Un soldado de cuatro siglos
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Un soldado de cuatro siglos
Madrid, verano de 1632
Ignacio casi había terminado de recopilar los datos económicos de Valencia cuando recibió la llamada de su amigo Pedro, que a la sazón se encontraba en la corte de Madrid organizando la armada real. La carta no dejaba dudas de la urgencia y le reclamaba en nombre del rey, por lo que no tuvo más remedio que dejar la tarea de recabar los últimos datos en manos de sus ayudantes, y viajar en persona hacia Madrid, cosa que hizo en un cómodo carruaje bien escoltado por hombres de confianza, digno de uno de los hombres más ricos de España. No tardó en llegar a la Villa y Corte, acudiendo de inmediato a ver a Pedro, que tras la bienvenida de rigor pasó a asuntos más serios.
—¿Ingeniero General de la Armada? —preguntó Ignacio cuando Pedro le hubo explicado el porqué de su llamada. —¿Te has vuelto loco?
—Vamos Ignacio, tú fuiste el que propuso mejorar la vida de esta época pensando en nuestros hijos. —dijo Pedro tocando la fibra sensible de Ignacio.
—Ya se lo que dije, Pedro, lo que nunca espere es que utilizases mis palabras contra mí. —respondió Ignacio sonriendo, para preguntar a continuación. —¿Y cuáles serían mis atribuciones?
—Si queremos crear una verdadera armada necesitamos arsenales y buques. Al menos para los arsenales ya sabemos los lugares más adecuados; Cádiz, Cartagena, y Ferrol, y de esos tres el único que tiene mucho tráfico mercante en la actualidad es Cádiz.
—¿Y todo eso se va a traducir en? —preguntó retóricamente Ignacio mientras pasaba sus dedos sobre un gran mapa de España en el que había varias marcas y numerosas leyendas en sus márgenes que leyó por encima. —Nuevos buques supongo, navíos de línea de a 74 cañones, fragatas mayores o al menos más veloces, bergantines y jabeques, etc.
Luego está el asunto de los astilleros…como bien has dicho al menos sabes donde los quieres situar y más o menos lo que vas a querer colocar en ellos. Edificios para los cordeleros, carpinteros, calafates, almacenes y sobre todo diques secos, además habrá que defender adecuadamente todos esos emplazamientos con castillos y baterías… ¿Me dejo algo? —pregunto tras repasar aquellos apuntes.
—Más o menos es eso, de momento la construcción naval la concentramos en Guarnizo y otros lugares similares, así que lo más urgente seria comenzar por la construcción de los arsenales, y no estaría de más el cuidar y reforestar los bosques que fuese menester.
—¿Los bosques también serán atribución mía? —dijo Ignacio casi asustado, exclamando un —¡Joder!
—Sí, pero nadie dice que te ocupes personalmente. Haz como yo, delega, seguro que a estas alturas tienes ya algunos ayudantes de confianza para ello…—respondió Pedro, sin embargo algo en su voz debió despertar las sospechas de Ignacio que preguntó a su vez.
—Hay algo que te estas callando, vamos, desembucha, que no hemos llegado a estas alturas para que te calles.
—Mira, Ignacio, yo te apoyare en todo cuanto pueda, la corona proveerá de fondos, y los que no pueda aportar la corona los aportare yo mismo, que nunca está de más el darle al rey razones para tenernos en cuenta. —explico Pedro relatando que crearían manufacturas reales para apoyarlo con la construcción de todo cuanto precisase, esto sin embargo escamaba a Ignacio que intuía que Pedro estaba dorándole la píldora en espera de soltar la carga final, que llegó a no mucho tardar cuando dijo. —En tu caso aparte de los arsenales y sus defensas, también tendrás que hacerte cargo de la construcción de defensas de los principales puertos de la corona, pero repito, no tienes por qué hacerlo personalmente.
Soltada la bomba, Ignacio por fin lo entendía todo. Por supuesto que no tendría que hacerlo todo personalmente, pero si supervisarlo todo, y al menos en el caso de las fortificaciones decidir su entidad y emplazamiento, y eso le obligaría a viajar como un poseso. Tras unos cálculos iniciales pensó que tendría que dedicar un año en visitar y planificar cada uno de los tres arsenales.
Tras hablar brevemente con Pedro decidió que empezaría con Cartagena por ser posiblemente el más sencillo. Fácil defensa, mareas pequeñas, y una población de cierta entidad, con unos diez mil habitantes ya dedicados en gran parte a apoyar a la armada en sus misiones con el norte de África, tanto para enviar suministros a los presidios africanos como para organizar misiones militares.
Cartagena le serviría de enseñanza, y esperaba que un único año fuese suficiente para organizarlo todo. Después de eso dejaría las tareas de construcción en manos de arquitectos/ ingenieros y él tendría que pasar a Ferrol y a Cádiz, con algo de suerte con las lecciones ya bien aprendidas. El problema llegaría luego, tendría que visitar cada ciudad o puerto de cierta entidad entre la frontera oriental y occidental con Francia, calcular la mejor forma de defenderlo, y emprender las obras, y todo ello mientras mantenía un ojo en el diseño y la construcción naval y en el estado de los bosques y las mil y una manufacturas reales que se precisarían para ello…
¡Maldita fuese su bocaza!
Ignacio casi había terminado de recopilar los datos económicos de Valencia cuando recibió la llamada de su amigo Pedro, que a la sazón se encontraba en la corte de Madrid organizando la armada real. La carta no dejaba dudas de la urgencia y le reclamaba en nombre del rey, por lo que no tuvo más remedio que dejar la tarea de recabar los últimos datos en manos de sus ayudantes, y viajar en persona hacia Madrid, cosa que hizo en un cómodo carruaje bien escoltado por hombres de confianza, digno de uno de los hombres más ricos de España. No tardó en llegar a la Villa y Corte, acudiendo de inmediato a ver a Pedro, que tras la bienvenida de rigor pasó a asuntos más serios.
—¿Ingeniero General de la Armada? —preguntó Ignacio cuando Pedro le hubo explicado el porqué de su llamada. —¿Te has vuelto loco?
—Vamos Ignacio, tú fuiste el que propuso mejorar la vida de esta época pensando en nuestros hijos. —dijo Pedro tocando la fibra sensible de Ignacio.
—Ya se lo que dije, Pedro, lo que nunca espere es que utilizases mis palabras contra mí. —respondió Ignacio sonriendo, para preguntar a continuación. —¿Y cuáles serían mis atribuciones?
—Si queremos crear una verdadera armada necesitamos arsenales y buques. Al menos para los arsenales ya sabemos los lugares más adecuados; Cádiz, Cartagena, y Ferrol, y de esos tres el único que tiene mucho tráfico mercante en la actualidad es Cádiz.
—¿Y todo eso se va a traducir en? —preguntó retóricamente Ignacio mientras pasaba sus dedos sobre un gran mapa de España en el que había varias marcas y numerosas leyendas en sus márgenes que leyó por encima. —Nuevos buques supongo, navíos de línea de a 74 cañones, fragatas mayores o al menos más veloces, bergantines y jabeques, etc.
Luego está el asunto de los astilleros…como bien has dicho al menos sabes donde los quieres situar y más o menos lo que vas a querer colocar en ellos. Edificios para los cordeleros, carpinteros, calafates, almacenes y sobre todo diques secos, además habrá que defender adecuadamente todos esos emplazamientos con castillos y baterías… ¿Me dejo algo? —pregunto tras repasar aquellos apuntes.
—Más o menos es eso, de momento la construcción naval la concentramos en Guarnizo y otros lugares similares, así que lo más urgente seria comenzar por la construcción de los arsenales, y no estaría de más el cuidar y reforestar los bosques que fuese menester.
—¿Los bosques también serán atribución mía? —dijo Ignacio casi asustado, exclamando un —¡Joder!
—Sí, pero nadie dice que te ocupes personalmente. Haz como yo, delega, seguro que a estas alturas tienes ya algunos ayudantes de confianza para ello…—respondió Pedro, sin embargo algo en su voz debió despertar las sospechas de Ignacio que preguntó a su vez.
—Hay algo que te estas callando, vamos, desembucha, que no hemos llegado a estas alturas para que te calles.
—Mira, Ignacio, yo te apoyare en todo cuanto pueda, la corona proveerá de fondos, y los que no pueda aportar la corona los aportare yo mismo, que nunca está de más el darle al rey razones para tenernos en cuenta. —explico Pedro relatando que crearían manufacturas reales para apoyarlo con la construcción de todo cuanto precisase, esto sin embargo escamaba a Ignacio que intuía que Pedro estaba dorándole la píldora en espera de soltar la carga final, que llegó a no mucho tardar cuando dijo. —En tu caso aparte de los arsenales y sus defensas, también tendrás que hacerte cargo de la construcción de defensas de los principales puertos de la corona, pero repito, no tienes por qué hacerlo personalmente.
Soltada la bomba, Ignacio por fin lo entendía todo. Por supuesto que no tendría que hacerlo todo personalmente, pero si supervisarlo todo, y al menos en el caso de las fortificaciones decidir su entidad y emplazamiento, y eso le obligaría a viajar como un poseso. Tras unos cálculos iniciales pensó que tendría que dedicar un año en visitar y planificar cada uno de los tres arsenales.
Tras hablar brevemente con Pedro decidió que empezaría con Cartagena por ser posiblemente el más sencillo. Fácil defensa, mareas pequeñas, y una población de cierta entidad, con unos diez mil habitantes ya dedicados en gran parte a apoyar a la armada en sus misiones con el norte de África, tanto para enviar suministros a los presidios africanos como para organizar misiones militares.
Cartagena le serviría de enseñanza, y esperaba que un único año fuese suficiente para organizarlo todo. Después de eso dejaría las tareas de construcción en manos de arquitectos/ ingenieros y él tendría que pasar a Ferrol y a Cádiz, con algo de suerte con las lecciones ya bien aprendidas. El problema llegaría luego, tendría que visitar cada ciudad o puerto de cierta entidad entre la frontera oriental y occidental con Francia, calcular la mejor forma de defenderlo, y emprender las obras, y todo ello mientras mantenía un ojo en el diseño y la construcción naval y en el estado de los bosques y las mil y una manufacturas reales que se precisarían para ello…
¡Maldita fuese su bocaza!
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Septiembre de 1647
Al bajar del barco y pisar el puerto Diego pudo darse cuenta enseguida que los ánimos estaban abatidos. Aunque no entendía la mayor parte de ese idioma tan raro que hablaban pudo sentir que la desesperación se había extendido tras las noticias de la derrota de Dungan Hill.
Muchos soldados habían sido asesinados tras rendirse y los irlandeses habían sufrido una terrible derrota. Había ya quienes comenzaban a hablar de rendición, o al menos eso le comentó su ayudante, Sean Thornton, a quien había traído como conocedor de su antiguo país. Thornton había combatido bien en los Tercios irlandeses que se alistaron para luchar bajo las banderas españolas. Su conocimiento del gaélico y sobre todo de la enrevesada política irlandesa sería de gran ayuda para Diego.
Ambos, seguidos por varios soldados mas, solo con espada al cinto sin mas armas a la vista, se dirigieron por el muelle de Waterford buscando el ayuntamiento donde debían hablar con el representante de la confederación irlandesa.
Al bajar del barco y pisar el puerto Diego pudo darse cuenta enseguida que los ánimos estaban abatidos. Aunque no entendía la mayor parte de ese idioma tan raro que hablaban pudo sentir que la desesperación se había extendido tras las noticias de la derrota de Dungan Hill.
Muchos soldados habían sido asesinados tras rendirse y los irlandeses habían sufrido una terrible derrota. Había ya quienes comenzaban a hablar de rendición, o al menos eso le comentó su ayudante, Sean Thornton, a quien había traído como conocedor de su antiguo país. Thornton había combatido bien en los Tercios irlandeses que se alistaron para luchar bajo las banderas españolas. Su conocimiento del gaélico y sobre todo de la enrevesada política irlandesa sería de gran ayuda para Diego.
Ambos, seguidos por varios soldados mas, solo con espada al cinto sin mas armas a la vista, se dirigieron por el muelle de Waterford buscando el ayuntamiento donde debían hablar con el representante de la confederación irlandesa.
