Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

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Río de sangre

En el día de Santa Irene, quinto del mes de marzo de 1682.

—Dígame, teniente ¿Qué debo hacer con usted? ¿Condecorarle, o ahorcarle?

Barrau guardó silencio. Ya se imaginaba que el coronel Estébanez le iba a soltar una filípica; lo que no esperaba era que lo hiciera estando presentes otros oficiales. Intentando justificarse no ganaría nada.

—He leído su informe, pero tengo algunas dudas ¿Seguro que ha puesto todo? ¡Conteste, teniente!

—Sí, señoría. Todo lo escrito es cierto, hasta la última coma.

—Bien, como usted es un oficial y se supone que un caballero, tendré que creerle. Sin embargo, por el campamento circulan todo tipo de rumores ¡Hombre de Dios! ¿Por qué no se dejó matar? Ahora podría enviar una bonita condecoración a su familia, el ejército tendría un héroe más, y yo un problema menos.

El teniente prefirió seguir callado. El coronel esperó un momento y, al ver que Barrau no decía nada, prefirió seguir.

—El conde de Grajal tampoco está demasiado satisfecho con usted. Él también hubiera preferido un héroe muerto a un tenientillo descarado que nadie querrá tener bajo sus órdenes. Me ha ordenado buscar una solución, y creo haberla encontrado. Espero que también sea de su satisfacción.

Barrau permaneció firme, aguantando el chaparrón.

—¿No tiene boca, teniente? ¿O sólo la sabe emplear para desobedecer órdenes?

—Mi coronel —el teniente se apresuró a responder—, yo solo cumplí las órdenes del capitán Gonzaga, que seguía al mando del convoy.

—Eso es lo que dice usted. Por lo que sé, si Gonzaga no estaba en el otro mundo, poco le bastaba, y hubo algún correveidile que le fue con el cuento de que…

—Señoría, con el respeto debido, mi honor de oficial no me permite tolerar tales insinuaciones.

—¿Honor de oficial? Yo sí que le metería ese honor por donde no luce el sol. Cállese y no empeore su situación. Le decía que el conde me ha ordenado encontrarle alguna solución, y yo creo que esta será satisfactoria para todo el mundo. Al ejército le conviene tener héroes muertos.

Las palabras del coronel habían superado las aguantaderas del teniente, que respondió a su jefe—. Mi coronel, no sé si usted tendrá por costumbre tratar de tal manera su honor, pero el mío no me permite escuchar esos insultos. Solo porque las ordenanzas lo prohíben no le exijo que apoye sus palabras con la espada.

Barrau hablaba con cuidado, pues los duelos no solo estaban proscritos, sino que tampoco estaban bien vistos entre oficiales con tal diferencia de grado. Aunque, viendo las caras que ponían los otros ahí presentes, comprendió que Estébanez había ido demasiado lejos. A fin de cuentas, las ordenanzas dirían lo que quisieran, pero tampoco era tan raro que las pendencias se saldaran con animadas conversaciones en lugares recónditos; tampoco eran raro que en esas charlas hubiera quien se clavara accidentalmente la espada. Quien provocara a sus compañeros, pero después negara a platicar, ganaría la reputación de cobarde, el peor baldón en los Reales Ejércitos. El coronel también debió entenderlo, pues rebajó el tono.

—Teniente, cuide sus palabras— advirtió.

Barrau entendió que era ahora Estébanez quien estaba en evidencia. Con todo, sabía las consecuencias que para él tendría un desafío; dejaría que el coronel fuera el que se adelantara. Iba a cuidar sus palabras, desde luego, pero no pensaba dejar la ofensa sin respuesta.

—Mi coronel, le juro que mi honra está más limpia que la suya y, si tiene alguna duda sobre él, podrá acompañarme en el próximo asalto. Allí, en el campo del honor, veremos quien tiene más.



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Dado el error, añado más.


La franqueza de Don Félix me animó a consultarle sobre una cuestión de la que había oído rumores, pero de la que nadie hablaba mucho. Ni siquiera quiso sacarme de dudas el general Rojas, al que había tenido el placer de conocer el año anterior cuando visitaba la fortaleza de Bayona. Fue Rojas quien me recomendó que visitara al que ahora me acogía, pero sin querer darme muchas explicaciones. Ahora bien, no podría irme de Ansils sin satisfacer mi curiosidad y la de mis lectores.

—Don Félix, me parece que se ha dejado algún detalle en el tintero. Corre por ahí el rumor de que usted le dio una contestación a los turcos de las que calan.

—¿Qué es lo que le han dicho?

—Pues la verdad es que me han contado tantas versiones de la historia que no sé con cual quedarme. Fíjese que hasta he llegado a oír que les preguntó a los turcos que cuándo iban a rendirse.

El viejo soldado rio antes de responderme— ¡Qué cosas va diciendo la gente! No llegué a eso. Es cierto que los turcos vinieron a parlamentar, como si no supieran que los españoles no se rinden. Por eso, les pregunté si iban a traer ellos la comida, porque no tendríamos suficiente para tantos prisioneros.

No pude retener una carcajada— ¿Así que es verdad lo que se cuenta? Me tendrá que permitir que lo publique. Una balandronada como esa no puede quedar en el olvido.

—¿Balandronada? Qué va. Como nosotros no íbamos a rendirnos tendrían que ser los turcos. Quién iba a pensar que por culpa de esas toallas que llevaban arrolladas a la cabeza les hubieran fermentado las ideas ¿Rendirse un español?

—También se dice que mal acabó la parlamenta.

—Culpa del cab*** malnacido del pachá. No le he dicho que yo no estaba al frente de nuestra delegación, sino que solo hacía de portavoz del pobre capitán Samaniego. Hablé con los turcos con toda la cortesía que era capaz, pero el hijo de marr*** se lo tomó a mal y ordenó matar al capitán. Mala idea.

—¿Para el capitán?

—Para el capitán, y para el cer** turco —me contestó Don Félix—. Como yo me temía lo que pudieran hacer esos hijos de p****, había dispuesto algunos tiradores. Ya sabe usted, tonto prevenido vale por dos, o algo así dicen. Ese pachá, que espero que esté lamiendo el cip*** a Belcebú, ordenó a sus esbirros que nos apiolaran, pero fueron ellos los apiolados de la plomada que les metimos. Pena fue que antes matasen al capitán Samaniego y al teniente Losilla. Incluso Rojas se llevó un recuerdo.

—Sí, la oreja del general es famosa.

—Su media oreja, dirá.

De nuevo reí. Pero no pode menos de cuestionar a Don Félix eso de los fusiles—. Me dijeron que fue usted el que dejó seco al pachá con su tirogiro.

—¿Eso dicen? Qué más darán balas de fusil o de pistola. Por desgracia, aun no sabía que al cabroncete solo le di de refilón. Al menos, mandé al hidep*** del renegado a la misma caldera que el c*** de su Mahoma, y nos volvimos a las líneas. Con alguna prisa, que no era caso de entretenerse de tantos flechazos que nos tiraban.

—Menos mal que no le dieron.

—Tiraban sin apuntar, que bastaba que asomaran la testa para que los Mieres les levantaran la tapa de los sesos. No pasamos demasiados apuros y, ya reunidos con los nuestros, tocó esperar los ataques de los turcos. Que ya le he dicho que no fueron nada del otro jueves.



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—¿Capitán Izquierdo? Se presenta el teniente Barrau. A sus órdenes —saludó el oficial, temiéndose lo peor, porque el capitán de marras lo miraba con cara de pocos amigos. No creía que fuera por el uniforme, porque Izquierdo no es que fuera como un pincel: llevaba la casaca medio abierta, la camisa abrochada coja, y tampoco cuadraba del todo con la uniformidad el chambergo, puesto de medio lado y con un ala arrollada; las pintas del oficial no eran las que exigían las ordenanzas, ni siquiera en campaña.

—Descanse, teniente. Así que usted es el indeseable que me ha mandado Estébanez.

Ante la respuesta, Barrau prefirió callar, a ver por dónde salía el capitán.

—Correo macuto va diciendo algunas cosillas sobre usted y su particular concepto de la disciplina. Incluso van contando que le están buscando un bonito ataúd donde clavar las medallas ¿Es así, teniente?

—Mi capitán, ya sabe lo que son las habladurías…

—¡Habladurías dice usted! Ahora resultará que pasarse las órdenes por la entrepierna son dimes y diretes. Dicen que desafió al coronel a acompañarle contra los turcos ¿Cuál es el concepto que usted tiene de la disciplina? Imagínese la que me ha caído ¿Qué hago con usted? ¿Qué se le va a ocurrir ahora?

—Mi capitán, le repito que estoy a sus órdenes para lo que guste mandar —replicó el teniente, con palabras corteses, pero con un cierto enfado.

—Veo que no le gustan mis palabras. Pues me da igual. Ya sabe que al Ejército se viene a obedecer y a morir, no necesariamente en ese orden, y en el suyo, me parece que va a ser en el inverso ¿Le parece bien?

