Crisis. El Visitante, tercera parte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Capítulo 12
El talento se educa en la calma y el carácter en la tempestad.
Johann Wolfgang Goethe
Diario de Von Hoesslin
El gabinete de guerra seguía manteniendo sus periódicas reuniones. Pero la de hoy iba a ser diferente. No solo la presidiría el canciller Speer, sino también iba a ser la primera a la primera a la que asistiese su majestad imperial Paul Emil von Lettow-Vorbeck, Paul I, regente del Tercer Imperio Alemán.
Aun no había aceptado el nombramiento. Es más, en la anterior reunión el doctor Speer había contado las dificultades que había tenido para conseguir la aquiescencia del viejo general. Von Lettow-Vorbeck se consideraba un servidor de Alemania y como tal había entrado en las luchas políticas de los años veinte; pero también odiaba a los nazis, y sobre todo se consideraba un monárquico de la vieja escuela, que aun rendía admiración a los Hohenzollern. Aunque el último de ellos, el difunto káiser Wilhelm, había sido un inútil que había llevado a Alemania a la catástrofe. Aceptar la regencia era de traicionar su devoción a la antigua familia imperial. Tampoco había ayudado el carácter del militar, uno de los pocos que se había atrevido —según se decía— a rehusar una oferta del Führer Hitler con un lenguaje algo menos que correcto.
Speer contaba con un arma poderosísima: su simpatía natural. No a la manera del general Schellenberg, cuya cara alegre y jovial ocultaba las ideas que se movían por su mente y que ni hoy día me atrevo a suponer cuáles fueron. No, el canciller Speer ganaba amistades gracias a su sinceridad, su dinamismo y su dedicación. Cualquiera que quisiese bien a Alemania sentía una instintiva atracción por el doctor Speer, y Von Lettow-Vorbeck no lo fue menos. Que Speer sufriese las secuelas del atentado contra el Führer tampoco le desagradó: el general sabía valorar a los que ofrecían su sangre por la Patria. No por ello aceptó la propuesta así como así, sino que simplemente consintió en tener una charla a solas con el mariscal Von Manstein. Militar con militar, dijo, podrían entenderse. En realidad, creo que la principal causa por la que Von Lettow exigió esa cita fue porque, al contrario que Speer o Schellenberg, Von Manstein había vivido la Gran Guerra.
El mariscal consiguió convencer a Von Lettow. No sé cómo, pues no estuve presente en la charla: fue una reunión a solas de la que no quedaron registros, y el mariscal nunca comentó nada sobre la conversación. Supongo que Von Manstein le habló al viejo general de las ventajas de la monarquía —que a mí me parecían obvias— pero del riesgo que suponía el sistema hereditario, en el que un imbécil con sangre azul podía hundir a cualquier país. Alemania había tenido una suerte loca con los Hohenzollern, una dinastía admirable si la comparamos con los locos Hannover o los irresponsables Borbones. Pero había bastado con un emperador que no supo estar a la altura para acabar con el Imperio. Me imagino que Von Manstein intentaría encender la imaginación del general con las épocas heroicas de los emperadores elegidos, y que trataría de calmar sus inquietudes aduciendo que igual que las guerras sucesorias eran cosa del pasado, también lo serían los conflictos que conllevaron las elecciones de tiempos pretéritos. Aunque también es posible Von Manstein que fuese a lo práctico y simplemente dijese que Alemania necesitaba un regente para estabilizarse políticamente y para cerrar el paso a los nazis, de los que aun quedaban demasiados a pesar de los juicios de Berlín. También supongo que le diría que la regencia no sería una carga demasiado pesada, y que de todas maneras podría retirarse cuando acabase la guerra o a lo sumo en 1950, cuando cumpliese los ochenta. El caso es que tuve el honor de ser el primer alemán —aparte del futuro regente y del mariscal— en saber que Von Lettow había aceptado. Pues al salir del despacho el general se me dirigió directamente.
—Buenos días, mayor Von Hoesslin. Debo felicitarle por su reciente ascenso —miró la muleta que descansaba en una silla antes de seguir—. Sé que aun padece por las heridas que sufrió luchando por el Reich, pero piense que esas cicatrices son más honrosas que cualquier otro honor. Además, por lo que a mí respecta, pocos más va a conseguir. Eric —dijo señalando con la cabeza a Von Manstein— me ha dicho que la idea de la restauración ha sido suya, y anhelo el día en el que tome posesión del puesto de regente para enviarle de cónsul honorario a Tombuctú.
El mariscal rio la broma. Von Lettow no movió ni un músculo de la cara: como iría aprendiendo, sus facciones no se perturbaban por minucias como pelear una batalla o ser escogido para ocupar un trono.
El talento se educa en la calma y el carácter en la tempestad.
Johann Wolfgang Goethe
Diario de Von Hoesslin
El gabinete de guerra seguía manteniendo sus periódicas reuniones. Pero la de hoy iba a ser diferente. No solo la presidiría el canciller Speer, sino también iba a ser la primera a la primera a la que asistiese su majestad imperial Paul Emil von Lettow-Vorbeck, Paul I, regente del Tercer Imperio Alemán.
Aun no había aceptado el nombramiento. Es más, en la anterior reunión el doctor Speer había contado las dificultades que había tenido para conseguir la aquiescencia del viejo general. Von Lettow-Vorbeck se consideraba un servidor de Alemania y como tal había entrado en las luchas políticas de los años veinte; pero también odiaba a los nazis, y sobre todo se consideraba un monárquico de la vieja escuela, que aun rendía admiración a los Hohenzollern. Aunque el último de ellos, el difunto káiser Wilhelm, había sido un inútil que había llevado a Alemania a la catástrofe. Aceptar la regencia era de traicionar su devoción a la antigua familia imperial. Tampoco había ayudado el carácter del militar, uno de los pocos que se había atrevido —según se decía— a rehusar una oferta del Führer Hitler con un lenguaje algo menos que correcto.
Speer contaba con un arma poderosísima: su simpatía natural. No a la manera del general Schellenberg, cuya cara alegre y jovial ocultaba las ideas que se movían por su mente y que ni hoy día me atrevo a suponer cuáles fueron. No, el canciller Speer ganaba amistades gracias a su sinceridad, su dinamismo y su dedicación. Cualquiera que quisiese bien a Alemania sentía una instintiva atracción por el doctor Speer, y Von Lettow-Vorbeck no lo fue menos. Que Speer sufriese las secuelas del atentado contra el Führer tampoco le desagradó: el general sabía valorar a los que ofrecían su sangre por la Patria. No por ello aceptó la propuesta así como así, sino que simplemente consintió en tener una charla a solas con el mariscal Von Manstein. Militar con militar, dijo, podrían entenderse. En realidad, creo que la principal causa por la que Von Lettow exigió esa cita fue porque, al contrario que Speer o Schellenberg, Von Manstein había vivido la Gran Guerra.
El mariscal consiguió convencer a Von Lettow. No sé cómo, pues no estuve presente en la charla: fue una reunión a solas de la que no quedaron registros, y el mariscal nunca comentó nada sobre la conversación. Supongo que Von Manstein le habló al viejo general de las ventajas de la monarquía —que a mí me parecían obvias— pero del riesgo que suponía el sistema hereditario, en el que un imbécil con sangre azul podía hundir a cualquier país. Alemania había tenido una suerte loca con los Hohenzollern, una dinastía admirable si la comparamos con los locos Hannover o los irresponsables Borbones. Pero había bastado con un emperador que no supo estar a la altura para acabar con el Imperio. Me imagino que Von Manstein intentaría encender la imaginación del general con las épocas heroicas de los emperadores elegidos, y que trataría de calmar sus inquietudes aduciendo que igual que las guerras sucesorias eran cosa del pasado, también lo serían los conflictos que conllevaron las elecciones de tiempos pretéritos. Aunque también es posible Von Manstein que fuese a lo práctico y simplemente dijese que Alemania necesitaba un regente para estabilizarse políticamente y para cerrar el paso a los nazis, de los que aun quedaban demasiados a pesar de los juicios de Berlín. También supongo que le diría que la regencia no sería una carga demasiado pesada, y que de todas maneras podría retirarse cuando acabase la guerra o a lo sumo en 1950, cuando cumpliese los ochenta. El caso es que tuve el honor de ser el primer alemán —aparte del futuro regente y del mariscal— en saber que Von Lettow había aceptado. Pues al salir del despacho el general se me dirigió directamente.
—Buenos días, mayor Von Hoesslin. Debo felicitarle por su reciente ascenso —miró la muleta que descansaba en una silla antes de seguir—. Sé que aun padece por las heridas que sufrió luchando por el Reich, pero piense que esas cicatrices son más honrosas que cualquier otro honor. Además, por lo que a mí respecta, pocos más va a conseguir. Eric —dijo señalando con la cabeza a Von Manstein— me ha dicho que la idea de la restauración ha sido suya, y anhelo el día en el que tome posesión del puesto de regente para enviarle de cónsul honorario a Tombuctú.
El mariscal rio la broma. Von Lettow no movió ni un músculo de la cara: como iría aprendiendo, sus facciones no se perturbaban por minucias como pelear una batalla o ser escogido para ocupar un trono.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Se había acordado que el papel del Prinzregent —aunque aun no era oficial empezó a actuar como tal— debía ser únicamente ceremonial, algo que demostró que el gabinete no conocía a Von Lettow. El general fue terminante: estaba dispuesto a aceptar el cargo, y entendía que no debía interferir con las deliberaciones del gobierno. Más aun, también comprendía que no debía estar en las reuniones salvo en contadas ocasiones. Pero esta sería una de ellas porque tenía que saber cuál era el estado del Reich. No había alternativas: o el gabinete aceptaba, o el general recogía su bastón y se volvía a su casa. No sería la última vez que pondría al gobierno entre la espada y la pared.
También había impuesto otra condición que planteó en esa primera reunión una vez finalizadas las presentaciones.
—Bien, caballeros, no sé si sentirme honrado u ofendido por la propuesta que me hizo el mariscal —aunque a Von Manstein lo tuteaba en privado, en las reuniones Von Lettow fue siempre formal—. No puedo olvidar que ustedes medraron en el régimen nazi. Voy a ser claro: me parece una ideología repugnante. Aunque sea el primero en estar convencido en que el pueblo alemán puede y debe liderar Europa, difícilmente puedo ser racista cuando los africanos que sirvieron bajo mis órdenes lucharon como leones. También pelearon conmigo, codo a codo, alemanes de religión hebrea a los que los nazis culpan de los males de Alemania. No es mi único reparo. La legalidad de las medidas tomadas en Alemania durante los últimos meses ha sido bastante dudosa. Necesito que me justifiquen lo que hicieron y, si no lo hacen a mi gusto, me levantaré y me iré.
Von Manstein puso cara de disgusto: el regente —si aceptaba el cargo— no le había prevenido de semejante exigencia. Al reservarse la bomba no solo querría conseguir explicaciones, que en mi opinión justificaban de sobra lo ocurrido, sino que lograba un ascendiente sobre el gabinete. Mentalmente aplaudí la estratagema.
—Alteza… —empezó a decir Von Papen.
—No, por ahora soy solo un general.
—Como desee, mi general. Aunque le sorprenda, todos los miembros del gabinete concordamos con sus opiniones. La ideología racista nazi es una perversión que hubiese manchado el nombre de Alemania durante generaciones. Mi general, aunque varios de mis colegas —dijo refiriéndose a Schellenberg y Speer— fueron fascinados por ese partido que prometía regenerar Alemania, hace ya tiempo que quedaron desengañados. Antes de llegar al poder ya habíamos decidido que el partido nazi debía desaparecer, y que los responsables de los crímenes que ensuciaron el nombre de Alemania debían pagar por sus actos. Pero estamos en una guerra, y usted es el primero en saber que nuestros enemigos, si consiguen vencernos, no permitirán que Alemania conserve su independencia. Arruinarán el país y lo dividirán para condenarlo a las rivalidades que padeció Alemania antes de la Unificación. Tenemos que vencer y no podemos mostrar debilidades. Por eso, aunque nos repugne, creemos que hay que mantener al partido nazi. Pero reducido a poco más que un ceremonial, manteniendo la pompa y la parafernalia pero despojándolo de cualquier poder. Por desgracia, también pensábamos que no bastaría con descafeinar el partido, pues en nombre de Alemania se habían cometido crímenes horribles que no podían quedar impunes.
