el marqués de Leganés se atrincheró al este del río Dora Baltea, impidiendo a las fuerzas francesas cruzarlo desde posiciones fortificadas. Durante los días siguientes los franceses maniobraron a lo largo del río buscando la forma de cruzar, mientras al otro lado del río el ejército español hacia otro tanto para impedirlo.
El 20 de marzo la duquesa de Saboya espoleada por sus consejeros que deseaban evitar que compartiese el destino de la familia del duque de Parma, ordenó cerrar las puertas de Turín y declaró rota la alianza que mantenía con Francia. Había decidido ponerse bajo la protección de las armas españolas, encarnadas en su cuñado, Tomás de Saboya-Carignando, uno de los comandantes españoles.
Con ello el ejército francés había quedado atrapado en campo abierto en una zona hostil, y dos ejércitos españoles convergían sobre él con rapidez. Para empeorar las cosas, el día 21 de marzo dos mil trescientos soldados saboyanos desertaron, dirigiéndose a Turín sin ser molestados por el ejército español.
Ejércitos enfrentados
Ejército español, marques del Puerto.
1er Ejército español (Chivaso), Marqués de Leganés.
Infantería 9820 soldados
Caballería; 1840 jinetes
Artillería; 24 cañones de a 12 libras
2º Ejército español, Tomás de Saboya-Carignano
Infantería; 13.907 soldados
Caballería; 2.732 jintetes.
Artillería; 31 cañones de a 12 libras y 7 de a ocho libras.
Ejército francés conde de Harcourt
Infantería; 9.200 soldados aproximadamente, incluyendo unos dos mil suizos y escoceses.
Caballería; 1.200 jinetes aproximadamente.
Artillería; 20 cañones
Desarrollo de la batalla.
El conde de Harcourt se dirigió a enfrentar al segundo ejército español con el grueso de sus fuerzas, dejando al vizconde de Turena para proteger el río Dora Baltea con mil hombres y seis cañones, en un intento de evitar el cruce del resto del ejército español. Este sin embargo había construido barcazas con las que armo con rapidez un puente de pontones al norte de allí, cruzando el río para colocarse al flanco y a retaguardia del ejército francés.
Cuando el ejército francés se dio cuenta de este hecho se desintegró. La caballería francesa, aprovechando su velocidad, abandonó el campo dejando atrás a la infantería que se vio rodeada por fuerzas muy superiores en número. Abrumado por las defecciones el conde de Harcourt solicitó parlamentar y rindió sus fuerzas.
Consecuencias
Al conocerse el resultado de esa batalla, los refuerzos franceses que iban de camino a Turín, retrocedieron y regresaron a Francia para no quedar atrapados. En solo dos meses la situación había dado un vuelco en Italia, la caída de Parma y la destrucción del ejército francés en Saboya, unida al cambio de bando de esta supusieron el vuelco de la situación en Italia, que paso a ser favorable a las armas españolas. En los días siguientes las fortalezas francesas en la zona fueron rindiendo sus armas, pasando a manos españolas. Desde ese momento España, que mantuvo guarniciones en Niza y en varias posiciones avanzadas en los Alpes, defendió sus posesiones en Italia desde una posición avanzada dejando Milán a salvo.
A finales de mes el marqués del puerto embarcaba en Niza para regresar a España…
Se denomina batalla de Chivaso a la batalla librada el 22 de marzo de 1642 en las cercanías de la localidad del mismo nombre.
Antecedentes
Tras la caída de Niza a finales del mes anterior, los ejércitos españoles bloquearon el ducado de Saboya y entraron en sus dominios para saquearlo, mientras el ejército franco-saboyano, muy inferior en número, se encerraba en Turín a la espera de refuerzos. Estos sin embargo no llegaban, y finalmente, espoleadas por la duquesa de Saboya que estaba viendo como sus dominios eran arrasados, salieron de la ciudad para dirigirse a Chivaso, donde se encontraba el ejército español comandado por el marqués de Leganés. Era lo que esperaban las tropas españolas, que de inmediato pusieron su segundo ejército en movimiento, saliendo de Niza para dirigirse a Turín.
