Un soldado de cuatro siglos

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Domper
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Un soldado de cuatro siglos

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La marcha hacia la ciudad

La fuerza que se dirigía contra Brünn era un contingente de caballería ligera formado por tártaros de Crimea, al mando del kan Murad Giray.

El kanato de Crimea era uno de los últimos residuos de las invasiones asiáticas que Europa había sufrido durante el siglo XIII. Tras las campañas de Ogodei y la fragmentación del imperio mongol se había formado un gran estado en Rusia, la Horda Dorada. No era una nación al uso, sino una colección de estados vasallos que entregaban sus tributos a sus señores mongoles, y que mantenían un modo de vida similar al de las estepas. Dedicados al pastoreo, a la caza y a la guerra, los tártaros de la Horda eran magníficos jinetes ligeros, valientes y feroces, aunque indisciplinados.

La Horda de Oro acabó por sucumbir ante los rusos, y en 1395 se fragmentó en cuatro kanatos que se hicieron la guerra entre ellos, facilitando su destrucción. El kanato de Crimea, que había llegado a dominar buena parte de Ucrania, no solo quedó reducido a la península, sino que tuvo que prestar vasallaje al imperio turco. A partir de entonces, sobrevivió como un estado semi independiente mediante los tributos que obtenía de los estados vecinos y, sobre todo, de la venta de los esclavos que capturaban en sus correrías. Los tártaros de Crimea, con todo, mantenían la tradición ecuestre y guerrera de sus antecesores, y a su modo de vida se unió la participación en las expediciones militares de los otomanos. El declinar económico turco del siglo XVII hizo que los turcos necesitasen cada vez más voluntarios, pues no recibían paga, llevaban sus propias armas y luchaban por el botín. Entre estos voluntarios destacaban los tártaros de Crimea, que formaban buena parte de la caballería ligera.

En 1681, el gran visir otomano Kara Mustafá, al saber que iba a ser atacado por la Santa Alianza católica, decidió adelantarse y envió su ejército a la conquista de Viena, con la intención de romper la coalición. El ejército del visir fue el mayor desde los tiempos de Solimán el Magnífico, pero los otomanos solo pudieron reunirlo desguarneciendo buena parte del imperio, y reuniendo voluntarios. Concretamente, solicitaron al kanato una fuerza de treinta mil hombres, a cuyo mando estaba el kan Murad Giray.

La caballería tártara que se unió al ejército disponía del equipo clásico de su nación. Montaban caballos pequeños, pero ágiles y resistentes. Los caballeros solían protegerse con coraza de cuero y, a veces, un casco metálico. Llevaban sus armas tradicionales: espadas, a veces lanzas, y los temibles arcos compuestos. Un arquero experimentado (como lo eran los tártaros) podía manejarlo mientras cabalgaba, disparando hasta una decena de flechas por minuto que eran tan precisas y tenían más alcance que las balas de los mosquetes. De hecho, incluso durante el siglo XVII los arcos de gran potencia (como los arcos largos galeses, o los compuestos de turcos y tártaros) superaban de largo a los mosquetes y, si se estaban abandonando, era porque para aprender a emplearlos se necesitaban años (decenios) de práctica, mientras que a manejar un mosquete se aprendía en unas semanas. La consecuencia era que las bajas de los arqueros eran muy difíciles de reponer (las pérdidas de arqueros navales turcos en Lepanto marcaron el declive de la marina otomana); es decir, a los tártaros les sería difícil mantener su potencial si la campaña se alargaba pero, mientras, eran temibles. Solo los nuevos fusiles (los Entrerríos, de los que los defensores tenían unos centenares) los superaban.

Otro inconveniente de esas armas era que las flechas tampoco eran fáciles de reponer. Eran de confección cuidadosa, debían ser realineadas (todos los arqueros llevaban un enderezador de flechas, o sabían construirlo, para realinear sus proyectiles antes del combate), y solo tenían unas decenas: eran tan valiosas que los tártaros intentaban recuperarlas tras los combates; por los mismos motivos, los defensores rompían todas las que encontraban.

Durante la campaña, el principal problema que encontraron los arqueros turcos y tártaros fue el de la humedad, el mismo por el que en Europa Occidental apenas se habían empleado los arcos compuestos. Era necesario mantener protegidos de la lluvia tanto los arcos como las flechas; aun así, la cola de origen animal que se empleaba acababa aflojándose.

Además de los arcos y de las armas de corte, los tártaros tenían algunas armas de fuego, que eran pistolas y arcabuces de mecha, casi tan sensibles al agua como los arcos. Carecían casi por completo de artillería: Murad Giray solo llevó una decena de cañones ligeros de tipo sueco, eficaces en el campo de batalla, pero inútiles contra las murallas.

En la primera fase de la campaña, los hombres de Murad acompañaron al contingente principal turco, participando en la batalla de Raab y en el cerco a la capital imperial. Según el planteamiento original, los tártaros debían completar el cerco por el sur, recorriendo los bosques de Viena, tomando la estratégica montaña Kahlenberg, y llegando hasta en Danubio en Tulln para impedir la llegada de refuerzos desde Alemania y Polonia. Mientras, el cuerpo de ejército de Abaza Siyavus tenía que recorrer la orilla norte del Danubio, tomando Cagrana (el extremo norte de la sucesión de calzadas y puentes que cruzaban el Danubio) y siguiendo hacia Moravia. Sin embargo, la fuerte resistencia de los austriacos en Presburgo debilitó tanto a este cuerpo que apenas fue capaz de hacerse con Cagrana y mantener el cerco por el norte.

El visir Kara Mustafá decidió reforzar sus fuerzas en el norte del río con los tártaros de Murad; fue un grave error. Tuvo que llamarlos cuando se estaban acercando a Tulln. El respiro que se dio a los imperiales les permitió reforzar las defensas de la localidad y tender un puente de barcas por el que pasó el ejército austriaco, que ocupó la estratégica montaña de Kahlenberg. Además, una vez llegaron los tártaros a Viena tuvieron que espera a que se completara el puente en Aspern, que fue destruido varias veces con brulotes; este retraso hizo que no llegaran a tiempo de impedir que los polacos de Sobieski se unieran al ejército del emperador Leopoldo.

Aun así, Kara Mustafá pensó que todavía podría obtener provecho de sus tártaros y los envió hacia Moravia, con la intención de rapiñar provisiones (además, así se conseguiría el botín que Murad reclamaba), causar pánico en la retaguardia aliada, y hacerse con la estratégica ciudad de Brünn; el visir pensaba que tener acceso a la Puerta Morava obligaría al rey Jan Sobieski a retirarse para proteger sus tierras.

Hasta el decimoquinto día de julio no estuvo dispuesto el puente de Aspern permitiendo que Murad cruzara el gran río y emprendiera la marcha hacia Brünn. En lugar de dirigirse directamente hacia la ciudad, los tártaros rodearon por el este los estanques de Lednice, no tanto porque supusieran un obstáculo importante, sino porque la región había sido devastada previamente por la caballería espagi de Abaza Siyavus, que en junio había realizado una incursión en la que tomaron Nikolsburg y cometieron una de las espantosas matanzas que jalonaron el avance turco. La marcha se ralentizó a causa de los saqueos, y no fue hasta el dieciocho de julio cuando Murad Giray llegó a Brünn. Sabía que sus fuertes defensas podían convertirla en un hueso duro de roer, pero los prisioneros habían confesado que la guarnición era muy reducida y apenas bastaba para vigilar las murallas, sin que pudiera resistir un asalto decidido.



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Una fina niebla, mezclada con humos de los diversos fuegos cerca-nos, llegaba hasta la ciudad, que empezaba a despertarse de su octavo día de sitio. El olor a pólvora, madera quemada y cuerpos en descomposición hacía que la falta de sueño de Raduit de Souches no empañara su claridad de ideas. Le mantenía alerta recordándole que no podía permitirse ni un minuto de reposo. Las dos horas de descanso que se permitió tomar (las órdenes a su ayudante fueron claras) se habían convertido en una rutina desde que el dieciocho de julio el sitio de Brünn quedase cerrado y diez mil almas entre ciudadanos, campesinos y soldados supiesen que dependían de ellos mismos para salir adelante.

La llegada de los atacantes no había sido una sorpresa. La guarnición de la ciudad contaba desde la llegada del Comandante con un escuadrón a caballo de servía de enlace y como exploradores improvisados, que junto con los campesinos que iban llegando fueron informando de forma precisa de los movimientos enemigos.