—Por eso ustedes han acabado con los nazis malos. Qué casualidad que también fuesen sus rivales —soltó Von Lettow demostrando que no tenía pelos en la lengua.
Fue Von Manstein el que tomó la palabra—. General, poco antes de ser relevado de mi mando en Palestina pude ver como se asesinaba a miles de prisioneros solo por ser judíos. Esos crímenes fueron cometidos por comandos que obedecían órdenes directas de Berlín, y cuando los denuncié fui relevado de mi puesto. Quien dio las órdenes de esos asesinatos fue el Statthalter. En los años que Hitler y Goering estuvieron en el poder se realizaron actos vergonzantes. No fueron ellos solos, muchos de nuestros compatriotas colaboraron con entusiasmo en esas salvajadas. El honor de Alemania exigía que los culpables recibiesen su castigo, y esa fue nuestra primera meta cuando tomamos el poder. Pero no tiene por qué creer mis palabras. Disponemos de pruebas que están a su disposición.
—Ha citado a Goering, cuya muerte fue para ustedes muy oportuna ¿Qué tuvieron que ver con ella?
Ahora contestó Speer—. Mi general, usted sabe que fui un rendido admirador de Hitler y me hubiese resultado imposible mover un dedo contra él o contra su sucesor. Sabemos quién cometió el atentado: fue el mismo militar resentido que ya había asesinado a Hitler. El criminal había conseguido eludir la investigación tras el asesinato del Führer gracias el revuelo que causó la intentona de Himmler, y aprovechó el viaje de Goering a Palestina para acabar con él. También murió en ese atentado; como le ha dicho el mariscal, tenemos pruebas que no se han hecho públicas y que cuando desee le mostraremos. Lo que no voy a negar es que el asesino hizo un favor a nuestra Patria. Ahora sé que Goering fue un megalomaníaco que se había puesto como meta continuar la tarea homicida de Hitler.
—¿No decía que lo admiraba, canciller? —interrumpió Von Lettow.
—Mi general —siguió Speer, yo lo admiraba porque supo levantar a Alemania. Pero mi lealtad es con la Patria, no con las personas, y tampoco es ciega. No puedo imaginar qué hubiese hecho Hitler de seguir vivo pero, ahora que sé lo que realmente estaba ocurriendo en demasiados de nuestra patria y de Polonia, temo cualquier cosa. Supongo que usted no ha oído hablar del programa Aktion T4 ¿no es así?
Von Lettow sacudió ligeramente la cabeza y Speer siguió— ¿Qué le parecería asesinar a un pobre niño por estar enfermo? Es lo que se Hitler ordenó hacer, supuestamente por el bien de la patria. No fueron uno ni dos, sino miles. La muerte de Hitler no acabó con el horror. Goering presentaba una cara amable mientras proseguía con los planes de su antecesor, que hizo suyos y quiso continuar en un grado inusitado. El Statthalter pretendía limpiar Europa de los que llamaba subhombres, y para eso se estaba preparando para atacar a la Unión Soviética y exterminar a su población. No sé si Alemania hubiese vencido, pero de lograrlo, el nombre de nuestra Patria se asociaría a uno de los periodos más infames de la historia.
Von Lettow se mantuvo imperturbable, y repuso—: También corre el rumor que ustedes ordenaron la muerte de Reichenau.
Speer empezó a decir que había sido un accidente, pero Schellenberg le hizo un gesto con la mano y se adelantó.
—Mi general, debo asumir la responsabilidad. Yo ordené la muerte del mariscal Reichenau. Pero no por rivalidad ni por ambición. El mariscal acababa de participar en un intento de golpe de estado.
—No sabía nada de eso.
—Como le ha dicho mi colega, estamos en guerra, y consideramos prudente mantener la intentona en secreto. No tomamos medidas punitivas contra los participantes salvo contra el organizador, el coronel general Halder, que está en reclusión a la espera de sentencia. A los demás solo se les obligó a pasar al retiro. Pero Reichenau, en cuanto quedó libre, empezó a conspirar con los antiguos nazis ¿Qué castigo cree usted que merecía? Se le podría haber juzgado por traición, pero preferí ordenar que se le matase. Me pareció que sería una solución que haría menos daño a Alemania.
—Entiendo. Caballeros, me han dicho que tienen pruebas. Quiero estudiarlas antes de tomar ninguna decisión. Espero que el mayor Von Hoesslin, que veo que está actuando como secretario, me traiga los documentos cuanto antes. Dentro de dos días, a esta misma hora, les haré saber mi decisión.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
NO te das una idea como esperaba la continuación de El Visitante, la verdad un placer. Muchas gracias Domper.
Slds.
Slds.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Por el bien de mi Patria debo callar lo que contenían esos documentos, y solo puedo decir que las pruebas eran abrumadoras. Lo sé porque el regente —para mí ya lo era y no dejé de llamarle Alteza— me pidió que le ayudase en la revisión. Mi presencia en las reuniones del gabinete me había permitido conocer, en líneas generales, su contenido, pero enfrentarse a las pruebas del horror resulta estremecedor. La matanza de Palestina estaba documentada con declaraciones de testigos y fotografías de las fosas comunes. Ocurría lo mismo con los centros en los que se asesinaba a niños y enfermos. Eutanasia, lo llamaban; qué descaro es llamar al crimen buena muerte. Se habían recogido no solo las declaraciones de los directores de esos agujeros de horror, sino los libros en los que se contabilizaban los homicidios. No constaban los nombres de las víctimas, que esos criminales habían reducido a números, pero sí leímos cartas en las que los depravados asesinos, que no merecían llamarse personas, se vanagloriaban por haber superado los “objetivos” que se les asignaban. Que esos miserables hubiesen sido ejecutados en su mayoría tras los juicios de Berlín —solo unos pocos habían salvado la vida al haber actuado como testigos— no suavizaba la degradación a la que el nazismo había llegado. Igualmente terribles eran los planes de lo que los nazis querían hacer en Rusia. Lo llamaban limpieza racial pero era pura y simplemente maldad. Siempre había tenido sentimientos antinazis; a partir de aquel día, solo asco.
—Mayor, ni en mis peores pesadillas hubiese soñado con algo así —me dijo el regente al final.
Me imaginaba el efecto de las pruebas, pues yo sabía que en su campaña africana Von Lettow había respetado escrupulosamente las reglas de la guerra.
—También veo que usted está muy afectado —siguió el regente.
—Alteza, si me permite hablar un momento…
—Hágalo, se lo ruego.
—Alteza, usted ya sabrá que perdí mi pie en Egipto, en esa campaña que culminó con asesinatos en masa. Me siento a la vez insultado y traicionado. Yo no tuve nada que ver con el que mató al Statthalter, pero tras conocer lo que pasó me resultaría imposible condenarlo.
—Le comprendo. Si acepto el cargo, una de las primeras medidas que exigiré será que se ignoren los nombres de Hitler y Goering. No puedo imponer el olvido, pero sí el desprecio. Jamás aceptaré dirigir un estado en cuya flota haya barcos que lleven los nombres de asesinos —el futuro regente sabía que los primeros portaaviones que Alemania ya estaba construyendo iban a llamarse así. No se volvió a hablar de ello, pero el Goering acabó llamándose König, y el Hitler, Hindenburg. Ningún barco de guerra alemán llevó nombres de nazis.
—Si no me necesita más, Alteza… —dije mientras me ponía en pie.
—Siéntese, mayor. Tengo una pregunta personal para usted. Sé que suya fue la idea de la monarquía, y que consiguió convencer a Von Manstein ¿es que usted es monárquico?
—Alteza, mi familia lo era pero yo nací y me crie en una república. No sé lo que es realmente una monarquía salvo por mis lecturas. Además sé que hay reyes y reyes, y regímenes y regímenes. No puedo admirar el absolutismo, ni el despotismo ilustrado, ni siquiera esos sistemas en los que el rey interviene en la política, normalmente solo para complicarla. Si sugerí al mariscal el cambio de sistema fue en parte por admiración a Enrique, a Otón, a Barbarroja, a esos grandes hombres de otra época. Pero también porque me parecía que la monarquía era la única manera de poner coto al nazismo. Una ideología puede dominar a una república, pero el emperador está, o debe estar, por encima de las facciones.
—Guillermo segundo no lo estuvo.
—Perdone si le molesta lo que voy a decir, pero la lacra de la monarquía era que encumbraba a mediocres gracias al accidente del nacimiento. Por eso le propuse al mariscal que el emperador se escogiese entre los mejores de Alemania. Yo crecí leyendo sus hazañas en África, pero al saber de su rectitud personal mi admiración se acrecentó. Usted, u otros como usted, pueden conseguir preservar a la Patria de caer en la barbarie. Son los únicos capaces de mantenerla en la senda de la Humanidad.
—Comandante, me está haciendo sonrojar —el general se permitió una ligera sonrisa. Entendí que Von Lettow las reservaba para sus hombres, y que con ese leve gesto había pasado a serlo.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Von Lettow-Vorbeck aceptó hacerse cargo de la regencia, aunque con otra condición: el sistema de elección del emperador que yo había propuesto le parecía adecuado, pero dijo que él no había sido elegido sino designado. Por eso no podría aceptar ser emperador. Solo ostentaría el título de regente, rechazando ser alteza imperial, y a lo sumo aceptaría ser llamado alteza y solo por respeto a sus sucesores. El regente —que lo era de facto— señaló que renunciaría a su cargo en cuando se pudiese nombrar un emperador. Los miembros del gabinete admitieron los términos, pero solo externamente. Pues el regente se granjeó tal admiración que cuando en 1948 se eligió un emperador, su primer decreto imperial fue conceder al regente saliente el mismo título, a pesar de las protestas de Von Lettow.
En la siguiente reunión los miembros del gabinete presentaron al regente la situación del país. Comenzando, lógicamente, por la evolución del conflicto bélico.
—Parece que, por fin, hemos conseguido hacer daño a los ingleses —dijo Von Manstein—. La operación Streitkolben tenía un objetivo más moral que militar, porque yo no creía que pudiésemos dañar significativamente la capacidad británica para seguir la guerra. Pero entre los errores del enemigo y el magnífico comportamiento del ejército español hemos conseguido que la victoria de Portugal haya sido mayor de lo esperado. Los ingleses han perdido cerca de ciento cincuenta mil hombres, incluyendo ochenta mil prisioneros. Si contamos los éxitos de Chipre, Creta, Sudán e Irak, hemos causado a los británicos cerca de medio millón de bajas en los últimos tres meses, de las que al menos trescientas mil son definitivas.
—Es apenas la cuarta parte de su ejército —dijo Speer.
—Sí, pero se trataba de la mejor. Se han quedado sin dos terceras partes de sus oficiales y suboficiales veteranos, y van a tener muchas dificultades para reponer las inmensas cantidades de armamento perdidas. Incluso con la ayuda de Roosevelt tardarán por lo menos un año en recuperarse, si no dos.
—¿Y nuestras bajas? —el canciller Speer estaba muy preocupado por el impacto de la ya prolongada guerra en la moral de la nación. Además sabía que el segundo hijo de Von Lettow, Arnd, había sido herido gravemente en uno de los últimos combates junto a Lisboa; su primogénito Rüdiger ya había caído en 1940.
—Han sido mucho menores —repuso el mariscal, que hablaba con una formalidad que no era habitual en el gabinete, en el que el trato era personal; pero en presencia del regente siempre se mantenían las formas—. Tenga en cuenta que al hablar de bajas definitivas no me limito a los fallecidos o a los mutilados, sino también a los prisioneros, y los ingleses han capturado muy pocos. Contando todos los escenarios, en estos tres meses hemos perdido cien mil, la mitad alemanes, el resto españoles e italianos. Aparte hay otros ciento cincuenta mil heridos que se podrán recuperar. Aunque sean muchas bajas no llegan a la tercera parte de las sufridas por el enemigo. Además no solo hemos dañado a su ejército. La Royal Navy también ha tenido serias pérdidas, y su marina mercante lo está pasando mal. Calculamos que durante el mes de diciembre hemos hundido la décima parte de los barcos que intentaban cruzar el Atlántico. Tal vez no parezcan muchos, pero para un marino esa tasa de pérdidas significa que las probabilidades de llegar vivo al final del año son ínfimas. Las fotografías tomadas por nuestros aviones de reconocimiento muestran que en los astilleros británicos se han suspendido las obras en los buques de guerra grandes, para destinar los recursos a buques de escolta y más mercantes. Aun así, muelles y puertos británicos están atiborrados de barcos dañados esperando su turno para ser reparados.
