Un soldado de cuatro siglos
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Un soldado de cuatro siglos
Adenda: Estimado tío, jamás hubiera esperado que me permitieran ver con tal detenimiento la factoría de Sagunto. Sin embargo, tras observarla, entiendo los motivos, pues se me antoja imposible imitarla. Solo para construir ese camino de hierro se requiere una cantidad de metal que a nuestros herreros llevaría años forjarlo, y el precio de tal obra arruinaría las arcas imperiales. Además, no solo era el hierro, sino el acero. Estimé que cada convertidor producía al menos una tonelada por ciclo, y vi seis de esas máquinas. No sé cuánto tiempo requiere un ciclo pero, aunque fuera un día, significaría que esa factoría produce dos mil toneladas al año. Tenga en cuenta que, según Don Eustaquio, la factoría de Sagunto era pequeña comparada con las del norte.
Por otra parte, no me dejaron visitar el lugar donde se obtiene el acero con otro método, el de crisol. Probablemente sea un sistema más sencillo que se pueda copiar con facilidad, y de ahí que quisieran ocultarlo. En todo caso, si los españoles dicen la verdad, y no tengo motivo para dudarlo, con el sistema del crisol consiguen todavía más acero. Es decir, de Sagunto salen miles de toneladas de duro metal cada año; no me extraña que necesiten un puerto. Si es cierto que Asturias produce bastante más, en toda Europa no se elabora ni una fracción del hierro y del acero que entregan esas factorías. Imagine qué podrán hacer los españoles con tanto metal. En una conversación, a Don Eustaquio se le escapó que estaban construyendo algo increíble, un barco hecho exclusivamente de hierro, movido por una de esas machinas de vapor. Me parece impensable que tal engendro pueda flotar, pero tampoco hubiera creído posible una siderurgia como la saguntina.
Disponiendo de metal en enormes cantidades con un precio asequible, y de fábricas como esa de camisas, entiendo la fastuosa riqueza de la que hace gala Valencia, y la potencia de los ejércitos españoles. Será de interés para el Imperio imitar en lo posible esos procesos, aunque haya que negociar la ayuda hispana, si no queremos que nuestra nación quede atrás.
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Un soldado de cuatro siglos
Adenda a la edición española: Por una vez falló la habitual perspicacia de Von Harrach, que subestimó groseramente la producción de hierro y de acero de España. En lugar de las dos mil toneladas al año de acero que calculó, la producción de la acerería de Sagunto se acercaba a las doce mil toneladas, dos tercios obtenidas con convertidores, y el resto de solera abierta.
Fue el incremento de la producción de hierro y acero el que marcó la progresión desde el Resurgir hasta la Revolución Industrial Hispana. El aumento fue meteórico: se pasó desde las diez mil toneladas anuales de hierro y quinientas de acero de 1600, al millón de toneladas de arrabio y hierro dulce, más ciento cincuenta mil toneladas de acero, de 1700.
De hecho, se considera que la inauguración del Alto Horno de Sagunto de 1627 marca el inicio de la Revolución Industrial. Esta instalación, que ha sido preservada como «Tesoro histórico hispánico, empezó produciendo tres mil toneladas de hierro al año, y en un decenio pasaron a ser diez mil. En 1633 comenzó a operar el horno de coque y en 1637 la de acero de crisol, que se cerró en 1665 tras introducirse los convertidores Otamendi (de 1660) y el proceso de solera para la producción de acero. El sistema Otamendi se empleó para aceros de calidades bajas y medias, mientras que el de solera sirvió para producir aceros especiales de alta calidad. Probablemente no se permitió el acceso de Von Harrach a la planta de crisoles (que ya no funcionaba) para que no viera los hornos de solera.
El segundo alto horno industrial español fue el de Langreo de 1645, mucho más capaz que el de Sagunto, y en 1648 se iniciaron las obras del complejo siderúrgico asturiano, en Avilés y Gijón. La disponibilidad de carbón bituminoso, del excelente mineral de hierro vizcaíno, y de procesos perfeccionados, hicieron que la producción asturiana decuplicase en poco tiempo a la de Sagunto, instalación de menor capacidad que a partir de entonces se destinó a proporcionar metal para las industrias valencianas del metal, que producían herramientas, cocinas y estufas, aperos de labranza, etcétera. Una instalación similar a la de Sagunto se estableció en Oporto en 1664, para aprovechar el carbón de San pedro de Cova.
También se fundaron nuevas industrias siderúrgicas en otras partes de los dominios hispánicos. La primera fue la de Sulcis, en Cerdeña, en 1665, seguida por la de Tarento en el reino de Nápoles (1667), y Lieja en Flandes (1677). Fue la existencia de grandes yacimientos de carbón en esa región la que llevó al Pacto de Augsburgo entre Madrid y Viena, por el que se disolvieron los estados eclesiales, correspondiéndole el Principado de Lieja a España mientras que el Imperio recibió los obispados de Estrasburgo, Basilea, Salzburgo y Trento.
La revolución industrial también afectó a las Indias, quedando marcada por la fundación de la siderurgia de Monclova en Méjico (1682), Chimbote en Perú (1685), Concepción en Chile (1686), y Nuevallanes en Tercera (1692).
La expansión de la industria siderúrgica conllevó la multiplicación de la producción de hierro. En 1670, cuando Von Harrach visitó Sagunto, se estima que la de hierro dulce y arrabio llegaba a las seiscientas mil toneladas anuales, y cien mil las de acero, cantidades que se triplicaron en 1700. Por entonces, en los dominios hispánicos se producían cuatro quintas partes del acero mundial.
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Los astilleros de la Unión Naval del Levante
Después de visitar la siderurgia aprovechamos la tarde para ver los astilleros de la Unión Naval del Levante, una compañía valenciana subsidiaria, como no, de la Compañía del Carmen, que se aplicaba a la construcción de todo tipo de embarcaciones. Sus instalaciones principales estaban en el Grao de Valencia, pero tenía otras de menor importancia en diversos lugares de la costa, una de ellas en el puerto de Sagunto.
Estaba destinada a la construcción de embarcaciones de cierto porte, y se especializaban en «urcas», una especie de fragatas mercantes pero más panzudas. A primera vista no me parecieron muy diferentes a los barcos que había visto en otros puertos; tan solo, por ser algo más grandes de lo que se estila. Sin embargo, en una visita más detenida aprecié una diferencia crucial: la estructura no era de madera, sino de hierro. Más barata, ya que sustituía a maderas nobles escasas y que era preciso importar de ultramar, más resistente, ocupaba menos espacio interior y daba mayor capacidad a las bodegas, y permitía diseñar embarcaciones de casi cualquier tamaño y forma. En el exterior se ponía la tablazón de madera, que hacía que el aspecto exterior no se diferenciara al de los barcos de otras banderas.
Otra característica de las urcas que estaban construyendo era que disponían de artilugios que facilitaban su manejo por una tripulación reducida. El ingeniero naval Don Ubaldo Romero, nos mostró una urca en la que se estaba trabajando y nos los enseñó, explicándonos que el comercio naval se había incrementado en tal medida que faltaban marineros adiestrados, que también reclamaba la Armada. Aunque la profesión del mar se hubiera hecho más segura, aunque atrajera cada vez a más hombres, la economía de manos facilitaba la expansión de la flota mercante española.
Aun siendo el de Sagunto un astillero secundario, tenía elementos de buena factura, incluyendo un dique para la reparación de embarcaciones que no se vaciaba con la fuerza de penados, como es norma en otras tierras, sino por la fuerza del vapor. También vi algo que en el momento me asombró pero que no llamó la atención a los demás: entre las embarcaciones que daban servicio al astillero, en el muelle de armado, donde se daban los últimos toques, empleaban una gabarra que estaba hecha de hierro. Me pareció asombroso, pues me parecía imposible que con un metal tan pesado pudiera hacerse algo que flotara. Don Ubaldo notó mi extrañeza, y me recordó el Principio de Arquímedes; luego me hizo una demostración práctica: simplemente, puso en el agua una tinaja vacía, que flotó sin problemas. Luego me dijo que si se podía hacer que la piedra flotara, también era factible con el hierro. Aunque el metal era más pesado, me explicó, podían hacerse barcos de paredes muy finas y ligeras.
