¿tú en exterminio?
¿tú ya en extraño dominio?
¡Qué dolor! ¡Oh Patria amada!
BEATRIZ DE JÚSTIZ Y ZAYAS, marquesa de Jústiz de Santa Ana (1762)

INGLESES EN CUBA
Por Manuel Moreno Fraginals
Por ser centro de defensa y comunicaciones del imperio español, Cuba fue la isla más codiciada por los intereses británicos que estimaban que su dominio naval del Caribe culminaría con la posesión de los enclaves básicos de La Habana y Santiago de Cuba. Desde estas ciudades se podría conquistar Cartagena que era, después de La Habana, el centro militar y marinero más importante de Indias. Logrados estos tres objetivos el comercio americano estaría en manos del gran poderío naval inglés y bastarían unos ataques a Veracruz y Portobelo para que se derrumbase todo el imperio. Este era, al menos, el pensamiento expresado por James Vernon, quien fuera secretario de Estado de Gran Bretaña y rico plantador azucarero del Caribe. A su hijo, el almirante Edward Vernon, le correspondió la primera parte del de desarrollo de este ambicioso plan.
Edward Vernon, aparte de sus acciones como marino, pasó a la historia azucarera como ejecutor en el Parlamento británico e la política del West Indian Lobby, que logró la aprobación de una ley por la cual todo marino inglés del Caribe recibiría diariamente una ración de ron, lo que significó ingresos millonarios para los plantadores ingleses. Esta ley estuvo vigente, increíblemente, hasta 1970, extendida ya a toda la marina inglesa, y daba a los marinos la opción de tomar el ron o recibir tres peniques por cada abstención. Vernon pasó al folklore con el sobrenombre de «Old Grog». El término grog, sin traducción en castellano, posiblemente se deriva de grogram, un tejido basto del que es taba hecho un manto que Vernon utilizaba continuamente en altamar. Sin embargo, por asociación de ideas respecto a su famosa ley sobre el ron, la palabra pasó a significar un brebaje de ron y agua. Y de ella se han derivado los términos groggery (tasca o taberna) grogginess (borrachera) y groggy (borracho, aturdido, atontado).
En el aspecto de la política internacional, Edward Vernon hizo suyo el famoso lema de No peace with Spain. Cuando en 1739 se declaró oficialmente la guerra entre España y Gran Bretaña, Vernon zarpó para Jamaica, siguió rumbo al istmo de Panamá, y el 2 de diciembre de 1739 penetró en Portobelo.
Tomada la ciudad, se quedó en ella durante dos meses y más tarde intentó un ataque a Cartagena. Regresó a Portobelo, destruyó sistemáticamente todas las fortificaciones del puerto y de la desembocadura del río Chagres, que era la primera etapa de la ruta tradicional para llegar a Panamá, y retornó a Londres. Aunque victorioso, las experiencias de Cartagena y Portobelo fueron dolorosas: entre las muertes por enfermedades tropicales y en combate, perecieron las dos terceras partes de sus hombres. Cartagena fue defendida heroicamente por Blas de Lezo, uno de los más extraordinarios marinos españoles del siglo.
En 1741 Vernon partió de nuevo hacia el Caribe, con la misión expresa de tomar La Habana. Pero una vez en el terreno de los hechos optó por una tarea mucho más modesta: tomar Santiago de Cuba. Debido a la eficaz defensa española, Vernon no pudo forzar la entrada del puerto: entonces desembarcó por la bahía de Guantánamo, al este de Santiago, y trató por tierra de tomar la ciudad. El sitio de Santiago de Cuba se inició el 29 de julio de 1741. Y terminó el 19 de diciembre del mismo año, con victoria de las armas españolas. Vernon se retiró con pérdidas superiores a las que sufriera en Cartagena. Su acción fue, en cierta forma, el prólogo de un esfuerzo inglés mucho mayor, veinte años más tarde: el ataque a La Habana.
