Un soldado de cuatro siglos
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Un soldado de cuatro siglos
Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.
La fase de preparación
Al hablar de la fase de preparación, Lazán advertía que hasta la mejor fuerza requería grandes medios para mantenerse en campaña. La preparación de la ofensiva era menos vistosa que las maniobras o la batalla, pero era parte crucial de la Destreza de Lazán.
Con esta intención, el marqués había creado la herramienta que posteriormente se consideraría imprescindible para cualquier operación militar: el Estado Mayor. No fue el primero en la Historia, ni mucho menos: ya en la Antigüedad, los ejércitos romanos tenían «Praefectus fabrum», oficiales con gran poder encargados de los suministros y de las obras de ingeniería. Sin embargo, la organización cayó con el Imperio Romano, y en la Edad Media los ejércitos no disponían de tales medios. A causa de tal carencia, y a pesar de lo reducido de los ejércitos medievales, era habitual que las campañas fracasasen no a causa de las derrotas militares, sino por el hambre o las enfermedades. Durante la Gran Guerra, tanto el Marqués del Puerto como el de Camarasa dispusieron de estados mayores, que eran consejos que les auxiliaban en la planificación de sus operaciones. Fue el del Marqués de Camarasa fue el primero en ser estable, con oficiales encargados de determinadas funciones, pero fue el Marqués de Lazán durante la guerra de Dunkerque el que lo institucionalizó. El Estado Mayor Imperial tenía una estructura fija muy parecida a la actual. Estaba dividido en secciones:
– Personal, encargada de la recluta, la instrucción y la administración del personal de las fuerzas armadas imperiales (Ejército y Armada).
– Información, con la misión de recopilar información sobre las fuerzas enemigas, su composición, armamento, despliegues y posibles planes, así como del estudio del terreno donde debían realizarse las operaciones. Por petición de esta sección, el marqués creó el Servicio Geográfico Imperial, que continuó los trabajos de la escuela de Cartografía. El Servicio Geográfico completó el levantamiento cartográfico, no solo de los territorios hispánicos, sino también de otros estados, bien con la anuencia de sus gobernantes, bien de manera más o menos clandestina. En este aspecto, la Inquisición Civil intentó hacerse con mapas de todo el mundo y, sobre todo, de los Balcanes y el Mediterráneo Oriental, futuro escenario de las operaciones.
– Planificación y Operaciones, a la que se encomendaban tanto los grandes planes estratégicos como la organización y el control de las operaciones militares. Posteriormente esta sección fue desdoblada. Planificación estaba destinada a planificar las futuras operaciones y a calcular los medios necesarios y su idoneidad. Habitualmente, esta sección solo existía en grandes unidades. A Operaciones le correspondía dirigir las operaciones militares, auxiliar al mando en la confección de órdenes, transmitirlas y verificar su ejecución. En las unidades pequeñas, Operaciones solía asumir las misiones de la sección de Planificación.
– Apoyo, con la función de proporcionar los medios necesarios para sostener a los ejércitos en campaña. Su principal departamento era el de Abastos, tan importante que se creó un cuerpo especial de personal. Este cuerpo incluía inicialmente el de Transportes, que posteriormente se desdobló del anterior. Otros departamentos eran los de Sanidad, Justicia y Comunicaciones.
Este esquema se reproducía a menor escala en las unidades subordinadas, fueran cuerpos de ejército, divisiones, legiones o tercios (ya que Lazán abolió las brigadas como escalón intermedio), que tenían oficiales encargados de cada función. En lo posible, se intentaba no dejar nada a la improvisación aunque, como es obvio, era habitual tener que modificar los planes; incluso en estos casos no se hacía de manera desorganizada, sino con el auxilio de los estados mayores, evitando en lo posible la confusión, la llamada «niebla de la guerra».
Lazán repetía que «el soldado no puede vencer sin órdenes y sin zapatos», queriendo decir que, por una parte, se precisaba un plan de operaciones, aunque advertía que no debía ser demasiado rígido y que debía permitir adaptarse a las circunstancias cambiantes. Por otra, una maniobra sin medios de mantenerla no podría conseguir resultados decisivos. La necesidad de reunirlos explica la aparente inacción española durante dos meses, a pesar de la crítica situación en la que se encontraba la asediada Viena. Sin embargo, una vez los tuvo, pudo actuar de manera tan fulgurante que se ganó el apodo del «rayo de la guerra».
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Un soldado de cuatro siglos
La maniobra
«Un esgrimista no se arroja a la batalla cual toro enfurecido, sino que ejecuta pasos y fintas para confundir a su adversario mientras prepara el golpe mortal».
Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.
…
En agosto los ánimos empezaron a caldearse en el campo aliado. El asedio de Viena ya duraba dos meses y la situación en la ciudad se deterioraba por momentos. Mientras, los ejércitos aliados permanecían a la vista sin casi intervenir, limitándose a enviar patrullas que impedían que las equivalentes turcas se acercaran al campo cristiano. La ciudad apenas recibió ayuda: tres socorros, uno por tierra, mediante jinetes que portaban algunas municiones, y dos por el río de mayor enjundia, que llevaron fusiles de retrocarga y una batería de cañones que tuvieron un papel destacado en la defensa de la plaza; tras el fracaso del cuarto intento, no hubo más.
El Marqués de Lazán pedía calma, aduciendo que todavía no estaba preparado. Sin embargo, no eran pocos los cortesanos que exigían al emperador Leopoldo que destituyera al general español —a pesar de los términos del tratado de la Santa Alianza— y emprendiera la ofensiva. También intentaron sumar a su facción al generalísimo imperial. Sin embargo, Carlos de Lorena se resistió a los halagos de los cortesanos y aconsejó paciencia al monarca. Finalmente, Lazán se reunió con el emperador y le dijo:
«Majestad, recordad la respuesta turca a un embajador veneciano tras la batalla de Lepanto: “Al arrebataros Chipre os quitamos un brazo, pero en Lepanto solo nos has afeitado la barba. Un brazo cortado no puede crecer de nuevo; pero una barba esquilada crecerá mejor”. Este es nuestro caso. Dispongo una navaja afiladísima. Si ataco ahora, raparé al turco a conciencia, hasta podré rebanarle un brazo, pero ¿No preferís que le corte algo más?».
El emperador autorizó al español a continuar sus preparativos, en los que era parte fundamental engañar al enemigo sobre sus intenciones. La primera medida fue reunir al emperador y a sus allegados para explicarle sus planes. Según explicó, quería librar una batalla decisiva en los alrededores de Viena. Con tal objetivo, fuerzas polacas e hispanomoravas debían realizar una finta en la orilla norte del Danubio amenazando Presburgo. Mientras, el grueso de las fuerzas polacas debía cruzar el río y unirse a las fuerzas imperiales en las alturas de Kahlenberg, pero su ataque sería precedido por una ofensiva española desde Leoben que por Neustadt llegase a la llanura vienesa, y que atrajera a los otomanos, facilitando la ruptura del sitio de la ciudad.
Las operaciones se iniciaron a mediados de julio con la incursión en la orilla norte del Danubio. Una fuerza de caballería se infiltró y tomó el valioso castillo de Devin, cerrando la navegación por el Danubio y abriendo paso a un contingente polaco que venció a la caballería tártara en Wilfersdorf. Poco después, un batallón español ocupó un enclave estratégico en Bad Fischau, junto a Neustadt, impidiendo que los turcos cerraran la salida del valle que conducía a Leoben.
Los turcos respondieron rápidamente y llamaron a los tártaros que asediaban Brünn para reforzar la orilla norte; aunque no consiguieron recuperar Devin, bastaron para mantener el cerco del norte de Viena e impedir nuevos intentos de refuerzo por los canales del río. También intentaron desalojar a los españoles de Neustadt; como el intento también fracasó, los otomanos no pudieron bloquear el estrecho paso de Neunkirchen, y se vieron obligados a desplegarse en una línea más larga (casi diez kilómetros) que necesitó más fuerzas.
Al mismo tiempo que se combatía en Devin y en Neustadt, los polacos de Sobieski cruzaron el Danubio y se unieron al grueso del ejército imperial en las montañas de Kahlenberg. Kara Mustafá temía un ataque inmediato, pero los aliados parecían no tener prisa y dieron tiempo a los otomanos a trasladar fuerzas para formar una línea defensiva.
Con los aliados a la vista de Viena, los españoles en Neustadt y los polacos de Devin amenazando Presburgo, el visir tuvo que retirar parte de las fuerzas que mantenían el sitio, y necesitó llamar tropas desde lugares tan alejados como Buda, la Gran Llanura y Belgrado. Además, su posición empezaba a ser delicada: el campo estaba arrasado y ya no se encontraba alimento, el bloqueo del Danubio había cortado la navegación desde Buda, y los suministros tenían que llegar por tierra, bien desde Belgrado pasando por Fegervar, bien desde Buda. Kara Mustafá llegó a considerar retirarse de los muros de Viena, pero sabía que tras semejante fracaso recibiría el temido lazo de seda. Por otra parte, los informes que recibía decían que en la ciudad ya no quedaban alimentos y pocas municiones, y que el gobernador Von Starhemberg-Neuenstein se había tenido que enfrentar con un motín de vieneses que querían capitular.