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Adenda: Amado tío y mentor, desearía que aprecie cómo el hierro que sale de las factorías españolas está revolucionando todo lo que toca. Jamás hubiera pensado que se pudiera construir barcos de hierro, a pesar de la ventaja que supone no depender de grandes maderos ni del lento crecimiento de los árboles. Don Ubaldo nos mostró también las dificultades que entrañaba obtener maderas para cuadernas y otras piezas curvadas, y el tratamiento prolongado necesario para hacerlos resistentes a la mar. Con el metal, basta con fundir vigas, cortarlas, soldarlas o atornillarlas. Así se podrán construir barcos a un ritmo impensable.
Por otra parte, al ver la chalupa de metal, imaginé que también se podría construir un barco del tamaño que se desee, incluso de cien pasos, y su factura de hierro lo haría inmune al fuego de los cañones. No vi que se trabajara en nada así, pero lo que antes me hubiera parecido locura, ahora lo creo posibilidad real.
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Adenda a la edición española: Von Harrach, al ser desconocedor de la ingeniería naval, no podía imaginar las dificultades que entrañaba la construcción de un barco acorazado. Aun así, estuvo acertado al entender que la técnica de construcción naval compuesta tenía ventajas, como podían ser no depender del tamaño de los troncos, ni de su forma, y que tampoco se precisara el proceso de curado.
Estas ventajas eran de gran importancia en España, cuyos bosques no podían compararse con los del norte de Europa. Se tenía acceso a maderas tropicales de gran calidad, pero era preciso importarlas desde las Indias, elevando su precio y limitando la cantidad disponible. Al poder prescindir de estos materiales, se pudo mantener la rápida expansión de la marina mercante. En el decenio 1670 – 1680, fueron botados en los astilleros peninsulares nueve mil seiscientos setenta buques; su número era poco mayor al de épocas anteriores, pero el mayor crecimiento se produjo en el desplazamiento, que en 1650 era de cien toneladas como media, doscientas en 1660, quinientas en 1670 y mil cien en 1670. Este crecimiento se debió en parte al aumento del desplazamiento de las mayores unidades de la flota mercante: en el decenio de 1650 unas docenas de siberiamanes se acercaban a las dos mil toneladas, pero en el de 1660 se empezaron a construir paquebotes y rasadores que superaban las tres mil, y en 1672 se iniciaron las obras del paquebote «Felipe el Grande», un barco de propulsión mixta de cuatro mil doscientas toneladas. Estas construcciones hubieran sido imposibles de hacerse únicamente de madera, no solo por la dificultad técnica, sino por falta de maderos adecuados. Aun así, la técnica de construcción mixta iba a quedar atrás rápidamente cuando a partir de 1680 la Compañía del Carmen comenzó a equiparse con grandes paquebotes de hierro.
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De escuelas y fábricas
Amado y venerado tío, le escribo esta nota adicional porque mi viaje a Sagunto fue ilustrativo en otras cuestiones que usted deseará conocer.
El recorrido por la siderurgia, que es como llaman a esta factoría de hierro, y por los astilleros, fueron solo parte de la visita. Como ya estábamos fatigados, Don Edelmiro nos acompañó al bonito edificio desde el que se dirigía la instalación. Digo edificio, porque palacio no le cuadraba, no porque no tuviera motivos para recibir tal nombre, sino porque no se dedicaba al solaz sino a la dirección de los trabajos. Aunque también había una planta noble a la que Don Edelmiro tuvo la merced de llevarnos. Nos dijo que, además, había aposentos a su disposición. Tomamos un refrigerio no demasiado abundante, y regado con más agua que vino, pues el director quería enseñarnos algo que para él era tanto motivo de orgullo como la fábrica de hierros: el barrio donde residían los obreros de la factoría y sus familias.
Más que barrio, era un pequeño pueblo, situado a mitad camino entre la siderurgia y la antigua localidad de Murviedro. Don Edelmiro nos indicó que habían tenido la precaución de fundarlo en una pequeña elevación, pues el cercano río Palancia era otro de esos engañosos cursos de agua valencianos que parecen casi secos pero que en ocasiones bajan con fuerza arrasadora. Ya desde lejos el pueblo llamaba la atención, con sus fachadas encaladas, sus tejados de brillante rojo, y la torre de una recoleta iglesia. El pueblo o, mejor dicho, la pedanía, ya que dependía del cercano Sagunto, tenía la traza rectangular que habían inventado los romanos y que era la escogida por los españoles para sus nuevas ciudades. Siguiendo la costumbre hispana, en el centro había una gran plaza, también rectangular, presidida por la iglesia y por la casa consistorial donde residía el regidor, al que designaba la Siderurgia de Sagunto, a su vez parte de la omnipresente Compañía del Carmen. Desde ese casón de buen aspecto se dirigía la localidad, con el auxilio del concejo que se reunía en un gran salón, ya que, según Don Edelmiro, los mandatos del regidor se aceptaban con más facilidad si contaban con el refrendo vecinal. En la plaza se alzaba una posada de aspecto digno, así como dos tabernas del estilo que ya había visto en Valencia, es decir, establecimientos limpios dedicados al asueto y no a la ebriedad.
En esa plaza se celebraba el mercado donde los labradores vendían sus productos. Además, había un establecimiento comercial, también propiedad de la compañía. Lo llamaban «economato» y allí los vecinos podían adquirir todo tipo de enseres. Don Edelmiro me dijo que los precios de ese establecimiento estaban limitados ya que no se pretendía obtener beneficios, que ya los daba la siderurgia. Los trabajadores podían comprar lo que precisaran, fuera con sus dineros, o a cuenta del siguiente salario.
Don Edelmiro estaba especialmente orgulloso de otros dos edificios que también daban a la plaza. Uno era la escuela, donde maestros doctos y píos instruían en letras, ciencias y religión a niños y niñas —otra vez esa curiosa idea valenciana de ilustrar a las féminas—. Al lado, había un consultorio donde un cirujano formado en la escuela valenciana velaba por la salud de los trabajadores. Don Edelmiro dijo que el médico recibía de la compañía unos rumbosos emolumentos con la condición de atender a los vecinos con el mismo mimo que si fueran ricoshombres. Los dolientes solo tenían que aportar unas pocas monedas, nada que no tuvieran, pues nos explicó que, si se exigían esos dineros, era porque «lo que no cuesta no se valora». El consultorio también era la sede de la junta de sanidad, dirigida por el cirujano y de la que formaban parte el regidor y los prohombres de la localidad.
Al hablar de sanidad noté la limpieza de las calles, y el director dijo que desde el primer momento se había cuidado de la salud y la higiene, creando una red de alcantarillas que recogieran aguas y miserias. Tanto plaza como calles estaban empedradas para facilitar su cuidado. La junta de sanidad cuidaba de la limpieza, pero también velaba por la higiene de las aguas, la salud de los animales, evitaba que hubiera estanques ponzoñosos vivero de miasmas, obligaba a enjalbegar las casas, y cuidaba de aislar a los enfermos que lo necesitaran para evitar en lo posible las plagas.
La plaza la presidía una fuente ornamentada; al lado estaba la de agua de boca, traída desde los cercanos montes con una cuidada conducción para evitar contaminaciones. Aguas de peor calidad se empleaban para el lavadero, pues era norma de la siderurgia que las ropas se lavasen con frecuencia.
Después recorrimos las amplias calles. Habían plantado árboles que en un futuro proporcionarían sombra; aun no lo hacían, pues apenas eran retoños. De nuevo, la limpieza era destacable ya que las vías también disponían de alcantarillas y empedrado. Esas calles estaban llenas de niños que ya habían salido de la escuela, de mujeres atendiendo a sus quehaceres, y de abuelos reposando en bancos al sol de la tarde.
Me sorprendió que hubiera ancianos, ya que el pueblo tenía pocos años, pero Don Edelmiro me dijo que se proporcionaba alojamiento no solo a los trabajadores, sino a sus familias, incluyendo a los mayores. Hasta había un pequeño asilo para aquellos que quedaran desamparados. Se hacía por caridad, pero también por interés, ya que era máxima de la empresa que los mejores de sus bienes eran los buenos trabajadores.
Después visitamos una de las casas, tras pedir permiso a su inquilino. Inquilino, porque la casita era propiedad de la compañía; aun así, no hubiéramos podido entrar sin la autorización del vecino ya que, arrendatario o dueño, era soberano en su casa. Como nos dijo, Don Felipe era rey en Madrid, y él lo era allí. El aposento que me pareció más que digno. De dos plantas, la baja destinada a aperos y a los animales que quisieran tener, la superior para la vivienda, con una cocina amplia y luminosa, dependencias para los familiares, y un cuarto higiénico. En la trasera, un buen patio. No era un palacio, ni mucho menos, pero hubiera sido la envidia de los más de los vieneses.