El 7 de febrero de 1761 tomó posesión del cargo de capitá general de la isla de Cuba el mariscal Juan de Prado Portocarrero Mallesa y Luna, con órdenes expresas de retirar el monopolio del tabaco a la Real Compañía de Comercio de La Habana; restablecer, con cambios formales, la Real Factoría de Tabacos; prepararse para la casi inevitable intervención de España en la guerra que por entonces libraban Inglaterra y Francia; y poner coto al creciente poder de la oligarquía criolla habanera. Las medidas que de inmediato tomó respecto a la Compañía de Comercio de La Habana significaron la muerte de esta empresa. El restablecimiento de la Real Factoría de Tabacos revitalizó prácticas económicas profundamente combatidas por la oligarquía habanera al resucitar la institución que en cierta forma fuera ejecutora y símbolo por excelencia del anticriollismo.
Después de una serie de investigaciones administrativas, el 25 de febrero de 1762, Prado Portocarrero declaró culpables de desfalco a la Real Hacienda a tres de los más altos funcionarios criollos: el tesorero y ministro honorario de la contaduría mayor, Diego Peñalver Angulo, el contador Juan Tomás de la Barrera Sotomayor, y el oficial supernumerario Antonio Pérez Rivero. Era evidente que el nuevo gobernador iniciaba, con toda decisión, una política cuyo objetivo era frenar el creciente poder económico y político de la oligarquía criolla; como fiadores de los encausados quedaron Miguel de Cárdenas Vélez de Guevara, Pedro de Estrada y Francisco Franchi Alfaro. Transcurridos poco más de tres meses, en medio de la tensión provocada por estos cambios administrativos, aparecieron a la vista de El Morro las velas de la armada británica, que atacó La Habana. Tras una sangrienta lucha, la ciudad capituló. Los ingleses gobernaron durante once meses. En 1763, La Habana retornó a manos españolas.
Este hecho de armas ha sido el punto focal de la historia tradicional de la Isla, donde mito y realidad se confunden. Es de 1 magnitud la carga ideologizante que en la formación de la conciencia patria tuvo la interpretación dada por la oligarquía criolla a la toma de La Habana por los ingleses, que se hace imprescindible un replanteo, no de los hechos, que han sido muy en estudiados, sino de las categorías manejadas por los historiadores A tradicionales. Sin entrar en la narración pormenorizada la cruenta batalla por apoderarse de La Habana, lo primero que resalta a la vista es que ésta fue la mayor movilización militar y naval que hasta el siglo XIX conociera la historia americana.
Rodeada de fuertes y murallas, La Habana había sido pensada como la Numancia americana; sin embargo, los tiempos numantinos habían pasado. El siglo XVIII que marca el nacimiento de la Revolución industrial, estaba generando una nueva artillería cada vez más potente, de mayor alcance, y más precisa en sus blancos, que tornaba obsoleta la concepción defensiva de plaza cena da. En una nueva lucha de espacios abiertos era necesario poner en pie, rápidamente, un poderoso ejército de gran movilidad, capaz de derrotar a un enemigo que tenía el control indiscutible de los mares y que había probado que era capaz de situar más de 15.000 efectivos en una cabeza de playa. La defensa de La Habana fue heroica al modo español de no pasarán; pero pasaron, por su extraordinaria superioridad numérica, un armamento más moderno y eficiente y una alta logística. Y es posible que al triunfo inglés contribuyeran también errores españoles. Sin entrar en los detalles en que abunda la historia militar, basta consignar que la toma de La Habana por los ingleses fue el hecho de guerra de mayor significación de los tres primeros siglos de la colonización americana por el extraordinario volumen de soldados movilizados, por los miles de bajas en combate y las epidemias desatadas en la lucha. En la toma de La Habana, los ingleses emplearon más del 50 por 100 de sus fuerzas navales destacadas en el Caribe y los españoles perdieron más del 20 por 100 de su marina. La lección más elemental aprendida fue que La Habana, la ciudad española más fortificada de América, no era inexpugnable y, lo que es más, sólo era defendible con éxito mediante la incorporación de la población nativa urbana a las fuerzas militares. Y esta última era una conclusión política.