Barrau estaba empalideciendo. Iba a responder, cuando Izquierdo se echó a reír— Bueno, ya te he soltado el discursito. No sé qué tal papel haría yo como actor, pero te aseguro que al mus nadie me pilla un farol. Bienvenido a la compañía de los descarriados —saludó, ofreciéndole la mano—. Por de pronto, apéame del usted, que aquí gastamos de la misma cortesía que los Grandes de España ¿Te parece mal?

A Barrau le extrañó, pero se adaptó enseguida—. Como usted diga, perdón, como desees, mi capitán.

—Así me gusta. Bueno, te estaba hablando de esta compañía de mis amores. Ya sabes que en la milicia siempre hay algunos que no terminan de agradar al mando, y resulta que me incluyo entre ellos. A Estébanez no le gustan mis galas —señaló, refiriéndose al desastrado uniforme—, pero como en Suaquín le salvé el pellejo se tiene que aguantar. No me da el patadón, pero me ha adjudicado los garbanzos negros, las perlas que nadie quiere. ¿Eres garbanzo o perla? Ve pensándotelo mientras tomamos unos vinos ¿Pepe! ¿Dónde leche te has metido? Trae una botella de morapio, pero del que tú sabes. Barrau, no te quedes ahí pasmado, que ya me han contado que bien supiste responderle a Estébanez. Acerca una silla y cuéntame lo del pachá.

Un cuartillo de vino después Izquierdo le palmeó la espalda—: ¿Así que les dijiste a los culin**** que no tenías comida para tantos? ¿Y que luego desjarretaste al cabrón que los mandaba? No me extraña que no se hable de otra cosa en el campamento. Aunque después de lo que me has contado de ese Losilla no me extraña que haya tantos que no te quieran en su compañía. No te preocupes, que aquí no desentonarás, que tenemos muchos de los regalos del coronel. Te habrás fijado en el careto del amigo Pepe. Tan modosito como lo ves —indicó, refiriéndose al asistente, que tenía una cara de patibulario que hubiera dado miedo en un presidio—, mamó pólvora con el bandido Torrebaja, pero se cansó de pegar tiros por los montes y se enroló. Seguro que no era por tener los civiles detrás ¿Es así, Pepe?

—Vedrá de la güena, mi capitán.

—Muy parlanchín no es mi Pepe, que cuando cierra la mui no se la abren ni los verdugos del sultán. Eso sí, la lengua la tendrá quieta, pero las manos, no tanto. Pepe, dile al teniente de dónde sacas este vinillo.

—Der armario de lo vinó, mi capitán.

—Pero no nos vas a decir qué armario ¿Eh, rufián? Ahí tienes la botella, pero no te la pimples toda, deja un culín para la cena.

Izquierdo le contó que el tal Pepe tenía un historial de hubiera aterrado a Barrabás. En el Ejército había seguido con las suyas, encadenando arrestos y estancias en el calabozo. Hasta que un día lo mandaron a la compañía.

—Me bastó con echarle un ojo para apreciar cualidades que no convenía despreciar.

—Como el buen gusto con los vinos y la afición a abrir armarios.

—Ahí le has dao. Los dedos largos siempre son de agradecer en una compañía. Tengo algunos otros elementos de lo más majo, de esos que no presentaría a mi madre, pero que son los mejores si se trata de vivir bien mientras se matan moros. Hay que meterlos en cintura primero, pero eso se le da bien al Tirillas, digo al sargento Prieto.

Ese que llamaba Tirillas resultó ser un gigantón, mestizo de gorila y rinoceronte, pero con peor carácter que esas cariñosas bestias. Se mostraba respetuoso ante las estrellas de Izquierdo, pero el teniente pensó que era de esos respetos que había que ganarse. Luego, el Tirillas le presentó a los sargentos Gordillo y Ramírez, que iban a ser sus subordinados.

El primero tenía cierto parecido con un armario ropero desganado. Movió medio milímetro la cabeza e hizo un saludo así de estas maneras—. Zarhento Gordiyo a zû órdenê, pa lo que quiera ûtté mandâh.

—A ver si lo adivino. Usted es soriano.

—Çí, mi teniente. Çoriano der mîmmo barrio de Triana, y muxa guaça que ay por aquí, perdone que le diga.

—No le hagas mucho caso, Barrau. A Gordillo no se le da muy bien la cortesía militar, pero en lo demás, oro en paño. Sargento ¿Cuánto lleva esta vez con los galones? ¿Seis meses?

— Ya ban pa çiete, mi capitán.

—Fíjate si es tan bueno, que ya lo han ascendido tres veces. Si no fuera porque lo han degradado dos, mandaría una compañía ¿Cuánto tiempo aguantará esta vez, Gordillo?

— Lô que Diôh quiera, mi capitán.

—Espero que Dios quiera más que la última vez. A ver si controlas un poco ese genio.

— Mi capitán, êh que al iho de mi padre a bezê le da un pronto.

—Menos te darían si trasegaras menos.

— Qué ze le ba a azêh, mi capitán, que aquí andamô zin próhimâ y argo ay que azêh pa entretenerze.

—Pues cuida con esos entretenimientos tuyos. Barrau, fíate de Gordillo, pero no dejes que se acerque a la botella.

Ramírez le pareció un tipo más comedido. Incluso un poco atusado ¿Sería de los que gustan pelo, o preferiría pluma?

—Barrau, aquí Ramírez también es una joya. Un artista de la navaja. Cuenta con él si le sobra algún enemigo ¿Cuántos lleva ya, sargento?

—Mi capitán, no haga caso de lo que van diciendo.

—¿Ves cómo escurre el bulto? No te contará nada, pero se dice que el mango de su cuchillo tiene muescas, y no pocas. No te lo dirá, pero como los alguaciles le habían echado el ojo se ha venido pacá.

Ramírez calló, mientras el teniente lo miraba de otra manera. Se imaginó al guapo bien vestido, educado, sin llamar demasiado la atención, pero con la sirla en la manga para destripar por encargo. Otro elemento al que no perder ojo.

—Ya ves, Barrau, que aquí tenemos lo más granado. Ven, te presentaré a los demás oficiales ¿Sabes que también me van a mandar a su amigo desorejado?

—¿A Rojas?

—Sí, otro que también cultiva amistades. Buen corrillo vamos a hacer. Bien, ahora tenemos faena pendiente. Acompáñame, que después de que conozcas al personal te voy a enseñar unas cosillas.



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—Al final, la Armada les rescató.

—Así es, y menos mal. Nosotros aguantábamos bien, y seguíamos llenando el infierno de moros, pero de provisiones íbamos mal, y las municiones no eran eternas.

—En su día se habló mucho del consumo de municiones. Recuerdo la carta abierta del marqués de Savona que se publicó en la Gaceta de la Villa sobre los fusiles de repetición.

—Ya, ya, yo también la leí, y sin placer, he de decir. Huelga que le recuerde que el de Savona no era santo de mi devoción, pero no esperaba ese veneno ni de tal serpiente.

Puse cara de curiosidad, y mi anfitrión siguió.

—El marquesito de los huev** —el lector perdonará que transcriba los exabruptos, pero era la manera de hablar de Don Félix— soltó una diatriba sobre el consumo de cartuchos, que si eran muy caros, que si costaban ni sé de pesos duros, que era un desperdicio, y que el soldado cuidaba más la puntería si tenía pocas balas. Pocas balas son las que le hubiera metido por donde usted imagina. Para el soldado no había nada como la potencia de fuego, y un fusil de repetición disparaba cuatro veces en lo que costaba recargar un Mieres. De haberlo tenido los nuestros en Presburgo, los turcos ni hubieran podido acercarse a las murallas. Además, todo eso del precio no eran sino mentiras como las que siempre manaban por esa boca infame…

—Ya veo que usted no lo contaba entre sus amigos.

—¿A ese narciso? ¿No recuerda que se unió a los traidores?

—Era una manera de hablar, Don Félix.

—Si ya lo entiendo, pero es que el tipo ese me sulfura. Escribió esa carta porque le habían destituido y le comía el resentimiento. No le importaba que los soldados españoles murieran si servía para vengarse de Lazán. Menos mal que no le hicieron caso y al poco se empezaron a distribuir los fusiles de repetición.

—Ahora que los cita, escuché que usted fue de los primeros en tenerlos.

—Sí, fue una historia curiosa. Resultó que…



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Real Cuerpo de Correos

En la Edad Moderna, bajo el reinado de los Austrias, la administración del servicio se arrienda a particulares y Correos empieza a tener una estructura más homogénea con cierta semejanza a la actual. A partir de 1506, Felipe I de Castilla convierte en beneficiario del monopolio postal a Francisco de Tassis, quien implantó el sistema y la organización que él mismo explotaba en Alemania.