Se trataba de un grupo numeroso de caballería ligera, posiblemente compuesto por tártaros, a juzgar por sus vestimentas, que debían de pasar fácilmente de los veinte mil. Ciertamente, hubiese supuesto un grave problema de ser tropas regulares, pero entre su falta de disciplina (necesitaron más de dos días para establecer un bloqueo efectivo alrededor de la ciudad) y la falta de equipo de asedio, se había facilitado mucho la labor de los defensores.

A su llegada, el jefe del grupo de atacante, un tal Murad, un tipo tan arrogante como desagradable, había requerido a la ciudad rendirse con la promesa de respetar las vidas de aquellos que se refugiaban entre sus muros. Evidentemente, si hubiese existido alguna duda, los eventos recientes en pueblos y ciudades cercanas la habían desaparecer; aun así, debiendo haberla esperado, la negativa no había gustado al general turco. Quedó patente cuando hizo que trajeran a campesinos locales, a los que rebanaron el pescuezo delante de las murallas como advertencia de lo que esperaba a sus defensores. Sin resultados; al contrario, en lugar de hacer decaer el ánimo, afianzó la resolución de las diez mil almas refugiadas tras las murallas.

Además, si algo habían demostrado los moravos era que, tras su imagen pasiva y tranquila, podían ser ingeniosos y determinados. Ejemplos fueron los grupos de forrajeadores, en su mayoría mujeres, que fueron capaces de seguir trayendo capturas, incluida una vaca, tan tarde como el veintidós de julio. O un grupo de batidores locales que salieron con las forrajeadoras y montaron una trampa a una patrulla turca; ya estaban bajándose los calzones al ver a cinco indefensas jovencitas moravas, cuando los hombres escondidos les rebanaron el pescuezo. Dejaron los cuerpos de recuerdo sin orejas ni nariz, y sus partes pudendas metidas en la boca; también los moravos sabían dar advertencias.

Pero, escaramuzas menores al margen, tampoco había mucho que celebrar. La pelea era encarnizada y solo la falta de medios y de profesionalidad había evitado la caída de la ciudad. Raduit de Souches no se llevaba a engaño: contra un ejército profesional, aun con las provisiones de las que disponía, ya hubiese tenido que evacuar al castillo y estaría a punto de tener que rendirse.

Los pocos cañones de los que disponían los sitiadores disparaban contras las murallas que aguantaban bastante bien, más que otra cosa por el poco porte de las armas de fuego y la falta de pericia de sus artilleros. Incluso se habían expuesto al inicio del sitio de modo que la batería del bastión de Svaty Jakub (de Santiago) había podido alcanzar uno de sus emplazamientos.

Pero los asaltos estaban siendo duros. Las superiores armas de los sitiados, los letales fusiles Entrerríos, incluso los añosos mosquetes, estaban haciendo estragos. Aun así, eran pocas, escaseaba la pólvora, y al final tenían que emplear incluso piedras y picas que se habían repartido entre todos aquellos con fuerzas para empuñarlas. Incluso se veían mujeres en las murallas con espadas y algunas con arcos, aunque su uso fuera difícil pues con la lluvia intermitente las flechas perdían eficacia. Al menos, afectaba más a los numerosos arqueros tártaros, cuyos potentes arcos compuestos se deshacían con la humedad.

Los sitiados habían llegado a emplear armas improvisadas, como derramar vino y miel sobre los atacantes, para luego lanzarles vasijas con colmenas. Habían conseguido desconcertarlos un par de veces; sin embargo, su superioridad numérica se imponía y las bajas de los sitiados aumentaban día a día. Quedaban solo unos quinientos hombres con plena capacidad, reforzados por ochenta moravos que habían reemplazado a los caídos. En su mayoría, gentes con experiencia como cazadores que habían tomado las armas disponibles. Cierto que los tártaros habían perdido al menos un millar de hombres entre muertos y heridos, la mayoría de los cuales se pudrían al aire, pero el intercambio no podía seguir eternamente.

Raduit de Souches intentó dibujar la mejor de sus sonrisas antes de encaminarse a las murallas a hacer la ronda de rigor. Los defensores necesitaban ánimo, no preocupaciones. Al menos, los rostros determinados que veía a su paso le tranquilizaban.

Nadie estaba dispuesto a rendirse.



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Por fin el sol se había decidido a lucir por todo lo alto, tal vez una forma de saludar las buenas nuevas, se dijo Jan Vrána.

Granjero del pequeño pueblo de Lösch, a dos horas de distancia de Brünn, había huido con lo puesto junto al resto de su familia y llevaba ya un mes en la ciudad y desde el comienzo del sitio había pasado por una larga serie de situaciones que no hubiese imaginado al principio del año.

Había visto la muerte cabalgar a lomos de caballos pequeños, nerviosos, guiada por gentes de extraños ropajes y un idioma inteligible.

Había olido por primera vez la peste de la carne humana pudriéndose, y el olor dulzón de la sangre cuando vio una matanza en el pueblo vecino de Lelekovice.

Empezó ayudando a los soldados de la guarnición, trayendo municiones, agua y comida en ratos de paz durante el asedio.

Su buen ojo y mano le valieron para demostrar que era capaz de usar un mosquete de forma más que capaz, y sugerido por uno de los jefes de pelotón, comenzó a acompañar partidas de batidores mientras fue posible salir de las murallas.

En la segunda semana de asedio ya era parte del grupo de voluntarios que complementó la guarnición y se ganó la felicitación del comandante de la defensa cuando abatió a tres turcos que trataban de llegar a los muros portando un artefacto explosivo en una olla de barro.

La olla finalmente explotó cuando dos disparos de fusil Entrerríos la alcanzaron. Hubiesen podido ser un peligro para la defensa de ese sector.

Ahora todo eso quedaba atrás. La mañana anterior algo empezó a moverse en el campamento enemigo. No estaba claro qué pero la consecuencia fue directa: en menos de un día las tropas enemigas se marcharon con rapidez.

Los defensores pensaron que debía de tratarse de una trampa, y no fue hasta el día siguiente que los exploradores de la guarnición confirmaron que el ejército enemigo se movía con rapidez hacia el sur.

Habían dejado atrás incluso a sus heridos graves, sus muertos, y una porción interesante de provisiones fruto del saqueo que no pudieron llevarse.

La celebración en la ciudad duro dos noches en las que incluso se vio a Raduit de Souches brindar y celebrar con los soldados y voluntarios que habían llevado la defensa de Brünn. Incluso entregó cartas de su puño y letras a algunos de ellos como agradecimiento y recomendación en caso de que quisieren enrolarse en el ejército. El propio Vrána portaba pese a no saber leer.

Se estaba planteando qué hacer.

Hombre tranquilo, había sentido por primera vez hervir su sangre con la rabia de haber visto a los suyos en peligro. Las emociones que había vivido, llevadas con su característica calma, le habían servido para apreciar que podría ganarse la vida con las armas

Mirando hacia el Svratka, el sol secaba los campos en los que se estaba procediendo a quemar los cadáveres que había dejado la batalla.

El viento soplaba desde el sur, trayendo una brisa cálida, tal vez fruto de los fuegos que ardían alrededor de Viena.



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La batalla de Wilfersdorf

Como hemos visto, la decisión de Kara Mustafá de enviar sus tártaros hacia Brünn fue un grave error. La operación fue infructuosa: como carecían de disciplina, dieron tiempo para que la población se refugiara tras los muros y la escasa guarnición se preparara. Después, la falta de artillería pesada impidió abrir brechas en los muros. Intentaron asaltar la extensa muralla, pero los de Brünn se defendieron con vigor, sabiendo el sino que correrían si cedían; además, los fusiles Entrerríos, aunque fueran pocos, se cobraron un duro peaje en sangre entre los asaltantes; una revisión tras la batalla mostró que habían sido los responsables de la mitad de las bajas turcas. Los tártaros ni siquiera consiguieron forzar el muro aspillerado que protegía el camino cubierto que iba al castillo, que también pudo resistir. El resultado fue que, tras diez días de combates, algo más de dos mil turcos habían caído.