—Mariscal —interrumpió por primera vez pero no única Von Lettow—, a este ritmo ¿cuánto podrán resistir los ingleses?
—Es difícil saberlo, Alteza —fue la primera vez que escuché esa palabra de los labios del mariscal—. Si estuviesen solos, a lo sumo seis meses. Pero su aliado norteamericano se está implicando cada vez más en la guerra, y de los astilleros yanquis salen cantidades ingentes de barcos de todo tipo, en muchos de los cuales acaba ondeando la Unión Jack. Pero la guerra al tráfico no se hace para hundir mercantes sino también para asfixiar a Inglaterra. Entre las pérdidas que les causamos, los inconvenientes que implica el sistema de convoyes, y las incursiones de nuestros buques pesados…
—Perdone otra vez, mariscal, pero por lo que sé nuestros acorazados apenas han dañado algunos convoyes.
—Tiene razón, Alteza. Pero cada vez que salen a la mar todo el sistema de navegación británica se trastoca. Tienen que poner escolta con acorazados a los convoyes más valiosos, y se ven obligados a desviar al resto a derroteros alejados, u ordenarles que vuelvan a puerto. En total, calculamos que en estos dos últimos meses las importaciones inglesas se han reducido a la mitad. Incluso tienen problemas para distribuir lo poco que les llega. La Luftwaffe les ha obligado a abandonar los puertos del sur y de las Midlands, y los del Ulster no pueden usarlos porque el minado de las aguas ha interrumpido casi por completo el cabotaje. Se han visto obligados a descargar en los puertos escoceses y luego distribuir las mercancías por ferrocarril. Pero la red ferroviaria británica, aunque sigue activa, sufre serios retrasos al tener que emplear vías secundarias, ya que las principales rutas norte-sur y este-oeste sufren muchas interrupciones. También hemos dañado parte de su material rodante. Los problemas con la distribución está afectando a la industria británica y, por si fuese poco, los ataques contra las centrales de producción de energía eléctrica y de procesado de productos petrolíferos parece que han sido muy efectivos y han afectado todavía más a la producción.
—¿Cómo lo sabe? —preguntó Speer, más por curiosidad que por dudar de las palabras del mariscal.
—Gracias a los reconocimientos aéreos. Aunque los ingleses intentan ocultar el efecto de nuestros bombardeos, hay algunas actividades que no pueden disimular. Hemos comprobado que en sus astilleros se han paralizado las obras salvo la construcción de mercantes y de barcos de escolta pequeños. Como he dicho, en los muelles o embarrancados en aguas someras hay cientos de barcos mercantes que parecen estar a la espera de reparación: son millones de toneladas que ya no están disponibles. También han suspendido las obras en los grandes buques y parece que algunos cascos están siendo desguazados. Teniendo en cuenta que en la fase actual la guerra naval es de crucial importancia, significa que su industria está al límite. Sin embargo, me temo que los efectos sobre la vida civil son menores…
Schellenberg, que hasta entonces apenas había hablado, se inmiscuyó—. Perdone si le interrumpo, pero está entrando es mi campo. Hay que tener en cuenta que lo que voy a contar son solo estimaciones. Por desgracia, no tengo fuentes fiables en Inglaterra: aunque en la preguerra creamos una red de espías, y hemos enviado más, hay indicios que me hacen pensar que toda la red ha sido descubierta por los ingleses.
—¿Los han detenido? —dijo Von Manstein, preocupado por la suerte de los agentes.
—No, al menos aparentemente. La mayoría sigue enviando sus mensajes, aunque algunos han sufrido desgraciados accidentes.
—Como el del pobre Reichenau —Von Papen quiso señalar que no solo eran los británicos los que se saltaban las reglas, pero inmediatamente se dio cuenta del error que había cometido cuando Von Lettov puso cara de disgusto.
—Más o menos —repuso Schellenberg—. Los espías que siguen vivos envían informes muy bien trufados, mezclando datos reales con alguna que otra “perla” que nos intentan colar. Por ejemplo, ahora están intentando venderme una historia según la cual están formando un gran ejército en Escocia que se prepara para invadir Noruega. Tanto las fotografías aéreas como las intercepciones radiofónicas o la lectura de la prensa —que recibimos a través de embajadas neutrales— parecen confirmarlo: por ejemplo, se ha detectado la concentración de por lo menos dos divisiones acorazadas cerca de Aberdeen. También están acumulando lanchas de desembarco en esos puertos ¿No es así, mariscal?
—Cierto. Por lo visto están reequipando esas fuerzas con armamento norteamericano. Personalmente, que pretendan invadir Noruega me parece un dislate.
—Y a mí. Por eso quiero enviar algún agente para que compruebe si de verdad se está produciendo esa concentración. Me he tomado la libertad de contactar con nuestros aliados italianos, pues tienen unidades de nadadores que podrán echar un vistazo sin precisar la cooperación de la red que tenemos en Inglaterra. O que tienen los ingleses. Pero me apuesto la paga del mes a que todo resultará ser un engaño.
—De todas maneras —dijo Von Manstein— es posible que haya algo real. Lanzar una gran invasión de Noruega sería absurdo, pero no descarto que hagan alguna incursión, o incluso que intenten apoderarse de algún enclave costero.
—Debo recordar —intervino el canciller Speer— que gran parte del hierro que necesita nuestra industria procede de minas suecas. En verano llega por el Báltico, pero en invierno tiene que hacerlo por Narvik y costeando la costa noruega. Si los ingleses consiguen interrumpir la navegación nos encontraremos ante un serio problema.
—No se preocupe —repuso Von Manstein—. No tenemos demasiadas fuerzas en el país nórdico, pero desplazar un par de grupos de aviones es algo que puede hacerse en pocos días. Previendo posibles operaciones inglesas, he dado orden de crear almacenes con municiones, combustible y repuestos a lo largo de toda la costa europea. En menos de 48 horas podríamos tener un millar de aviones en Escandinavia.
—Me tranquiliza —repuso Speer—. Pero si se concreta la amenaza inglesa pienso que será necesario reforzar la guarnición. Disculpe que vuelva a preguntar —dijo a Schellenberg— ¿Está seguro de que lo de Escocia es una añagaza?
—A ver si me explico. Las pruebas son abrumadoras y cada vez tengo más. Demasiadas para mi gusto. Mis agentes están encontrando pocas dificultades para moverse por el país, y han fotografiado filas de tanques, grandes campamentos… Excesivo. Es lo que dicen: cuando todo va bien, es que hay gato encerrado.
—Veremos si los italianos nos sacan de dudas —repuso Von Manstein—. Pero retomemos el hilo ¿qué nos decía de la moral de la población inglesa?
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—Más o menos es lo mismo que les he relatado antes —dijo Schellenberg—. Según mi red en Inglaterra, la población sigue con la moral muy alta, segura de la victoria final, y nuestros ataques aéreos, aunque molestos, no han tenido efectos demasiado graves. Los espías me dicen que los ingleses están aguantando bien y que su industria se está recuperando.
—Eso no es cierto —dijo Speer—. Economía ha hecho una evaluación de la producción industrial, basándose en el ritmo de trabajo en los astilleros y en la actividad de los ferrocarriles, y es apenas el 60% de la de 1940.
—Son esas discordancias las que me hacen pensar que los ingleses están controlando toda nuestra red. Afortunadamente, tengo otras fuentes que cuentan una historia diferente. Ya saben que Irlanda ha empezado a cooperar aunque clandestinamente, y su embajada nos informa puntualmente de lo que ocurre en Inglaterra. No se preocupen que el sistema de comunicación es completamente seguro y no compromete a los irlandeses. Aunque tampoco nos perjudicaría que Churchill tomase medidas contra ellos, que poco beneficiarían sus relaciones con la República de Irlanda y además requerirían fuerzas adicionales. No dependo solo de los irlandeses, pues tengo a sueldo a varios diplomáticos de países neutrales que me han relatado las dificultades cada vez mayores a las que se enfrentan los londinenses. Los cortes de electricidad son continuos y en Londres solo se dispone de luz eléctrica durante de cuatro a seis horas al día. Hay cortes incluso en los refugios subterráneos en los que los londinenses pasan casi todas las noches.
Von Papen interrumpió— ¿No habíamos dejado de atacar sus ciudades?
—Sí y no —repuso Von Manstein—. Hay grandes zonas que declaramos seguras, pero también hemos anunciado largas listas de objetivos que seguimos atacando casi todas las noches; aunque nuestra meta ya no ser matar civiles, podemos dejarlos sin dormir. Estamos enviando pequeños grupos de bombarderos con cargas reducidas que atacan los objetivos declarados de las ciudades, pues lo que queremos no es causar daño, sino hacer sonar las alarmas.
—¿Qué es eso de los objetivos declarados? —quiso saber el regente.
—Alteza, estamos lanzando octavillas que avisan a los ciudadanos de los blancos de los siguientes ataques. Así los civiles pueden alejarse.
—¿No es muy arriesgado?
—Solo en parte —contestó Von Manstein—. Las pérdidas son algo superiores, pero también las inglesas, pues a esas zonas enviamos nuestros escuadrones de caza nocturna. Disminuye un poco la eficacia de nuestros ataques porque trasladan lo que pueden, pero eso también disloca su producción. Pero lo principal es que así demostramos el desprecio que nos merecen las defensas enemigas.
—Es la mejor herramienta de propaganda —dijo Schellenberg—. Basta con que caigan los folletos para que la población abandone en masa los barrios donde están los objetivos, trastornando más la producción que las mismas bombas. Además, como resulta difícil impedir que algunos bombarderos se desvíen, los londinenses tienen que pasar la noche en los refugios, algo agotador. Según los diplomáticos, en el mes de enero sonaron las alarmas en Londres veinticuatro noches. Tengo otros datos muy interesantes: aunque en teoría el racionamiento no se ha endurecido, se forman largas colas ante las tiendas y muchos productos no se encuentran. Los precios en el mercado negro se han disparado. El suministro de agua sufre interrupciones constantes y muchos barrios dependen de fuentes o de cisternas; tengo informes no confirmados que hablan de brotes de disentería y de una epidemia de polio. La guinda es que los cortes de electricidad han disminuido la producción y muchos obreros han sido despedidos. El malestar de la población es cada vez mayor, y cada vez hay más protestas contra la guerra y contra Churchill. Tanto los diplomáticos como las fuentes irlandesas coinciden en que varias manifestaciones han tenido que ser disueltas por el ejército, y dicen que se han producido algunas víctimas. Según los irlandeses, corre el rumor de que varias unidades del ejército se han negado a disparar. Entiendan, se trata de una habladuría sin confirmar pero, de ser cierto, significa que el régimen de Churchill tiene los días contados.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
—¿Cuál es el despliegue británico actual? —preguntó el regente.
—En la actualidad los principales combates son aéreos y navales, y solo en Canarias hay en curso una campaña terrestre. Esa tranquilidad les está permitiendo rearmar su ejército, sobre todo con equipos estadounidenses. Los ingleses tienen la mayor parte de sus fuerzas en Gran Bretaña, en posiciones preparadas para defender una invasión.
—¿Vamos a invadirlos? Sería la manera de acabar con la guerra de una vez.