Mientras tanto el marqués de Leganés se atrincheró al este del río Dora Baltea, impidiendo a las fuerzas francesas cruzarlo desde posiciones fortificadas. Durante los días siguientes los franceses maniobraron a lo largo del río buscando la forma de cruzar, mientras al otro lado del río el ejército español hacia otro tanto para impedirlo.
El 20 de marzo la duquesa de Saboya espoleada por sus consejeros que deseaban evitar que compartiese el destino de la familia del duque de Parma, ordenó cerrar las puertas de Turín y declaró rota la alianza que mantenía con Francia. Había decidido ponerse bajo la protección de las armas españolas, encarnadas en su cuñado, Tomás de Saboya-Carignando, uno de los comandantes españoles.
Con ello el ejército francés había quedado atrapado en campo abierto en una zona hostil, y dos ejércitos españoles convergían sobre él con rapidez. Para empeorar las cosas, el día 21 de marzo dos mil trescientos soldados saboyanos desertaron, dirigiéndose a Turín sin ser molestados por el ejército español.
Ejércitos enfrentados
Ejército español, marques del Puerto.
1er Ejército español (Chivaso), Marqués de Leganés.
Infantería 9820 soldados
Caballería; 1840 jinetes
Artillería; 24 cañones de a 12 libras
2º Ejército español, Tomás de Saboya-Carignano
Infantería; 13.907 soldados
Caballería; 2.732 jintetes.
Artillería; 31 cañones de a 12 libras y 7 de a ocho libras.
Ejército francés conde de Harcourt
Infantería; 9.200 soldados aproximadamente, incluyendo unos dos mil suizos y escoceses.
Caballería; 1.200 jinetes aproximadamente.
Artillería; 20 cañones
Desarrollo de la batalla.
El conde de Harcourt se dirigió a enfrentar al segundo ejército español con el grueso de sus fuerzas, dejando al vizconde de Turena para proteger el río Dora Baltea con mil hombres y seis cañones, en un intento de evitar el cruce del resto del ejército español. Este sin embargo había construido barcazas con las que armo con rapidez un puente de pontones al norte de allí, cruzando el río para colocarse al flanco y a retaguardia del ejército francés.
Cuando el ejército francés se dio cuenta de este hecho se desintegró. La caballería francesa, aprovechando su velocidad, abandonó el campo dejando atrás a la infantería que se vio rodeada por fuerzas muy superiores en número. Abrumado por las defecciones el conde de Harcourt solicitó parlamentar y rindió sus fuerzas.
Consecuencias
Al conocerse el resultado de esa batalla, los refuerzos franceses que iban de camino a Turín, retrocedieron y regresaron a Francia para no quedar atrapados. En solo dos meses la situación había dado un vuelco en Italia, la caída de Parma y la destrucción del ejército francés en Saboya, unida al cambio de bando de esta supusieron el vuelco de la situación en Italia, que paso a ser favorable a las armas españolas. En los días siguientes las fortalezas francesas en la zona fueron rindiendo sus armas, pasando a manos españolas. Desde ese momento España, que mantuvo guarniciones en Niza y en varias posiciones avanzadas en los Alpes, defendió sus posesiones en Italia desde una posición avanzada dejando Milán a salvo.
A finales de mes el marqués del puerto embarcaba en Niza para regresar a España…
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Un soldado de cuatro siglos
Valencia, 15 de abril
El marqués del Puerto paseaba en compañía del rey por la Maestranza de Armas de Valencia, viendo como los armeros fundían las nuevas armas del ejército. Unas armas de una calidad que asombraban a propios y extraños, y si esto era posible, era por las grandes diferencias en el proceso de fabricación de las armas españolas. Mientras los cañones del resto de naciones eran de bronce o hierro fundido, vertidos en moldes con el ánima ya hecha, los cañones españoles eran fundidos en un único bloque al que posteriormente se perforaba el ánima. Esto daba lugar a una mejor calidad del fundido y menos debilidades de las paredes de la caña, lo que ocasionaba memos explosiones accidentales a causa del uso.