Aunque la ciudad estaba resistiendo, los alrededores fueron devastados. En la práctica, los únicos resultados de la cabalgada estaban siendo los estragos causados en la llanura al norte del Danubio. Aunque la mayor parte de sus gentes consiguieron refugiarse en ciudades, castillos y edificios fuertes, pueblos y granjas fueron saqueados y después quemados, se talaron viñedos y frutales, y se prendió fuego a los campos de cereal que estaba todavía por recoger. Estas depredaciones, como veremos, poco influyeron en el curso de las operaciones, pero tardaron años en subsanarse. También hicieron que el tradicional odio hacia el turco se enconara, para desgracia de los prisioneros.

Al mismo tiempo que los tártaros se estrellaban contra los muros de Brünn, Kara Mustafá empezaba a reconsiderar su estrategia. Hasta entonces, la campaña le había sido favorable. Las victorias de Raab y de Presburgo, aunque habían sido costosas, le habían permitido cercar Viena. Después, había conseguido rechazar un intento de socorro en Neustadt. Durante las semanas siguientes los aliados permanecieron aparentemente en calma, pero el visir no se engañaba. Sabía que sus enemigos estaban reuniendo fuerzas; no había podido evitar que se unieran polacos e imperiales, ni que se hicieran fuertes en los bosques de Viena, las colinas boscosas que se alzan al oeste de la ciudad. Además, los españoles habían conseguido romper el bloqueo del Canal de Otranto, y sus agentes informaban que a los puertos del Adriático estaban llegando hombres y equipo en grandes cantidades, y que se estaban desplazando hacia Leoben.

Según los espías en la corte austriaca, los aliados estaban preparando una operación para liberar Viena, con un ataque en pinza que partiría de la montaña Kahlenberg y de Leoben por Neustadt. No habían podido informar sobre la fecha del ataque, aunque Kara Mustafá suponía que aun tardarían dos o tres semanas. Lamentablemente, no tenía mucha más información, ya que los aliados habían incrementado la vigilancia y su caballería ligera se mostraba muy activa. En la práctica, apenas sabía lo que ocurría más allá de sus líneas. Si no fuera por los informes que llegaban desde Praga, estaría a ciegas.

La aparente calma empezó a romperse a finales de julio. El primer aviso fue la pérdida del castillo de Devin, una antigua fortificación cerca de Presburgo. Una fuerza enemiga la había asaltado por sorpresa, para después instalar una batería de cañones que estaba interrumpiendo la navegación por el río Danubio. Casi simultáneamente, los españoles salieron de Leoben y se dirigieron hacia Neustadt, fortificándose en las cercanías del estratégico paso. El visir envió tropas para intentar expulsarlos, pero los contrataques supusieron una infructuosa sangría, hasta que Kara Mustafá prefirió dejar de perder hombres. En su lugar, ordenó construir una línea fortificada en Neustadt, que iba a ser demasiado larga. Por último, la caballería polaca, que hasta entonces apenas se había dejado ver, estaba actuando agresivamente en la margen izquierda del Danubio.

En ese momento, Kara Mustafá decidió que no podía seguir prescindiendo de sus tártaros. Parecía que el ataque aliado era inminente; lo suponía no solo por sus movimientos, sino porque un agente en Praga hizo llegar una copia de las órdenes aliadas, según las cuales durante la primera semana de agosto se produciría una ofensiva simultánea desde la montaña Kahlenberg y Neustadt. Además, no habiendo podido impedir la reunión de españoles, imperiales y polacos, capturar o no Brünn en poco influiría en la campaña.

Kara Mustafá envió mensajeros ordenando a Murad Giray que abandonara el sitio y volviera cuanto antes hacia Viena. La orden no agradó al kan tártaro, ya que pensaba que Brünn estaba a punto de caer, y fue necesario que el visir la reiterara y amenazara con destituir a Murad. Finalmente el kan se retiró, aunque su renuencia le había hecho perder tres valiosos días.

Mientras, los polacos se preparaban para interceptarlos. Uno de los mensajeros del visir había sido capturado, con una carta que avisaba a Murad que una división de espagis se trasladaría a Gänserndorf para cubrir la retirada. Ahora, los aliados sabían la ruta que la caballería tártara iba seguir.

El día veintisiete de agosto comenzó la retirada, lastrada por el convoy que llevaba el botín y por los prisioneros capturados en los alrededores de Brünn. Murad se resistía a dejarlos atrás, ya que hasta entonces el resultado de la campaña había sido decepcionante. Mientras, los polacos se desplegaban. Suponiendo que se retirarían por la orilla oriental del río Morava, donde el terreno llano dificultaba las emboscadas, el rey Jan Sobieski envió una fuerza de doce mil hombres (entre caballería pesada y tártaros de Lipka) al mando del general Aleksander Polanowski.

La mañana del veintinueve, los polacos de Polanowski llegaron a Zisterdorf sin encontrar rastro de los tártaros. No sabía que Murad Giray, en vez de replegarse por la misma ruta que había seguido a la ida, prefirió hacerlo dejando a su izquierda la arrasada Nikolsburg; pensaba que por esa comarca, que aun no había sido esquilmada, podría encontrar algún botín. Estuvo a punto de pasar por la espalda de los polacos sin que se enteraran, pero el lento convoy que llevaba lo rapiñado fue descubierto por una patrulla. A mediodía del día veintiocho, Polanowski descubrió que sus enemigos estaban a su espalda, a punto de escapársele, y se dirigió contra ellos con la caballería pesada en el centro y los de Lipka en los flancos. Aun así, los de Crimea hubieran podido escapar de no ser por los carromatos que llevaban el producto de lo robado, que fueron descubiertos cuando estaban saliendo de Wilfersdorf.

De nuevo, fue el temor a perder el botín lo que condicionó el curso de la batalla. La caballería ligera tártara podría haber rehuido el combate y llegar a la cercana Gänserndorf, donde les esperaban los espagis; sin embargo, intentaron defender los carros, confiados en su habilidad como arqueros y la velocidad de sus caballos. Pretendieron formar una línea y recibir a los polacos a flechazos, solo para descubrir que sus enemigos disponían de armas de fuego equiparables a los arcos turcos. Durante unos minutos se produjo un intercambio de flechazos y balazos, pero en seguida los otomanos empezaron a quedarse sin flechas. Entonces, en vez de escapar, quisieron protegerse de los disparos entre los carros, pensando que así forzarían un combate cuerpo a cuerpo en el que su habilidad como guerreros les daría ventaja. Sin embargo, los jinetes polacos eran como mínimo igual de hábiles con las armas, y disponían de pistolas muy eficaces a corta distancia. En lugar de enredarse en un combate entre los carromatos, pusieron pie a tierra y los asaltaron imitando las tácticas de la infantería; los turcos descubrieron que sus caballos solo los convertían en un blanco más fácil. Tras una refriega que costó un millar de hombres a los tártaros, y algo menos de la mitad a los polacos, Murad Giray ordenó dejar atrás al convoy, matar a los cautivos (crimen que sus hombres pagarían cuatro meses después) y escapar al galope. Los polacos les persiguieron hasta que cayó la noche.

Las bajas fueron ligeras por ambos bandos. Hubo cuatrocientas polacas (ciento cincuenta muertes), por mil trescientas de tártaros, que además perdieron nueve cañones. La cifra fue elevada por lo ocurrido tras la batalla fue anticipo de la sangrienta venganza que se iban a tomar los aliados: las patrullas de caballería polaca inspeccionaron el campo de batalla para rematar (a veces, de manera salvaje) a los heridos que encontraban. Sin embargo, las fuerzas de Murad Giray no perdieron la cohesión y pudieron llegar a Viena con orden.

La campaña de Brünn había acabado en un serio revés: solo habían vuelto doce mil de los veinte mil hombres que Murad Giray había llevado a Moravia. Además, apenas habían conseguido botín, que los tártaros reclamaban amenazando con abandonar el ejército. Aunque Kara Mustafá hubiera deseado emplearlos al sur de Viena, para vigilar los amenazadores movimientos aliados, no tuvo otra opción que permitirles que siguieran en la orilla del norte del río, desde donde siguieron realizando incursiones por Moravia y la Baja Austria. Estas algaras encontraron poca oposición, ya que la caballería polaca estaba pasando al sur del río, preparándose para la batalla decisiva. A veces las cabalgadas fueron muy profundas, y el catorce de agosto una horda tártara llegó a Linz, tal vez para tomarla por sorpresa, pero se retiró al ver que la ciudad estaba alerta. Con todo, la caballería tártara había quedado debilitada y ya no era la amenaza que había supuesto al inicio de la campaña.