“…Las piezas de campaña se perdieron; bandera de español ninguna…” Duque de Alba tras la batalla de Heiligerlee.
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Un soldado de cuatro siglos
Ya que tercio ha regresado, vamos a recuperar a Pedro, a quien habíamos dejado aislado y rodeado de enemigos en un bosque de Flandes
El sol estaba cayendo y Pedro empezó a respirar con más tranquilidad. La noche era su aliada, y ahora se encontraba en su elemento. En cuanto las sombras se adueñaron del bosque escucho con atención, y al oír el canto de los pájaros que indicaba que no había amenazas cerca, empezó a moverse.
Moviéndose con sumo cuidado, avanzando y deteniéndose de tanto en tanto para escuchar y dejar que los animales se calmasen si era necesario, recorrió los alrededores para hacerse una composición del lugar. Cuando lo hubo hecho, identificó una posible senda y empezó a trabajar. En primer lugar cortó varias estacas de madera con su cuchillo, sacando punta a una de ellas y practicando muescas en otras tres estacas. A continuación, cogió una cuerda y montó una trampa de resorte. Bastaría que alguien pasase por aquel lugar y pisase la cuerda para activar la trampa que lanzaría sobre su estómago una estaca de madera que lo empalaría. No sería la única trampa que montó, pues durante la hora siguiente cavo varias trampas en las que colocó estacas y otros elementos preparados para infligir daño como piedras o cuerdas.
Precisamente estaba a punto de terminar una de aquellas trampas cuando estuvo a punto de ser sorprendido, por fortuna un destello de una linterna sorda bastó para alertarlo, pudiendo lanzarse al suelo para ocultarse. Sin embargo, el asesino no tuvo tanta suerte. mientras andaba concentrado en buscar a una persona pasó por alto un pequeño hoyo cavado en el suelo y recubierto con ramas. cuando pisó la trampa las ramas se rompieron facilitando que su pie se hundiera en un agujero en el que había colocado tres estacas apuntando a la pierna.
Los gritos del asesino resultaron desgarradores, Pedro dudo si acabar con aquel hombre, pero tras unos instantes, puede que incluso un segundo completo, decidió que era mejor utilizar esos gritos para atraer al resto de asesinos a aquel lugar. Mejor acabar con ellos en un terreno conocido que dejarlos desperdigarse por el bosque. No tendría que esperar mucho, los gritos del herido alertaron a sus compañeros que acudieron en tropel.
Era hora de trabajar...
El sol estaba cayendo y Pedro empezó a respirar con más tranquilidad. La noche era su aliada, y ahora se encontraba en su elemento. En cuanto las sombras se adueñaron del bosque escucho con atención, y al oír el canto de los pájaros que indicaba que no había amenazas cerca, empezó a moverse.
Moviéndose con sumo cuidado, avanzando y deteniéndose de tanto en tanto para escuchar y dejar que los animales se calmasen si era necesario, recorrió los alrededores para hacerse una composición del lugar. Cuando lo hubo hecho, identificó una posible senda y empezó a trabajar. En primer lugar cortó varias estacas de madera con su cuchillo, sacando punta a una de ellas y practicando muescas en otras tres estacas. A continuación, cogió una cuerda y montó una trampa de resorte. Bastaría que alguien pasase por aquel lugar y pisase la cuerda para activar la trampa que lanzaría sobre su estómago una estaca de madera que lo empalaría. No sería la única trampa que montó, pues durante la hora siguiente cavo varias trampas en las que colocó estacas y otros elementos preparados para infligir daño como piedras o cuerdas.
Precisamente estaba a punto de terminar una de aquellas trampas cuando estuvo a punto de ser sorprendido, por fortuna un destello de una linterna sorda bastó para alertarlo, pudiendo lanzarse al suelo para ocultarse. Sin embargo, el asesino no tuvo tanta suerte. mientras andaba concentrado en buscar a una persona pasó por alto un pequeño hoyo cavado en el suelo y recubierto con ramas. cuando pisó la trampa las ramas se rompieron facilitando que su pie se hundiera en un agujero en el que había colocado tres estacas apuntando a la pierna.
Los gritos del asesino resultaron desgarradores, Pedro dudo si acabar con aquel hombre, pero tras unos instantes, puede que incluso un segundo completo, decidió que era mejor utilizar esos gritos para atraer al resto de asesinos a aquel lugar. Mejor acabar con ellos en un terreno conocido que dejarlos desperdigarse por el bosque. No tendría que esperar mucho, los gritos del herido alertaron a sus compañeros que acudieron en tropel.
Era hora de trabajar...
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Con la llegada del amanecer la paz regresó al bosque, y Pedro, que a estas altruas estaba bastante seguro de haber acabado con todos sus asesinos, pudo respirar tranquilo. Tras unos minutos y ya recuperada la calma, empezó a registrar la zona desmontando las trampas que había tendido y no habían saltado y desarmando a sus enemigos, así como por supuesto, buscando todo documento incriminador que pudiesen llevar consigo. Pronto tuvo una curiosa colección de mosquetes, pistolas de rueda, roperas, y dagas de lo más variopinto. También encontró el lugar en el que los asesinos habían atado sus monturas, por lo que tras escoger la que parecía mejor, se preparó para regresar a la ciudad.
No había avanzado mucho cuando diviso un gran grupo de jinetes que cabalgaban directamente hacia él, por lo que regreso al lugar del que había salido. Le había parecido que era una compañía del ejército, pero prefería esperarlos en un lugar que pudiera brindarle alguna ventaja. No mucho después pudo distinguir con claridad a Salvador, que venía cabalgando a la cabeza del grupo. Eso le hizo pensar que Salvador ya tenía una edad, así que en un futuro cercano tendría que tomar medidas sobre él.
Un grito del capitán, detuvo a la compañía a la vera del camino, saludando a Pedro militarmente. Tras unas breves palabras decenas de soldados entraron en el bosque para revisarlo. Mientras tanto Pedro aprovecho para desayunar mientras Salvador y el capitán Schneider le daban sus reportes. Su esposa había llegado a la ciudad sana y salva, y Salvador se aseguro de dejarla bien protegida antes de viajar en busca de una compañía de caballería cercana, con la que había cabalgado sin descanso para recatarlo. Sí, era buen hombre este Salvador, tendría que recompensarlo...
Apenas un par de horas más tarde Pedro estaba de regreso en su ciudad y pudo reunirse con su esposa, quien para variar, parecia enfadada con el propio Pedro. Tras la retaila habitual de reproches; "que si tomaba demasiados riesgos, que era un general y no un simple soldado para ir corriendo por ahí (como si los asesinos le hubiesen dejado otra opción), que si los hombres son todos iguales"..., su esposa le dio una noticia impactante al decirle que creía estar embarazada.
Tras abrazarla y decirle lo mucho que la amaba, Pedro solo pudo decir. —Tratare de ser más comedido y tomar menos riesgos...,—a lo que ella respondió poniendo en duda su compromiso, pues sabía que las obligaciones militares de Pedro eran las que eran.
—Hablo en serio, amor mío, de ahora en adelante me dedicare a escribir. —respondió Pedro encantado con la noticia. —Es cierto que tengo obligaciones militares, pero a estas alturas puedo dirigirlas desde aquí.
No había avanzado mucho cuando diviso un gran grupo de jinetes que cabalgaban directamente hacia él, por lo que regreso al lugar del que había salido. Le había parecido que era una compañía del ejército, pero prefería esperarlos en un lugar que pudiera brindarle alguna ventaja. No mucho después pudo distinguir con claridad a Salvador, que venía cabalgando a la cabeza del grupo. Eso le hizo pensar que Salvador ya tenía una edad, así que en un futuro cercano tendría que tomar medidas sobre él.
Un grito del capitán, detuvo a la compañía a la vera del camino, saludando a Pedro militarmente. Tras unas breves palabras decenas de soldados entraron en el bosque para revisarlo. Mientras tanto Pedro aprovecho para desayunar mientras Salvador y el capitán Schneider le daban sus reportes. Su esposa había llegado a la ciudad sana y salva, y Salvador se aseguro de dejarla bien protegida antes de viajar en busca de una compañía de caballería cercana, con la que había cabalgado sin descanso para recatarlo. Sí, era buen hombre este Salvador, tendría que recompensarlo...
Apenas un par de horas más tarde Pedro estaba de regreso en su ciudad y pudo reunirse con su esposa, quien para variar, parecia enfadada con el propio Pedro. Tras la retaila habitual de reproches; "que si tomaba demasiados riesgos, que era un general y no un simple soldado para ir corriendo por ahí (como si los asesinos le hubiesen dejado otra opción), que si los hombres son todos iguales"..., su esposa le dio una noticia impactante al decirle que creía estar embarazada.
Tras abrazarla y decirle lo mucho que la amaba, Pedro solo pudo decir. —Tratare de ser más comedido y tomar menos riesgos...,—a lo que ella respondió poniendo en duda su compromiso, pues sabía que las obligaciones militares de Pedro eran las que eran.
—Hablo en serio, amor mío, de ahora en adelante me dedicare a escribir. —respondió Pedro encantado con la noticia. —Es cierto que tengo obligaciones militares, pero a estas alturas puedo dirigirlas desde aquí.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
La reunión fue tensa. Los irlandeses estaban desmoralizados y la presencia de Thomas Preston, el comandante irlandés responsable de la derrota no ayudó. Las recriminaciónes ya habían cesado antes de la llegada de Diego pero se pudo dar cuenta que los nervios estaban a flor de piel.
Tras varias horas de conversaciones los ánimos estaban divididos. La sala de reuniones del ayuntamiento de Waterford se encontraba prácticamente llena. Los irlandeses vociferaban unos contra otros. A duras penas Diego pudo entender, mas que por Thorton que por si mismo, que algunos querían resistir, otros pedir clemencia a los ingleses. Tan solo Preston callaba.
De pronto alguien, el alcalde, señaló a los españoles que se encontraban en un lateral y les preguntó (eso supuso) su opinión.
-Ya sabeis para que hemos venido. Os ofrecemos la ayuda de España.
- Claro, nosotros ponemos la sangre y os libramos de vuestros enemigo- replicó alguien.
Tras la traducción Diego prosiguió.
-Es vuestra tierra, debe ser vuestra sangre.
- Podemos pedir un acuerdo justo al Rey.
Diego había hecho memoria de lo que recordaba de la época.
-El Rey está perdido. Su enemigo es un hombre de fe. Cromwell cree que tiene a Dios de su lado.
- Pues aliémonos con él-lanzó otro.
Algunos movieron la cabeza asintiendo.
- Cromwell os desprecia. No os perdonará nunca la sangre inglesa vertida en el levantamiento de 1641.
- Esos perros nos estaban echando de nuestra tierra-escupió otro.
Agitando las manos Diego se excusó-No soy yo quien piensa así. Sabeis todos-señalando con las manos- que ahora los ingleses están divididos, pero antes o después alguno se impondrá al otro. Parlamentarios o realistas, da igual, son vuestros enemigos. Ninguno os dejará en paz-Diego comenzó levantando la voz- Vuestras iglesias serán profanadas, vuestros campos arrasados, vuestros jóvenes irán a las colonias a trabajar y solo los viejos quedarán en vuestros pueblos. Ha llegado el momento que Irlanda sea libre y eso no lo lograreis pidiendo clemencia a los ingleses, sea al rey o a Cromwell. Y si Cromwell tiene a Dios de su lado, vosotros tendreis otra cosa.
-¿El qué?-preguntó Preston que por primera vez abrió la boca.
- Un buen mosquete fabricado en Valencia con dos palmos de bayoneta en su punta.
Tras varias horas de conversaciones los ánimos estaban divididos. La sala de reuniones del ayuntamiento de Waterford se encontraba prácticamente llena. Los irlandeses vociferaban unos contra otros. A duras penas Diego pudo entender, mas que por Thorton que por si mismo, que algunos querían resistir, otros pedir clemencia a los ingleses. Tan solo Preston callaba.
De pronto alguien, el alcalde, señaló a los españoles que se encontraban en un lateral y les preguntó (eso supuso) su opinión.
-Ya sabeis para que hemos venido. Os ofrecemos la ayuda de España.
- Claro, nosotros ponemos la sangre y os libramos de vuestros enemigo- replicó alguien.