El visir pensó que Viena caería en pocos días o, a lo sumo, en semanas, y además parecía que los aliados no se decidían a atacar. Decidió aumentar la presión: llamó a parte de las tropas que defendían las líneas de Kahlenberg para que reforzaran las líneas que rodeaban a la ciudad, y envió la caballería tártara, aunque estaba disminuida tras el revés ante los polacos, a efectuar una nueva incursión en territorio imperial hacia Brünn y Praga, con la intención de obligar a los imperiales a retirarse.
Mientras los tártaros se alejaban y los turcos reordenaban sus tropas y preparaban un gran asalto a Viena, el día nueve de agosto el marqués de Lazán inició la segunda parte de las operaciones.
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Los primeros en cruzar el Mura fueron los ulanos, que vadearon el río y se internaron en la llanura húngara. Tras ellos, un batallón de infantes pasó con botes y aseguró la orilla oriental. Inmediatamente después llegaron los pontoneros, que antes del amanecer ya habían tendido ocho puentes; entonces empezaron a cruzar las legiones.
La legión de Alcoraz pasó por el puente más oriental, casi en la confluencia con el Drava, y sus caballos trotaron por la planicie. No encontraron a nadie: años de guerra habían despoblado la región, y los soldados solo encontraban a su paso ruinas y, de vez en cuando, algunos cadáveres de los desafortunados que se encontraron con los ulanos. Hasta Grosskirchen no encontraron resistencia: la ciudad, una de las fortalezas turcas de la frontera, cerró sus puertas y respondió con disparos a los polacos. Los ulanos se mantuvieron a distancia, y los españoles también: tenían órdenes de no detenerse; los puntos de resistencia serían reducidos por el tercer escalón.
A mediodía llegaron a Marcali, el primer objetivo del día. Era una de las localidades que los turcos empleaban para gobernar el distrito, y tenía un pequeño fuerte, un antiguo monasterio reforzado. El batallón del Rocroi echó pie a tierra y alistó sus seis cañones. Bastaron unos disparos para que los pocos turcos salieran agitando trapos; a fin de cuentas, no eran soldados, sino administradores y recaudadores de impuestos.
Los prisioneros quedaron a cargo de la gente del pueblo; por como los miraban, Gorriti supuso que no llegarían a la noche, pero no era problema que le importase tras haber escuchado lo que se contaba de la ocupación otomana. Además, tampoco podían detenerse mucho, pues aun quedaba distancia hasta el objetivo del día, un pueblo de nombre impronunciable al pie de una colina boscosa. Los ulanos habían reconocido el terreno sin hallar nada, y los civiles les dijeron que los turcos del puesto se habían ido a Viena. Mejor, pues hombres y bestias estaban cansados tras la larguísima etapa.
La marcha del día siguiente fue más difícil. El terreno estaba blando, pues no habían bastado las dos últimas semanas soleadas tras la lluviosa primavera para secar el suelo. Además, encontraron una pequeña guarnición turca en un pueblecito que se llamaba Andocs. Los muros del monasterio convertido en fortín soportaron el fuego de los cañones, pero la metralla protegió a los infantes de la cuarta compañía que lo asaltaron tras lanzar bombas de mano por las ventanas. Al poco, el edificio ardía como una tea. El batallón encargó a los del pueblo que vigilasen las ruinas, pues tenía que seguir adelante. Tras acampar en otra localidad con nombre de galimatías, al día siguiente volvieron a combatir, esta vez en Deg. De nuevo, fue labor de otras compañías; para los hombres de Gorriti la operación no estaba siendo sino un paseo fatigoso. Al norte no ocurría lo mismo, porque intermitentemente se escuchaba el furioso bramido de los cañones; pero la legión pudo seguir su avance sin encontrar apenas resistencia. Al atardecer del quinto día la compañía de Gorriti vio un gran río con una anchura de tal vez medio kilómetro: habían llegado al Danubio.
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El día nueve de agosto comenzó la ofensiva española, de nuevo con fintas. La primera en moverse fue la división hispanopolaca del general Ruiz de Apodaca que tras partir de Leoben, el día doce relevó a los defensores de Bad Fischau, y el día catorce asaltó y rompió la demasiado extendida línea turca de Neustadt. La noticia tardó poco en llegar al campamento de Kara Mustafá, junto con informes de patrullas que hablaban de grandes movimientos de tropas por la carretera de Leoben y en las alturas de Kahlenberg. Para el visir no había duda: se trataba de la esperada ofensiva aliada, cuyos planes conocía gracias a un agente en la corte imperial. Si algún defecto no tenía era la indecisión, e inmediatamente anuló el previsto asalto a Viena para reforzar con esas tropas las defensas de Neustadt. Además, envió mensajeros para llamar a la caballería tártara de vuelta a Viena. Aunque casi todos los mensajeros fueron interceptados por la caballería imperial, uno consiguió alcanzar a los tártaros cuando estaban cerca de Linz. La caballería ligera volvió grupas y se dirigió hacia Viena a marchas forzadas.
Sin embargo, los movimientos aliados eran en realidad medidas de decepción. Todo lo que el visir creía saber de los planes enemigos era un engaño. Según las memorias del Marqués de Lazán:
«La Inquisición Civil sospechaba que los turcos tenían espías en la corte imperial. No solo por ser razonable que los hubiera, sino porque el inopinado ataque otomano había sido demasiado certero. El coronel Pereda, jefe de mis servicios de información, pensaba que el enemigo tenía ojos y oídos en nuestro campo. Seguro que los había entre las gentes que rondaban el castillo de Praga, a donde se había trasladado la corte, pero el coronel creía que también tenían escuchas a nivel más alto. Tal vez algún escribiente descontento, o incluso podría ser cualquiera de esos nobles demasiado próximos a los herejes que, en mi opinión, el emperador toleraba en demasía. En todo caso, era mejor suponer que había espías turcos, y destinada a sus oídos fue la farsa que organicé al día siguiente».
«Había solicitado una audiencia privada con el emperador. Me acompañaban tan solo Pereda, que hablaba el alemán bastante mejor que yo, y Carlos de Lorena, el general imperial. Tuve que solicitar a Leopoldo que hiciera salir a sus edecanes y asistentes, y que pusiera guardias en la puerta. Yo murmuré, en voz más que audible, que iba a debatir los planes que luego presentaría ante los jefes aliados. Sin embargo, en cuanto estuvimos solos, advertí al emperador que, en lo sucesivo, no creyera ni una palabra salida de mi boca, salvo que me escuchara decir “su alteza el Príncipe de Asturias”. Todo lo demás sería falso».
«Como parece lógico, el emperador se extrañó, y el coronel Pereda tuvo que confesarle nuestras sospechas. Al principio, Leopoldo se ofendió, diciendo que pondría la mano en el fuego por la lealtad de sus súbditos. Sin negarle la razón, le dije que, si yo fuera turco, hubiera intentado poner espías en la corte. Nos jugábamos demasiado; además, si al final resultaba que no había oídos extraños, tampoco se perdería nada, pues yo siempre podría decir que había modificado mis planes al advertir una oportunidad».
«El emperador acabó por acceder a mis deseos y a la tarde siguiente expliqué a propios y extraños cuáles iban a ser mis supuestos planes, aunque ni por asomo tuviera intención de seguirlos. Expliqué que pretendía lanzar un ataque conjunto con los imperiales y polacos desde la colina Kahlenberg, y mis españoles desde Leoben. Después ordené las acciones de Neustadt y de Devin, no solo para engañar al turco sino porque convenían a mis intenciones. Además, el coronel Pereda colaboró con la policía en la búsqueda del traidor, que resultó ser, como temía, un húngaro hereje, de los que habían jurado fidelidad al emperador cuando en realidad seguían al príncipe traidor de Transilvania. Descubrir al renegado resultó excelente para mis planes. Huelga decir que cuando acabó su utilidad, también finalizó su vida, de manera no demasiado agradable».
Como hemos visto, Lazán había difundido planes falsos de una operación coordinada sobre Viena. La presencia de tropas españolas en Neustadt sirvió para que el visir creyera lo que le decía su espía. Sin embargo, dos días después, el dieciséis de agosto, comenzó la maniobra española real, que iba a ser mucho más ambiciosa de lo que pudiera esperar Kara Mustafá.