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Artuch, Eduardo. Op. cit.

Pistolín, pistolina, pistolón y carabina

La pistola rotatoria del marqués del Puerto fue la primera arma de repetición práctica, y en los decenios siguientes fue mejorada adoptando primero los cartuchos y, posteriormente, la pólvora rayo. Estas pistolas no solo equiparon a oficiales y soldados de servicios, sino también a la caballería e incluso a la infantería, ya que eran terriblemente eficaces en los combates cuerpo a cuerpo. Estas pistolas han sido llamadas «giros» o más habitualmente, «tirogiros», por el nombre de dos modelos posteriores.

La eficacia de los tirogiros hizo sorprendente que en 1665 se volviera a la construcción de pistolas monotiro. Ahora bien, no se trataba de las clásicas pistolas de mecha o de chispa, sino de armas retrocarga que empleaban cartuchos de papel encerado con pólvora parda como propelente. En realidad, las pistolas Gijón, como se llamaron, no estaban destinadas al ejército español, sino que se fabricaron para proveer a los ejércitos aliados con un arma mucho más potente que las pistolas clásicas, pero reservando para los españoles los más avanzados tirogiros.

Se fabricaron tres tipos que empleaban una munición similar a la de 12 x 42 del fusil Entrerríos modelo 68. La pistolina y el pistolín empleaban cartuchos de 12 x 21, de potencia relativamente pequeña, mientras que el pistolón utilizaba un cartucho más potente de 12 x 30. La pistola de mayores dimensiones, apodada «pistolón» (su denominación real era «pistola Gijón modelo 65) tenía un cierre basculante como las escopetas y, empleada a dos manos, tenía similar alcance. El modelo intermedio, la pistola Gijón modelo 66 (apodado «pistolina»), fue el fabricado en mayor número. En lugar del cierre basculante del pistolón, la pistolina tenía uno giratorio que se liberaba con un pestillo. El «pistolín» (pistola Gijón modelo 76) era similar a la pistolina, aunque de menores dimensiones y, a diferencia de los otros dos modelos, tenía ánima lisa y solo era eficaz a cortas distancias; a cambio, era un arma de dimensiones reducidas, ligera, muy barata, y que los armeros imperiales podían reproducir. Las tres pistolas se suministraban con una baqueta tanto para la limpieza como para facilitar la extracción de los cartuchos, que no era raro que quedaran atascados.

La carabina Gijón también estaba destinada a equipar a los aliados, y empleaba la misma munición de 12 x 30 del pistolón. El cierre empleaba el sistema de bloque deslizante Ibarzábal del fusil Entrerríos, y al emplear un cartucho menos potente tenía menos dificultades para la expulsión de las vainas vacías. Era de percusión central con martillo exterior y aguja, y originariamente tenía ánima rayada. Aunque adolecía de alcance comparada con los fusiles Entrerríos, era muy apreciada por la caballería por su ligereza y rapidez de recarga.

Como se ha dicho, estas armas estaban concebidas no solo para ser suministradas a los aliados, sino para que las reprodujeran. El pistolón y la carabina tenían un acabado comparable al de otras armas españolas de la época, pero tanto la pistolina como el pistolín eran armas muy sencillas construidas con piezas de chapa estampada. A partir de 1667 se fabricaron decenas de miles de ejemplares que se cedieron a las potencias de la Santa Alianza.

Además, los armeros aliados fabricaron muchos ejemplares. Para el pistolón y la pistolina el cañón tenía que ser importado, ya que no era forjado sino taladrado, y se fabricaba con acero de alta calidad para que fuera difícil de copiar. El pistolín, sin embargo, era fácil de reproducir sin necesidad de suministros españoles; también se hicieron miles de pistolinas con cañón de ánima lisa, e incluso pistolones con el mecanismo de retrocarga de las pistolinas. Para estas armas se produjo munición de proyectil esférico que se desequilibraba menos, con cartucho de cartón encerado y pistón fulminante de pólvora fina. También se hicieron pistolones con culata de fusil, que la caballería prefirió a las escopetas. Debido al atraso tecnológico de los armeros de las naciones aliadas, no fueron capaces de producir piezas metálicas estampadas, sino que se tuvieron que forjarlas con un coste muy superior. Contrariamente a las armas españolas, era habitual que los componentes no fueran intercambiables. Aun así, se llegó a construir pistolones de cañón forjado y rayado, aunque más pesados que los españoles. Lo mismo ocurrió con las carabinas, muchas se fabricaron con cañones importados, pero también las hubo de ánima lisa o de cañón forjado y rayado.

Estas armas, aun siendo relativamente primitivas, resultaron muy efectivas, especialmente en el combate a corta distancia. La caballería solía llevar un pistolón y una pistolina o un pistolín, que descargaban contra el enemigo con mortal eficacia: mientras que una pistola clásica tenía una dispersión de casi un metro a diez metros, con un alcance eficaz de apenas veinte, la dispersión del pistolón era de diez centímetros a esa distancia, y el alcance eficaz superaba los cincuenta metros (en realidad, era bastante mayor, pero resultaba difícil apuntar con alcances mayores). De tal manera que el jinete podía recargar y volver a disparar para luego buscar el choque, o eludirlo para recargar y seguir disparando; no fue raro que pusieran pie a tierra para combatir con sus armas de fuego, como hicieron en la batalla de Wilfersdorf, donde los jinetes polacos se impusieron a los veteranos tártaros gracias a sus pistolas y carabinas.

Además de ser entregadas a los aliados, estas pistolas también las recibieron las milicias, y fueron muy apreciadas por los colonos, sobre todo los pistolones con culata de escopeta.

Curiosamente, el ejército español acabó adoptando una versión de la pistolina, que destinó a las compañías de exploradores. Se vio que los silenciadores Camblor no funcionaban bien con los tirogiros, ya que la unión entre el tambor y el cañón no obturaba bien; sin embargo, suprimían muy eficazmente el ruido de las pistolinas. La pistola Gijón modelo 82 era una mejora de la pistolina, pero con munición de casquillo metálico de 8 x 21, que era una versión acortada del 8 x 40 del Otamendi. El cierre estaba modificado y el acabado era más cuidadoso para mejorar la obturación. La «ochenta y dos», como era conocida, cuando se empleaba con el silenciador Camblor, era prácticamente inaudible desde pocos pasos, y fue empleada tanto por las unidades de exploradores, como por las de operaciones de la Inquisición Civil.



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Entre dos aguas

En el día de San Felipe de Alejandría y los diez niños mártires, decimoséptimo del mes de julio de 1681

—Vaya salvamento de los cojo*** —pensaba el ahora flamante alférez Venancio Betorz, que jamás hubiera pensado que sus actividades por las colinas hubieran conseguido fama. Por lo visto, mientras su patrulla jugaba al escondite con los turcos (un difícil juego en el que el que perdía, moría), los campesinos huidos que llegaban a campo cristiano se hacían lenguas de los «vengadores del bosque».

Los polacos los escoltaron hacia Devicky, un castillo roquero sobre una laguna, donde el batallón hispanomoravo se estaba reuniendo. No era tan mala idea haber escogido un punto tan fuerte, pues durante el recorrido se encontraron un par de veces con tártaros que volvieron grupas al ver a los temidos húsares.

Al sargento le llamó la atención que los españoles que le conocían se acercaban para saludarle y felicitarle. Sería por salir con vida de semejante fregado. Conociendo sus obligaciones, buscó la tienda de su capitán para presentarse, pero se encontró con un ayudante que le dijo que el teniente coronel Don Francisco Aguirre quería verle. Un deseo de un jefe tan por encima de un sargento viene a ser como un mandato divino, y Venancio se dejó guiar hasta el puesto de mando. El ayudante le dijo que el coronel Pérez había sido herido en Marianka y que Aguirre le había reemplazado.

El teniente coronel recibió a Betorz con un afecto que el sargento no esperaba.

—Me alegra dar la bienvenida al héroe del bosque.

—Ya será menos, mi teniente coronel.

—Sargento, no me venga con falsas modestias. Por toda Moravia se habla de los vengadores, y lo último que esperaba era que los mandara un compatriota. Sus acciones han sido un orgullo para el ejército que se honra en tener hombres como usted.

—Mi teniente coronel, no creo merecer tales elogios. Lo único que hice fue salvar mi pellejo. Cierto que me cobré unos cuantos de turcos.