La empresa establecida por Francisco de Tassis se basaba en la existencia de correos a caballo y de correos mayores: los primeros transportaban la correspondencia con un sistema de relevos entre las ciudades, los segundos administraban las postas y trataban de establecer sólidas alianzas. Sobre la base de este sistema, y la transmisión a sus herederos del cargo de Correo Mayor, la familia Tassis desarrolló un verdadero monopolio de alianzas y rutas postales en toda Europa.

El Convenio Postal de 1516

El rey Carlos I mantiene al frente del negocio postal a Francisco de Tassis como Correo Mayor General (a quien venía ayudando su sobrino Simón desde 1506 en los territorios de Castilla) , el cual se compromete en el Contrato Postal del 12 de noviembre de 1516, junto con otro ayudante y sobrino Juan Bautista, a seguir prestando el servicio postal en el Imperio, mejorar las postas, ampliar las rutas y reducir el tiempo usado por los relevos. Con la muerte de Francisco de Tassis un año más tarde, Juan Bautista se convierte en su sucesor en el oficio junto con sus hermanos Mateo y el referido Simón, a los que les será concedido por el rey Carlos I el cargo de Correo Mayor y Maestro General de Postas. Los tres hermanos serán naturalizados españoles el 28 de agosto de 1518 por cédula emitida por la reina doña Juana y su hijo don Carlos. Juan Bautista será nombrado cabeza principal de dicho oficio, autorizándole a ejercer dicho cargo a su hermano Mateo por ausencia o muerte del primero y a Simón, por ausencia o muerte de los dos anteriores.

El monopolio de la familia Tassis

Juan Bautista ejerce el cargo pertinentemente, con la ayuda de sus hermanos Mateo, que será quien permanecerá todo el tiempo en España ejerciendo dichas funciones, y Simón, hoste de correos que se hará cargo de las oficinas postales de Roma y Milán. El cargo pasa posteriormente por sucesión familiar al hijo de Juan Bautista Raimundo de Tassis y después de éste a Juan de Tassis y Acuña, quien obtuvo del rey Felipe III el título noble de conde de Villamediana en 1603 por su buena gestión y su apoyo. En el período que estos dos últimos correos mayores pasan en el oficio, el servicio postal se fortalece y se convierte en un monopolio exclusivo de la familia Tassis.

A la muerte de Juan de Tassis y Acuña, el cargo pasa a su único hijo, don Juan de Tassis y Peralta, II conde de Villamediana, poeta y conocido cortesano que era famoso por sus dotes diplomáticas y por sus oscuros líos amorosos e intrigas palaciegas. Bajo el reinado de Felipe III, fue desterrado dos veces; ganándose nuevamente el favor real.

La casa de Vélez de Guevara

Al morir asesinado el II conde de Villamediana en 1622 sin descendencia, la familia Vélez de Guevara inicia un pleito por adquirir los títulos de éste. Íñigo Vélez de Guevara y Tassis, V conde consorte de Oñate, como primo hermano de Juan de Tassis y Peralta, consigue para su hijo Íñigo Vélez de Guevara el cargo de Correo Mayor así como el título de conde de Villamediana, ratificados por sentencia de 10 de marzo de 1623. De esta manera el título pasa a los condes de Oñate en la persona del referido Íñigo Vélez de Guevara como VIII conde de Oñate (los VI y VII condes fueron sus hermanos Pedro y Juan, respectivamente, muertos con anterioridad), III conde de Villamediana y Correo Mayor General de España.

Ordenanzas de Correos de Felipe IV

El estallido de la revolución protoindustrial en 1627 tuvo un impacto significativo en los correos. Solo diez años más tarde el reino de Valencia contaba con cuatro fábricas de tochos (ladrillos), además de fábricas de cepillos, porcelana, vidrio, vulcanizados, espejos, lentes, relojes, altos hornos, fábrica de gas, abanicos, telares y otras fábricas de confección, que si bien funcionaban con medios mecánico-hidráulicos, precisaban gestionar ingentes cantidades de materiales que adquirían en lugares tan lejanos como Santiago de Compostela (silicio) o incluso Lima (castilla elástica)  y la Nueva España (ceiba petandra). Dicho desarrollo protoindustrial  avanzó unido a la expansión de la Taula de Valencia y con el regalo de acciones a cuatro mil quinientos integrantes de la nobleza valenciana, además de a varios miles de artesanos, supuso una ingente tarea para mantenerlos informados del estado de sus negocios. 

La creciente necesidad de empleo de correos por parte de la incipiente burguesía del reino de Valencia unida a unos reales ejércitos en plena reforma, hizo necesaria la mejora y reorganización del sistema de correos. Aunque el correo continuó en manos privadas, para facilitar la gestión del correo que pasó a gestionar decenas de miles de cartas al mes solo en el reino de Valencia, se otorgaron los primeros Códigos Postales a las principales ciudades y localidades comerciales e industriales. Posteriormente a estas se unieron las ventas de caminos (en aquella época conforme crecía la red de carreteras del reino se concedieron decenas de ventajas para instalar ventas a veteranos), que ejercían de nodos de distribución de correos a las localidades y haciendas cercanas. 

Dos años más tarde, en 1640, y gracias a la litografía disponible desde unos años atrás se decidió implementar un sistema de franqueo previo y aparecieron los sellos de correos en valor de un real o de cinco maravedís, correspondiendo el primer valor a envíos ultramarinos mientras el segundo servía para comunicación interna del reino o región (en su valor simple), siendo necesarios dos sellos de maravedís para el correo más lejano. De esta forma un sello de de diez maravedís era suficiente para el correo de toda la península, los reinos italianos o Flandes, pero no para comunicarse entre aquellos. 

Tras presentar el conde de Villamediana, Iñigo Velez de Guevara, varias propuestas de estampillado para los sellos, el propio monarca, a petición suya, decidió relegar su efigie al sello de menor valor, el de cinco maravedís. Con Felipe IV relegado al sello de a cuarto, como fue conocido, el primer sello llevó la estampa de un castillo sobre el que descansaban un cáliz y una cruz en la que era una firme declaración de intenciones de la monarquía española y del propio Felipe IV sobre los Santos Lugares.La reforma se culminó en 1645, cuando el rey otorgó a los correos la categoría de reales quedando desde entonces el correo bajo protección real y considerándose su sustracción, manipulación o desvelación de contenido, un delito de lesa majestad.


A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Entreacto segundo, primera escena

Puertas Gasteiz, Micaela. Op. cit.

Las nuevas ciudades: burgueses y menestrales

Si algo llamó la atención la España del Resurgir a los viajeros que la visitaron, fueron sus ciudades. Mientras que 1630 las españolas no podían rivalizar con las europeas, en 1680 siete de las diez mayores urbes de Europa pertenecían al Imperio Español, y cuatro estaban en la Península. Habían tenido un crecimiento explosivo: Valencia había multiplicado por siete su población, y no era única. En la fachada mediterránea superaban los cincuenta mil habitantes Barcelona, Tarragona, Sagunto, Alicante, Elche y Málaga. En la costa atlántica destacaban Oporto, Lisboa, Cádiz, Jerez y, sobre todo, Sevilla, que se había recuperado de sus pestes, mientras que en el norte estaban las cinco damas: Vigo, la Coruña, Gijón, Santander y Bilbao. En el interior destacaban la capital, Madrid, que con su cuarto de millón de habitantes era la segunda ciudad española y la quinta del continente, y los setenta mil habitantes de Zaragoza.

Ahora bien, lo que llamó la atención de los coetáneos no fue el tamaño de esos núcleos, pues Londres, París, Ámsterdam, Milán, Nápoles o Palermo también superaban las cien mil almas. Lo asombroso era su urbanismo. Las más de las grandes ciudades europeas no hispanas estaban en plena decadencia: París, Londres, Ámsterdam y Estambul habían perdido un 20% de su población entre 1650 y 1680, y la miseria se hacía patente al ver los palacios ruinosos, las casas inmundas donde vivían los más, y la mezcla de barro, estiércol y heces que llamaban calles. Por el contrario, los españoles disfrutaban de edificios que hubieran parecido palacios a los londinenses, paseaban por calles limpias, entre arboledas y jardines, y bajo sus pies circulaban conducciones de agua y se extendían redes de alcantarillado que hubieran hecho morir de envidia a los romanos. Las ciudades hispanas habían desbordado las viejas murallas que las constreñían (no pocas fueron conservadas como parques) y más allá de ellas se abrían avenidas, amplias plazas y jardines que ponían la nota de verdor. Los ciudadanos, además, lucían el efecto de una buena nutrición, de la limpieza y del alejamiento de las enfermedades infecciosas. No es de extrañar que un viajero que solo conociera las callejuelas de europeas, creyera ver el paraíso al llegar a Valencia. Las memorias de Von Harrach, un noble austriaco que visitó España varias veces entre 1679 y 1700, muestran el asombro que sintió ante las ciudades hispanas.