—Qué más quisiéramos, Alteza —dijo el mariscal—. Yo también era de los que creían que cruzar el Canal no era sino pasar un río un poco más ancho, pero el almirante Marschall, un hombre muy capaz que tendré que presentarle, me ha hecho ver la realidad. Mientras la marina inglesa siga a flote, intentar una invasión sería suicida. Ni siquiera con paracaidistas, pues caerían en un avispero de cañones y tanques. Además los ingleses, que no son tontos, han situado sus mejores fuerzas justo detrás de los mejores puntos para una invasión. Nuestros hombres se encontrarían con alambradas, trincheras y blocaos de hormigón en la misma playa, y sufrirían contrataques acorazados nada más llegar a tierra. Antes de que me lo pregunte, la Luftwaffe no podrá compensar nuestra debilidad. Tal vez de día, suponiendo que no llueva o haya niebla, que es lo habitual en esas costas. Pero quedan las noches. Es lamentable pero, hoy por hoy, invadir las islas está fuera de nuestras posibilidades. Claro que una cosa es que nosotros sepamos que es imposible, y otra lo que crean los británicos. Seguimos haciendo preparativos, situando tropas en la costa occidental de Europa, mejorando los puertos y las bases aéreas y restaurando las comunicaciones ferroviarias. Estamos haciendo muchos preparativos en Noruega, para que parezca que amenazamos las islas Shetland; inicialmente habíamos pensado asaltarlas para emplearlas como base contra Escocia, pero ahora la guarnición británica es demasiado grande.
—Si usted lo dice, no será factible, pero es una lástima que no podamos invadirlos. A fin de cuentas a lo más que nos arriesgamos es a un revés y a perder alguna división. Pero si vencemos, ganamos la guerra.
—Siento estar en desacuerdo con usted, Alteza, Por una parte, no nos conviene que Churchill consiga alguna victoria, pues daría alas a su afán de resistencia. Además, de ser derrotados nos quedaríamos sin la flota, que sigue siendo la principal amenaza contra Inglaterra. Mientras que con la situación actual su ejército se está hastiando, pasando días, semanas y meses en las trincheras, bajo un alud de bombas, mientras el mar sigue vacío. Además nuestras maniobras han conseguido que los británicos hayan reforzado los archipiélagos atlánticos. No solo las más cercanas como las Shetland, las Orcadas y las Feroe, sino también las Bermudas y Bahamas. Lo mismo con las islas portuguesas, es decir, Azores, Madeira y Cabo Verde. Supongo que temen que empleemos nuestra flota para dar un golpe de mano. Todas esas fuerzas que tienen en su isla y en los archipiélagos significan que no pueden reforzar otros escenarios que a nosotros nos interesan más. En Canarias están en situación muy delicada si no refuerzan la isla. Tampoco han aumentado sus fuerzas en Adén y el estrecho de Bab-el-Mandeb, aunque siguen manteniéndose en esos emiratos títeres que conservan por el Golfo Pérsico. Podrían llevar unidades del ejército de la India, que está cerca, pero nuestros informes indican que por esa colonia se está extendiendo el malestar tras el desastre que sufrieron en Irak y no se atreven a aumentar el reclutamiento. Los pocos soldados que reclutan los mandan al Extremo Oriente, pues temen que los japoneses los ataquen.
—¿No se supone que los nipones son nuestros aliados? ¿A qué esperan?
Fue ahora Von Papen el que respondió—. No nos conviene que lo hagan, Alteza. Por una parte, los de Tokio no son aliados nuestros, sino que van a lo suyo; si nuestros intereses coinciden, mejor, pero ya tuvimos muchos problemas con los franceses por culpa de una guerrita que el sátrapa de Siam organizó por cuenta y riesgo de los japoneses. Además el peligro está en que si Japón se mueve, puede dar a Roosevelt el pretexto que necesita para entrar en guerra. No niego que la ayuda japonesa nos vendría de perlas, pues tienen una potente flota que es justo lo que necesitamos para derrotar a los ingleses. Pero no si significa ir a la guerra con Estados Unidos. Por otra parte, les hemos tanteado consultándoles si estarían dispuestos a enviar alguna escuadra al Atlántico, y nos han dado largas. Como le decía, Alteza, Japón va a lo suyo que no es lo nuestro. En la práctica se están convirtiendo en un dolor de cabeza para nuestra diplomacia. Usted no lo sabe, pero hace un par de meses estuvieron a punto de atacar a los norteamericanos.
—¿A los yanquis? —dijo Von Lettow— ¿Están locos?
—Eso pensamos nosotros. Por lo visto esos irresponsables querían invadir las colonias europeas en Asia, pero como consideraban que la flota norteamericana del Pacífico era un peligro, habían planeado atacarla en sus bases de Hawái. Justo lo que Roosevelt hubiese deseado. Afortunadamente nuestros servicios de inteligencia consiguieron enterarse de lo que iban a hacer nuestros supuestos aliados.
—General —dijo refiriéndose a Schellenberg— me llama la atención que pudiese llegar a saber que se preparaba una operación que supongo sería secreta ¿Tan mala seguridad tienen en Tokio?
—Mala no, pésima —respondió el general—. Estaban moviendo sus fuerzas por medio Pacífico, bajo la observación de aviones ingleses y norteamericanos, y por si fuera poco empleaban las radios con una liberalidad que hacía que me estremeciese. Nosotros hemos roto la cifra que emplea la embajada japonesa, y tengo que suponer que los ingleses también puedan haberlo hecho, y hayan pasado el soplo a sus primos norteamericanos. Seguro que los yanquis sabían lo que se preparaba y esperaban a los japoneses con el cuchillo entre los dientes. Hubo que amenazar a esos inútiles para que detuviesen el ataque. Pero como le estaba explicando el mariscal, existe el riesgo de que estén preparando alguna otra locura que acabe implicándonos. Decidimos intentar aplacar a los japoneses ofreciéndoles las Indias Orientales Holandesas, pero temo que en el Pacífico puede pasar cualquier cosa.
—Gracias, general —dijo Von Lettow—. Mariscal, le ruego que disculpe mi interrupción y que siga con su exposición.
—Gracias. Como le decía, el ejército inglés, hoy por hoy, tiene poco papel en la guerra. Respecto a la fuerza aérea británica, está concentrada casi por completo en sus islas. Todavía no hemos conseguido destruirla por completo, ya que se refugia en bases alejadas. Pero cuando asoma la nariz les causamos pérdidas muy graves, y además les está afectando la disminución de la producción industrial. Como usted mismo habrá podido comprobar, la actividad de sus bombarderos nocturnos ha disminuido casi por completo. Aunque se están reequipando con aviones norteamericanos, vaya por delante que no son nada malos, el principal problema con el que se están encontrando es con las dotaciones. Los ingleses fueron previsores y antes de la guerra crearon una gran organización de instrucción que les proporciona todos los aviadores que necesitan, pero son bisoños sin experiencia que no pueden reemplazar a los pilotos veteranos. En resumen, aunque todavía no hemos destruido a la RAF, ya no es un factor que influya en los combates.
—Algo satisfactorio. Pero siempre que no se recuperen —repuso Von Lettow, que siempre preveía no solo el lado favorable son también el oscuro—. Pero todavía no me ha dicho nada del arma por excelencia de los ingleses, su marina.
—En este momento es nuestra principal enemiga —respondió Von Manstein—. Ahora los ingleses ya solo tienen una discreta superioridad material, pero mientras que nuestra flota es un conglomerado de escuadras de diferentes países con dificultades de coordinación, la suya es una fuerza integrada, veterana, que además tiene ventaja en ciertos tipos como los portaaviones. En una gran batalla en la que cada parte contase con todo su potencial, me temo que seríamos derrotados. Pero la situación estratégica nos es favorable. Los ingleses se ven obligados a dividir su flota. Tienen la Home Fleet en Escocia, un buen número de destructores en puertos cercanos al Canal para actuar contra una posible invasión, y la Fuerza H en las Azores. Además, mantienen una fuerza más pequeña y de buques más viejos en el Índico, que está completamente aislada.
—Pues acaben con esa flota. Podrían enviar la nuestra por el Mediterráneo, salir al Índico y vencer a los ingleses antes que puedan reforzarse.
—No es tan sencillo, Alteza. El océano es muy grande y podrían retirarse a bases en la India o incluso en Australia.
—Pues aprovechen que ahora tienen sus fuerzas separadas para atacar alguna antes que puedan juntarlas. Así se acabaría la guerra.
—Alteza —prosiguió Von Manstein—, según el almirante Marschall se podría intentar pero supondría un gravísimo riesgo. Sería jugarse la guerra a cara o cruz, la Home Fleet y la Fuerza H podrían reunirse con solo unos días de navegación, y recuerde que nuestra flota es menos numerosa e inferior técnicamente. Marschall recomienda mantener la táctica actual, hiriendo una y otra vez a los ingleses hasta que se desangren.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
—La situación interna ya la conozco —dijo Von Lettow. Recuerden hasta hace pocos días yo era un ciudadano más. La gente está contenta y satisfecha de que no haya demasiadas bajas, aunque se empieza a cansar de la guerra. Me interesa más saber cómo sigue la producción industrial.
Fue a responder Speer pero se adelantó Von Manstein.
—Canciller, sé lo modesto que es usted y por eso será mejor que conteste yo. Llevamos ya dos años y tres meses de guerra, lo que ha permitido transformar la industria civil en militar. Ha costado pero la producción de armamentos está a pleno rendimiento. El año pasado fabricamos trece mil aviones de combate, más otros cinco mil de nuestros aliados. Pueden parecer muchos pero aun así no bastan: Inglaterra ha construido quince mil en el mismo periodo.
—¿Más que nosotros? —repuso con extrañeza Von Lettow.
—Así es, Alteza —dijo ahora Speer—. Esto está cambiando y las estimaciones para este año son que nuestra producción aumentará hasta los veinticinco mil aparatos. Es una pena pero aunque nuestra industria mejora día a día, sigue siendo menos eficiente que la inglesa. Además ni Hitler ni Goering quisieron imponer privaciones a los alemanes. Algo que me parece absurdo porque ¿qué privación sería peor que perder la guerra? Aun a sabiendas de la impopularidad de esas medidas ordené que se restringiese la producción de artículos superfluos, que se paralizasen las obras civiles salvo las más urgentes y prohibí los lujos de los gerifaltes del partido, que estaban dando pésima impresión. Las directrices actuales son que toda la actividad económica se centre en la guerra. Además se ha modificado el sistema de licitación y el reparto de beneficios, para que los empresarios tengan interés en mejorar la productividad. La conspiración Halder vino de perlas porque ha hecho que los industriales estén mansos como corderitos.
—Siempre es bueno. Alemania no existe para que cuatro aprovechados se enriquezcan —dijo el regente. Yo sabía cómo le había ofendido que algunos adinerados hubiesen apoyado las intrigas de Halder y otros militares descontentos no porque creyesen que era mejor para Alemania sino porque las medidas de Speer estaban limitando sus beneficios.
—Es mi caballo de batalla. La economía alemana es más del doble de fuerte que la británica, y hasta ahora no se había traducido en resultados. Afortunadamente, la producción aeronáutica solo es un aspecto del total. En los demás campos el panorama es algo más favorable para nosotros y, más importante, contamos con la superioridad técnica. Solo nos superan en algunos campos de la ingeniería naval, y no en todos, pues nuestros submarinos y las novedosas armas dirigidas están muy por delante de todo lo que tengan los ingleses. En la lucha aérea, estamos renovando los modelos que producimos y en breve van a entrar en servicio todavía más tipos mejorados. Respecto a carros de combate, estamos muy por delante de los británicos. Además del tipo IV mejorado, hemos empezado a fabricar un tanque pesado, el Tiger, que es enormemente superior a nada que exista en el mundo. Mejor todavía, nuestros aliados también se están beneficiando de la reordenación económica y su industria armamentística está entregando los equipos que necesitan. Están sustituyendo por fin las antiguallas con las que empezaron la guerra. Incluso ha mejorado el nivel de vida de los ciudadanos italianos y franceses.
—Me lo están poniendo todo de rosas.
—Ojalá —fue el turno de Von Manstein—. Porque mi principal preocupación no está aquí sino en el Este. Lo que de verdad me quita el sueño es lo que haga la Unión Soviética. Está realizando preparativos que parecen ofensivos, con una fuerza que no es despreciable. Al otro lado de la frontera han reunido un ejército inmenso, que nos supera por lo menos tres a uno. En tanques, el general Guderian, que como sabe es el inspector de fuerzas acorazadas, estima que el Ejército Rojo tiene veinticinco mil.
—No le he oído bien ¿ha dicho cinco o veinticinco mil?