—Me está pareciendo que usted no ha llegado a saber el efecto que han tenido sus andanzas. Mire, según los informes los turcos han tenido que mandar nada menos que un regimiento, una orta como los llaman, para darles caza. Pero, por lo visto, fueron ustedes los que los cazaron.

—Solo a unos pocos, mi teniente coronel.

—Como le decía, tengo la impresión que usted no sabe lo que ha hecho. Permítame una pregunta ¿Entre esos turcos que cazó, le pareció que había alguno importante?

—No sé, mi teniente coronel. Aunque ahora que lo pienso, en una salida que hicimos paramos a una carroza turca con un tipo bastante enjoyado. He conservado su espada, que me pareció maja.

—Y tan maja ¿Sabe quién era el pachá Arabacı Ali?

—Pues no, mi comandante ¿Tenía alguna importancia?

—¿Alguna importancia, dice? Pues le diré. Ese turco que usted mató, y digo usted porque por todo el campamento se habla de su duelo a sablazos, era el agalari de los jenízaros. El agalari, por si no lo sabe, es el mandamás de esos hijos de satanás.

—¿O sea que ese pichacortada era un general? Perdone, mi comandante, quería decir ese turco…

—Pichacortada, cabeza de toalla, culinegro o engendro del demonio. Es el que usted liquidó. Según los prisioneros turcos, volvía de Buda de recuperarse de una enfermedad cuando tuvo la mala fortuna de encontrarse con usted y con su espada.

—Mi comandante, le voy a tener que corregir. No hubo duelo ni nada. Habíamos parado su carroza y, como echó la mano a la empuñadura de su espada, me adelanté y le destripé.

—Pues a mí me parece que fue un duelo a muerte, y así constará en mi informe. Por de pronto, vaya quitándose esos galones, que no le cuadran, y búsquese unas insignias de alférez. Después descanse, que lo necesita, pero mañana por la mañana quiero volver a hablar con usted.
Última edición por Domper el 20 Feb 2023, 11:19, editado 1 vez en total.



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Un soldado de cuatro siglos

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El ahora alférez recorrió el campamento buscando dónde alojarse, de nuevo entre felicitaciones. Hasta que tuvo la alegría de escuchar una voz conocida.

—A sus órdenes, teniente Bestué.

—¡Qué alegría, Venan! Te hacía criando gusanos y mira por donde, te plantas aquí después de descabezar a media Turquía. Ya me han dicho lo bien que te lo pasaste en el bosque, señor vengador.

—Mi teniente…

—Ya empezamos. Perdona, pero ahora eres oficial y me tuteas, si no quieres que esa estrella dure menos en tu bocamanga que un cabeza de toalla en manos vengadoras.

—Pues a tus órdenes.

—Así está mejor. Ven, que te presentaré al capitán Díaz.

—No le conozco.

—No me extraña. Mientras tú disfrutabas recogiendo chordones, nosotros nos las vimos en Marianka con los espagis. Les dimos buen escarmiento, pero ellos también se las apañaron para que corriera el escalafón. El capitán Don Justo Díaz acaba de llegar con los reemplazos.

Betorz se presentó al capitán y se reunió con su antigua sección, con la alegría de ver que estaban casi todos. De todas maneras, siendo oficial ya no convenía que se acomodara con la tropa, y se trasladó a la tienda del teniente. Esa tarde dieron un buen repaso a la cantina, sin que al alférez le dejaran pagar ni una vez.

A primera hora del día siguiente se dirigió al puesto de mando. El teniente coronel estaba reunido con unos oficiales emplumados con el exagerado uniforme de los húsares alados. En cuanto finalizó hizo pasar al alférez.

—Buenos días, alférez ¿Qué tal se encuentra? He oído que ayer hicieron corto en la cantina.

—Mi comandante, era sed atrasada, que en el bosque había pocos figones.

—Buena es esa —rio el jefe—. Bien, le diré por qué quería verle. He pensado que su experiencia como vengador nos vendría de perlas para cierto asuntillo.



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El «asuntillo» era lo que hacía renegar a Betorz. Al mando no se le había ocurrido mejor idea que cortar el tráfico por el Danubio, y habían pensado en que lo hiciera una fuerza mixta de ulanos y de infantes hispanomoravos. Según Aguirre, la orden venía de las alturas. Un encargo directo del marqués de Lazán y del rey Sobieski, nada menos. Como el trabajillo aparentaba tener cierta dificultad, el teniente coronel había pensado en su recién aparecido vengador de los bosques para que fuera abriendo camino. De ahí que pensara que esos putañeros polacos que le habían rescatado podrían haberse perdido en lugar de acertar con el campamento del batallón a la primera. Pues al alférez lo que menos le apetecía era volver a arrastrarse entre los árboles. Justo lo que le estaba haciendo.

Habían partido del castillo a mediodía. Era un grupo reducido: Betorz, los moravos que le habían acompañado por los bosques, a los que habían agregado media docena de tipos que decían haber sido cazadores, y un pelotón de ulanos. Esos ulanos eran también tártaros, y el alférez los había mirado con recelo, pero nada tenían que ver con los de Crimea, sino que eran de las tribus Lipka, que llevaban dos siglos en las filas lituanas. Eso sí, sin perder sus habilidades de nómadas que les convertían en compañía ideal para el negociejo de marras.

Tanto ulanos como moravos iban a caballo. Los segundos, demostrando que de esos bichos solo sabían que mordían y daban coces. Los primeros, pareciendo más centauros que jinetes. Todos iban a la turca: los ulanos ya lo parecían, y los hombres de Betorz con turbantes mal puestos, pero que daban el pego desde lejos. Habían aprovechado las horas de luz para alejarse del castillo Devicky, y tras descansar unas horas —necesarias para las posaderas de Betorz y los suyos— se aventuraron en la llanura. Pasaron cerca de Zistersdorf, que todavía humeaba, y siguieron por la llanura arrasada hacia el Morava, buscando el amparo de los bosques de la ribera. Como siguieron sin encontrar a nadie, el teniente que mandaba a los tártaros envió uno para decir que el camino estaba expedito.

Era ya casi la amanecida cuando llegó el batallón mixto formado por los hombres de Aguirre y los polacos. Aprovecharon que el campo estaba vacío para cruzar el río por un vado, y se escondieron entre los árboles, mientras la patrulla volvía a encabezar la marcha.



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La siguiente jornada fue por tierras que Betorz ya había recorrido. Extensiones de cereal —quemado—, pequeñas aldeas —quemadas—, y algunos tártaros con antorchas buscando qué más quemar. Los de Lipka se mantuvieron a distancia, y solo cuando el campo estuvo despejado hicieron señales para que el batallón siguiera. Para llegar a las colinas tuvieron que esperar a la noche pero, una vez entre los árboles, los cazadores moravos de Betorz tomaron el mando y guiaron al batallón por el bosque.

Aunque la distancia no fuera excesiva, acercarse al objetivo les llevó otro día —de silencioso movimiento entre árboles— y una noche —para cruzar la carretera de Presburgo a Viena—. Pero, por fin, llegaron a la montaña Devinska. A sus pies estaba el castillo. Al menos, no parecía haber demasiados otomanos. Para variar, tras la rendición habían arrasado Devin, y como solo dejaron piedras y cadáveres requemados, habían tenido que buscarse otro acomodo. Mejor. De todas maneras, el castillo seguía siendo imponente. Enclavado en una peña en la confluencia del Morava con el Danubio, tenía dos recintos, uno roquero casi inexpugnable, otro en su falda que también parecía duro de roer.

Aguirre llamó al alférez. También estaba presente el capitán Vladislav Witkowski, que comandaba una rota —compañía— polaca. Witkowski hablaba bastante bien el castellano, pues había pasado un periodo en la academia de infantería de Toledo: era uno de los oficiales que el rey Juan Casimiro había enviado a España, en parte para formarse, pero también para apoyarse en ellos para imponer sus reformas. Su rota era de infantería ligera, parecida a los cazadores españoles. Tendría la misión de apoyar a los hombres de Betorz, los que debían encabezar el asalto. El resto del batallón esperaría, ya que la empresa requería más de disimulo que de fuerza.

—Alférez ¿Qué le parece el castillo?

—Que no sé cómo pudieron rendirse los imperiales. Ahí podrían haber aguantado meses.

