Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Toda la flota sabía que el día sería decisivo. Durante la noche se había mantenido la alerta en los buques: parte de la dotación permaneció en sus puestos mientras el resto descansaba, pues los mandos sabían que mantener a la tripulación en alerta continua solo serviría para que en el momento clave estuviese agotada. Fue la vela de armas pero también el momento de los aviones con radiotelémetros. Los Halifax y Sunderland británicos se cruzaban con Condor y Dornier alemanes a distancias cada vez menores, mostrando que la distancia entre las escuadras se reducía. Al menos teníamos un informe tranquilizador: la flota enemiga era manifiestamente inferior. Las salidas de los barcos del almirante Regalado habían atraído al norte a parte de la flota inglesa, y los Condor solo habían detectado a tres acorazados y dos portaaviones. En artillería los superábamos de largo pues teníamos seis acorazados, y aunque la del Gneisenau y los italianos era poco potente —suponiendo que a un pepino de trescientos kilos llegando al doble de la velocidad del sonido lo llamemos poco potente— pero la del Bismarck y la de nuestro Tirpitz era tan buena como la inglesa. Aun así el almirante Ciliax había preferido rehuir un encuentro nocturno. Sabíamos que los británicos llevaban años ensayando los enfrentamientos nocturnos, y sus destructores eran un peligro aunque nuestros barcos llevasen radiotelémetros. Por ello el almirante había mantenido el rumbo sur que nos acercaba a tierra y la noche, a pesar de la tensión que nos embargaba, transcurrió sin incidentes.

Al amanecer teníamos a la vista la baja costa del cabo Mogador. Un nombre que a los alemanes no nos decía nada, pero que más adelante me contó un marino español que a ellos les traía recuerdos de batallas con los corsarios berberiscos que desde tiempos inmemoriales habían anidado en esas aguas. La cercanía de tierra trajo una más que bienvenida ayuda: unos aviones que los equipos ópticos de mi dirección de tiro me permitieron identificar como modernos cazas Potez 670 franceses. No mucho después se sumó a la escolta aérea otra escuadrilla, esta vez de monomotores Messerschmitt, y aun llegó otra de bimotores Bf 110. Estos últimos llegaron justo a tiempo, cuando los Potez ya se retiraban con sus depósitos vacíos. El radiotelémetro del Tirpitz también detectó el paso de grandes oleadas de aviones que volaban hacia el oeste y que volvían tras lanzar sus explosivos. Pero entre tanto avión llegó una formación cuyos aparatos no respondían a nuestras señales electrónicas. El oficial de enlace con la Luftwaffe que nos acompañaba se puso en contacto con los cazas, que partieron para interceptar a los enemigos. Asimismo, el capitán Topp ordenó el zafarrancho de combate y los cañones antiaéreos apuntaron hacia poniente.

Como el combate se produjo a baja altura no se formaron estelas, pero si se pudieron observar nubecillas de humo a gran distancia que seguramente correspondían a aviones que exhalaban sus últimos suspiros. Digo pudieron pues mi puesto de combate estaba a babor y yo tenía un ángulo de visión muy limitado, pero desde la dirección antiaérea de estribor —gemela de la mía— relataron el combate y luego cantaron la aproximación de media docena de aparatos. Dos echaban humo pero tenazmente seguían volando hacia nosotros, indiferentes a la danza macabra que se producía sobre sus cabezas. Uno estalló cuando aun estaba lejos, y el otro dejó caer su torpedo y se volvió, seguramente con averías. Pero los cuatro restantes tomaron el Tirpitz como objetivo: siendo grande y estando en cabeza de la columna de acorazados éramos el objetivo evidente. Los aparatos se separaron para atacar por ambas bandas. Fue en ese momento cuando el capitán Topp autorizó el fuego, y pocos segundos después disparó la batería de estribor del diez con cinco.

Para dificultar el blanco el Tirpitz empezó a virar. Mi batería se descubrió y conseguí ver a los atacantes. Tomé como objetivo el aparato que estaba más abierto, y los cañones de babor se incorporaron al fuego. Desde mi puesto privilegiado en lo alto podía ver como los servidores tomaban los proyectiles, ajustaban las espoletas —en máquinas que se regulaban a distancia desde el puesto de tiro— y cargaban los proyectiles a toda la velocidad, demostrando que eran los hombres mejor preparados de la flota. Se formaron nubecillas de humo alrededor de los enemigos, pero como había ocurrido en San Vicente los torpederos —podía distinguirlos como biplanos Albacore— prosiguieron su curso imperturbablemente. El Tirpitz siguió virando, demasiado despacio para mi gusto, mientras los antiaéreos ligeros se preparaban para disparar. Sin embargo los aviones británicos es mantenían en el aire, volando directamente hacia nosotros. No sería fácil evitar cuatro torpedos.



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Néstor González Luján. La Guerra de Supremacía en el mar. Op. Cit.

La batalla de Mogador

Primera sangre


Ya se han descrito los preparativos del Pacto de Aquisgrán. Cinco días antes había comenzado el traslado de las formaciones aéreas y, aunque hubo algunos problemas de coordinación, el día de la batalla se había conseguido llevar a Marruecos una fuerza impresionante: mil novecientos aviones entre cazas, bombarderos, torpederos y aviones de reconocimiento. Era el triple de la máxima estimación británica. Las fuerzas británicas eran de entidad mucho menor: tenían en Madeira y Porto Santo trescientos aviones, pero solo cincuenta eran torpederos de gran radio de acción; el resto eran bombarderos pesados o aparatos de reconocimiento, más algunos cazas de defensa que poco podrían influir en la batalla. A sabiendas de las limitaciones de la RAF Somerville esperaba poco de su intervención en la batalla, aunque esperaba recibir informes sobre los movimientos de la flota enemiga. Sin embargo, los británicos disponían de una ventaja: los ciento treinta aparatos de los tres portaaviones. Tras el combate de San Vicente se habían reforzado los grupos de caza en detrimento de los de ataque, y la Fuerza H contaba con noventa cazas de los modelos Sea Hurricane y Fulmar (ingleses) y Martlet (norteamericano). Somerville confiaba en que sus cazas, operando a pie de obra, lograsen la superioridad aérea sobre la flota. Al mismo tiempo sus torpederos (cincuenta, tantos como el combate de San Vicente) debían inhabilitar a los buques de batalla enemigos para luego rematarlos con los acorazados. Aunque al jefe británico le preocupaba la fuerza aérea del Pacto, no solo pensaba que era menos numerosa, sino que seguía con los problemas de coordinación que había sufrido en el anterior enfrentamiento.

Durante la tarde anterior se produjeron escaramuzas entre aviones de reconocimiento y cazas de largo alcance que se saldaron con la pérdida de tres aviones por cada bando. Sin embargo el día de la batalla la primera sangre no se la cobró la aviación. Los aviones Condor de reconocimiento habían guiado contra la flota británica a buen número de submarinos, y al amanecer el U-217 torpedeó al moderno acorazado Prince of Wales. Solo dos de los cinco torpedos lanzados alcanzaron al blindado británico, que quedó malparado: quedaron dañados los generadores (lo que impedía operar a la artillería principal) y el buque embarcó siete mil toneladas de agua, causando una escora de doce grados. Aunque fue compensada contrainundando, el acorazado quedó fuera de combate y tuvo que ser enviado a Inglaterra escoltado por dos destructores. El quinto torpedo de la andanada falló al Prince of Wales pero logró un inesperado premio al alcanzar al destructor Kelvin que casi se partió por la mitad. El HMS Jupiter rescató a la tripulación y tuvo que hundir el derrelicto al cañón. Esos ruidos fueron escuchados por el U-217 e interpretados como causados por el hundimiento del acorazado.

