Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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—Dices que Von Papen y nuestro común amigo Eric estuvieron cerca de pasar a mayores.

—No sé si tanto, Alteza, pero la verdad es que fue un momento tenso. Von Papen se pasó de frenada y se puso a decir tonterías. Tantas que Von Manstein tuvo que insinuarle que en la anterior guerra había sido un carnicero.

—Algo he oído. Según esas malas lenguas que siempre aciertan, cuando lo echaron de Estados Unidos Von Papen mandó un batallón que logró muchos honores a costa de mucha más sangre. La verdad es que estuvo metido en todos los fregados, pero no creo que a los soldados les gustase demasiado estar bajo sus órdenes. Después lo mandaron a Palestina, donde aprendió a cerrar los ojos ante las animaladas que los turcos hacían con los armenios. Así se entrenó para trabajar con Hitler.

Desde luego, Von Papen no caía muy simpático al regente. A mí tampoco, pues recordaba el papel que había tenido en el ascenso de los nazis. El ministro de Exteriores era un elemento heredado de Goering que había que soportar, pero yo no le auguraba una carrera muy larga en el gabinete. Von Lettow-Vorbeck me sacó de mis ensoñaciones.

—Vamos a lo que importa. Marschall ha dicho que de desembarcos en Inglaterra, nanay.

—No exactamente, alteza. Recomendó que se estudiase alguna operación limitada para dentro de unos meses…

—¿Dijo que se estudiase? Si la quisiese realizar a estas alturas estaría planeada al milímetro. Me parece que a los marineros no les apetece dar un saltito en el Canal. No, no pienses que no he entendido las dificultades que implica, que en África ya vi que un desembarco no es un paseíllo por la playa.

—Alteza, permitirá que le diga que en Alemania todos admiramos el repaso les dio en Tanga a los ingleses —en 1914 habían desembarcado en esa localidad de Tanganica y los hombres de Von Lettow los derrotaron a pesar de ser superados dieciséis a uno.

—Ahí aprendí lo complejas y difíciles que pueden ser las operaciones anfibias. Los ingleses pensaron que bastaría con enviar oleadas de cipayos para arrollarnos y así les fue. Vergüenza debiera darles de cómo trataban a los soldados nativos. Si hasta cuidaban mejor al ganado. Esos criminales negaban la quinina a los soldados nativos, y cuando enfermaban los abandonaban para morir cuando no los remataban. Mejor será que no te diga lo que hacían con los pobres tanganos si los atrapaban. Por si no lo sabías, todo eso de la influencia civilizadora británica es una mandanga para que los ceporros no protesten mientras los plutócratas de la City viven como marajás brindando con la sangre de los parias. Pero ahora se les va a acabar.

Iba a darle la razón —no por adulación sino porque yo creía lo mismo— cuando sonó el teléfono. El regente me pidió que respondiese.

—Alteza, el canciller Speer ha convocado una reunión urgente del Gabinete. Ha debido pasar algo.



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Los analistas, sabedores del valor de las fotografías, enviaron las copias por vía aérea al cuartel general de la Luftflotte 3 en Bruselas. El mariscal Sperrle apreció la oportunidad que se le estaba ofreciendo: la Home Fleet se había trasladado pensando que la distancia le pondría a salvo, sin tener en cuenta la debilidad de las defensas de la nueva base. Hasta ahora Belfast había sido respetada en honor a su población católica, pero esta vez el objetivo era demasiado valioso. Era una ocasión fugaz, pero la Luftflotte ya había confeccionado planes para atacar fondeaderos y puertos de Gran Bretaña, y en cuanto Sperrle dio su aprobación se emitieron las órdenes a la gran fuerza de bombarderos que estaba desplegada en Bélgica y Holanda.

En la operación iba a participar toda la fuerza de bombarderos, bien atacando el objetivo principal, bien en misiones de distracción, o suprimiendo las defensas británicas. Los aviones menos capaces actuarían en misiones de distracción, y la fuerza principal estaría compuesta por Dornier 217 y Heinkel 111, precedidos de los Ju 88E guías y de los Ju 188 del KG 106, aunque el grupo aun no se había recuperado por completo de la operación Alestch. Para evitar en lo posible las bajas civiles los bombarderos se acercarían desde el este, evitando sobrevolar áreas con población, y tenían órdenes estrictas de lanzar sus bombas únicamente sobre los señaladores, ignorando los fuegos en tierra.

Ese día, como casi cualquiera que hacía buen tiempo, los cazabombarderos patrullaron la costa británica, buscando antenas de radiotelémetros y posiciones antiaéreas. Tras seis meses de ataques repetidos las antenas de la Chain Home estaban convertidas en marañas de alambres, pero los británicos estaban empleando estaciones semimóviles que no eran de detección sencilla. Aun así los aviones alemanes no buscaban a ciegas, sino que se basaban en las triangulaciones realizadas por las estaciones de escucha situadas en las costas de Bélgica y Holanda. Por desgracia para los británicos, sus radares eran de grandes dimensiones y necesitaban horizontes despejados. Intentando que fuesen objetivos difíciles estaban protegidos por ametralladoras y cañones automáticos, pero los cazabombarderos alemanes eran acompañados por pequeños grupos de Do 17 y Ju 88, los menos capaces del inventario germano, que bombardeaban las baterías antiaéreas con bombetas y con unas nuevas bombas con espoleta de tiempo, ideadas para que estallasen a unos metros de altura lanzando nubes de metralla. Era un juego letal muy costoso para ambos bandos, que ese día se trasladó a la costa entre Ipswich y Norwich.

Al atardecer empezaron a despegar los aviones. Los primeros fueron cuatro nuevos Fokker F.25 erizados de antenas, con potentes emisores graduados para emitir en las longitudes de onda empleadas por los radiotelémetros y las radios del enemigo. Un grupo de He 111 empezó a lanzar toneladas de düppel creando un pasillo en el que los radiotelémetros británicos quedaban ciegos. Les acompañaban bombarderos ligeros Do 17 y Ju 88 que empezaron a sobrevolar hacia los aeródromos que empleaban los cazas nocturnos británicos, prestos a dejar caer sus bombas en cuanto encendiesen sus luces. Eran seguidos por cazas nocturnos Ju 88C que emprendieron un juego mortal con los Beaufighter británicos.

Los primeros en despegar fueron los Savoia-Marchetti SM.84 del Cuerpo Aéreo Expedicionario italiano. Se trataba de aviones obsoletos que carecían de equipos de navegación adecuados, pero su misión no iba a ser difícil: se limitaron a lanzar unos pocos artefactos sobre ciudades de West Anglia. La siguiente oleada estaba formada por más Ju 88, que llevaban marcadores que dejaron caer sobre los suburbios industriales de Leeds, seguidos por medio centenar de Dornier 17. Por entonces las sirenas estaban sonando en las Midlands, y los que aun no habían llegado a sus refugios aceleraron sus pasos al escuchar los ladridos de la antiaérea, el sonido de los motores y las primeras bombas. Sin embargo la mayor parte de la fuerza atacante pasó de largo. Media hora después cayeron iluminantes sobre Carlisle. Los artilleros antiaéreos descubrieron sus cañones y los dedos luminosos de reflectores hurgaron en el cielo, pero sin encontrar nada, porque la masa de bombarderos germanos estaba virando hacia el oeste.