Pregunté al vecino cuál era su trabajo, y me dijo que tenía el oficio de estibador. Me llamó la atención que a esas horas estuviera en su casa, pero Don Edelmiro me dijo que era norma de la compañía no excederse en las exigencias del trabajo, para que los empleados tuvieran horas de asueto y de disfrute de sus hijos. Ahora bien, lo que más me impresionó fue que un humilde estibador pudiera gozar de esa casa con sus magros emolumentos. Obviamente, evité decirlo ante el inquilino, y Don Edelmiro hizo señal de que más tarde aclararía tal cuestión.
Una vez acabada la visita volvimos a la casa consistorial, donde nos habían preparado una merienda. Allí resolvieron mis dudas.
Según explicó Don Edelmiro, no hacían sino seguir las instrucciones del Marqués del Puerto, que había plasmado Don Vicent Llompart en el libro que unos días antes me habían recomendado y que aun tenía pendiente de leer. Según la teoría de Llompart, aunque la economía se favoreciera limitando las normativas, la competencia podía ser muy dura con los desfavorecidos. Una empresa necesitaba trabajadores fuertes, duchos y dispuestos, pero le sobraban los tarados. Significaba que un obrero enfermo, o que sufriera un accidente, quedaría en la miseria. Algo que, en realidad, no beneficiaba ni a la compañía, ni al reino.
Según la teoría de Llompart, si el trabajador se beneficiaba de la prosperidad de su empresa, él sería el primero en esforzarse por lograrla. Ahora bien, esos beneficios tenían que ser palpables y duraderos. Igual que a la compañía le convenía la lealtad de sus operarios, debía ser leal con ellos, y eso significaba no desamparar ni a ellos ni a sus deudos. Por otra parte, si los emolumentos de los trabajadores eran suficientes, podrían adquirir productos. Obviamente, un estibador no compraría sacos de carbón ni vigas de hierro, pero sí enseres, ropas variadas, juguetes para sus niños, tal vez animales de monta o de tiro, incluso algún reloj. Todos ellos fabricados si no por la compañía del Carmen, por las que florecían en España en esos días, y que a su vez adquirían productos de la del Carmen. Es decir que, al aumentar el mercado, todos se enriquecían. Como decía un proverbio español, «el dinero es redondo para que ruede». De ahí que se proporcionara ese bonito pueblo, que conseguía la diligencia de los satisfechos trabajadores.
Es más, la Compañía no pretendía alojar a sus operarios, sino venderles las viviendas. El director ya nos había dicho que ese pueblo no estaba pensado para conseguir beneficios directos. De ahí que se hubiera establecido un sistema para que los trabajadores acabaran accediendo a la propiedad: lo que se les descontaba de sus salarios no era realmente un alquiler, sino cuotas a cuenta. Tras algunos años de ahorros, la casa pasaba a ser suya; era una manera de retener a los buenos trabajadores, pero también de que el barrio creciera, pues se necesitaban casas para los nuevos trabajadores. Don Edelmiro nos confesó que los planes de la Compañía preveían que esa pequeña localidad acabara convirtiéndose en ciudad de cierta importancia.
El director también explicó que esas medidas beneficiaban al reino de dos maneras. Una, mediante el progreso económico, que en Valencia era palpable. Otra, a la larga más importante, con la paz. Don Pedro Llopís ya había advertido en las tres novelas que conformaban la «Trilogía de las sombras» que el progreso también tenía su lado oscuro. Por desgracia, demasiadas veces hemos visto rebeliones de campesinos descontentos; según el marqués del Puerto, podrían ser mucho peores si se extendían a los obreros de las industrias.
La mejor manera de evitarlas, según Llompart, era creando una «clase media», llamada así por estar entre los menesterosos y los ricoshombres. Una clase media que viviera modestamente aunque con desahogo, cuyos hijos pudieran acceder a la ilustración, y que sería el semillero de los gigantes del futuro.
Iba a presentar una objeción, pero Don Edelmiro se adelantó. Me dijo que Llompart ya había predicho que siempre habría empresarios rapaces que buscaran el beneficio rápido. Igual que un esclavista podía arruinar a sus vecinos al ofrecer sus productos a menor precio, también lo haría el que esclavizase a sus empleados. Por desgracia, la caridad cristiana no basta para evitar que surjan tales desalmados, igual que tampoco impide que haya bandoleros. Según Llompart, contra los ladrones, la policía y las leyes, y policía y leyes contra los extorsionadores. El Consell valenciano había promulgado normas para proteger a los desfavorecidos, cuya consecuencia era el bonito pueblo que Don Edelmiro nos había enseñado.
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Adenda: Estimado tío, vuelvo a recomendarle la lectura reposada de la obra de Llompart. No pretendo con ello impartir innecesarias lecciones de moral, pero he de señalar que el amo que cuida de sus criados no hace sino seguir un mandato de Dios Nuestro Señor. Es lo que están haciendo en Valencia aunque, por lo que entendí, no es solo por deber cristiano sino por también por interés. Cierto es que a pesar de los grandes cambios que está experimentando ese reino, no ha padecido las furiosas revueltas que tantas veces aquejan a nuestra patria.
Dejo a su juicio sugerir al emperador nuestro señor si conviniera tomar medidas similares a las que pude admirar en mi viaje, no solo por caridad cristiana sino para el beneficio de la nación.
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Adenda a la edición española: El barrio de La Figueruela de Sagunto, que Von Harrach visitó, fue uno de las primeras «colonias modelo», levantadas para dar cobijo a la enorme cantidad de inmigrantes que desde el campo acudían a los centros industriales. Algunas estaban en la periferia de las ciudades, como la de Benicalap de Valencia, y otras aisladas (aunque cercanos a las empresas), aunque siempre cercanas a otras localidades. Era el caso de La Figueruela, a cuatro kilómetros de Murviedro.
Inicialmente se concibieron como alojamientos para obreros y apenas disponían de los servicios mínimos, salvo el omnipresente templo religioso (ya que la Compañía del Carmen, la pionera, era partidaria de mantener buenas relaciones con la Iglesia), una taberna, y viviendas en régimen del alquiler. Sin embargo, al poco se apreció que en las colonias empezaba a darse la deriva peligrosa que estaba convirtiendo los suburbios de ciudades como París o Londres en guetos marginales, focos de enfermedad y de delincuencia. Se debía a que los inquilinos (los trabajadores) solo se relacionaban con su arrendador mediante el contrato de trabajo, y bastaba que hubiera cualquier problema (como pudiera ser un vecino díscolo) para que abandonaran la colonia, pasando a ocupar su vivienda alguna familia en peor situación. Al advertirse los primeros signos de degradación los directivos de la Compañía intentaron combatirlos con un control estricto pero, siguiendo el consejo del economista Vincent Llompart, decidieron transformar las colonias en «colonias modelo», que seguían la estructura tradicional de los pueblos españoles.
Las colonias populares estaban centradas por una Plaza Mayor, en la que se situaban los principales servicios, como la iglesia, la casa del concejo, el dispensario, el asilo, el economato y la escuela. Las calles eran de traza rectangular, igual que en las nuevas urbes americanas, aunque eran más amplias y flanqueadas por setos y árboles: así se mantenían las ventajas de los pueblos medievales (protección contra el sol y el viento), con un aspecto más agradable, y de paso se facilitaba el control de las algaradas. Durante los siglos siguientes muchas de esas calles fueron modificadas para acoger el tráfico de automóviles, pero en la actualidad han recuperado su configuración original. En su momento, las colonias destacaron por medidas higiénicas como el alcantarillado (cuando en París se seguía arrojando a la calle los excrementos) y las fuentes de agua potable; la amplitud de las calles facilitó que en los decenios siguientes se proveyeran de agua corriente, electricidad, gas, alumbrado público, telefonía y transmisión de datos.
Dependiendo de la localización, las viviendas eran de un tipo u otro. Donde el terreno era caro (por estar junto a grandes ciudades, o en terrenos de regadío) se construyeron edificios de apartamentos de hasta cuatro alturas con patios centrales, dispuestos de tal manera que rodearan pequeños parques; ese estilo arquitectónico sería imitado en ciudades europeas como Viena (como la colonia de Spittelberg, fundada años después por Von Harrach) o Budapest. En zonas más alejadas se dio preferencia a las viviendas unifamiliares, aunque también se levantaron algunos edificios de apartamentos. En cualquier caso, fueran apartamentos o casas, eran amplios y ventilados, y solían disponer de patios o pequeños huertos.
