Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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El lunes negro

El detonador de la crisis fue un artículo en un periódico de mínima circulación. Nadie podía esperar que tuviese tanta repercusión el editorial de la edición del jueves del periódico local Sun Journal de Lewiston (Maine). NI siquiera era el primero en denunciar los bonos. Pero el editorialista Howard Cunniff tenía sólido prestigio en la comunidad y su artículo «La estafa de los bonos» fue leído con atención por sus conciudadanos.

Cunniff analizaba la economía británica y concluía que su situación era tan mala que la libra tendría que haberse devaluado hacía meses. Si no lo había hecho era por la campaña de los «Freedom Bonds», pero se produciría en cuanto las arcas británicas estuviesen llenas. Entonces se depreciaría la moneda y con ella los bonos, y los inversores ni con los intereses recuperarían la inversión. Inglaterra estaba estafando a los ahorradores para financiarse sin coste. La administración federal había cerrado los ojos ante el engaño, y los bancos habían participado atraídos por el jugoso beneficio del descuento. Pero la jugada les había salido mal porque había quedado sin vender una parte importante de la emisión que los bancos no se atrevían a declarar.

Pero eso no era lo peor. El periodista recordaba que los bonos no estaban respaldados por el gobierno federal y que si los ingleses perdían la guerra su valor sería el mismo que el de los bonos confederados, es decir, nulo. Para que se recuperase parte de lo invertido era necesario que Inglaterra ganase la guerra, algo que a juicio de Cunniff era tan improbable como que un avión llegase a la luna. El ejército británico había sido aniquilado, su aviación expulsada de los cielos, y tras la reciente derrota naval era probable que los alemanes invadiesen Gran Bretaña en cualquier momento. Inglaterra tendría que capitular y se convertiría en un estado satélite de los alemanes que se negaría a pagar las deudas adquiridas con los Estados Unidos. Cunniff sugirió que la reciente suspensión de la Ley de Préstamo y Arriendo no se debía a la crisis irlandesa sino a que el Departamento de Guerra daba a los ingleses por perdidos y no quería enviar armas para que acabasen en manos alemanas.

Para Cunniff las perspectivas eran aun más negras y no solo afectarían a los inversores. Los bancos se habían comprometido con Inglaterra más allá de lo razonable y cuando fuese derrotada se produciría una cadena de quiebras que haría que los depósitos bancarios se volatilizasen. El periodista no llegó a recomendar que se retirasen los ahorros de los bancos, pero no era necesario para los lectores avisados.



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A la mañana siguiente los habitantes de Lewiston atestaron las oficinas del Northeast Bank (el banco local) intentando devolver los bonos y exigiendo que les reintegrasen sus ahorros. No pasaron ni dos horas antes de que agotasen los fondos. El banco pidió auxilio a las sucursales vecinas, pero también estaban asediadas por los clientes. Finalmente el Northeast tuvo que solicitar un empréstito y por la tarde empezaron a fluir a Maine camiones blindados cargados de billetes, pero no llegaron a tiempo.

Los cajeros estaban intentando calmar a los clientes pero corrió el rumor de que en las ciudades vecinas ocurría lo mismo. Era cierto, pero se debía a los rumores procedentes de la ciudad. El ambiente se caldeó y las oficinas intentaron cerrar, pero los airados ahorradores las asaltaron e incluso intentaron abrir las cajas fuertes. En dos sucursales los guardias de seguridad dispararon contra los manifestantes, causando tres víctimas mortales y una decena de heridos; después uno de los autores de los disparos fue linchado. El tumulto superó la capacidad del sheriff local y fue precisa la intervención de la Guardia Nacional.

Mientras os ciudadanos de Lewiston estaban alertando a sus conocidos y la retirada de fondos se contagió a las localidades vecinas, primero a las oficinas del Northeast del resto de Maine y después a los demás bancos. El acoso a las oficinas empeoró cuando la radio relató los disturbios. A mediodía Northeast Bank tuvo que suspender sus operaciones y al poco lo hicieron otros bancos locales.

Fue la ocasión que estaba buscando Hearst para atacar al gobierno y las ediciones vespertinas dedicaron sus titulares a los sucesos. También publicaron copias del artículo de Cunniff, que se vio propulsado a una fama que como dijo posteriormente era lo último que deseaba. El viernes por la mañana comenzó con retiradas de fondos en la costa oeste. En Wall Street la cotización de los títulos bancarios empezó a caer y el gobierno, temiendo un derrumbamiento, decretó el cierre de las oficinas bancarias y de la Bolsa hasta el martes siguiente.

Durante el fin de semana los periódicos siguieron acusando de estafadores a Churchill y Roosevelt, y de abocar al país a una nueva recesión. El presidente respondió con una alocución radiofónica en la que dijo que Hearst estaba a sueldo de Alemania (posteriormente se supo que allegados al magnate se habían reunido con agentes alemanes en México) y que sus periódicos estaban actuando de manera irresponsable. En 1933 Roosevelt había sorteado una crisis bancaria con alocuciones radiofónicas, pero era la tercera vez en una semana que se dirigía a la nación y más que calmar preocupó a los ciudadanos. El presidente estuvo dudando si mantener el cierre de los bancos y la bolsa, pero decidió que si no los abría aun sería mayor la alarma. Sin embargo fue un error porque cuando el martes reabrieron continuaron las retiradas masivas de depósitos. En la bolsa y tras algunos titubeos el valor de las acciones bancarias se desplomó. También cayeron los de las compañías más relacionadas con la producción de armamento. Cuando dos días después volvió a cerrar la bolsa las acciones de la industria pesada, naval y aeronáutica habían perdido dos tercios de su valor.



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Consecuencias

El pánico hizo pensar a los norteamericanos que volvían los peores tiempos de la depresión. La retirada de depósitos continuó y con ella el cierre de bancos. Para intentar mantenerlos a flote la administración federal tuvo que conceder grandes préstamos; la mayor parte se hicieron en billetes de 50$ y 100$ (que fueron llamados los «Grant and Bens of 42») con la intención no solo de proporcionar liquidez a los bancos supervivientes sino de calmar a los ahorradores llenando las oficinas de billetes; indirectamente, favoreció que apareciese una nueva generación de delincuentes violentos que atracaban bancos para apropiarse de las montañas de billetes que almacenaban.