Desde el centro de control de Uxbridge resultaba difícil hacerse una idea de lo que estaba ocurriendo. Había centenares de aviones del Pacto revoloteando por media Inglaterra, y llegaban informes de caída de bombas desde todas partes. Más indicativas eran las interferencias electrónicas que empleaba el enemigo, que marcaban una línea que tras entrar en West Anglia recorría buena parte de Inglaterra y parecía apuntar a Glasgow y los astilleros escoceses. Pero entonces llegó un mensaje desde la estación de Chain Home de Bride, en la isla de Man, una de las pocas que seguían en funcionamiento, que había detectado una gran masa de aviones. Minutos después las estaciones de Ballymartin y de Blackhead confirmaron que se dirigían hacia el Úlster. Leigh-Mallory comprendió que todo había sido una maniobra de distracción, y que el objetivo real era Belfast.

La ciudad no estaba indefensa. Además de los tres enormes cañones Mk IV había otros diez también de 94 mm, y se habían colocado generadores de humo para cubrir la rada. Con todo la principal defensa estaba en los centenares de cañones antiaéreos de la flota. En los barcos se llamó a zafarrancho de combate y el humo empezó a cubrir la rada, pero ya se escuchaban los motores y los Ju 88E empezaron a lanzar bengalas sobre el puerto y sobre los astilleros Harland and Wolff.

Como en Faslane los primeros en atacar fueron los Ju 188. Dieciocho bimotores picaron hacia los barcos presentes en la rada, escogiendo los portaaviones. El Formidable, que acababa de llegar procedente de Faslane, recibió una BT-700, una versión más potente y más pesada de la empleada pocos días antes. El artefacto atravesó al buque y estalló bajo la quilla. Los MAC atrajeron a los bombarderos y fueron alcanzados el Gadila y el Adula. Este último se mantuvo a flote, pero en el Gadila estallaron los gases de uno de sus tanques y se hundió entre llamas. Sin embargo el Formidable y los MAC habían conseguido desviar a la mayor parte de los Ju 188, y solo tres atacaron a los portaaviones de escolta. Uno de los aviones estalló en el aire y la bomba cayó corta. Otro fue confundido por un reflector y la BT-700 que lanzó se aplastó en el muelle. Pero el tercero escogió al Biter como objetivo. Un reflector lo iluminó cegando al piloto, y el aparato se vio rodeado por trazadoras. En pocos segundos el Junkers era una bola de fuego que siguió descendiendo hasta estrellarse en el costado del pequeño portaaviones. La bomba BT-700 atravesó costado y cubiertas hasta perforar el casco; entonces estalló creando una gran vía de agua. Al mismo tiempo la gasolina ardiente del bombardero alcanzó el hangar y las llamas se adueñaron del buque.

Minutos después llegaron los demás bombarderos. Los Ju 88E seguían marcando los buques enemigos con iluminantes y el humo aun no cubría completamente la rada. Primero los Do 217 y luego los He 111 lanzaron sus cargas. Se componían de bombas semiperforantes de 100 y 250 kg, incapaces de hundir un barco, pero se pretendía compensar con el número la previsible escasa puntería; muchas llevaban doble espoleta, una de impacto delantera de baja sensibilidad, y otra en la cola para que los artefactos que cayesen en el agua actuasen como minas. Es lo que ocurrió con la mayoría, que cayeron inofensivamente en las proximidades de los MAC, pero casi medio centenar de bombarderos tomaron como objetivo el Biter, marcado por las llamas. Dos bombas más estallaron en su interior y otra alcanzó al Archer en la proa.



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Al recibir la llamada pensé que se habría producido una gran batalla naval, pero estaba equivocado. Mejor dicho, sí que se había producido pero no era el gran enfrentamiento en el Atlántico que se estaba preparando. El choque había sido en Socotora, una isla del Índico que yo ni sabía que existiese. No nos había ido del todo bien, pues los ingleses habían dado una buena tunda a los franceses por la noche demostrando que arriesgarse contra la Royal Navy era una insensatez. La compensación fue que a la mañana siguiente nuestra aviación había destrozado un convoy con refuerzos. Algo favorable, pero destruir media docena de mercantes en el último rincón del mundo no era trascendente para el curso de la guerra. O eso creíamos.

Speer nos había convocado por otro motivo que merecía una celebración. Por lo visto en Estados Unidos se estaba produciendo un crack bursátil que dejaba chico el del 29. Pudimos conocer con pelos y señales lo que estaba pasando pues en Estados Unidos aun no había censura y su prensa era un prodigio de irresponsabilidad. No necesitábamos agentes: bastaba con que los diplomáticos irlandeses comprasen periódicos. Los últimos que habíamos recibido por teletipo describían minuciosamente la debacle que estaban viviendo los bancos norteamericanos. Ya sabíamos que sostenían a los ingleses prestándoles enormes cantidades de dinero, pero al parecer se habían pasado de la raya comprometiéndose hasta el cuello. Resultó que tras la victoria de Lütjens en Rockall —otro lugar del que pocos conocían su existencia— alguien se había preguntado qué pasaría si los ingleses no ganaban. Entonces la gente quiso retirar el dinero de los bancos y resultó que no había para todos. Según lo que contaba la prensa que tan galantemente cedían los irlandeses todo auguraba a una hiperinflación.

En el gabinete la sensación fue de alivio más que de alegría. La amenaza norteamericana había pesado como una losa, y ahora parecía que los yanquis iban a tener otras cosas en las que pensar. Como mínimo, se iban a encontrar con muchas dificultades para seguir ayudando a los ingleses.

Speer iba a dar la reunión por clausurada cuando un ayudante llamó a la puerta y entregó un documento al general Schellenberg. Tras echarle un vistazo escuché su voz, por primera vez en días.

—Acabo de recibir un informe desde Bagdad. Parece que el ejército de la India se está amotinando.



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Aprovechando lo que ha recordado Sir Roy, vuelvo a poner el enlace para los buques de construcción neerlandesa (total o parcial). SE agradecerán visitas y comentarios.

Cruceros clase Amsterdam
Cruceros clase Amsterdan
Crucero BAP Aguirre, ex Amsterdan

Torpederos de flota tipo 1940
Flottentorpedoboot 1940
Flottentorpedoboot 1940b

Saludos



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A la mañana siguiente el puerto de Belfast aun estaba cubierto de humo y de petróleo ardiendo. Los remolcadores intentaban asistir a los barcos dañados, pero dos se habían perdido cuando minas alemanas estallaron bajo sus cascos. Lanchas dragaminas habían empezado a despejar la rada pero tardarían horas en asegurarla.

El almirante Tovey no necesitaba leer los informes para conocer las consecuencias del ataque: podía verlas desde el puente del Valiant. Había presenciado el desastre del Formidable. El portaaviones estaba abarloado al muelle esperando a que quedase libre el dique seco donde se estaba reparando el acorazado Rodney de los daños sufridos en Mogador. Preparando su entrada en el dique solo quedaba una dotación mínima que no fue capaz de controlar las averías causadas por la bomba alemana. El remolcador Sandboy había intentado asistirlo pero hizo detonar una mina que causó más daños en el sufrido casco del Formidable, que acabó hundido sobre la banda de babor. Desde el Valiant Tovey podía ver la torre del portaaviones, que asomaba del agua en ángulo casi horizontal, cual trampolín.

