Adiós a Palestina, ¿adiós a Israel?
Por Horacio Vázquez-Rial
El Estado de Israel es un año más joven que yo, de modo que lo he visto crecer y evolucionar día a día desde que tengo uso de memoria; y puedo jurar que nunca antes lo he visto en una situación peor. Lo cual me angustia doblemente: por Israel y por este Occidente suicida que ha sustituido la acción política por una letanía majadera en la que se invoca una imposible alianza de civilizaciones, se llama migración a la invasión y se sigue considerando a los judíos una desgracia universal, aunque se diga con la boca pequeña.
Hagamos un poco de historia. En setiembre de 1970, el que a posteriori sería llamado por los palestinos Setiembre Negro, el reino de Jordania expulsó de su territorio a la Organización para la Liberación de Palestina, la OLP, en una dura persecución que supuso el exterminio de miles de miembros de esa organización. Las fuerzas reales, los beduinos de Husein, tenían órdenes de no tomar prisioneros, de modo que las ejecuciones sumarias se sucedieron sin interrupción.
Era el estallido de un largo conflicto entre jordanos y palestinos. Al Huseini, el gran muftí de Jerusalén, socio de Adolf Hitler y tío de Yaser Arafat, había decidido que quienes hicieran la paz con Israel serían traidores a la causa árabe; y se había implicado en el complot que culminó en 1951 con el asesinato de Abdalá, primer rey de Jordania y padre de Husein. De entre todos los países árabes, Jordania había sido el único en acoger a los palestinos desplazados en pie de igualdad, como ciudadanos y no como refugiados. Además, Husein permitió a algunos grupos organizados, como Fatah o el Frente Popular para la Liberación de Palestina de George Habash, establecer bases en zonas cercanas a la frontera israelí.
Hace ahora cuarenta años, en 1967, Irak, Egipto, Siria y Jordania atacaron Israel y salieron trasquilados al cabo de seis días, perdiendo la franja de Gaza, los altos del Golán, Cisjordania y el Sinaí. Entonces, cientos de miles de palestinos huyeron a Jordania, complicando las cosas a sus propios compatriotas allí establecidos y al mismo reino de Husein. En poco tiempo hubo un Estado palestino dentro del Estado jordano manejado por los líderes guerrilleros, que convirtieron la vida diaria en un infierno: asaltaban, violaban, se lanzaban al pillaje en las aldeas, cobraban derechos de paso por determinadas zonas que consideraban propias. Etcétera.
Primero intervino la policía, luego las tropas. Pero las relaciones entre palestinos y jordanos se fueron deteriorando con una lentitud mayor que la que cabía esperar. Sería exceso de prolijidad resumir aquí las negociaciones entre Husein y los grupos guerrilleros palestinos, el acuerdo de los Siete Puntos, el de los Diez Puntos y, finalmente, el Plan Rogers (por el apellido del secretario de Estado americano que lo propuso –durante la presidencia de Nixon–, tras una visita de Husein a los Estados Unidos).
En 1968 los dirigentes palestinos ya actuaban bajo el lema "Jordania es Palestina, Palestina es Jordania", convirtiendo el refugio en invasión y empleando el territorio jordano como referente militar. Habash inició entonces una larga campaña de secuestro de aviones de gran resonancia internacional.
En el mes de setiembre de 1970, negro para los palestinos, se declaró la ley marcial y los beduinos del rey se lanzaron a arrasar los establecimientos palestinos. Fatah generó entonces un brazo dedicado al terrorismo fuera de los países árabes que se llamó, precisamente, Setiembre Negro y que pasó a las primeras planas de la prensa mundial por el secuestro y asesinato de once atletas israelíes en los Juegos Olímpicos de Múnich (1972). De ese espanto salió reforzado el liderazgo de Arafat.
Cuando la Guerra de Yom Kippur, en 1973, enfrentó a Israel con Siria y Egipto, Jordania se mantuvo al margen. El proyecto panárabe de Naser y otros líderes de la región se vio duramente afectado. De hecho, no resucitó realmente hasta Ahmadineyad, a pesar de los esfuerzos de Sadam Husein. Claro que del panarabismo se pasó, en ese proceso, al panislamismo.