Tan importante como el urbanismo fue la manera de acceder a la vivienda. Inicialmente el régimen era de alquiler, con salvaguardas para las familias que perdieran algún miembro. Sin embargo, poco después se pasó al sistema mixto que sugirió Llompart: aunque una proporción de los alojamientos siguieran siendo de alquiler, solían ser apartamentos destinados a trabajadores temporales. A los fijos se les ofrecía adquirir su vivienda mediante aportaciones mensuales que eran poco mayores que los alquileres. La ventaja de la vivienda en propiedad fue que estabilizó a los trabajadores, y que los vecinos, ahora dueños, fueron los primeros interesados en mantener la comunidad.
Este acceso a la vivienda se formalizaba mediante un pacto que ha sido apodado «vasallaje empresarial». El trabajador se comprometía no solo a prestar sus servicios a la empresa, sino a contribuir al desarrollo de la colonia, a mantener la moralidad, las buenas costumbres y la fe católica (obligaciones que nunca se exigieron a rajatabla, y que se relajaron con el tiempo), la devoción a la patria y la fidelidad a la monarquía, a cuidar y escolarizar a sus hijos, a mantener la reserva sobre los métodos fabriles, a denunciar a delincuentes, agitadores y espías, y a no abandonar el país sin permiso.
No era un pacto rígido, ya que los trabajadores podían abandonar la colonia en cualquier momento; la única exigencia que se mantenía era la prohibición de viajar a otros países sin la correspondiente autorización. Ahora bien, el que dejaba la empresa perdía el derecho a la vivienda que ocupaba y, si la estaba pagando, solo tenía derecho a una pequeña compensación. Si el trabajador que se iba tenía una vivienda en propiedad, la compañía se reservaba el derecho de adquisición preferente, herramienta que se empleó también para impedir la especulación. Asimismo, la compañía se reservaba el derecho de expulsar a los inquilinos que no respetaran las normas, aunque la Ley de Colonias Modelo permitía al expulsado recurrir la decisión (no del despido de la empresa, que no estaba regulado por la norma, sino de la expulsión de la colonia).
A cambio, la empresa adquiría una serie de obligaciones, como eran la de proporcionar una vivienda, mantener los servicios anteriormente citados (el dispensario, el economato, el asilo y a escuela), ayudar a las familias y contribuir a los estudios de los hijos mediante becas, y auxiliar a los vecinos que sufrieran cualquier dificultad. Con esta finalidad, a partir de 1675 se crearon las «Cajas de Ahorros y Montes de Piedad», donde se podían conseguir pequeños préstamos, bien a cuenta de salarios futuros, bien empeñando algunas propiedades. El auxilio a los vecinos llegó a incluir su defensa en los tribunales civiles.
La gestión de las colonias cambió con el tiempo. Inicialmente estaban bajo el control de un regidor nombrado por la empresa, pero pronto fueron auxiliados por concejos formados por los ciudadanos más destacados. Estos concejos fueron adquiriendo importancia hasta conseguir competencias que rivalizaban con las municipales.
Como era de esperar, el sistema no fue perfecto, y se produjeron abusos tanto por las compañías (con expulsiones arbitrarias, procedimientos abusivos en los economatos para mantener endeudados a los trabajadores, etcétera) como por los trabajadores-inquilinos. Aunque las compañías pretendieron negar la jurisdicción de los tribunales civiles, las Cortes de Monzón de 1662 reconocieron la competencia de los jueces. Los pleitos se hicieron tan frecuentes que en 1678 se promulgó la «Ley de Colonias Modelo» que regulaba las relaciones entre la empresa arrendataria y los inquilinos, fueran sus trabajadores o no.
Esta última disposición se estableció porque a lo largo del siglo XVII fue modificándose la estructura social de las colonias. Inicialmente hubieran debido ser un alojamiento dedicado exclusivamente a los obreros, pero poco tiempo después los regidores empezaron a autorizar la instalación de otros trabajadores (y sus familias) que no tenían relación con la empresa. En su mayoría eran artesanos, pero al poco se les sumaron comerciantes e incluso campesinos que preferían vivir en las urbanizadas colonias que en sus localidades de origen. Fueron vistos inicialmente con recelo, hasta comprobar que su llegada incrementaba la actividad económica e incluso los beneficios de las compañías a través de economatos, tabernas, etcétera. Algo después se permitió la instalación de negocios ajenos a la compañía, hasta que las colonias modelo se convirtieron en localidades autosuficientes que ya no dependían de la empresa para su crecimiento. Por ejemplo, según el censo de 1675, el barrio de la Figueruela tenía más habitantes que la antigua Murviedro, y en el de 1710 Sagunto (como fue denominado el municipio que incluía Murviedro, el barrio del Grao y las colonias modelo) tenía sesenta mil habitantes, superando a ciudades como Mallorca.
Las colonias modelo supusieron un serio problema de seguridad, ya que en ellas se alojaban trabajadores especializados conocedores de secretos industriales que eran ansiados por otras potencias europeas. Supuestamente, el «vasallaje empresarial» incluía la obligación de denunciar a los espías pero, no confiando en las voluntades de las gentes, en las colonias se establecieron puestos de la Inquisición Civil. Tenían, entre otras, la misión de controlar el movimiento de gentes, y para facilitarlo fueron los vecinos de las colonias los primeros en tener la obligación de portar una cédula de identificación. Con todo, la estructura de las colonias las hizo muy resistentes a la infiltración, ya que se asemejaban a pueblos donde todo el mundo se conoce, donde no había población flotante y los escasos viajeros eran vigilados.
Esas «colonias modelo» tuvieron importantes efectos sociales. Aunque con el tiempo las viviendas fueron apodadas despectivamente como «casas baratas», en realidad eran preferibles a los hogares de la época, salvo los de gentes pudientes, e infinitamente mejores que las ratoneras donde se alojaban los miserables de otras ciudades europeas. Además, como los servicios higiénicos y sanitarios hicieron que la mortalidad infantil disminuyera, las colonias crecieron rápidamente y muchos acabaron superando a la localidad de la que en teoría dependían. Gracias a la escolarización y a las becas de estudios, se convirtieron en semilleros de profesionales: según el censo de 1710, la cuarta parte de los profesionales españoles habían nacido en las colonias. Ejemplo fue Don Fadrique Álvarez Torres, que dirigió el Consejo de la Administración de la Compañía del Carmen entre 1721 y 1740, procedía de una familia de La Figueruela. Por otra parte, la promoción de los ideales de patriotismo y de fidelidad a la monarquía hicieron que muchos jóvenes escogieran el servicio en las armas como profesión; el almirante Don Felipe Rodríguez Lago, jefe del Almirantazgo entre 1715 y 1725, era hijo de un obrero metalúrgico de la colonia modelo de Santiago de Vigo.
La existencia de estos barrios también tuvo efecto sobre los territorios vecinos, especialmente los estados nobiliarios o de la Iglesia, ya que ofrecían un nivel de vida impensable para los siervos. Sus señores no tenían herramientas legales para retenerlos, y los intentos de emplear la violencia o la usura fueron condenados en las Cortes de Monzón de 1662. La única manera de conservarlos fue mejorar sus condiciones de vida, que solo fue posible mediante la modernización de los métodos agrícolas. Contrariamente a lo que temían sus poseedores, las fincas modernizadas incrementaron los ingresos de los aristócratas, no solo por las mayores rentas que producían, sino por el incremento de la actividad económica ligado al mejor nivel de vida.
Por último, las colonias se convirtieron en un activo político: sus vecinos no solo estaban ligados a la empresa por el contrato, o por vasallaje, sino que sabían a quién debían su nueva prosperidad, de tal manera que el bando modernista consiguió una clientela fiel en la que se apoyaría durante la crisis sucesoria. También actuaron como las colonias romanas, contribuyendo a la hispanización de los territorios de la Corona. Finalmente, al ofrecer un razonable nivel de vida y suficientes oportunidades a las familias, en el futuro habrían de mostrarse resistentes a la agitación social.
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Un soldado de cuatro siglos
El interior
Don Heriberto me había recomendado visitar las montañas antes de volver a Valencia, no para admirarlas, pues destacables no eran, sino para ver como el ingenio valenciano se extendía a las tierras abruptas del interior.