Tras la traducción Diego prosiguió.
-Es vuestra tierra, debe ser vuestra sangre.
- Podemos pedir un acuerdo justo al Rey.
Diego había hecho memoria de lo que recordaba de la época.
-El Rey está perdido. Su enemigo es un hombre de fe. Cromwell cree que tiene a Dios de su lado.
- Pues aliémonos con él-lanzó otro.
Algunos movieron la cabeza asintiendo.
- Cromwell os desprecia. No os perdonará nunca la sangre inglesa vertida en el levantamiento de 1641.
- Esos perros nos estaban echando de nuestra tierra-escupió otro.
Agitando las manos Diego se excusó-No soy yo quien piensa así. Sabeis todos-señalando con las manos- que ahora los ingleses están divididos, pero antes o después alguno se impondrá al otro. Parlamentarios o realistas, da igual, son vuestros enemigos. Ninguno os dejará en paz-Diego comenzó levantando la voz- Vuestras iglesias serán profanadas, vuestros campos arrasados, vuestros jóvenes irán a las colonias a trabajar y solo los viejos quedarán en vuestros pueblos. Ha llegado el momento que Irlanda sea libre y eso no lo lograreis pidiendo clemencia a los ingleses, sea al rey o a Cromwell. Y si Cromwell tiene a Dios de su lado, vosotros tendreis otra cosa.
-¿El qué?-preguntó Preston que por primera vez abrió la boca.
- Un buen mosquete fabricado en Valencia con dos palmos de bayoneta en su punta.
“…Las piezas de campaña se perdieron; bandera de español ninguna…” Duque de Alba tras la batalla de Heiligerlee.
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Un soldado de cuatro siglos
Flandes, principios de la primavera de 1646
La oficina de Pedro estaba cubierta de libros por completo. En las paredes había grandes estanterías en las que descansaban cientos de libros, muchos de ellos diferentes ediciones de la misma obra, casi todas ellas clásicos griegos, latinos e incluso árabes que versaban sobre temas históricos o militares. Había tantos libros que incluso tres sillas de la sala estaban repletas de libros que se mantenían en un precario equilibrio. La propia mesa de Pedro, orientada de forma que el sol incidiese sobre ella tanto tiempo como era posible, estaba cubierta de libros y hojas de papel. De hecho, en aquellos momentos la mesa tenía tres ejemplares del mismo volumen de “Vidas Paralelas” de Plutarco, y cerca de ellos había otros dos libros de Tucídides, en este caso su “Historia de la guerra del Peloponeso”.
Luisa que había entrado a revisar la oficina paso sus dedos sobre unas docenas de hojas manuscritas que había en la mesa. De inmediato reconoció el trabajo de su esposo, que se había enfrascado en la escritura de una gran obra de cariz histórico-militar. A decir verdad, estaba complacida. Su esposo estaba cumpliendo su palabra y desde el atentado contra su vida se mantenía alejado del peligro, permaneciendo en su casa que solo abandonaba acompañado de una escolta para sus ejercicios diarios o para visitar a alguna unidad cercana. Sin embargo, esa misma calma la preocupaba un poco. Si el rey se cansaba de la pasividad que mostraba su esposo en la guerra, podía ser sustituido y perder todo el prestigio y los honores obtenidos hasta entonces. Por fortuna la guerra era favorable a las armas españolas, y esperaba que eso concediese a su esposo el tiempo que precisaba para culminar la guerra con Francia. De hecho, en aquellos precisos instantes, Pedro debía estar reunido con sus oficiales de confianza para debatir el devenir de la guerra.
No muy lejos de allí, Pedro contemplaba un gran mapa pintado sobre una mesa de grandes dimensiones que mostraba el norte de Francia y el sur de Flandes. Sobre él, piezas de color azul con forma de estrella mostraban las unidades militares españolas, mientras otras en forma de punta de flecha mostraban las unidades en movimiento con su dirección. Sobre aquellas figuras, pequeñas banderas mostraban el nombre del comandante y la unidad que mandaba, información que se completaba con estadillos colgados en tablones de anuncios en las paredes. De esa forma bastaba un simple vistazo al mapa para conocer la posición de las tropas españolas, y uno a las paredes para conocer con precisión la entidad de estas.
Por supuesto el mapa también mostraba las unidades francesas, y lo hacía con toda la precisión de la que era capaz. En aquellos momentos Calais y Amiens, ciudades en las que había dos estrellas azules, estaban rodeadas por varias estrellas francesas, denotando que se encontraban bajo asedio. Había algunas otras fuerzas francesas, pero todas mostraban estrellas que protegían ciudades fortificadas, lo que denotaba que la guerra había entrado en un impase. Los franceses se estaban agotando, consumiéndose en los asedios de aquellas dos ciudades que servían de cebo. Mientras tanto las fuerzas españolas se contentaban con ir rindiendo una a una las pequeñas guarniciones francesas al norte del Somme.
—Bapaume se ha rendido. —comunicó Salvador entregando una nota con la noticia, refiriéndose a la pequeña población francesa que controlaba un importante cruce de caminos al noreste de Amiens.
—¿Cuánto nos ha costado? —preguntó Pedro quien había dado órdenes de sobornar a su comandante para evitar un costoso asedio.
—Cincuenta mil ducados, vuesa excelencia. —respondió Salvador, informando a todos los presentes. —Los ochocientos franceses de la guarnición se han pasado a nuestro bando.
—Ordenadles que se dirijan a la costa, Salvador. —dijo Pedro quien en las siguientes semanas trasladaría a aquellos hombres a Oran, Argel, o cualquier otro de los presidios del norte de África, antes de volverse hacia sus generales. —¿Cuál es la situación en Amiens?
—Nuestros exploradores informan que los franceses están sufriendo muchas bajas a causa de una epidemia, mi general...
La oficina de Pedro estaba cubierta de libros por completo. En las paredes había grandes estanterías en las que descansaban cientos de libros, muchos de ellos diferentes ediciones de la misma obra, casi todas ellas clásicos griegos, latinos e incluso árabes que versaban sobre temas históricos o militares. Había tantos libros que incluso tres sillas de la sala estaban repletas de libros que se mantenían en un precario equilibrio. La propia mesa de Pedro, orientada de forma que el sol incidiese sobre ella tanto tiempo como era posible, estaba cubierta de libros y hojas de papel. De hecho, en aquellos momentos la mesa tenía tres ejemplares del mismo volumen de “Vidas Paralelas” de Plutarco, y cerca de ellos había otros dos libros de Tucídides, en este caso su “Historia de la guerra del Peloponeso”.
Luisa que había entrado a revisar la oficina paso sus dedos sobre unas docenas de hojas manuscritas que había en la mesa. De inmediato reconoció el trabajo de su esposo, que se había enfrascado en la escritura de una gran obra de cariz histórico-militar. A decir verdad, estaba complacida. Su esposo estaba cumpliendo su palabra y desde el atentado contra su vida se mantenía alejado del peligro, permaneciendo en su casa que solo abandonaba acompañado de una escolta para sus ejercicios diarios o para visitar a alguna unidad cercana. Sin embargo, esa misma calma la preocupaba un poco. Si el rey se cansaba de la pasividad que mostraba su esposo en la guerra, podía ser sustituido y perder todo el prestigio y los honores obtenidos hasta entonces. Por fortuna la guerra era favorable a las armas españolas, y esperaba que eso concediese a su esposo el tiempo que precisaba para culminar la guerra con Francia. De hecho, en aquellos precisos instantes, Pedro debía estar reunido con sus oficiales de confianza para debatir el devenir de la guerra.
No muy lejos de allí, Pedro contemplaba un gran mapa pintado sobre una mesa de grandes dimensiones que mostraba el norte de Francia y el sur de Flandes. Sobre él, piezas de color azul con forma de estrella mostraban las unidades militares españolas, mientras otras en forma de punta de flecha mostraban las unidades en movimiento con su dirección. Sobre aquellas figuras, pequeñas banderas mostraban el nombre del comandante y la unidad que mandaba, información que se completaba con estadillos colgados en tablones de anuncios en las paredes. De esa forma bastaba un simple vistazo al mapa para conocer la posición de las tropas españolas, y uno a las paredes para conocer con precisión la entidad de estas.
Por supuesto el mapa también mostraba las unidades francesas, y lo hacía con toda la precisión de la que era capaz. En aquellos momentos Calais y Amiens, ciudades en las que había dos estrellas azules, estaban rodeadas por varias estrellas francesas, denotando que se encontraban bajo asedio. Había algunas otras fuerzas francesas, pero todas mostraban estrellas que protegían ciudades fortificadas, lo que denotaba que la guerra había entrado en un impase. Los franceses se estaban agotando, consumiéndose en los asedios de aquellas dos ciudades que servían de cebo. Mientras tanto las fuerzas españolas se contentaban con ir rindiendo una a una las pequeñas guarniciones francesas al norte del Somme.
—Bapaume se ha rendido. —comunicó Salvador entregando una nota con la noticia, refiriéndose a la pequeña población francesa que controlaba un importante cruce de caminos al noreste de Amiens.
—¿Cuánto nos ha costado? —preguntó Pedro quien había dado órdenes de sobornar a su comandante para evitar un costoso asedio.
—Cincuenta mil ducados, vuesa excelencia. —respondió Salvador, informando a todos los presentes. —Los ochocientos franceses de la guarnición se han pasado a nuestro bando.
—Ordenadles que se dirijan a la costa, Salvador. —dijo Pedro quien en las siguientes semanas trasladaría a aquellos hombres a Oran, Argel, o cualquier otro de los presidios del norte de África, antes de volverse hacia sus generales. —¿Cuál es la situación en Amiens?
—Nuestros exploradores informan que los franceses están sufriendo muchas bajas a causa de una epidemia, mi general...
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Idiáquez acudió al edificio cercano a la vivienda de su comandante, en la que este había establecido una suerte de cuartel general. Generalmente se reunía con él en la planta baja, en la que había varias salas empleadas como oficinas, ya fuesen de “abastos”, tesorería, o sanidad en campaña. Oficinas desde las que se manejaban los ejércitos de Flandes y se mantenía la guerra en marcha. Por supuesto también existía una sala de mapas en los que mapas de toda Europa e incluso algunos de ultramar, cubrían las paredes, y una gran mesa en el centro mostraba un último mapa, generalmente de la zona de Flandes y el norte de Francia en la que se desarrollaban las operaciones militares. Aunque este, era cambiado por otro cuando la ocasión lo requería.
Sin embargo, esta vez Idiáquez subió a la segunda planta, donde el Lobo había acondicionado varias salas más. Cada una de estas salas tenía una mesa de grandes dimensiones en el centro, y en cada una de ellas se podía observar una escena similar. Grandes formaciones de soldados de plomo, cuidadosamente pintados, libraban una aparente batalla sobre una mesa que simulaba un campo de batalla. Hasta ahí podría parecer algo típico en un cuartel general. Sin embargo, los soldados de plomo no eran actuales, todos y cada uno de ellos estaba confeccionado para representar a un soldado de la antigüedad, y así los soldados que podía ver frente a la mesa representaban a dos ejércitos romanos frente a frente.
El primero en una posición elevada al ocupar una colina, parecía más numeroso, pero se mantenía a la defensiva, posiblemente esperando el resultado de un gran ataque de caballería que estaba desarrollando en su flanco izquierdo. El segundo ocupaba la posición baja y se defendía del ataque de caballería... el resultado debería resultar en una derrota para ese segundo ejército, pero su general parecía haber escondido una línea de infantería entre su caballería, y eso podría suponer una sorpresa...
—Esto está finalizado, podéis dibujar esto, maese Wilders. —dijo el Lobo dirigiéndose a uno de los ayudantes contratados que trabajaban con él a todas horas, desde carpinteros para fabricar aquellas mesas y escenas a artesanos para fabricar las figuras de plomo y por supuesto pintores, generalmente jóvenes artistas o discípulos de los grandes maestros a los que se pagaba generosamente. Profesiones que parecían estar en boga en Amberes aquel año. Cuando acabó de dar las instrucciones, el Lobo por fin se volvió hacia él, y le preguntó. —Don Alonso ¿Quería verme, vuesa merced?