Del proyecto panárabe dependía en gran medida la negativa palestina a aceptar el Decreto de Partición de noviembre de 1947, que ordenaba la creación de dos Estados en el territorio hasta entonces bajo protectorado británico. Fue la Liga Árabe, y no ninguna entidad palestina más o menos etérea, la que respondió que no, que nada de eso: "Vamos a echar a los judíos al mar". Por otra parte, era del todo lógico que fuese así, ya que no había por entonces (ni ahora, en realidad) nada parecido a una nación o un pueblo palestino diferenciado: la identidad palestina, si es que tal cosa existe, se ha ido creando a lo largo de los últimos años, cuando unas Naciones Unidas dispuestas, como siempre, a concederlo todo otorgaron a la OLP de Arafat –una organización terrorista; tanto como Al Qaeda, aunque con menos recursos, y tanto como la ETA, aunque con muchísimos más recursos– un sillón de representación oficial para que se sentara entre los jefes de Estado.
De las necesidades de Arafat dependió durante mucho tiempo la creación o no de un Estado palestino. Avanzó y retrocedió a lo largo de lo que llegaron a ser décadas de enfrentamientos, negociaciones, promesas incumplidas y compromisos rotos. Pero a su muerte existía la Autoridad Nacional Palestina.
En todos esos años los más interesados en la constitución de ese Estado fueron siempre los israelíes, que también eran los únicos capaces de garantizar su supervivencia, en todos los órdenes. De modo que los dirigentes palestinos, aun los más moderados y sensatamente volcados al proyecto de un Estado, siempre interpretaron que, puesto que era interés de Israel, algo malo debía de haber en ello. Incluido, claro está, Abu Mazen.
Medio siglo de actividad terrorista, entretanto, creó un tipo de individuo deforme, que sólo sabe de muerte. Hay generaciones enteras (muy breves, dado lo temprano de los embarazos y la brevedad de la vida en esos empleos) que no hicieron jamás otra cosa que matar.
Eso, naturalmente, es causa de enfermedad. Ya no se trata de psicópatas como De Juana Chaos o la parejita que asesinó a Miguel Ángel Blanco. Ni siquiera de serial-killers de película: Hannibal tiene un código de conducta y cuestiona conscientemente la moral general. Ni siquiera de psicópatas o de sociópatas más o menos encuadrados en una organización como la ETA. No: se trata de un ejército, numerosísimo, de decenas de miles de hombres en cada lado (porque, en esto, los de Fatah y los de Hamás no se diferencian) que sólo se han preparado para volar en pedazos al enemigo, aun a costa de la propia vida.
El enemigo es el infiel: hasta anoche (aunque también mañana), los israelíes, Israel, los cruzados; esta mañana, y durante toda la semana, los de Fatah o los de Hamás. Lo de que Hamás es peor es sólo una ilusión óptica debida a que son los que van ganado y, para eso, han matado más que los otros.
Hamás está mejor financiado. Tiene a Irán detrás. En ese sentido sí que es más peligroso que Fatah, porque es el encargado de retomar el proyecto panárabe devenido panislámico. Han ocupado Gaza, que ni Abu Mazen ni Israel van a reconquistar por ahora, y han conseguido el objetivo primordial: no habrá Estado palestino por muchísimos años, y lo que se propone como alternativa no formal, porque nadie quiere asumir responsabilidades de Estado, es una república islámica de modelo iraní. Todo es modelo iraní. Y, como decía con razón el domingo Ramón Pérez Maura en ABC, ¿por qué habría que confiar ahora más en Abu Mazen de lo que correspondía confiar en Arafat, es decir, poco?
Ahora bien: así contado, parece una historia aislada. Pero Cisjordania no tardará en caer, y es una rama religiosa de Fatah, Fatah al Islam, escindida en principio del partido de Abu Mazen, la que hace estragos en el sur del Líbano, junto a Hezbolá. Esa rama, perfectamente autónoma respecto del Gobierno de Fatah, incluye terroristas palestinos pero también yihadistas islámicos de variadas nacionalidades, no todas árabes, como informa George Chaya, quien también dice que Fatah al Islam se constituyó con la bendición de los servicios de inteligencia sirios y que tiene su sede operacional en Damasco, aunque no puede descartar la aportación al movimiento de los salafistas de Al Qaeda.