—Recuerde que no tenían ni munición ni comida, y de moral tampoco andaban sobrados.

—Lo siento, mi teniente coronel. Es que, viendo esa roca, me imaginaba aguantando ahí arriba. Aunque he visto un punto débil.



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Otra vez de noche —Betorz estaba harto de vivir como un búho— se movió entre los arbustos de la ribera del Morava, hasta llegar frente a la peña en cuya cima estaba el castillo de Devin. Imponía a la luz de la luna, porque esa noche le había dado por despejar, justo cuando mejor hubiera venido un buen aguacero. Al menos, corría viento que hacía sonar las hojas de los árboles. Tuvo que esperar a una nube para llegar al pie de la roca. Para cualquiera parecía un muro vertical, pero tenía dos fisuras ideales para aficionados a las grimpadas. El alférez aun recordaba sus andanzas por la Peña Montañesa, aquella vez que con otro loco subió a la aguja de Labuerda. Trepar por allí era casi banal: la roca ofrecía multitud de asideros, la grieta le resguardaba de vistas, y en los pasos más difíciles, bastaba con ascender apoyando la espalda y las piernas. Le llevó casi dos horas, no por la dificultad, sino por cuidar de no hacer ruido. Una vez en lo alto esperó a Cierny, que era hombre de bosques pero no de rocas; hasta tuvo que ayudarle un poco con la cuerda. Luego saltaron al adarve y encontraron un centinela sumido en un sueño alcohólico, que convirtieron en otro de sangre. Lanzaron más cuerdas, y los polacos empezaron a ascender.

Mientras, Betorz y Cierny recorrieron el recinto superior. Aun despacharon a otro otomano con ganas de mear, y llegaron al cuerpo de guardia donde atronaban los ronquidos. Hasta que alguien se despertó; normal, con el ruido que estaban haciendo los polacos. El turco abrió la puerta para encontrarse con la punta de un sable. Detrás volaron dos bombas de mano.

No hubo más combates. En el castillo alto no había más enemigos, y los pocos que estaban en el bajo salieron a escape al ver a los polacos arriba. El batallón mixto entró en la fortaleza, y Aguirre envió a los ulanos con un mensaje: el Danubio era suyo.



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Por una vez, Betorz disfrutaba con la lejanía de los árboles. El bosque le gustaba, pero llevaba encima cierto exceso y no le importaría no volver a ver un matojo en lo que quedaba de siglo. Además, Aguirre le había destinado a guarecer el castillo alto, no fuera que los pichascortadas les hicieran la misma jugada, pero ya se había cuidado el recién estampillado alférez de que no fuera así. Con la ayuda de cuerdas destrepó por las fisuras —había varias— y las llenó de pinchos de zarzamoras atados a sorpresas explosivas. Así que, más tranquilo, pudo dedicarse a disfrutar del espectáculo.

El batallón llevaba dos cañoncitos de infantería que situó junto a la iglesia. No mucho después, un barquichuelo intentó remontar el río, e hizo caso omiso a las señales que le hicieron desde la orilla. Un cañón disparó y el proyectil cayó unos metros corto. El siguiente reventó contra la amura e incendió la embarcación. Esa tarde varias barcas intentaron superar el paso, pero tuvieron que volverse ante el fuego del cañón y de los fusiles Entrerríos.

El alférez suponía que semejante incordio haría reaccionar a los turcos, y estaba en lo cierto. Desde su atalaya pudo ver una patrulla de espagis que vino por la orilla del Morava, y que cometió el error de acercarse demasiado. Luego vieron más otomanos que se mantuvieron a distancia. La noche fue tranquila y, aunque al amanecer había más cabezas de toalla, no se les veía con intención de asaltar las murallas. No fue hasta la tarde —por entonces Devin ya llevaba día y medio en manos aliadas— cuando llegó un cuerpo turco desde el oeste. Pero no había puentes en el Morava, y con las lluvias de esa húmeda primavera, el río bajaba con fuerza. Tuvieron que buscar barcas y el paso fue tan lento que, al día siguiente, la mitad aun estaba en la orilla occidental.

Algo después llegó otra fuerza, esta vez de caballería. Su aproximación causó bastante alboroto entre los turcos que estaban cruzando el río. El motivo fue obvio cuando vieron que los recién llegados cargaban: era caballería polaca.

Al ver lo que pasaba, el teniente coronel Aguirre ordenó a la compañía del capitán Díaz que hiciera una salida. Bajaron corriendo desde el castillo y formaron en la ribera; frente a ellos lo hicieron los turcos. Betorz apreció que lo hacían de manera bastante desordenada; debían ser irregulares. Mejor. Los hispanomoravos no esperaron a que los turcos acabaran de alinearse, y Díaz ordenó avanzar al paso. Cuando estuvieron a cien metros, hicieron fuego por secciones; aunque los Entrerríos no fueran tan buenos como los Otamendi, los enemigos empezaron a caer, y se echaron a correr cuando los aliados aun estaban a cincuenta pasos. Díaz prefirió no desordenar la tropa, y mantuvo la persecución al paso hasta que la ribera quedó libre, mientras los polacos masacraban a los que se habían quedado al otro lado.

Al poco llegó un oficial polaco, avisando que era la avanzadilla de un cuerpo mayor que traía más cañones.



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Espejo de Navegantes

Entrevista difundida por Hisparred el 21 de septiembre de 2019




Ramón García—. En su multilibro usted dedica un capítulo a los combates que se produjeron alrededor de Viena, no solo al asedio de Brünn y al famoso sitio de Neustadt, sino a los enfrentamientos de la orilla norte del Danubio ¿Le importaría hacer un pequeño resumen para nuestro público?

Felipe Santidrián —. Como no, Don Ramón. De todas maneras, debo insistir en que los espectadores interesados encontrarán información detallada en mi obra.

RG—. Obra que yo soy el primero en recomendar. No le interrumpo más, Don Felipe.

FS—. Gracias. Pues bien, recordemos que durante el mes de julio los turcos habían estrechado el cerco a Viena. El principal esfuerzo se estaba produciendo en el sur, donde los sitiadores estaban intentando abrir una brecha en las murallas. Sin embargo, las operaciones en la orilla norte del Danubio o, si lo prefiere, en la orilla izquierda, tenían gran importancia. Recuerde que tras la batalla de Presburgo los turcos habían quedado dueños del campo, y que habían capturado a parte del ejército austriaco que había quedado atrapada entre los ríos Danubio y Morava. Ya sin enemigos, el gran visir Kara Mustafá envió la caballería de los tártaros de Crimea a devastar la región. Las avanzadas tártaras llegaron hasta Linz, en la Alta Austria, y Brünn, en Moravia, que intentaron tomar.

RG—. El asedio de Brünn tampoco es demasiado conocido.

FS—. Al no haber implicadas fuerzas españolas, aquí no se le ha prestado demasiada atención, aunque recomendaría a los lectores interesados el multilibro Moravia en guerra, de Jenaro de Souza.

RG—. También recomendable.

FS—. Desde luego, Con todo, para no cansar a los oyentes, dejaré el asedio de Brünn para otra ocasión. En todo caso, la tónica de esas incursiones tártaras fue parecida. Como la fama les precedía, la mayor parte de los habitantes de la región se pusieron a salvo; con todo, los destrozos que hicieron causaron un gran trastorno, hasta tal punto que la producción agrícola tardó años en recuperarse. Además, su dominio de la orilla norte dejó a Viena aislada, y amenazaba con impedir la reunión entre los españoles de Lazán, que llegaban por el sur, las fuerzas imperiales de Carlos de Lorena, que estaban en las montañas cercanas a Viena, y el ejército polaco del rey Jan Sobieski, que venía por el norte. Por otra parte, el ejército de Abaza Siyabus, apoyado por una flotilla de galeras que ascendió desde Buda, tomó el fuerte de Cagrana y las islas del Danubio, cortando la calzada y los puentes que comunicaban a Viena con el norte. La ciudad estaba completamente bloqueada.

RG—. Una situación preocupante.

FS—. Como poco. Además, la caballería tártara estaba creando un serio problema a Lazán, ya que estaba ocultando los movimientos turcos, cuando el marqués daba gran importancia al dominio del campo mediante la caballería ligera, de tal manera que pudiera observar al enemigo sin que el contrario pudiera hacerlo. De tal manera que limitar la capacidad de acción tártara era de gran importancia. Por otra parte, es conocido que la intención del marqués era dar una impresión equivocada de sus intenciones. De ahí que durante el mes de julio realizase operaciones limitadas en las cercanías de la capital austriaca.