De la toma de La Habana por los ingleses, la historia tradicional ha tomado y magnificado tres hechos: la defensa del Castillo del Morro por Luis Vicente Velasco; las acciones que pudiéramos llamar guerrilleras (en el sentido de partidas de paisanos independientes del ejército regular) de José Antonio Gómez; y la ineptitud y torpeza militar del gobernador y capitán general Juan de Prado Portocarrero Mallesa y Luna. Analicemos los tres hechos.
Fue Luis Vicente Velasco un marino de Cantabria de brillante carrera, que en 1762 estaba al mando del navío Reina, de la escuadra que, en viaje de retorno, se encontraba anclado en el puerto de La Habana. Con un historial guerrero de leyenda por haber tomado al abordaje varios navíos ingleses y realizado acciones como corsario en las costas de Cuba, se le encargó el mando del Castillo del Morro, punto clave de la defensa de la ciudad. Con un derroche de actividad y valor casi suicida peleó durante 45 días hasta caer herido de una bala en el pecho cuando con sus hombres combatía en primera línea. Fue trasladado a la ciudad y murió al día siguiente, 31 de julio de 1762.
A su vez, José Antonio Gómez, alcalde de Guanabacoa, organizó a unos doscientos campesinos y en encuentros informales, en un terreno que conocían palmo a palmo, creó dificultades innumerables a las tropas inglesas. Como las guerrillas de José Antonio Gómez peleaban al margen de las órdenes centrales, el capitán general intentó someterlas a sus órdenes. Pero no se trataba de un cuerpo militar disciplinado, sino de un grupo aglutinado en torno a un cabecilla de arraigo popular; José Antonio Gómez se retiró de la lucha y el movimiento se desorganizó. En cuanto al gobernador y capitán general Juan de Prado Portocarrero Mallesa y Luna cabe decir que no era un militar improvisado, sino un hombre con 34 años en el ejército, acciones en Europa y África y por lo menos dos veces herido en combate. Por tanto, el cúmulo de acusaciones de ineptitud e inclusive cobardía que cayó sobre él por su actuación en la defensa de La Habana no puede ser interpretado como simple expresión de patriotismo herido por la derrota. Se trata de un juicio valorativo emitido por sus más acérrimos enemigos, lo que supone un contenido político e ideológico que es necesario analizar.
Detrás del sangriento episodio de la toma de La Habana por los ingleses y del consejo de guerra que con inusitada rapidez celebraran en Madrid a los jefes y oficiales derrotados, se ad vierte la honda brecha abierta entre el poder peninsular metropolitano y el poder local de la oligarquía habanera. Obsérvese que en toda la extensa literatura cubana, de entonces a hoy, al hablar de José Antonio Gómez siempre se le dará el apodo, alias o nombre familiar de Pepe con el que en castellano se nomina a los José. Nombrar por el apodo es signo de confianza, de intimidad, que sólo se tiene con el amigo o familiar: al llamar Pepe al alcalde de Guanabacoa se le imparte una connotación de pertenencia, de comunidad, de ser de los nuestros y no de los otros. En síntesis, se define el campo político en que está situado el personaje en cuestión.
En cuanto a las acciones de Luis Vicente Velasco, el relato se abre en nueva estrategia discursiva: es obvia, indiscutible, la heroicidad del personaje, la magnitud de la proeza realizada, la defensa numantina del Morro, la muerte en la primera línea del combate. Pero Velasco no pertenece al ejército regular destacado en La Habana: es un marino de tránsito en el puerto, con 50 años de edad de los cuales 35 los ha pasado en el mar. Es un santanderino, como los corsarios «vizcaínos» que hicieron de La Habana su centro de operaciones. Desde 1742 Velasco es un personaje de fábula en la ciudad, cuando con una nave relativamente pequeña apresó una fragata y un bergantín inglés, hazaña que repite en años posteriores al mando de los jabeques que protegían la costa norte de Cuba. Nombrarlo para la defensa del Morro revela la falta de jefes entre las fuerzas destacadas en La Habana.