También junto al muelle estaban los restos del portaaviones de escolta Biter, que había quedado apoyado en el fondo, con sus superestructuras ardiendo furiosamente a causa del petróleo que escapaba de sus depósitos. Otro remolcador intentaba evitar que el combustible llameante alcanzase al Archer, cuya cubierta de vuelo parecía seriamente dañada. En el centro de la rada tres de los cinco MAC parecían haber escapado de las bombas, pero tras el desastre del Formidable y tras la pérdida de otro remolcador Tovey ordenó que no se moviesen hasta que se limpiase la rada de minas.

Al menos los buques de batalla habían salido indemnes gracias a que el comandante del destructor Highlander decidió emplear sus generadores de humo para cubrirlos; había impedido que los cañones de los acorazados y de los cruceros participasen en la defensa del puerto, pero a la vista de lo ocurrido el almirante decidió recomendar al capitán Boucher, su comandante. Además el Barham ya había llegado y esperaba en el Belfast Lough.

Poco después tuvo otra buena noticia. Los daños del Archer no eran graves y podrían ser parcheados en uno o dos días, aunque no se podría reparar la catapulta. Como los tres MAC estaban indemnes, intentaría albergar en los cuatro portaaviones que le quedaban los aparatos del desgraciado Biter, aunque supusiese tener que estacionarlos en la cubierta de vuelo. Sobre todo en los pequeños MAC sería un suplicio para sus dotaciones, forzados a mover los aparatos de extremo a extremo del barco una y otra vez. Pero Inglaterra se jugaba demasiado.

Ahora lo crucial era despejar el puerto de minas, y a pesar de los riesgos medio centenar de lanchas y de pesqueros procedieron a limpiar la rada. Ocho se perdieron, tres de ellos con sus tripulaciones al completo, pero en cuarenta y ocho horas consiguieron asegurar un canal y la Home Fleet pudo hacerse a la mar. Era una sombra de la orgullosa fuerza que había sido: cuatro viejos acorazados que ya habían disparado en Jutlandia, dos de los cuales mostraban los efectos de las bombas. Les seguían cuatro cruceros pesados y otros tantos «ligeros», que en realidad poco se llevaban con los anteriores. Tras ellos renqueaban el Archer y los tres MAC supervivientes.



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Lo que pasase en Sococorota, Tucabezota o cómo se llamase ese rincón perdido del Índico importaba poco. De hecho, esas operaciones en el fin del mundo se estaban realizando en parte para impedir que los británicos enviasen fuerzas a la metrópoli, pero también por inercia y sobre todo por insistencia de nuestros aliados. Los italianos querían ampliar su dominio del Índico y los franceses deseaban abrir las comunicaciones con las lejanas Indochina y Madagascar. Aun así Oriente Medio era un escenario secundario del que estábamos retirando efectivos. En este momento los hombres de la 7ª división panzer estaban volviendo a Europa tras dejar sus vehículos como reserva para el resto del ejército. Rommel se iba a quedar con solo dos divisiones acorazadas y dos de infantería, aunque a cambio sus fuerzas se nutrirían con las nuevas formaciones nativas. Debilitar el Orientpanzerarmee era arriesgado ante el riesgo de que los británicos ocupasen Irán, cuya neutralidad ya se habían tomado por el pito del sereno; incluso los rusos le estaban echando el ojo a la milenaria nación persa. Pero intentar dominar el mundo con nuestras limitadas fuerzas era un error que no nos podíamos permitir.

En realidad de ese teatro solo nos interesaba el petróleo de Irak, que además cada vez tenía menos importancia. Para las necesidades italianas y españolas bastaba con los pozos de Egipto, que estaban a pleno rendimiento. También se había incrementado la producción en Rumania y, sobre todo, los sondeos en Cirenaica habían sido positivos y era cuestión de meses que el petróleo libio empezase a llegar a nuestros depósitos. Como si no quisiesen ser menos los franceses acababan de encontrar zonas prometedoras en el desierto argelino. Miel sobre hojuelas.

Sin embargo, lo que ocurriese en la India nos importaba y mucho. Era la joya de la corona del imperio inglés; traducido a lenguaje llano, significaba que era la principal fuente de ingresos si se descontaba la metrópoli. Si la economía británica había salido del crack del 29 antes que la norteamericana había sido gracias al mercado cautivo hindú. Además era una cantera inagotable de hombres y de recursos y ocupaba una envidiable posición estratégica entre el mar Rojo, Indochina y Japón. El control de la India había dado a los británicos el dominio del Índico; si la perdían, Malaca, Australia y Nueva Zelanda quedarían separadas de su isla madre.

A nosotros no nos interesaba hacernos con la India; sería una joya, pero muy díscola. Si sustituíamos a los británicos nos implicaríamos en un conflicto largo y con escasas posibilidades de llegar a buen fin. Aunque muchos alemanes siguiesen soñando con Tanganica, en el gabinete ya se había decidido que intentar resucitar un imperio colonial como los decimonónicos era una majadería. Alemania había conseguido recuperarse e la Gran Guerra sin necesidad de dominar eriales y junglas en el confín del mundo. Los ejércitos coloniales podían sustituirse con ventaja por agentes comerciales. Ahora los japoneses habían incurrido en el mismo error que los anglosajones y al intentar conquistar China se habían metido en un laberinto sin salida. Nosotros no queríamos saber nada de semejante lío. Es más, la intención del gabinete —o al menos, la del regente— era que en cuanto acabase el conflicto ayudaríamos a todos esos países que habíamos conquistado a alcanzar la independencia. Una independencia tutelada, pues no queríamos recrear unos conflictivos Balcanes en el continente negro, pero mejor sería controlar esos países con agentes y unos pocos gendarmes que enviando ejércitos.

Para esa política la India era un objetivo más que interesante. El do-minio británico pendía de un hilo, y además los ingleses estaban cometiendo la bobería de no dejarles ir. En vez de ganarse la gratitud de los hindúes estaban consiguiendo su resentimiento, todo para que sus gentleman siguiesen disfrutando de té helado en sus bungalós.

La India siempre había sido la clave no solo del Índico sino del Pacífico, y por eso siempre había sido un objetivo de nuestras intrigas. En la guerra anterior nuestros agentes —sobre todo el famoso Wilhelm Wassmuss— habían creado todo tipo de problemas en Irán, y ahora pasaba por ese país un flujo continuo de espías que ofrecían el oro y el moro a los hindúes. Esperábamos desencadenar disturbios civiles, pero en la vida hubiésemos pensado que el ejército de la India se iba a sublevar. Que entre sus soldados había malestar no era nada nuevo, como había demostrado el motín de Singapur de 1915 —en el que los cabildeos de un oficial del Emden ayudaron a caldear los ánimos— o el flujo de voluntarios que estaba recibiendo el recién constituido Ejército de la India Libre. Pero el estallido que se había producido superaba cualquier expectativa. De un plumazo la mitad de las fuerzas británicas de África y el Índico habían cambiado de bando y los ingleses ya no podrían seguir mandando cipayos a invadir las colonias de nuestros aliados.