Este esplendor, además, no se limitaba a los mayores núcleos urbanos. Aunque Valencia hubiera sido pionera, en 1675 casi todas las ciudades españolas de más de veinte mil habitantes disponían en mayor o menor grado de calles pavimentadas, suministro de agua y alcantarillado. Es más, como ya se ha explicado previamente, no era raro encontrar esos adelantos hasta en pequeños pueblos.

Tales adelantos no se limitaron al urbanismo, sino que fueron protagonistas los vecinos. Tal vez la mejor descripción sobre la transformación ciudadana en ese periodo sea la monumental obra «Valencia y los valencianos» del doctor Don Luis José Lafuente Corral, en el que revisa el «milagro de cincuenta años», entre 1630 y 1680. El doctor Lafuente relata cómo progresaron tanto la ciudad como el grupo de los valencianos, un reducido número de familias que en ese periodo acabaron convirtiéndose en las más ricas del Imperio.

Lafuente relata lo dificultoso que le resultó valorar las posesiones de esas familias. No pocas tenían orígenes dudosos que intentaron ocultar y, además, no gustaban de la ostentación que atrajera las envidias de la antigua nobleza y, sobre todo, la atención de los recaudadores de impuestos. Además, el Resurgir produjo tal montaña de documentos que resulta una labor titánica su valoración. Tan solo tras la digitalización de los archivos del Reino de Valencia y su evaluación sistemática, el doctor Lafuente ha sido capaz de rastrear el origen de algunas de esas familias y hacer una aproximación a su fortuna.

El libro dedica un capítulo completo a la familia Chapí. Ya se han descrito los dudosos orígenes del fundador de la casa; no impidieron que en 1680 Don Antonio Jesús Chapí, el tercero de la saga (recordado en las memorias de Von Harrach), fuera propietario de la naviera Chapí, que ese año tenía al menos cuarenta barcos (incluyendo una docena de grandes siberianos), de los astilleros Chapí de Sagunto, y de varias fábricas de textiles y de herramientas. Participaba en una duodécima parte de la Compañía del Carmen, en la siderurgia de Sagunto, en las minas de carbón de Utrillas, en el ferrocarril recién inaugurado, y poseía la sexta parte de las acciones del banco de San Vicente Ferrer. Sus posesiones no se limitaban a bancos o empresas: la familia había adquirido grandes extensiones costeras que había transformado en arrozales, y entre sus posesiones rústicas había viñedos (la bodega San Antonio, de su propiedad, fue la que lanzó el vino clariano), regadíos, salinas, minas, etcétera. En su día, se comentó que la fortuna de Don Antonio José Chapí era de noventa millones de ducados de oro (quinientos sesenta millones de reales de la época), pero según Lafuente, en realidad debió ser tres veces mayor: significaba que con el valor de las posesiones e inversiones de la familia Chapí se podían adquirir todas las posesiones de los Mendoza, una de las mayores casas nobiliarias, y con el sobrante se podría haber pagado la deuda que cuarenta años antes atenazaba a España.

Obviamente, esas inmensas fortunas fueron pocas. Aun así, según el estudio de Lafuente, había en España en 1680 al menos veinte familias con fortunas de más de cien millones de reales. Lo más llamativo es que Don Antonio Álvarez de Toledo, VII duque de Alba de Tormes, a pesar de haberse unido a los modernistas en sus inversiones, apenas estaba en el cuarto lugar. Las familias enriquecidas consiguieron títulos nobiliarios, o entroncaron con antiguas casas: es el caso de Don Antonio José Chapí, que en 1680 fue ennoblecido con el título de Vizconde de Murviedro por su contribución al desarrollo del ferrocarril (y, también, gracias a una sustanciosa contribución a las arcas reales). Don Antonio casó con Doña Isabel Pacheco y Portugal, de una rama segundona de la casa de Villena, siendo uno de los ejemplos de la alianza entre la nobleza de sangre y la riqueza.

Lo asombroso para los coetáneos fue que esas riquezas no procedían de las Indias. El comercio con Siberia había puesto la primera piedra de esas fortunas, pero posteriormente habían sido la industria y el comercio las que lanzaron a los valencianos y a su ciudad. La cercana Sagunto (la antigua Murviedro) se había transformado en un emporio industrial. Había comenzado con la manufactura de espejos, herramientas y porcelanas, pero en 1675 (si Lafuente hace constante referencia a esa fecha es por el censo de aquel año) la siderurgia de Sagunto producía miles de toneladas de hierro y acero, y sus fábricas textiles vestían a media Europa. Todo tipo de enseres salían de las factorías, fueran estufas, aperos de labranza, útiles de escritura o artículos de lujo. Los astilleros saguntinos eran los mayores del Mediterráneo, aunque palidecían frente a los cantábricos o los caribeños. En el Mare Nostrum, los peces volvían a llevar las barras de Aragón, pero esta vez en la bandera de la Compañía del Carmen.

Todos esos barcos mantenían un intensísimo comercio que hacía que el nuevo grao valenciano pareciera un bosque de mástiles. Los mercaderes que antes residían en Marsella, Nápoles, Alejandría o incluso Estambul, se habían trasladado a Valencia. A su vera, lo que antes era centro fabril y comercial se había hecho un emporio financiero. La banca valenciana había desplazado a la genovesa, y los banqueros alemanes o italianos habían tenido que trasladar sus casas a la ciudad mediterránea.

Esos valencianos ricos eran una mínima fracción. Por debajo estaban otros financieros, comerciantes o industriales enriquecidos, no hasta el nivel de los antedichos, pero sí lo suficiente como para permitirles llevar una vida más que acomodada y, además, contribuir a las necesidades de la ciudad, que era la manera de acceder a alguna parcela de poder. Más abajo estaban los pequeños industriales y comerciantes, muchos de ellos titulares de antiguos negocios, y una capa cada vez más nutrida de profesionales (letrados, médicos, ingenieros, etcétera) y de funcionarios, que a su vez se solapaban con los empleados de la ciudad, con los tenderos o con trabajadores especializados, no pocos de ellos propietarios de pequeños talleres. La capa más baja estaba formada por trabajadores por cuenta ajena, sirvientes, funcionarios de menor grado, etcétera. Había un relativamente pequeño fondo de marginados: mendigos (aunque la mendicidad era perseguida, ya que las órdenes religiosas y las instituciones públicas aseguraban el sustento de los más necesitados), prostitutas y los habituales delincuentes. Ahora bien, la presencia policial y lo expeditivo de la justicia (según Llopís, «una justicia lenta es injusta») mantenían la delincuencia en niveles mínimos, y la violenta era infrecuente. Precisamente, llamó la atención de Von Harrach que en Valencia se poder pasear por la noche sin escolta.

El aspecto más destacable de Valencia (y de las otras ciudades españolas) era la llegada de verdaderas masas de gentes que ya no eran necesarias en el campo. Este factor fue el crucial en la urbanización, más que el crecimiento vegetativo. La disminución de la mortalidad y las nuevas técnicas agrícolas había llevado a que la población rural creciera sin que aumentara la necesidad de mano de obra; mientras, las nuevas ciudades ofrecían trabajo menos sufrido que el agrícola, alojamiento y, sobre todo, oportunidades. Era un fenómeno similar al que ocurría en otras zonas de Europa, y hubiera debido llevar a un crecimiento desordenado y a la aparición de barrios marginales. Sin embargo, eso no ocurrió en Valencia, y se debió a la combinación de circunstancias socioeconómicas y del genio de prohombres, entre los que destacaba Don Pedro Llopís, marqués del Puerto.

Fue Llopís el que trazó los primeros planos de la expansión de la ciudad, empezando por el arrabal de Ruzafa. Llopís convenció al consejo valenciano de que no debía permitir un crecimiento anárquico, sino que se hiciera de manera parecida a las ciudades del Nuevo Mundo. La gran Avenida Imperial, flanqueada de palacios, formaba el eje de la nueva ciudad, y a sus lados se extendía una parrilla de amplias calles y de plazas ajardinadas. La amplitud de las vías no solo servía de solaz para los vecinos, sino que dificultaba la extensión de los incendios, plaga que afectaba a las más de las grandes ciudades. En las españolas, la labor de los cuerpos de bomberos se facilitaba ya que las anchas calles ayudaban a aislar a los edificios incendiados, que al ser de piedra y ladrillo no ardían con la furia de las casas de madera. Con todo, ese nuevo modelo urbanístico no siempre fue apreciado. Las calles abiertas al sol y a los vientos (hasta que crecieron los árboles que hoy caracterizan a la ciudad) fueron muy criticadas por ser innecesariamente anchas, pero cuando se preguntó a Llopís si era sensata semejante anchura, respondió: «un día serán estrechas».

