En una época en la que es difícil separar del pueblo llano la superstición, el mito y el misticismo esencialista, ocurrieron muchos de esos sucesos que se dan en llamar curiosos, y que protagonizan una anécdota, o un pie de página, en ese gran libro de la Historia de España. Quisiera rescatar algunos de esos momentos, comenzando por una vieja leyenda que trata sobre cómo ni los más poderosos escapan a ese concepto tan poético, tan consolador, de la justicia divina.
Situémonos, pues, en nuestro debido contexto.
Fernando IV (1285-1312), rey de León y de Castilla, fue un rey poderoso y batallador, que realizó algunas gestas contra los musulmanes pese a su prematura muerte. Hijo de Sancho IV el Bravo, nieto de Alfonso X el Sabio, era, en su tiempo, el rey más poderoso de la península. Coronado antes de cumplir los diez años, sobrevivió a las conjuras palaciegas durante una turbulenta regencia que, una vez cumplidos los dieciséis años y ya ejerciendo su real potestad, devino en un turbulento reinado, pleno de anarquía, revueltas, intrigas y guerras contra los reinos fronterizos musulmanes. No es raro pues que un rey guerrero y valiente, impetuoso, hijo de un Bravo, nieto de un Sabio y, aunque él nunca lo supiera, padre de un Justiciero, deseara para sí un remoquete al menos tan evocador y favorable como el de sus ancestros y descendientes. ¿Quizá el Conquistador, por la toma de Gibraltar? ¿El Conciliador, por sus pactos con Aragón y Portugal? ¿El Católico, por su empeño contra los musulmanes de Granada?
Pues no. El sobrenombre con el que Fernando IV de León y Castilla pasaría a la Historia sería con el enigmático pero poco augusto de El Emplazado.
Viajemos setecientos años atrás en el tiempo. Nos encontramos en 1312, en Martos, un pequeño pueblo de la provincia de Jaén a los pies de un gran cerro al que llaman la Peña de Martos. Allí acampa de manera apresurada el ejército real leonés y castellano, la marcha de las tropas reales hacia la plaza fuerte de Alcaudete se ha interrumpido, y nadie sabe exactamente por qué, pero por el campamento corre como un potro desbocado el rumor de que, al parecer, los culpables de un horrible crimen han sido apresados y el rey va a juzgarles en aquel mismo lugar, sin causa ni forma, y el castigo, de ser cierta su culpabilidad, promete ser ejemplar.
Nadie se sorprende de la identidad de los reos. Sabida es por toda Castilla la jurada enemistad de los Carvajales, contrarios al rey desde la época de la regencia de su madre, María de Molina, cuando los nobles castellanos se conjuraban en la sombra para hacerse con el trono. No es de extrañar pues que los dos hermanos, Juan y Pedro de Carvajal, no pudiendo acabar con el rey en persona, hayan mezquinamente asesinado en Palencia a uno de los más allegados y queridos del monarca, el llamado Juan Alfonso de Benavides, hecho luctuoso y terrible que sacudió la corte poco tiempo atrás.
El juicio se celebra de manera apresurada, casi intempestiva, en una explanada entre el pueblo y el campamento. El joven rey, furioso por la muerte de su favorito, observa a los acusados con una faz sombría que no promete benevolencia ni piedad. Y allí, frente a él, cargados de cadenas, los dos hermanos Carvajal, seguros de su inocencia pero temerosos de la venganza sorda de su rey. El ejército entero asiste al juicio, pleno de curiosidad, junto con los habitantes del pequeño pueblo, mudos testigos que nada sabían de nobleza, conjuras, realengo ni tración. Allí, frente a cientos, los dos hermanos Carvajal defienden su inocencia. Todo ha sido una vulgar manipulación, un conspiración contra su buen nombre. Incluso de les apresó de manera ignominiosa, en plena feria en Medina del Campo, como a vulgares ladrones de ganado. Ellos son inocentes, y lo juran ante el rey, ante sus hombres, y ante Dios. Y ponen en ello empeño de honor, palabra y vida. Son los Carvajales caballeros de raigambre y abolengo, gentes de probada nobleza. Y pocos dudan de su palabra cuando la empeñan con tanta vehemencia, menos aún cuando no hay testigos de su crimen, sólo veladas sospechas y algún testimonio maledicente. Y sin embargo, cegado posiblemente por el odio y el resquemor, el rey Fernando no escucha a los dos acusados, y sin perder tiempo los declara culpables y los condena a muerte. Aunque al principio se desatan las murmuraciones y alguna protesta, pronto el ejército y los Carvajales callan. El rey ha hablado.
La venganza de un rey nunca es benevolente. La muerte de los Carvalajes ha de predicar el ejemplo de qué les sucederá a aquellos que atenten contra el rey o sus protegidos, y ha de ser pues mensaje inequívoco para la levantisca nobleza leonesa y castellana. El suplicio es, pues, proverbialmente cruel: los dos culpables serán encerrados en unas jaulas metálicas, forradass por dentro de pinchos, cuchillas, clavos, y después se les arrojaría por la Peña de Martos.
Mengua entonces el ánimo de los Carvajales. El impetuoso rey les ha condenado a una muerte horrible. Pero no mengua en absoluto su orgullo y su convicción. Allí, frente al ejército, frente a los aldeanos de Martos, los dos hermanos alzan la cabeza y mirando al rey a los ojos en voz alta le emplazan solemnemente a otro juicio, ante la última instancia, el tribunal divino. Si los dos reos fuesen inocentes y ejecutados pues injustamente, que en treinta días el rey mismo, Fernando IV de León y de Castilla, compareciese ante Dios para rendir cuentas por su crimen.
Al día siguiente, los cuerpos destrozados de los Carvajales se pudrían al sol del mediodía, y el ejército del rey reemprendía su marcha hacia la batalla.
Al poco tiempo, unas misteriosas fiebres cunvulsionan el cuerpo del joven rey, provocándole delirios y espasmos. Los galenos temen por su vida, y el campo de batalla no es lugar para un hombre con tan grave enfermedad. Sin perder tiempo, el rey es llevado por su guardia a Jaén, para ser allí atendido y sometidos a cuidados que atemperen su dolencia. Pasan, pues, de nuevo por Martos de camino hacia el norte. Allí, la Peña contempla el paso de la comitiva real, y su cumbre le recuerda al rey enfermo que los Carvajales, y Dios, esperan.
En Jaén, no obstante, la salud del rey mejora, atendido por los físicos y médicos, y día tras día se fortalece su cuerpo, por fin sin fiebre. Así, poco a poco y a un tiempo, el rey recupera las fuerzas, y los treinta días se van agotando. Precisamente el día que se cumple el ominoso plazo de los Carvajales, el monarca despierta pleno de vigor, y sin dudarlo convoca un banquete para celebrarlo. alí, entre el vino y las ricas viandas, se permite incluso alguna chanza sobre la maldición, bromea sobre los ajusticados, se vanagloria y celebra su recuperación, anunciando glorias futuras y soñando en voz alta con la conquista de Granada. Finalmente, a media tarde, el rey se retira a descansar, el banquete ha sido largo, y una pequeña cabezada sin duda le hará bien. Pronto tendrá que regresar a Alcaudete, a la batalla. Los nobles le despiden, y cesan la música y la algarabía para no turbar el sueño del rey.
Fernando IV el Emplazado nunca despertó de su siesta.
Los treinta días se habían cumplido. El juicio de Dios aguardaba.
Por cortesía de Fortún de Ayala.
Juicio de Dios
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