Mientras el rey y sus acompañantes paseaban por la factoría pudieron contemplar los hornos reverberos en los que fundían el cobre o en este caso bronce. Al no estar en contacto el metal con el carbón este proceso permitía obtener bronce de gran calidad y sin impurezas, que luego era vertido en los moldes para hacer cañones. Una vez enfriado el bronce, aquellos bloques eran llevados a una máquina perforadora movida hidráulicamente en la que el cañón giraba sobre una cuchilla de un calibre determinado centrada sobre su ánima, que iba labrando su ánima. Todo ello mientras de un tubo salía una mezcla de aceite de roca y agua que impedía que la zona del corte y la cuchilla se calentasen.
Sin embargo el proceso no acababa allí. Cuando acababan de perforar el ánima, habían obtenido un cañón de una calidad superior a la de cualquier cañón semejante de las naciones europeas, pero esto no era suficiente. A continuación el cañón era llevado a una segunda máquina, que por medio de un pistón hidráulico pasaba un vástago por el ánima de un calibre ligeramente superior al que había sido perforado. Esto comprimía el bronce, otorgándole una resistencia mucho mayor. De esa forma podía aguantar mayores presiones de disparo, por lo que podía emplear proyectiles troncocónicos, que aprovechaban mucho mejor los vientos del disparo, sin miedo a que el cañón reventase. Toda una revolución en la artillería.
Una vez finalizados eran llevados a otro edificio en el que eran montados en las cureñas que allí se fabricaban. Estas cureñas tenían una doble gualdera, de forma que el cañón quedase en diferente posición dependiendo de si los muñones se colocaban en una o en la otra. En la primera de aquellas gualderas, situada en la parte superior de la cureña, el cañón quedaba en horizontal que era la posición de disparo, y ya solo faltaba ajustarle el tornillo de elevación al cascabel para permitir cambiar su ángulo de disparo. La segunda gualdera situada más atrás y en la zona en la que la cureña descendía en ángulo, colocaba el cañón con la boca mirando al cielo. Esto permitía que la cureña pudiese engancharse a un carromato de artillería sin que el cañón tocase el suelo, permitiendo el traslado del cañón en condiciones de combate.
Cuando acabaron la visita a las instalaciones de la Maestranza, el monarca pudo observar en el patio dos docenas de cañones de a doce libras y una de cañones de a ocho. Parte de las armas que en breve habían de ser enviadas a Flandes, Portugal, y Cataluña, frentes de una guerra que consumía todos los recursos del imperio.
Junto a estos cañones había cuatro extrañas piezas de artillería de cañón muy corto, que descansaban sobre unos afustes aún más extraños. El afuste parecía desproporcionadamente grueso para aquel cañón, y cuando se desenganchase de su carro, al no tener mástil, descendería hasta el punto de tocar el suelo dejando el cañón en una posición casi vertical. Armas sin duda curiosas, de asedio se las había llamado, y que prometían ser la nueva arma definitiva de los ejércitos del rey.
Tras culminar la visita, el rey se dirigió al palacio de Pedro pues quería conversar con él a solas. No tardo en dirigirse al gran taller que este último había montado en su hogar. Allí el rey podía abstraerse y dejar vagas su mente mientras curioseaba entre multitud de aparatos de extraño aspecto.
—¿Qué es este aparato? —preguntó el monarca pasando la mano por una caja de grandes dimensiones llena de tubos de metal de extraño aspecto.
—Un aparto con el que estoy intentando fabricar hielo. Majestad. —respondió Pedro.
—¿Hielo, por qué querríais fabricar hielo? Tenemos todo el que precisamos en los neveros. —dijo el rey extrañado.
—Si lográsemos fabricar hielo sin depender de la época del año, podríamos conservar mejor los alimentos en verano, majestad, y nuestros pescadores podrían permanecer más tiempo en el mar y seguir trayendo el pescado fresco.
—Bien, bien…—susurró el rey mientras continuaba paseando por el taller, viendo planos e ingenios con curiosidad. Pasó junto a un extraño artilugio de metal rodeado de un cable de cobre y finalmente se detuvo frente a un telar de extraño aspecto rodeado de pequeñas planchas de latón llenas de agujeros. Tras una amplia inspiración por fin miro a Pedro para entrar en el asunto que le preocupaba. —La flota ya se ha reunido como solicitasteis, Don Pedro. —dijo el rey para preguntar a continuación. —¿Iréis a Portugal? Si desatáis una campaña como la de Italia el próximo invierno todo habrá acabado…—expreso casi como si fuese un deseo.