Esta estructura urbana no se limitaba a los barrios ricos. Previendo la llegada de miles de familias, Llopís primero y luego las grandes fortunas valencianas y la Iglesia patrocinaron la construcción de manzanas de casas, humildes pero dignas, incluso lujosas, para los estándares de otras naciones europeas. Esos nuevos barrios tenían un patrón similar a los ricos, con calles y avenidas amplias, sin que faltaran plazas y parques: es muestra del genio de Llopís, que previó que los que iban a nacer como barrios humildes acabarían siéndolo de gentes acomodadas.

Tan importante como lo que se veía era lo que no se veía. Bajo las nuevas calles había una red de alcantarillado que se llevaba aguas sucias y residuos, y que periódicamente se inundaba con aguas del Turia para impedir que proliferaran las ratas. Sobre ellas había tuberías que llevaban agua corriente a las fuentes y, en las mejores calles, a las casas, e incluso se empezaban a tender conducciones de gas para el alumbrado. Por encima, el firme era de Quevedo (ideado por el ingeniero Don Manuel Quevedo, resultado de apisonar piedras rotas, arena y tierra), a veces cubierto con tierra apisonada o con gravilla, pero más frecuentemente, pavimentado, con losas de piedra las aceras y adoquines la calzada. No había basura: las ordenanzas prohibían arrojarlas a la calle, y menos todavía las «aguas menores y mayores» (orina y heces) so pena de severas sanciones. Estas últimas se eliminaban por las alcantarillas, bien directamente desde las casas (en esos casos, las conducciones solían tener sifones en los desagües para evitar malos olores y para que fueran barrera contra alimañas), o en alcantarillas con rejas. Las basuras se recogían y se llevaban a los vertederos de fuera de la ciudad. Además, cuadrillas de barrenderos recogían el estiércol que dejaban los animales y se llevaba a las afueras. Precisamente, en ciudades ricas como Valencia o Madrid la limpieza de las boñigas de los animales se convirtió en un verdadero problema que solo se remedió cuando a principios del siglo siguiente se generalizaron los tranvías eléctricos. Finalmente, las calles se regaban para limpiar los últimos restos. Como consecuencia, cuando un español visitaba cualquier ciudad europea, lo primero que le ofendían eran los malos olores.

Aunque el rapidísimo crecimiento urbano creó algunas tensiones, e incluso aparecieron algunos barrios de chabolas en la periferia (que rápidamente fueron demolidos), los vecinos de Valencia vivían con comodidad. Sus casas no serían grandes, pero estaban calientes en invierno y frescas en verano, más limpias y con más comodidades que las de los ricos europeos. Disfrutaban de los espectáculos, de los parques y de las calles, comían bien y no enfermaban. Ni los reyes de Francia vivían como los valencianos.

Previendo la llegada de cada vez más población, se preparó su acomodo construyendo nuevos barrios que se ocupaban rápidamente. Aun así, no todos los recién llegados disponían de alojamiento, pero lo encontraban en hospicios, algunos municipales y los más, religiosos. Como veremos, las órdenes mendicantes se dedicaron a esta misión con entusiasmo, ya que era la mejor manera de apartar a esos nuevos vecinos de la degradación.

El tamaño de la ciudad creó sus propios problemas. Ya se han relatado las dificultades que supuso recoger las basuras y el estiércol que producía la numerosa cabaña ganadera, y que había que eliminar o llevar a las granjas cercanas. La red de tranvías eléctricos solucionaría el problema, pero ya durante la Transformación. La lucha contra alimañas como las ratas supuso un gran esfuerzo a las juntas locales de Saludad. Otra dificultad estuvo en el suministro de agua, que hubo que traer desde más de ochenta kilómetros. Por otra parte, el abastecimiento de alimentos, combustible, etcétera, saturaba las carreteras que entraban en la ciudad; solo el ferrocarril y los tranvías proporcionaron alivio a la expansión desmedida.

Como se ha relatado previamente, lo mismo ocurría por toda la Península, aunque en menor grado. Incluso a veces se adelantaron: por ejemplo, Cádiz ya tenía tranvías (de tracción animal) en 1664. Madrid, que creció como capital administrativa, pero después pasó a ser centro del comercio del interior, superó a París en la década de 1670. La costa valenciana se estaba convirtiendo en una conurbación en la que Valencia, Sagunto y multitud de núcleos agrícolas casi confluían, y todos estaban adornados de vías destacables y hermosos edificios ¿Cómo pudo ser?

La respuesta se encuentra, de nuevo, en Llopís y en sus amigos valencianos. Empezaron su carrera en una época en la que el poder era detentado por la nobleza, con la que se aliaron haciéndola partícipe de sus negocios. Aun así, se precisaba una manera de participar para quienes no tenían lazos con la aristocracia, que eran los más, y la encontraron en los concejos municipales. Estas instituciones controlaban grandes cantidades de dinero y designaban a sus representantes en las Cortes, aprovechando que la riqueza dio cada vez mayor representación a las ciudades. Los nobles siguieron detentando algunos cargos, pero para el resto la manera de acceder a esos consejos era realizando donaciones en forma de obras públicas o fundaciones. Las familias más ricas rivalizaban entre ellas; debe notarse que, a diferencia con épocas previas, estaban destinando cantidades mucho menores a la construcción de grandes edificios religiosos. No quiere decir que cesara la arquitectura eclesial, que prosiguió a un ritmo vigoroso, pues había riqueza para todos. Ahora bien, una sucesión de clérigos ilustrados consiguió que se diera más valor a la labor social de la Iglesia que a los ornamentos sacros. Los templos fueron más austeros, pero a su vera nacieron colegios, hospicios y asilos.

La ciudad no solo servía como habitación para sus vecinos. También era lugar de trabajo, que podía ser administrativo, comercial, o industrial a pequeña escala, aunque las ordenanzas obligaban a alejar las industrias molestas o peligrosas: mataderos, curtidurías o herrerías tuvieron que salir del casco urbano. Más importante, la urbe también proporcionaba posibilidades de participación. Los más pudientes, mediante el concejo municipal, pero había otras vías para los menos afortunados. En las ciudades españolas proliferaron las asociaciones: además de las tradicionales cofradías religiosas, aparecieron asociaciones deportivas (el balompié hizo furor) o culturales, en las que cualquiera podía participar. En Valencia, además, estaban las sociedades falleras, que eran agrupaciones con fines festivos que el día de San José quemaban artísticas hogueras (que llamaban fallas). Todas esas asociaciones tenían alguna influencia sobre el concejo y, así, hasta el más humilde criado se consideraba partícipe en la vida de la ciudad. Era un sistema censatario no declarado, en el que el poder se lograba contribuyendo a las necesidades ciudadanas.

La ciudad también proporcionaba diversiones. Además de los deportes, el teatro adquirió todavía mayor esplendor que en el siglo anterior, y se pusieron de moda las zarzuelas, más accesibles al público lego que la ópera italiana. Aun así, la diversión por excelencia estaba en las tabernas y en los cafés. Allí se vendían bebidas alcohólicas, pero la ebriedad pública estaba mal considerada y se castigaba con castigos degradantes, como apalear estiércol; no es que los valencianos no se embriagaran, sino que no solían hacerlo en las calles. Al atardecer de los días laborables, o a mediodía de los feriados, legiones de paseantes visitaban las pequeñas tabernas tomando pequeñas colaciones y bebiendo con cierta moderación; durante la Transformación se pondría de moda el café. Asimismo, se multiplicaron las casas de comidas; en 1675 se censaron en Valencia setecientos veinte establecimientos entre tabernas y mesones.

Valencia era el caso más llamativo, pero el mismo fenómeno se repetía por toda España a diferentes escalas. Las grandes ciudades tenían una vida pública y social parecida a la valenciana, pero similares servicios proporcionaban las antiguas urbes como pudieran ser Burgos, Cuenca o Córdoba, las pequeñas ciudades y villas, y hasta en las aldeas había pequeños locales destinados al esparcimiento, que habían sido donados por los vecinos favorecidos. Incluso a la aldea más alejada empezaron a llegar las costumbres ciudadanas.



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—¿Qué te parece este hierro?

Barrau esperaba que el capitán le enseñara botellas de licor, tal vez viandas finas, pero no, se fue para el armero de la compañía para mostrarle un fusil. Vaya manías, las de Izquierdo. Como si en un campamento militar fueran rarezas los fusiles. Con todo, si se empeñaba en enseñárselo, algo tendría, y dado que Izquierdo no le quitaba los ojos de encima, tuvo que inspeccionarlo con cuidado. Resultó que no había visto nunca esa arma. Española, desde luego, aunque notó que no llevaba ni la «T» de los Otamendi, ni la «M de los Mieres», sino una «S»—. Mi capitán, ya había oído que en Cerdeña también fabricaban armas. Debe ser un Sulcis.

—No vas desencaminado, pero hazme el favor de hacerte a él, porque será el que lleves.

A Barrau le extrañó, pero Izquierdo se lo aclaró.