Aun así no se recuperó la confianza y los estadounidenses guardaron en casa sus pocos ahorros o los convirtieron en metales preciosos. Como no estaba permitida la posesión de oro por particulares se pusieron de moda pulseras y cadenas cuyo único mérito estaba en su peso. Pero la desconfianza del público hacía que los bancos que sobrevivieron estuviesen escasos de fondos y no pudiesen conceder empréstitos. La consecuencia fue que la crisis bancaria afectó a las empresas cada vez con mayor intensidad, y tuvieron que disminuir su actividad o incluso cerrar al no conseguir los créditos que necesitaban. Como no estaban siendo suficientes los préstamos federales Roosevelt tuvo que flexibilizar las normativas que regían la actividad bancaria, la maniobra empleada meses antes por Churchill. En un ambiente de desconfianza los efectos fueron aun peores: no solo se disparó la inflación sino que los bancos se hicieron muy vulnerables: por ejemplo, la quiebra de Curtiss provocó el hundimiento de JP Morgan.

La crisis económica e industrial disminuyó los ingresos estatales y federales e incrementó el déficit. El gobierno federal intentó financiarse con sus propios bonos (llamados de nuevo Liberty Bonds) pero fueron rechazados por el público. Los intentos de financiarse aumentando la masa monetaria elevaron aun más la inflación. Careciendo de las enormes cantidades que se necesitaban para mantener el esfuerzo bélico, el gobierno se vio obligado a aplazar los pagos de los contratos militares, lo que llevó al hundimiento de compañías como Curtiss, que en 1939 era una de los principales constructores aeronáuticos del mundo.

El convoy panic modificó la estructura de la propiedad en los Estados Unidos. El valor de las acciones industriales bajó pero no pudieron ser adquiridas por los pequeños inversores, que habían perdido sus ahorros. Los pocos financieros que mantuvieron la calma se hicieron con grandes paquetes de acciones. El más beneficiado fue el grupo Rockefeller, que se basaba en los recursos naturales (especialmente el petróleo) y que a pesar de su relación con la banca JP Morgan no estaba tan expuesto como otros grupos a la deuda inglesa. John D. Rockefeller ya estaba alarmado por la evolución del conflicto y las decisiones de la administración. Sabiendo que las medidas que iba a tomar eran de legalidad cuestionable protagonizó un sonoro cambio de bando y pasó a apoyar al Partido Demócrata. Tras separar a JP Morgan del grupo (después de descapitalizarla) permitió que participase activamente en la campaña de los Freedom Bonds, cuando otros significados demócratas como el ex embajador en Londres Joseph Kennedy habían rechazado colaborar con Inglaterra a causa del asunto irlandés. Así Rockefeller consiguió un rédito político que le permitió soslayar las investigaciones sobre sus maniobras aunque fuese sacrificando a JP Morgan, que fue de las más afectadas por el desplome. En los meses siguientes su grupo pudo hacerse con el control de buena parte de la industria pesada estadounidense. Rockefeller también invirtió sus beneficios en la adquisición de bienes raíces, haciéndose tan preeminente que a partir de entonces muchos llamaron a los Estados Unidos «USR», es decir, United States of Rockefeller, y a sus soldados «RI», enviados de Rockefeller.
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La Ley de Poderes de Guerra

La Gran Depresión de 1929 se produjo cuando Estados Unidos no tenía compromisos internacionales, pero en 1942 se estaba librando la peor guerra del siglo. Se cree que la demanda de armamento hubiese bastado para amortiguar los efectos de la crisis, pero la quiebra de compañías como Curtiss, Chevrolet o Caterpillar alarmó al gobierno que temía que la producción militar declinase. Por otra parte, el deterioro del nivel de vida estaba afectando a la confianza en el presidente cuando quedaban pocos meses para las elecciones de representantes. Roosevelt aprovechó la lucha contra la pobreza como pretexto para que el Congreso aprobase Ley de Poderes de Guerra, que de facto acabaría transformando la economía norteamericana en un sistema dirigido de corte socialista.

En su preámbulo se indicaba que el objetivo de la ley era doble: mantener el nivel de vida de los norteamericanos, y dotal a la nación de las herramientas necesarias para defenderse de una guerra de agresión. Por tanto, había dos tipos de medidas, unas destinadas a la protección social y otras a la reorganización industrial.

Entre las de protección social destacaban la instauración del racionamiento y la creación del «Servicio Nacional». El racionamiento se estableció para garantizar el abastecimiento y como un medio de lucha contra la inflación, regulando la comercialización de ciertos productos básicos como los cereales, los lácteos, textiles, etcétera. El gobierno establecía cuotas que adquiría a precio fijo. Los distribuidores estaban obligados a adquirirlas por un importe establecido y venderlas a los pequeños comerciantes. Se regulaba el margen de beneficios de los productores, distribuidores y comerciantes, y el precio final. Los ciudadanos recibían una cartilla que daba derecho a adquirir al precio fijado determinadas cantidades de productos básicos. Por encima de las cuotas el precio era libre tanto para el productor como para el distribuidor como para los ciudadano, pero se suponía que con las cuotas de las cartillas bastaría para las necesidades por lo que no habría subidas de precios en el mercado no regulado. Sin embargo el racionamiento a lo que condujo fue a la aparición de un mercado negro dominado por los gánsteres que habían hecho fortuna con el alcohol. Como en el mercado negro los beneficios eran varias veces superiores los granjeros declararon cantidades mínimas: sobre el papel, la cosecha de 1942 fue la peor del siglo. Luego ocultaban el resto para venderlo por mediación de las mafias. En la práctica era difícil conseguir los productos básicos a precio regulado salvo a los que tenían cupones preferentes, que se concedían a familias sin ingresos. Pero para una familia de clase media el coste de la cesta de la compra se multiplicó por cuatro durante la guerra.