Finalmente, cuando la historia tradicional enjuicia a Juan de Prado Portocarrero no está sólo señalando la errónea estrategia militar del gobernador, sino impugnando a un jefe de allá que no ha querido emplear a fondo las potencialidades de acá; es el peninsular que margina al alcalde de Guanabacoa, Pepe Antonio, y al regidor de La Habana, Luis de Aguiar, porque son criollos. Y, finalmente, se le imputa la falta imperdonable de capitular sin consultar al Cabildo (cúpula de la oligarquía habanera) ni al obispo (por primera y única vez en la historia colonial cubana, el obispo de La Habana era criollo, aunque dominicano)…
La disyunción criollo/peninsular era demasiado compleja para ser reducida a simple expresión superestructural de un conflicto económico. Sin embargo es importante destacar cómo el hecho guerrero de la toma de La Habana impulsó una nueva política económica de la oligarquía y de la propia metrópoli. El azúcar era una actividad esencialmente criolla. Hemos visto que en el momento de estos acontecimientos molían 88 ingenios en la zona de influencia de La Habana: todos pertenecían a familias criollas. El tabaco, también lo hemos visto, era monopolio español. La ocupación inglesa sustituyó al gobierno central español pero mantuvo la misma organización política local preexistente. Y Suprimió la Real Compañía de Comercio de La Habana y la Real Factoría de Tabacos. Es decir, aunque sujeta a un nuevo poder colonial, la oligarquía habanera dilata el ámbito de su actividad económica no sólo por la nueva institucionalización, sino también porque los ingleses tienen una capacidad de transportación y marketing superiorísima a la de los vencidos gobernantes peninsulares.
Así, con la ocupación inglesa, se reactivó en la isla de Cuba el ya enraizado concepto de plantación. En realidad, desde mucho antes, los productores habaneros habían iniciado el despegue azucarero, y si no habían logrado cifras productoras significativas se debía a los frenos y obstáculos legislativos y burocráticos puestos por la metrópoli. El inglés les desató momentáneamente del monopolio gaditano, de los controles de la Real Compañía y los privilegios de la Real Factoría y, por último, les reintegró perdidos privilegios municipales. Por eso la oligarquía habanera, después de las iniciales protestas de fidelidad a Carlos III, entrará por los cauces de la economía inglesa y, al retornar el gobierno españole recordará siempre los once meses de dominio inglés como un esplendente destello de libertad.
Esto fue especialmente visible en el comercio de esclavos, que era la necesidad fundamental de la naciente sacarocracia criolla. Por primera vez el productor habanero compra directa mente al negrero inglés, sin intermediarios rapaces y usureros. Durante la ocupación inglesa el comerciante de Liverpool situó sus esclavos en La Habana, sacándolos directamente de sus depósitos en Jamaica. Y el hacendado criollo se ve aún más favorecido porque la saturación de las Sugar Islands ha bajado el precio de los negros que se venden no sólo más baratos Sino financiados.
No es posible fijar el número exacto de esclavos introducidos por los ingleses en sus once meses de dominio. Según un folleto de la época, en los momentos que se estaba firmando la rendición de la plaza ya había un barco negrero esperando la señal para entrar. Lo cual estaría dentro de la tradicional eficiencia comercial inglesa. Lo indudable es que comerciantes esclavistas, enterados de la victoria, pusieron proa hacia la ciudad conquistada. Entre las grandes firmas que llegan a La Habana están John Kennion, Samuel Touchet, Robert Grant, Charles Ogilvie, Matby and Dyer, James Christie, Alexander AndersOfl & Davidson, William Wright & Co., Richard Atkinson y William Bond.
De este grupo el más importante como negrero fue John Ken nion, quien obtuvo un asiento (grant), y a partir del 23 de noviembre de 1762 colocó en La Habana 1.634 esclavos de uno y otro sexo. No todos eran de nueva importaciófl pues hay que descontar 52 que habían sido esclavos del rey en el arsenal de La Habana y fueron tomados como buena presa de guerra por los ingleses. Hay dos más que habían pertenecido a Domingo de Lizundia, fueron hechos prisioneros y el amo los rescató pagan do su valor.