RG—. Las que llevaron a la segunda batalla de Neustadt.

FS—. Efectivamente. Pero como esa célebre acción supongo que será sobradamente conocida por nuestros espectadores, prefiero detenerme en los combates de la orilla norte, menos conocidos. Como le decía, habíamos dejado a los tártaros campando y devastando Moravia. Avaza Siyabus mantenía el cerco de Viena por el norte, aunque las necesidades del sitio hicieron que tuviera que trasladar gran parte de sus fuerzas a la orilla sur. Mientras, tanto la carretera ente Presburgo y Viena como, sobre todo, el río Danubio, se empleaban para llevar suministros al ejército sitiador. Con todo, el dominio turco no era completo ya que había partidas de resistentes, entre las que alcanzaron alguna fama los «Vengadores del bosque» que operaban en las montañas al norte de Presburgo y que consiguieron emboscar y matar al comandante jenízaro Arabacı Ali.

RG—. Es verdad, es cuando se produjo el célebre duelo a sablazos.

FS—. Duelo que tuvo mucho de mito, como explico en mi obra. Ahora, me gustaría mostrar a los espectadores este diorama que indica la situación aproximada de los otomanos durante el mes de julio: puede verse que en la orilla norte quedaban pocos turcos, salvo la caballería tártara, que se dirigía hacia Brünn.

RG—. Esquema muy claro, como todos las del multilibro.

FS—. Gracias. Desearía que los espectadores se fijen en la dispersión de los turcos. El marqués de Lazán pensó que el dispositivo de sus enemigos era defectuoso, y que podría dislocarlo con medios reducidos. Para conseguirlo, envió una fuerza mixta, en la que había imperiales, polacos y españoles, a tomar el castillo de Devin, en la confluencia de los ríos Morava y Danubio. Era una fortaleza medieval que no podía resistir un asedio, pero que disfrutaba de una posición estratégica. Los aliados la tomaron con facilidad, y emplearon su artillería para cortar la navegación por el Danubio. Los turcos tardaron en reaccionar, probablemente porque Avaza Siyabus estaba enfermo de disentería y Arabaci Alí no había sido sustituido. Tuvo que ser Karakas Alí, el pachá que dirigía las operaciones de asedio, el que se hiciera cargo de la orilla norte. La cuestión es que el contrataque se retrasó y, además, el primer intento acabó en catástrofe cuando una orta de irregulares que intentaba cruzar el Morava fue sorprendida por la caballería polaca. Con los polacos llegaron fuerzas adicionales, de tal manera que la guarnición aliada de Devin ascendió a una legión incompleta, unos cuatro mil hombres.

RG—. Perdone que le interrumpa otra vez ¿Era una legión española?

FS—. No, el componente hispano se limitaba al batallón hispanomoravo y a la artillería. En realidad, la que después fue llamada legión de Devin era una fuerza multinacional, con infantería imperial y caballería polaca. Se había organizado imitando las españolas, para que sirviera de modelo para la reorganización de los ejércitos aliados. Lo realmente importante era su grupo de artillería, equipado con modernos cañones del ocho y del diez. Fue el que decidió la acción del veintidós de julio, cuando Karakas intentó realizar un ataque coordinado por tierra y por el río: la artillería española destruyó la flotilla turca del Danubio, y los otomanos tuvieron que retirarse con muchas pérdidas.

RG—. Por lo que entendí de su multilibro, la reconquista del castillo de Devin marcó el inicio del declive turco.

FS—. Lamento que haya obtenido esa impresión, pues la suerte aun estaba en el aire cuando se reconquistó Devin. A pesar de la toma de esa importante posición, se seguía combatiendo con fiereza en Neustadt y en Viena, donde un asalto turco estuvo muy cerca de tomar un bastión clave de las murallas. En cualquier caso, la acción de los aliados tuvo un efecto desproporcionado. Consiguieron cortar dos de las líneas otomanas de suministros: la de la orilla norte era secundaria, pero por el Danubio se transportaban la mayor parte del equipo pesado y de las provisiones, de tal manera que las municiones para el tren de artillería turco, con el que se pensaba reducir Viena, quedaron retenidas en Buda. Además, la amenaza aliada obligó al visir turco a reforzar las guarniciones de Presburgo y de Raab.

RG—. ¿Qué pasó con los tártaros? Estaban atacando Brünn.

FS—. Debe recordar que, por entonces, la conquista de Brünn ya no hubiera sido de demasiada utilidad para los turcos. Esa ciudad tenía gran valor estratégico, pues hubiera permitido cortar la Puerta Morava, el corredor natural que comunicaba con la llanura polaca. Sin embargo, ya era tarde, pues el rey Jan Sobieski no solo había cruzado ya las montañas, sino que tenía acceso al puente del Danubio que había en Tulln. Obviamente, hubiera sido una catástrofe para los habitantes de Brünn, pero en poco hubiera afectado al curso de las operaciones. Al contrario, eran los tártaros los que corrían el peligro de quedar atrapados, ya que la caballería polaca estaba operando en la llanura al norte de Viena, la reconquista de Devin impedía que se retiraran por Presburgo, y su única vía de retirada era el puente de barcas que se había tendido en Aspern. Además, el gran visir Kara Mustafá necesitaba que su caballería ligera apoyara a las fuerzas que tenía en la orilla norte del río. No quedó otra opción que levantar el sitio de Brünn. Sin embargo, era demasiado tarde, y fueron sorprendidos en Wilfersdorf por la caballería polaca…

RG—. La batalla donde hubo tártaros en ambos lados.

FS—. Efectivamente. Además de la caballería pesada polaca, los famosos húsares alados, la República de las Dos Naciones disponía de ulanos, es decir, de caballería tártara provista por tribus que habían encontrado refugio en Polonia y Lituania.

RG—. Don Felipe, sería interesante para nuestros espectadores que explicara las diferencias que había entre ulanos y tártaros polacos.

FS—. Estaré encantado de hacerlo. En realidad, no se diferenciaban en mucho. Todos eran tártaros de Lipka, las tribus que, como acabo de explicar, se habían radicado en Lituania a finales de la Edad Media. La diferencia era que las unidades de ulanos eran formaciones regulares, que se habían creado durante la reorganización del ejército polaco de los últimos años, mientras que los tártaros polacos eran voluntarios bastante parecidos a los de Crimea. Tanto ulanos como tártaros de Lipka eran magníficos jinetes ligeros, originariamente armados con lanzas, pero que estaban sustituyendo por pistolas de retrocarga, escopetas y carabinas. Gracias a sus armas de fuego, los polacos se impusieron con facilidad a los arcos y flechas enemigos. Con todo, Wilfersdorf no fue una batalla decisiva. Aunque los polacos consiguieron la sorpresa y causaron bastantes bajas, los tártaros de Crimea eran muy escurridizos, y la mayor parte consiguió escapar. Sin embargo, a partir de entonces tuvieron que ser más precavidos al aventurarse en territorio imperial. Además, el revés obligó a los turcos a reforzar sus posiciones de la orilla norte.

RG—. En resumen, que con la reconquista de Devin, ya estaba todo preparado.

FS—. Todavía no. Recuerde que la situación dentro de Viena se estaba deteriorando por momentos, y que proseguían los combates de Neustadt…



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Cañón Trubia de 8 cm modelo 1676

Los cañones Trubia de campaña de 10 cm fueron los reyes de las batallas de la segunda mitad del siglo XVII, al combinar potencia de fuego con cadencia de tiro. Fueron evolucionando, y se pasó del modelo 1651 de avancarga, pero construido con bronce comprimido y ánima rayada, al de 1663 similar, pero de acero, el 1669 de retrocarga, y finalmente el modelo 1675, de retrocarga con cierre de tornillo y un primitivo sistema de amortiguación del retroceso. Este último, posteriormente llamado C100M75 («C» de cañón; 100 por el calibre en milímetros, o líneas, según la nomenclatura militar; M75 por el año de introducción) fue la principal pieza de campaña española durante la guerra de la Santa Alianza.