Inicialmente, los puntos de concentración del ejército de Lazán fueron Leoben (del primer cuerpo de Don Diego de Idiáquez) y Graz, en la Alta Estiria (del segundo, de Don Pablo Espínola Doria). Eran las bases ideales para dirigirse hacia Viena por el sur. Al poco se cerró la frontera, y se enviaron patrullas que impidieron el paso por la Pequeña Hungría o los ríos Mura o Drava. La misma medida se tomó al norte, en los alrededores de la capital austriaca, y en la orilla norte del Danubio, con la intención de ocultar las intenciones aliadas. Una vez alejada la observación enemiga, el cuerpo de ejército de Espínola pasó a concentrarse en los alrededores de Marburgo y de Varazdin. Durante los primeros días del mes de agosto, el ejército siguió modificando su despliegue: el de Idiáquez se desplazó de Leoben hasta Marburgo, mientras que el de Espínola se concentró en Varazdin. El día catorce, las fuerzas españolas pasaron el Drava y se acercaron al río Mura, y durante la noche del quince al dieciséis los pontoneros tendieron docena y media de puentes entre Verzej y Kotoriba. Primero pasaron patrullas de caballería ligera: húsares magiares y ulanos polacos, reclutados entre descendientes de tribus tártaras. Les siguieron la caballería pesada y los cazadores montados. Estos eran de reciente creación, y debían combatir a pie, empleando los caballos tan solo como medio de transporte. Estas fuerzas emprendieron una cabalgada por el sur del lago Balatón, dirigiéndose hacia el Danubio. Mientras, patrullas de caballería vigilaban el espacio entre el río Mura y el citado lago, y posteriormente lo hicieron con sus orillas.
El avance hacia el Danubio fue uno de los mejores ejemplos de la «maniobra por la espalda». La caballería ligera cubrió los flancos del avance, ocultando los movimientos al enemigo y observando los que hacían los otomanos. Mientras, el ejército prosiguió su avance por divisiones en un frente amplio. El cuerpo de Idiáquez pasó por el norte de Grosskirchen (Nagykanizsa) y se desplegó en triángulo, con dos divisiones en cabeza y otra de reserva en la retaguardia. El Espínola lo hizo al sur de la ciudad, y llevaba su división de caballería en cabeza mientras que las otras dos marchaban escalonadas. Grosskirchen, que era una de las principales plazas turcas de la frontera, quedó bloqueada por un batallón, a la espera de la artillería de asedio.
Al día siguiente, los elementos de cabeza estaban cerca de rodear por el sur el lago Balatón. Tras ellos marchaban las divisiones de los dos cuerpos, separadas por cuatro horas de marcha y manteniendo el contacto mediante la caballería ligera. Fuerzas de Idiáquez fueron las encargadas de expugnar Grosskirchen y el castillo de Kereki, en la orilla sur del lago Balatón; sus fortificaciones medievales no pudieron resistir a la artillería moderna. La guarnición de Kereki la abandonó a las pocas horas y Grosskirchen tuvo que capitular el día dieciocho de agosto.
Mientras, el cuerpo de Espínola, que había partido de una posición más adelantada y tenía un contingente de caballería mayor, se movió rápidamente, unos kilómetros a la derecha de Idiáquez, también al sur del lago Balatón. Apenas encontró resistencia: el dominio turco se basaba en unas cuantas fortalezas de cierta importancia (como las citadas de Grosskirchen y Kereki), y buen número de puestos menores, ocupados por los administradores y recaudadores con algunas fuerzas de protección. Sin embargo, Kara Mustafá había reclamado las tropas para las operaciones alrededor de Viena. Las guarniciones de las fortalezas más grandes estaban disminuidas, y en las pequeñas apenas quedaban algunos guardias. Esas posiciones raramente resistieron más de unas horas y no pudieron ralentizar el avance español. Caballería e infantería siguieron a marchas forzadas y a los cinco días de comenzar la ofensiva, el día veintiuno de agosto, los españoles estaban a las puertas de Fegervar y habían llegado al Danubio en Adony.
En el norte se produjeron ataques secundarios: no solo el de Ruiz de Apodaca en Neustadt, sino que desde las fortalezas fronterizas de Odenburg y Steinamanger la caballería ligera imperial realizó incursiones por el sur del lago Neusiedler. Fueron de pequeña magnitud y eludieron en lo posible los enfrentamientos, pues su misión se limitaba a interrumpir las comunicaciones y distraer a los turcos, haciendo creer que el ataque de Neustadt era de mayor entidad.
A pesar de la magnitud de la operación, el gran visir turco tardó tres días de reaccionar, ya que seguía esperando una ofensiva en el norte. La maniobra de Ruiz de Apodaca en Neustadt había desencadenado el pánico, y Kara Mustafá tuvo que acudir para poner orden, llevando las fuerzas que sitiaban Viena, donde solo dejó una línea de bloqueo. Con todo, el visir no creía que su situación fuera apurada, ya que a los más de cien mil hombres que tenía en el campo se habían unido otros diez mil que había reclamado de las guarniciones próximas. Además, los tártaros estaban retornando de la fallida algarada hacia Linz y Brünn. Pudiendo reunir casi ciento cincuenta mil hombres, Kara Mustafá pensó que no tenía nada que temer. Sin embargo, entonces empezaron a llegar noticias que le hicieron sospechar que había cometido un terrible error.
El lago Balatón, por cuya orilla sur estaba atacando Lazán, estaba a ciento setenta kilómetros de Viena; un mensajero que fuera cambiando sus caballos en postas podría haber cubierto esa distancia en una jornada, pero la ruta estaba interrumpida por las patrullas imperiales, y los correos tuvieron que dar un largo rodeo por Fegervar y Raab que les retrasó tres días. Aunque a partir del día dieciocho empezaron a llegar rumores sobre los movimientos aliados, el visir solo se hizo idea de la magnitud de la magnitud del ataque cuando el día diecinueve llegó un mensajero que avisó que los españoles estaban acercándose a Fegervar.
Al principio el visir no creyó la noticia, pero se convenció con la llegada de fugitivos, incluyendo parte de la guarnición de Keriki, que había escapado cruzando el Balatón en barca. Fue entonces cuando comprendió que el objetivo aliado no era liberar Viena, sino destruir su ejército. Ahora se entendían las operaciones aliadas en Neustadt y en Devin: estaban en parte encaminadas a distraer la atención otomana, pero también a limitar su libertad de acción, ya que solo dejaban abierta la ruta que desde Viena va a Buda por la orilla sur del Danubio, por el paso entre el río y el lago Neusiedler. Peor todavía, las noticias se hacían más alarmantes por momentos: las patrullas imperiales habían llegado a las cercanías de Raab. El ejército turco corría el riesgo de quedar atrapado.
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El comandante Don Rufino Sampedro (antes, el animal del sargento) tenía demasiados años de milicia como para no saber que la visita de los engolados solía acompañarse de un marrón con su correspondiente pringue. Aun así, se enorgulleció al recibir al Altísimo y mostrarle las defensas, las huellas del combate y las fosas colmadas de cadáveres turcos. El general Ruiz de Apodaca debía tener buen día porque le felicitó —hasta entonces, bien—, le dijo que le ascendía a teniente coronel y que le iba a proponer para la Orden de Jaime I —excelente, era un honor que llevaba aparejado una pensión— y que seguía contando con él —ahí iba el marrón—. No iba errado: el batallón había quedado bastante perjudicado tras el sitio e iba a necesitar unos días para recuperarse, pero el general quería que Sampedro cubriera una plaza que había quedado libre. Bonita sería la plaza. Al menos, iba acompañada de un ascenso, que no estaba mal pasar de capitán a teniente coronel en dos meses, pero seguro que le caería un marrón de órdago.
La plaza de marras era el mando del segundo batallón del Tercio de África, pues el teniente coronel Margallo se había desgraciado el brazo en una caída del caballo. Lo dicho, un marrón pringoso y con chorreras, que esos se metían, o los metían, en todos los charcos. Aunque la verdad era que a Sampedro no le pareció mal del todo: el Tercio de África era el primero de las legiones negras, y los morenitos gozaban de una fama ganada con valor y sangre.
El capitán López de Puerta, el jefe provisional, le presentó a sus oficiales. Le sorprendió ver que tres de los jefes de compañía eran negros. Viendo las barras que ostentaban, no había duda ni de su valentía ni de su competencia. Además, al nuevo teniente coronel no le molestaba el color de la piel, que tenía un primo al que llamaban «el negro» que casi rivalizaba con los morenos. Tuvo un par de días para conocer a sus subordinados, para revisar su historial —pocos generales habían visto tantos tiros como esos morenitos— y torturar a sus hombres con el habitual discurso. No muy largo, que la parla no se le daba bien al antiguo sargento si no se acompañaba de juramentos, y los soldados padecían de ese cuero endurecido propio de veteranos que hacía resbalar las florituras verbales. Al poco llegaron las órdenes del Altísimo y, como se temía Sampedro, iban a tener al batallón como protagonista.
Según explicó el general a sus jefes de tercio y de batallón, los turcos temían un ataque español en Neustadt. Si habían suspendido el asedio de Bad Fischau era porque habían puesto a toda su gente a levantar un muro de defensa. Gracias a la afortunada defensa del pueblecito —el general felicitó públicamente a Sampedro—, la línea turca era demasiado larga. Lazán necesitaban que alguien entretuviera a los otomanos, y el general había pensado que podrían darles un buen susto, aprovechando lo mala que era la posición enemiga. La idea era atacar entre Neustadt y las colinas, donde la línea se curvaba. El Tercio de África iría en cabeza, y tendría la ayuda de los cañones de la división.