Las noticias aun no eran claras. Todo había empezado en Bombay, donde los cipayos se habían amotinado cuando los británicos les ordenaron disparar contra los manifestantes. La llama de la rebelión había corrido tan rápidamente que hacía pensar en la larga mano de Schellenberg, aunque el general juró que sus agentes apenas habían tenido tiempo para llegar, y que ni por asomo había podido montar tal conspiración. Schellenberg creía que la rapidez con la que el levantamiento se había extendido se debía al resentimiento de los soldados hindúes, aunque tampoco descartaba algún tejemaneje, que a los indios siempre se les habían dado la mar de bien. Daba igual, ya que poco importaba la causa. Lo crucial era que la India estaba en llamas. Por todo el país habían aparecido emisoras que nos pedían ayuda, y en los días siguientes se presentaron en Adén o en Somalia una docena de cañoneros, corbetas, dragaminas y pesqueros armados. Habían pertenecido a la marina de la India y al comenzar el motín los tripulantes habían detenido a los oficiales ingleses.

A medida que pasaban los días la radio y los barcos que desertaban nos traían noticias. Aparentemente la rebelión se había circunscrito al norte y al centro de la colonia. En el sur los ingleses se habían ayudado del ejército de Hyderabad, un estado marioneta de los ingleses, e incluso habían conseguido recuperar algún territorio alrededor de Madrás. En las zonas de mayoría islámica no se habían producido ni huelgas ni motines; no es que estuviesen tranquilas, ya que los musulmanes estaban masacrando a sus vecinos hinduistas. En Bengala y el Punjab había comenzado una guerra civil entre los restos del ejército de la India, que se habían unido a uno u otro bando dependiendo de su adscripción religiosa. En el resto de Paquistán había más tranquilidad y parecía que Karachi se iba a convertir en la principal base inglesa.

Pero la crisis no se estaba limitando al Índico. En Omán la sublevación de un batallón hindú obligó a los ingleses a evacuar la última posición que mantenían en Arabia. En Kenia se amotinó otro batallón que tras algunos choques con sus antiguos señores acabó pasándose a los italianos. Los ingleses empezaron a desarmar a las unidades dudosas, pero era como intentar contener una inundación con una toalla. Unos días después se vieron ante un nuevo aprieto cuando la que se rebeló fue una compañía africana. Los británicos no querían que el mal se contagiase y actuaron con la dureza que reservaban para los nativos. Cuando sabiendo lo que les esperaba se negaron a deponer las armas, los ingleses los aplastaron con tanques, y después ahorcaron a los supervivientes. Tal vez pensasen que así impedían nuevas veleidades, pero lo único que lograron fue que otras unidades depusiesen las armas. El frente de Kenia también se estaba disolviendo.



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Al mismo tiempo que la Home Fleet se hacía al mar, de Halifax y de St. John en Terranova partieron dos grandes convoyes con ochenta mercantes cada uno. Habían permanecido amarrados mientras la flota del Pacto patrullaba al sur de Islandia, pero por fin habían recibido la orden de zarpar. Llevaban una escolta mucho más potente de lo habitual que no solo incluía destructores de escolta, cañoneros y corbetas. También zarparon los cuatro cruceros que debían protegerlos de los corsarios enemigos.



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Von Lettow-Vorbeck escuchaba con ansia las noticias que llegaban desde la India y desde África. Lo que pasase en Asia no le preocupaba demasiado, pero cuando supo que las unidades indígenas africanas estaban siendo desarmadas se apresuró a solicitar una cita con el mariscal Von Manstein. El regente había hecho su carrera militar en la antigua Tanganica y recordaba con afecto a sus fieles áscaris. Quería saber si había posibilidades de enviar alguna ayuda.

Lamentablemente Von Manstein tuvo que decirle que era casi imposible. Tanganica, incluso Kenia, estaban demasiado lejos. En esas extensiones sin caminos resultaba muy difícil mantener el flujo de suministros que necesitaba cualquier ofensiva, y si los italianos habían conseguido recuperar Kismayo era porque los ingleses no la habían defendido. Mombasa estaba quinientos kilómetros más allá, y hasta Dar es-Salam quedaban otros trescientos. Aun así tampoco se podía dejar abandonados a su suerte a los tanganos, aunque solo fuese por prestigio. Von Manstein dijo al regente que estudiaría si con aviones o submarinos se podían enviar armas y agentes, aunque no sería fácil reclutarlos pues tras la pérdida de las colonias apenas había alemanes jóvenes que hubiesen vivido en África. Factor aparte era que los ingleses responderían arrasando los poblados. Sería una lástima, pero tal animalada no sería mala para nuestros intereses.

Tampoco iba a ser fácil apoyar a los hindúes. Von Manstein le dijo al regente que los franceses habían iniciado otra operación naval en el Índico, pero aun no podíamos enviar apoyo por vía marítima. Aun así la rebelión estaba haciendo tanto daño al enemigo que había que enviar ayuda como fuese. La primera la llevó un cuatrimotor Condor que voló desde Dubái hasta Ahmedabad, transportando una delegación y algunos equipos de transmisiones. Para que no pareciese un gesto vano le siguió una escuadrilla de cazas de largo alcance Bf 110 y otra de bombarderos Heinkel 111. Desde Ahmedabad cooperaron con los hindúes y consiguieron reducir a los británicos que resistían en Surat, que pasó a convertirse en nuestro punto de apoyo en la India. En cuanto fue posible se organizó un puente aéreo, pero tenía un rendimiento muy bajo por los pocos aviones disponibles, por la gran distancia y porque la RAF aun tenía fuerza en Paquistán. Nuestra ayuda a los hindúes iba a ser poco menos que testimonial mientras los ingleses siguiesen manteniendo el control sobre del Índico.



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La presencia de la flota enemiga en alta mar hacía imposible que los convoyes de Terranova consiguiesen llegar a Inglaterra si antes la flota británica no rompía el bloqueo. Sin embargo no solo en Canadá se estaban acumulando los barcos. Los puertos escoceses estaban llenos de mercantes con las bodegas vacías. Además los fondeaderos eran un objetivo muy rentable para los bombarderos nocturnos germanos y sobre todo para las minas que lanzaban. Así que además de los dos convoyes de Canadá iba a salir al mar un gran convoy de retorno. No todos los buques navegarían en lastre, ya que treinta iban a llevar suministros para el ejército británico en África.

La gran masa de barcos se organizó en el estuario del Clyde. Los buques formaron quince columnas y pesadamente navegaron hacia el norte, en demanda de los estrechos de Moyle. Seis cruceros, doce destructores, seis cañoneros y ocho corbetas formaban la escolta.

Que no iba a ser una travesía fácil lo anunció el sobrevuelo a gran altura de un aparato alemán. Los aviones de reconocimiento solían llamar a sus amigos, y esa noche cuatro Dornier 217 atacaron al convoy cuando aun no había llegado a la altura de Islay. El único torpedo que alcanzó su blanco acabó con el Empire Lantern. La luz del día alejó el peligro de los torpederos nocturnos, pero no era el único riesgo que afrontaba el convoy. Tres horas después las minas lanzadas durante la noche se cobraron otros seis mercantes; solo dos se hundieron, pero los averiados tuvieron que unirse a la larga lista de barcos que atestaban los muelles esperando su turno para ser reparados. Finalmente el convoy llegó a las aguas profundas donde ya no encontrarían minas; pero era el coto de caza de los U-Boot.