—Veinticinco mil, Alteza. Aunque resulte difícil de creer. Los reconocimientos aéreos lo avalan, y en las cercanías de la frontera calculamos que hay unos diez mil tanques de todo tipo. Lo mismo ocurre con los cañones y con los aviones. Lo más alarmante es que no tenemos ni idea de lo que va a pasar. Es posible que Stalin esté desplegando sus fuerzas como medida defensiva, pero hacer cábalas sobre lo que pueda estar pasando por la mente del dictador es jugar a la ruleta. Probablemente ni sus colaboradores más cercanos conocen sus intenciones. El general Schellenberg está intentando frenarles, pero no podrá hacerlo indefinidamente.
—General, por favor —Von Lettow solicitó explicaciones de Schellenberg.
—Alteza, llevo un año intentando avivar la paranoia de Stalin. Recordará usted las terribles purgas que sufrió la URSS; pues creo que he conseguido provocar otra. Le hice creer que parte de su ejército estaba preparando un golpe de estado, y el dictador ruso, por lo que sabemos a través de los refugiados, ha reaccionado todavía más violentamente de lo que esperaba. Tenemos indicios de que la mayor parte del cuerpo de oficiales ha sido destruido, incluyendo a casi todos los supervivientes de la anterior purga. Los desertores dicen que solo siguen en sus puestos unos pocos aduladores, y que están sustituyendo a los oficiales de carrera por jovenzuelos y por comisarios políticos procedentes del partido comunista.
Von Lettow se agitó casi imperceptiblemente y dijo—: pobres rusos ¿Cómo ha provocado esa purga?
—Lo he logrado mediante una herramienta muy poderosa —respondió Schellenberg—. Igual que los ingleses han conseguido pervertir mi red en Gran Bretaña, creo haber hecho lo mismo con las tramas rusas. Controlamos a gran parte de las redes soviéticas en Europa y podemos suministrar información falsa. Es un juego delicado, porque para poder entregar una mentira hay que envolverlas con capas y capas de verdad. He tenido que organizar un gran tinglado, que ha incluido desde la realización de maniobras militares para que los espías soviéticos las viesen, hasta la infiltración de falsos espías, pasando por el engaño puro y simple. El guion que quería hacer creer a Stalin era que un grupo de conspiradores del ejército se habían confabulado para derribarle, que habían buscado nuestra ayuda, y que nosotros preparábamos nuestro ejército para apoyar la sublevación. No ha sido necesario fabricar muchas más pruebas: los torturadores de la NKVD las habrán conseguido. Mientras yo empleaba la red rusa, que estaba cada vez más interesada en nuestros preparativos militares, para introducir alguna perla. Sin dejar de prestar atención a lo que buscaban, porque lo más importante de controlar el espionaje enemigo no es engañarlo, sino que nos revele las más profundas sospechas de sus jefes, aquello que les preocupa… que es una manera de decirnos lo que van a hacer.
—¿Y qué van a hacer los rusos, general?
—Yo creo que por ahora, nada. Bastante tienen con seguir asesinando a sospechosos y rivales. Están reconstruyendo el ejército, pero a marcha lenta debido a los exagerados controles de seguridad. No voy a decir que no tenemos nada de lo que preocuparnos, pero la amenaza no es inminente.
Entonces no lo sabía, pero Schellenberg había callado que el espionaje rojo estaba dando pasos muy inquietantes.
Von Lettow, por primera vez en toda la reunión, miró apreciativamente al general. Pero aun no había acabado la puesta al día. Fue Von Papen el que tomó la palabra.
—Siguiendo con nuestros aliados, el proyecto de la Unión Europea sigue adelante.
—¿No era la Paneuropea?
—Sí, Alteza, pero esa era una construcción de Goering impuesta por las armas. Ahora pretendemos formar una organización en la que los países se integren por su propia voluntad. Estamos a punto de firmar un tratado de paz y alianza con Francia, al que con seguridad se unirán Italia, España, Portugal, Hungría y Rumania. Estamos inmersos en los preparativos de la conferencia en la que nacerá la nueva Unión. Se están redactando los tratados de paz entre Alemania y el resto de las naciones europeas, y se están buscando fórmulas para atenuar las rivalidades y los conflictos fronterizos. Si lo logramos, que espero que así sea, Europa volverá a estar unida por primera vez desde los tiempos de Carlomagno.
—Por eso quieren recrear el Imperio. No sé si han hecho bien pero he de decir que me gusta su visión del destino de Alemania. Tengo que decirles que me temía cualquier cosa cuando el mariscal me presentó su propuesta. Ya saben que el mismísimo Hitler hace algún tiempo me vino con una oferta que no me pareció adecuada y que me vi obligado a declinar. —Todos rieron, pues era famosa la respuesta, no especialmente diplomática, que le había espetado el ahora regente al difunto Führer—. Al ver que ustedes me venían con esa historia pensé que no fueran sino otro grupo de arribistas de los que tantos ha habido por Berlín estos últimos años. Me quedo tranquilo viendo que el destino de Alemania está en manos sensatas.
Todos arrugaron el ceño al escuchar las palabras francas del regente; pero Von Lettow se consideraba un militar al que le gustaba llamar a las cosas por su nombre.
—Pero me alegra ver que, independientemente de cuales sean sus objetivos personales, que todavía no conozco, su labor está redundando en el beneficio de Alemania. De todas maneras, me gustaría, si no les supone inconveniente, que mantuviésemos algunas conversaciones más, pues hay algunas cuestiones que se han tratado un tanto superficialmente. Pero no quiero robarles más de su valioso tiempo. Tan solo un último detalle. Mariscal ¿tendrá la noche libre? Tanto usted como yo hemos hecho carrera en África, pero yo no he tenido la fortuna de conocer Egipto. Tal vez pueda explicarme sus campañas durante la cena.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Al día siguiente me llamaron al palacio Schönhausen, que iba a ser la nueva residencia del regente. Al principio Von Lettow había rehusado ocupar cualquier palacio real, pero su nueva función incluiría ofrecer recepciones a personalidades tanto alemanas como extranjeras, y no sería adecuado hacerlo en cualquier restaurante. Además el regente iba a precisar su propia casa, y los ayudantes, secretarios, etcétera, iban a necesitar un lugar donde trabajar. En Berlín había muchos palacios, pero los reales eran los más convenientes porque estaban en medio de jardines, y la seguridad, tras los asesinatos de Hitler y Goering, preocupaba y mucho. Aun así, el regente había escogido el más pequeño y humilde.
Cuando llegué el caserón estaba en obras, con miríadas de albañiles, carpinteros y fontaneros recorriendo las salas, dando martillazos y llenando todo de polvo. Con puertas y ventanas abiertas y la calefacción a medio montar, un frío helador soplaba por los pasillos. Un guardia me condujo al despacho del regente. Aunque era una habitación grande —no se encuentran cubículos en los palacios reales— estaba decorado muy sencillamente, con muebles que parecían traídos de cualquier cuartel. Von Lettow estaba sentado en un sillón viejo pero que parecía cómodo, y se calentaba las manos con un pequeño brasero. No pude dejar de observar la diferencia entre los modestos gustos del regente y el boato que tanto apreciaban Hitler y Goering.
—Adelante, mayor. Se preguntará por qué le he hecho llamar.
—Estoy a su servicio para lo que desee.
—Los Hoesslin siempre al servicio de Alemania. Bien, me gusta. Mire, mayor, ayer estuve hablando de usted con el mariscal Von Manstein. Le tiene en muy alta estima.
—No creo haber ganado tal reconocimiento, Alteza.
—Mayor, no sea tan humilde. El mariscal me volvió a contar cómo usted fue capaz de pergeñar la futura estructura del estado durante el viaje de vuelta de Lisboa. Un sistema muy imaginativo y que, a mi modesto entender, tiene aspectos positivos. Lo que lamento es que me escogiese a mí para encabezarlo. Estaba pensando en castigarle como se merece y pensé ¿por qué no lo nombro mi ayudante? Será adecuada penitencia para su pecado.
Me quedé de piedra. Von Lettow-Vorbeck había sido el ídolo de mi juventud.
—Vamos, mayor, que no tengo todo el día. Si le preocupa lo que piense el mariscal, ya le adelanté mi deseo, y Von Manstein estuvo encantado de cederme su persona.
Tragué saliva antes de asentir—. Siempre a sus órdenes, Alteza.
—Así me gusta. Y ahora me gustaría que charlásemos un poco pero, por favor, sin tantos formalismos ¿Le parece que le llame Roland?
—Como desee, Alteza.
—Mal vamos ¿No podría llamarme simplemente Paul? ¿Ni Herr Paul? Veo que no ¿tal vez general le parezca mejor?
—Si no le importa, habiendo tantos generales emplear ese término se me haría extraño ¿Puedo seguir dirigiéndome a usted como Alteza?
A Von Lettow no debió gustarle, pero comprendió que empleando su grado militar desmerecía ante coroneles generales y mariscales.
—Veo que no habrá otro remedio. Pero nada de alteza real ni monsergas de ese estilo. Tampoco quiero rodeos y ceremonias. Aunque preferiría Paul o general, ya que no va a ser posible, llámeme simplemente alteza y luego suélteme lo que sea ¿de acuerdo? Le adelanto que me molesta la adulación y que quiero su sinceridad.
—Como desee, alteza.
Von Lettow se resignó antes de seguir con otros asuntos—. Roland, ahora que ya nos hemos puesto de acuerdo, desearía que me acompañase por el palacio. Quiero ver cómo van los trabajos en lo que van a ser mis aposentos, y usted también necesitará algún lugar para alojarse y trabajar ¿Me acompaña? Tome su abrigo que lo necesitará.
Me apresuré a seguirle. El regente tuvo la deferencia de andar despacio, algo que agradecí porque mi pie ortopédico no me dejaba correr. Fue recorriendo los pasillos, revisando el palacio, hasta que llegó hasta la puerta principal. Estaba abierta de par y par y entraba una gélida corriente. A cada momento entraban operarios cargando tablones o sacos de yeso, y el estruendo de martillos y sierras retumbaba en las desnudas paredes.
—Roland, no puedo aguantar este ruido. Mejor será que vayamos fuera.
Salimos al exterior. El parque ajardinado tenía los caminos recubiertos de losas, denotando que el arquitecto sabía que estábamos en el norte de Alemania. Algo que nos recordaba el desapacible clima, con un viento frío cargado de aguanieve que golpeaba nuestros rostros. El regente continuó, impertérrito, hasta que pudo refugiarse al resguardo de unos cipreses. Solo entonces se sinceró.
—Roland, pensará que estoy loco al salir fuera con este tiempo, pero es que quería tener una conversación franca con usted. Con tanta gente rondando por el palacio a saber quién podría estar escuchando tras las puertas.
—¿Qué quería decirme, Alteza?
—Ayer me quedé muy preocupado tras la reunión del gabinete. Me gustó que se expusiese tan claramente el panorama, aunque mantendré conversaciones detalladas con nada ministro para conocer más a fondo la situación. Pero hubo algo que me alarmó y mucho. Casi no he dormido esta noche dándole vueltas.
—¿A qué se refiere, Alteza?
—Piense un poco en lo que se dijo ayer ¿Se acuerda que el mariscal comentó lo de los rusos?
—Como no. A cualquiera le inquietaría. Pero supongo que el mariscal ya le explicaría durante la cena los preparativos que se están haciendo en Polonia, y como el general Schellenberg ha conseguido crear el caos en el ejército ruso.
—Sí, me ha tranquilizado en ese aspecto —repuso Von Lettow—. También me ha dicho que el tiempo está ayudando, porque entre heladas y deshielos la estación del fango en Rusia y en Polonia se prevé que sea mucho peor de lo habitual. Si a los rusos se les ocurriese atacar ahora iban a tener que moverse por unas pocas carreteras y serían pasto de nuestros cañones. El frío y la lluvia son nuestros aliados. Pero no ha sido eso lo que me ha desvelado. Usted estuvo allí, oyendo a Schellenberg cuando explicaba cómo había atizado la paranoia de Stalin. Seré sincero, cuando veo a ese hombre se me pone piel de gallina. Resulta una persona muy atractiva, con su encanto personal y su inteligencia, pero podría darle lecciones al mismísimo Maquiavelo.