—Excelencia, la inactividad está poniendo nerviosos a mis hombres. —respondió Idiáquez con cautela, tanteando la respuesta de Llopis. —Por supuesto ninguno se quejará de cobrar por no hacer nada, sobre todo ahora que las pagas llegan a tiempo y bien, pero saben que a unos días de marcha hacia el Sur hay españoles bajo asedio, y no les gusta.
—Espero que dicha incomodidad no pase de ahí, Don Alonso. Sabed que los asedios franceses más que perjudicarnos nos benefician. Nos permiten continuar acumulando caballos para equipar a nuestra caballería e impedimenta, y abastecimientos para no tener que depender de las requisas. Y eso significa que cuando decidamos movernos, sea mañana o sea dentro de un año, podremos hacerlo con rapidez y eficacia.
—Mi general, yo controlare a mis hombres, si es necesario aumentare el número de marchas o la distancia a recorrer para mantenerlos cansados. —respondió Idiáquez antes de dar paso a sus verdaderas preocupaciones, algo que lo atenazaba desde hacía unas semanas. —Pero mi general, si mis hombres, que son soldados profesionales, están intranquilos... ¿No creéis que Su Majestad el Rey podrá desaprobar la pasividad de nuestros ejércitos?
—Es posible, Don Alonso, pero creo que poco probable. Escribo a su Majestad casi cada semana, dando cuenta de nuestros progresos en Flandes, y en cada informe puedo informar de la caída, rendición o captura de una pequeña ciudad o castillo al norte del Somme. Y creo que mientras eso ocurra el Rey estará complacido.
—Pero mi general, al Rey le llegaran noticias por otras vías. Cualquier noble que visite España le podrá decir que bastaría con que nuestros ejércitos avanzasen hacia el Sur para batir a los ejércitos franceses y obligar a Francia a solicitar la paz. —explicó Don Alonso.
—Es posible. Aun así, vamos a permanecer en nuestras posiciones. Veréis, Don Alonso. Si marchamos hacia el Sur, no tengo dudas, derrotaremos a los franceses y estos solicitarán la paz. —explicó Pedro con calma. —Pero ¿Sabéis que ocurrirá a continuación? Nada, los franceses habrán perdido, pero no están derrotados, así que empezaran a crear un nuevo ejército de inmediato. Llevan haciendo lo mismo desde los tiempos del Emperador Carlos. Ganábamos la guerra, y a los cuatro años había que volver a empezar porque se habían rearmado y seguían queriendo lo mismo, Milán y Nápoles. Incluso puede que su Majestad devuelva algunas de las plazas que hemos capturado
—Lo que aun será peor. —finalizó Idiáquez por el Lobo. —Lo que no alcanzo a comprender es qué ganamos con alargar la guerra, mi general.
—Tiempo...—dejó pasar unos segundos. —Y territorios... Veréis, Don Alonso. La realidad es que hace solo unos pocos años, Francia tenía tantos habitantes como casi todo el Imperio Español. Y los tenía concentrados en un núcleo inserto en el corazón de las posesiones europeas de Su Majestad. Eso significa que podía movilizar ejércitos mucho más numerosos y concentrados en un único lugar que nosotros, y que a la larga tenían las de ganar.
Llevo años hablando de esto con su Majestad. Si queremos que Francia deje de ser un peligro, debemos derrotarla para siempre, y eso supone arrebatarle de una vez por todas territorios y población, reduciendo su número y aumentando el nuestro.
—¿Queréis conquistar Francia entonces?
—No, Don Alonso. Pretendo que su majestad emplee sus derechos históricos al Sur de Francia, la región del Norte de los Pirineos que fue parte de la Corona de Aragón hasta el tratado de Corbeil o incluso hasta la derrota de Muret, y eso por no hablar de la Navarra norte. Cuando Francia pierda toda esa zona, junto a un millón y medio de habitantes que pasaran a ser españoles, podremos atacar y acabar la guerra.
—Entiendo...puedo preguntar ¿por qué me hacéis estas confidencias?
—Porque necesitó que os dirijáis a Cataluña. La situación allí ya es favorable a nuestras armas, y Don Diego precisara la ayuda de una mano derecha para finalizar la guerra e incluso ocupar el Sur de Francia. Cuando lo hagáis, no olvidéis escribir a su Majestad, recordándole los derechos históricos que lo asisten para reclamar aquellas tierras.
Sin embargo, esta vez Idiáquez subió a la segunda planta, donde el Lobo había acondicionado varias salas más. Cada una de estas salas tenía una mesa de grandes dimensiones en el centro, y en cada una de ellas se podía observar una escena similar. Grandes formaciones de soldados de plomo, cuidadosamente pintados, libraban una aparente batalla sobre una mesa que simulaba un campo de batalla. Hasta ahí podría parecer algo típico en un cuartel general. Sin embargo, los soldados de plomo no eran actuales, todos y cada uno de ellos estaba confeccionado para representar a un soldado de la antigüedad, y así los soldados que podía ver frente a la mesa representaban a dos ejércitos romanos frente a frente.
El primero en una posición elevada al ocupar una colina, parecía más numeroso, pero se mantenía a la defensiva, posiblemente esperando el resultado de un gran ataque de caballería que estaba desarrollando en su flanco izquierdo. El segundo ocupaba la posición baja y se defendía del ataque de caballería... el resultado debería resultar en una derrota para ese segundo ejército, pero su general parecía haber escondido una línea de infantería entre su caballería, y eso podría suponer una sorpresa...
—Esto está finalizado, podéis dibujar esto, maese Wilders. —dijo el Lobo dirigiéndose a uno de los ayudantes contratados que trabajaban con él a todas horas, desde carpinteros para fabricar aquellas mesas y escenas a artesanos para fabricar las figuras de plomo y por supuesto pintores, generalmente jóvenes artistas o discípulos de los grandes maestros a los que se pagaba generosamente. Profesiones que parecían estar en boga en Amberes aquel año. Cuando acabó de dar las instrucciones, el Lobo por fin se volvió hacia él, y le preguntó. —Don Alonso ¿Quería verme, vuesa merced?
—Excelencia, la inactividad está poniendo nerviosos a mis hombres. —respondió Idiáquez con cautela, tanteando la respuesta de Llopis. —Por supuesto ninguno se quejará de cobrar por no hacer nada, sobre todo ahora que las pagas llegan a tiempo y bien, pero saben que a unos días de marcha hacia el Sur hay españoles bajo asedio, y no les gusta.
—Espero que dicha incomodidad no pase de ahí, Don Alonso. Sabed que los asedios franceses más que perjudicarnos nos benefician. Nos permiten continuar acumulando caballos para equipar a nuestra caballería e impedimenta, y abastecimientos para no tener que depender de las requisas. Y eso significa que cuando decidamos movernos, sea mañana o sea dentro de un año, podremos hacerlo con rapidez y eficacia.
—Mi general, yo controlare a mis hombres, si es necesario aumentare el número de marchas o la distancia a recorrer para mantenerlos cansados. —respondió Idiáquez antes de dar paso a sus verdaderas preocupaciones, algo que lo atenazaba desde hacía unas semanas. —Pero mi general, si mis hombres, que son soldados profesionales, están intranquilos... ¿No creéis que Su Majestad el Rey podrá desaprobar la pasividad de nuestros ejércitos?
—Es posible, Don Alonso, pero creo que poco probable. Escribo a su Majestad casi cada semana, dando cuenta de nuestros progresos en Flandes, y en cada informe puedo informar de la caída, rendición o captura de una pequeña ciudad o castillo al norte del Somme. Y creo que mientras eso ocurra el Rey estará complacido.
—Pero mi general, al Rey le llegaran noticias por otras vías. Cualquier noble que visite España le podrá decir que bastaría con que nuestros ejércitos avanzasen hacia el Sur para batir a los ejércitos franceses y obligar a Francia a solicitar la paz. —explicó Don Alonso.
—Es posible. Aun así, vamos a permanecer en nuestras posiciones. Veréis, Don Alonso. Si marchamos hacia el Sur, no tengo dudas, derrotaremos a los franceses y estos solicitarán la paz. —explicó Pedro con calma. —Pero ¿Sabéis que ocurrirá a continuación? Nada, los franceses habrán perdido, pero no están derrotados, así que empezaran a crear un nuevo ejército de inmediato. Llevan haciendo lo mismo desde los tiempos del Emperador Carlos. Ganábamos la guerra, y a los cuatro años había que volver a empezar porque se habían rearmado y seguían queriendo lo mismo, Milán y Nápoles. Incluso puede que su Majestad devuelva algunas de las plazas que hemos capturado
—Lo que aun será peor. —finalizó Idiáquez por el Lobo. —Lo que no alcanzo a comprender es qué ganamos con alargar la guerra, mi general.
—Tiempo...—dejó pasar unos segundos. —Y territorios... Veréis, Don Alonso. La realidad es que hace solo unos pocos años, Francia tenía tantos habitantes como casi todo el Imperio Español. Y los tenía concentrados en un núcleo inserto en el corazón de las posesiones europeas de Su Majestad. Eso significa que podía movilizar ejércitos mucho más numerosos y concentrados en un único lugar que nosotros, y que a la larga tenían las de ganar.
Llevo años hablando de esto con su Majestad. Si queremos que Francia deje de ser un peligro, debemos derrotarla para siempre, y eso supone arrebatarle de una vez por todas territorios y población, reduciendo su número y aumentando el nuestro.
—¿Queréis conquistar Francia entonces?
—No, Don Alonso. Pretendo que su majestad emplee sus derechos históricos al Sur de Francia, la región del Norte de los Pirineos que fue parte de la Corona de Aragón hasta el tratado de Corbeil o incluso hasta la derrota de Muret, y eso por no hablar de la Navarra norte. Cuando Francia pierda toda esa zona, junto a un millón y medio de habitantes que pasaran a ser españoles, podremos atacar y acabar la guerra.
—Entiendo...puedo preguntar ¿por qué me hacéis estas confidencias?
—Porque necesitó que os dirijáis a Cataluña. La situación allí ya es favorable a nuestras armas, y Don Diego precisara la ayuda de una mano derecha para finalizar la guerra e incluso ocupar el Sur de Francia. Cuando lo hagáis, no olvidéis escribir a su Majestad, recordándole los derechos históricos que lo asisten para reclamar aquellas tierras.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
El capitán general de los ejércitos del rey en Flandes se movía alrededor de una mesa, tomando notas sin parar. La mesa representaba una serie de colinas y valles, de un paisaje árido, a momentos casi desértico. En el centro, un ejército compuesto por tropas casi exclusivamente de infantería aparecía rodeado por una gran fuerza de caballería, que parecía dispuesta a acometer a los primeros a la primera de cambio. Sin embargo, las tropas rodeadas parecían resueltas a resistir, y bajo el mando de su comandante, se estaban dividiendo en dos para formar una línea doble que pudiese enfrentarse a los ataques por ambos flancos. Aún así, era evidente que llevaban las de perder.
—Mi general, hemos traído a los ladrones de caballos que solicitó. —informó el maestre de campo Antonio de Velandia, llamando la atención de su comandante.
Pedro, tras realizar unas ultimas anotaciones, dejo sus apuntes sobre una mesa antes de dirigirse a los hombres que había traído Velandia, custodiados por varios guardias. Por lo que sabía habían sido atrapados dos días atrás, tras robar varios caballos en una granja cercana. —Gracias, Don Antonio. —dijo Pedro antes de dirigirse a los cuatreros. —Señores. Todos ustedes conocen las leyes sobre el robo de caballos. —dijo Pedro desatando una oleada de suplicas de piedad y reclamos de inocencia. Que atajó con impaciencia.
—Repito. Todas vuesas mercedes conocían las leyes sobre el robo de caballos cuando decidieron robarlos…la soga…—explicó Pedro con una voz monótona e indiferente que asustaba más que si hubiese gritado, de hecho, varios de los presentes sufrieron escalofríos en aquel momento, encogiéndose y abrazándose como para buscar calor.