Casi al mismo tiempo el U-254 atacó a la agrupación más retrasada, alcanzando al portaaviones Victorious con un único torpedo. Se trataba de un moderno G7e eléctrico de espoleta magnética, que estalló bajo la quilla del portaaviones destruyendo la sala de turbinas de proa. El gran barco quedó al garete y aunque la pérdida de vapor pudo ser aislada, su andar quedó reducido a seis nudos, ya que velocidades mayores podrían romper los debilitados mamparos. Somerville ordenó que transfiriese sus aviones a sus otros dos portaaviones, pero solo pudieron hacerlo los ocho cazas Fulmar y cuatro Albacore de reconocimiento que ya estaban en el aire.

El almirante quedó muy alarmado por la eficacia de las fuerzas submarinas enemigas. No era la primera vez que los submarinos causaban sensibles pérdidas a los británicos: en aguas cercanas a Inglaterra se había perdido el Corageous al poco de iniciarse el conflicto, y recientemente el hundido había sido el Ark Royal. En el Mediterráneo habían causado sensibles pérdidas, pero se trataba de aguas confinadas. Signo de mayor preocupación era la cooperación entre sumergibles y aviones que estaba haciendo pasar un calvario a los convoyes en el Atlántico norte. Pero Somerville, aun asumiendo el riesgo, pensaba que entre la velocidad de sus barcos y la potente escolta el riesgo que iba a correr no era excesivo. Sin embargo parte de sus destructores habían quedado en las Azores escasos de fuel (fue el único efecto de la correría de los cruceros del almirante Regalado). Además los aviones de reconocimiento alemanes habían dirigido contra la fuerza H nada menos que cincuenta submarinos, la mitad de la fuerza disponible, que se habían desplegado en su previsible curso. En la hora siguiente se produjeron tres nuevos ataques, todos infructuosos, y los destructores de escolta consiguieron hundir los submarinos U-77 (alemán), Beilul y Ammiraglio Millo (italianos). Somerville tuvo que modificar el curso de sus buques para alejarlos del área; la maniobra retrasó sus operaciones aéreas durante casi dos horas.



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Ominoso signo fue que al atardecer se incorporase al convoy una división de cruceros mandada por el contraalmirante Legnani. Cinco cruceros y cuatro destructores que más que dar confianza inquietaban, pues que destinasen tanto acero a protegernos quería decir que algo gordo se cernía sobre nosotros. Me imagino que hasta el Lori se hubiese alarmado, que aunque le guste visitar al de los seis dedos supongo que preferirá hacerlo de una pieza y no en veces. Tras intercambiar mensajes la división de Legnani se mantuvo al este, yendo y viniendo para mantener la velocidad, mientras el convoy, a doce nudos, seguía cerca de la costa. Las guardias se reforzaron y el comodoro Tur ordenó a Freire que destacase nuestro buque. Le recuerdo que el Gajuchi, perdón, el Motril, llevaba un radiotelémetro que durante la noche veía más lejos que los serviolas. Mucho no me entusiasmó la misión porque un escolta solo en medio del océano es carne de submarinos, y si amanecía algo inglés más grande que un remolcador estábamos listos de papeles; pero aquí se viene a obedecer y no a discutir. Tampoco le voy a engañar, que al final la noche fue de lo más tranquilo y si no fuese porque el retemé detectaba a babor el convoy y a estribor las idas y venidas de los cruceros, hubiese parecido que paseábamos en un yate. Esta vez el tiempo acompañaba: marejadilla y ni una nube que ocultase las estrellas. Al amanecer el polvo del desierto tiño de rojo la atmósfera, y la aurora fue para plasmarla en un lienzo; lástima que en el Gajuchi no hubiese pintor de guardia. Pero la guerra no cesaba. Estaba ensimismado viendo el reflejo del sol en el agua —no, eso que dicen que soy capaz de dormirme de pie es un bulo, no le haga caso al Lori— cuando me sacaron de mi ensueño.

—Mi comandante, el retemé detecta la llegada de aviones desde el oeste —me decía el segundo, Don Ramiro Guillén.

Estaban todavía lejos. Con todo, recordé que al llegar el día debía tomar mi posición en el convoy, así que modifiqué el rumbo y ordené más revoluciones al motor, y de paso que se cubriesen los antiaéreos, que esos pajaritos que venían podían ser de los nuestros, pero también britanos que sin encontrar nada estuviesen de vuelta y al ver al Gajuchi solito y tan a punto se animasen a dejarnos un recuerdo. Pero hubo suerte y en lugar de ser ingleses con malas intenciones resultaron ser amigos: cuatro cazas bimotores que se pusieron a dar vueltas sobre el convoy. Cuando se acercaron el alférez Atienza, que era de esos aficionados a la volatería que estaba todo el día mirando las cartas de reconocimiento de aviones, dijo que eran gabachos, del modelo Potez 631 o tal vez los nuevos Potez 670. Es decir, unos cazas pesados de largo alcance. Los habían diseñado a semejanza de los Messer 110 alemanes aunque no habían salido tan buenos. Tener escolta aérea era bueno pero solo a medias, porque significaba que la podíamos necesitar, y estando al sur de Casablanca solo quería decir una cosa: portaaviones enemigos. Era de suponer que irían acompañados de acorazados, cruceros, destructores y otros barcos de mal vivir, que ya se sabe que en una fiesta cuantos más invitados, más risas.

El retemé siguió los movimientos de los aviones. Además de los cazas también llegó un Dornier de los que llevaban retemé, y luego un par de hidros franceses más feos que los Picio. Ya sabe, los Picio eran esos cazas Morane franceses que nuestros fraternales aliados nos colocaron. Los recordará porque eran tan poco agraciados que hacían llorar a las cebollas. Pero en el concurso de adefesios se quedaban en el montón, que los vecinos de arriba tenían unos espantajos tan horrorosos que había que mirarlos dos veces porque la primera no te lo creías.

El festival aéreo se fue animando y a media mañana detectamos el paso de grandes formaciones de aviones, todos hacia el este. Pocas dudas había del jaleo que se estaba montando pero, por si quedaban escépticos, la división de cruceros empezó a echar humo, cogió carrerilla e hizo mutis. No se sabía si corría hacia el cañón o justo lo contrario, que salía por pies, pero la verdad que poco me importaba, que en una batalla naval un convoy no pintaba nada y el Gajuchi solo serviría para que cualquier destructor afinase la puntería. Pero a pesar de tanto movimiento, el día fue transcurriendo tenso pero tranquilo. Solo al mediodía amaneció un hidro britano pero los Potez —se fueron sustituyendo unos a otros para no dejarnos solos— lo tiraron al agua. Algo después nos ordenaron al Chapela y a mi Motril que nos destacásemos para recoger aviadores. Nos despedimos de Pastor, Freire y sus muchachos y pusimos proa mar adentro.

—Mi comandante, el retemé indica que llega un avión a baja altura.