El U-216 era uno de los últimos submarinos en unirse a la Kriegsmarine y contaba con los equipos más modernos, incluyendo radiotelémetros y detectores para detectar a los barcos y aviones enemigos cuando todavía estaban lejos. También tenía un schnorchel que le permitía navegar sumergido sin gastar baterías. El Kapitänleutnant Josef Röther era un veterano que había realizado tres patrullas con el U-380 antes de ser destinado al nuevo buque; también la mayor parte de sus hombres tenían experiencia adquirida en otras unidades, ya que para apresurar la entrada en servicio de los nuevos VIIE se habían desembarcado tripulantes de barcos más antiguos. Tal lujo no solía ser bienvenido en tiempos de guerra pues solía conllevar misiones peligrosas como la de patrullar al oeste del banco Stanton. El U-216 no podía acercarse más sin adentrarse en los campos minados que defendían el canal del Norte.

Dos días antes el sumergible había recibido la orden de acercarse a la costa enemiga ya que los ingleses parecían estar organizando un enorme convoy de retorno, el primero en quince días. Poco después del amanecer el receptor FuMB 9 Java detectó las emisiones enemigas. Röther ordenó la inmersión y bajar el schnorchel, el periscopio y las antenas mientras pasaba el avión enemigo; por lo que sabía los ingleses aun no eran capaces de detectar algo tan pequeño, pero el capitán no quería ser el primero en descubrirlo por las malas. Quince minutos después volvió a asomar el periscopio y la antena: el mar estaba vacío, pero el éter se llenaba con el ruido de radios y radiotelémetros. Algo después el hidrofonista escuchó hacia el este un rumor sordo de magnitud creciente.

Röther decidió arriesgarse e hizo un barrido con su radiotelémetro, que no detectó aviones enemigos. Solo entonces se arriesgó a sacar el schnorchel para cargar las baterías. Apenas pudo mantenerlo quince minutos porque el Java volvió a detectar emisiones de gran potencia. El U-216 volvió a sumergirse mientras los hidrófonos recogían la aproximación de una masa de buques tan grande que no podía distinguir hélices individuales. Se dirigían directamente hacia la posición del submarino.



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Esos días eran de emociones. De nuevo llegó una convocatoria de Speer a una reunión del gabinete para analizar una gran operación militar que estaba en curso. Como en la anterior sesión, también estaba el almirante Marschall, que explicó lo que se sabía y lo que estaba haciendo la flota.

—Parece que los ingleses se han decidido a romper el bloqueo. Era de esperar. En la situación en la que están, si no lo intentan van a tener que capitular.

—Así es —dijo el mariscal—. Yo creo que en su situación hubiese sido más lógico negociar que correr el riesgo de una derrota definitiva, pero el orgullo es mal consejero. Intentando aguantar solo van a conseguir retrasar unas semanas la derrota, semanas en las que van a perder su imperio colonial. Supongo que los ingleses se temerán que les tratemos tan mal como hicieron ellos en Versalles.

—Es lo que se merecen —dijo Von Papen.

—¿Nos lo merecíamos nosotros en 1918? —respondió el mariscal—. Yo hubiese preferido llegar a un acuerdo como el que hemos firmado con los franceses. Europa no está sola en el mundo y deberá unirse si quiere tener algún papel en el futuro. Pero da igual. Churchill ha decidido jugarse su nación, y ahora le vamos a exigir que enseñe sus cartas. Almirante, siento haberle interrumpido. Le ruego que siga con su exposición.

—Gracias, mariscal. Los reconocimientos aéreos han mostrado que se está organizando un enorme convoy en Escocia con una escolta muy potente. Además la Home Fleet se está preparando para salir, a pasar del último ataque de la Luftwaffe. Debían creer que estaban seguros en Belfast y nuestros aviones han vuelto a sorprenderles. Parece que hemos acabado con uno o dos portaaviones más…

—¿Pero no se suponía que ya los habían destruido todos?— insistió Von Papen.

—Ministro, el reconocimiento aéreo no es una ciencia exacta. No es fácil saber la gravedad de los daños que ha sufrido un buque, salvo si se puede comprobar que se ha hundido, que pocas veces es posible. En el anterior ataque habíamos alcanzado a dos portaaviones. Uno debió quedar en mal estado porque sigue embarrancado, pero al otro lo habían trasladado a Belfast, donde las fotos aéreas mostraban la presencia de seis más.

—¿Seis portaaviones? Imposible —volvió a interrumpir Von Papen—. Si no me fallan las cuentas les hemos hundido prácticamente todo. A ver si no me descuento. El Corajoso nada más empezar la guerra, el Glorie en Noruega…

—Corageous y Glorious —intervino el mariscal.

—Como sea ¿Que más dará el nombre? El Ilustre o algo así en Alejandría, el Arcón Real, el Unicorne y el Indotable en Canarias, y lo que usted dice que destruimos en Faslane ¿No será que sus marinos solo ven lo que quieren ver, que sus bombas han fallado, y en realidad los ingleses nos esperan con toda su flota?

Se notaba que tanto el almirante como el mariscal hacían esfuerzos para responder educadamente.
—Ministro Von Papen —repuso Von Manstein, que desde la anterior reunión había dejado de tratarle con familiaridad—, lamento que nuestros marinos y aviadores hayan cometido el terrible error de no traerle las banderas de los barcos que hunden para que usted los cuente ¿O hubiese sido mejor el espolón para plantarlo en los Rostra?

—Hay paz —dijo Speer—. Franz, estamos a punto de ganar la guerra y te dedicas a dudar de nuestros hombres. No me extraña que Erich se moleste. Almirante, no piense que no creemos lo que nos dice. Desde luego que entendemos lo difícil que es confirmar los daños que hacemos al enemigo. Al menos es lo que ocurre con la industria, que ya hemos visto como una factoría que parece arrasada puede volver a funcionar limpiando los escombros y poniendo techos de lona.

—Así es —contestó Marschall—, pero le aseguro que intentamos confirmar nuestras afirmaciones. No nos basta con que un aviador diga «he hundido un acorazado». Con todo, el ministro Von Papen tiene razón en parte. A estas alturas creemos que los británicos se han quedado sin portaaviones de flota. Lo que aparece en las imágenes son unidades más pequeñas, seguramente mercantes transformados, no sé si norteamericanos o de factura inglesa. Según los irlandeses, los británicos están poniendo cubiertas de vuelo hasta a las chalupas, aunque esos engendros son lentos y solo pueden llevar cuatro o seis aviones. Apenas bastan para combatir a nuestros aparatos de reconocimiento y para realizar alguna patrulla antisubmarina. El ataque de la noche pasada parece haber acabado con dos o tres más de esos remedos de portaaviones, pero deben tener bastantes porque el último reconocimiento ha descubierto una agrupación con otros tres al norte de Irlanda.

