Bernard-Henri Levy y André Glucksmann
Georgia y Ucrania deben estar en la OTAN
Señora canciller, señor presidente,
Hace casi 20 años, asistíamos con entusiasmo al acontecimiento más extraordinario de finales del siglo XX:
la caída del muro de Berlín. La Alemania reunificada abría el camino a la resurrección de nuestro continente. Una ola de revoluciones de terciopelo arrastraba, una a una, a las dictaduras comunistas. Tras luchar sin tregua contra esos regímenes inicuos desde los tiempos ya lejanos de la Nueva Filosofía, nos alegrábamos por aquella magnífica fiesta de la libertad. Porque, guste o no a las almas cansadas y agrias, veíamos en ese acontecimiento el comienzo de una nueva era.
Una década después, la revuelta continúa. Lejos de haberse quedado en un momento de gracia, enigmático y efímero, es un gran impulso que se prolonga, porque, a orillas del siglo XXI, la revolución de las rosas en Georgia y, después, la revolución naranja en Ucrania, marcaron el triunfo en esos países de las mismas ideas democráticas. Liberaciones colectivas, alegres y pacíficas, estas dos insurrecciones demostraron, una vez más, que la Historia humana era más que una acumulación de malas noticias. Marx estaba muerto en sus cabezas, pero la voluntad de emancipación le sobrevivía, alimentándose incluso de su desaparición.
Si hoy nos dirigimos a ustedes, señora canciller y señor presidente, es porque, hoy, en Bucarest, se inaugura la cumbre más importante de la OTAN desde el final de la Guerra Fría y porque queremos que recuerden, en ella, a los cientos de miles de estudiantes, campesinos y obreros que invadieron las calles de Tiflis y de Kiev en 2002 y 2004, enarbolando banderas europeas, francesas, alemanas, inglesas y americanas. Estos hombres y mujeres desarmados eran los dignos herederos de Vaclav Havel y de Lech Walesa, de los pastores de la Alemania del Este y de los intelectuales húngaros o rumanos. Encarnaban Europa, esa gran aventura de nuestro tiempo, cuyo aspecto exultante y profundamente revolucionario nos cuesta tanto asumir, sobre todo desde París o desde Berlín.
Ellos piden hoy asociarse a la organización que asegura la seguridad de nuestras democracias desde los años 60. ¿En nombre de qué se lo podríamos negar? ¿Quién se atreverá a asumir ante las futuras generaciones haberles dado con la puerta en las narices en este momento tan decisivo de su historia y de la nuestra?
En Bucarest, se hablará de Afganistán, de Kosovo, de Macedonia y, lo queramos o no, de Georgia y Ucrania. Será la hora de saber si el Occidente democrático asume sus valores de libertad y de tolerancia, apoyando a sus aliados naturales y tendiendo la mano o no a aquellos que, en Europa o en sus fronteras, celebren con fervor sus ideales constitutivos. Rechazar la adhesión de Ucrania y Georgia sería un error dramático.
Desde hace decenas de años, tanto uno como el otro, a menudo uno y el otro, hemos apoyado a los combatientes de los derechos del hombre y a los demócratas perseguidos en todo el mundo. Desde Bosnia a Afganistán y a Pakistán, de Darfur a Chechenia o al Tíbet, Pekín o Minsk, constatamos lo que cuesta ser amigo de un Occidente tan reticente a ayudar a sus partidarios y tan rápido a ceder ante sus enemigos.
Por una vez, en Bucarest, no se trata de condenar una dictadura o de boicotear una tiranía, sino de reconocer la evolución y la voluntad de dos pueblos soberanos, integrándolos en nuestra familia político-militar. Eso no costará un solo puesto de trabajo a nuestras economías. Ni nos privará de un solo barril de petróleo. No. Lo que se nos pide es muy sencillo. Y, sin embargo, se presenta como algo muy complicado.