—Sin embargo, vuesas mercedes están de suerte. Necesitó caballos, de todos los tipos, sean de monta o de tiro, caballos, burros o mulos, todo animal que pueda conseguir, incluso bueyes de tiro. —continuó Pedro, despertando la esperanza de los cuatreros que parecieron estirarse. —Claro, que los caballos que yo preciso están al sur de las posiciones españolas, en Francia… así que, sin más ambages, les explicare sus opciones. Pueden trabajar para mí, haciendo lo que mejor saben hacer, robar caballos. Claro que lo harán en Francia, y por ello pagare un plus sobre el precio de cada equino que consigan. Su otra opción, por supuesto, es cumplir la sentencia dictada por el juez y bailar al extremo de una soga.
No hicieron falta más palabras. Unos minutos más tarde todos los cuatreros estaban en pie, frotándose indisimuladamente las muñecas donde hasta poco antes tuvieran grilletes. Habían salvado el cuello, y era más de lo que esperaban al llegar allí esa mañana. —Señores, miren vuesas mercedes por la ventana. —reclamó su atención el Lobo una vez más, señalando una de aquellas extrañas torres de brazos que los españoles utilizaban para comunicarse.
—Una de las cosas que esas torres informan, son los robos de caballos. Eso significa que la noticia de cualquier robo de caballos ocurrida en Flandes, es comunicada a esta casa en menos de dos horas, y también que media hora después del robo, todas las guarniciones españolas en cinco leguas a la redonda del lugar del robo han sido alertadas. —continuó explicando el Lobo, dando a entender que así era como habían logrado capturarlos. —Si me traicionan, lo sabre, y no tendré piedad. Por el contrario, si trabajan para mí, su futuro estará asegurado. Comuniquen la noticia a todos los ladrones de caballos que conozcan, pago muy bien por los caballos que roben en Francia, y utilizo una cuerda con quienes roben caballos en Flandes. —no tenía que explicar mucho más. Los cuatreros estaban convencidos, tal vez más que por aquella infernal y traicionera máquina que alertaba a los españoles, por el dinero que ofrecían por capturar caballos en Francia. Esa misma noche todos estarían de camino a esta última, dispuestos a hacer su trabajo.
—¿Desaprobáis mi decisión, Don Antonio? —preguntó Pedro cuando la guardia se hubo retirado llevándose a los cuatreros.
—Mi general, se que necesitamos más animales…vaya si lo sé. Pero también se que la situación de las arcas del ejército no es la más pujante. —explicó el maestre de campo.
—No os preocupéis por eso, Don Antonio, por algo he dicho que yo pagare por los caballos…—respondió Pedro haciendo una seña para que Antonio se acercase a la mesa y mirase la maqueta. —Decidme, Don Antonio, ¿Qué opináis de la situación en esta batalla?
—Mi general, hemos traído a los ladrones de caballos que solicitó. —informó el maestre de campo Antonio de Velandia, llamando la atención de su comandante.
Pedro, tras realizar unas ultimas anotaciones, dejo sus apuntes sobre una mesa antes de dirigirse a los hombres que había traído Velandia, custodiados por varios guardias. Por lo que sabía habían sido atrapados dos días atrás, tras robar varios caballos en una granja cercana. —Gracias, Don Antonio. —dijo Pedro antes de dirigirse a los cuatreros. —Señores. Todos ustedes conocen las leyes sobre el robo de caballos. —dijo Pedro desatando una oleada de suplicas de piedad y reclamos de inocencia. Que atajó con impaciencia.
—Repito. Todas vuesas mercedes conocían las leyes sobre el robo de caballos cuando decidieron robarlos…la soga…—explicó Pedro con una voz monótona e indiferente que asustaba más que si hubiese gritado, de hecho, varios de los presentes sufrieron escalofríos en aquel momento, encogiéndose y abrazándose como para buscar calor.
—Sin embargo, vuesas mercedes están de suerte. Necesitó caballos, de todos los tipos, sean de monta o de tiro, caballos, burros o mulos, todo animal que pueda conseguir, incluso bueyes de tiro. —continuó Pedro, despertando la esperanza de los cuatreros que parecieron estirarse. —Claro, que los caballos que yo preciso están al sur de las posiciones españolas, en Francia… así que, sin más ambages, les explicare sus opciones. Pueden trabajar para mí, haciendo lo que mejor saben hacer, robar caballos. Claro que lo harán en Francia, y por ello pagare un plus sobre el precio de cada equino que consigan. Su otra opción, por supuesto, es cumplir la sentencia dictada por el juez y bailar al extremo de una soga.
No hicieron falta más palabras. Unos minutos más tarde todos los cuatreros estaban en pie, frotándose indisimuladamente las muñecas donde hasta poco antes tuvieran grilletes. Habían salvado el cuello, y era más de lo que esperaban al llegar allí esa mañana. —Señores, miren vuesas mercedes por la ventana. —reclamó su atención el Lobo una vez más, señalando una de aquellas extrañas torres de brazos que los españoles utilizaban para comunicarse.
—Una de las cosas que esas torres informan, son los robos de caballos. Eso significa que la noticia de cualquier robo de caballos ocurrida en Flandes, es comunicada a esta casa en menos de dos horas, y también que media hora después del robo, todas las guarniciones españolas en cinco leguas a la redonda del lugar del robo han sido alertadas. —continuó explicando el Lobo, dando a entender que así era como habían logrado capturarlos. —Si me traicionan, lo sabre, y no tendré piedad. Por el contrario, si trabajan para mí, su futuro estará asegurado. Comuniquen la noticia a todos los ladrones de caballos que conozcan, pago muy bien por los caballos que roben en Francia, y utilizo una cuerda con quienes roben caballos en Flandes. —no tenía que explicar mucho más. Los cuatreros estaban convencidos, tal vez más que por aquella infernal y traicionera máquina que alertaba a los españoles, por el dinero que ofrecían por capturar caballos en Francia. Esa misma noche todos estarían de camino a esta última, dispuestos a hacer su trabajo.
—¿Desaprobáis mi decisión, Don Antonio? —preguntó Pedro cuando la guardia se hubo retirado llevándose a los cuatreros.
—Mi general, se que necesitamos más animales…vaya si lo sé. Pero también se que la situación de las arcas del ejército no es la más pujante. —explicó el maestre de campo.
—No os preocupéis por eso, Don Antonio, por algo he dicho que yo pagare por los caballos…—respondió Pedro haciendo una seña para que Antonio se acercase a la mesa y mirase la maqueta. —Decidme, Don Antonio, ¿Qué opináis de la situación en esta batalla?
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Un soldado de cuatro siglos
—Tengo un nuevo encargo para vuesas mercedes. —explicó Pedro a la docena de artesanos de la ciudad que habían acudido a una de las habituales reuniones que tenía con aquellos artesanos, carpinteros, escayolistas, jugueteros, y pintores. Artesanos que trabajaban casi en exclusiva para él, construyendo las maquetas que luego empleaba para representar las batallas que luego estudiaba, o los soldaditos de plomo que empleaba en ellas. —precisare buques de remos, muchos buques de remos-; birremes, trirremes, liburnas, y otros tipos de buques que he detallado y descrito en esta lista. —dijo entregandoles varias hojas a los artesanos.
—Es mucho trabajo, excelencia, tardaremos mucho. —dijo uno de los artesanos que solía fabricar los soldaditos de plomo que luego entregaba a uno de los pintores para que los finalizase.
—Adelantare cincuenta ducados a cada una de vuesas mercedes, y pagare un suplemento si se hace con rapidez. Fabricad un molde para producirlos en masa y acelerar el trabajo —explicó Pedro que ya veía la batalla que quería representar en su cabeza, sabiendo que aquellos artesanos odiaban trabajar en serie pues estaban acostumbrados a trabajos artesanales. —Para ello podéis fabricar una pieza central básica, sobre las que montar el resto de elementos . —dijo como una concesión a esa artesanía.
A continuación pasó a explicar lo que quería con precisión. En una mesa de grandes dimensiones debían construir una maqueta en la que debían representar un mar, con dos masas de tierra en dos de los lados, formando una especie de estrecho de una forma determinada.
Tres horas más tarde por fin hubo terminado la reunión, y Pedro pudo regresar a su casa para ver a su esposa y a su hijo. En unas semanas esperaba poder tener su nueva maqueta, y ya era momento de ir preparando la siguiente, al fin y al cabo al ritmo actual podía ir organizando un par de maquetas al mes, e ir representando en ellas las batallas que luego sus pintores y grabadores plasmaban en sus obras. Como le había prometido a su esposa, evitaría riesgos innecesarios, y la situación en el frente le permitía ir cuidando su seguridad un poco más.
—Es mucho trabajo, excelencia, tardaremos mucho. —dijo uno de los artesanos que solía fabricar los soldaditos de plomo que luego entregaba a uno de los pintores para que los finalizase.
—Adelantare cincuenta ducados a cada una de vuesas mercedes, y pagare un suplemento si se hace con rapidez. Fabricad un molde para producirlos en masa y acelerar el trabajo —explicó Pedro que ya veía la batalla que quería representar en su cabeza, sabiendo que aquellos artesanos odiaban trabajar en serie pues estaban acostumbrados a trabajos artesanales. —Para ello podéis fabricar una pieza central básica, sobre las que montar el resto de elementos . —dijo como una concesión a esa artesanía.
A continuación pasó a explicar lo que quería con precisión. En una mesa de grandes dimensiones debían construir una maqueta en la que debían representar un mar, con dos masas de tierra en dos de los lados, formando una especie de estrecho de una forma determinada.
Tres horas más tarde por fin hubo terminado la reunión, y Pedro pudo regresar a su casa para ver a su esposa y a su hijo. En unas semanas esperaba poder tener su nueva maqueta, y ya era momento de ir preparando la siguiente, al fin y al cabo al ritmo actual podía ir organizando un par de maquetas al mes, e ir representando en ellas las batallas que luego sus pintores y grabadores plasmaban en sus obras. Como le había prometido a su esposa, evitaría riesgos innecesarios, y la situación en el frente le permitía ir cuidando su seguridad un poco más.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Pedro terminó de revisar el manuscrito, cerró con fuerza los ojos, y exhalo un suspiro. Era el primero de los libros que estaba preparando, y por fin podía considerarse finalizado. Por desgracia el trabajo no había hecho más que empezar, puesto que la serie de libros que preparaba podía tener fácilmente, treinta o cuarenta libros, y eso solo para empezar, pues lo que tenía en la cabeza era una obra monumental que había retrasado por mucho tiempo. Y tiempo era lo que le faltaba, había tanto que hacer y tanto trabajo acumulado.
Por supuesto en primer lugar tenía que ocuparse de las tareas puramente militares, pero por fortuna cada maestre de campo o coronel colaboraba en el gobierno de sus unidades y Pedro tan solo tenía que supervisar la labor de estos o, en caso necesario, tomar algunas medidas e iniciativas concretas. Al menos el frente estaba calmado, los franceses continuaban atascados en los asedios de Caláis y Amiens, mientras las fuerzas españolas continuaban asegurando su posición al norte de esa posición. Si todo iba como estaba planeado, las fuerzas españolas solo se moverían cuando fuese necesario acudir en ayuda de las ciudades asediadas. Entonces levantarían su asedio, y recuperarían la iniciativa tras haber ganado más de un año de tiempo gracias al sacrificado trabajo de aquellas guarniciones.
Otra tarea era el libro que había venido escribiendo desde hacía tiempo, y que era el tercer libro de su serie sobre la energía a vapor. Un libro sobre un mundo apocalíptico, causado por el exceso de utilización del carbón que esperaba fuese aleccionador para las generaciones venideras, por desgracia ahora mismo lo tenía algo atascado pues otras labores reclamaban su atención.
Y por supuesto estaba la monumental obra que estaba escribiendo en aquellos momentos. Una obra que había empezado pensando en escribir un par de libros y que no hacia más que crecer conforme quería añadir nuevos matices. Estaba sumido en sus pensamientos cuando Salvador llamó a la puerta, entrando acompañado de un joven soldado cuando fue invitado. Se trataba de un prometedor soldado español, llamado Juan Caro, a quien Salvador había recomendado para sustituirle. Lamentaría perder a Salvador, pero empezaba a tener una edad, y aunque seguía siendo capaz de cumplir sus funciones, merecía ser premiado con un cargo de mayor prestigio. Por ello, cuando el joven Juan Caro hubiese sido entrenado, Salvador, con la anuencia del rey, sería nombrado castellano en alguna plaza fuerte, a ser posible en España… ¿Jaca tal vez?