Aunque solo debiera ser una incursión, Ruiz de Apodaca prefería hacer su trabajo bien y, si de paso se llevaba por delante el ejército contrario, mejor que mejor. Así que hizo que su caballería cruzara el río Leita e incordiase a la izquierda otomana, mientras se preparaba para golpear el extremo derecho. Aprovechó la noche para situar sus baterías y las tropas, con el primer batallón a la izquierda, el segundo a la derecha y el tercero en reserva. Apenas empezó a despuntar el alba cuando dos baterías de cañones del diez y la de acompañamiento del ocho despertaron a los turcos con una «locura», un fuego tan rápido que las explosiones parecían continuas. Los cañones del ocho tiraban con granadas de metralla para impedir que nadie se asomara, mientras los del diez batían el parapeto enemigo, que en esa zona apenas consistía en una empalizada y algunos fortines. El alud de explosivos abrió dos amplias brechas y, en cuando cesó el cañoneo, los infantes del África atacaron.
Sampedro disparó al aire: la señal para que los seiscientos soldados se pusieran en pie y corrieran hacia el muro. Los cañones del diez tomaron como objetivo los flancos, mientras que los de acompañamiento siguieron tirando metralla. Los soldados recorrieron los quinientos metros que quedaban hasta el muro en un par de minutos; los cañones otomanos ni llegaron a disparar, y solo sonaron algunos arcabuces. Los del África vadearon un riachuelo que apenas llegaba a la cintura, y después asaltaron las brechas a la breda. Descubrieron que la línea estaba casi vacía y que solo algunos centinelas la vigilaban. Unos ya eran cadáveres, otros estaban más muertos que vivos y pronto se reunieron con sus huríes. Una vez al otro lado, las compañías se desplegaron y siguieron avanzando. El primer batallón cubrió el frente, mientras el de Sampedro hizo una conversión a la derecha y se dirigió hacia Neustadt, atacando de revés los fortines. Apenas estaban defendidos por algunos artilleros que salieron a escape dejando atrás los cañones, que los españoles inutilizaron con explosivos. Veinte minutos después ya llegaban a las primeras casas de Neustadt, que se habían derrumbado por los cañonazos y ardían como teas. Sin embargo, el general no autorizó la entrada en el pueblo.
Con razón. Los turcos estaban reaccionando. Una masa de caballería llegaba al galope desde el río, y tras ella, la infantería. Sampedro ordenó tomar posiciones: los soldados se pusieron a cubierto tras los márgenes de los campos y los taludes de los caminos. Cuando el enemigo estuvo a trescientos pasos empezaron a disparar; al poco se les unió la batería del ocho, que había pasado por la brecha, y después una del diez. Su fuego detuvo la poco decidida carga, y la infantería, que parecía compuesta por irregulares, prefirió no moverse. Mientras, un segundo tercio se situaba a la izquierda del África. Pero no a la defensiva: tras un nuevo cañoneo, cuatro batallones se pusieron en pie, avanzando por secciones, unas moviéndose, otras disparando. Los enemigos, sometidos a los letales cañones y a las andanadas de fusilería, que les herían desde fuera de su alcance, se retiraron, primero despacio, luego a la carrera, y entonces la caballería se lanzó contra los otomanos que se desbandaban.
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La tercera batalla de Neustadt
El avance de la división de Ruiz de Apodaca desde Leoben solo encontró algunas patrullas turcas en Gloggnitz y en Neunkirchen que se replegaron al aproximarse la caballería del teniente coronel Ibáñez. Los sitiadores de Bad Fischau también se retiraron, finalizando el asedio que el batallón del comandante Sampedro llevaba resistiendo veinticinco días. Ruiz de Apodaca no se detuvo y el día trece de agosto inició los preparativos para atacar la línea turca al oeste de Neustadt.
Como se ha descrito en el capítulo octavo, el visir Kara Mustafá creía que en Neustadt se iba a producir uno de los ataques aliados. Lo ideal hubiera sido cerrar el valle que llegaba desde Leoben en Globbnitz o a lo sumo en Neunkirchen, pero era peligroso dejar a su espalda una fuerza enemiga (la de Sampedro), y no quería distraer fuerzas repitiendo asaltos que hasta entonces habían sido infructuosos. Prefirió crear una doble línea en Neustadt: la primera era una simple empalizada con algunos fortines de tierra y maderos con cañones, que empleaba el riachuelo Warme Fischa como foso. Se estaba construyendo una segunda línea cien metros más atrás, pero estaba incompleta.
Las fuerzas turcas eran potentes: el pachá Hají Vartan tenía dieciséis mil hombres (cuatro mil de caballería) con veinte cañones, aunque en su mayoría eran irregulares mal armados. Había preferido no dispersar sus fuerzas, que había alojado en las localidades cercanas a Neustadt, y la vigilancia del muro y de los reductos la encomendó a unos centenares de hombres que, tras haber experimentado la letalidad de los tiradores españoles frente a Bad Fischau, no se atrevían a traspasar la empalizada.
La fuerza de Ruiz de Apodaca era menor: una división mixta con dos tercios de infantería, el de África con tres batallones y el de Parma con dos, ya que el tercer batallón se estaba recuperando de los combates de Bad Fischau. También incluía un regimiento de infantería imperial armado con fusiles Entrerríos de retrocarga. La caballería estaba formada por dos escuadrones de húsares, uno español y el otro magiar (al servicio hispano), más un regimiento de caballería ligera polaca. Apodaca tenía también dos baterías de artillería de campaña del diez, una de morteros del dieciocho, y dos de acompañamiento del ocho. En total, siete mil hombres que iban a atacar a un enemigo atrincherado dos veces mayor.
Las órdenes que había recibido Ruiz de Apodaca eran crear una diversión, aunque le autorizaban a aprovechar cualquier oportunidad, y el general español pensó que el defectuoso dispositivo otomano se la daba. El día trece envió a sus jinetes al otro lado del río Leita, donde la empalizada no se había completado. Vartan, que temía ser rodeado, envió su nutrida caballería para contenerlos. Sin embargo, el enfrentamiento se limitó a algunas escaramuzas, ya que los españoles se mantuvieron a distancia, aprovechando sus excelentes monturas y el mayor alcance de sus armas. Una vez cayó la noche repasaron el Leita. También aprovechando la oscuridad, un batallón del Tercio de África (el primero de las famosas legiones negras), mandado por el teniente coronel Sampedro, el mismo que había dirigido la defensa de Bad Fischau, se acercó a la empalizada; a sus flancos se situaron dos baterías de cañones de campaña de diez centímetros y otra de acompañamiento.
Al amanecer los cañones abrieron fuego y, por primera vez, usaron la táctica de la «locura»: tras unos pocos disparos de regulación, las veintidós piezas dispararon a su máximo ritmo, de seis disparos por minuto, durante tres minutos. Con una cadencia tan rápida, buena parte de los proyectiles se perdieron, pero el efecto moral fue terrible. Los turcos que guarnecían el sector se escondieron y ni intentaron cargar sus cañones. Cuando la locura finalizó, la artillería hispana cambió de objetivo y disparó contra los reductos, mientras el batallón de Sampedro se acercaba a la carrera y vadeaba el río, para asaltar las dos brechas abiertas en la barrera. No encontró resistencia, y se desplegó al otro lado, mientras pasaban por los huecos los otros dos batallones del África y tras ellos el regimiento imperial. Al mismo tiempo, los ingenieros tendieron pasarelas para dar paso a la artillería. Durante la hora siguiente los españoles destruyeron la empalizada, volaron los reductos e inutilizaron los cañones turcos con pequeñas cargas que se introducían en el ojo y que al reventar rajaban el tubo.
Vartan siguió la tónica turca de la campaña y tardó en reaccionar, ya que había quedado conmocionado a causa de un morterazo del dieciocho que derribó la casa donde se alojaba. Cuando el pachá reaccionó, los españoles ya estaban al otro lado de la empalizada. Desplegó la infantería a distancia (la experiencia de Bad Fischau había insuflado prudencia en los turcos) y llamó a la caballería. Cuando estuvo preparado, intentó lanzar un ataque en pinza contra el batallón de Sampedro, que formaba el extremo derecho español. Sin embargo, el ataque no se coordinó. La caballería se replegó al experimentar el fuego de los fusiles y de los cañones de acompañamiento, que después tomaron como objetivo a la infantería. Estaba formada por voluntarios de la fe con mínima preparación, que habían formado densos cuadros que las balas y la metralla despedazaron. Los irregulares no fueron capaces ni de aguantar en la posición, y echaron a correr al ver acercarse a los infantes de Sampedro, sin tener en cuenta que los superaban seis a uno. El pánico se contagió al resto del ejército, y se agravó cuando los húsares y los polacos pasaron por las brechas de la empalizada y se lanzaron contra los irregulares que intentaban escapar. Con todo, Ruiz de Apodaca había dado órdenes terminantes, y la persecución se detuvo tras solo mil quinientos metros, pues no quería exponer sus jinetes a la numerosa caballería turca. Mientras, el batallón de Sampedro entró en Neustadt, que había sido abandonado por los turcos, y consiguió un gran botín, incluyendo un Corán con tapas de oro y plata que el sultán había confiado a Vartan, y que en la actualidad se expone en el Museo del Ejército de Madrid.