Usted ya sabe que España es un país montañoso. No tienen nada parecido a los Alpes —aunque Don Eustaquio me dice que en los Pirineos hay montañas respetables—, pero gran parte de la nación, sobre todo las regiones orientales, está plagada de «sierras», cadenas de montañas que se entrecruzan dejando minúsculas planicies apenas aptas para la agricultura, hasta llegar al interior, donde hay altas llanuras, secas y casi tan frías como nuestras tierras.
Esas regiones apenas son aptas para la agricultura, y sus habitantes con dificultad conseguían sobrevivir. Don Eustaquio me señaló las pequeñas huertas en las que los labriegos se afanaban, indicándome que en esas tierras ahora se recogían cultivos traídos de las Indias. Como las patatas, con las que se hace la famosa tortilla, y que por lo visto soportan el frío mejor que el cereal. Gracias a esos vegetales, y a nuevas técnicas que incluyen el empleo de tierras fértiles que la Compañía de Santa Apolonia trae de allende los mares, el espectro del hambre ha abandonado estas comarcas. Aun así, es la ganadería la industria más productiva de estas secas tierras. Probé el jamón, que se hace con perniles de cerdo curado, y le recomiendo encarecidamente que lo cate.
Hasta hace poco esas regiones estaban casi incomunicadas. Tan solo la calzada real de Zaragoza a Valencia las vertebraba, aunque era una pésima ruta que los carruajes recorrían con dificultades. El resto de las localidades se servía de malos caminos de herradura y de peores sendas. Sin embargo, esas montañas hispanas almacenan tesoros en forma de minerales. Ya los romanos se enriquecieron con los metales preciosos que allí hallaron, que extrajeron en tales cantidades que ahora son escasos, aunque se suplen con los caudales que llegan de las Indias. Ahora los industriosos valencianos ya no buscan oro en esos cerros, sino hierro, plomo y las piedras negras del carbón.
Por desgracia, los yacimientos resultan poco rentables al estar demasiado alejados, y de ahí que la siderurgia valenciana necesite traer piedras desde ultramar. Ahora bien, a los hispanos no les gusta depender de minas extranjeras, aunque estén en sus dominios, y buscan proveerse en el interior del país. Don Eustaquio me dijo que, lamentablemente, el carbón que se encuentra en Valencia y en la cercana Aragón es de un tipo que semeja a la leña, apto para quemar pero no para producir acero. Para tal menester traen, aparte del sardo, otro carbón andaluz que transportan por el río Guadalquivir y después por el mar. El transporte resulta demasiado caro y de ahí que la siderurgia de Sagunto no tenga la importancia de la asturiana. Yo pensé que, si la de Sagunto es pequeña, la de Asturias tiene que resultar portentosa.
Ahora bien, lo que sí se encuentra en las montañas es hierro. Dicen que no es tan bueno como el vizcaíno, que según los españoles es mejor que el sueco, pero tampoco es cuestión de despreciarlo. Ahora bien, las minas están muy alejadas, a casi doscientas millas, y resultaba caro traer las piedras. No sólo buscan hierro, que en las montañas también se hallan otros frutos de la tierra como el plomo o el zinc. Para acercar esas esos minerales se han mejorado los caminos, que también sirven para llevar maderas de los bosques de las montañas, lana para las fábricas, y mil cosas más. Ahora bien, los cerros que se interponen en la ruta a los yacimientos han supuesto un tremendo obstáculo, y es lo que mi guía quería mostrarme.
No hizo falta que nos adentráramos demasiado. La carretera, tan buena como la de Valencia, aunque más estrecha. Al principio recorría la vega del río, plagada de villas y huertas, pero bastaron pocas horas para ver que abandonara el trazado del antiguo camino y se adentrara en un estrecho entre dos montañas. El desvío acortaba varias millas y permitía que el ascenso fuera gradual, aunque a costa de tallar pasos en la roca que parecían imposibles incluso para los industriosos romanos. Ahora bien, los ingenieros de Roma solo tenían picos y palas, pero los valencianos disponen de pasta rayo. Como se seguía trabajando, pude admirar un «barreno»: los trabajadores perforaban las rocas con largas varas de acero que introducían a golpes de mallo. Después metían un cilindro lleno del explosivo, que al reventar partía la montaña. Luego se retiraban las rocas, parte con ayuda de acémilas, pero también vi trabajar a otra de esas máquinas de fuego.
Tras la explosión volvió a abrirse el camino, en el que la circulación era intensa. Había viajeros, labradores con sus productos, y carromatos cargados con todo tipo de mercancías. Cierto es que unas pocas barcazas hubieran podido hacer la misma labor, pero como en Valencia no disponen de ríos como los nuestros, tienen que suplirlo con su inteligencia.
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Adenda: Amado tío, le sorprenderá que dedique una carta a las obras de un camino, pero es que me pareció muestra de cómo superar los obstáculos que la Naturaleza nos opone con los frutos de la inteligencia.
Note que esa red de calzadas es excelente para el desplazamiento de ejércitos y de su impedimenta. Don Eustaquio me comentó, no sé si intencionadamente, que rutas similares se están trazando en Italia y en Flandes, y que la intención de los españoles es colocar rieles como los del camino de vías saguntino, y sustituir las acémilas por máquinas de fuego. Una máquina de vapor que remolque vagones podría hacer el mismo papel que nuestros canales, con la ventaja de llegar a rincones imposibles, extendiendo el progreso a toda la nación y multiplicando su fuerza.
Adenda a edición española: la carretera de Valencia a Zaragoza era una de las vías que se empezaron a construir por iniciativa del Marqués del Puerto. Era una secundaria, en comparación con las principales como la Vía Mediterránea, que recorría la costa del mar del mismo nombre, o la Vía Valenciana entre la ciudad y Madrid. Estas carreteras facilitaban el comercio con el interior, hasta entonces difícil dada la imposibilidad de construir canales. Aunque no tuvieran el rendimiento de las vías acuáticas, y mucho menos el de los posteriores ferrocarriles, rompieron el tradicional aislamiento del interior de la Península Ibérica.
Inicialmente se construyeron tomando como modelo las vías romanas. Sin embargo, el ingeniero militar Don Manuel Quevedo descubrió que, si se aplicaba con cuidado una mezcla de piedras rotas hasta formar grava, mezclada con tierra y arena, se podía conseguir una vía igualmente capaz y duradera con un coste inferior. Posteriormente, las vías principales fueron cubiertas con una mezcla de brea y de gravilla que hacían que el firme fuera más duradero y que as lluvias no lo afectasen.
En pocos años, las vías comunicaron las principales ciudades peninsulares, y no se limitaron a la Península, sino que la red se extendió a Italia, Flandes y las Indias.
En lo que no se equivocó Von Harrach fue en la utilidad militar de esas rutas. Como las calzadas romanas, permitían el desplazamiento rápido de tropas y el transporte de municiones y suministros, permitiendo mantener en campaña ejércitos numerosos.
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Una muela que no duerme
Dedicamos los días siguientes a recorrer la sierra valenciana, cuyo paisaje recuerda a las montañas dálmatas. De interés fue ver que los cambios iniciados en la ciudad se extendían al interior. En muchas localidades vi obras de saneamiento como las que había admirado en Sagunto, no solo alcantarillas que aliviaran las miasmas, sino también depósitos que proveían fuentes de agua cristalina. Los ríos estaban interrumpidos por lagos artificiales que irrigan las florecientes vegas. Sin enfermedades, sin hambre, pueblos y aldeas se colmaban de niños que crecían vigorosos, semillero de futuras generaciones.
Hubiera disfrutado más del viaje de no ser por una muela que se despertó con ese dolor sordo que por desgracia tan bien conocemos. De ahí que me costase más apreciar el esfuerzo que estaba convirtiendo esas montañas en vergeles. Don Eustaquio apreció mi malestar y, cuando le dije cuál era mi mal, contestó que tenía fácil solución y que, de paso, así visitaríamos la Universidad, institución que yo también quería ver.
Esa noche soporté la molestia mal que bien gracias a una tisana de sauce y semillas de amapola blanca, y a la mañana siguiente me preparé para mi cita con el torturador. Difícil oficio el de sacamuelas, que deja clientes con tan menguada satisfacción. Pensaba yo que hicieran mejor papel como interrogadores del Santo Oficio.