—Siendo de esos, poco miedo —insistió Von Papen; mientras Von Manstein empezaba a enfadarse.

—Franz, por favor, deja hablar al almirante, que es el que conoce el tema ¿Es que te consideras más capacitado para dirigir la flota? —le reconvino de nuevo Speer, que prefirió intervenir antes de que Von Manstein contestase con menos modales—. Por favor, almirante Marschall, siga con su exposición.

—Gracias, canciller. Ministro, tiene usted razón al decir que esa flotilla no tiene nada que ver con lo que hasta hace muy poco tenían los británicos. Calculo que a lo sumo podrán llevar treinta o cuarenta aviones, y seguramente menos. Aun así suponen un problema porque Ciliax no gozará de la cobertura de la aviación terrestre. Además nuestra flota tampoco está al completo ya que los acorazados Bismarck y Cesare han tenido que quedarse en Vigo por averías. Así que tenemos dos blindados alemanes y dos italianos contra los cuatro ingleses. Los nuestros son más rápidos y modernos, pero solo el Tirpitz tiene una artillería comparable con la inglesa. Es decir, que los ingleses tienen alguna ventaja.

Speer intervino—. Por lo que nos cuenta resulta arriesgado enfrentarnos a los ingleses en estas condiciones.

—Desde luego. Por eso Ciliax va a intentar emplear su velocidad para superar al enemigo. Aparte que la flota británica y la de Ciliax no son las únicas en el mar.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Los hidrófonos del U-216 detectaron otra fuente de sonido que también se acercaba hacia el submarino. Esta vez la distancia estaba cayendo rápidamente, y el hidrofonista pudo deducir que se trataba de un pequeño convoy fuertemente defendido que iba a pasar a corta distancia del sumergible.

El capitán Röther ordenó descender por debajo de la termoclina mientras los hidrófonos detectaban con cada vez mayor claridad la aproximación de las hélices rápidas de un destructor. En cuando fue sobrepasado el U-216 volvió a cota periscópica y al mirar Röther bendijo a la diosa Fortuna. El horizonte estaba lleno de barcos, pero a unos centenares de metros veía una línea de portaaviones. Apenas tuvo tiempo para la marcación; momentos después cuatro torpedos partían de la proa del submarino; luego viró para lanzar el de popa y se sumergió para escapar del contrataque.

Desde la cubierta del Archer una decena de serviolas vigilaban las aguas. Era el momento más peligroso, cuando se llegaba a aguas profundas por una ruta predecible. Los vigías se gastaban los ojos, pues era probable que allá abajo hubiese alemanes. Entonces uno señaló a babor, y otros dos confirmaron que veían un periscopio. El capitán Robertson ordenó caer a estribor, pero el sumergible enemigo estaba demasiado cerca, y el Archer era producto de la transformación de un mercante. Solo tenía una hélice y un timón, y sus cualidades evolucionantes eran las propias de un pesado carguero y no las de un buque de guerra. Los serviolas vieron impotentes como las estelas se acercaban mientras el portaaviones empezaba a virar. De los torpedos lanzados por el U-216 tres estallaron bajo el casco, y segundos después lo hizo el pañol de bombas. El portaaviones se partió en dos, y la parte de popa, deshecha por la explosión, se fue al fondo en segundos. La parte delantera zozobró y flotó durante unos minutos, mientras los tripulantes intentaban sobrevivir en las aguas cubiertas de petróleo llameante. Una hora después se fue a pique el MAC Amastra, que había sido alcanzado por el quinto torpedo del U-216.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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No solo el gabinete estaba preocupado por las operaciones. El embajador italiano se había reunido primero con Von Papen y después con Speer. No debieron satisfacerle sus respuestas porque pidió audiencia con Von Lettow; aunque aun no era oficialmente el regente, era del dominio público su futuro papel. La audiencia fue privada pero Von Lettow me la relató después.

—Al embajador Alfieri le inquieta lo que pueda estar ocurriendo en el Atlántico. Aunque el almirante Bergamini está actuando como un subordinado leal, sus mensajes a Supermarina son preocupantes. Dice, con razón, que la flota se dirige a una batalla de devenir incierto. En Roma están muy preocupados. En noviembre estuvieron a punto de perder sus acorazados más modernos en la costa marroquí, y sus mejores cruceros lo han pasado mal en Canarias. Alfieri me ha dicho que la construcción de la flota ha supuesto un gran esfuerzo para una nación que no es rica. El embajador se pregunta si la operación no será demasiado arriesgada y que igual es mejor esperar a que vuelvan al servicio el Littorio, el Vittorio Veneto, el Bismarck y el Dunkerque.

Asentí mientras esperaba que Von Lettow siguiese.

—Yo he tenido que darle la razón en lo del riesgo —dijo el regente—, pero también le he recordado que no se pueden hacer tortillas sin romper huevos, y menos aun en un momento crucial de la guerra. Ahora, cuando la flota enemiga está contra las cuerdas, es el momento para darles la puntilla, sea cual sea el riesgo. Si esperamos daremos tiempo a los ingleses para que terminen los que están construyendo y para que reparen sus propios barcos, y nos encontremos como antes de Mogador. Me dijo que según sus cuentas seguiríamos teniendo más acorazados, pero le tuve que recordar que este era el momento ideal porque los ingleses se habían quedado sin portaaviones.

—No le habrá gustado la respuesta —me atreví a responder.

—No mucho. Me costó hacerle entender que la mejor forma de perder una guerra es no correr riesgos. Siendo tímidos permitiremos que los ingleses se recuperen o que, Dios no lo quiera, los americanos o los rusos se apunten a la fiesta. Tenemos que actuar ahora.

Comprendí que Von Lettow-Vorbeck había aceptado los argumentos de Von Manstein y de Marschall. Aunque tampoco le había costado mucho, porque en Tanganica ya había demostrado ser un jefe inteligente y agresivo.

—De todas maneras, he de confesarte que yo también noto un runrún en el estómago. Ante Alfieri me he mostrado como el mayor optimista, pero no se me escapa que podemos perder la flota en este envite. Si nos vencen, no será el final, pero ya no podremos vencer a los ingleses. Recuerda que el desastre de Trafalgar fue el comienzo de la ruina de Napoleón. Esperemos que Ciliax no sea un nuevo Villeneuve.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Néstor González Luján. Op. cit.