La tercera batalla de Neustadt fue una acción menor: las bajas aliadas fueron mínimas (apenas un centenar de hombres) y las turcas no llegaron al millar; mucho más grave fue el caos en que quedó el ejército de Vartan. La acción alarmó al visir Kara Mustafá, que creía que era el prolegómeno de la ofensiva aliada. El revés había dejado expuesto su flanco izquierdo, y a toda prisa retiró tropas de las líneas de Viena para tapar el hueco. Mientras, Ruiz de Apodaca se fortificó a su vez en el río Warme Fischa: a pesar de haber sido el vencedor, consideraba que sus reducidas fuerzas correrían peligro si se aventuraba por separado en la llanura vienesa. No por ello se mantuvo inactivo, y el día dieciocho volvió a adelantar sus tropas, atrayendo todavía a más fuerzas otomanas, el objetivo real de la operación.
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Un soldado de cuatro siglos
El Rocroi tomó posiciones en la orilla occidental del Danubio, enseñando el alcance de sus fusiles a los barqueros que intentaron pasar. Una vez relevado por un batallón de infantería partió hacia el norte, hasta situarse al extremo derecho de la línea aliada. Esta vez, a un ritmo más pausado.
Contrariamente a la zona fronteriza, el campo ya no estaba vacío, y estaban encontrando bastantes húngaros que los vitoreaban a su paso ofreciendo el pan y la sal. Los húsares magiares lloraban al ser abrazados por las mujeres, y hasta algún curtido veterano del Rocroi soltó alguna lagrimita al recibir la bendición de los sacerdotes. No había campanas, que los turcos habían prohibido, pero los aldeanos las sustituyeron con perolas. Con ese desafinado pero alegre tañido el batallón siguió avanzando a la vista del río. En un pueblo llamado Ercsi un asistente les señaló la nueva ruta: iban adentrarse otra vez en la llanura. Solo los húsares podrían seguir hacia el norte y acercarse a Buda, aunque con la prohibición expresa de hacer intentonas contra la bien defendida ciudad.
Dos horas, después el ejército hizo una pausa para vivaquear. Seguía escuchándose el cañón: a la izquierda contra Fegervar, y a la derecha, en el Danubio. Sin embargo, en su sector estaba todo tranquilo. Habían visto algunos turcos a caballo, pero se habían mantenido lejos.
Antes del amanecer llegó una orden para el Rocroi, que tuvo que efectuar una marcha rápida para hacerse con un paso entre las colinas que daba a la llanura del Danubio. Se movieron tan deprisa que en Eszarliget encontraron un gran convoy con suministros; la escolta otomana huyó, y los arrieros, de repente, pasaron a ser los más fervientes admiradores del ejército hispano. Sin embargo, poco después se escucharon disparos, y llegó al galope un asistente del teniente coronel Martín del Real.
—Capitán Gorriti, el coronel quiere que eche a los turcos de ahí —dijo señalando un caserón.
—¿Tendré algún apoyo?
—No, lo siento, el coronel teme que pueda haber más turcos ahí delante.
—Pues vaya. Perdón, no diga eso al coronel. Ahí vamos.
Gorriti ordenó que la compañía pusiera pie a tierra y se desplegara. Se adelantó para inspeccionar su objetivo: era una granja, pero de las hechas a conciencia, con un caserón de dos plantas y un par de cobertizos con muros que tenían pinta de ser de piedra.
—¡Teniente Enciso!
—¡A sus órdenes, mi capitán!
—Para tomar el caserón primero habrá que despejar ese cobertizo. Encárguese.
Los tres pelotones se desplegaron en orden abierto. En ambos flancos, los soldados de dos pelotones se apostaron tras una valla y mantuvieron un fuego continuo contra las ventanas. Los del pelotón del centro, aprovechando que el cobertizo les ocultaba del caserón, se acercaron a la carrera. Al llegar a las ventanas, dos hombres dispararon para mantener a los turcos a raya mientras el tercero lanzaba una bomba. Después saltaron por las ventanas. Encontraron varios heridos y muertos, y vieron que un turco escapaba. Un soldado salió tras él.
—¡Evaristo, no te hagas el valiente! —gritó un sargento. Demasiado tarde, porque al momento el arrojado pero imprudente soldado fue atravesado por dos flechas. Un compañero salió a auxiliarle, pero una bala de arcabuz le reventó la cabeza.
El capitán se acercó al cobertizo a la carrera—. ¡Teniente, no quiero ver más estupideces! Esos se quedan ahí hasta que tomemos el caserón. Usted siga aquí, manteniendo el fuego hasta que le diga.
Bajo la dirección de Gorriti, otro pelotón atacó el segundo cobertizo, pero se tuvo que retirar tras caer otros dos soldados, alcanzados por las balas otomanas.
—No quiero perder más hombres. Granadas de fusil.
A los soldados no les hacía gracia emplearlas, ya que su potente retroceso desajustaba sus armas, pero ahora iban a tener fusiles de sobra. Los hombres de un pelotón atornillaron las bocachas a sus armas e introdujeron las bombas. Los de otro prepararon potentes cargas de demolición. A una señal del capitán, media compañía abrió fuego contra las ventanas del lado del primer cobertizo. Entonces se adelantaron los granaderos; de las doce granadas disparadas, nueve rebotaron y estallaron inofensivamente al pie del muro, pero las tres que entraron reventaron las ventanas y parte de la pared. Los fusileros siguieron tirando para proteger a los hombres que llegaron hasta el muro y lanzaron por los huecos tres potentes bombas. Salieron corriendo y a los pocos segundos todo el frontal del edificio desaparecía en fragmentos. Lo que quedaba empezó a arder, mientras los españoles disparaban contra los enemigos que intentaban asomarse. Más granadas volaron y estallaron entre las ruinas, y al poco lo que quedaba del caserón era una hoguera, rodeada de cadáveres de los turcos que habían intentado escapar. El último cobertizo no duró más. Un pelotón protegió a los soldados que colocaron la carga de demolición que lo hundió. El capitán ordenó volver a montar, después de encomendar a una escuadra llevar a los caídos al pueblo. Los dos heridos que aun respiraban, para que fueran atendidos por el cirujano; los demás, para recibir cristiana sepultura. La compañía había sufrido las primeras bajas.
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Un soldado de cuatro siglos
Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.
La batalla de Kahlenberg
Al saber que Fegervar estaba siendo sitiada y Raab, amenazada, el gran visir comprendió que su ejército podía quedar cercado si no reaccionaba inmediatamente. Aunque fuera mayor que sus enemigos reunidos, si permanecía en los alrededores de Viena pronto claudicaría por hambre; de hecho, sus tropas habían encontrado dificultades desde el primer momento, pues el saqueo no estaba resultando lo productivo que esperaban, la campiña había quedado esquilmada, y la reconquista de Devin por los aliados impedía la llegada de suministros por el Danubio. Sin embargo, si reaccionaba con presteza podría derrotar o al menos rechazar a la fuerza que intentaba rodearle por el sur, que debía ser poco numerosa. Tras derrotar a los aliados podría reemprender el sitio de Viena sin interferencias, y obligar al Imperio a pedir la paz, rompiendo la Santa Alianza. En sus planes, la conquista de Viena era tan importante que llegó a considerar dejar fuerzas que mantuvieran el cerco, pero pensó que serían destruidas con facilidad por los aliados, y prefirió retirarse, aunque eso supusiera que entrasen refuerzos y provisiones a la ciudad.
Tras haber decidido abandonar el cerco, Kara Mustafá ordenó la retirada de Viena y la concentración del ejército en Raab; las fuerzas al norte del Danubio tenían que cruzar el río por Aspern y después quemar el puente de barcas, mientras que las de Presburgo lo harían por el puente de esa localidad y se unirían al repliegue hacia Raab. Los defensores de Neustadt tenían que retirarse hacia el nordeste, buscando reunirse con los procedentes de Viena al norte del lago Neusield. En el cerco de la ciudad, los artilleros tenían que consumir las municiones que les quedaban disparando sobre el caserío, y después preparar sus piezas para destruirlas. Como el repliegue más comprometido sería el de la línea frente a las colinas Kahlenberg, donde estaba el grueso del ejército imperial, la caballería tártara debía cubrir la retirada tras pasar a la orilla sur por Aspern.
El mismo día veinte comenzó la evacuación de Cagrana. Los diez mil hombres que bloqueaban la orilla norte clavaron sus cañones y se retiraron pro la orilla norte hacia Aspern. Los que ocupaban las islas del Danubio emplearon lanchas para retirarse, ya que los puentes que las conectaban habían sido destruidos por los vieneses al inicio del asedio, y debido al bloqueo de Devin no pudieron llegar los pontones que se estaban reuniendo en Gran. Al mismo tiempo, los tártaros también llegaron a Aspern, produciéndose un gran atasco ya que los últimos querían hacer pasar los carros que llevaban el botín rapiñado en sus incursiones. Simultáneamente comenzó «das Feuer», el incendio de Viena: aunque las reservas de munición otomanas eran escasas, se dispararon apuntando por encima de las murallas para que cayeran sobre los tejados. Los proyectiles, muchos calentados al rojo, causaron estragos e iniciaron un gran incendio que acabó consumiendo varias manzanas junto a la Kurtine (la muralla oriental) y la puerta de Stubentor. Los destrozos causados en la ciudad enconaron aun más el ánimo de los austriacos.