—No te extrañe, que en mi compañía sobran sables y zarandajas. Bueno, si quieres seguir con tu pincho no te diré que no, pero que no te lo vean. Los turcos están empezando a usar unas espingardas parecidas a los Entrerríos, y le han tomado el gusto a reventar melones de oficiales. Así que será mejor que nadie note que lo eres. Lleva fusil y mancha las estrellas para que no brillen. No te preocupes, que sus hombres ya sabrán quien eres y, si alguien no se entera, tienes al Tirillas para hacerle una demostración.

—Visto así, no es mala idea.

—Pues claro que no ¿No has oído que el capitán vengador va con fusil? Pues tú, lo mismo. Eso sí, ese vengadorcillo no va a tener un fierro como el que te voy a dar.

—Mi capitán, supongo que no sabes que el capitán Betorz es pariente lejano. Es de un valle cercano al mío.

—¿Tú también eres montañés? Vaya plaga. La verdad es que te había notado un acento maño un poco raro, pero no sabía que fueras de las montañas. Por ahí arriba sois todos primos ¿No?

—Más o menos —repuso Barrau—. Las familias de los valles procuran enlazar con las de otros, precisamente para que no haya casorios entre parientes, que para los reyes habrá dispensas papales, pero cualquiera explica al cura de mi pueblo que le apetece matrimoniar con una prima.

—Me imagino.

—No te lo imaginas —siguió Barrau—. Ese hombre sí que es de armas tomar, que en la anterior guerra organizó una partida para cazar franceses. Ahora se entretiene tirando a cabras y sarrios, y desollando algún onso, pero tampoco le importaría coleccionar cabezas de turcos. Es una lástima que el marqués de Lazán no lo haya traído, que ya estaría dando petardazos por el serrallo con su trabuco.

—Ya, y tú detrás, a ver si tocas pelo ¿Tienes novia? Porque te veo un poco joven para matrimoniar.

—Aun no tengo, mi capitán, que en mi tierra las bodas son como los tratados de los reyes. Que un enlace entre casas no es en plan aquí te pillo, aquí te mato.

—Pero algo retozaréis —insistió Izquierdo.

—Se hace lo que se puede y lo que nos dejan.

—Que mucho no será si esas montañesas tuyas son como alguna que conozco, que para asediarla hubiera necesitado obuses del dieciocho. Bueno, ya hablaremos de faldas otro día, y hazme el favor de mirar el fusil.

El teniente volvió a tomarlo y a darle vuelta. Muy diferente de otros no parecía: tenía el cañón y la culata donde debían, y parecía que las balas salían por donde es costumbre, detalle que siempre es de agradecer. Era más compacto, como recogido, con el cañón más corto que el Mieres, y una mira más sencilla. No parecía el ideal para un tirador. Notó que en el guardamanos, bajo el cañón, había un engarce; al manipularlo, se soltó y vio que ahí se guardaba una breda de cruz.

—Mi capitán, no sé si me gusta mucho este cuchillo.

—A mí tampoco. Lo que no sirva para cortar jamón de poco vale. Ya lo he puesto en un escrito. Es que me dijeron que probase el bicho. Ahora bien, no has notado lo más interesante.

Barrau lo miró otra vez. Le extrañó el tamaño de la caja, y notó que bajo ella había una pequeña palanca. Al manipularla, se abrió una tapa.

—Mi capitán, no me diga que es uno de esos fusiles de varios tiros. Corrían rumores, pero lo último que se decía era que no gustaban al mando.

—A mí qué me importa si gustan o no. Resulta que de Sulcis han enviado una partida de fusiles para ensayarlos. Alguien ha debido equivocarse y, además de los normales, hemos recibido unas cajas con estos. Supongo que los estarían probando en la fábrica.

—¿Y te los han mandado a ti? —Preguntó con cierto pasmo Barrau.

—Claro que no, para nosotros eran los normales, y estos había que devolverlos. Lo malo es que la barca que los llevaba tenía tablas sueltas, y ahora las cajas están haciendo compañía a los peces.

—Seguro que Pepe no anduvo en esto.

—Seguro que no. Como sin los fusiles ya no valían para nada, también conseguí estos cacharritos donde engarzar los cartuchos. Los llamo «peines» porque con las balas puestas parecen peinetas.

—¿Cuántos fusiles de estos se supone que están a remojo?

—No muchos. Solo ochenta.

—¿Tantos? —Se asombró Barrau, que no salía de su pasmo— ¿Van bien?

—Ya los probarás. Eso sí, prepárate a llevar munición encima.



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Flota de asiento; Enciclopedia Online

Se conoce como Flota o Escuadra de Asiento a la escuadra de operaciones española que, desde 1644 conectó anualmente la península ibérica con el nuevo mundo. No debe ser confundida con la Flota de Indias o del Tesoro que unía a la Nueva España con la península o la Flota de Galeones que hacía otro tanto con el Perú y la península antes del decreto de libre comercio de Felipe IV pues su cometido era puramente militar, aunque recibió el nombre de asiento por el pago de una tarifa de transporte de piedras preciosas. 

Historia
A diferencia de las anteriores flotas de indias o de galeones, que eran empresas comerciales llevadas a cabo por el Real Consulado de Cargadores a Indias con la escolta de la Real Armada Española, la flota de asiento fue una empresa puramente militar llevada a cabo por esta última entre 1644 y 1816, lo que la convierte en la operación militar más duradera de la historia. 

Tras la reforma de la Real Armada Española de Felipe IV, la armada quedó constituida por tres flotas principales desplegadas en Cartagena, Cádiz y Ferrol, con el fin de proyectar su poder sobre los principales teatros de operaciones de la época, respectivamente el Mediterráneo, el Atlántico y el norte de Europa, dejando el control marítimo de las aguas costeras del Imperio en manos de escuadras de fragatas y avisos. Si bien tras las derrotas otomanas de las campañas de 1628 al 1640 aquello bastó para mantener bajo control o al menos disminuir considerablemente la tensión en el Mediterráneo, en el Atlántico y muy especialmente en las Indias Occidentales las cosas estaban muy lejos de estar tranquilas. Las riquezas del Nuevo Mundo eran un premio demasiado brillante e ingleses, franceses, holandeses e incluso suecos estuvieron interesados en apoderarse de ellas, obligando a la Real Armada a combatir ahora a un enemigo, ahora a otro, para a continuación volver al primero una y otra vez conforme los períodos de guerra y tregua se sucedían con cada uno de los actores, mientras Españ no disfrutaba de un instante de paz. 

Con el fin de combatir la constante amenaza que aquello suponía, la Real Armada Española organizó escuadras de fragatas y avisos en Naiad, Aldebarán, la Habana, Cartagena de Indias, Montevideo, Chiloé, Lima, Acapulco y San Francisco. Si bien la presencia permanente de cinco fragatas y diez bergantines en cada uno de aquellos puertos fue suficiente para mantener a piratas, corsarios y contrabandistas bajo control, se consideró que no era suficiente para enfrentar las posibles flotas que en determinado momento los monarcas enemigos pudieran mandar al Nuevo Mundo. Para enfrentar aquella amenaza se decidió enviar una escuadra de operaciones formada generalmente por entre quince y veinticinco navíos de línea al mando de un almirante que anualmente recorría las rutas y los puertos atlánticos del Nuevo Mundo con el fin de mantener una presencia permanente disuasoria.

Aquellas flota de operaciones formada por divisiones de navíos procedentes de cada una de las flotas principales, se reunía en Canarias, desde donde partía con un destino que antes de partir solo conocía el Almirantazgo y el propio monarca. De esta forma un posible enemigo nunca podría saber si aquella flota se dirigía al Brasil, al Caribe o a Norteamérica, dificultando con ello las posibles operaciones del enemigo.

El comercio estratégico y las piedras preciosas

La flota fue empleada desde el primer día para el envío de material militar al Nuevo Mundo y muy especialmente los nuevos cañones de costa Trubia de 24 y 32 libras (152 y 180 mm). Aquellos poderosos y modernos cañones que entraron en servicio a partir de 1634 se realizaban por fundición y forjado de las piezas. El cañón Trubia apodado "de botella" por su curiosa forma resultado de llevar grandes refuerzos en la recámara para disminuir los riesgos de fractura, se lograban vertiendo el hierro fundido en moldes que eran enfriados desde el interior por una corriente de agua, mientras hornos de carbón mantenían el calor en el exterior. De esta forma se lograba un enfriamiento gradual desde el interior que evitaban las tensiones que se producían con un procedimiento normal, en el que al enfriarse y con ello comprimirse el exterior, creaba tensiones en la zona interna , disminuyendo considerablemente el riesgo de fractura de las piezas. Una vez fundidas las piezas eran mecanizadas para lograr un calibre exacto que permitiera extraer el máximo efecto de los nuevos proyectiles troncocónicos. El resultado de todo aquel proceso eran piezas muy pesadas, de entre seis y nueve toneladas dependiendo de su calibre.