Si a la mañana siguiente accedí a lo que Don Eustaquio me proponía fue más por la honrilla que por deseo. Fuimos a la Universidad Nueva, pues en Valencia hay dos. La antigua sede, en la ciudad vieja, es donde se enseñan letras, es decir, teología, artes, filosofía y derecho. Sin embargo, el palacio donde se impartían las lecciones había quedado pequeño, y se habían sacado los estudios de filosofía natural a una nueva sede situada al otro lado del Turia, junto a los viveros reales y cerca del Palacio Real.
Don Eustaquio me llevó al aledaño Hospital Universitario de San Vicente Mártir. Era un bonito edificio de reciente factura, del estilo Grao, es decir, escaso de adornos pero bueno de hechuras. Avisó al conserje, que pasó recado al director y decano de la Facultad de Medicina, Don Damián Ribes, al que mi guía y amigo había avisado de mis males. Don Damián no se hizo esperar y, tras saludarnos, nos acompañó hasta el gabinete en el que trabajaban los cirujanos estomatólogos, que allí no los llamaban sacamuelas. Los pasillos, advertí, estaban limpios, y olían a agua de Gijón, que por lo visto usaban casi en demasía para mantener el lugar impoluto. No escuché ayes, y pensaba que estábamos lejos todavía, cuando llegamos a la consulta del cirujano. Don Pedro Samper, como se llamaba, dijo ser discípulo del Cirujano General de los Reinos, Don Francisco de Lima, como también lo había sido el decano. Me hizo sentarme en un sillón especial para examinarme y tratarme, y me dijo que no temiera, que sería cuidadoso.
Seré cuidadoso, pensé, es lo que dijo el verdugo a la víctima. Pero no. Don Pedro me inspeccionó con primor y me dijo que tenía pus bajo un molar, que estaba tan dañado que iba a ser preciso extraerlo. Me resigné al suplicio, pero el buen hombre, en lugar de empuñar la tenaza, preparó una bandeja con una jeringa de vidrio y una aguja finísima.
—No os mováis, Don Ferdinand, que apenas lo notaréis.
Efectivamente, no noté ni el nimio dolor de la costurera que yerra con la aguja. Me inyectó el contenido de la jeringa, algo que fue más molesto que doloroso, y me dijo que esperara un par de minutos. Para mi sorpresa, noté que el dolor desaparecía y que mi boca quedaba acorchada. Cuando juzgó que era el momento, tomó las tenacillas y me extrajo la muela en un instante, sin que notara nada. Entonces me mostró la pieza, para que viera que no había engaño.
—Veo, Don Ferdinand, que no conocíais la anestesia. A partir de ahora no deberéis temer mis visitas. Que espero que sean pocas si seguís los consejos que os daré.
Yo algo había escuchado de unos vapores con los que Don Francisco de Lima había dormido al rey Felipe IV, pero Don Damián me dijo que era un sistema más sencillo y seguro que llamaba anestesia local. Por lo visto, el extracto de las hojas de coca, un árbol americano, tiene la propiedad de adormecer los nervios y quitar el dolor durante unos minutos, siendo mejor para algunos procedimientos que dormir por completo al paciente. De ahí que no hubiera escuchado gritos. Poder gozar de ese avance me pareció tal maravilla que me he apresurado a escribirle nada más llegar a mi aposento.
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Adenda: Estimado tío, le aseguro que no he faltado ni una letra a la verdad al relatarle cómo me extrajeron una muela sin ningún dolor, gozando de un privilegio del que en nuestra tierra no tiene ni nuestro señor el emperador. Disponer de un medio así para aliviar los dolores me parece de tal importancia que Su Majestad debiera hacer gestiones ante el rey de España para conseguirlo cuanto antes.
Adenda a la edición española: gracias la aparición de la anestesia, ideada por el cirujano Don Francisco de Lima, se pudieron mejorar de las técnicas quirúrgicas. Previamente, los barberos – cirujanos estaban obligados a realizar procedimientos simples y muy rápidos, a causa del tremendo dolor que producían. Por ejemplo, había cirujanos capaces de realizar una amputación de un miembro en menos de un minuto (incluso solo treinta segundos). Era imposible realizar procedimientos conservadores, pero más delicados, de tal manera que la cirugía de la época se reducía a amputaciones por casi cualquier causa (una fractura abierta implicaba o perder el miembro, o la muerte), reducir fracturas y luxaciones, sajar abscesos, extraer muelas y poco más.
Se cree que el primer paciente anestesiado lo fue en 1622. En los años siguientes la técnica se perfeccionó, y se efectuaban tanto sedaciones como intervenciones con anestesia general (aunque aun no se había desarrollado el soporte respiratorio, ya se disponía de bolsas de resucitación), y se estaban empleando cada vez más la anestesia local y la regional. La anestesia no solo supuso un alivio a lo que antes era un tormento, sino que mejoró la calidad y la esperanza de vida: como se ha dicho, previamente la amputación era el tratamiento prescrito para todo tipo de lesiones de extremidades, fueran fracturas abiertas, aplastamientos o heridas infectadas. Anestesiando al paciente, el cirujano podía aplicar un tratamiento conservador y menos mutilante, manteniendo los tejidos viables y retirando solo los desvitalizados; combinado con la nueva técnica de curas cerradas, buena parte de los heridos en las extremidades pudieron recuperarse por completo.
De la misma manera, en la época preanestésica la cirugía abdominal era imposible, y una apendicitis (llamada «cólico miserere») era invariablemente letal. Gracias a la anestesia pudieron tratarse problemas abdominales peligrosos (como la citada apendicitis), o incapacitantes (las hernias inguinales), y se pudieron realizar las primeras cesáreas seguras, salvando la vida de madres y de niños.
Un ejemplo fueron las infecciones odontogénicas. Se estima que, en 1600, la quinta parte de las muertes de adultos eran por enfermedades dentales. Como la extracción dental era muy dolorosa, muchos enfermos preferían soportar las molestias hasta que era tarde. El empleo primero de la sedación y luego de la anestesia local permitió reparar y reconstruir las piezas dentarias dañadas o, en caso preciso, extraerlas y, como consecuencia, los decesos por infecciones dentales disminuyeron bruscamente.
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En la Universidad
Habíamos quedado para el día siguiente con Don Damián Ribes, pues no quiso imponerme una visita estando con la boca sangrante. Esa noche descansé, aunque aun necesité alguna tisana de amapola, y a la mañana siguiente ya estaba dispuesto, a pesar de tener la cara un poco hinchada.
Don Damián nos atendió sin demora; le pido que dé las gracias a Su Majestad por sus gestiones que tanto han facilitado mi visita. Esta vez, el decano nos enseñó la parte del hospital que el día anterior no habíamos llegado a ver. Había varias entradas; una era la principal, empleada por profesores, doctores y notables. Otra para el público, y había una más para los suministros. Además, en una esquina tenían una sección a donde acudían aquellos que tenían alguna dolencia que no podía esperar, fueran fiebres, vómitos, heridas o huesos quebrados.
En la planta baja estaban las consultas donde se atendía a los pacientes, así como los quirófanos donde los cirujanos ejercían sus artes. Igual que los estomatólogos, empleaban diversos tipos de anestesia para ahorrar sufrimientos al paciente, bien con esa milagrosa cocaína, bien con adormidera, o con vapores etéreos. Advertí la extremada limpieza. Estaba absolutamente prohibido hacer necesidades salvo en unos baños higiénicos destinados al efecto, y los auxiliares fregaban continuamente con agua, jabón y ese mefítico licor de Gijón que daba su sello al edificio. Me llamó la atención ver entre los auxiliares no solo a religiosos, sino a religiosas; Don Damián nos dijo que, igual que algunas órdenes estaban ofrendando las vidas de sus monjes a la enseñanza, había otras órdenes, como las de San Francisco y la de Santa Clara, que servían a Nuestro Señor cuidando a los enfermos.
También aprecié que los cirujanos se preparaban con cuidado antes de cada intervención. Vestían ropas muy sencillas, que cubrían con una bata que los protegía de la sangre, y que cambiaban tras cada intervención. Además, se lavaban las manos exhaustivamente antes de proceder. En los quirófanos había ollas especiales para limpiar los instrumentos. Me extrañé de esas precauciones que nunca había visto entre nuestros matasanos (pues, tras ver a los valencianos, no merecen otro nombre). Don Damián nos lo explicó:
—Don Francisco de Lima advierte en sus obras que un cirujano con manos sucias es un asesino, pues contamina de podredumbre a los enfermos a los que debiera sanar. También avisa que la anestesia, al permitir manipular las carnes sin tanta premura, facilita la contaminación. Enseñó que, sin agua y jabón, los cirujanos no curan sino matan. Luego veréis por qué.