—Me gustaría mucho ir a Portugal, Majestad, pero me temo que deberíamos concentrarnos en Flandes. —respondió Pedro pensativo.
—¿Cómo es eso? Unos meses atrás afirmasteis que debíamos concentrarnos en los enemigos pequeños para ir eliminándolos uno a uno. Lo lograsteis en Italia cuando rendisteis Parma y Saboya en tres meses. Ahora deberían seguir por ese orden Portugal y Cataluña…¿A qué se debe ese cambio de planes? —quiso saber el rey Felipe IV.
—Majestad, las guerras son entes vivos, siempre cambiantes por las diferentes jugadas y maniobras que realiza cada uno de los combatientes. Cuatro meses atrás creía tener tiempo para acabar con Portugal antes de prestar atención a Flandes…`pero mientras acabábamos con Parma y Saboya, Bolduque ha caído en manos enemigas y los franceses han entrado en el Franco Condado poniendo en riesgo el camino a Flandes. Si no acudimos de inmediato a dicho lugar corremos el riesgo de ver como los holandeses penetran en Flandes. Portugal está en nuestro patio trasero y no tiene aliados a mano como ocurre con Cataluña. Si me permitís ir a Flandes otros pueden ocuparse de Portugal.
—Entonces ¿qué proponéis?
—Majestad, necesitamos dar un golpe de efecto, mi propuesta es la que sigue…
El marqués del Puerto paseaba en compañía del rey por la Maestranza de Armas de Valencia, viendo como los armeros fundían las nuevas armas del ejército. Unas armas de una calidad que asombraban a propios y extraños, y si esto era posible, era por las grandes diferencias en el proceso de fabricación de las armas españolas. Mientras los cañones del resto de naciones eran de bronce o hierro fundido, vertidos en moldes con el ánima ya hecha, los cañones españoles eran fundidos en un único bloque al que posteriormente se perforaba el ánima. Esto daba lugar a una mejor calidad del fundido y menos debilidades de las paredes de la caña, lo que ocasionaba memos explosiones accidentales a causa del uso.
Mientras el rey y sus acompañantes paseaban por la factoría pudieron contemplar los hornos reverberos en los que fundían el cobre o en este caso bronce. Al no estar en contacto el metal con el carbón este proceso permitía obtener bronce de gran calidad y sin impurezas, que luego era vertido en los moldes para hacer cañones. Una vez enfriado el bronce, aquellos bloques eran llevados a una máquina perforadora movida hidráulicamente en la que el cañón giraba sobre una cuchilla de un calibre determinado centrada sobre su ánima, que iba labrando su ánima. Todo ello mientras de un tubo salía una mezcla de aceite de roca y agua que impedía que la zona del corte y la cuchilla se calentasen.
Sin embargo el proceso no acababa allí. Cuando acababan de perforar el ánima, habían obtenido un cañón de una calidad superior a la de cualquier cañón semejante de las naciones europeas, pero esto no era suficiente. A continuación el cañón era llevado a una segunda máquina, que por medio de un pistón hidráulico pasaba un vástago por el ánima de un calibre ligeramente superior al que había sido perforado. Esto comprimía el bronce, otorgándole una resistencia mucho mayor. De esa forma podía aguantar mayores presiones de disparo, por lo que podía emplear proyectiles troncocónicos, que aprovechaban mucho mejor los vientos del disparo, sin miedo a que el cañón reventase. Toda una revolución en la artillería.
Una vez finalizados eran llevados a otro edificio en el que eran montados en las cureñas que allí se fabricaban. Estas cureñas tenían una doble gualdera, de forma que el cañón quedase en diferente posición dependiendo de si los muñones se colocaban en una o en la otra. En la primera de aquellas gualderas, situada en la parte superior de la cureña, el cañón quedaba en horizontal que era la posición de disparo, y ya solo faltaba ajustarle el tornillo de elevación al cascabel para permitir cambiar su ángulo de disparo. La segunda gualdera situada más atrás y en la zona en la que la cureña descendía en ángulo, colocaba el cañón con la boca mirando al cielo. Esto permitía que la cureña pudiese engancharse a un carromato de artillería sin que el cañón tocase el suelo, permitiendo el traslado del cañón en condiciones de combate.