Con piezas tan pesadas y ante el coste que supondría enviar aquel material por otros medios, los grandes cañones de botella se estibaban como lastre en los navíos de la flota de asiento (un navío de 96 cañones podía llevar un lastre de en torno a 32 toneladas lo que se traducía en dos de aquellos cañones, completando el lastre con piedras para distribuir el peso). Para el viaje de regreso aquel lastre de artillería y piedras era sustituido por lingotes de cobre chileno, un metal fundamental para construir la artillería de bronce comprimido destinada a armar los nuevos buques de la armada y a los ejércitos reales.

Aunque la misión de la flota de asiento era puramente militar, durante décadas se permitió que los buques transportaran piedras preciosas por su alto valor y escaso peso, logrando las tripulaciones el pago del "asiento de transporte" que dio nombre a la flota...


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—Cuando desembarqué en Arsuf el mando decidió que el batallón ya no estaba para trotes y lo disolvió para cubrir bajas. A mí me envió a la compañía del capitán Izquierdo, del segundo batallón del tercio de Garellano…

—Espere, Don Félix ¿El general Don Eulogio Izquierdo no era capitán por entonces?

—No tiene mala memoria. Era él. Ya tenía una dilatada experiencia militar cuando tuve el honor de servir bajo sus órdenes y, tras haberle conocido, poco me extraña su carrera. Si alguna vez tengo que volver a empuñar las armas, desearía tenerlo por superior.

—Esperemos que no sea necesario —le dije a Don Félix—. Si no han aprendido los franceses la lección, ya no la aprenderán nunca.

—Siento no ser tan confiado como usted. No sé si llegaré yo a verlo, pero le aseguro que la reciente guerra no va a ser la última que libremos con los franceces. Ojalá me equivoque, pero no creo que sea así.

—Muy pesimista me parece su augurio.

—Pesimista no, realista —repuso Don Félix—. Piense en las ventajas que tiene Francia: es una nación grande y tiene unas tierras más que fértiles. Mientras que aquí hay que hacer grandes obras para llevar el agua a los campos, allí les cae del cielo. No sé si leyó los estudios de Don Silvestre Arnáiz sobre las economías europeas.

—Me temo que no —confesé.

—Pues, aunque sea una lectura abstrusa, la creo necesaria para quien quiera conocer el trasfondo de Europa. Como le digo, el campo francés combina tierras fértiles, lluvias y la temperatura necesaria para las mejores cosechas. En Alemania el frío limita la producción de alimentos, mientras que en España es la falta de agua. Arnáiz dice que, con técnicas de cultivo equivalentes, una hectárea francesa produce el triple o el cuádruple que una española.

—¿Tanto?

—Arnáiz habla de valores promedios. Piense que, descontando los Alpes, los Pirineos y poco más, Francia se parece a las vegas de nuestros ríos. En España tiene que tener en cuenta no solo la fértil huerta valenciana, sino los páramos castellanos, las estepas de Aragón y las montañas que adornan nuestra geografía. Además, no solo el agro da ventajas a Francia. Tiene grandes ríos navegables, y un relieve tan llano que no les ha sido difícil conectarlos mediante canales.

—Los canales han quedado anticuados ante el ferrocarril.

—Sin duda. Si España tiene ventaja ahora no es gracias a los dones de la naturaleza, sino a nuestro ingenio. Pero no olvide que los franceses intentan copiar cualquier cosa que inventamos. Dios, Nuestro Señor, no tenía el mejor día cuando favoreció tan descaradamente a Francia. Piense en la posición que ocupa, en el centro de Europa, dividiendo los dominios del rey emperador, y abierta a dos mares conectados mediante ríos y canales. Si tiene en cuenta extensión, feracidad y situación, Francia debiera ser la potencia que liderase Europa y el mundo. Que España se lo impida es una dolorosa llaga en sus carnes. La envidia corroe a los franceses, que creen que nosotros les hemos arrebatado lo que debiera ser suyo, y volverán a intentar quitárnoslo.

—Ojalá se equivoque —respondí, repitiendo las palabras de mi anfitrión.

—Ojalá. Ahora bien, yo no confiaría tanto. Por eso me alegra que lidere nuestra nación un veterano.

—El general Gorriti es un buen elemento. Tal vez no el más listo, pero sí honrado, y con ojo para sus colaboradores.

—Sí, y por lo que sé, hay quien le susurra al oído que esta guerra no será la última.



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Pascual Jover Adell

Nacido en Villareal en 1610 se convirtió en uno de los hombres más ricos de España en el siglo XVII. Si hombres como los generales Pedro Llopis o Diego de Entrerríos, el cirujano real Francisco de Lima o el Ingeniero General de la armada Ignacio de Otamendi son el prototipo del burgués industrial, Pascual Jover lo es del burgués rentista.

Juventud

Cuarto hijo (segundo varón) de Pascual Jover, un ciudadano de inmemorial valenciano que eran aquellos que acompañaron a Jaime I durante la conquista, equivalentes a los hidalgos de solar conocido castellanos, nació en fecha desconocida a principios del año de 1610, dando fe la parroquia de San Pascual Baylón de su bautismo el 8 de febrero de aquel año. Pasó su juventud en su localidad natal, en sus propias palabras, con más penurias que alegrías, pues en sus propias palabras "la hidalguía no da de comer". Desde muy joven fue educado por los dominicos en el Monasterio de Corpus Christy de la localidad pues como segundo hijo estaba destinado al sacerdocio y fue educado por los dominicos de la localidad.

Su destino cambió en 1622, cuando su hermano Joanot murió al caer de su caballo cerca de Valencia, aunque se dijo que en realidad cayó en un lance tan turbio que mereció ser ocultado por la familia. Convertido en heredero con doce años, viajó a Valencia para estudiar leyes en la Universidad de la ciudad. Su padre falleció en 1627, lo que lo convirtió en el señor de su casa. Gracias a ello fue uno de los receptores del préstamo de acciones de la Compañía de Espejos de Valencia que dió inicio a la "edad de oro de la taula". 

El primer inversor

Al cobrar los primeros dividendos de las acciones que le habían prestado y, tal vez por su educación con los dominicos, comprendió antes que nadie las posibilidades que aquel tipo de negocio ofrecía. De hábitos frugales destinó gran parte de los dividendos que cobraba al ahorro, por lo que cuando la fábrica de Porcelana salió a Taula, pudo destinar varios cientos de reales a la compra de sus acciones. Fue solo la primera de las compras de acciones que realizó en los siguientes años pues no tardaron en sumarse acciones de la fábrica de abanicos, sedas, jergones y muchas otras.

Aunque los primeros años se concentró en adquirir acciones durante la salida a Taula de las nuevas fábricas, no tardó en comprender que había otro nicho que explotar, la compra de acciones del resto de accionistas, siendo la primera compra la de otro ciudadano de inmemorial de nombre Joaquín, que le vendió sus acciones cuando decidió abandonar el mundo para dedicarse a la religión.

El éxito de sus inversiones fue tal que en 1650 ganaba más de cien mil ducados al año en dividendos, una fortuna superior a la de la mayor parte de casas solariegas de la nobleza española y equiparable a la de las mayores casas nobiliarias del reino. En 1651 escribió  publicó "Renta, ahorro e inversión; el arte del cobro de dividendos", libro dedicado al marqués del Puerto a quien tenía en gran estima. El libro se convirtió en un éxito inmediato, desatando un verdadero furor por las inversiones no solo entre la nobleza y la burguesía sino incluso entre el pueblo llano, que empezó a confiarle sus ahorros para invertir en su nombre a cambio de una pequeña comisión.

En 1653 Pascual creó la Compañía de Inversiones Peñalén, que tomó su nombre de la partida de su Villarreal natal en la que edificó su palacio. El año siguiente el rey Felipe IV creó para él el marquesado de Jover y como Pascual seguía soltero, se ha especulado que por influencia de su educación religiosa, le buscó esposa. Se casaría en 1655 cuando tomó por esposa a Isabel de Velasco, una de las meninas de Margarita de Austria, e hija de Bernandino López de Ayala y Velasco, conde de Fuensalida, a la que sacaba veintiocho años.Isabel le daría cinco hijos y tres hijas, permaneciendo casados hasta el fallecimiento de Pascual en 1687, cuando contaba con ochenta y un años de edad.

Filántropo

Como presidente de la Compañía de Inversiones Peñalén, dedicó un gran interés en mejorar la fortuna de las clases populares a quienes cobraba entre un maravedí y un real por movimiento inversor e incluso perdonando la comisión en no pocas ocasiones. Con ello decía devolver el favor que el marqués del Puerto y sus asociados hicieron por él al prestarle sus primeras acciones.

Durate sus ultimos años destinó grandes sumas de dinero a la ayuda a los menesterosos, fundando en Villarreal el hospital de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro además de realizar numerosas donaciones y sufragar campañas de vacunación y de saneamiento de barrios populares en lugares como su Villarreal natal, Valencia, Castellón y Murviedro-Sagunto.