Tarde llegaba el aviso porque al mismo tiempo un serviola me señalaba una aeronave que echaba humo. Era un trimotor Savoia que al vernos describió un círculo. Lo habían trabajado a base de bien: tenía el motor de la derecha casi desprendido, echaba humo por el izquierdo, y el fuselaje parecía arrancado a tiras. Al ver que éramos españoles no se lo pensó y se posó en el agua levantando una salpicadura que ni un proyectil del quince. Nosotros estábamos más cerca así que me aproximé y al ver que el aparato aun se mantenía a flote, con tres aviadores subidos al ala, paré las máquinas y eché una balsa con un par de marineros que se pusieron a remar como locos hacia el Savoia: aparte que el avión podía irse al fondo, yo les había metido prisa para salir de ahí cuanto antes. En esas aguas infestadas de submarinos un barco parado es como un gato cojo en una perrera. Sin ceremonias los cargaron en la balsa y luego los izamos a bordo. Venían bastante averiados: uno con el pie arrancado y con un torniquete hecho con un cinturón, otro con el costado rasgado, y el piloto con el pelo casi desprendido. Atienza se los llevó a la enfermería a que el practicase los remendase, mientras el Motril salía disparado. Justo a tiempo.

—¡Torpedo a babor! —gritó un serviola.

Ordené caer a estribor pasa salirnos del curso, y de paso que se avisase al Somorrostro. Tarde: apenas acababa de disparar el cañón de proa —ya le dije que era la manera más rápida de avisar de lo que pasaba— cuando el pobre Chapela pareció alzarse en los aires para luego partirse por la mitad. Pero no pude ni pensar pues el serviola volvió a gritar y a señalar.

—Periscopio a mil yardas a popa.

Con un submarino rondando no podía ni pensar en atender a los compañeros: pararme sería letal. Mantuve el viraje a estribor aunque acercándome al Somorrostro. Unas pocas cabezas flotaban junto a los restos y les tiramos salvavidas. Inmediatamente puse proa a la posición del periscopio enemigo, que seguía entrando y saliendo en el agua. Me imaginé que habría gato encerrado e hice un amago: primero marché directamente hacia el sumergible enemigo, pero cuando había recorrido solo trescientas de las mil y pico yardas que nos separaban caí bruscamente a babor. Yo pensaba que si el enemigo se dejaba ver era para que nos acercásemos y tirarnos otro torpedo, a ver si a la segunda iba la vencida. Calculando la velocidad del Gajuchi y de los peces mecánicos viré con el tiempo justo para evitarlos. Fueron dos los que pasaron inofensivamente. Luego fue la mía: el submarino se la había jugado y en ese juego no hay segundas oportunidades. Ahora sí que fui hacia el inglés a toda máquina y al pasar sobre su posición lancé una docena de cargas. Igual que el Noya aquella vez, me vi recompensado cuando al derrumbarse los piques empezaron a subir restos de todo tipo: aceite, trozos de corcho, y para que no hubiese ninguna duda, un torso humano.



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Van avioncitos:

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Me 110 y Potez 670 en DeviantArt

Tras la batalla de Calabria y el ataque de Tarento resultó evidente el papel de la aviación en los combates navales. Alemania, con asistencia japonesa, inició un ambicioso programa de construcción de portaaviones, al que posteriormente se sumaron Italia y Francia. Sin embargo, salvo el Graf Zeppelin (casi completado cuando comenzó la Guerra de Supremacía) y algunas unidades auxiliares, hasta 1943 no se podría contar con los frutos del programa.

La alternativa era la aviación con base terrestre, que en el Mediterráneo ya había mostrado su efectividad. Pero su eficacia dependía del alcance de los cazas de escolta, ya que sin ellos los bombarderos o torpederos eran presa fácil de los cazas embarcados aliados.

Similar problema se daba en las operaciones terrestres, y para remediarlo la mayor parte de las fuerzas aéreas desarrollaron cazas pesados, generalmente bimotores, que se caracterizaban por su gran autonomía. Pero con las excepciones del norteamericano Lockheed P-38 Lightning o el alemán Messerschmitt Me 218, los cazas pesados (llamados zerstörer por los alemanes) no podían medirse con los cazas monomotores. Algunos modelos sufrieron pérdidas muy graves: el Potez 630, lastrado por la limitada potencia de sus motores y la mala aerodinámica (sobre todo del 63.11) tuvo la tasa de bajas más grave en la campaña de 1940. Sin embargo, las operaciones navales eran el campo ideal para estos aviones: podían llevar navegante, casi imprescindible sobre el mar (hasta que se desarrollaron medios de ayuda electrónicos) y además en la primera fase de la guerra los cazas embarcados tenían prestaciones mediocres.

A finales de 1941 el foco de las operaciones se había trasladado de Portugal a la costa norteafricana, donde ambos bandos pugnaban por llevar refuerzos a Canarias e impedir que el contrario hiciese otro tanto. Además de aviones de reconocimiento, bombarderos a nivel, en picado y torpederos, el Pacto llevó varios grupos de gran alcance, equipados con cazas Messerschmitt Bf 110 y Potez 670. Este último era un derivado del modelo 630, pero con mejor aerodinámica y llevaba motores Gnome-Rhône con potencia un 60% mayor. Ambos aparatos tuvieron un papel crucial en la batalla de Mogador logrando la superioridad aérea sobre la débil fuerza de cazas embarcados británica.
Última edición por Domper el 05 Jun 2018, 12:48, editado 1 vez en total.



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Más aviones. Atentos a un detallito.

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Torpederos en DeviantArt

En los primeros compases de la guerra la aviación terrestre se mostró muy poco eficaz contra los buques, pues la pobre precisión de los bombarderos a nivel hacía muy difícil conseguir impactos desde gran altura, y los ataques a baja eran suicidas. Pero los torpederos embarcados Swordfish británicos lograron varios éxitos contra la marina italiana, y pronto fueron imitados por sus enemigos. Inicialmente los italianos emplearon como torpedero el trimotor Savoia-Marchetti SM.79. Pero este avión, muy eficaz en la guerra civil española, en el nuevo conflicto empezó a mostrar lo obsoleto de su construcción. Más adelante sería sustituido por los aparatos Bloch MB. 178 (de origen francés) y Fiat R.23. Alemania, por su parte, empleó el bombardero Heinkel He 111, pero igual que el SM.79 se trataba de un aparato anticuado que tuvo que ser retirado de las operaciones diurnas. Fue sustituido por el Junkers Ju 88, uno de los aviones más polivalentes del conflicto, que consiguió una temible reputación empleando los torpedos LT 850b y LT 1300.



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Tenemos otro precioso avión, cortesía de ReyTuerto partiendo de un dibujo de Darth Panda. Mío es el sombreado 3D.

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El Fairey Albacore en DeviantArt

El Fairey Albacore, diseñado como sustitución del anticuado Fairey Swordfish, no resultó satisfactorio. Aunque era más veloz que el Swordfish y tenía capacidad de atacar en picado, tenía mandos muy pesados, su motor Taurus era propenso a los fallos, y sobre todo su fórmula biplana hacía que sus prestaciones, que ya eran pobres en 1940, fuesen completamente inadecuadas en 1942. Sin embargo los retrasos del Fairey Barracuda y la ausencia de alternativas hicieron que el Albacore fuese el principal avión de ataque de la Fleet Air Arm en la batalla de Mogador.

El ejemplar dibujado pertenecía al 766 Squadron, destacado en el portaaviones HMS Unicorn, y participó en el ataque al Tirpitz.