La marina francesa vuelve al Índico

La llegada de Lemonnier supuso un revulsivo para el escuadrón francés del Índico. El carácter del nuevo almirante quedó patente en cuanto recibió el nombramiento: escogió a hombres en los que confiaba (realizando las gestiones verbalmente o por vía telefónica, para evitar demoras propias burocráticas) y se trasladó a Massaua por vía aérea, donde llegó apenas cuarenta y ocho tras haber sido designado. Nada más tomar tierra impuso su dinamismo. Se reunió con los miembros del Estado Mayor de Laborde, a los que había ordenado que volasen a la base italiana desde Adén, para analizar lo ocurrido en Mori. Su sentencia fue palmaria: «mi predecesor tenía todo lo necesario para vencer menos una cosa: entrenamiento». Años después Lemonnier escribió en sus memorias que el revés sufrido unos días antes no solo se debía a la superior preparación británica, sino a los defectos del reconocimiento aéreo, que eran responsabilidad de Laborde y de su estado mayor. También anotó que lo que le había parecido más grave era que el acorazado británico Royal Sovereign hubiese estado durante casi dos días a merced de los cañones franceses, sin que Laborde prestase atención a los repetidos informes de los aviadores que situaban al buque enemigo en serias dificultades y casi a la vista de tierra. En cualquier caso, Lemonnier decidió que los hombres de Laborde no le merecían confianza y los sustituyó por los suyos. Los puso inmediatamente a trabajar, pues Lemonnier pensaba que tras el combate de Mori tenía una oportunidad pero que iba a ser fugaz. Como dijo a sus colaboradores: «la prudencia aconseja la paciencia, pero la paciencia no es buen substituto de la victoria». También les dijo «es la primera vez en siglos que la marina militar puede vencer a la Royal Navy, pero si perdemos tiempo también perderemos el tren». Al almirante francés no solo le preocupaba que se recuperase la Eastern Fleet británica, sino que Londres pidiese un armisticio que le permitiese reprimir la revuelta en la India y conservar el poder en el Índico. A largo plazo significaría que las posesiones francesas en el oeste de África, en el Índico y en Indochina quedarían aisladas en un océano hostil. Quería aprovechar la debilidad británica para asegurar las comunicaciones francesas en el Índico.

Al poco Lemonnier se trasladó a Adén, que ordenó convertir en la nueva base de la flota francesa. Massaua, el puerto italiano en Eritrea, estaba más resguardada pero demasiado alejada, a casi dos días de navegación de Adén, y no estaba preparada para mantener buques galos sino a los italianos. Otra alternativa hubiese sido Yibuti, pero apenas era un apostadero y su puerto tenía menos capacidad que el de Adén, que no estaba excesivamente expuesta al estar en el interior del golfo de su nombre. Sin embargo la nueva base tampoco tenía los equipos necesarios para el mantenimiento de la flota y por eso el almirante reclamó diques y grúas flotantes similares a los que estaban llevando a Vigo. También pidió que se trasladasen unidades de aviación adicionales para defender la nueva base y para expulsar a los submarinos enemigos del golfo de Adén.

Con Lemonnier llegó un escuadrón de refuerzo, que ya estaba en camino cuando se produjo el combate de Mori: dos cruceros pesados (el Foch y el Suffren, que acababa de ser reparado tras haber sido hundido por su dotación en Alejandría año y medio antes), los destructores pesados Mogador y Volta, equivalentes a pequeños cruceros, y los del mismo tipo pero más pequeños Le Hardi, Foudroyant, l’Adroit y Mameluk. Todos ellos habían sido modernizados con los últimos modelos de radiotelémetro. El francés también contaba con los buques supervivientes de Laborde: los acorazados Strasbourg y Provence, los cruceros Algerie y Marseillaise y los destructores Cassard y Valmy. También disponía del escuadrón italiano del Mar Rojo (cruceros Taranto y Bari, más siete destructores) y de otro español formado por el viejo crucero Navarra y los destructores igualmente añosos Ceuta, Melilla, Huesca y Teruel.

Al almirante le preocupaba la escasa preparación de sus unidades para el combate nocturno, pero no iba a tener tiempo para corregirla. Al menos, se podrían mejorar las comunicaciones, estableciendo procedimientos claros y normas de actuación. Para ensayarlos organizó en Adén se organizó una unidad de entrenamiento en tierra similar a las instalaciones de Cartagena, donde los comandantes se ejercitaron en simulacros dirigidos por el propio Lemonnier. Mientras sus subordinados se esforzaron en poner a punto los buques, y diez días después la flota del Pacto zarpó de Adén rumbo al Índico.

Con los buques de la flota también zarparon seis transportes que llevaban una brigada de la primera división colonial francesa. Además embarcaron en los destructores varias compañías de fusileros navales y del primer regimiento de cazadores paracaidistas, que acababa de organizarse.



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La invasión de Masira

El primer objetivo de Lemonnier iba a ser el dominio de la costa sur de la Península Arábiga. Hasta entonces los británicos controlaban Hadramaut y Omán; dado que las tropas que tenían eran insuficientes lo hacían mediante unidades móviles auxiliadas por unos pocos aviones anticuados de la RAF. El dispositivo había bastado para frenar a las desordenadas turbas saudíes y para contener a las fuerzas francesas en Adén, que estaban obstaculizadas por la dificultad del terreno, las comunicaciones rudimentarias y el clima. Sin embargo la defensa se basaba en unos pocos enclaves costeros, que además estaban mal defendidos, como habían comprobado los reconocimientos aéreos y los realizados por submarinos franceses. El resto del territorio estaba prácticamente vacío.

La escuadra se adentró en el golfo de Adén, y al amanecer del segundo día se presentó ante Salalá una división formada por el acorazado Provence, los cruceros Bari y Navarra, tres destructores italianos y otros tres españoles. El puerto, que Laborde ya había bombardeado un mes antes, era la base de las patrullas inglesas que todavía se mantenían a cincuenta kilómetros de Adén. Estaba defendido por el 38º Dogras, un batallón hindú que al ver aparecer los barcos del Pacto detuvo a sus oficiales británicos y depuso las armas. Su capitulación bloqueó a las pequeñas unidades inglesas que quedaban en Hadramaut. La posición de Salalá fue encomendada al batallón hindú, que fue reforzado por dos compañías de fusileros navales franceses que habían llevado los destructores. Días después llegaron fuerzas francesas adicionales.

Ese mismo día dos compañías de fusileros navales pusieron pie en tierra en la pequeña isla de Al-Hallaniyah, donde los británicos habían construido una pista de aterrizaje. El desembarco estuvo apoyado por los cruceros Algerie y Marseillaise, y los destructores Valmy y Cassard. La guarnición británica, que se reducía a una compañía de fusileros gurjas, se replegó al interior sin ofrecer resistencia. Cuarenta y ocho horas después llegaron los primeros aviones franceses al aeródromo, que se convirtió en una estación avanzada desde la que se bloqueaba la costa oriental de Hadramaut y la occidental de Omán.

Sin embargo la toma de esos dos enclaves no fue sino el preliminar del objetivo real de Lemonnier: la isla de Masira. Masira es una isla situada en la costa sur de Omán, casi en la entrada del Golfo Pérsico, de casi el mismo tamaño de Socotora pero con relieve menos accidentado. En el extremo noroeste los británicos estaban finalizando de una importante base aérea. Todo apuntaba a que Masira podría convertirse en un enclave desde el que podrían dominar el estrecho de Ormuz si Mascate caía, pero las obras estaban retrasadas y aunque la pista ya estaba terminada, las fortificaciones se reducían a unas pocas de campaña, y no había artillería de costa. La guarnición estaba formada por dos batallones 8º regimiento del Punjab de lealtad dudosa.