Más polémico fue el Servicio Nacional. Se creó para proteger a los desempleados, que recibían un subsidio a cambio de poder ser llamados al Servicio Nacional para realizar trabajos comunitarios o para trabajar en las industrias de guerra. Según la ley podían optar al Servicio Nacional los ciudadanos en situación de desempleo y que pasasen por dificultades económicas, pero se podía imponer a los «vagos y desocupados no productivos». Los primeros «vagos» fueron los inmigrantes de origen hispano (sobre todo mexicanos y portorriqueños) a los que se obligó al trabajo obligatorio en pésimas condiciones. Hubo tantos que prefirieron salir de país que se pensó que la cláusula había sido añadida a la ley para expulsarlos sin tener que tomar las polémicas medidas de la administración Hoover, que en 1930 había echado a un millón de mexicanos aunque muchos tenían nacionalidad norteamericana.

El Servicio Nacional obligatorio no se limitó a los hispanos. Durante la presidencia de Wallace se extendió a otras capas de la población, primero a los asiáticos y a los afroamericanos, luego a los desempleados fuese cual fuese su etnia. Incluso entre los de origen anglosajón hubo cada vez más trabajadores que perdieron sus empleos para recuperarlos como «granteds», es decir, subsidiados. Los que los conservaron tuvieron que aceptar condiciones laborales mucho peores ya que el despido conllevaba el trabajo obligatorio. Se considera que el servicio nacional acabó con el «american way of life» y propició cambios sociales cuyas consecuencias aun persisten.



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Tan importantes como las medidas sociales fueron las destinadas a la reordenación industrial, que intentaban evitar el cierre de fábricas relacionadas con el esfuerzo bélico. Se autorizaba a la administración federal a conceder contratos sin concurso previo, a aceptar bonos como pago y a compensar con bienes federales. El objetivo era agilizar los procesos administrativos y garantizar que las empresas obtuviesen beneficios, pero la falta de control empeoró la corrupción, habitual en las relaciones del gobierno con la industria y que con la nueva ley se hizo crónica.

Además también permitía la nacionalización de empresas en dificultades para salvarlas de la bancarrota. Pero no se establecía un sistema independiente de valoración, sino que dependía de las autoridades económicas, es decir, del gobierno, que pudo hacerse con las compañías que le interesasen en condiciones favorables. Inicialmente solo fueron nacionalizadas las que habían quebrado, como Curtiss, pero más adelante se nacionalizaron los sectores clave relacionados con la producción de armamento. La ley fue acusada de ser confiscatoria, pero el Tribunal Supremo (dominado por jueces demócratas) dictaminó su constitucionalidad en el caso Harriman contra los Estados Unidos.

Aunque la desregulación administrativa y la nacionalización permitieron la supervivencia de muchas industrias y salvaron puestos de trabajo, fue a costa de la destrucción del sistema liberal. Demasiadas veces los contratos se concedieron según el capricho de los políticos, que no estaban interesados en la eficiencia sino en beneficiar a sus partidarios cuando no era por sobornos. Además las empresas nacionalizadas no tenían que obtener beneficios y podían ofrecer condiciones muy favorables. Sus competidoras se vieron abocadas a la quiebra o a la absorción.

El sector aeronáutico fue ejemplo de los efectos de la ley. La administración nacionalizó a fabricantes como Curtiss, Vultee o Brewster, que después absorbieron a clásicos como Republic, Lockheed, Martin, Consolidated, Sikorsky o Vought. Otras compañías como North American, Douglas o Boeing solo consiguieron sobrevivir tras ser participadas por grupos financieros afines (como Rockefeller) que además de tener en su nómina a buena parte del Partido Demócrata, se plegaban a las ocurrencias de los políticos.

En un ambiente sin incentivos para la eficiencia los modelos de avión escogidos no lo fueron por sus bondades sino por conveniencia, y no fue raro que influyesen las rivalidades personales cuando no el antojo o el cohecho. Fue notorio el caso del bombardero estratégico Douglas B-38, un derivado del anulado XB-31: el grupo Rockefeller, que se había hecho con Douglas, rivalizaba con los Pritzker, que controlaban Boeing. Rockefeller consiguió que la USAAF adquiriese el B-38 mediante enormes sobornos: el Comité de Actividades Antinorteamericanas desveló que el congresista May había recibido la increíble cantidad de treinta millones de dólares. El apoyo al B-38 llevó a la cancelación del más adelantado B-32, a que se demorase casi un año la entrada en servicio del Boeing B-29 y tres la del Vultee B-36. Ni siquiera el pobre rendimiento del prototipo detuvo el programa. El B-38 acabó siendo un aparato deficiente del que se construyeron doscientas treinta unidades que tuvieron un rendimiento pésimo.

El caso B-38 no fue el único. El comité dirigido por el senador McCarthy desveló que se prefirió el caza Curtiss P-60 respecto al excelente Curtiss Republic P-47 por utilizar componentes comunes con el P-40, pero en realidad compartían menos del 10% de las piezas, y si se prefirió fue porque empleaba un motor Wright del mismo grupo empresarial. Otros aviones que las fuerzas armadas se vieron obligadas a aceptar a pesar de sus mediocres características fueron el Vultee A-31, el Vultee-Lockheed B-34 o el Brewster SB3A.