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Los Albacore enemigos habían sobrepasado la cortina de destructores cuando vi uno de los actos más valerosos de la guerra: un solitario Messerschmitt que acababa de derribar a uno de los Albacore que venían por la otra banda se metió en medio del fuego antiaéreo y, tras pasar entre nuestros palos, atacó a los que se nos venían encima por babor. Derribó uno en un ataque frontal demostrando que además de valiente era un excelente piloto con letal puntería. El enemigo cayó al agua sin poder lanzar su torpedo mientras el Bf 109 efectuaba un Immelmann más propio de un concurso de acrobacia que de un combate, consiguiendo ponerse a la cola del otro torpedero. Lo ametralló y lo hizo caer, mientras los cañones del 3,7 de estribor daban cuenta del último superviviente. Los ingleses eran unos valientes y en vez de pensar en su seguridad emplearon sus últimos segundos en lanzar sus torpedos, pero lo hicieron demasiado lejos y los pudimos esquivar con facilidad. Por desgracia el avión del valeroso piloto también fue alcanzado y tuvo que amerizar. El capitán nos informó más tarde que el aviador pudo ser salvado.

Una hora después se produjo un segundo ataque aéreo. Volvió a repetirse el guion: los cazas de escolta —esta vez Messer 110 y Fw 190 alemanes— los interceptaron derribando a la mayoría. Los pocos supervivientes ni siquiera intentaron atacar a los acorazados y se contentaron con lanzar sus torpedos contra la fuerza que nos daba cobertura. Esta vez con mejor fortuna, porque el crucero Gorizia fue alcanzado por un pez mecánico. Las averías debieron ser graves, pero estábamos a la vista de Esauira y su puerto, donde pudo refugiarse.

No hubo más ataques aéreos esa tarde. Sin embargo una noticia alarmante aguó la satisfacción que teníamos de haber escapado de los aviones: a los barcos enemigos se les había unido otra agrupación, formada por tres acorazados: los dos Nelson —inconfundibles con su aspecto de petroleros— más otro de la cosecha de la Gran Guerra, seguramente un Queen Elizabeth. Ahora eran los ingleses los que nos superaban. Porque los seis buques de batalla enemigos disponían de cañones de catorce, quince o dieciséis pulgadas, y estaban fuertemente blindados, mientras que de los seis nuestros solo el Tirpitz y el Bismarck podían medirse con los enemigos: el tercer alemán, el Gneisenau, tenía protección razonable, al menos tan buena como la del Hood enemigo, pero sus cañones de 28 cm apenas arañarían el blindaje británico. Los tres barcos italianos, con cañones del 32, no estaban mucho mejor en potencia de fuego. Peor era que ni su cinturón blindado ni mucho menos su cubierta podrían resistir los monstruosos proyectiles ingleses de casi una tonelada.

El almirante Somerville debió pensar que había llegado su momento pero con sus prisas por atraparnos olvidó que se había acercado demasiado a la costa. El cielo se llenó: decenas y decenas de bombarderos partidos de los campos africanos se unieron a los que atacaron desde las Canarias. La mayoría eran bimotores alemanes y trimotores italianos, pero también pude ver a bastantes bombarderos en picado Ju 87 más, como no, cazas alemanes, franceses y, por lo que luego supe, hasta italianos y españoles. Los británicos confiaban en que los aviones de sus portaaviones contuviesen cualquier ataque, pero en ningún momento esperaban ser objeto de semejante ataque. Nuestros aviones los barrieron del cielo, y entonces comenzó el baile mortal de los bombarderos en picado y de los torpederos. Ciliax no esperó a conocer el resultado del ataque, sino que ordenó a la combinada que aproase hacia el enemigo. Al mismo tiempo que virábamos la flota formó una larga línea, con la división alemana en cabeza, seguida por la de los acorazados italianos, y finalmente por la de cruceros pesados. Los destructores se dispusieron en los extremos, preparados para combatir a sus semejantes o para atacar al torpedo. Seis contra seis, iba a ser la mayor batalla naval desde Jutlandia y esperábamos que, por fin, en nuestras condiciones.



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Otro avión cortesía de reytuerto (dibujado por Radome, modificado por el compañero, mío es el sombreado).

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Fairey Fulmar en DevintArt

El Fairey Fulmar nació según la especificación 8/38 como un caza de defensa de la flota. Sin embargo la Fleet Air Arm acababa de ser transferida a la Royal Navy desde la RAF y se carecía de experiencia en operaciones aeronavales. Por eso se solicitó un caza biplaza que pudiera llevar un navegante, y no se tuvo en cuenta la maniobrabilidad, ya que se creía que el caza no encontraría oposición aérea ya que ni Alemania ni Italia disponían de portaaviones. El Fulmar era fiable, noble y resistente, cualidades deseables para un avión navalizado, y estaba pesadamente armado. Sin embargo, estaba en grave desventaja frente a los monomotores de caza terrestres, e incluso contra los biplazas.

Por desgracia la guerra pasó a ser principalmente aeronaval, y las escuadras del Pacto de Aquisgrán operaban bajo la cobertura de caza propia. El Fulmar se reveló como inadecuado, y se comenzó a buscar un reemplazo. Pero el Sea Hurricane carecía de alas plegables, el desarrollo de una versión naval del Spitfire e estaba retrasando, y no había suficientes Grumman Martlet. Por tanto el Fulmar seguía formando la tercera parte de la fuerza de caza de la Fleet Air Arm en febrero de 1942, cuando se produjo se libró la batalla de Mogador.



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Y ahora barquito digo submarino:

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El U-217 en DeviantArt

El U-217 fue un submarino de Tipo VIIE, que eran un desarrollo del tipo VII, el más importante de la Kriegsmarine durante la primera parte de la guerra. El desarrollo de la electrónica, especialmente tras la incorporación de equipos basados en las válvulas de Lilienfeld (que permitían la miniaturización de los sistemas electrónicos) permitió embarcar un conjunto de equipos avanzados: un radiotelémetro FuG 310 Schwertwal de exploración naval y aérea, y un FuG 413 Tümmler de onda milimétrica para ataques sin visibilidad. Tenían un radiodetector FuMB 9 Java y un equipo de interferencia FuMS/T 9 Elbing. Las antenas de los sistemas podían desplegarse a profundidad de periscopio. Las dimensiones de estos equipos obligaron a que el tipo VIIE se basase en los submarinos minadores VIID, con mayores dimensiones que los VIIC.

El U-217 estaba equipado con un «schnorchel», un sistema de navegación bajo la superficie que habían desarrollado los holandeses en la inmediata preguerra. Sin embargo era de una versión primitiva cuyo empleo era muy molesto por los continuos cambios de presión dentro del submarino, y que solo se empleaba en emergencias. Asimismo en el U-217 se había desembarcado el cañón de cubierta, de escasa utilidad, sustituyéndolo por armamento antiaéreo reforzado.

El U-217 realizó su primera patrulla en noviembre de 1941 y en fe-brero de 1942 participó en la batalla de Mogador, averiando al acorazado británico Prince of Wales y hundiendo al destructor Kelvin, aunque fue dañado en el contrataque posterior. Durante las conversiones fue modernizado con el programa VIIE/43, que incluía la modificación de la torre, la retirada del armamento antiaéreo y la instalación de un schnorchel mejorado. Sin embargo el U-217 no llegó a operar con la Kriegsmarine sino que fue transferido a la Armada Española, siendo llamado en ella G-21 y operando en el Índico. Tras el final del conflicto siguió operando con bandera española hasta 1952, fecha en la que fue cedido a la Armada de Chile, donde fue llamado Capitán Thomson. Fue retirado y desguazado en 1967.