Por otra parte, Siria e Irán sostienen al alimón la acción de Hezbolá, que dio lugar a la última intervención defensiva israelí en territorio libanés, y no parece probable que el ejército libanés pueda combatir exitosamente por sí solo en varios frentes, de Trípoli a Sidón y, probablemente, el valle de la Bekaa: tarde o temprano, la eterna pusilanimidad chamberlainesca europea tendrá que ceder paso a la necesidad de defenderse, y las tropas allí estacionadas se verán forzadas a actuar, incluidas las españolas, le guste o no a Zapatero.
Es en este marco, con un embrión de república islámica en dos fronteras establecidas de facto (Gaza ahora, y Cisjordania, que se ha interpuesto entre Israel y Jordania y que no tardará en caer en manos islámicas, pese a no haber sido abandonada por el Tsahal, al menos en un 60% de su territorio, despúes), con grandes conflictos nacionales en otras dos (el Líbano y Egipto) y con una quinta, la Siria, desde la cual se financia en parte la actividad en las demás, donde se empieza a explicar, más allá de su probable ingreso en el club nuclear, que el presidente de Irán afirme que Israel tiene los días contados.
Nunca, desde su nacimiento como Estado en 1948, Israel estuvo tan amenazado. Y hay que recordar que por entonces y hasta 1956 contaba con el apoyo de la URSS, que al fin se decantó por aliarse con un mundo árabe en el que, comenzando por el Egipto de Naser, al menos la apariencia era laica. Rusia debería haber comprendido su inmenso error de entonces cuando la amenaza fundamentalista le llevó a la guerra en Afganistán y le planteó el problema interior de Chechenia.
Haberlo comprendido y haber rectificado, como rectificaron los Estados Unidos en relación con el mismo Afganistán, donde se subieron a lomos de los talibán por mor de la Guerra Fría. Una Guerra Fría que, en realidad, no ha cesado desde que cobró vida visible (nunca había dejado de existir) la alianza ruso-germana, de tal entidad que nada menos que un ex canciller, Schroeder, se ha convertido en presidente de una empresa rusa, Gazprom. Una vez más, Chamberlain come en el plato alemán, asegurando la neutralidad de esta Europa que duerme la siesta en el lecho de sus glorias pasadas como si éstas no hubiesen tenido un precio para todos, América incluida.
Ciertamente, Europa ha declamado su apoyo a Abu Mazen. Pero eso sirve de muy poco cuando se ha estado manteniendo generosamente primero a Arafat y después a unos sucesores que en ningún momento fueron aval de nada. O bien se apoya de forma irrestricta el derecho de Israel a existir y a defenderse, incluyendo la acción militar, o bien el entierro ya consumado del proyecto de Estado palestino, que no se puede imponer desde fuera, traerá aparejado el del Estado israelí.
Sólo Israel ha podido respaldar a los palestinos para que levantaran su Estado, y, por contrapartida, sólo la creación de un Estado palestino laico fronterizo podía respaldar su propia trayectoria histórica. Ésa era la idea que subyacía al Decreto de Partición y que asumieron los padres fundadores del Estado. Y eso es lo que había comprendido el malogrado Ariel Sharon, que intentó acelerar el proceso mediante la desconexión antes de que fuera demasiado tarde y allí surgiera lo que ahora surge: otro país islámico.
Como Israel es un país democrático en serio, las ineptitudes de quienes se hicieron cargo del Gobierno tras el accidente vascular de Sharon han salido a la luz y a los tribunales, lo cual me parece muy bien. Pero, siempre hay un pero, las pugnas en el laborismo y en el Kadima no benefician a nadie ni revelan un nuevo liderazgo en ciernes en el país.
Ni Barak ni Peres han dado pruebas en el pasado de ser los hombres adecuados en el lugar adecuado, en el claro sentido en que lo era Sharon. Y creo que todos somos conscientes de que el liderazgo es un factor decisivo: el destino de Occidente en la Segunda Guerra Mundial dependió en gran medida del liderazgo de Churchill, y sin su constante presión es posible, no sé si probable, que Roosevelt hiciera caso a los aislacionistas y no reaccionara ni siquiera ante Pearl Harbor, su gran justificación para entrar en la contienda. (Curiosamente, lo que entonces se entendió en relación con Pearl Harbor no se ha entendido ahora en relación con el 11-S, ni con la ya larguísima lista de atentados precedentes y posteriores, de los que tienen la culpa los americanos).
De modo que Israel tiene otro problema, esta vez propio, que debe resolver rápidamente, porque en ello le va la vida. Y nos va la vida.