Quedó la explicación pendiente, mientras Don Damián nos enseñaba el resto de los quirófanos, incluyendo unos dedicados a las parturientas. Allí médicos y comadrones se ayudaban de instrumentos que recordaban a enormes cucharas para extraer los bebés, empleando anestesia local que desvirtuaba el precepto bíblico de «parirás con dolor». Otros quirófanos se destinaban a los males de las extremidades, de las tripas —donde algunos cirujanos curaban las incapacitantes hernias—, o a procedimientos menores, como sajar abscesos o quitar verrugas.
Las plantas superiores del hospital estaban destinadas a alojar a los enfermos que se estaban recuperando. No eran grandes salas llenas de dolientes, sino pequeñas habitaciones para pocos pacientes, donde se mantenía la obsesión de la higiene y el penetrante olor al agua de Gijón.
Don Damián nos llevó después al ala donde los alumnos de medicina aprendían su ciencia, antes de tratar a pacientes bajo la supervisión de otros médicos de más experiencia. Las aulas no me parecieron muy diferentes a las de Praga, salvo por tener grandes cuadros pintados de negro que llamaban encerados. En ellos los profesores podían escribir y dibujar con trocitos de yeso suave, bastando pasar un paño para borrar. Aledaña estaba la biblioteca, plena de textos. Algunos, de autores clásicos, pero los más eran de reciente factura.
Pregunté al decano si los alumnos valencianos ignoraban las enseñanzas de los clásicos, y recibí una explicación que no esperaba. El decano nos relató sucintamente los conflictos que habían tenido con las erróneas doctrinas de Galeno ¿Equivocadas doctrinas, pensé? No llegué ni a formular la cuestión, ya que Don Damián nos explicó que la doctrina galénica no era sino un conjunto de supersticiones que el avance de la filosofía natural había desenmascarado.
No pude sino preguntar si no era pecaminoso rechazar de esa manera a los clásicos, pero Don Damián repuso que el pecado está en no ofrecer a los pacientes el mejor hacer. Además, nos recordó que las teorías hipocráticas nada tienen que ver con la Verdad Revelada de las Sagradas Escrituras. Que en la Biblia no dijera nada de las nuevas teorías no afectaba a su verosimilitud; tampoco se describe la pólvora, y no por eso los ejércitos cristianos dejan de emplear cañones.
Don Damián señaló que el Cirujano General insistía en que ninguna teoría tiene valor si no se comprueba con la observación. Ejemplo era la circulación de la sangre; algo había oído de esa teoría, que Don Damián nos la explicó. Según los antiguos, la sangre se generaba en el hígado, llegaba al corazón, pasaba de uno a otro lado de esa cámara, y luego las venas la distribuían por el cuerpo. Dos herejes, un aragonés del siglo anterior llamado Serveto, y un inglés fallecido hacía poco, Harvey, discreparon de tal idea. Harvey, además, había demostrado que la circulación no podía ser como la describía Galeno, aunque solo fuera calculando las cantidades de sangre que circulaba por las venas. Antes de que presentara objeciones, Don Damián dijo que no íbamos a dejar de emplear mosquetes porque los fabricasen los herejes, y que lo mismo pasaba con las teorías. Además, en el laboratorio de la Universidad habían podido demostrar que tenían razón.
Después recorrimos las aulas, donde los profesores impartían lecciones ante los alumnos, que necesitaban adquirir un bagaje teórico antes de atender pacientes. Incluyó una corta visita a la sala de disección, donde se aprendía anatomía de cadáveres. Usted sabe que es una cuestión polémica y que la Santa Madre Iglesia tiene algunos reparos, ya que nuestro cuerpo es templo del Señor. El decano nos tranquilizó, indicando que el obispado había otorgado la bendición a tales prácticas; es más, algunos de esos cadáveres eran de religiosos que habían donado su cuerpo, suprema ofrenda destinada a la salud del prójimo. Esos cuerpos, que se trataban con gran respeto, eran impregnados con productos alquímicos para retrasar su putrefacción. Acabada su utilidad en este mundo terrenal, los restos recibían cristiana sepultura.
En esto llegamos a los laboratorios, salas donde se experimentaba y se enseñaba. Lo hacían con animales, no porque los creyeran como nosotros, que estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, sino por haber comprobado que Nuestro Señor, en su infinita misericordia, ha permitido que sufran enfermedades similares a las nuestras para que podamos aprender de ellas. Si se cortaba una vena a un cerdo, se desangraba igual que un cristiano.
Había sido con animales como habían comprobado la teoría de las circulaciones de la sangre. Dormían al animal con vapor etéreo y extracto de láudano y lo abrían. Tras inyectar en la vena aorta agua con tinturas, comprobaron que volvía por las venas cavas al corazón. Tal demostración (que un alumno repitió ante nosotros con un conejo) me pareció indiscutible.
Fue con esos animales como demostraron que la teoría de los humores era errónea. Los cirujanos les causaron enfermedades para luego aplicarles los tratamientos recomendados por los clásicos, que solo sirvieron para acelerar la muerte, respecto a otros animales también enfermos a los que no se trató. Ni sangrías, ni cataplasmas, ni la inmensa mayoría de los supuestos remedios de la farmacopea sirvieron para nada. Ahora bien, comprobaron que algunos sí lo hacían. Por ejemplo, el extracto de la flor dedalera aliviaba a los enfermos que padecían palpitaciones y congestión, igual que los que sufrían de fatiga y angustias de pecho mejoraban con sangrías.
En otra sala estudiaban los «gérmenes», que eran animáculos tan diminutos que resultaban invisibles incluso con la mejor lupa. Don Damián nos enseñó una especie de vasija plana, en la que habían extendido gelatina sobre la que crecía una podredumbre de aspecto malsano. Tomó una minúscula cantidad e hizo que la miráramos con una especie de anteojo que llamó microscopio: yo mismo pude ver las minúsculas sabandijas agitándose.
En ese laboratorio habían demostrado que esos animálculos contagian enfermedades. Habían tomado muestras de mucosidad y de sangre de animales enfermos y las habían sembrado en esas vasijas hasta que creció la podredumbre. Luego la inocularon a otro animal, que enfermó mostrando los mismos síntomas. Es más, repitieron el experimento con secreciones de cristianos enfermos, que causaron en los animales en los que se les inoculó padecimientos como la disentería, el garrotillo o la gangrena. Siempre el mismo, que un enfermo de tabardillo contagiaba el tabardillo, pero no el garrotillo. De ahí que en el hospital no hubiera grandes salas sino pequeñas cámaras que separaran a unos pacientes de otros, y que se tuviera extremo cuidado con la higiene. Algo que explicaba el molesto olor a agua de Gijón.
En otro laboratorio, estudiantes y cirujanos ensayaban técnicas quirúrgicas. Dormían a los animales con esa bendición que es la anestesia, el regalo que Don Francisco de Lima ha dado a la Humanidad. Luego aprendían como reparar heridas, aliviar puses e incluso abrir y cerrar tripas sin que el animal muriera. Pregunté para qué hacerlo, y Don Damián me contestó que habían comprobado que el mortal cólico miserere se debía a la inflamación del apéndice, un minúsculo órgano adherido al intestino, y si se quitaba precozmente el enfermo tenía muchas posibilidades de sobrevivir. Tal idea la habían comprobado experimentando con animales, y así habían aprendido como salvar a los cristianos que sufrieran tan temible padecimiento. De la misma manera, podían ensayar intervenciones complejas y que así las personas fueran tratadas por médicos que supieran como curarlas.
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Adenda: Estimado tío, sé que usted encontrará las afirmaciones de Don Damián Ribes asombrosas, si no cercanas a la herejía, pero me insistió en que esos hallazgos habían sido sometidos a la revisión de sabios canónigos que no encontraron nada contrario a las Sagradas Escrituras. Repitió que los cañones matan aunque en la Biblia no se cite la pólvora, y que Nuestro Señor había creado el mundo de tal manera que pudiéramos aprehenderlo con nuestra inteligencia. En todo caso, no me pareció cuestión baladí esa teoría de los animáculos como causa de las plagas, pues de ser cierta nos daría un arma contra las pestes que afligen a la humanidad.
Por otra parte, espero que no le haya desagradado mi anterior relato de la extracción de la muela. Usted recordará que un cirujano español operó a nuestro señor el emperador, pero la técnica que conmigo aplicaron fue tan sencilla y rápida que se puede practicar casi en cualquier sitio. Conseguir llevar ese adelanto a nuestra nación me parece una bendición.