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Un soldado de cuatro siglos

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Barrau estuvo toda la noche montando y desmontando el fusil. Al día siguiente se hizo con ochenta cartuchos —una barbaridad, pero si el capitán insistía, habría que obedecerle— y se acercó al campo de tiro, que estaba en la playa, al pie del acantilado. Allí ya estaba el Tirillas poniendo en orden la sección. Todos llevaban fusiles similares. También cargaban cajas de municiones ¿Eran para hacer ensayos, o a Izquierdo le había dado por conquistar Damasco? En eso, llegó el capitán, que ordenó al teniente que enviara a una escuadra a la trinchera tras la que se situaban los blancos, para que con unos palos indicaran donde daban las balas. Cuando todo estuviera preparado las otras dos escuadras dispararían, y el oficial, también. Izquierdo, el Tirillas y los otros dos pelotones mirarían qué tal lo hacían. No era el único público, pues algunos marinos dejaron de descargar cajas para mirar con curiosidad.

El teniente ya había visto durante la noche que el Sulcis se manejaba de manera prácticamente igual que los Mieres de un solo tiro. Notó que estaba construido para durar; no solo al ver las piezas, sino al sopesar el armatoste, que siendo más pequeño que el Mieres le llevaba por lo menos medio kilo. Cargar y descargar el peine era sencillo, aunque le pareció un inconveniente no poder alimentar el arma con disparos sueltos: tenía que recordar llevar siempre peines preparados. La mira era sencilla y graduada solo hasta doscientos metros. Cuando Izquierdo hizo una señal, Barrau se puso rodilla en tierra, quitó el seguro, accionó el cerrojo para cargar un cartucho y disparó. Al volver a accionarlo, se expulsó el cartucho vacío y se cargó otro: en apenas cinco segundos volvió a disparar, y en poco más de medio minuto vació el peine. Basto con abrir la tapa para que cayera, e introducir otro fue cosa de un momento: en apenas diez segundos estaba disparando otra vez. Por entonces, el campo de tiro atronaba, como si todo un batallón estuviera disparando. Siguieron haciéndolo hasta gastar cada uno cinco peines: las dos escuadras habían disparado en poco tiempo medio millar de disparos. Barrau apreció que solo dos fusiles se habían interrumpido, y las dos veces por cartuchos mal puestos en el peine.

Aun le zumbaban los oídos cuando el capitán se le acercó— ¿Qué te parecen los juguetitos?

—Dan un poco de miedo. No por nosotros, sino por los pobres desgraciados que vamos a pasaportar hacia las huríes.

—Sé sincero. Te aterra lo mucho que pueden matar esos fusiles. Seguro que has pensado en el «No matarás».

—Más de una vez —confesó.

—Pues olvídalo. Cuando le des vueltas, piensa que vamos a matar a enemigos de Dios. Luego, si quieres, te confiesas con el páter. Ahora, a lo práctico. Aparte de lo bien que tiran, ¿Qué te han parecido?

—Sólidos son, desde luego. Los Mieres se hubieran atascado unas cuantas veces. Eso sí, de precisión ya no andan tan bien. Con un Mieres hubiera agrupado mucho más los tiros. Igual es mejor que los mejores tiradores conserven los Mieres, si es posible con anteojo.

—Ya lo había pensado. No será difícil, porque no tenemos Sulcis para todos ¿Algo más?

—La breda esa me sigue pareciendo una porquería. Si de mí dependiera, la dejaría. Ya te conté ayer que en la defensa del convoy ni llegamos a emplearlas. Tal vez sea posible que el armero haga un apaño para poder poner bredas de cuchillo.

—Nada que hacer. Ya se lo he preguntado, y me ha dicho que será difícil. Además, se supone que tenemos que probar los fusiles sin meterles mano. Vistos desde lejos no se nota que son los buenos, los de muchos tiros, pero si les cambiamos el pincho igual llaman la atención de quien no deben. Así que a aguantarse con la espinita.

—Una pena. Si no te importa, la dejaré olvidada, que no me apetece cargar pesos inútiles. Por si acaso, procuraré llevar una faca en la cintura —repuso a Izquierdo—. De todas maneras, donde haya un tirogiro… En el convoy, entre pistolas rotatorias y bombazos no necesitamos echar mano a los cuchillos.

Izquierdo se quedó pensando— ¿Tirogiros dices?

—Sí, mi capitán. Estos Sulcis serán mejores que los Mieres para el cuerpo a cuerpo, pero donde haya un tirogiro, nada.

—No es mala idea. Le diré a Pepe que eche un ojo a ver si puede encontrar alguno.

Barrau imaginó al tal Pepe haciendo de las suyas en la armería, y prefirió no enterarse—. Mi capitán, también me preocupa emplear los fusiles para disparar bombas, que el arma sufre mucho ¿No sería posible guardar algunos Otamendi, o unos Mieres, a una mala? Uno o dos por pelotón estaría bien.

—Bien, bien, así me gusta, que mis oficiales empleen la chola. Ya le diré a Pepe. No será malo que nos hagamos con bombas de más. Cañones no tendremos, pero con fusiles y granadas se puede hacer un apaño.

—Si vamos a llevar muchas bombas, no vendría mal alguna carretilla. O mulas, aunque no me las imagino en medio del tiroteo.

—Mucho trabajo le vas a dar a Pepe.

—Mi capitán, un último detalle. Lo que no me ha gustado nada es lo de no poder cargar cartuchos sueltos. Habrá que tener cuidado con tener bastantes peines, y procurar recargarlos en cuanto se pueda ¿Tendrá suficientes la compañía?

—Sí, pero será mejor recoger los gastados.

No hace falta que diera la orden, pues el Tirillas se había adelantado. Por entonces se estaban acumulando los curiosos, atraídos por los disparos, e Izquierdo prefirió hacer mutis. Tarde, porque ya había llegado un mensajero.



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Domper
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—Me estaba contando eso de los fusiles de repetición.

—Es verdad —me contestó mi anfitrión—. Es un defecto que no consigo corregir, empiezo hablando de una cosa y en seguida me pongo a divagar. Lo lamento por sus pobres oídos.

—Al contrario, es un placer escucharle —respondí sin mentir, pues cada vez que Don Félix cambiaba de tema yo descubría un aspecto nuevo de aquella guerra—. Como ya le he dicho, yo estaba en los Balcanes con Espínola, y de vez en cuando se comentaba eso de los fusiles sardos.

—Yo también había escuchado rumores. También se decían cosas de cañones ametralladores…

—Sí, como los que empleó el almirante Pallejá en Otranto —interrumpí a Don Félix.

—Precisamente. De todas maneras, eran poco más que habladurías, y aquello de Otranto seguía siendo secreto. Así que todos pensábamos que era el típico bulo de macuto, de esos que alguien inventa y luego corren como la pólvora. Por eso me llevé la sorpresa al ver que tenían esos fusiles en Arsuf.

—¿Sabe cómo llegaron?

—Debió ser un despiste. Yo no lo sabía cuando desembarcamos en Acre, pero entre los suministros que descargó la Armada había varias cajas de fusiles Sulcis que había que ensayar en combate. Sin embargo, alguien se debió equivocar en la fábrica y bastantes eran de la versión de repetición. Luego supe que habían sido los primeros en fabricarse, pero debió haber un imbécil, del que lamento no saber su nombre para visitarle y decirle un par de cosas, que decidió que supondrían un dispendio de munición y ordenó que se construyera solo la versión de un tiro. Los que ya estaban fabricados se quedaron arrumbados en algún almacén. Hasta que alguien se equivocó, para nuestra fortuna. Los reclamaron cuando ya estábamos en Arsuf, pero el capitán Izquierdo había apreciado las ventajas de esas armas. Siguieron dándole la lata para que los devolviera, pero la orden se debió traspapelar.

—O trasmarinar, que escuché algo de cajas que se caían por la borda.

—¡Esa sí que es buena! —Rio Don Félix—. La verdad es que el capitán Izquierdo los consiguió de manera no del todo ortodoxa. Como no creía que el coronel Estébanez le autorizara a quedárselas, y menos aun el conde de Grajal, llenó algunas cajas con piedras y aleccionó a los marineros para que se cayeran al mar.

—Cuando dice aleccionar…

—Los convenció con unos preciosos sables turcos de acero de Damasco. Se había corrido la voz de que eran maravilla y quien más y quien menos quería echar mano de alguno. La verdad es que los toledanos no les desmerecían, salvo en aspecto, que ya sabe las filigranas que ponían los otomanos. Nosotros no habíamos capturado muchos, pero Izquierdo se había agenciado unos cuantos en una escaramuza y los sacrificó en bien de la compañía. Así que nos quedamos con esos Sulcis de repetición, aunque cuidando que no se notara mucho.



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