Al mismo tiempo comenzó el repliegue desde Neustadt, que fue seguido a distancia por la división de Ruiz de Apodaca. Las fuerzas que bloqueaban Viena se prepararon para volar sus cañones y sus almacenes. Además, se retiró parte de las tropas que defendían Kahlenberg, aunque quedó una retaguardia treinta mil hombres al mando del pachá Yegen Osman. Durante la noche avivaron las hogueras y mantuvieron los puestos de centinela, mientras los soldados se retiraban silenciosamente. Sin embargo, cuando los turcos aun estaban abandonando sus posiciones, comenzó el ataque aliado.
Cuando planeaban las operaciones, Lazán y Lorena tuvieron en cuenta que era probable que el ejército turco levantase el asedio de Viena en cuanto descubriesen que los españoles se estaban moviendo por su retaguardia. Si se les permitía hacerlo, podría poner en situación comprometida a la fuerza hispana, potente pero mucho menos numerosa. Por el contrario, un ataque imperial contra el ejército otomano en retirada podría conseguir una victoria decisiva que facilitaría las operaciones subsiguientes. Como mínimo, la presión aliada dificultaría la retirada turca y les dejaría sin libertad de acción. Además, el Marqués de Lazán escribió en sus memorias que, aunque no temía al ejército otomano, políticamente era muy importante que los imperiales participasen en la victoria.
Entre los dos decidieron que el ejército imperial y los polacos de Sobieski atacarían si los turcos se replegaban. Previendo que las comunicaciones con Lazán serían difíciles, la decisión de pasar a la ofensiva sería tomada cuando hubiera indicios de retirada enemiga, y no antes del día veinte de agosto, ya que los dos comandantes pensaban que el ejército imperial no tenía la fuerza necesaria para atacar a los otomanos por separado.
Precisamente el veinte de agosto, desde el aerostato de Viena se descubrió que los otomanos se estaban retirando de la orilla norte, que estaban abandonando las islas del Danubio y que la caballería tártara también estaba pasando por el puente de barcas de Aspern. El buen tiempo permitió que la nueva llegar al cuartel general de Lorena mediante el telégrafo óptico, y el generalísimo dio orden de comenzar las operaciones. La primera fue intentar interrumpir el paso por el Danubio: una flotilla imperial de lanchas cañoneras descendió por el río, superó el bloqueo en Nussdorf aprovechando que los cañones habían sido retirados, y se enfrentó a la altura de Cagrana con cuatro galeras turcas, hundiendo una y poniendo en fuga a las demás. Sin embargo, más allá el Danubio se dividía en una maraña de canales desde cuyas orillas los turcos tirotearon a las cañoneras. Hasta pasada la medianoche no consiguieron acercarse a Kaiser-Ebersdorf, donde se encontraba el puente que comunicaba con la isla de Lobau y con Aspern. Los turcos no esperaban que las lanchas imperiales llegasen hasta allí, y no había artillería que defendiera el paso, que pudo ser cortado con brulotes. Sin embargo, el grueso otomano ya lo había traspasado, y la retaguardia pudo cruzar con barcas, aunque en las islas del Danubio quedaron algunas partidas esperando la noche siguiente para cruzar.
Mientras se combatía en el Danubio, el ejército aliado se preparaba para pasar a la ofensiva. Según los planes, Carlos de Lorena hubiera debido atacar en cuanto llegaron las primeras noticias de la retirada, pero el generalísimo imperial era consciente de la inferioridad de sus fuerzas frente al enorme ejército turco, y temía que los movimientos detectados se debieran a un cambio en el despliegue y no a una retirada. Por la tarde llegó un mensaje de Ruiz de Apodaca que confirmaba la retirada enemiga de Neustadt, pero Lorena pensó que las pocas horas que quedaban de luz no bastarían para conseguir un resultado decisivo, y pospuso el ataque para las cuatro de la mañana del día siguiente, el día veintiuno.
A la hora elegida, las baterías aliadas dispararon contra el ala derecha turca, y el general Silvio Piccolomini condujo sus tropas hacia Nussdorf, en la orilla del Danubio. Al poco, el ataque se extendió a toda la línea, y la infantería austriaca bajo el mando directo de Carlos de Lorena tomó Gersdorf y Grinzing. Sin embargo, los turcos dirigidos por Yegen Osman contratacaron repetidamente, sin tener en cuenta las tremendas bajas que causaba el fuego aliado. Incluso consiguieron expulsar de Dornbach a los polacos, en el extremo derecho de la línea aliada. Durante las siguientes tres horas se produjo un salvaje forcejeo en las aldeas del pie de las colinas. Aunque las bajas turcas fueron muy graves, y el pachá Yegen Osman pereció intentando retomar Gersdorf, los generales aliados empezaban a preocuparse por la resistencia enemiga, hasta tal punto que Piccolomini recomendó a Lorena suspender el ataque. Sin embargo, el generalísimo imperial estaba decidido a mantener la presión, pues pensaba que los turcos se estaban quedando sin reservas. Estaba en lo cierto, y a las nueve de la mañana los otomanos empezaron a retroceder, e incluso algunas unidades escaparon del campo de batalla.
Era el momento para el golpe definitivo. El polaco Jan Sobieski dirigió una carga masiva contra el centro enemigo. Cuatro divisiones con catorce mil hombres (la mayor carga de caballería de la Historia) se lanzaron contra las líneas enemigas. En cabeza iban tres mil húsares alados polacos; otra división era de tártaros de Lipka, que llevaban una pluma para distinguirse de los tártaros enemigos.
El ataque, según el historiador Luis Priego, se produjo en el momento justo, cuando los turcos estaban exhaustos, pero aun quedaban grandes contingentes en el campo. Sin mando (Yegen Osman debía haber sido sustituido por el pachá Karakas, que todavía no había llegado), sin municiones y sin reservas, el ejército otomano se deshizo y la abundante caballería imperial persiguió a los supervivientes hasta las mismas murallas de Viena, capturando el campamento enemigo, que todavía no había sido evacuado, casi toda su artillería y un inmenso botín. Esa misma tarde entró en Viena el emperador Leopoldo, acompañado por Carlos de Lorena y del rey Jan Sobieski, entre las aclamaciones de los recién liberados vieneses.
Sin embargo, las fuerzas de Lorena no pudieron culminar su victoria, pues la caballería se detuvo para saquear el campo enemigo, y lo mismo hizo la infantería. Aunque quedaban muchas horas de luz, los otomanos pudieron retirarse sin ser molestados, y la caballería tártara, que llegó de Kaiser-Ebersdorf a mediodía, pudo interponerse entre los turcos que se retiraban y los aliados. Con todo, y a pesar del fracaso de la persecución, la batalla fue desastrosa para los turcos. Perecieron veinte mil, en su mayoría por las lanzas de la caballería, y otros diez mil fueron capturados. Además, al día siguiente tuvieron que rendirse los que aun estaban en las islas del Danubio. Las bajas aliadas no fueron graves, unas tres mil quinientas entre muertos y heridos.
La victoria aliada fue magnificada posteriormente por los historiadores imperiales y, sobre todo, los polacos, y según sus obras fue la carga de caballería de Sobieski la que decidió la campaña, presentando la de Kahlenberg como una victoria polaca, sin considerar que tres cuartas partes de la infantería y la mitad de la caballería eran austriacas, y que la vencida fue solo la retaguardia turca. También soslayan el fracaso en la persecución, como si el ejército de Kara Mustafá se hubiera desbandado. Sin embargo, aunque se había quedado sin artillería y sin impedimenta, el núcleo del ejército otomano mantenía el orden y la moral, ya que las fuerzas perdidas en Kahlenberg se componían casi exclusivamente de irregulares, y el núcleo profesional quedaba intacto.
Además, el visir no daba por perdida la campaña. Su intención era replegarse hasta Raab, para desde allí acabar con las vanguardias españolas que amenazaban desde el sur la carretera de Buda, y después presentar batalla a los aliados en la llanura del Danubio, donde los turcos pudieran aprovechar su ventaja numérica tanto en infantes como en caballeros.
Sin embargo, el marqués de Lazán tenía otros planes.
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La maniobra según Lazán
El Marqués de Lazán consideraba a la maniobra (lo que posteriormente se llamó «la operativa») de igual o incluso mayor importancia que el desempeño táctico. A pesar de su superioridad tecnológica, no tenía intención de librar una batalla «clásica» frente a un enemigo que lo superaba ampliamente en número. Por el contrario, pretendía desconcertarlo, siguiendo su aforismo: «enemigo perplejo es enemigo vencido». Pensaba hacerlo gracias a la movilidad del ejército español, aprovechando que el gran lago Balatón le permitía situarse en la retaguardia otomana sin ser advertido.