—Excelencia, el cargamento de Ron de las Antillas que esperabais ha llegado. —explicó Salvador entregando unos papeles que Pedro leyó de inmediato. Aquella era una tarea de las que tenía que preocuparse personalmente, un cargamento de ron que había requerido , y que pretendía enviar a Francia por medio de comerciantes privados. Así esperaba“suavizar” a los soldados franceses. Al fin y al cabo, un poco de molicie en el enemigo nunca venía mal.
Por supuesto en primer lugar tenía que ocuparse de las tareas puramente militares, pero por fortuna cada maestre de campo o coronel colaboraba en el gobierno de sus unidades y Pedro tan solo tenía que supervisar la labor de estos o, en caso necesario, tomar algunas medidas e iniciativas concretas. Al menos el frente estaba calmado, los franceses continuaban atascados en los asedios de Caláis y Amiens, mientras las fuerzas españolas continuaban asegurando su posición al norte de esa posición. Si todo iba como estaba planeado, las fuerzas españolas solo se moverían cuando fuese necesario acudir en ayuda de las ciudades asediadas. Entonces levantarían su asedio, y recuperarían la iniciativa tras haber ganado más de un año de tiempo gracias al sacrificado trabajo de aquellas guarniciones.
Otra tarea era el libro que había venido escribiendo desde hacía tiempo, y que era el tercer libro de su serie sobre la energía a vapor. Un libro sobre un mundo apocalíptico, causado por el exceso de utilización del carbón que esperaba fuese aleccionador para las generaciones venideras, por desgracia ahora mismo lo tenía algo atascado pues otras labores reclamaban su atención.
Y por supuesto estaba la monumental obra que estaba escribiendo en aquellos momentos. Una obra que había empezado pensando en escribir un par de libros y que no hacia más que crecer conforme quería añadir nuevos matices. Estaba sumido en sus pensamientos cuando Salvador llamó a la puerta, entrando acompañado de un joven soldado cuando fue invitado. Se trataba de un prometedor soldado español, llamado Juan Caro, a quien Salvador había recomendado para sustituirle. Lamentaría perder a Salvador, pero empezaba a tener una edad, y aunque seguía siendo capaz de cumplir sus funciones, merecía ser premiado con un cargo de mayor prestigio. Por ello, cuando el joven Juan Caro hubiese sido entrenado, Salvador, con la anuencia del rey, sería nombrado castellano en alguna plaza fuerte, a ser posible en España… ¿Jaca tal vez?
—Excelencia, el cargamento de Ron de las Antillas que esperabais ha llegado. —explicó Salvador entregando unos papeles que Pedro leyó de inmediato. Aquella era una tarea de las que tenía que preocuparse personalmente, un cargamento de ron que había requerido , y que pretendía enviar a Francia por medio de comerciantes privados. Así esperaba“suavizar” a los soldados franceses. Al fin y al cabo, un poco de molicie en el enemigo nunca venía mal.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Cuadernos Militares
Se trata de una obra histórico-militar escrita con fines didácticos, a partir de 1645. Tuvo varios autores, siendo los primeros y más destacados, los generales Pedro Llopis y Diego de Entrerrios.
Origen
Con la aparición en España, de las academias militares de oficiales, infantería, artillería, y de la Armada, a las que posteriormente se uniría la de ingenieros, aparecería la necesidad de materiales didácticos para la enseñanza del oficio de las armas en ellas. Para ello empezaron a reunirse una serie de obras, seleccionadas, desde tratados de matemáticas, geografía, y costumbres a obras clásicas griegas, romanas e incluso chinas. Sin embargo habría que esperar a la aparición de los Cuadernos Militares para contar con una obra creada expresamente para la enseñanza del llamado arte de la guerra.
La obra analiza batallas y generales de la antigüedad y la edad media a partir de la bibliografía de la época, poniendo especial atención en la toma de decisiones, y otros aspectos estratégicos ,tácticos, y logísticos, con vistas a su empleo en las academias militares españolas.
Los Cuadernos militares empezaron a ser escritos por el marqués del Puerto en la década de 1640, sumándose posteriormente el barón de Cheb. Los libros, convertidos una obra de referencia en la enseñanza militar en España, han tenido varios autores a lo largo de la historia, pues publicar en esta serie se convirtió en motivo de prestigio para los oficiales españoles. Esta obra se utilizaría en las academias militares españolas hasta 1923, siendo ahora una obra de coleccionista muy buscada.
La obra
Los Cuadernos Militares pueden dividirse en siete series independientes, consideradas clásicas u originales, por haber sido escritas por los generales, Pedro Llopis, y Diego de Entrerríos, llegando la obra hasta principios del siglo XVII. Posteriormente otros autores añadirían otros libros correspondientes a la época posterior a la reforma española, 1630 en adelante, siendo generalmente consideradas como subseries o continuación de las anteriores.
Cada libro esta basado en las obras clásicas, apareciendo las citas, debidamente reseñadas, de los autores y textos de la antigüedad. Estas citas son analizadas y comentadas por los autores, que las acompañan de grabados para explicar las disposiciones para la batalla, y los aciertos o errores de las decisiones tomadas por aquellos generales. De esta forma se buscaba mejorar la formación de los oficiales españoles y enseñarles a pensar y planificar las batallas, dotándolos además de capacidades de adaptación táctica y una necesaria formación logística.
Los primeros libros aparecieron en 1649, y causaron una impresión tan grande en el rey Felipe IV, que este decretó un secreto de estado sobre los libros, que no pudieron ser adquiridos de manera privada. Así su uso se limitó a las academias militares, convirtiéndose su existencia en un secreto a voces. Cuando las potencias extranjeras conocieron su existencia, la ambición de poseerlos provocó una larvada guerra de espionaje, llegando a ofrecer fuertes recompensas por la entrega de aquellos libros.
Aunque los libros se basan en los grandes generales y batallas occidentales, se sabe que el marqués del Puerto empezó a investigar sobre los hechos acaecidos en oriente, especialmente en China, aunque nunca pudo concluirlos. De esta labor, tan solo quedan algunos esbozos referidos a la época de los reinos combatientes.
Los libros escritos por el marqués del Puerto son:
Serie Grandes Generales I, también conocida como “Generales de la Antigüedad”
Mílciades; el nacimiento de la maniobra de tenaza.
Temístocles; la visión estratégica y el envolvimiento en el mar.
Leónidas; el ultimo deber.
Jenofonte; mantener la cohesión de las fuerzas en la adversidad.
Epaminondas; el orden oblicuo.
Filipo el Grande; el yunque y el martillo.
Alejandro Magno; la aproximación indirecta, y el empleo de vías marítimas y fluviales con fines logísticos.
Aníbal; la maestría en el movimiento de tenaza.
Fabio Máximo; las tácticas fabianas.
Escipión; usar la estrategia para superar la inferioridad táctica.
Cayo Mario; las mulas de Mario.
Pompeyo el Grande; prepararse para vencer.
Surena; la caballería en campo abierto.
Julio César; adaptarse para vencer.
Marco Ventidio; la infantería supera a la caballería,
Serie Grandes Generales II, también conocida como “Generales de la Edad Media”
El Cid
Los tres reyes; una carga mítica.
Jaime I el conquistador; montañas y valles.
Pedro III el grande de Aragón; luchar en inferioridad.
Roger de Lauria; el dominio marítimo.
Serie Grandes Generales II, también conocida como “Generales de la Edad Moderna”
Fernando el Católico; la política hecha guerra.
El Gran Capitán; la defensa flexible.
Álvaro de Bazán;
El Duque de Alba; vencer sin luchar.
Don Juan de Austria; el carisma del liderazgo.
Alejandro Farnesio; el método.
Serie Grandes Batallas I, análisis táctico “antigüedad”
Salamina
Cinoscefalos
Pidna
Aqua Sextae y Vercellae
Serie Grandes Batallas II, análisis táctico “edad media”
Tours; defensa y contraataque.
Los Cuernos de Hattin
Las Navas de Tolosa; el poder de la carga.
Muret; aprovechar la sorpresa.
Nicotena; divide y vencerás.
Batalla del río Cefis; preparar el terreno para la batalla.
Serie Ejércitos y Soldados
El Hoplita Griego
La Falange Macedonica
La legión romana
Los Catafractos
Los muros de escudos francos
Los jinetes árabes
La guardia Varega
Ordenes Militares; Templarios y hospitalarios
Almogávares
Curiosidades
El marqués del Puerto se ayudo de grandes maquetas con cientos o miles de soldados de plomo para representar las batallas, y facilitar el trabajo de los dibujantes y grabadores que las plasmaron posteriormente en papel. Dichas maquetas fueron posteriormente trasladadas a España, y permanecen en el museo de la guerra de Valencia,
Se trata de una obra histórico-militar escrita con fines didácticos, a partir de 1645. Tuvo varios autores, siendo los primeros y más destacados, los generales Pedro Llopis y Diego de Entrerrios.
Origen
Con la aparición en España, de las academias militares de oficiales, infantería, artillería, y de la Armada, a las que posteriormente se uniría la de ingenieros, aparecería la necesidad de materiales didácticos para la enseñanza del oficio de las armas en ellas. Para ello empezaron a reunirse una serie de obras, seleccionadas, desde tratados de matemáticas, geografía, y costumbres a obras clásicas griegas, romanas e incluso chinas. Sin embargo habría que esperar a la aparición de los Cuadernos Militares para contar con una obra creada expresamente para la enseñanza del llamado arte de la guerra.
La obra analiza batallas y generales de la antigüedad y la edad media a partir de la bibliografía de la época, poniendo especial atención en la toma de decisiones, y otros aspectos estratégicos ,tácticos, y logísticos, con vistas a su empleo en las academias militares españolas.
Los Cuadernos militares empezaron a ser escritos por el marqués del Puerto en la década de 1640, sumándose posteriormente el barón de Cheb. Los libros, convertidos una obra de referencia en la enseñanza militar en España, han tenido varios autores a lo largo de la historia, pues publicar en esta serie se convirtió en motivo de prestigio para los oficiales españoles. Esta obra se utilizaría en las academias militares españolas hasta 1923, siendo ahora una obra de coleccionista muy buscada.
La obra
Los Cuadernos Militares pueden dividirse en siete series independientes, consideradas clásicas u originales, por haber sido escritas por los generales, Pedro Llopis, y Diego de Entrerríos, llegando la obra hasta principios del siglo XVII. Posteriormente otros autores añadirían otros libros correspondientes a la época posterior a la reforma española, 1630 en adelante, siendo generalmente consideradas como subseries o continuación de las anteriores.
Cada libro esta basado en las obras clásicas, apareciendo las citas, debidamente reseñadas, de los autores y textos de la antigüedad. Estas citas son analizadas y comentadas por los autores, que las acompañan de grabados para explicar las disposiciones para la batalla, y los aciertos o errores de las decisiones tomadas por aquellos generales. De esta forma se buscaba mejorar la formación de los oficiales españoles y enseñarles a pensar y planificar las batallas, dotándolos además de capacidades de adaptación táctica y una necesaria formación logística.
Los primeros libros aparecieron en 1649, y causaron una impresión tan grande en el rey Felipe IV, que este decretó un secreto de estado sobre los libros, que no pudieron ser adquiridos de manera privada. Así su uso se limitó a las academias militares, convirtiéndose su existencia en un secreto a voces. Cuando las potencias extranjeras conocieron su existencia, la ambición de poseerlos provocó una larvada guerra de espionaje, llegando a ofrecer fuertes recompensas por la entrega de aquellos libros.
Aunque los libros se basan en los grandes generales y batallas occidentales, se sabe que el marqués del Puerto empezó a investigar sobre los hechos acaecidos en oriente, especialmente en China, aunque nunca pudo concluirlos. De esta labor, tan solo quedan algunos esbozos referidos a la época de los reinos combatientes.
Los libros escritos por el marqués del Puerto son:
Serie Grandes Generales I, también conocida como “Generales de la Antigüedad”
Mílciades; el nacimiento de la maniobra de tenaza.
Temístocles; la visión estratégica y el envolvimiento en el mar.
Leónidas; el ultimo deber.
Jenofonte; mantener la cohesión de las fuerzas en la adversidad.
Epaminondas; el orden oblicuo.
Filipo el Grande; el yunque y el martillo.