En particular, la nacionalización de Brewster fue especialmente desgraciada para la marina norteamericana. Si la empresa estaba en dificultades era por la mala calidad de sus productos y por no cumplir los plazos de entrega. Tras la nacionalización las malas prácticas se contagiaron a las absorbidas Vought y Consolidated, y la calidad se deterioró aun más con los trabajadores obligados, que llegaron al 35% de la plantilla. Sin embargo Brewster gozaba del apoyo estatal frente a las no nacionalizadas Grumman o Douglas, prefiriéndose aviones deficientes como el citado Brewster SB3A y el infausto F3A Corsair. Este era un proyecto de Vought que debía sustituir al Grumman Wildcat. En el concurso de 1943 el Brewster Corsair fue preferido al Grumman Hellcat, aunque el Corsair era un avión difícil de volar y con tales defectos en su construcción que la mitad de los ejemplares producidos se perdieron en accidentes. La incorporación del Corsair fue tan problemática que hasta tres años después del vuelo del prototipo no pudo ser equipado un grupo con el avión, que tuvo tal tasa de accidentes que acabó relegándolos. Finalmente se optó por reiniciar la producción del F6F Hellcat pero no estuvo disponible hasta finales del 1944. El Corsair no llegó a operar desde portaaviones y tan solo fue utilizado por los Marines como cazabombardero; su fracaso debilitó fatalmente al ala aérea embarcada norteamericana.



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En resumen, la ley de poderes de guerra falló en conseguir sus objetivos industriales. La nacionalización y la concentración hicieron desaparecer la competencia y con ella la eficiencia, y el escaso interés de los operarios sometidos al Servicio Nacional empeoró la productividad y la calidad. La producción se estancó y en 1944, a pesar de la emergencia bélica, solo se consiguió triplicar la de 1941. Tampoco consiguió evitar que el pánico acabase afectando a la calidad de vida de los norteamericanos. Aunque las necesidades bélicas consiguieron acabar con el paro, los empleos creados lo fueron en malas condiciones (consecuencia del Servicio Nacional) y a partir de 1944 se dio la paradoja de que aunque faltaba mano de obra no se incrementaron los salarios. Solo a partir de 1945 y tras la abolición de la Ley de Poderes de Guerra se produjo una tímida recuperación, pero la llegada masiva de inmigrantes que huían de los conflictos civiles que estaban arrasando Iberoamérica hizo que volviesen a bajar los salarios. En conjunto, cuando en 1946 acabó el conflicto las familias de rentas medias y bajas no estaban mejor que en los peores tiempos de la depresión.

Tal vez la peor consecuencia fue la desconfianza en las instituciones. La ley de poderes de guerra inicialmente fue bienvenida pero en poco tiempo fue vista como un instrumento para que potentados y políticos se enriqueciesen aun más. El enfrentamiento entre los partidarios de Roosevelt (los «demócratas rojos» como fueron llamados por sus rivales) y el resto de las fuerzas políticas llegó a niveles no vistos desde el final de la guerra civil y dificultó el funcionamiento de las instituciones. La rivalidad también hizo que la guerra no fuese vista como una causa nacional, sino una repetición de la Gran Guerra en la que los jóvenes iban a luchar y morir para mantener los privilegios coloniales y los intereses de los banqueros. Muchos se escondieron y desde finales de 1942 menudearon los choques armados entre las autoridades y los «Free Americans» que se resistían al trabajo obligatorio y al reclutamiento.

Al final la ley de poderes de guerra rompió al Partido Demócrata. Los sucesivos presidentes tuvieron que apoyarse en el ala más extremista del partido, que además quedó manchada por la corrupción. El ala moderada acabó por separarse de los «demócratas rojos» y los «demócratas blancos» formaron el Partido Liberal Americano, que pretendía volver a las raíces demócratas primando el poder estatal sobre el federal.



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El caso Newsprint

El presidente Roosevelt se veía cada vez más acosado y acabó empleando la ley de poderes contra sus rivales, empezando por el grupo Hearst. Este había seguido su campaña con series de artículos como «Las otras Polonias», en las que se citaban los países neutrales agredidos por los británicos o por la Unión Soviética sin que Estados Unidos protestase, o «Manchando las barras y las estrellas» dedicado al armamento de los mercantes y el contrabando de guerra. Describía como los mercantes ingleses y sus satélites montaban cañones en sus barcos, o que legalmente los convertía en buques de guerra y por tanto en objetivos lícitos para los alemanes, y después esos mercantes armados enarbolaban ilegítimamente la bandera norteamericana para provocar incidentes que llevasen a Estados Unidos a la guerra. Más adelante publicó la serie «No mueras por los Rockefeller» en la que tras describir los lazos financieros entre los Roosevelt, los grupos financieros y a la industria nacionalizada, decía que si el presidente quería declarar la guerra era para que sus amigotes consiguiesen recuperar los créditos que habían concedido a los ingleses.

La campaña de Hearst se produjo en mal momento para el presidente, que estaba tratando que las cámaras votasen la declaración de guerra. Tras las últimas elecciones los demócratas habían conseguido conservar una mayoría marginal en la Cámara de Representantes, pero entre los elegidos había «demócratas blancos» cuyo voto era dudoso. El presidente temió que la declaración de guerra no prosperase y decidió acallar a Hearst nacionalizando las industrias productoras de papel de periódico, aunque varias eran propiedad del magnate de la prensa.

El llamado caso Newsprint (papel de periódico) fue el principio del fin de Roosevelt. Aunque el presidente consiguió que se aprobase la declaración, ni sus más acérrimos partidarios podían aceptar el ataque a la sacrosanta libertad de expresión. El intento de silenciar a Hearst fue un error de tal calibre que se ha sugerido que el presidente tomó la decisión por efecto de las alteraciones del riego cerebral debidas a la hipertensión. Entonces el congresista Englebright (líder del partido republicano en la cámara baja) propuso una resolución para juzgar a Roosevelt por vulnerar la Primera Enmienda de la Constitución que fue aprobada por el comité judicial. Aunque los demócratas aun conservaban una amplia mayoría en el Senado, muchos senadores (los futuros «demócratas blancos») anunciaron que su voto sería favorable a la destitución si el presidente no suspendía la ley de poderes de guerra. El cada vez más enfermo Roosevelt prefirió dimitir y fue sucedido por el vicepresidente Wallace, cuya primera medida fue indultar a su predecesor. Wallace era un radical que llevó al límite las medidas de la ley de poderes de guerra a pesar de la oposición de las cámaras. Los liberales y los republicanos del Congreso aprobaron sucesivas resoluciones contra la ley que eran vetadas por el nuevo presidente, y si su veto era superado sorteaba las resoluciones con órdenes ejecutivas de legalidad dudosa. En 1944 se abrió un nuevo proceso de impeachment contra Wallace, que también dimitió. El recién nombrado vicepresidente Truman accedió a la presidencia pocos meses antes de las elecciones de 1944, en las que sufrió una derrota aplastante ante el republicano Dewey.