Una vez más, el problema es que nuestra comunidad de naciones y de pueblos se divide y se enroca en sí misma. Por temor a molestar a Rusia, algunos gobiernos dudan, cuando no se oponen, a este gesto poco costoso pero tremendamente simbólico del apoyo a las jóvenes democracias de Ucrania y de Georgia. De confirmarse, esta oposición significaría una terrible quiebra moral. Y sería también un pecado político y un grave error de juicio y de cálculo estratégico.
Si Georgia y Ucrania consiguiesen el apoyo de la OTAN, el Kremlin protestaría, amenazaría, colocaría uno o dos misiles, si no lo ha hecho ya, apuntando hacia Kiev o hacia Tiflis. Pero no realizaría ninguna otra acción contra estos países ni rompería sus relaciones con ellos ni con la OTAN ni con la Unión Europea. Nuestra decisión convertiría en santuarios a los dos países. Y el gas seguiría llegando. Y la lógica de la guerra, a la que tanto temen nuestros políticos, encallaría de inmediato.
Tomemos a Georgia: este pequeño país del Cáucaso está bajo el embargo ruso desde hace largos años. Su territorio ha sido bombardeado en varias ocaciones por los aviones del ex Ejército Rojo. Dos de sus regiones (Abjasia y Osetia del Sur) están gobernadas por separatistas pagados y preparados por Moscú. «Una buena razón para no hacer nada», musitan medio avergonzados, medio embriagados por su propia sutileza, nuestros estrategas de la realpolitik. ¿Olvidan Checoslovaquia y los Sudetes, la capitulación y los sacrificios de Múnich? ¿No se acuerdan de la integración de la RFA en la OTAN a pesar del bloqueo de Berlín, a pesar de la división del país, a pesar de las amenazas soviéticas? ¿No se acuerdan de la estrategia de la renuncia y la del coraje, la que mejor funciona? ¿La que hace progresar la paz, la prosperidad y la práctica de la democracia en el continente europeo?
Tomemos el caso de Ucrania. «Kiev es la cuna simbólica del Imperio ruso, la Historia habla por sí misma», aseguran, perentorios, algunos diplomáticos prontos a referirse al pasado para no tener que actuar en el presente. Han olvidado ya las consignas de los manifestantes de 2004 proclamando, acentuando: «Somos libres e independientes; somos europeos».
Los firmantes de esta carta no tienen función ni mandato. Sólo se esfuerzan por pensar el mundo tal cual es, sin renunciar a nada de aquello que forjó, y todavía forja, la grandeza de la civilización europea. Y por eso, se niegan a admitir la idea de ver a Occidente sacrificar, de nuevo, en el altar de unos intereses mal entendidos, a sus amigos en democracia y a sus hermanos en libertad.
No dejemos en manos del Kremlin un derecho a veto sobre las relaciones que Europa y América quieran entablar con sus aliados naturales. Abramos las puertas de la OTAN a Ucrania y a Georgia.
Señora canciller, señor presidente, su responsabilidad en este día es inmensa. Escuchen a su corazón, a su destino y al de sus pueblos. No cedan a las sirenas de la renuncia ni a las comodidades del apaciguamiento. El futuro -cercano- les observa y nos juzga.
Bernard-Henri Lévy y André Glucksmann son filósofos franceses.
Hay cosas discutibles en la carta, pero ahi la dejo por que en lineas generales es bastante aceptable.
durante mucho tiempo aqui en america los gringos apoyaron e hicieron eliminar MILES de izquierdistas con el aval de la CIA
Y muy mal hecho, en una epoca en que había guerra fría y se hacian esas cosas por los dos lados, que se nos olvida la situación. Pero aun asi muy mal hecho, y de aquellos polvos vienen muchos lodos de muchas mentalidades que veo por alli. Pero la Guerra Fría ha terminado, y termino con la victoria de occidente, os guste o no.
Saludos.
PD: gringo sigue siendo un vocablo ofensivo, deberiais no utilizarlo tan a la ligera.
We, the people...
¡Sois todos un puñado de socialistas!. (Von Mises)