Alejandro Magno; la aproximación indirecta, y el empleo de vías marítimas y fluviales con fines logísticos.
Aníbal; la maestría en el movimiento de tenaza.
Fabio Máximo; las tácticas fabianas.
Escipión; usar la estrategia para superar la inferioridad táctica.
Cayo Mario; las mulas de Mario.
Pompeyo el Grande; prepararse para vencer.
Surena; la caballería en campo abierto.
Julio César; adaptarse para vencer.
Marco Ventidio; la infantería supera a la caballería,
Serie Grandes Generales II, también conocida como “Generales de la Edad Media”
El Cid
Los tres reyes; una carga mítica.
Jaime I el conquistador; montañas y valles.
Pedro III el grande de Aragón; luchar en inferioridad.
Roger de Lauria; el dominio marítimo.
Serie Grandes Generales II, también conocida como “Generales de la Edad Moderna”
Fernando el Católico; la política hecha guerra.
El Gran Capitán; la defensa flexible.
Álvaro de Bazán;
El Duque de Alba; vencer sin luchar.
Don Juan de Austria; el carisma del liderazgo.
Alejandro Farnesio; el método.
Serie Grandes Batallas I, análisis táctico “antigüedad”
Salamina
Cinoscefalos
Pidna
Aqua Sextae y Vercellae
Serie Grandes Batallas II, análisis táctico “edad media”
Tours; defensa y contraataque.
Los Cuernos de Hattin
Las Navas de Tolosa; el poder de la carga.
Muret; aprovechar la sorpresa.
Nicotena; divide y vencerás.
Batalla del río Cefis; preparar el terreno para la batalla.
Serie Ejércitos y Soldados
El Hoplita Griego
La Falange Macedonica
La legión romana
Los Catafractos
Los muros de escudos francos
Los jinetes árabes
La guardia Varega
Ordenes Militares; Templarios y hospitalarios
Almogávares
Curiosidades
El marqués del Puerto se ayudo de grandes maquetas con cientos o miles de soldados de plomo para representar las batallas, y facilitar el trabajo de los dibujantes y grabadores que las plasmaron posteriormente en papel. Dichas maquetas fueron posteriormente trasladadas a España, y permanecen en el museo de la guerra de Valencia,
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
- tercioidiaquez
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Un soldado de cuatro siglos
El ruido de los soldados, el olor de la pólvora, el polvo que levantaban los caballos...todo se mezclaba en la atmósfera para recrear la sensación de una batalla...pero solo era otro tedioso día de instrucción.
Diego desde su caballo oteaba a los nuevos reclutas irlandeses mientras practicaban una y otra vez a cargar sus mosquetes. No había sido fácil, en realidad seguía siendo difícil. Diego pensó que solo a los españoles era más difíciles hacerles pasar por el aro que a los irlandeses. Una reunión tras otra, discusiones, amagos de duelos, alguna borrachera de por medio...se había llegado a un principio de acuerdo. Mientras los políticos dilucidaban cual sería la manera de hacer la política se había llegado al acuerdo que Diego sería el segundo al mando del nuevo ejército de Irlanda, cuyo mando supremo recaería en un irlandés, cuando se pusieran de acuerdo...
Observó como uno de sus veteranos de los Tercios Irlandeses recriminaba una y otra vez a los reclutas (talluditos, sin duda veteranos de algún levantamiento contra los ingleses) la necesidad de mantener solo 3 filas. Era una discusión crónica. Los irlandeses no veían como sin picas podrían rechazar una carga de los "ironside", ya que la formación apenas tenía grosor para ello.
Diego los dejó discutiendo. Acabarían entrando en razón, siempre lo hacían, pero iba siendo hora de que su nuevo ejército, aunque solo fuera el segundo, probara sus fuerzas.
Se dirigió a las habitaciones que ocupaba. Iba a echar un buen trago de ese ron antillano recién llegado con las noticias de España. Debía terminar algunos capítulos sobre la historia de los Tercios españoles, desde su creación al principio del SVI hasta la actualidad. También sabía de las maquetas que el condenado Pedro estaba organizando para explicar sus teorías. Diego se había acordado del Kriegspiel o como se dijera. Quería establecer por sistema un Estado Mayor y nada mejor que foguearlo primero con muñecos o si no había otra cosa en esa lejana Irlanda, con bloques de madera. Ya se le ocurriría algo.
Diego desde su caballo oteaba a los nuevos reclutas irlandeses mientras practicaban una y otra vez a cargar sus mosquetes. No había sido fácil, en realidad seguía siendo difícil. Diego pensó que solo a los españoles era más difíciles hacerles pasar por el aro que a los irlandeses. Una reunión tras otra, discusiones, amagos de duelos, alguna borrachera de por medio...se había llegado a un principio de acuerdo. Mientras los políticos dilucidaban cual sería la manera de hacer la política se había llegado al acuerdo que Diego sería el segundo al mando del nuevo ejército de Irlanda, cuyo mando supremo recaería en un irlandés, cuando se pusieran de acuerdo...
Observó como uno de sus veteranos de los Tercios Irlandeses recriminaba una y otra vez a los reclutas (talluditos, sin duda veteranos de algún levantamiento contra los ingleses) la necesidad de mantener solo 3 filas. Era una discusión crónica. Los irlandeses no veían como sin picas podrían rechazar una carga de los "ironside", ya que la formación apenas tenía grosor para ello.
Diego los dejó discutiendo. Acabarían entrando en razón, siempre lo hacían, pero iba siendo hora de que su nuevo ejército, aunque solo fuera el segundo, probara sus fuerzas.
Se dirigió a las habitaciones que ocupaba. Iba a echar un buen trago de ese ron antillano recién llegado con las noticias de España. Debía terminar algunos capítulos sobre la historia de los Tercios españoles, desde su creación al principio del SVI hasta la actualidad. También sabía de las maquetas que el condenado Pedro estaba organizando para explicar sus teorías. Diego se había acordado del Kriegspiel o como se dijera. Quería establecer por sistema un Estado Mayor y nada mejor que foguearlo primero con muñecos o si no había otra cosa en esa lejana Irlanda, con bloques de madera. Ya se le ocurriría algo.
“…Las piezas de campaña se perdieron; bandera de español ninguna…” Duque de Alba tras la batalla de Heiligerlee.
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Un soldado de cuatro siglos
Calais
La explosión lanzó torrentes de tierras sobre los soldados que se agazaparon en su trinchera, cerca del puerto. Cerca de allí se escuchó una imprecación maldiciendo a los franceses y sus buques, grandes galeones que bloqueaban la ciudad por mar, sometiéndola a un duro bombardeo con sus grandes cañones navales. Las maldiciones se sucedieron con las nuevas andanadas, obligando a los españoles a mantener las cabezas abajo.
Vicente no podía sino estar de acuerdo con aquellas maldiciones, aunque temeroso de Dios, se cuidase muy mucho de acompañarlas. A decir verdad, hasta la aparición de la escuadra francesa la situación había estado bajo control. Las fuerzas francesas habían logrado completar el cerco terrestre, pero las defensas eran férreas y de tanto en tanto alguna pequeña embarcación lograba traer suministros, y las pequeñas barcas de pesca de la zona podían actuar sin problemas, siempre y cuando se mantuviesen cerca de la costa, por lo que los suministros estaban lejos de agotarse. Por desgracia la aparición de los galeones franceses había dado un vuelco a la situación. Cada uno de aquellos navíos estaba armado con varias decenas de cañones, muchos de ellos de gran calibre, y con ellos bombardeaban día y noche la ciudad.
Por supuesto ellos no se quedaban sentados. Los cañones de los fuertes que protegían el puerto respondían con virulencia, y ya eran varios los galeones que se habían tenido que retirar a causa de sus daños. Por desgracia siempre había más enemigos que se sumaban al combate, por lo que los defensores no tenían ni un instante de descanso. Tal era así que en aquellos momentos habían reunido tres pinazas del puerto, y las estaban convirtiendo en brulotes para lanzarlos contra sus bloqueadores. Tal vez los brulotes lograsen revertir la difícil situación en la que se encontraban. Sí tenían éxito, podían acabar con uno o con varios de aquellos galeones que tanto daño les estaban causando, y sino, esperaban que al menos los desorganizasen y tuviesen que perder un par de días para reagruparse, concediendo un respiro a los defensores.
Cerca de allí, en la ciudadela, el maestre de campo Romero se planteaba sus opciones. Si el ataque con los brulotes fracasaba, pensaba enviar la señal acordada para solicitar ayuda.
La explosión lanzó torrentes de tierras sobre los soldados que se agazaparon en su trinchera, cerca del puerto. Cerca de allí se escuchó una imprecación maldiciendo a los franceses y sus buques, grandes galeones que bloqueaban la ciudad por mar, sometiéndola a un duro bombardeo con sus grandes cañones navales. Las maldiciones se sucedieron con las nuevas andanadas, obligando a los españoles a mantener las cabezas abajo.
Vicente no podía sino estar de acuerdo con aquellas maldiciones, aunque temeroso de Dios, se cuidase muy mucho de acompañarlas. A decir verdad, hasta la aparición de la escuadra francesa la situación había estado bajo control. Las fuerzas francesas habían logrado completar el cerco terrestre, pero las defensas eran férreas y de tanto en tanto alguna pequeña embarcación lograba traer suministros, y las pequeñas barcas de pesca de la zona podían actuar sin problemas, siempre y cuando se mantuviesen cerca de la costa, por lo que los suministros estaban lejos de agotarse. Por desgracia la aparición de los galeones franceses había dado un vuelco a la situación. Cada uno de aquellos navíos estaba armado con varias decenas de cañones, muchos de ellos de gran calibre, y con ellos bombardeaban día y noche la ciudad.
Por supuesto ellos no se quedaban sentados. Los cañones de los fuertes que protegían el puerto respondían con virulencia, y ya eran varios los galeones que se habían tenido que retirar a causa de sus daños. Por desgracia siempre había más enemigos que se sumaban al combate, por lo que los defensores no tenían ni un instante de descanso. Tal era así que en aquellos momentos habían reunido tres pinazas del puerto, y las estaban convirtiendo en brulotes para lanzarlos contra sus bloqueadores. Tal vez los brulotes lograsen revertir la difícil situación en la que se encontraban. Sí tenían éxito, podían acabar con uno o con varios de aquellos galeones que tanto daño les estaban causando, y sino, esperaban que al menos los desorganizasen y tuviesen que perder un par de días para reagruparse, concediendo un respiro a los defensores.
Cerca de allí, en la ciudadela, el maestre de campo Romero se planteaba sus opciones. Si el ataque con los brulotes fracasaba, pensaba enviar la señal acordada para solicitar ayuda.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Cuartel General Español, Malinas
—No entiendo como nadie podría encontrar algo en medio de este caos. —dijo Luisa mientras buscaba entre los papeles de su marido, en busca de una documentación que este había pedido que su nuevo ayudante, Juan Caro, le trajese de casa. Por un lado tenia cientos de papeles que correspondían a los nuevos libros de historia de la táctica y estrategia militar que estaba escribiendo. Por otro el nuevo libro que estaba escribiendo sobre el vapor, el tercero de una serie que era cada vez más oscura y angustiosa, y que representaba la vida de tres generaciones de una misma familia. Y por si todo lo anterior fuera poco, la mesa estaba repleta de diagramas y dibujos de armas y maquinas diversas, formulas matemáticas tan extrañas que un matemático podría volverse loco, y correspondencia variada, desde la que mantenía con el monarca a cartas con comerciantes y proveedores que suministraban al ejército.
—¡Aquí está! —exclamo Luisa alzando unos papeles. —¡Tomad, Don Juan! —dijo entregándole los mapas que había ido a buscar.
Pocos minutos más tarde Juan entraba en el Cuartel General español, situado en el palacio de Margarita de Austria, saludando a los dos soldados que montaban guardia en su entrada. De inmediato se dirigió al ahora llamado “sala de conferencias”, situado en un antiguo salón del palacio. En él, alrededor de una mesa situada en el centro de la sala, se hacinaban los comandantes del ejército de Flandes, dirigidos por el propio marques del Puerto.