A pesar de las mejoras, los cañones del diez resultaban demasiado pesados para algunas misiones. Para complementarlo, se desarrolló el C80M76, que era prácticamente igual, aunque con un tubo más ligero. Compartía con su hermano mayor buena parte de los mecanismos, especialmente el mecanismo de freno y de recuperación, un conjunto de muelles y de bloques de castilla elástica que amortiguaban el retroceso y devolvían el tubo a su posición. El sistema, el primero de este tipo práctico, estaba lejos de ser perfecto, y era habitual que los artilleros tuvieran que devolver a su posición correcta al tubo mediante unas llamativas orejeras. A pesar de ello, la menor potencia del C80M76 hacía que funcionara mejor que en el más potente C100M75. Si la cureña estaba bien anclada, la pieza apenas se desplazaba, permitiendo una cadencia de tiro muy alta y mejorando la precisión, al no desplazarse la pieza. Una dotación entrenada podía hacer hasta seis disparos por minuto, mientras que los cañones de acompañamiento de tipo sueco apenas disparaban una vez cada dos o tres minutos.

La principal diferencia del C80M76 respecto al C100M75 estaba en el tubo, que era de menor calibre, más corto y, por tanto, más ligero. Estaba hecho de acero con un zuncho de refuerzo, y llevaba un anillo de cierre de medio tornillo con anillo obturador Solís. Disparaba proyectiles engarzados: explosivos, de metralla, perforantes macizos (empleados en pequeñas cantidades para batir muros, aunque la relativamente poca potencia del cañón los hacía menos eficaces), e incendiarios fumígenos de fósforo. Se disparaban con cargas reducidas que limitaban el alcance a dos mil metros. Igual que con el C100M75, se distribuyeron proyectiles con carga mayor y más alcance, pero con ellos la pieza era menos estable en el fuego; se emplearon casi exclusivamente como perforantes.

El C80M76 empleaba la misma cureña que el C100M75. Podía ser movido por un tiro de cuatro caballos o, más habitualmente, mulos. El modelo C80M76/2 tenía una cureña modificada, que podía dividirse en seis cargas para ser cargada a lomo, incluso a mano en cortas distancias.

El C80M76 fue distribuido al mismo tiempo que el C100M75. Primero lo recibió la artillería montada, y posteriormente a los batallones de infantería, que recibieron seis cañones que sirvieron como arma de acompañamiento.

El cañón tuvo su debut en los combates de Devin y de Neustadt. Durante la guerra de la Santa Alianza fue ampliamente utilizado, y se desarrolló una versión de empleo naval destinada a cañoneros, que también se empleó como armamento secundario en los buques de guerra mayores.


Imagen
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En presencia de mis enemigos

En el día de Santa Justa y Santa Rufina, decimonoveno del mes de julio del Año de Nuestro Señor de 1681


—Un servicio al ejército, una operación de nada… ¡Panda de cabrones que me han metido en este fregao! ¡Y tonto yo por aceptar! Poco mejor si me hubiera quedado en Manila con las chinitas. Seguro que no me hubieran metido en semejante embarcada.

El comandante rezongaba y, detrás, el batallón marchaba a buen ritmo. Tampoco es que hiciera falta, pero prefería llegar a Neustadt con luz. Si quería hacer ese servicio de nada, necesitaría saber dónde se metía, y mejor con toda la tarde por delante. Así que, les gustara o no, iban a tener que apurar.

Tras recibir las órdenes, había tenido un día para reunir la tropa: cuatro compañías de cazadores, incluyendo la que había sido suya. Otra de zapadores, una batería de cañones Trubia del ocho, la intendencia y, mostrando lo que se preparaba, un hospitalilo de campaña. Si pensaban que lo iban a necesitar… Al menos, no iban solos. Les apoyaba nada menos que un regimiento de dragones que se había adelantado para espantar a las bandas de saqueadores turcos —al ver lo que estaban haciendo con los pobres austriacos, el final de los que pudieron atrapar no fue agradable— y permitiendo que los infantes no tuvieran que perder tiempo en fortificarse cada noche.

Llegaron a su objetivo a mediodía. Era Bad Fischau, un pueblecito al lado de Neustadt que en épocas más tranquilas había atraído gentes por sus fuentes termales. De tal manera que había unos cuantos caserones de buena construcción que les vendrían que ni pintados. Además, la cercana montaña protegía un flanco y, a una mala, podrían escapar por allí. Recordaba las palabras de Lazán.

—Comandante, recuerde que no le mando a Numancia. Quiero que mantenga a sus soldados con vida. Claro que, cuanto más resista, más ayudará al ejército.

Si había que resistir, sería necesario preparar el lugar. Envió al capitán Adot, de los zapadores, para que reconociera el villorrio y viera como mejorarlo.

Dicho y hecho. Los zapadores fueron al bosque aledaño con sierras y hachas, y los troncos empezaron a caer. Luego los arrastraron hasta el pueblo y perforaron agujeros donde metían ramas, hasta convertirlos en caballos de Frisia, acericos alargados que costaría superar. Fueron colocándolos obstruyendo todas las calles, formando una defensa continua; otra barrera se situó más lejos, a distancia que pudiera ser cubierta por fusiles y cañones, pero demasiado lejos para que desde allí pudieran disparar las armas turcas. Otros zapadores hicieron lo mismo en los bosques, creando un laberinto de estacas que impediría que nadie se infiltrara por detrás.

Al mismo tiempo, los soldados desmontaron los techos de las casas. Al menos, sus propietarios habían huido y no tuvieron que escuchar sus protestas; pero es que un tejado puede caerse y aplastar a quien esté debajo, o incendiarse y abrasarlos. Pocos se respetaron: el de la iglesia, que sería el hospitalillo, y el de tres casas que se convirtieron en polvorines tras protegerlas y reforzarlas con maderos y taludes de tierra. Los demás tejados fueron arrancados, y las paredes, aspilleradas; tan solo se dejaron algunos refugios para la guarnición, hechos resistentes con las vigas desmontadas. Las paredes se reforzaron con tierra y los materiales de los techos. Las casas del exterior sufrieron un tratamiento aun más radical, y se rebajaron sus muros para convertirlas edificios en fortines para los cañones; en su parte exterior se plantaron más estacas aguzadas. Además, fueron comunicados con trincheras, que permitían moverse sin temor a los disparos enemigos, y había parapetos y puestos de observación. Dentro del pueblo también se levantaron muros y se colocaron caballos de Frisia, de tal manera que se pudiera mantener la defensa aunque los turcos entraran en la localidad.

En el exterior los zapadores, además de las estacas, plantaron otros artefactos que debían ser una sorpresa desagradable: vasijas enterradas, llenas de piedras y con una bomba en su fondo. Un cordel enterrado permitía detonarlas a distancia. Más allá de ese campo de muerte se eliminó todo lo que pudiera servir de refugio. Cayeron casetas y establos, y también los árboles que flanqueaban los caminos. Las lluvias no permitieron quemar los campos de cereal, pero los soldados los pisotearon para aplastar las plantas, y en la maraña que quedó se colocaron estacas con cuerdas, destinadas a enredar las patas de los caballos, y abrojos para herirlas. Asimismo, plantaron marcas poco llamativas pero que indicaban las distancias a los tiradores. En algunos arbustos ataron tiras de tela que señalaban la dirección del viento.

Mientras unos soldados trabajaban en las fortificaciones, otros descargaban los carromatos del convoy. Más municiones que comida, indicio de que se preveía una estancia corta pero entretenida. Se repartieron en los polvorines y en los fortines, para que un disparo afortunado no les dejara sin medios de combate.

Los trabajos seguían a buen ritmo, pues los soldados sabían que sus esfuerzos serían los que los mantuvieran con vida. El comandante Sampedro los observaba y daba algunas indicaciones, hasta que llegó un alférez.

—Mi comandante, el teniente coronel Ibáñez.

El comandante saludó al jefe de la caballería.

—A sus órdenes, mi teniente coronel.

—Comandante, está haciendo que las defensas de esta aldea den envidia a Dunkerque.

—Ojalá fuera así, mi teniente coronel. Ahí fuera hay demasiados turcos.

—Razón tiene. De eso le quería prevenir. Mis hombres han rechazado varias patrullas de caballería enemiga, y han visto movimientos de tropas. Por desgracia, ya conoce mis órdenes: solo puedo mantenerme en Neustadt hasta mediodía.

—Ya las conocía. Lamentaré verles partir.

—Le deseo toda la suerte del mundo. En cuanto sea posible, aquí me tendrá.



Tu regere imperio fluctus Hispane memento

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