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No veíamos al enemigo porque el sol poniente nos deslumbraba, pero los aviones de reconocimiento punteaban los movimientos ingleses. Cuando el capitán Topp informó que el radiotelémetro del Tirpitz había detectado al enemigo todos nos sentimos como sacudidos por una descarga eléctrica. Con el telémetro de la dirección de tiro intenté vislumbrar a los ingleses pero el resplandor me seguía cegando. En ese momento la flota viró hacia el oeste, como si Ciliax quisiese evitar el combate. Improbable para aquellos que lo conocíamos, y no íbamos desencaminados: lo que deseaba era dejar pasar los pocos minutos que faltaban para que el sol cayese tras el horizonte. Así, en vez de deslumbrarnos, siluetearía al enemigo mientras nosotros entrábamos en la penumbra. Poco antes del ocaso volvió al norte. Incluso con los limitados equipos de mi dirección de tiro —diseñada para controlar el fuego antiaéreo y no el naval a gran distancia— pude ver como el resplandor del sol poniente silueteaba al enemigo. El almirante había conseguido la mejor posición táctica imaginable: había cruzado la «T». Eso significaba que nuestros buques podrían disparar con todas sus piezas sin interferirse unos con otros, mientras que el enemigo solo podría utilizar sus cañones delanteros, siempre que el matalote de proa no les cerrase el campo de tiro. Además el sol los iluminaba mientras nuestra flota se confundía con el atardecer. Ciliax había dispuesto sus buques igual que veintiocho años antes Graf Spee en la batalla de Coronel.

Sin embargo el enemigo, esta vez, no se limitaba a unos pocos cruceros. Viendo la larga hilera de barcos enemigos —yo podía contar por lo menos ocho buques—me descorazoné ¿no se suponía que los ataques aéreos habrían hecho mella? Estaba intentando identificarlos cuando un fogonazo iluminó al primero de la línea enemiga: el combate había empezado.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Otro avioncito que agradecer a reytuerto.

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Grumman Martlet en DeviantArt

Al iniciarse la guerra Francia hizo a Grumman un importante pedido de su más moderno caza, el F4F Wildcat. Tras la derrota de Francia los aviones fueron entregados a la Fleet Air Arm que los denominó Martlet. La versión II, que disponía de alas plegables, no solo fue la primera en embarcar en portaaviones británicos, sino la más apreciada, ya que la versión III estaba sobrecargada y tenía peores prestaciones. Sin embargo Grumman era el principal fabricante para la US Navy y en 1940 su capacidad era limitada, por lo que el número de aparatos entregados a los ingleses fue pequeño. Por ello durante la batalla de Mogador solo formaban la tercera parte de los cazas disponibles.

El Martlet tenía como inconvenientes su limitada velocidad máxima y sobre todo su corta autonomía; a cambio era noble, ágil, muy resistente, su gran cabina tenía excelente capacidad, y se comportaba bien en picado. Aun así no podía medirse con los más modernos cazas del Pacto, que lo superaban en todos los aspectos salvo la maniobrabilidad.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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En la reunión de la mañana el capitán Quasthoff nos dijo lo que sabía. El convoy había proseguido su marcha y ya estaba cerca del cabo Mogador, casi a la vista de nuestra base. La flota se encontraba también muy cerca, pues había preferido evitar el combate nocturno. Los aviones con radiotelémetro habían seguido a la flota inglesa durante la noche, y ahora estaba a apenas doscientos kilómetros de nuestra flota. Si mantenían el rumbo convergente, menos de cuatro horas. Parecía que el almirante Ciliax —era el que mandaba la flota— se había dejado encerrar entre la Fuerza H y la costa. Los ingleses se dirigían a toda máquina hacia su posición: el combate, esa batalla que los británicos parecían buscar con tesón, iba a ser inevitable.

El capitán no comentó la estrategia de la marina. Nosotros, al principio, nos extrañó que la flota se hubiese situado en tan mala posición. No tenía por donde escapar y, en el remoto caso de que lo lograse, el convoy sería destruido. El almirante Somerville —el que según los informes de inteligencia— comandaba a los británicos— tenía que estar frotándose las manos, creyendo que por fin había conseguido atrapar a nuestros barcos. Aunque, pensándolo bien, esa era la palabra clave: «atrapar» ¿De verdad nos habían atrapado? ¿Una operación que había requerido semejante complicación no había tenido en cuenta que la flota podía quedar arrinconada?

En seguida nos dimos cuenta de que se trataba de una cuestión retórica. Pues para llegar a ser piloto era preciso superar unas pruebas de gran dificultad y quienes las pasaban demostraban tener bastante más de dos dedos de frente. Viendo el mapa, empezamos a cruzar miradas de complicidad: nuestra estrategia era parecida a la del torero en la plaza. Los toros, como cualquier animal medianamente inteligente, no embestían a lo loco sino solo cuando pensaban que su enemigo no podría escapar. Ese era el papel del torero: situarse en el terreno de la bestia, contonearse, agitar la muleta, y preparar el letal estoque. Evidentemente, la Fuerza H era el toro cuya arrancada había que provocar. El convoy, e incluso la flota, actuaban como la muleta. Nosotros seríamos el letal estoque.

Mientras pensábamos en nuestro papel, el capitán continuaba con la explicación. Nuestros cazas tendrían dos responsabilidades: proteger a nuestros buques, y permitir que los bombarderos atacasen a la flota enemiga. Esta iba a ser nuestra misión en la primera salida. En esos momentos, en una decena de campos cercanos, los bombarderos y los torpederos estaban calentando sus motores. Nosotros debíamos escoltar a un grupo de bombarderos en picado Stuka. Con los aviones sobrecargados con los depósitos auxiliares —aunque el objetivo en teoría estaba cerca, las búsquedas sobre el mar podían ser muy prolongadas— nos elevamos hasta los cinco mil metros y esperamos sobre el característico cabo Sim, una punta baja cubierta de dunas; temiendo los errores de navegación se habían escogido para las citas de los grupos aéreos accidentes geográficos inconfundibles. Aun así el mando no se fiaba del todo, y nos esperaba sobre el cabo un Heinkel 111 que, pintado de vivos colores, parecía el payaso de un circo. Su papel era «pastorearnos» e intentar que no hubiese confusiones.

Al poco no solo llegaron los Stuka, sino también un Dornier 217 que era el encargado de la navegación y cuya carga consistía en equipos electrónicos. También llevaba navegante y un oficial que actuaba como coordinador con el puesto de mando establecido en Esauira. La idea era que los aviones de reconocimiento informarían a la base, que a su vez mantendría el contacto con los barcos de Ciliax. Además, en caso de perderse el contacto, el oficial al mando que volaba en el Dornier podía comunicarse directamente con los oficiales de operaciones aéreas que habían embarcado en los barcos de la flota. Incluso estaba autorizado a tomar decisiones por su cuenta. El sistema se había probado varias veces en maniobras aeronavales en el Mediterráneo e iba a ser la primera vez que se usase en combate. Como era de esperar, no funcionó bien del todo, y más de una formación perdió el día buscando delfines. Pero en conjunto se logró que la operación, en lugar de ser un caos, se quedase simplemente en un tremendo desorden.