Los ejércitos españoles ya habían demostrado que podían moverse rápidamente, tanto en la fase final de la Gran Guerra como en la de Dunkerque: en lugar de desplazarse en grandes masas, lo hacían en unidades de tamaño algo menor, aunque suficiente para poder contener a un ejército enemigo durante unas horas. Para ello, el ejército se dividía en cuerpos de ejército y estos, a su vez, en divisiones.
En realidad, en la época de Lazán tanto los cuerpos de ejército como las divisiones no eran formaciones estables. El ejército se estructuraba en batallones (o banderas), tercios y regimientos, brigadas y legiones, pero a Lazán le pareció una estructura excesivamente rígida para los limitados medios de los que disponía. Prefirió eliminar las brigadas, salvo como unidades independientes, y que pasasen a ser las legiones las unidades básicas. Las legiones tenían una estructura ternaria, con tres tercios (o regimientos, si eran de caballería) más un grupo de artillería y un batallón de servicios. Los tercios y regimientos, a su vez, tenían tres batallones, también llamados banderas dependiendo de la unidad, y disponían de artillería de acompañamiento y de servicios. Finalmente, los batallones tenían entre cuatro y seis compañías: tres o cuatro de infantería, otra de apoyo, y a veces una más de zapadores o de servicios. La estructura de los regimientos de caballería era similar, pero en lugar de compañías tenían escuadrones.
Las legiones, que cuando estaba al completo tenían algo más de ocho mil hombres, pretendían ser unidades compensadas, con todas las armas y servicios, capaces de operar independientemente. Sin embargo, Lazán opinaba que, en realidad, carecían de tal posibilidad. Por de pronto, le parecían demasiado pequeñas, ya que sería infrecuente que dispusieran de todos sus efectivos. De hecho, las dificultades que conllevaba operar a gran distancia de sus bases con tan poco tiempo de preparación hicieron que no estuvieran completas. Durante la primera fase de la campaña las legiones solo dispusieron de dos de sus tres tercios, y estos dos de sus tres batallones, es decir, que en realidad estaban a menos de la mitad de sus efectivos teóricos. No solo eso, el marqués pensaba que necesitaban unidades especiales para determinadas misiones, como podía ser la toma de fortalezas. Factor añadido fue que tuvieron que operar con unidades aliadas, en parte por necesidad (las fuerzas de Lazán estaban escasas de caballería) y en parte por conveniencia política, para que los ejércitos aliados participaran en las victorias. Estas agrupaciones, que estaban formadas por una legión más las fuerzas agregadas, fueron llamadas «divisiones», aunque no equivalían a las divisiones de campañas anteriores. Estaban bajo el mando del jefe de la legión, que encomendaba el control directo de la legión a su segundo. Las divisiones, a su vez, se agrupaban en cuerpos de ejército. Inicialmente fueron dos, (Idiáquez y Espínola), de tres divisiones cada uno. Cada cuerpo tenía unidades adicionales agregadas. Como se ha dicho, en esa campaña ni las divisiones ni los cuerpos tenían estructura fija y, dependiendo de la misión, las unidades agregadas pasaban de unos a otros.
España proporcionó artillería adicional, tanto de campaña como pesada de asedio. Los aliados contribuyeron con infantería (polaca y sobre todo imperial, armada con fusiles de retrocarga Entrerríos) y con caballería. Cuando se incluían unidades aliadas en las divisiones de Lazán, los oficiales imperiales o polacos tenían que obedecer al mando de la división o del cuerpo, y los renuentes fueron apartados sin contemplaciones. Una ventaja fue el gran número de oficiales aliados que hablaban español, que se había convertido en la «lingua franca» europea, especialmente de la milicia. Además, no eran pocos los que habían rotado por unidades hispanas. Con su ayuda, y a pesar del poco tiempo que hubo de preparación, las unidades aliadas cooperaron eficazmente con las españolas.
En campaña, el movimiento se hacía por divisiones. Cada una avanzaba independientemente; su tamaño reducido (comparado con las formaciones enemigas) las hacía más ágiles, y podían moverse por diferentes itinerarios sin saturarlos ni esquilmarlos. Sin embargo, eran demasiado pequeñas para enfrentarse a un ejército enemigo. Por eso, la distancia entre las divisiones cambiaba: mientras que las bases podían estar separadas, durante el movimiento la distancia entre divisiones se reducía, normalmente a menos de tres o a lo sumo seis horas de marcha forzada y, si era posible, se reunían en cuerpos cuando estaban en las cercanías del enemigo.
Gracias a estas disposiciones, el ejército español podía recorrer cuarenta kilómetros cada día, incluso llegó a sesenta en algunos casos, aunque en periodos prolongados el ritmo de marcha se reducía a unos veinticinco kilómetros diarios. No tanto porque los hombres no pudieran moverse más deprisa, sino por dar descanso a los animales y para permitir el flujo de suministros.
Factor importante en la movilidad fueron los abastos. En la medida de lo posible, se intentaba que el ejército se mantuviera sobre el terreno que marchaba, pero con limitaciones. Tenía orden de no apropiarse nada, sino de comprar lo que se les ofreciera; la requisa y el saqueo solo se toleraban si la población era hostil. Además, no se confiaba exclusivamente en lo que pudieran hallar. De hecho, se prefería que las adquisiciones fueran centralizadas, en mercados que se situaban en los alrededores de las bases, y luego distribuir los alimentos, o procesarlos para su conservación. Por último, en las fases de movimientos rápidos los soldados dependían de las provisiones de ataque que llevaban en su macuto y en el tren de suministros de la unidad.
Suponía mayor problema la munición. En las guerras de Dunkerque y de Salé el consumo había sido el doble o incluso el triple del previsto, y para la campaña de los Balcanes se preveía que iba a ser muy superior, sobre todo por la artillería, que tenía cañones de retrocarga que podían mantener un ritmo de fuego elevado. Teniendo en cuenta esa necesidad, el Estado Mayor de Lazán había dado preferencia a las municiones respecto a otros abastos o incluso a las tropas. De hecho, ninguna de las legiones que operaron en Viena estaba completa, y algunas unidades en camino no se incorporaron hasta avanzado septiembre. Cada cuerpo tenía una ruta de suministros desde las bases, que no debía ser de más de cinco días de marcha.
La necesidad de proporcionar a sus fuerzas municiones, alimento y otros suministros fue la principal preocupación del Estado Mayor de Lazán. Ya hemos visto la labor del Cuerpo de Abastos y cómo se esforzó en encontrar animales de tiro. En los últimos días previos a la ofensiva, los trenes de aprovisionamiento se reunieron en las bases y se prepararon para seguir al ejército, llevando sobre todo municiones. En las fases posteriores de la campaña las bases adelantadas se desplazaron, acortando las rutas de suministros y empleando el Danubio para transportar los abastos.
Para Lazán, había otro requisito crucial para la victoria: en sus palabras, «ver y no ser visto». Es decir, efectuar un adecuado reconocimiento, e impedir que el enemigo pudiera hacerlo.
Esta misión descansaba en la caballería ligera. Desde la época del Marqués de Camarasa, el ejército español había enrolado jinetes mogataces y magiares, procedentes de clanes habituados a vivir sobre el caballo y que, en el caso de los últimos, tenían la ventaja de conocer la lengua local. Estas unidades ligeras fueron las primeras en llegar, y con ellas Lazán envió patrullas para que, de manera disimulada y haciéndose pasar por locales o por ocupantes turcos, reconociesen el terreno, el estado de los caminos, los puentes y las fortificaciones, así como el despliegue enemigo. Asimismo, desplegó al resto de su caballería a vanguardia para impedir el paso de patrullas o espías enemigos, como ya se ha explicado.
Al comenzar la ofensiva, fueron las unidades de caballería ligera las primeras en adentrarse en territorio enemigo, esta vez reforzadas por contingentes imperiales y polacos (húsares croatas y magiares, así como ulanos). Lo hicieron en un frente muy amplio, desde Odenburg hasta Bellovar. El sector al norte del lago Balatón se encomendó a la caballería imperial que, partiendo desde las fortalezas fronterizas de Odenburg y Steinamanger, llegó a avistar el Danubio, y atacó los trenes de provisiones turcos, interrumpió las comunicaciones y creó gran alarma en el campo otomano. La exploración hacia el sur la hicieron patrullas tártaras (ulanos) que, aprovechando su parecido con los tártaros de Crimea, se infiltraron profundamente en el campo enemigo y llegaron hasta las cercanías de Belgrado.
El ejército de Lazán tenía sus propias medidas de seguridad. Además de los jinetes que marchaban en la vanguardia, el enlace entre las divisiones y los cuerpos, y la seguridad de los convoyes, fue también misión de la caballería. Los otomanos no eran capaces de penetrar la cortina de las patrullas aliadas, que les superaban en potencia de fuego. En ningún momento llegaron a localizar al ejército español hasta que el visir turco Kara Mustafá se lo encontró en Nagimán.