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El Convoy Panic fuera de Estados Unidos

El desplome de la bolsa no solo afectó a los Estados Unidos. También tuvo importantes efectos en Iberoamérica, donde trastornó por completo la estructura social y política.

Durante el siglo XIX los países iberoamericanos habían sido dominados por oligarquías estrechamente relacionadas con Inglaterra. Llegase quien llegase al poder tras revoluciones, guerras civiles y golpes de estado siempre buscaba lazos con Inglaterra y con los empresarios anglosajones, habitualmente para beneficio suyo y de los ingleses y bastante menos de los pueblos. El único cambio que se produjo durante el siglo XX fue que aumentó la influencia de los Estados Unidos, especialmente en Centroamérica, donde llegaron a controlar varias pequeñas naciones (las llamadas «repúblicas bananeras»). Incluso en los países con regímenes más fieramente nacionalistas las camarillas anglófilas eran las que controlaban la economía, aunque que el ejército fuese cada vez más germanófilo. Cuando comenzó la guerra los gobiernos pusieron las riquezas naturales de sus países al servicio de los aliados, vendiendo enormes cantidades de petróleo, minerales y alimentos a cambios de créditos que ahora no iban a poder cobrar.

Los más afectados fueron los países más próximos a Estados Unidos, que no solo se empobrecieron sino que se vieron desbordados por la llegada de miles de emigrantes que escapaban del servicio nacional. Puerto Rico, una antigua posesión española que estaba bajo ocupación militar norteamericana y que de facto era una colonia, fue la nación hispanoamericana donde más se redujo el nivel de vida. El trabajo obligatorio desencantó hasta a los partidarios de la unión con Estados Unidos, y el malestar se manifestó en levantamientos que culminaron en el «Grito de Jayuya», una insurrección que fue salvajemente reprimida por la guardia nacional (formada por portorriqueños pero bajo control norteamericano). Los choques armados prosiguieron y en 1944 fue necesario enviar varias divisiones del ejército para luchar contra la guerrilla.

México ya estaba en problemas antes de la crisis. Lázaro Cárdenas había sido un presidente popular, pero la elección fraudulenta de su sucesor Manuel Ávila Camacho había provocado disturbios que costaron centenares de vidas. Tanto militares como civiles habían propuesto que encabezase un levantamiento armado al candidato opositor, Juan Andreu Almazán, pero no se decidió al ver que Roosevelt apoyaba a Ávila. Sin embargo la crisis dejó a Ávila sin partidarios. Los créditos impagados (con el que se había adquirido petróleo mexicano) llevaron al gobierno federal al borde de la bancarrota, sin que pudiese aliviar la situación de los «retornados» (como fueron llamados en México). Muchos ya habían sido expulsados de Estados Unidos en los años treinta, habían vuelto atraídos por la recuperación económica para tener que escapar del servicio nacional. Ahora se unieron a los opositores de Ávila. También el ejército desconfiaba del presidente, al que consideraba un títere de Roosevelt. Finalmente el 29 de septiembre de 1942 el general Arévalo Vera sublevó a la guarnición de la capital. El presidente Ávila fue capturado, juzgado y fusilado. Sin embargo con el golpe de estado no regresó la tranquilidad a México. Muchos consideraban a Almazán un cobarde y prefirieron al líder panista Manuel Gómez Morín o al prestigioso general Pablo Macías Valenzuela. Mientras el ejército se dividía el ex presidente Cárdenas levantó a sus partidarios en Michoacán y solicitó la ayuda norteamericana, iniciando la guerra civil mexicana que se prolongaría hasta 1947.

Sucesos similares se produjeron por toda Iberoamérica. El «Convoy Panic» desencadenó una cadena de quiebras bancarias e industriales similar a la de Estados Unidos. Los comerciantes arruinados y los obreros en paro acusaron de su pobreza a Londres, a Washington y a las oligarquías que habían vendido sus países. La estabilidad de los gobiernos iberoamericanos ya era frágil y la recesión fue el detonante de golpes militares por todo el continente, como la Revolución del 42 de Argentina que acabaría llevando al poder a Juan Domingo Perón. Colombia (con la «violencia»), Paraguay y Guatemala se vieron abocados a la guerra civil, y por todo el continente los gobiernos oligárquicos fueron reemplazados por regímenes populistas hasta en los pocos países en los que no hubo golpes militares.



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El desplome británico

El Reino Unido se había movilizado para la guerra total. El mercado estaba férreamente controlado por el gobierno y prácticamente todos los artículos de consumo estaban racionados. Aun así el asedio al que estaba sometido por la aviación y los submarinos del Pacto estaba repercutiendo en su economía. El bloqueo y los bombardeos habían hecho que a partir de noviembre de 1941 la producción industrial decreciese. Signo de la escasa confianza de los británicos era que el índice de la bolsa de Londres a principios de marzo era el 50% del de junio del 41.

Los sectores más desfavorecidos eran los más afectados. En teoría el estricto racionamiento mantenía los precios de los productos regulados, pero la ofensiva aérea y el bloqueo estaban dejando desabastecidas a las tiendas y los británicos, sobre todo los que vivían en las ciudades, tenían que acudir al mercado negro. Pero los vendedores desconfiaban cada vez más de la libra esterlina y el Convoy Panic hundió su credibilidad. Los especuladores se negaron a aceptarla y la moneda extranjera (los pocos dólares norteamericanos que había) vio multiplicado su valor. Se dio el fenómeno de un doble sistema monetario: el oficial, en el que la libra conservaba su valor, y el del mercado negro con precios hasta veinte veces superiores, que había que pagar en dólares o en metales preciosos. Igual que en Estados Unidos los granjeros se negaban a vender en libras devaluadas a pesar de la intervención estatal, y a pesar de las inspecciones una fracción apreciable de la producción derivó al mercado negro. En muchos lugares se volvió a la economía de trueque haciendo que llegasen a las ciudades aun menos alimentos. Se hizo habitual que los londinenses se trasladasen a localidades cada vez más alejadas para conseguir alimentos a cambio de sus pertenencias.