Que el enlace no era tan bueno como deseábamos lo descubrimos cuando en el lugar donde en teoría debían estar los ingleses no había más que olas. Afortunadamente llevábamos combustible extra. El problema eran los Stuka, aviones de piernas cortas, aunque en esta ocasión solo llevaban bombas ligeras para extender su alcance. Empezamos a describir círculos con radios cada vez mayores, pero cuando llevábamos media hora dando vueltas el Dornier nos llevó hacia el sur, pues había captado transmisiones de radio. Pocos minutos después vimos la estela de un destructor rezagado, y más allá, las nubecillas de humo que denotaban el fuego de los cañones antiaéreos. El Dornier nos condujo hacia el este para atacar con el sol por detrás y así sorprender a los ingleses. Vano intento, porque los británicos tenían sus propios radiotelémetros y habían detectado nuestra aproximación. Juzgándonos peligrosos enviaron una patrulla de cazas para interceptarnos. Pobres diablos.

Ya vislumbraba las estelas de la flota enemiga cuando aprecié unos puntitos que se remontaban poco a poco. Se lo notifiqué al capitán y fuimos contra los cazas enemigos. Eran de un modelo que no había visto aun, rechoncho, con un fuselaje como de barril con alas cuadradas. Aun no nos habíamos enfrentado con ellos, pero habíamos leído los informes sobre el aparato: se trataba de un caza Grumman norteamericano del modelo Martlet. Era un desarrollo de un biplano de caza, que habían convertido en monoplano y al que le habían puesto un motor más potente. Suponíamos que sería bastante parecido a los cazas Brewster que ya conocíamos y que no nos habían impresionado, pero estábamos errados.

Teníamos la ventaja de la altura y por tanto, de la velocidad; además esos trastos no parecían especialmente rápidos. El capitán nos llevó en una larga curva para ponernos a su cola pero fue inútil: los pilotos nos vieron y empezaron a realizar virajes bruscos. No había manera de sorprenderlos, y cada vez que intentábamos darles una pasada rompían y nos evitaban. Más adelante, cuando pudimos estudiar los restos de un Martlet —de un aparato dañado que hizo un aterrizaje forzoso cerca de Esauira— resultó que el aparato estadounidense tenía una cabina tan grande que parecía un salón de baile, y que daba una excelente visibilidad al piloto salvo a sus seis y por debajo. Afortunadamente no nos metimos en un combate de giros sino que seguimos combatiendo con ellos como con los Spitfire o Hurricane, a base de velocidad y de altura, porque los Martlet tenían un radio de giro que daría envidia a un Spitfire. Además se trataba de aviones muy resistentes y no bastaba con unos pocos proyectiles para hacerlos caer. Pero ahí se acababan sus virtudes. Eran aparatos mucho más lentos que los nuestros, por lo menos cincuenta kilómetros por hora menos, y aunque picaban bien no podían competir con la penetración de nuestros Messerschmitt.

La primera víctima se la cobró el capitán Quasthoff pero al momento fue la mía. Me pareció que un piloto enemigo estaba demasiado centrado en intentar perseguir al capitán, y piqué con mi caza para adquirir velocidad y ponerme por detrás y por debajo, donde no podía verlo. En el último momento encabrité mi avión y regué la panza del Martlet con cañonazos. El avión empezó a humear y el piloto saltó; tomé nota de que otros aviones hubiesen estallado con similar tratamiento. Mis compañeros dieron cuenta de otros tres Martlet, y los supervivientes picaron para romper el combate. Volando bajo podrían ser un peligro para los torpederos, pero los Stuka no iban a encontrar otra oposición salvo la de los antiaéreos.

Cada bombardero en picado solo llevaba una bomba de un cuarto de tonelada. No bastarían para hundir a los portaviones, pero es que según el planteamiento de la operación debíamos conseguir cuanto antes el control del cielo, y eso significaba vencer a sus cazas e incapacitar a los portaaviones; así el resto de la fuerza podría actuar sin interferencias. Por desgracia el error de navegación nos había retrasado, y los primeros en llegar habían sido varios torpederos italianos que habían tenido que afrontar la caza contraria. Por suerte, su escolta de cazas —Potez 630 franceses— había conseguido protegerlos con un esfuerzo heroico. Ahora los Ju 87 de la Luftwaffe tenían que imponer su ley.

Fue un espectáculo verlos. Los casi cuarenta aviones formaron un círculo sobre los barcos ingleses. Localizaban su blanco —la cubierta plana rectangular de los portaaviones era inconfundible— y en grupos se descolgaban con picados casi verticales. Los británicos disparaban con todo lo que tenían y por lo menos dos Stuka cayeron, pero los barcos fueron silueteados por las bombas y cubiertos por la espuma de los piques. No todos los artefactos fallaron porque al menos uno de los portaaviones enemigos se cubrió de humo. Los cazas los seguimos en su picado, aunque, lógicamente, no tan vertical, para protegerlos cuando los Stuka se recuperasen. La experiencia es buena maestra y los ingleses habían aprendido que los Stuka eran muy vulnerables cuando después de picar intentaban volver a ganar altura; de ahí que los siguiésemos. Sin embargo no encontramos oposición, pues los Martlet supervivientes habían debido salir por pies, y sin más incidentes acompañamos a los Stuka en su retiraba. Desde que llegamos hasta que nos fuimos no habían pasado ni diez minutos.

Tres cuartos de hora después tomamos tierra en Taboulaouante y los mecánicos corrieron hacia los aparatos para prepararlos. Ya no iba a ser una misión de escolta, pues el general Fink, sabiendo de la dificultad para coordinar cazas y bombarderos, había ideado una nueva táctica: en lugar de proteger a los diferentes grupos de bombarderos o de torpederos, se iba a mantener una cobertura continua sobre la flota enemiga, atacando a cualquier avión que se atreviese a despegar. Así los ataques aéreos no solo serían más seguros sino que requerirían menor coordinación. Esta vez encontrar al enemigo fue más sencillo; el único problema era que parecía haberse dividido en dos, un grupo de acorazados que intentaba atacar a nuestra flota, y más adentrada en el mar la fuerza de portaaviones. Como nuestra misión era acabar con los cazas ignoramos a los acorazados y nos mantuvimos sobre los portaaviones.

Desde lo alto pudimos admirar la pericia de los pilotos. Los Stuka se anotaron algún impacto más, pero los que se lucieron fueron los torpederos. Impresionaban todavía más que los bombarderos de picado: volaban tan bajo que la altura sobre las olas se debía medir no en metros sino en palmos, y no exagero pues el aire movido por las hélices levantaba estela en la cresta de las olas. Tenían que ir despacio, bajo y recto, es decir, haciendo de blancos volantes, y además, como si intentasen facilitar la puntería, iban rectos hacia esos barcos enemigos erizados de cañones. Aunque atacaban por grupos para dispersar el fuego siempre había algún avión que pagaba su atrevimiento cayendo en llamas al agua. Ni que decir tiene que a tan poca altura no se podía ni pensar en saltar en paracaídas, y salvo que se pudiese hacer un amerizaje forzoso —improbable con los pocos segundos que se tenía para reaccionar tras ser alcanzados— nadie saldría vivo de esos desgraciados aparatos.