Juan se acercó a la mesa y entregó el mapa al marques del Puerto, y al hacerlo no pudo evitar echar una mirada al mapa, que representaba toda la zona de Flandes y el norte de Francia. Al hacerlo no pudo evitar notar la diferencia que presentaba el mapa entre la zona española y la zona francesa. Los detalles de caminos, bosques, cultivos, edificios y pueblos de la zona española eran extraordinariamente detallados, mientras en la zona francesa parecían haber lanzado las ciudades y pueblos al buen tuntún. Precisamente por ello acababa de traer el mapa de la casa del propio Lobo, porque aquel pequeño mapa representaba la zona. Y es que precisamente hacia unos días había aprendido de mano de su mentor, Salvador, de los nuevos mapas que se estaban desarrollando los topógrafos de la Universidad de Valencia.
El marques del Puerto, que había estado estudiando el mapa que le había llevado, habló, y bastó su voz para acallar el murmullo de la sala.
—¡Caballeros! Nuestros hermanos de Calais precisan de nuestra ayuda, partiremos al amanecer para relevar aquella guarnición y llevar suministros a la ciudad. —explicó el marques. Según parecía iban a partir de inmediato, no para buscar batalla, sino para introducir tropas y suministros en la asediada ciudad. Aquello no pareció gustar a los comandantes allí reunidos, que querían buscar batalla, pero la presencia del marques era imponente. No sabía si aquella autoridad emanaba de su propia persona, de su convencimiento, o era por el prestigio de tantas victorias logradas allá donde había llegado, pero bastaba un suspiro, una ceja enarcada del Lobo, para que todos los presentes callasen.
—No entiendo como nadie podría encontrar algo en medio de este caos. —dijo Luisa mientras buscaba entre los papeles de su marido, en busca de una documentación que este había pedido que su nuevo ayudante, Juan Caro, le trajese de casa. Por un lado tenia cientos de papeles que correspondían a los nuevos libros de historia de la táctica y estrategia militar que estaba escribiendo. Por otro el nuevo libro que estaba escribiendo sobre el vapor, el tercero de una serie que era cada vez más oscura y angustiosa, y que representaba la vida de tres generaciones de una misma familia. Y por si todo lo anterior fuera poco, la mesa estaba repleta de diagramas y dibujos de armas y maquinas diversas, formulas matemáticas tan extrañas que un matemático podría volverse loco, y correspondencia variada, desde la que mantenía con el monarca a cartas con comerciantes y proveedores que suministraban al ejército.
—¡Aquí está! —exclamo Luisa alzando unos papeles. —¡Tomad, Don Juan! —dijo entregándole los mapas que había ido a buscar.
Pocos minutos más tarde Juan entraba en el Cuartel General español, situado en el palacio de Margarita de Austria, saludando a los dos soldados que montaban guardia en su entrada. De inmediato se dirigió al ahora llamado “sala de conferencias”, situado en un antiguo salón del palacio. En él, alrededor de una mesa situada en el centro de la sala, se hacinaban los comandantes del ejército de Flandes, dirigidos por el propio marques del Puerto.
Juan se acercó a la mesa y entregó el mapa al marques del Puerto, y al hacerlo no pudo evitar echar una mirada al mapa, que representaba toda la zona de Flandes y el norte de Francia. Al hacerlo no pudo evitar notar la diferencia que presentaba el mapa entre la zona española y la zona francesa. Los detalles de caminos, bosques, cultivos, edificios y pueblos de la zona española eran extraordinariamente detallados, mientras en la zona francesa parecían haber lanzado las ciudades y pueblos al buen tuntún. Precisamente por ello acababa de traer el mapa de la casa del propio Lobo, porque aquel pequeño mapa representaba la zona. Y es que precisamente hacia unos días había aprendido de mano de su mentor, Salvador, de los nuevos mapas que se estaban desarrollando los topógrafos de la Universidad de Valencia.
El marques del Puerto, que había estado estudiando el mapa que le había llevado, habló, y bastó su voz para acallar el murmullo de la sala.
—¡Caballeros! Nuestros hermanos de Calais precisan de nuestra ayuda, partiremos al amanecer para relevar aquella guarnición y llevar suministros a la ciudad. —explicó el marques. Según parecía iban a partir de inmediato, no para buscar batalla, sino para introducir tropas y suministros en la asediada ciudad. Aquello no pareció gustar a los comandantes allí reunidos, que querían buscar batalla, pero la presencia del marques era imponente. No sabía si aquella autoridad emanaba de su propia persona, de su convencimiento, o era por el prestigio de tantas victorias logradas allá donde había llegado, pero bastaba un suspiro, una ceja enarcada del Lobo, para que todos los presentes callasen.
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Un soldado de cuatro siglos
RHM
Se encuentra una carta del marques del Puerto, dirigida al rey Felipe IV, con los planes españoles para derrotar Francia en el forro de unos libros de finales del XVII.
El museo de Historia Militar ha hecho publico el hallazgo de unas cartas del marques del Puerto, dirigidas a Felipe IV, durante los trabajos de restauración de unos libros del siglo XVII. Se trataba de libros de revista del ejército, y las cartas fueron empleadas como relleno durante la confección de sus tapas, una costumbre habitual de aquella época, en la que se reciclaban papeles viejos para estos menesteres.
Las importancia de estas cartas radica en los temas que tratan. Como es bien sabido, el marques del Puerto fue uno de los generales de confianza del Rey Felipe IV, quien mantuvo una abundante correspondencia con el marques del Puerto durante gran parte de su reinado. Las cartas en cuestión corresponden a la época en la que el marqués del Puerto estaba destacado en Flandes, y abarcan desde su llegada a Flandes, y las impresiones que tenía de suecos y holandeses, hasta la entrada de Francia en la guerra, siendo está ultima faceta la que despierta más interés.
El marqués del Puerto quería expandir las fronteras españolas.
Con la entrada en la guerra de Francia, España, que parecía a punto de imponerse a suecos y holandeses, vio como nacía un nuevo enemigo que amenazaba su frontera sur. La fortuna acompañaría a los ejércitos españoles, que lograron imponerse en los campos de batalla, derrotando a Holanda, que solicitó la paz, y Suecia que regresó a Alemania. Ya con las manos libres, los ejércitos españoles pudieron conquistar Caláis y Amiens, y fue entonces, cuando en un hecho sorprendente, e inexplicable, eligieron detenerse y volver a una táctica defensiva.
¿Qué pudo motivar ese cambio de actitud? Las teorías han sido muchas, desde que el marqués del Puerto acababa de probar las mieles de la vida marital, a la perdida de confianza en sus ejércitos, y no ha sido hasta ahora, gracias a ese correo, cuando se ha descubierto la verdad. En cinco de las misivas descifradas, el marqués del Puerto insistía en la necesidad de culminar la guerra en Cataluña, y expandir las fronteras españolas al norte de los pirineos. Sostiene el general, que la posición del reino de Francia, enclavado entre las fronteras españolas de Flandes, Milán, y los propios pirineos, son una amenaza ineludible, a la que deben hacer frente, pues solo eliminada la amenaza francesa, España conocerá la paz.
El anillo azul; Garona, Tarn, Rhone, Mosa, Somme.
Con ello en mente, el marqués del Puerto propuso a su Majestad, el rey Felipe IV, la conquista de las regiones francesas que pudiese reclamar en virtud de antiguos derechos dinásticos y de vasallaje, empezando por los condados de Bearn, Tolosa, y Comingues, antaño vasallos del rey de Aragón. A estos territorios se añadiría la Alta Navarra para reunificar la corona Navarra, añadiéndose reclamaciones y alianzas para anexionar todo el territorio al sur del río Garona. También en Flandes se habían previsto reclamaciones territoriales, queriendo anexionar todos los territorios al norte del río Somme pertenecientes al Flandes francés. Además se pretendía lograr el juramento de fidelidad del duque de Lorena para que pasase a depender directamente del reino de España enlazando Flandes con el Franco Condado, llegando a estudiar la posibilidad de llegar a algún enlace dinástico con la casa ducal.
En suma, el marqués del Puerto propugnaba que, habiendo declarado Francia la guerra en numerosas ocasiones en las décadas pasadas, debían acabar con ella de una vez por todas. Proponía el del Puerto, llevar las fronteras de España a ríos que fuesen de sencilla defensa, pues así contarían con fronteras naturales. Además esto daría continuidad a los territorios españoles, desde la península a Flandes, encerrando a Francia en un anillo del que no podría salir, y asestándole un un duro golpe al privarla de importantes territorios.
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/ ... t-1814.jpg
Se encuentra una carta del marques del Puerto, dirigida al rey Felipe IV, con los planes españoles para derrotar Francia en el forro de unos libros de finales del XVII.
El museo de Historia Militar ha hecho publico el hallazgo de unas cartas del marques del Puerto, dirigidas a Felipe IV, durante los trabajos de restauración de unos libros del siglo XVII. Se trataba de libros de revista del ejército, y las cartas fueron empleadas como relleno durante la confección de sus tapas, una costumbre habitual de aquella época, en la que se reciclaban papeles viejos para estos menesteres.
Las importancia de estas cartas radica en los temas que tratan. Como es bien sabido, el marques del Puerto fue uno de los generales de confianza del Rey Felipe IV, quien mantuvo una abundante correspondencia con el marques del Puerto durante gran parte de su reinado. Las cartas en cuestión corresponden a la época en la que el marqués del Puerto estaba destacado en Flandes, y abarcan desde su llegada a Flandes, y las impresiones que tenía de suecos y holandeses, hasta la entrada de Francia en la guerra, siendo está ultima faceta la que despierta más interés.
El marqués del Puerto quería expandir las fronteras españolas.
Con la entrada en la guerra de Francia, España, que parecía a punto de imponerse a suecos y holandeses, vio como nacía un nuevo enemigo que amenazaba su frontera sur. La fortuna acompañaría a los ejércitos españoles, que lograron imponerse en los campos de batalla, derrotando a Holanda, que solicitó la paz, y Suecia que regresó a Alemania. Ya con las manos libres, los ejércitos españoles pudieron conquistar Caláis y Amiens, y fue entonces, cuando en un hecho sorprendente, e inexplicable, eligieron detenerse y volver a una táctica defensiva.
¿Qué pudo motivar ese cambio de actitud? Las teorías han sido muchas, desde que el marqués del Puerto acababa de probar las mieles de la vida marital, a la perdida de confianza en sus ejércitos, y no ha sido hasta ahora, gracias a ese correo, cuando se ha descubierto la verdad. En cinco de las misivas descifradas, el marqués del Puerto insistía en la necesidad de culminar la guerra en Cataluña, y expandir las fronteras españolas al norte de los pirineos. Sostiene el general, que la posición del reino de Francia, enclavado entre las fronteras españolas de Flandes, Milán, y los propios pirineos, son una amenaza ineludible, a la que deben hacer frente, pues solo eliminada la amenaza francesa, España conocerá la paz.
El anillo azul; Garona, Tarn, Rhone, Mosa, Somme.
Con ello en mente, el marqués del Puerto propuso a su Majestad, el rey Felipe IV, la conquista de las regiones francesas que pudiese reclamar en virtud de antiguos derechos dinásticos y de vasallaje, empezando por los condados de Bearn, Tolosa, y Comingues, antaño vasallos del rey de Aragón. A estos territorios se añadiría la Alta Navarra para reunificar la corona Navarra, añadiéndose reclamaciones y alianzas para anexionar todo el territorio al sur del río Garona. También en Flandes se habían previsto reclamaciones territoriales, queriendo anexionar todos los territorios al norte del río Somme pertenecientes al Flandes francés. Además se pretendía lograr el juramento de fidelidad del duque de Lorena para que pasase a depender directamente del reino de España enlazando Flandes con el Franco Condado, llegando a estudiar la posibilidad de llegar a algún enlace dinástico con la casa ducal.
En suma, el marqués del Puerto propugnaba que, habiendo declarado Francia la guerra en numerosas ocasiones en las décadas pasadas, debían acabar con ella de una vez por todas. Proponía el del Puerto, llevar las fronteras de España a ríos que fuesen de sencilla defensa, pues así contarían con fronteras naturales. Además esto daría continuidad a los territorios españoles, desde la península a Flandes, encerrando a Francia en un anillo del que no podría salir, y asestándole un un duro golpe al privarla de importantes territorios.
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/ ... t-1814.jpg
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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