Además los cortes de electricidad, la falta de materias primas, los trastornos de las comunicaciones internas y la destrucción de muchas fábricas habían provocado despidos masivos a causa de las destrucciones causadas por los bombardeos. Muchos parados fueron reclutados por la Home Guard, y a otros se les contrató para las cuadrillas que limpiaban escombros o fortificaban las costas, pero se les pagaba en libras depreciadas y tenían dificultades cada vez mayores para mantener a sus familias. El malestar se manifestó en una serie de huelgas que comenzaron en los astilleros y en la industria pesada (la más amenazada por los bombardeos) y se extendieron al centro de las ciudades. El primero de abril una gran manifestación recorrió el Mall y se dispersó por Chelsea, uno de los barrios más ricos de Londres que apenas había sido afectado por los bombardeos. Las turbas asaltaron comercios e incluso domicilios particulares y el gobierno se vio obligado a llamar a la 11ª división acorazada y a la 54ª división de infantería para que impusiesen el orden en la ciudad…



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Savely notó el revuelo a sus espaldas pero ni siquiera se volvió. Siguió subiendo las escaleras como si no pasase nada mientras le decía por lo bajo a Felix.

—Nos están siguiendo. Tú tranquilo y que nadie note nada. Cuando salgamos iremos a esa esquina y en cuanto la pasemos cambiaremos el abrigo y el gorro. Luego sigue andando deprisa, como si quisieses escapar.

El alemán fue a contestar pero Savely le hizo callar con una mirada. Siguieron andando hasta que estuvieron fuera de la vista de la boca del U-Bahn; entonces se intercambiaron las ropas. Felix se puso el abrigo y la gorra mientras Savely se colgaba en el brazo el tabardo del alemán; llevándolo así podía ocultar la pistola. Después Felix siguió andando mientras Savely fingía llamar en un portal. Lo había escogido porque unos cristales decorativos le permitían seguir vigilando la calle.

Gertrud cruzó la calle sin mirar; al menos la guerra servía para que no hubiese apenas tráfico rodado. Cuando dobló la esquina vio que el Alto había apresurado el paso y estaba a punto de doblar la siguiente. A una mujer entrada en años y con kilos de más —a pesar de la guerra— no le era fácil correr, pero lo intentó, resoplando tan apresuradamente que no notó que alguien la seguía. Tampoco sintió la bala que le entró por la nuca.



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—Ese cabrón se ha cargado a Gertrud y ni os habéis enterado ¿Os parece normal?

—Herr Director, la pobre mujer estaba trabajando sola y tenía poca experiencia. Según los testigos, echó a correr siguiendo a una pareja, y entonces alguien salió de un portal y le disparó. Luego se perdió por las calles. Por las descripciones, seguramente era el Alto.

—Claro que era el Alto ¿Quién iba a ser? ¿Rumpelstiltskin?

Gerard cayó. Gritando no hacía sino desahogarse cuando en realidad la culpa era suya. Para cubrir más terreno había enviado agentes en solitario sin preparación, y la apuesta no había salido bien. Aunque por lo menos ahora sabía la zona por la que se movía el agente enemigo. Seguramente la abandonaría enseguida y reforzar la vigilancia de poco serviría. Pero no quería decir que no pudiesen hacer nada: sabiendo por donde rondaba se acotaba la lista de sospechosos a investigar. Las máquinas iban a tener que volver a revisar las fichas, pero ahora habría muchas menos que comprobar.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Savely y Feliz subieron al piso. El agente tomó su macuto y lo empezó a llenar de las latas de comida que habían almacenado. Después revisó el apartamento para ver que no se dejaba nada.

—¿Nos vamos otra vez? —preguntó Felix, que todavía estaba pálido.

—No. Yo me voy. Solo.

—¿A dónde?

—Voy a tener que esconderme ¿no te parece?

—Te podría buscar algún sitio.

—Felix, la policía no es tonta. Ya deben estar revisando a todos los sospechosos del barrio y seguro que tú estás fichado. Me tengo que ir. No nos volveremos a ver.

— ¿Qué será de mí? —Empezó a gimotear el alemán—. Cuando nos pillen nos guillotinarán ¿Te das cuenta de que has matado a una pobre mujer? ¿Qué pensabas que era? ¿Policía?

Savely ya había tomado una decisión y los lamentos de Felix le dieron la razón. Ese cobarde se estaba derrumbando. Era lo que pasaba con esos pequeñoburgueses que jugaban a revolucionarios, que cantaban como jilgueros en cuanto les daban un par de sopapos. El ruso sacó el cuchillo y arrinconó al alemán contra la pared.

—Vaya revolucionario de mierda que se echa a llorar por una fascista ¡Claro que era de la policía! ¿Por qué si no iba a seguirnos? Si no llego a matarla ahora estaríamos en algún calabozo con los fascistas propinándonos palizas para hacernos cantar. Esa vieja era una mierda de la Gestapo y el mundo estará mejor sin ella. Así que deja de lloriquear.

Felix aun dudaba y Savely le puso el cuchillo al cuello—. Conspirador de mierda ¿Qué pensabas? ¿Que tu vida vale menos que la Revolución? Lo que nos pase a ti o a mí no tiene la menor importancia mientras la misión se cumpla. Tú has cumplido tu papel y no puedo dejar que hables.

Antes de que Felix pudiese responder Savely empujó el cuchillo, que entró por la nuez y le cortó la laringe. El alemán cayó al suelo ahogándose en sangre; pero aun no había muerto cuando Savely volvió a clavarle el cuchillo en el ojo hasta llegar al cerebro.