Cuando acabaron la visita a las instalaciones de la Maestranza, el monarca pudo observar en el patio dos docenas de cañones de a doce libras y una de cañones de a ocho. Parte de las armas que en breve habían de ser enviadas a Flandes, Portugal, y Cataluña, frentes de una guerra que consumía todos los recursos del imperio.
Junto a estos cañones había cuatro extrañas piezas de artillería de cañón muy corto, que descansaban sobre unos afustes aún más extraños. El afuste parecía desproporcionadamente grueso para aquel cañón, y cuando se desenganchase de su carro, al no tener mástil, descendería hasta el punto de tocar el suelo dejando el cañón en una posición casi vertical. Armas sin duda curiosas, de asedio se las había llamado, y que prometían ser la nueva arma definitiva de los ejércitos del rey.
Tras culminar la visita, el rey se dirigió al palacio de Pedro pues quería conversar con él a solas. No tardo en dirigirse al gran taller que este último había montado en su hogar. Allí el rey podía abstraerse y dejar vagas su mente mientras curioseaba entre multitud de aparatos de extraño aspecto.
—¿Qué es este aparato? —preguntó el monarca pasando la mano por una caja de grandes dimensiones llena de tubos de metal de extraño aspecto.
—Un aparto con el que estoy intentando fabricar hielo. Majestad. —respondió Pedro.
—¿Hielo, por qué querríais fabricar hielo? Tenemos todo el que precisamos en los neveros. —dijo el rey extrañado.
—Si lográsemos fabricar hielo sin depender de la época del año, podríamos conservar mejor los alimentos en verano, majestad, y nuestros pescadores podrían permanecer más tiempo en el mar y seguir trayendo el pescado fresco.
—Bien, bien…—susurró el rey mientras continuaba paseando por el taller, viendo planos e ingenios con curiosidad. Pasó junto a un extraño artilugio de metal rodeado de un cable de cobre y finalmente se detuvo frente a un telar de extraño aspecto rodeado de pequeñas planchas de latón llenas de agujeros. Tras una amplia inspiración por fin miro a Pedro para entrar en el asunto que le preocupaba. —La flota ya se ha reunido como solicitasteis, Don Pedro. —dijo el rey para preguntar a continuación. —¿Iréis a Portugal? Si desatáis una campaña como la de Italia el próximo invierno todo habrá acabado…—expreso casi como si fuese un deseo.
—Me gustaría mucho ir a Portugal, Majestad, pero me temo que deberíamos concentrarnos en Flandes. —respondió Pedro pensativo.
—¿Cómo es eso? Unos meses atrás afirmasteis que debíamos concentrarnos en los enemigos pequeños para ir eliminándolos uno a uno. Lo lograsteis en Italia cuando rendisteis Parma y Saboya en tres meses. Ahora deberían seguir por ese orden Portugal y Cataluña…¿A qué se debe ese cambio de planes? —quiso saber el rey Felipe IV.
—Majestad, las guerras son entes vivos, siempre cambiantes por las diferentes jugadas y maniobras que realiza cada uno de los combatientes. Cuatro meses atrás creía tener tiempo para acabar con Portugal antes de prestar atención a Flandes…`pero mientras acabábamos con Parma y Saboya, Bolduque ha caído en manos enemigas y los franceses han entrado en el Franco Condado poniendo en riesgo el camino a Flandes. Si no acudimos de inmediato a dicho lugar corremos el riesgo de ver como los holandeses penetran en Flandes. Portugal está en nuestro patio trasero y no tiene aliados a mano como ocurre con Cataluña. Si me permitís ir a Flandes otros pueden ocuparse de Portugal.
—Entonces ¿qué proponéis?
—Majestad, necesitamos dar un golpe de efecto, mi propuesta es la que sigue…
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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