—Alteza, el general Schellenberg ha demostrado ser un leal servidor de Alemania.
—Desde luego. Aunque tenga en cuenta que le convenía, pues su carrera política iba ligada a la victoria en la guerra. Pero piense en lo que usted ha hecho al sugerir el cambio de régimen. Alemania ya no va a ser una dictadura, sino una monarquía, y se ha nombrado a un canciller, el doctor Speer, que hasta hace cuatro días era un subordinado de Schellenberg ¿Von Manstein y sus colegas se han dado cuenta de lo que han hecho?
Me atreví a preguntar— ¿Qué quiere decir con eso, Alteza?
—Que hasta ayer Schellenberg podía soñar con alcanzar el poder. Era el más joven del Gabinete descontando a su pupilo Speer, y además manejaba los servicios de inteligencia, un arma poderosísima en cualquier régimen. Ahora sigue dirigiendo a esos servicios, pero se han interpuesto muchas barreras en su camino.
El regente dejó de hablar y volvió al palacio. Yo le seguí, meditando en lo que había dicho. Y también en qué orejas podrían ser las que escuchasen tras las puertas.
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Heia Safari (película)
Heia Safari es un filme histórico dirigido en 1942 por Veit Harlan y estrenado en 1942. Producido y filmado durante la Guerra de Supremacía, fue utilizado por el Ministerio de Propaganda para apoyar la candidatura imperial del general Paul Emil von Lettow-Vorbeck.
La película está basada en las memorias del general Von Lettow-Vorbeck durante la Primera Guerra Mundial. Relata la historia de la resistencia de las fuerzas coloniales alemanas que durante cuatro años rechazaron el acoso de los aliados, capitulando tan sólo tras el armisticio de 1918.
Argumento
El general Von Lettow-Vorbeck es enviado en 1914 al África Oriental Alemana donde se le encomienda la dirección de las escasas fuerzas coloniales: unos tres mil soldados alemanes y doce compañías de askaris (soldados nativos). Debido a la debilidad de las fuerzas de la colonia y la falta de municiones el gobierno de Berlín ordena al general que en caso de conflicto se mantenga a la defensiva.
Al desencadenarse la guerra el gobernador Von Schnee (retratado como un pusilánime que seguía al pie de la letra las directrices de Berlín, por absurdas que fuesen) confirma las órdenes de evitar las operaciones ofensivas. Entonces los británicos desembarcan en Tanga, en la costa de Tanganika; sin dar tiempo a que se consoliden, Von Lettow contrataca y los derrota estrepitosamente. Sin embargo, tras la victoria el general reflexiona sobre la batalla concluyendo que la estrategia defensiva es perjudicial, pues los británicos podrían atacar en masa a las guarniciones aisladas y derrotarlas por partes. Von Lettow decide actuar a la inversa y ser él quien tome la iniciativa, para poder concentrar sus escasas fuerzas contra puestos aliados desprevenidos. En una escena Von Schnee queda aterrado ante los proyectos del general y le ordena abandonarlos bajo la amenaza de destitución; pero Von Lettow-Vorbeck le contesta que su mando militar no está subordinado al gobernador, que solo responde ante el Estado Mayor de Berlín, y al estar cortadas las comunicaciones él era la máxima autoridad militar. El general ataca a los ingleses de Kenia y los derrota en Jassin y en el Kilimanjaro. Aunque las tropas alemanas sufren muchas bajas, se consigue capturar un gran arsenal que permitirá mantener la resistencia.
Con todo, el gran coste de esas operaciones obliga a que Von Lettow-Vorbeck cambie su estrategia. Reconociendo su inferioridad numérica decide rehuir los enfrentamientos con el ejército enemigo, para seguir tácticas de guerrillas que dice haber aprendido de la lectura de obras sobre la Guerra de Independencia española; parece que esa escena fue añadida para congraciarse con el gobierno español. Von Lettow evita las batallas pero lanza ataques relámpago contra los británicos de Kenia y de Rhodesia, consiguiendo paralizarlos y obligándoles a mantener en África el gran ejército que estaban organizando y que querían llevar a Europa.
El 1916 el general sudafricano Smuts, al que se pinta como un bóer vendido a los ingleses, lanza una gran ofensiva contra el África Oriental Alemana. Pero el general Von Lettow utiliza su conocimiento del terreno para rodear y derrotar una y otra vez a los británicos, consiguiendo no solo recuperar el territorio perdido sino invadir Mozambique, ya que Portugal se acaba de unir a los aliados. En otra escena un oficial portugués capturado se lamenta de que su país está actuando como un lacayo de los ingleses cuando su verdadera amiga tendría que ser Alemania; después colabora con Von Lettow para que logre el apoyo de la población local. En 1918 el general vuelve a Tanganika para eludir otra ofensiva de Smuts, y finalmente invade de nuevo Rhodesia, derrotando de nuevo a los británicos. En los efectos capturados encuentra un periódico en el que se dice que la guerra ha terminado y que el ejército de Von Lettow-Vorbeck es el único que sigue combatiendo. Tras comprobar que no se trata de una artimaña, Von Lettow-Vorbeck ordena entregar las armas y se despide de sus tropas.
Tras el armisticio el general se esfuerza en conseguir que sus hombres sean repatriados, y que los soldados nativos sean tratados de la misma forma que los europeos. En 1919 vuelve a Alemania, donde los socialistas conspiran junto con el gobernador Von Schnee para juzgar al general por desobedecer las órdenes. Pero el clamor del pueblo alemán fuerza a los gobernantes a que reconozcan el mérito del Von Lettow y de sus hombres, que habían formado el único ejército alemán siempre victorioso. La película acaba con Von Lettow-Vorbeck desfilando en Berlín al frente de sus tropas, ostentando la medalla Pour le Mérite, la máxima condecoración alemana; en la escena final la medalla se desdibuja para convertirse en una corona imperial.
Producción
Aunque durante el periodo de entreguerras hubo varios intentos de llevar la historia de Von Lettow-Vorbeck a las pantallas, el distanciamiento entre el general y la cúpula del Partido Nazi impidieron que los intentos llegasen a buen término. En 1940 el Statthalter Goering decidió apoyar su posición como sucesor del Führer Hitler con una serie de películas sobre grandes figuras de la historia alemana, incluyendo una dedicada al general. Pero las campañas de África se habían librado en sabanas y en bosques tropicales a los que era imposible acceder en plena guerra. El director Veit Harlan propuso utilizar parte del metraje filmado para una película de aventuras sobre un viaje a Tanganika de Kara Ben Nemsi, un personaje de Karl May; hay que señalar que dicho viaje había sido imaginado por el guionista ya que no se encuentra en la obra de May.
Tras la muerte del Statthalter el proyecto recibió mayor prioridad. Varios miles de soldados actuaron como extras en las escenas de combates y se construyeron grandes escenarios para simular las aldeas africanas. Las batallas se filmaron en escenarios naturales en Sicilia y en Yugoslavia, y el resto en los estudios berlineses. La película fue estrenada en febrero de 1942, coincidiendo con la campaña que apoyaba la figura del general Von Lettow-Vorbeck como regente. Lo apresurado de la finalización hizo que el resultado final se resintiese, aunque el épico el argumento conquistó el favor del público. Tras finalizar la Guerra de Supremacía Veit Harlan volvió a filmar gran parte de las escenas en los escenarios reales, pero la oposición del káiser impidió el reestreno de la obra hasta 1965, un año tras el fallecimiento de Paul I.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Capítulo 13
Tú que dispones de viento y mar, haces la calma, la tempestad.
Ten de nosotros Señor, piedad, piedad, Señor, Señor, piedad.
Oración de la Noche de la Armada Española. Josep Sancho Marraco.
Tras la vuelta de Freetown, donde habíamos entrado como elefante en cacharrería, el Galicia necesitaba un recorrido de las máquinas. Pero ya se sabe el proverbio del almirante Fisher, el britano que inventó los cruceros de batalla de papelina para goce y disfrute de sus enemigos. El tal decía “"Hit first ! Hit hard ! Keep on hitting !” que viene a ser “te vi a dar trompadas hasta que caigas doblao”. Nuestro mando, tras años de seguir la senda británica con la SECN, también se había aficionado a las manías de los pérfidos y se empeñaba en seguir aporreando a nuestros cordiales enemigos con intención de enseñarles el valor monetario de los peines. No lo hacíamos todo nosotros pues, seamos objetivos, la Armada era muy valiente y sobrada de tradiciones pero cualquiera de los blindados de la Royal podía merendársela sin despeinarse. Menos mal que el almirante teutón Ciliax y el macaroni Cattaneo se habían acercado para echar una mano. Ciliax era ferviente partidario de la táctica de aprovechar que el rival está caído en el suelo para seguir dándole patadas, bonito deporte que siempre eleva el ánimo español.
A la flota la llamaban combinada, apelativo que nos habían dado los britis para traer malos recuerdos de Trafalgar pero que había caído en gracia. No era la escuadra más potente que había surcado los mares pero presencia, lo que se dice presencia, tenía. Constaba de seis divisiones. Dos, de acorazados: la primera, la de los leviatanes germanos Tirpitz y Bismarck, junto con el más pequeño Gneisenau; su gemelo el Scharnhorst estaba deshecho en las piedras de Larache. La segunda división, que mandaba Bergamini, contaba con los acorazados modernizados Doria, Cesare y Duilio, que tras apoyar el desembarco en Creta se habían llegado a estas aguas más abiertas. Luego había cuatro divisiones de cruceros. Dos eran dos italianas, la de Cattaneo con los Zara, Pola y Gorizia, más el Cervantes, que luego le explicaré qué hacía ahí. La segunda italiana la mandaba Legnani con los Abruzzi, Garibaldi, Aosta, junto con el Díaz y el Barbiano que nos habíamos quitado de encima. Había otra división francesa, pues los vecinos del norte y de manera inesperada se habían plantado en Gibraltar con los Glorie, La Galissonière y Jean de Vienne; aunque supuestamente eran cruceros ligeros como nuestro Galicia, le daban ciento y raya salvo por los cachivaches electrónicos. De remate estaba la división española que mandaba el almirante Don Francisco Regalado y que incluía al Canarias, al Galicia, es decir, el barco del menda, y a una parejita de cruceros pesados que Supermarina nos había cedido para darnos un poco más de empaque. Ya los conoce: eran los Trento y Trieste, unos barquitos hechos con el espíritu del tal Lord Fisher y que estaban hechos a medias de cartón piedra y madera de balsa. Tampoco nos echemos las manos a la cabeza, que el Canarias tenía muchas cualidades pero el blindaje no era una de ellas. Cualquiera de los tres barcos podía deshacerse si recibía un pepino con malas intenciones.
Estando lo más granado de la flota aliada en Gibraltar, donde casi no cabían los barcos, usted se imaginará que queríamos acabar la guerra de una vez batiendo el Atlántico desde las Malvinas a Terranova. Pero debe recordar que nuestros amigos italianos nunca habían imaginado combatir en el océano y sus barcos tenían una autonomía muy justita. En teoría la de acorazados y cruceros grandes llegaba para cruzar el océano, hacer marro en Hatteras y volverse, pero esas cuentas solo valen para un trasatlántico. No para barcos de guerra que están continuamente dando vueltas y cambiando su andar. Que la autonomía de esos barcos fuese escasilla era una lata porque obligaba a depender de petroleros y a tener que repostar en alta mar. Al menos los britanos andaban en las mismas o peores, que tampoco se les había pasado la mollera que iban a tener que pelear en medio del Atlántico. Confiados en su red de bases tenían un montón de crucerillos con autonomía propia de remolcador de puerto. Además los ubootes germánicos se estaban cebando en los petroleros, y a los pocos que aun flotaban míster Churchill los tenía yendo y viniendo a Usalandia a que el señor Roosevelt los llenase de oro negro. Es decir, que los britis también tenían que medir las millas que recorrían cuando salían al mar.