Una vez los torpedos en el agua sus estelas blancas apuntaban a los barcos ingleses, que culebreaban para evitarlas. Igual que tengo que reconocer el valor de los pilotos de los torpederos, debo hacerlo con la maestría de los británicos, que una y otra vez lograban que sus grandes buques eludiesen torpedos que parecían llevar ya su nombre grabado. No siempre: no sabría decir cuántos ingenios les lanzaron pero calculo que serían al menos un centenar, y antes o después un surtidor de agua se elevaba de los costados británicos. Curiosamente, y a pesar del valor de los italianos, fueron dos escuadrillas alemanas las que se anotaron más éxitos. Lo llamativo es que emplearon una técnica que nada tenía que ver con la italiana: en vez de volar muy bajo y despacio, llegaron a altura intermedia, ni tan baja como para lanzar torpedos, ni suficientemente alta para ataques en picado. Parecía que iban a realizar una pasada horizontal, técnica al mismo tiempo ineficaz y suicida, pero en el último momento descendieron en picado suave y tiraron algo que parecían torpedos con un pequeño paracaídas detrás. Los ingenios cayeron a corta distancia de los ingleses y segundos después alcanzaron a los barcos. Un portaaviones, que ya humeaba tras el ataque de los Stuka, recibió tres impactos seguidos y quedó al garete, y un acorazado del tipo Nelson también se llevó dos torpedos. Ya no pude ver nada más, porque la manecilla del combustible se acercaba al límite de no retorno. Volviendo a la base sobrevolamos a la otra agrupación inglesa, que también estaba siendo atacada.

Aun hubo tiempo para una tercera misión, esta vez para proteger a nuestra flota de guerra. Suponíamos que iba a ser de rutina, pero resultó que de alguna manera los ingleses habían conseguido poner en el aire una escuadrilla de esos viejos biplanos torpederos que llevan en sus portaaviones. Iban tan bajo que pasaron desapercibidos hasta que llegaron casi encima de nuestros buques, pero el mayor Quasthoff, con su proverbial visión de águila, notó actividad sospechosa y descendió a ver qué pasaba mientras el resto de los cazas seguíamos más arriba. Al descubrir que los torpederos ingleses estaban casi encima de nuestra flota ni se lo pensó. Se tiró contra un enemigo al que derribó, acabó con otro con un ataque frontal, y para ponerse en la cola del tercero hizo una maniobra que a tan baja altura era peor que jugar a la ruleta rusa. También consiguió hacerlo caer, aunque para ello tuvo que meterse en medio de la cortina de fuego antiaéreo de nuestra flota que, involuntariamente, lo alcanzó. Viendo como su aparato caía al agua me temí lo peor, pero su punto nos alegró diciendo que el mayor había conseguido escapar del avión antes de que se hundiese. Fue cosa de minutos que un destructor lo recogiese.

Ya poco más hubo de batalla, al menos para nosotros. Volvimos a la base al anochecer, y aunque a la mañana siguiente hicimos un par de servicios, fueron de protección del convoy, que ya se acercaba a Agadir. No llegamos a ver a los ingleses. Sé que aun hubo algún combate aéreo, pero fue protagonizado por los cazas de Canarias y no por nuestros Fritz. Aun seguimos otro día en Marruecos, antes de recibir la orden de volver al Canal de la Mancha. Volvimos a Sint-Denijs diez días tras nuestra partida, prestos a reiniciar las operaciones sobre Inglaterra. Íbamos a ejecutar las mismas misiones de siempre, desde la misma base, pero todo había cambiado.



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Aviones, aviones. Ahora hidros, de nuevo gracias a reytuerto. No miréis muy de cerca al Loire u os marearéis.

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Dornier 18 D en DeviantArt

El Dornier Do 18 fue desarrollado para sustituir al famoso Dornier 16 «Wal» tanto en los papeles civiles como en los militares. La versión D fue la primera fersión militar y, aunque estaba anticuada en 1939, aun era empleado en cinco escuadrones. Falto de potencia, escasamente armado y siendo muy vulnerable a la caza enemiga, fue relegado a misiones secundarias. Durante la batalla de Mogador cuatro Do 18 D del Küstenfliegergruppe 406 operaron desde Larache en operaciones de rescate. Nótese que conservaban su armamento defensivo, ya que los cazas británicos atacaban a los hidroaviones de rescate.

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Dornier Do 24 T en DeviantArt

El Dornier Do 24 fue desarrollado por encargo de la marina holandesa, que deseaba sustituir sus Dornier Do 16 Wal por un aparato más moderno y con mayor alcance. El prototipo mostró unas prestaciones tan sobresalientes que la marina holandesa amplió su encargo de treinta a noventa unidades. Las primeras 28 fueron construidas en Suiza (en la factoría subsidiaria de Dornier) pasando luego la producción a Aviolanda en Papendrecht. Aviolanda solo había finalizado 25 aviones cuando Holanda fue invadida en 1940, pero la producción continuó bajo control alemán.

El avión resultó tan buenas prestaciones que también fue fabricado por CAMS en Sartrouville, Francia. Sin embargo apenas fue empleado para el reconocimiento, ya que los aviones de base terrestre provistos de radiotelémetro demostraron tener mejores prestaciones. Sin embargo, el Do 24 resultó insustituible en las misiones de búsqueda y rescate, gracias a su capacidad para amerizar y despegar con mar agitado. Además de Alemania y Francia, España recibió dos decenas de Dornier 24 que operaron en la costa peninsular y marroquí y desde Canarias.


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El perrito pequinés digo el Loire 130 en DeviantArt

El Loire 130 fue el ganador del concurso para proveer a la Marine Nationale francesa de un hidro embarcado, y en 1939 había sustituido a los modelos más antiguos. A pesar de su aspecto obsoleto y de que sus prestaciones eran pobres, sirvió durante toda la guerra, aunque a partir de 1941 empezó a ser sustituido por el más moderno Latécoère 298. En la batalla de Mogador los Loire 130 realizaron misiones de vigilancia costera operando desde la costa marroquí.



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Gracias a reytuerto sigue el festival aéreo.

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Sunderland y Catalina en DeviantArt

Durante los últimos meses de 1941 y los primeros de 1942 la guerra adquirió una vertiente predominantemente naval, siendo el reconocimiento aéreo imprescindible para localizar las escuadras enemigas y para proteger a las propias de ataques submarinos.

Por desgracia el en la preguerra se había pensado que la guerra naval se circunscribiría al Mar del Norte y las costas británicas, por lo que buen número de los aviones disponibles, como los Lockheed Hudson, tenían un alcance reducido por lo que no pudieron participar en los combates librados en el golfo de Cádiz y la costa norteafricana. Afortunadamente se disponía de un número apreciable de los hidrocanoas cuatrimotores Short Sunderland, así como los primeros Consolidated PBY Catalina cedidos por Estados Unidos. Aun así se revelaron insuficientes y tuvieron que ser complementados por otros tipos más antiguos como los Saro Singapore.

En el combate de Larache los Sunderland guiaron a la Fuerza H hacia los acorazados de Iachino. Sin embargo en la batalla de Mogador los cazas de largo alcance del Pacto, guiados por radiotelémetros terrestres, causaron severas pérdidas a las fuerzas de reconocimiento británicas. Especialmente, fueron derribados seis de los ocho Singapore desplegados.