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Capítulo 39

Un político hará cualquier cosa por conservar su puesto. Incluso se convertirá en un patriota.

William Randolph Hearst



Toland, John. Los cien últimos días. Tempus. Barcelona (2008).



Abigail Billinghurst sigue su relato:

«Cuando los alemanes suspendieron el Blitz en octubre nos sentimos aliviados. Las sirenas callaban por las noches y ya no había que dormir en malolientes refugios. Durante unos meses vimos la guerra como algo lejano. Todos teníamos algún familiar o algún conocido perdido en algún desierto dejado de la mano de Dios. Había sillas vacías, las noticias de la radio eran deprimentes, se pasaban privaciones y los mostradores de las tiendas cada vez tenían menos cosas. Pero la noche londinense estaba más animada que nunca y nada recordaba la guerra mientras no se saliera a las calles que el oscurecimiento llenaba de tinieblas. Vivíamos en un sueño feliz. Un sueño del que nos despertó el Gran Blitz.

No fue el peor bombardeo que sufrió Londres. No llegó a ser tan terrible como el de Elephant and Castle, ni se aproximó al que había arrasado Sheffield el año anterior. Ni siquiera causó demasiadas víctimas. Pero tras tantos meses de malas noticias, ver como la aviación enemiga dominaba los cielos de nuestra querida ciudad durante un día entero nos hizo ver que la nación estaba al borde del abismo.

Los jerrys, con la arrogancia que los caracteriza, advirtieron que su aviación iba a volver sobre Londres. Cayeron miles de octavillas que bastaron para que muchos londinenses perdieran el ánimo, ya que si los krauts nos avisaban de sus intenciones demostraban hasta qué punto despreciaban los últimos esfuerzos del Imperio. Esos días me habían trasladado al número diez y allí el ambiente era peor que en las calles. Sabíamos que los desastres de Portugal, Canarias y Mogador no habían sido meros reveses, como se pretendía hacer creer a la gente, sino verdaderas catástrofes. Yo había transcrito un documento horroroso con la lista de bajas de la marina y del ejército en las malditas Canarias. Siempre había sido Inglaterra la que doblegaba a sus enemigos, y si era rechazada volvía con más fuerzas. Pero mientras tecleaba yo pensaba en lo difícil que iba a ser recuperarse. La única esperanza que teníamos era aguantar hasta que llegasen los americanos, si nos dejaban los bombarderos de los jerrys.

En esos días negros el único que mantenía el ánimo era CH (Churchill; N. del A.), que seguía su vida como si no hubiese pasado nada. Mantenía esos hábitos nocturnos agotadores, pues era un pájaro nocturno que no se retiraba hasta la madrugada. Entonces teníamos que dar forma a lo que había tratado con sus colaboradores para que todo estuviese dispuesto a primera hora de la mañana siguiente. Era necesario transcribir memorandos y estadillos por si CH se levantaba pronto para recibir a algún visitante, aunque esos días no se veía por Downing Street ni siquiera al embajador norteamericano.

Un ayudante trajo uno de esos panfletos que lanzaban los jerrys y se lo mostró a CH. En el papelote se indicaban los puntos de la ciudad que iban a convertirse en objetivo para que los londinenses se alejasen. Encabezando la lista estaba Downing Street, pero CH dijo que se reía de las amenazas de los boches y que él iba a quedarse. Nos dio permiso para irnos, pero no íbamos a ser menos y ese día nadie se atrevió a faltar. Aunque en realidad yo temblaba y por si acaso puse en mi bolso un silbato, algunas libras, un emparedado y una botella con té. No fui la única que tomó esas precauciones; casi todo el mundo trajo mochilas con vituallas y artículos de primera necesidad por si había que correr o, no lo quisiera Dios, por si quedábamos atrapados bajo los escombros.



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El dieciocho de marzo llegaron los hunos. A pesar de las amenazas no cayeron bombas en el número diez, aunque sí bastante cerca. Apenas había empezado el bombardeo cuando la metralla de una que explotó en el muelle reventó los tableros que habían sustituido a las ventanas. Entonces CH nos ordenó que descendiésemos al sótano mientras él seguía la batalla desde arriba. Esta vez le tomamos la palabra y el sótano quedó atestado. Incluso desde allí se escuchaba el rugido de los motores y las paredes vibraban por las explosiones. Al final los ayudantes de CH lo bajaron al refugio casi en volandas; días después vi las marcas de la metralla en la azotea y yo creo que si el Premier se empecinaba en seguir allí era porque prefería morir a vivir la derrota. Desde el refugio no podíamos ver a los aviones enemigos pero llegaban informes que decían “el puente de Waterloo se ha venido abajo” o “La estación de Putney se está anegando”. Más de una lágrima corrió cuando se supo que también el puente de la Torre se había derrumbado. A mediodía dejaron de caer bombas en las cercanías y nos animamos a salir a respirar un poco, pero no fue alivio porque la calle estaba llena de escombros lanzados por las bombas y un humo malsano cubría la ciudad. Según los informes los fuegos que ardían cerca del río eran peores que el incendio del invierno anterior. Pero al poco llegaron aun más hordas de bombarderos y tuvimos que volver al refugio. La tortura que estaba soportando Londres solo acabó al anochecer. Entonces salió CH para inspeccionar los daños; volvió pasada la medianoche y se encerró. Los que vieron su expresión dijeron que era peor que cuando Auchinleck se rindió en Palestina. Durante tres días anduvo como alma en pena, rumiando su desesperación.

Esa semana tuve una tarde libre y la aproveché para visitar a mi tía Ethel, que vivía en Walworth. La pobre había perdido su casa cuando el bombardeo del hospital Guy’s y había tenido que irse con una amiga. Era un corto trayecto que normalmente costaba unos minutos pero esta vez me llevó dos horas. Las líneas del metro estaban clausuradas ya que los túneles bajo el Támesis se habían inundado. Tampoco quedaban puentes en pie, al menos a mi vista; menos mal que los ingenieros habían tendido una pasarela aprovechando los pilares del de Westminster. Al cruzarla lloré al ver el montón de escombros en que se había convertido el Parlamento. En Southwark el metro tampoco funcionaba y tuve que esperar a que llegase un autobús de gasógeno, que tardó una hora en llegar a Walworth de tantos rodeos que tuvo que dar para sortear calles bloqueadas.