Al día siguiente de la toma de Salalá la fuerza principal de Lemonnier amaneció frente a Masira. El fuego de la artillería acabó con los pocos biplanos que la RAF mantenía en el aeródromo. Con su apoyo desembarcaron los paracaidistas, que habían sido llevados por los destructores. Igual que en Salalá la resistencia fue mínima, pues un batallón de mayoría hindú depuso las armas, y el otro, musulmán, se retiró hacia el sur. La base aérea (que fue bautizada Maréchal Pétain) se convirtió en una de las principales del Pacto al dominar los accesos al estrecho de Ormuz y bloquear Omán. Afortunadamente para los británicos la defección de otro batallón hindú les había obligado a evacuar Mascate justo antes de la conquista de Masira.

La primera fase de la operación sorprendió a los británicos, que no esperaban que los franceses se recuperasen tan rápidamente tras el revés de Mori. Aunque la guarnición de Mascate había podido retirarse, en el resto de Omán y en Hadramaut quedó aislado un importante contingente británico. Con la retirada cortada y temiendo entregarse a los saudíes los quince mil hombres del general Maltby (de ellos ocho mil británicos y australianos) capitularon ocho días después. En los días siguientes se entregaron otras unidades que habían quedado aisladas; la última fue el batallón musulmán de Masira. Otras formaciones de mayoría hindú se unieron al Ejército de la India Libre y colaboraron en la ocupación de los territorios. Más adelante dicha ocupación suscitó un conflicto con Riad, que deseaba apropiárselos, aunque finalmente el monarca saudí tuvo que reconocer la necesidad militar de mantener fuerzas del Pacto mientras persistiese la amenaza anglonorteamericana.



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El bombardeo de Bombay

La expulsión de los británicos de la costa de Arabia solo fue el primer paso de las operaciones francesas. Lemonnier, como hemos visto, era partidario de golpear el hierro cuando aun estaba caliente. Los agentes japoneses en Ceilán y en Australia le habían confirmado que la Eastern Fleet había quedado reducida a unos pocos buques: el acorazado Royal Sovereign había entrado en el dique de Trincomalee en Ceilán, para reparar os daños mayores y poder afrontar el traslado a la costa oeste norteamericana. El crucero Canberra también había tenido que dirigirse a los Estados Unidos. Los portaaviones Hermes y Archer estaban indemnes, pero sus grupos aéreos habían sido aniquilados. En la práctica la escuadra inglesa del Índico había quedado reducida a un crucero pesado, cuatro ligeros y unos cuantos destructores. Por otra parte, Lemonnier pensaba que la rebelión de la India había afectado a la operatividad de la RAF en el subcontinente. Creyendo que la amenaza aeronaval había desaparecido, se decidió a realizar la operación a la que Laborde no se había atrevido meses antes: el bombardeo de Bombay.

Aunque había sido en Bombay donde se encendió la llama de la rebelión, buena parte de la ciudad seguía en manos británicas. Inicialmente los ingleses se habían tenido que refugiar en dos enclaves, en Malabar Hill y en la base naval, pero poco después emprendieron la reconquista de la ciudad. Aunque los amotinados tenían superioridad numérica y disponían de las armas pesadas de las dos divisiones sublevadas, estaban cortos de municiones y de armas con que equipar a los voluntarios. Además al caos causado por el motín estaba empeorando la hambruna en la provincia. Por el contrario la guarnición británica se había reforzado con soldados que habían escapado del campo rebelde (en su mayoría musulmanes o de origen nepalí) y recibía suministros desde Paquistán primero mediante hidroaviones de largo alcance y después con convoyes costeros.

El primer paso del contrataque inglés fue la reconquista de los islotes Oyster, Middle Ground y Cross. Fue una operación sencilla gracias al apoyo del crucero Diomede y del cañonero Warrego, aunque no se pudo impedir que los rebeldes inutilizasen los grandes cañones de costa. Después se recuperó la estratégica península de Colaba, donde fueron capturados almacenes con alimentos que los rebeldes no habían conseguido evacuar. Tras haber reducido el perímetro del enclave del sur el general de brigada Jerrard (que había conseguido escapar de sus captores) organizó una columna que expulsó a los amotinados del centro de la ciudad, consiguiendo conectar con Malabar Hill. Esas noticias animaron al general Wavell, que se había establecido en Karachi tras conseguir escapar de la asediada Delhi. La reconquista de Bombay no solo sería un serio golpe moral para los rebeldes, sino que distraería su atención justo cuando Wavell se preparaba una contraofensiva destinada primero a expulsar a los indios del Punjab y después liberar el asediado barrio europeo de Delhi.

Lemonnier no iba a darle tiempo. En cuanto sus fuerzas tomaron el aeródromo de Masira la escuadra zarpó hacia Bombay con su agrupación rápida (el Strasbourg, tres cruceros pesados, uno ligero y ocho destructores). El almirante francés supo que su predicción había sido acertada al no ser observado por ningún avión británico; de hecho los grandes hidros de reconocimiento y los pocos polimotores que quedaban se estaban empleando para mantener el contacto entre Paquistán y los enclaves costeros que seguían resistiendo como Surat, Bombay, Mangalore o Cochín.

Inicialmente los defensores de Bombay saludaron con alborozo la llegada del escuadrón francés, creyendo que se trataba del esperado auxilio de la Royal Navy, pero desde el Diomede se identificó la característica superestructura del Strasbourg. Como el crucero no sobrepasaba los diez nudos a causa de las averías sufridas durante el enfrentamiento con el cañonero Clive, no intentó salir a mar abierto sino que prefirió combatir escudándose en los islotes de la bahía. Fútil intento porque el Foch lanzó un hidroavión de reconocimiento que permitió dirigir el tiro del crucero pesado. Tras un corto combate el Diomede se incendió y tuvo que encallar junto a la estación ferroviaria. Similar destino sufrió el Warrego, que se hundió en las cercanías de la batería de Middle Ground tras ser alcanzado por el Marseillaise.

Mientras el Foch y el Marseillaise acababan con el crucero y el cañonero, el resto del escuadrón francés destruyó las embarcaciones de la bahía. Después comenzó el bombardeo de las posiciones británicas. Animados por la presencia de los barcos franceses los rebeldes pasaron al ataque, pero las fuerzas británicas, aunque desmoralizadas, siguieron presentando fuerte resistencia, a sabiendas del destino que les esperaba en caso de derrota. Por otra parte los líderes de los amotinados preferían evitar una batalla urbana no solo porque heriría de muerte a la ciudad sino porque conllevaría miles o decenas de miles de víctimas civiles. Lemonnier ya había previsto la situación y había obtenido la autorización de París para intentar mediar. Envió al comandante del Mameluk como intermediario, ofreciendo protección al gobernador Lumley si capitulaba antes de veinticuatro horas. Lumley, además de tener motivos para temer la venganza de los indios, acababa de recibir un comunicado de Wavell que le anunciaba que la Eastern Fleet se había retirado a Ceilán. Intentó que Lemonnier le permitiese retirar sus fuerzas a Paquistán, pero el almirante francés amenazó con irse de Bombay abandonando a los británicos a su suerte. Finalmente el gobernador aceptó las condiciones: las tropas europeas pasarían a ser prisioneras de guerra, y las nativas podrían escoger entre la desmovilización, incorporarse al ejército del Congreso o al ejército libre de la India. Los civiles que lo deseasen serían evacuados en buques de la Cruz Roja. Hasta entonces los rebeldes no entrarían en las zonas británicas, y uno de cada cinco ingleses podría conservar las armas personales.



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