Se preguntará qué hacían el Galicia y el Cervantes habiendo tanto chico grande, pero éramos de lo más necesario, pues acababan de ser modernizados y llevaban unos equipos electrónicos cedidos por los germanos —que como ya le dije, estaban de un espléndido que asombraba a quienes los habían conocido durante la Cruzada— solo superados por los del Tirpitz. Así que hacíamos de ojos y oídos de la flota, y semejante papel nos iba a tocar mientras no se actualizasen los demás buques. Algo que tendría que esperar a que pasasen una temporada en puerto, que al paso que íbamos sería cuando San Juan bajase el dedo. En justo pago por la compañía del Trento y del Trieste, el Cervantes había sido asignado a la división de Cattaneo para iluminarles las tinieblas. Los alemanes se las apañaban solos con el Tirpitz. Los franceses no se las apañaban y por eso iban a pegársenos.
Al mando del tinglado estaba el almirante Ciliax. A fin de cuentas los germanos eran los que más acero ponían, y tampoco nos importaba porque hasta ahora el almirante alemán lo había hecho mejor que bien. La última había sido la de Freetown; aunque habían sido los almirantes Marschall y Moreno los cabezapensantes, la ejecución había tenido su aquél. Además Ciliax podía alardear con lo del Revenge en Islandia y el Repulse en San Vicente, dos soberbias bofetadas en la faz de la Pérfida Albión que el almirante había propinado con estilo y buen hacer. Aunque en lo del Repulse nosotros teníamos nuestra opinión, pues estábamos seguros que había sido el Canarias el que había metido el dedo en el ojo, mejor dicho el pepino en el pañol.
Radio macuto, mil paridas por minuto, difundía cábalas sobre la próxima gracia que les íbamos a hacer a los britanos. Había quien apostaba por Ciudad del Cabo, que total, está aquí al lado, O por Jamaica, como si pudiésemos pasearnos por aguas enemigas tal cual Pedro por su casa. Los más atrevidos afirmaban que íbamos a ir directamente al Támesis para bombardear la Torre de Londres y tocarles las narices a Churchill. Algunos que se creían mejor informados y que habían escuchado rumores sobre lo que se estaba cocinando en Nápoles decían que nos meteríamos en el Mediterráneo, para cruzar Suez, salir al Índico y llegar a la India, Ceilán, Australia o qué sé yo. Los sensatos apostábamos por Canarias, que era lo que nos pedía el cuerpo, pues allí se estaba librando una dura batalla que nuestros cañones podrían decidir.
Lo dicho, mil paridas por minuto, porque esta vez a la fértil chola de Marschall y de Moreno se les había ocurrido algo diferente. Así que el vigésimo día de febrero la escuadra entera se hizo a la mar.
Tú que dispones de viento y mar, haces la calma, la tempestad.
Ten de nosotros Señor, piedad, piedad, Señor, Señor, piedad.
Oración de la Noche de la Armada Española. Josep Sancho Marraco.
Tras la vuelta de Freetown, donde habíamos entrado como elefante en cacharrería, el Galicia necesitaba un recorrido de las máquinas. Pero ya se sabe el proverbio del almirante Fisher, el britano que inventó los cruceros de batalla de papelina para goce y disfrute de sus enemigos. El tal decía “"Hit first ! Hit hard ! Keep on hitting !” que viene a ser “te vi a dar trompadas hasta que caigas doblao”. Nuestro mando, tras años de seguir la senda británica con la SECN, también se había aficionado a las manías de los pérfidos y se empeñaba en seguir aporreando a nuestros cordiales enemigos con intención de enseñarles el valor monetario de los peines. No lo hacíamos todo nosotros pues, seamos objetivos, la Armada era muy valiente y sobrada de tradiciones pero cualquiera de los blindados de la Royal podía merendársela sin despeinarse. Menos mal que el almirante teutón Ciliax y el macaroni Cattaneo se habían acercado para echar una mano. Ciliax era ferviente partidario de la táctica de aprovechar que el rival está caído en el suelo para seguir dándole patadas, bonito deporte que siempre eleva el ánimo español.
A la flota la llamaban combinada, apelativo que nos habían dado los britis para traer malos recuerdos de Trafalgar pero que había caído en gracia. No era la escuadra más potente que había surcado los mares pero presencia, lo que se dice presencia, tenía. Constaba de seis divisiones. Dos, de acorazados: la primera, la de los leviatanes germanos Tirpitz y Bismarck, junto con el más pequeño Gneisenau; su gemelo el Scharnhorst estaba deshecho en las piedras de Larache. La segunda división, que mandaba Bergamini, contaba con los acorazados modernizados Doria, Cesare y Duilio, que tras apoyar el desembarco en Creta se habían llegado a estas aguas más abiertas. Luego había cuatro divisiones de cruceros. Dos eran dos italianas, la de Cattaneo con los Zara, Pola y Gorizia, más el Cervantes, que luego le explicaré qué hacía ahí. La segunda italiana la mandaba Legnani con los Abruzzi, Garibaldi, Aosta, junto con el Díaz y el Barbiano que nos habíamos quitado de encima. Había otra división francesa, pues los vecinos del norte y de manera inesperada se habían plantado en Gibraltar con los Glorie, La Galissonière y Jean de Vienne; aunque supuestamente eran cruceros ligeros como nuestro Galicia, le daban ciento y raya salvo por los cachivaches electrónicos. De remate estaba la división española que mandaba el almirante Don Francisco Regalado y que incluía al Canarias, al Galicia, es decir, el barco del menda, y a una parejita de cruceros pesados que Supermarina nos había cedido para darnos un poco más de empaque. Ya los conoce: eran los Trento y Trieste, unos barquitos hechos con el espíritu del tal Lord Fisher y que estaban hechos a medias de cartón piedra y madera de balsa. Tampoco nos echemos las manos a la cabeza, que el Canarias tenía muchas cualidades pero el blindaje no era una de ellas. Cualquiera de los tres barcos podía deshacerse si recibía un pepino con malas intenciones.
Estando lo más granado de la flota aliada en Gibraltar, donde casi no cabían los barcos, usted se imaginará que queríamos acabar la guerra de una vez batiendo el Atlántico desde las Malvinas a Terranova. Pero debe recordar que nuestros amigos italianos nunca habían imaginado combatir en el océano y sus barcos tenían una autonomía muy justita. En teoría la de acorazados y cruceros grandes llegaba para cruzar el océano, hacer marro en Hatteras y volverse, pero esas cuentas solo valen para un trasatlántico. No para barcos de guerra que están continuamente dando vueltas y cambiando su andar. Que la autonomía de esos barcos fuese escasilla era una lata porque obligaba a depender de petroleros y a tener que repostar en alta mar. Al menos los britanos andaban en las mismas o peores, que tampoco se les había pasado la mollera que iban a tener que pelear en medio del Atlántico. Confiados en su red de bases tenían un montón de crucerillos con autonomía propia de remolcador de puerto. Además los ubootes germánicos se estaban cebando en los petroleros, y a los pocos que aun flotaban míster Churchill los tenía yendo y viniendo a Usalandia a que el señor Roosevelt los llenase de oro negro. Es decir, que los britis también tenían que medir las millas que recorrían cuando salían al mar.
Se preguntará qué hacían el Galicia y el Cervantes habiendo tanto chico grande, pero éramos de lo más necesario, pues acababan de ser modernizados y llevaban unos equipos electrónicos cedidos por los germanos —que como ya le dije, estaban de un espléndido que asombraba a quienes los habían conocido durante la Cruzada— solo superados por los del Tirpitz. Así que hacíamos de ojos y oídos de la flota, y semejante papel nos iba a tocar mientras no se actualizasen los demás buques. Algo que tendría que esperar a que pasasen una temporada en puerto, que al paso que íbamos sería cuando San Juan bajase el dedo. En justo pago por la compañía del Trento y del Trieste, el Cervantes había sido asignado a la división de Cattaneo para iluminarles las tinieblas. Los alemanes se las apañaban solos con el Tirpitz. Los franceses no se las apañaban y por eso iban a pegársenos.
Al mando del tinglado estaba el almirante Ciliax. A fin de cuentas los germanos eran los que más acero ponían, y tampoco nos importaba porque hasta ahora el almirante alemán lo había hecho mejor que bien. La última había sido la de Freetown; aunque habían sido los almirantes Marschall y Moreno los cabezapensantes, la ejecución había tenido su aquél. Además Ciliax podía alardear con lo del Revenge en Islandia y el Repulse en San Vicente, dos soberbias bofetadas en la faz de la Pérfida Albión que el almirante había propinado con estilo y buen hacer. Aunque en lo del Repulse nosotros teníamos nuestra opinión, pues estábamos seguros que había sido el Canarias el que había metido el dedo en el ojo, mejor dicho el pepino en el pañol.
Radio macuto, mil paridas por minuto, difundía cábalas sobre la próxima gracia que les íbamos a hacer a los britanos. Había quien apostaba por Ciudad del Cabo, que total, está aquí al lado, O por Jamaica, como si pudiésemos pasearnos por aguas enemigas tal cual Pedro por su casa. Los más atrevidos afirmaban que íbamos a ir directamente al Támesis para bombardear la Torre de Londres y tocarles las narices a Churchill. Algunos que se creían mejor informados y que habían escuchado rumores sobre lo que se estaba cocinando en Nápoles decían que nos meteríamos en el Mediterráneo, para cruzar Suez, salir al Índico y llegar a la India, Ceilán, Australia o qué sé yo. Los sensatos apostábamos por Canarias, que era lo que nos pedía el cuerpo, pues allí se estaba librando una dura batalla que nuestros cañones podrían decidir.
Lo dicho, mil paridas por minuto, porque esta vez a la fértil chola de Marschall y de Moreno se les había ocurrido algo diferente. Así que el vigésimo día de febrero la escuadra entera se hizo a la mar.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
A ver si vamos recuperando las Canarias por completo, para que podamos centrarnos al 100% en lanzarnos a la yugular de los pérfidos herejes
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Crisis. El Visitante, tercera parte
La salida de las seis divisiones de la bahía de Algeciras fue un espectáculo que ensanchó nuestros pechos y que fue admirado por miles de linenses y algecireños. Pero entre tantos ojos era más que probable que los hubiese descarriados, y que su propietario corriese a informar al espionaje británico: ya sabíamos que el desastre sufrido por Iachino había tenido su causa última en un chivatazo. Bien, esta vez los pérfidos que saliesen a cazarnos se iban a llevar un chasco.
La flota, tras dejar atrás la farola de Tarifa, se internó en el golfo de Cádiz. Esta vez no se repitió el error de Iachino de acercarse a la costa, que aunque estuviese mejor vigilada que entonces la suponíamos negra de tantas minas y periscopios. Al contrario, Ciliax mantuvo el rumbo oeste hasta que oscureció. Fue entonces cuando se inició la primera parte de la mala jugada que Marschall y Moreno estaban preparando a la Navy. Cuando era ya noche cerrada cuatro de las divisiones invirtieron su rumbo y a toda máquina volvieron a cruzar el Estrecho hasta internarse en el mar de Alborán, quedando lejos de la vista de tierra a la amanecida. Ayudó un temporal de poniente que agitó los barcos como corchos pero que los mantuvo fuera de miradas inquisitivas. No solo terrestres sino también marítimas porque desde un mes antes se había emitido una instrucción que obligaba a que el tránsito por dicho mar se hiciese pegado a la costa andaluza, supuestamente para poder identificar a los buques que intentasen cruzar Gibraltar. A fin de cuentas, pocas nacionalidades neutrales quedaban ya en el Mediterráneo: solo los turcos, que se estaban poniendo las botas dedicándose al cambalache, y los soviéticos, que iban a lo suyo, que vaya usted a saber qué era.
Sin embargo el golfo de Cádiz no quedó vacío, porque el lugar por donde supuestamente nuestra flota debiera navegar fue ocupado por la mitad de las fuerzas antisubmarinas del Pacto. Los dos almirantes suponían que la noticia de la salida no se podría ocultar, que los submarinos enemigos acudirían como moscas, y que podía ser momento de recibir adecuadamente a tan sigilosos visitantes. Dos docenas de Focke Wulf 200 y de Dornier 217, equipados con radiotelémetros, barrieron las aguas atacando a todo lo que flotase, y si el submarino conseguía escapar a las bombas caía sobre él un grupo de patrulleros. En los cinco días siguientes fueron hundidos seis sumergibles enemigos y averiados otros cuatro.