Adenda a la edición española: Fueron la ingeniería y la medicina las ciencias que avanzaron con mayor rapidez durante el Resurgir. En el caso de la medicina, se pasó del sistema hipocrático, que en realidad eran una serie más o menos hilvanadas de prácticas semimágicas, a un sistema experimental en el que las técnicas se ensayaban antes de aplicarse.
Un descubrimiento clave, que se atribuye al médico y científico valenciano Damián Rives, fue el de la teoría de los gérmenes como causa de las enfermedades infecciosas. La demostración del papel de los microorganismos en muchas enfermedades llevó primero a la antisepsia y luego a la asepsia, que disminuyeron la mortalidad quirúrgica y permitieron intentar la cirugía abdominal o la cesárea, antes invariablemente mortales. También supuso la creación de las «Juntas de Sanidad», una de cuyas misiones era la lucha contra las epidemias, y que tuvieron gran éxito en la erradicación de plagas como la peste, el tifus o la malaria. Por último, al apreciar el efecto de la Quinina (extracto de corteza de quina) en el tratamiento de la malaria, cuyo origen infeccioso se había demostrado, hizo que se iniciara la búsqueda de «balas mágicas», agentes que destruyeran al germen sin afectar al paciente. Sin embargo, resultó muy difícil, sobre todo por las limitaciones de la química de la época, y hasta 1715 no se empezó a emplear la Arsinamina, un derivado arsenical eficaz contra la sífilis y la enfermedad del sueño.
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Los laboratorios filosóficos
El recorrido por salas, quirófanos y laboratorios nos llevó toda la mañana. Viéndome fatigado, Don Eustaquio propuso que nos recuperáramos en una cercana casa de comidas, y dejar el resto de la visita para el día siguiente. Invité a Don Damián, pues era lo menos que podía hacer por quien tal galantemente me había ofrecido su valioso tiempo. Estimado tío, ruego que informe a nuestro señor el emperador para que, si me hace la merced, agradezca al rey Felipe IV los desvelos del decano.
La facultad de Medicina, aledaña al hospital, no era la única de la Universidad. En otro edificio se impartía filosofía natural, y más allá estaban las escuelas de arquitectura y de variadas ingenierías, donde se aprendía a construir y manejar máquinas, a cavar minas, a tender caminos, incluso a idear barcos. Allí nos presentamos a Don Federico López, decano de la Escuela de Ingeniería, que nos iba a dedicar su tiempo como lo había hecho el día anterior Don Damián Ribes, al que nunca podré agradecer suficientemente su gentileza. Don Federico no le fue a la zaga, compitiendo su amabilidad y educación con la sabiduría que destilaban sus enseñanzas.
Primero visitamos la Facultad de Filosofía Natural, que estaba dividida en ciencias de la vida y en ciencias físicas. En ambas, el método de enseñanza era similar: los alumnos recibían las clases que impartían los profesores, pero también dedicaban horas a la experimentación en los laboratorios, donde los estudiantes más aventajados conseguían el grado de doctor realizando profundas investigaciones.
Había laboratorios destinados a las más variadas temáticas. Igual que en la de medicina, tenían un animalario que suministraba los sujetos de experimentos, no ya destinados a conocer las enfermedades, sino a otras cuestiones, incluyendo la manera que tienen los padres para trasmitir sus caracteres a los hijos. Aspecto que me interesó. Todos sabíamos que los hijos suelen parecerse a los padres, pero no siempre. Don Federico nos presentó a uno de los mejores doctorandos, Don José Sánchez de Teruel y Vera. Procedía de una familia de labradores acomodados, y cursaba sus estudios en la Escuela de Agricultura, no tanto por aprender nuevas técnicas de cultivo sino para desarrollar otras nuevas, que la novedad siempre es apreciada en Valencia. El decano nos dijo que Don José creía haber descubierto la manera como se transmitía la herencia. Fue el doctorando el que intentó explicárnosla.
—Estimados señores, háganme la merced de acompañarme al huerto experimental —le seguimos, y al llegar continuó—. Aquí cultivo varias plantas, y he encontrado que los guisantes de olor son ideales para mi investigación.
Don José mostró varias matas envueltas en bolsas de papel.
—Es para alejar a los insectos, ya que pueden llevar el polen, que he descubierto que tiene un papel clave en la germinación. Ese polen, según creo, tiene un papel similar al del esperma de los seres movientes, mientras que las flores contienen un ovúculo, el principio femenino, que es el que recibe al principio masculino. Como les digo, con el papel evitamos que las flores se fertilicen unas a otras, y lo hacemos nosotros con pequeños cepillos. Si una flor no recibe el polen, se marchita sin fruto, de ahí que hayamos deducido que sea tan importante el papel del principio masculino. Igual que una yegua que no conoce semental no tiene descendencia.
Noté que Don José evitó citar a las personas para evitar ideas peligrosas sobre el nacimiento virginal del Redentor.
—Una vez comprobamos la importancia del polen, cruzamos plantas con determinados caracteres. Pasen a esta sala, se lo ruego, donde se lo explicaré —dijo, llevándonos a un despacho contiguo, donde siguió sus explicaciones en un pizarrón.
—Con estos experimentos hemos podido deducir que la concepción de un ser requiere de dos principios, procedentes del varón y de la hembra. Lo interesante es que no todos los principios tienen igual fuerza, y que no depende de si son masculinos o femeninos. Vean que tenemos guisantes verdes y amarillos, estos últimos menos frecuentes. Si fertilizamos guisantes amarillos con otros amarillos, siempre obtenemos descendencia amarilla. Pero si lo hacemos con los verdes, los resultados son variables. Algo parecido ocurre con guisantes rugosos y lisos, con el color de las flores o de las vainas. Lo curioso es que cada principio se transmite por separado. Si se unen plantas amarillas rugosas con verdes rugosas, todos los hijos son rugosos, pero el color es variable. Otro aspecto sorprendente es que no importa si es el padre o la madre el amarillo. Estoy viendo que ustedes tienen dudas.
Me animé a contestar—. Lo que no entiendo es que uniendo guisantes verdes obtenga amarillos.
—Razón tiene. Fue lo que más nos complicó. Además de ser hecho frecuente, pues como sabéis no es excepcional que padres con ojos castaños tengan hijos de ojos azules, sin que haya dudas sobre la paternidad. Repetí los cruces, hasta deducir que cada aspecto, como el color de la flor o del guisante, depende de un único principio que está presente por duplicado, uno procedente del padre y otro de la madre. Esos principios no tienen la misma fuerza. El verde es el fuerte, de tal manera que, si coexisten un principio verde fuerte y otro amarillo, que es débil, prima el verde. Pero si se cruzan individuos con principios diferentes, algunos recibirán solo principios amarillos, y serán amarillos.
Asentimos sin entender demasiado, pero Don José siguió:
—Así que tenemos plantas con principios verdes, que solo podrán tener descendencia verde. Unas tendrán únicamente principios verdes, pero otras los tendrán mezclados, y la fuerza del verde impedirá que veamos que también albergan el amarillo. Para tener una planta amarilla, sus dos padres deben tener al menos un principio amarillo. Bien por ser amarilla, y tener los dos principios débiles, bien por ser mezclada. Por eso el color amarillo solo se pone de manifiesto en contadas ocasiones. Igual que los ojos azules. Si no os importa, este gráfico os lo enseñará:
Nos mostró un árbol genealógico, en el que se marcaban algunos vástagos.
—En estas familias hemos estudiado la presencia de ojos azules, y hemos comprobado que solo se dan cuando por ambas ramas llega el principio. Si los dos padres los tienen azules, todos los hijos repetirán color. Si son diferentes, la descendencia será variada, y he podido calcular si se debía a que el progenitor, o progenitora, era de principios iguales o mezclados, fuertes o débiles.
Pusimos cara de entender, y nos despedimos de Don José. Don Federico reconoció que él tampoco había comprendido nada, pues lo suyo eran las máquinas. Ahora bien, nos dijo que conocer las leyes de la herencia era de crucial importancia. Así se podrían evitar las taras que afligen a algunas familias y, no menos importante, mejorar la agricultura. Nos dijo que en una finca experimental en las afueras de la ciudad se ensayaban centenares de variedades de cultivos, y se había conseguido entresacar plantas más productivas y resistentes a las plagas que producían más del doble que las variedades clásicas.
Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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