Pero CH era demasiado fuerte y no se vino abajo por unas cuantas bombas. Durante unos días dejó que el perro negro le mordiese las entrañas, pero cuando los irlandeses nos la jugaron reaccionó y actuó con energía desbordante. Se reunió con el general Deverett, con el embajador americano e incluso pidió audiencia con el rey. Parecía que íbamos a dar su merecido a esos traidores de Dublín pero fue entonces cuando los barcos enemigos acabaron con un convoy. Otra vez vimos a CH preocupado. Estuvo todo el día repitiendo que éramos como un buzo y que los convoyes eran la manguera que nos mantenía vivos. Llamó al almirante Pound y no sé de qué hablaron, pero debieron discutir porque esa misma tarde el marino presentó su renuncia a CH. Para sustituirlo nombraron a Fraser, el que mandaba la Home Fleet, pero tardó en incorporarse a causa del bombardeo de Faslane. CH tuvo que dar explicaciones en Los Comunes; la sesión fue en el Central Hall porque las casas del parlamento estaban muy dañadas. Allí pronunció un discurso muy inspirador que escuchamos por la radio, y durante días comentamos sus palabras sobre los hijos del imperio que llegaban para salvar al corazón».



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Fueron días de frío y de tedio. Desde mi puesto en la dirección de tiro del Tirpitz veía las olas altas como montañas que tras estrellarse contra la proa barrían la cubierta. Solo se arriesgaban a salir al exterior los serviolas y algunos aventureros para fumar. Al menos el ojo mecánico del radiotelémetro batía las aguas ajeno a las fatigas y a las sorpresas. Pero los únicos contactos que aparecían eran los hidros Catalina que de vez en cuando nos seguían, los dos cruceros norteamericanos que nos acompañaban, y los Condor que exploraban ante nuestra proa. Yo compadecía a los aviadores que tenían que volar esos días, pero necesitábamos su mirada que abarcaba centenares de millas.

Los norteamericanos se nos habían pegado cuando apenas habíamos entrado en posición, y empezaron a emitir mensajes de radio como si les sobrasen los watios. A saber qué decían: si describían la composición de la flota, si se quejaban de mal tiempo o si preguntaban por sus novias que esperaban en tierra. Daba igual porque todos sabíamos que si lo hacían era para que los ingleses pudiesen triangular sus emisiones y conocer dónde estábamos. Con tan indiscreta compañía la flota tenía que cambiar continuamente de dirección para esquivar a los submarinos. Aun así los radiotelémetros de los destructores detectaron varios contactos a los que pudimos eludir.

Durante los primeros días la única distracción fue dar cobertura a los cruceros auxiliares que colaboraban en el bloqueo. Se trataba de barcos mercantes armados que ni por velocidad, ni por artillería ni por protección podían medirse con un crucero enemigo, tal vez ni con un destructor. Su lugar debiera estar en aguas lejanas, pero resultaban demasiado útiles inspeccionando los mercantes que avistaban los Condor. Tanto que los ingleses estaban intentando acabar con ellos. Enviaron en su caza sus propios cruceros, tanto militares como auxiliares, pero la partida les resultó costosa. Tenían que superar la línea de nuestros submarinos —que acabaron con un crucero ligero— y después nuestra flota intentaba interceptar al enemigo. Los barcos del almirante español Regalado se enfrentaron con un crucero grande que se les escapó, aunque al menos salvaron al crucero auxiliar, que era el famoso Nadir. Los franceses sorprendieron a un paquebote armado, el Canton, que estaba intentando alcanzar al Coronel, un crucero auxiliar de la Kriegsmarine. Enfrentado a tres cruceros modernos, fue el Canton y no el Coronel el que visitó a Neptuno.

Tantas carreras dejaron cortos de fuel a los destructores y tuvimos que dirigirnos al sur en busca de aguas más calmas para reunirnos con varios petroleros que llenaron los depósitos. Fue durante esas singladuras cuando recibimos la visita de los chivatos norteamericanos. Al poco un Condor nos avisó de otra, un crucero ligero de la clase Leander que empezó a seguirnos desde lejos. Era faena peligrosa vigilar a una escuadra numerosa, y Ciliax quiso enseñárselo por las malas. A la noche siguiente las divisiones de cruceros de Regalado y Bourragué se pusieron a sotafuego para dar un largo rodeo mientras los acorazados actuaban como cortina. A la mañana siguiente la combinada fue variando el rumbo hasta que de repente el Leander vio la línea de batalla ante su proa, y por la popa, a nuestros cruceros. Por desgracia el día estaba claro y los descubrió cuando aun tenía posibilidades de escapar. Tanto el Tirpitz como el Canarias le dispararon media docena de andanadas, y por lo menos un proyectil del veinte lo alcanzó, pero la velocidad del crucero enemigo no quedó afectada y consiguió huir. En lo sucesivo ya solo fuimos seguidos por aviones y por los pesados norteamericanos. Los ingleses también pasaron a ser bastante más circunspectos con sus intentos de sorprender a nuestros auxiliares.

Teníamos otro enemigo: el tiempo, que estaba empeorando. Los destructores fueron los primeros en sufrir los embates del mar. Sus depósitos se estaban vaciando de nuevo y el temporal impedía que repostasen de los acorazados. Además los barcos italianos estaban concebidos para el pequeño Mediterráneo y tenían poca autonomía. Finalmente Ciliax tuvo que resignarse y recomendó que los destructores volviesen a Vigo junto con la división de acorazados de Bergamini. Berlín autorizó la medida y en el Atlántico solo quedamos los tres blindados alemanes y las divisiones de cruceros de Regalado y de Bourragué.



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