Mientras en el Mediterráneo se preparaba la segunda parte de la jugada. Dos divisiones italianas, veteranas de Creta, habían embarcado en un importante convoy formado por barcos transalpinos, franceses y españoles, que también transportaban una enorme cantidad de suministros. Los barcos partieron de Nápoles, se acercaron a la bahía de Suda para recoger a las tropas, y luego se perdieron en el Mediterráneo. Las tropas habían sido equipadas con uniformes tropicales y se les había instruido sobre el combate en áreas desérticas. A los capitanes les habían entregado cartas del Mar Rojo, y se habían preparado itinerarios con destino a Yibuti, en el Cuerno de África. Según los planes recibidos, el objetivo de la operación era Adén, cuya toma implicaría la apertura del Océano Índico a las flotas del Pacto. Mientras la flota combinada esperaba al socaire de Alborán, donde se reunió con petroleros que rellenaron los tanques de las unidades que iban quedándose más justas.
Mientras era nuestra división la que iba a protagonizar la siguiente escena de la película.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Recordará que he dicho que se volvieron para Alborán cuatro divisiones, cuando éramos seis. Y es que dos se quedaron en el Atlántico: la nuestra, al mando del almirante Regalado —que ostentaba el mando táctico—, y la francesa dirigida por el almirante Bourragué, que seguía nuestra estela mientras manteníamos el rumbo oeste. Cruzar esas aguas con tanto submarino convergiendo hacia ellas implicaba el riesgo de toparse con un mal bicho. Pero entre la velocidad de los cruceros —no bajamos de los treinta nudos hasta doblar San Vicente— y los radiotelémetros de nuestro Galicia nos libramos de encuentros desagradables. Hubo que dar resguardo a un par de contactos, que por aquellas aguas seguro que parlaban inglés. Tampoco fue malo que los sumergibles britanos nos echasen un ojo desde lejos, para que en el Almirantazgo no se mosqueasen al ver que sus submarinos no hacían contacto y fuesen a pensar que había gato encerrado, que bien pensado lo había y daba unos arañazos de cuidado. Una vez doblado el cabo, que antes llevaba el nombre de una vergonzosa derrota de la Armada y ahora el de una victoria —por los corrillos se decía que había sido el Canarias el que liquidó al Repulse—, seguimos hacia el norte, y tras barajar la costa portuguesa sin mayores incidentes, entramos en la ría de Vigo.
Para los que habíamos navegado por las aguas gallegas, las rías de Pontevedra y de Vigo eran las mejores del mundo mundial, y si en su día la Armada apostó por el Ferrol —base tan buena que a decir inglés merecía murallas de plata— fue en parte por estar más alejada de nuestros vecinos lusos, que durante muchos lustros se dedicaron a seguir bailar al son de la música britana hasta que el Premier Churchill les demostró su agradecimiento. Además, las cualidades del Ferrol del Caudillo eran más adecuadas para los tiempos de la vela, cuando el alcance de los cañones se medía en cables y no en millas, y el mayor titán de los mares, el desgraciado navío Santísima Trinidad, desplazaba bastante menos que el Galicia. Ahora, en la época del vapor, del cañón que dispara a veinte millas y del avión que vuela a doscientas, fueron la ría de Vigo y especialmente la abrigada ensenada de San Simón las que llamaron la atención del Pacto. La ría tenía la ventaja añadida de contar en su orilla con una gran ciudad industrial (o gran pueblo según los pontevedreses; los de Vigo se la devolvían hablando del “embarcadero” lerense). Ventaja adicional era que las islas Cíes y Estelas, situadas en la boca, cerraban el acceso tanto a olas atlánticas como a turistas inoportunos. No es que la ría de Ferrol fuese peor, tan solo algo más pequeña, y además contaba con ventajas como los astilleros de la antigua S.E.C.N. (ahora nacionalizados) con su dique seco que estaba siendo ampliado para dar cabida a buques de línea; pero la Armada prefería reservarse el Ferrol del Caudillo para su propio uso y disfrute.
Aun no estaba encarrilado lo de Portugal cuando los almirantes Marschall y Moreno llegaron al acuerdo que convertiría a Vigo en una de las grandes bases del Pacto en el oeste; las otras iban a ser Gibraltar —Cádiz nos la guardábamos—, Ámsterdam —holandesa por poco tiempo pues ya sabe que pasó a ser alemana no mucho después— y Trondheim, allá en Noruega. Verá que Francia quedaba al margen; nadie se llamaba a engaño con nuestros vecinos del norte, y si Romier estaba a nuestro lado era más por vengar la muerte de Pétain que por tenernos especial cariño. De todos esos enclaves, Vigo era la base más occidental y apuntaba directamente a la garganta británica, es decir, a las líneas marítimas de las que dependían nuestros sempiternos enemigos. Dicho y hecho, pronto empezaron a llegar a la rada todos los cachivaches con los que pueda soñar un almirante. Se instalaron baterías de costa en la Costa de la Vela, en la isla del Faro y en el Monteferro, se apostaron antiaéreos por toda la ría, y se tendieron campos de minas dejando solo estrechos canales de acceso. Teniendo en cuenta que Vigo está en el quinto pino, también se trabajó en las dos líneas ferroviarias que unían el centro de la Península con Galicia, y se comenzaron las obras para tender un oleoducto que aliviase de la necesidad de operar con petroleros. Asimismo se construyeron en los alrededores varios campos de aviación para las escuadrillas que vigilaban las aguas no solo gallegas sino medio océano.
Pronto llegaron los submarinos alemanes para establecerse en la ría gallega y desde allí lanzarse contra los convoyes enemigos. Les acompañaron decenas de bous y patrulleros para mantener limpias las aguas, y el primero de noviembre del año 41 una flotilla de destructores alemanes sentó en Vigo sus reales, pues las obras en Rande apenas habían empezado. Pero para que fuese una base en condiciones aun le faltaba el principal aditamento: tener diques secos en los que poder mantener o reparar a las mayores unidades de las flotas del Pacto. Por desgracia el único con capacidad suficiente al sur del Canal de la Mancha estaba en el puerto gabacho de Saint Nazaire, y los alemanes preferían no tocarle mucho las narices a su nuevo pero renuente aliado. El de Ferrol seguía en obras y no se esperaba finalizarlo antes de seis o más probablemente doce meses.
Se iniciaron las obras de dos grandes diques secos en Vigo, pero era un proyecto que tardaría años en estar acabado. Claro que antes de que se colocase la primera piedra —o mejor dicho la primera cuba de hormigón— llegó una muestra del ingenio europeo: la primera pieza de un enorme dique flotante que se acababa de finalizar precisamente en Saint Nazaire, pagado a tocateja tras encargo directo del almirante Marschall. No es que los diques flotantes fuesen un invento reciente, pero la característica de este es que estaba formado por varias secciones que podían ensamblarse dependiendo del tamaño del barco que se quisiese dejar al aire, pudiendo admitir a los mayores acorazados. Resultó ser un sistema tan eficaz que se copió por todo el mundo, aunque se tardó cierto tiempo en que el flotante vigués funcionase a pleno rendimiento.
Con lo que le he contado podrá imaginar que cuando la agrupación entró en Vigo la ría bullía de actividad. Un bou nos indicó el canal y una vez dentro de la rada, los barcos echaron el ancla frente a la isla Cabrón, que vaya nombrecito le habían colocado a la pobre. Fue por poco tiempo: el preciso para rellenar los tanques —que los de los cruceros transalpinos empezaban a menguar, los del Galicia no iban mucho mejor, y los destructores se estaban quedando a dos velas—, dejarse ver un poco, y salir de nuevo a la mar.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Que el respetable nos echase una buena mirada era parte de la táctica pensada por los dos maquiavélicos almirantes que habían preparado la operación. Suponían que la noticia de nuestra salida llegaría al arco del Almirantazgo antes que nosotros hubiésemos rebasado las Cíes, pero como habíamos estado apenas cuarenta y ocho horas en puerto, no habría dado tiempo a que los sumergibles britanos amaneciesen, y además esas aguas eran vigiladas con celo por aviones y patrulleros que ya llevaban hundidos tres escualos de acero. Aunque los Condor batiesen los mares por nuestra proa, tampoco era cuestión de jugársela y la agrupación barajó la costa gallega y luego portuguesa hasta la altura de Oporto. Luego nos internamos en el océano y los destructores que nos habían dado escolta se despidieron.
Si no íbamos a llevar señoritas de compañía significaba que íbamos a realizar una operación lejos de nuestras aguas, probablemente contra los convoyes enemigos. Don Pedro Nieto Antúnez, fiel a su costumbre, convocó un consejo de oficiales para confirmárnoslo. Nos recordó, por si algún alma bendita lo había olvidado, que los cuatro cruceros que componían nuestra agrupación tenían la piel demasiado fina y no eran los mejores para liarnos a cañonazos con barcos ingleses. Los tres franceses estaban bastante mejor hechos —no en vano eran nuevecitos e incorporaban las lecciones aprendidas en Jutlandia y luego olvidadas durante tres lustros por hacer economías—, pero llevaban cañones del quince no mejores que los del Galicia. La idea era aprovechar la velocidad de los barcos para dejar atrás a casi cualquier cosa que pudiésemos encontrarnos. Yo pensé en la gracia que nos había hecho la maquinaria del Trento en las islas Salvajes, pero como sé que los tenientes recién estampillados estamos más guapos callados me lo reservé.
Ya estábamos a doscientas cincuenta millas de la costa cuando pusimos proa al nornoroeste, pues la derrota que llevábamos nos hubiese llevado demasiado cerca de las Azores. La idea era meternos en medio del Atlántico, donde se estaba librando una batalla a muerte entre los convoyes britanos y los submarinos alemanes. Varios Condor —nuestros ángeles de la guardia— debían guiarnos hacia los enemigos, y de paso prevenirnos de sorpresas desagradables. Si se podía, que esa era otra, que el tempestuoso Atlántico Norte no se dejaba sobrevolar todos los días. Con todo, si nos encontrábamos con algún muchachote con la Unión Jack, diríamos aquello de pies para qué os quiero y saldríamos a escape. Además, para desanimar al personal, haríamos alguna finta para que nuestros queridos enemigos pensasen que teníamos a la flota combinada justo detrás y que queríamos hacer otra jugada como la de San Vicente, y así reflexionasen en lo que pudieran esconder las cortinas de humo que pensábamos tender.
Para colaborar en el despiste britano los submarinos también iban a echar una mano. No sé si sabrá que por entonces se habían instalado en los buques de la flota sistemas mecánicos que emitían los mensajes en Morse —cifrados, obviamente—, sin dejar la delatora traza de la mano del radiotelegrafista que un operador entrenado podía reconocer. Los submarinos, situados cerca de nuestra ruta, emitían mensajes sin sentido destinados exclusivamente para la oreja britana. La intención, obvia, era hacer pensar al Almirantazgo que nuestros cruceros no eran los únicos en alta mar.
No íbamos a ser los únicos en salir de puerto. La división del comodoro Kummetz —con el Eugen, el Scheer y el Lutzow—, que estaba acechando en Noruega, también debía intentar salir al Atlántico Norte para tener algún altercado con lo que se terciase, si era un convoy mejor, aunque tampoco haría ascos a algún crucero de vigilancia. Entre las dos agrupaciones teníamos que montar tal bochinche en las rutas transatlánticas que la Navy tuviese que salir a buscarnos, siempre pensando que tras esos cruceros tan fanfarrones podían estar el Tirpitz y el Bismarck prestos a cobrarse el pellejo de cualquier despistado. Esperábamos que en Londres pensasen que no bastaba con mandar crucerillos en nuestra caza sino que se necesitaba algo con mucho acero, y con un poco de suerte tendríamos a media flota inglesa dando vueltas por el océano, gastando su precioso fuel. Mientras la combinada debía esperar tan ricamente en Alborán. Cuando la cosa estuviese a punto se pondría a escoltar al gran convoy que se había preparado y que ya había salido de Nápoles.
Pero como le vengo repitiendo, todo eso quedaba muy bonito sobre el papel, pero un mal encuentro lejos de nuestras costas significaría que Regalado tendría que elegir entre abandonar a su suerte al desgraciado barco que resultase dañado, o verse enfrentado a fuerzas abrumadoras. De Guatemala a Guatepeor.
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