Además del reconocimiento los Sunderland y Catalina, apoyados por otros tipos como los Consolidated Coronado, Sikorsky S-42 o Short Empire, participaron el en puente aéreo entre Madeira y Canarias que llevaban los suministros más necesarios a Gran Canaria, evacuando heridos y enfermos.



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Inconscientemente todos en el Tirpitz nos encogimos de hombros, como si así pudiésemos detener los proyectiles pesados como Volkswagen que se nos venían encima. A pesar del ruido de los motores y las olas escuché un bramido como el de un tren expreso, y unos surtidores se alzaron a menos de quinientos metros de nuestra proa. Errados en dirección, pero centrados en alcance. Estaba claro que los ingleses conocían su oficio. El Tirpitz cambió ligeramente su curso, lo suficiente para descentrarnos sin que se advirtiese desde el barco enemigo. Entonces llegó una nueva andanada enemiga que pasó sobre nuestras cabezas. El contrario, mostrando un envidiable entrenamiento, había vuelto a disparar cuando los proyectiles de la segunda salva aun estaban en el aire. Ya sabíamos cuál era su táctica: disparar tres andanadas rápidas a diferentes distancias para centrarnos cuanto antes. Topp hizo virar el barco aun más a estribor, haciendo que los siguientes proyectiles también cayesen largos. Entonces cayó a babor para exponer toda la batería y, por fin, el Tirpitz abrió fuego con sus dos torres de proa. Casi inmediatamente después lo hicieron el Bismarck y el Gneisenau, los tres sobre el buque de cabeza contrario. Al poco fueron los acorazados italianos los que abrieron fuego, y después los cruceros de Cattaneo.

Casi al momento fueron las torres de popa del Tirpitz las que volvieron a disparar, y al momento las del Bismarck; se intentaban guardar unos segundos de diferencia para poder distinguir entre el origen de los piques y así corregir el fuego. Disparando medias salvas intentábamos centrar cuanto antes al contrario, pero también ahorrar munición. Con varios acorazados disparando los alrededores del barco enemigo se llenaron de surtidores mostrando que el fuego había sido centrado. Intenté contar los piques levantados por cada salva para ver si faltaba alguno, indicio de que se habría enterrado en las entrañas enemigas, pero me pareció que todos habían fallado. Al momento los tres barcos alemanes dispararon otra media andanada, y antes de que llegase la cuarta salva enemiga, aun tiramos otra más. Los italianos mantenían un ritmo ligeramente menor, pero en cualquier caso tenía que ser abrumador para el contrario, con decenas de proyectiles pesados cayendo alrededor del buque de cabeza. A esa distancia era difícil contar todos los proyectiles pero de nuevo me pareció que todos habían fallado. En cualquier caso el almirante inglés debió pensar que si mantenía el curso que seguía estaba perdido: iba directo hacia nosotros para acortar distancias cuanto antes, pero eso significaba que la mayor parte de sus barcos no participaban en el combate, y los que lo hacían solo podían disparar con la batería de proa. Además con ese curso nos estaba facilitando la puntería tanto en dirección como en alcance, aparte que la coraza no está preparada para resistir proyectiles que llegasen en esa dirección. Vimos como los acorazados enemigos viraban uno a uno, descubriendo sus torres de popa. Ciliax mantuvo el rumbo y ordenó que se disparase contra los barcos enemigos a medida que viraban: el inglés había cometido el error que su antecesor Evan-Thomas en Jutlandia, haciendo que sus acorazados virasen en el mismo punto. A medida que los barcos enemigos desfilaban recibían un huracán de acero procedente de nuestros buques de batalla y de los italianos.

Con el cambio de rumbo del enemigo pude identificar a los barcos de la línea: el primero era un King George V, el segundo el inconfundible Hood, y el tercero, todavía más característico con su silueta de petrolero, el Nelson o el Rodney. Tanto el Hood como el tipo Nelson sufrieron durante la virada: de ambos se elevaron grandes llamaradas. El cuarto barco parecía un King George V: parecía extraña esa disposición pues los barcos modernos y veloces solían ir a proa. Pero solo pude vislumbrarlo un momento antes que una granizada de proyectiles cayese sobre él. Sobre el buque se elevó una nube de humo y cuando se disipó solo se veía la proa, casi en vertical. Gritamos de alegría: se repetía lo de Jutlandia y un barco contrario había saltado por los aires. No queríamos pensar en las mil almas que se iban con él.

Pero los ingleses también disparaban. Primero se anotaron un impacto en el Gneisenau, del que se elevó un chorro de humo. El acorazado siguió disparando, demostrando que los daños no eran vitales. A nosotros nos centraron y noté como todo el barco retumbaba: nos habían tocado. El capitán Topp realizó repetidas viradas para descentrarnos; aun así, con la siguiente salva nos volvieron a alcanzar y un proyectil atravesó las superestructuras tan cerca de donde estaba que escuché las esquirlas golpeando el delgado blindaje de la dirección de tiro. Las siguientes andanadas cayeron cada vez más descentradas, en parte por los cambios de rumbo, pero también porque con la escasa luz los ingleses tenían dificultades para corregir su tiro.

El culebreo con el que nuestros buques eludían los proyectiles enemigos, más la creciente oscuridad, también no obligaron a suspender el fuego. A todos, menos al Tirpitz. Con sus radiotelémetros y calculadores de tiro era capaz de disparar y virar a la vez, y siguió haciéndolo, tirando medias salvas continuamente. Yo podía ver el barco de cabeza enemigo rodeado de piques, y más de una vez conté solo tres, indicando que un proyectil se había hundido en sus entrañas. Finalmente el enemigo se dio por vencido y rehuyó el combate lanzando una columna de humo. Pero entonces fue el segundo de la línea, el Hood, el que se puso a tiro. También lo tocamos por lo menos una vez y echó todavía más humo y llamas.

En ese momento se vio que Ciliax era un almirante muy agresivo: al ver que la línea enemiga vacilaba ordenó un nuevo cambio de rumbo y la distancia empezó a acortarse, lo suficiente para que el resto de la flota pudiese reiniciar el fuego y a castigar a la línea contraria. Otros dos barcos —el cuarto y el quinto de la fila— también se incendiaron. Somerville, por fin, debió decidir que el día estaba perdido y ordenó la retirada. Los acorazados enemigos viraron hasta mostrarnos la popa y se cubrieron con humo. Al mismo tiempo, media docena de destructores enemigos se interpusieron y lanzaron una cortina fumígena que acabó con la escasa visibilidad que quedaba. Cuando dejamos de ver al enemigo tanto el Hood como otros dos barcos ardían en pompa. Pero entonces tuvimos que dirigir nuestra atención hacia los destructores, que se acercaban hacia nosotros a toda máquina.

El almirante sabía combinar valentía y prudencia, y pensó que exponiéndonos a un ataque por destructores con la poca luz que quedaba no tendríamos nada que ganar y sí mucho que perder, así que decidió interrumpir el combate. La flota invirtió su rumbo virando por divisiones para desaparecer en la oscuridad. Aun seguimos disparando, no ya contra los acorazados sino contra los destructores. Con tan escasa luz fue preciso emplear iluminantes —disparados por las baterías secundarias— que mostraron que los destructores enemigos también se alejaban. Ya era noche cerrada cuando el fuego cesó. La fase diurna de la batalla había acabado con una victoria del Pacto.



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