En cantidades menores se vendieron otros muchos grupos de esclavos. Henry Laurens, asociado a firmas de Liverpool y más tarde presidente del Congreso de las Trece Colonias, comentaba el espíritu de los plantadores de Georgia y su interés por vender esclavos en La Habana. Tradicionalmente se habla de 4.000 negros introducidos durante la ocupación, cifra que se corresponde con los 18.721 que vendieron en la isla de Guadalupe que ocuparon durante poco más de 3 años. Nosotros sólo tenemos constancia de los 1.634 anteriormente mencionados. De todos modos puede afirmarse que los ingleses, en once meses de ocupación, introdujeron en La Habana y vendieron a bajo precio más esclavos que los que abastecía el comercio regimentado por España. Pero esta fuerza de trabajo no hubiera podido ser absorbida si previamente no hubiese estado instalada la capacidad de producción que los requería, y si no hubiese existido, también, la acumulación de capital necesaria para esta inversión en fuerza de trabajo. Así, la importancia de la ocupación inglesa, además de los aspectos señalados anteriormente, está también en haber acelerado una tendencia plantacionista ya en proceso. En menos de un año los ingleses rompieron el estatismo productor habanero, introduciendo esclavos, liquidando trabas burocráticas, ampliando abruptamente el mercado comprador de azúcar, mejorando la red de comercialización y aumentando la capacidad de transportación. Se comprende así por qué en el futuro los azucareros recuerden este periodo como época feliz. Época feliz de los productores azucareros que será trágica para negros y mulatos, libres y esclavos. Se recrudece la barbarie esclavista en una colonia donde, al decir de los propios ingleses, los amos de esclavos eran los más humanos de todas las colonias europeas. Los documentos de la época revelan cómo decenas de negros y mulatos huyeron aterrorizados de la ciudad conquistada a donde el invasor traía un régimen de trabajo perfeccionado para extraer al esclavo hasta la última gota de productividad. Aún muchos años después fue necesario dictar medidas para atraer a los negros «guachinangos que huyeron con ocasión de la guerra con el inglés» (guachinango, ‘astuto, malicioso, avisado’).
Para la metrópoli española, la guerra de los Siete Años y su culminación en la pérdida de La Habana significó romper, al menos temporalmente, la estructura de su sistema de comunicaciones y defensa imperial, aparte de cuantiosas pérdidas materiales. Se calcula que la armada surta en el puerto habanero y que fue capturada íntegra por los ingleses equivalía a no menos del 15 por 100 del poderío naval español. Ahora quedaba en manos enemigas el canal de La Florida y el acceso a la corriente del Golfo, que era por excelencia el camino marinero de los navíos de retorno a España. Se había perdido también el astillero más importante del Nuevo Mundo.
Por complejísimos problemas económicos y de balance de fuerzas políticas en Europa, en el año de 1763, sólo once meses después de la toma de La Habana, se firmó el tratado de París que dio fin a la guerra de los Siete Años, devolvía a Francia las islas de Martinica, Guadalupe y Santa Lucía; cambiaba La Habana (primera plaza fuerte del imperio español) por los pantanos desolados, insalubres y por entonces improductivos de La Florida; retenía para Inglaterra a Canadá, Dominica y Granada; y le entregaba las islas neutrales de San Vicente y Tobago.
En el Parlamento inglés, William Pitt, caracterizado por su parquedad, pronunció un discurso de 3 horas y 40 minutos. Traducidas al castellano, sus dramáticas palabras finalizaron así:
«... levanto mi voz, mi brazo, mi mano, contra los artículos preliminares de este tratado que obscurece todas las glorias de la guerra». Al retornar La Habana a manos españolas la corona introduce una serie de cambios políticos que, inmersos en una nueva coyuntura internacional, darán una especial significación a la isla de Cuba.