La ofensiva fue precedida de un rápido desplazamiento de tropas, desde Graz hasta Marburgo y Varazdin; la vigilancia aliada, que incluyó prohibiciones de cruzar el frente a pastores o mercaderes, impidió que los otomanos supieran de ese movimiento. Después, el avance se produjo al sur de lago Balatón, que Lazán empleó como barrera para ocultar sus movimientos: creía que la pantalla de caballería difícilmente sería impermeable si no se apoyaba en un obstáculo físico. Después se hizo una conversión hacia el norte al rebasar Fegervar, para cortar la línea de retiraba turca hacia Budapest. La concentración turca ordenada por Kara Mustafá facilitó sus intenciones. No tanto porque las pequeñas guarniciones pudieran ofrecer mucha resistencia, sino porque al vaciarlas, las patrullas aliadas pudieron moverse con libertad. Las unidades de exploración llegaron al Danubio al tercer día, y el ejército, al siguiente. Tres días después habían superado las colinas boscosas al sur del Danubio, cortando la ruta de retirada del ejército otomano. Estaba todo preparado para la siguiente fase: el golpe.
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El golpe
«Para vencer no hay que herir. Hay que matar».
Don Rufino Sampedro, teniente coronel de los ejércitos del rey emperador —rango que el general le había prometido que procuraría que fuera permanente—, sería ahora un encumbrado «Don», pero no se le olvidaban sus comienzos como pisahormigas, y marchaba como el que más, al frente de sus tropas. Seguía al mando del batallón del África, ahora reforzado con otro austriaco que mandaba el Graf von Eppan, un tipo que se daba demasiados aires pero que chapurreaba la parla castellana lo justo para entender las órdenes de Sampedro. Además, Don Eugenio Ruiz de Apodaca, al ver de qué pie cojeaba, le había dejado más que claro que, si movía una ceja sin permiso, su clan se extinguiría de la patada que le daría en sus partes, fueran nobles o no.
Después del repaso que dieron a los turcos en Neustadt apenas habían tenido un día de tranquilidad. Al día siguiente Ruiz de Apodaca volvió a las andadas, y Sampedro vio con satisfacción que los turcos se replegaron en cuanto comenzó el concierto de cañón. De nuevo, el general prefirió no perseguirles; pero a última hora se vieron movimientos en el campo turco, y a la mañana siguiente se habían esfumado. Bueno era el Altísimo para dejarlos marchar así como así, y la división, con los refuerzos recién llegados, partió en su persecución. Tampoco a lo loco, que aun había mucho cabeza de toalla rondando, así que no salieron hasta mediodía, en formación de cuña y con la caballería a los flancos. Sana precaución, porque los jinetes avisaron de que había infinidad de turcos a su derecha. Por si las moscas, a las tres horas de marcha ordenó detenerse y cavar posiciones, no fuera que el amanecer siguiente trajera sorpresa.
Sorpresa hubo, pero otra. Les despertó un furioso cañoneo hacia el norte. Acudir a la batalla era máxima impuesta desde tiempos del Gran Capitán, y la división partió hacia el combate. Sin embargo, el estruendo se apagó a media mañana, y cuando alcanzaron los alrededores de Viena solo pudieron atrapar a algunos turcos desorientados. Ni siquiera llegaron a tiempo para desfilar por las calles de la recién liberada capital, aunque al menos el general pudo presentar sus respetos al emperador Leopoldo, que le felicitó por su reciente victoria.
Lo que no le gustó ni un pelo a Ruiz de Apodaca era que los aliados parecían dispuestos a dormirse en los laureles. Cierto que la caballería turca estaba a la vista, pero pensaba que no eran esos pocos jinetes quienes frenaban a austriacos y polacos, sino el querer hacerse con un buen botín. Algo que nunca venía mal, pero Sampedro había aplaudido la decisión de Purroy en Rémortier: primero vencer, y luego repartir.
Hicieron noche en Vosendorf, tomando precauciones pues aun había enemigos por el campo que podían dar sustos. Sampedro prohibió que sus hombres salieran del campamento, que además de turcos, había mucho imperial con más entusiasmo que criterio que les podía meter un arcabuzazo. A la mañana siguiente, el general conferenció con Carlos de Lorena y, tras estudiar las instrucciones de Lazán —recibidas mediante telégrafo óptico—, se decidió emprender la persecución. Sin embargo, el ejército aliado aun no estaba preparado tras una noche de saqueo y de alcohol. Hasta mediodía no se puso en marcha la división española, apoyada por un regimiento de caballería de Lipka, que protegería la derecha, y dos regimientos de infantería imperial, que se situaron a la izquierda. El avance se hizo a marcha lenta y al atardecer solo habían llegado a Himberg. A pesar del paso de caracol, encontraron todo tipo de enseres abandonados y pudieron dar caza a algunos rezagados. A la mañana siguiente se les había incorporado un regimiento de infantería polaca y otro de caballería imperial.
El ritmo seguía siendo más de paseo que de persecución. A Sampedro tampoco le gustaba; así no alcanzarían ni a una tortuga coja, y el respiro permitiría que los turcos se reagruparan; sin embargo, el Altísimo no quería acelerar la marcha, no fuera que se distanciaran demasiado del grueso del ejército y cayeran en una celada otomana. A medida que se alejaban de Viena, el teniente coronel empezó a preocuparse. Ya no encontraban rezagados, y cada vez se veían más tártaros en la lejanía. Al general debía parecerle lo mismo, ya que cuando llegaron al arroyo Fische ordenó una parada y que se adelantase la caballería para que protegiera el cruce. Sin embargo, no se produjeron otros incidentes salvo el retraso, y después el ejército ascendió por la casi inapreciable ladera de la otra orilla. Aun así, Sampedro no estaba tranquilo, y tampoco Ruiz de Apodaca, que ordenó que el ejército formara columnas con la caballería y con tiradores a los flancos. Al África le correspondió cubrir la derecha; como el Altísimo se fiaba menos de los imperiales, los dejó de segunda línea, mientras miraba de reojo la ladera. Pues donde hay colinas también hay vaguadas, y la guinda estaba en los bosquecillos que la salpicaban, que podían esconder cualquier cosa. Ni el general ni el teniente coronel iban desencaminados. Aun estaban ascendiendo cuando la colina del flanco se llenó de tártaros que se lanzaron sobre el ejército imperial.
La excelencia del batallón resultó evidente cuando empezó a desplegarse al primer ademán de Sampedro. Los sargentos ordenaron formar líneas dobles, rodilla en tierra y a pie, ya que las malas hierbas que crecían en los campos sin cultivar no dejaban disparar estando cuerpo a tierra. Más costó emplazar los cañones del ocho, y cuando estuvieron preparados los fusileros ya estaban disparando contra los jinetes; primero, en andanadas, luego a discreción. Los caballos de los tártaros rodaban con sus jinetes detrás, y el ímpetu de la carga se detuvo cuando todavía quedaban cien metros. La siguiente intentona recibió el fuego de los cañones de acompañamiento, y la tercera acabó como las otras dos. Un intento por la retaguardia quedó abortado cuando los tártaros polacos lo enfrentaron; bastaron unos pocos disparos para que los de Crimea volvieran grupas.
Al mismo tiempo, Sampedro escuchó a su izquierda los disparos de la artillería de la división. No llegó a oírse más fusilería, y al poco llegó la orden de Ruiz de Apodaca de reemprender la marcha.
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Un soldado de cuatro siglos
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El combate de Gallibrún
Tras la victoria de Kahlenberg el ejército imperial se detuvo en los alrededores de Viena. No tanto por las bajas, que no habían sido excesivas, sino porque buena parte de las tropas se dedicaron al saqueo y se desorganizaron; fue afortunado que el baqueteado ejército turco no pudiera contratacar.
Al atardecer llegó la única fuerza aliada que mantenía su cohesión: la división mixta de Ruiz de Apodaca, que había añadido más unidades imperiales a su núcleo español. Al ver que los turcos se estaban retirando emprendió la persecución, justo cuando los aliados lanzaban el ataque desde la montaña Kahlenberg. Durante su marcha hacia Viena la división capturó un millar de rezagados y veinte cañones, señal de la apresurada retirada otomana. No entró en Viena, sino que pernoctó en Vosendorf, cerca de donde había estado el campamento turco. Ruiz de Apodaca dio órdenes estrictas prohibiendo salir del campamento, para que sus hombres no pudieran unirse al saqueo, y a la mañana siguiente se reunió con el comandante imperial Carlos de Lorena para convencerle de la necesidad de emprender la persecución. De hecho, ambos habían recibido instrucciones de Lazán apremiándoles a mantener la presión sobre el enemigo. Sin embargo, Lorena tuvo que reconocer que su ejército no estaba en condiciones, y tan solo pudo agregar a la división mixta algunas unidades que no habían participado en la batalla.
Ruiz de Apodaca no pudo salir hasta mediodía. Era consciente de la debilidad de sus fuerzas, que no llegaban a los diez mil hombres, al menos diez veces menos que el ejército enemigo; de ellos, solo tres mil eran españoles. Además, el terreno no solo era llano y no ofrecía ninguna protección, sino que había arboledas y setos que podían ocultar al enemigo. Además, la caballería tártara, que cubría la retirada del ejército turco, dominaba el campo de batalla e impedía enviar patrullas de reconocimiento. Era el escenario perfecto para una emboscada, y el general español prefirió ser cauteloso. Durante la tarde apenas cubrió ocho kilómetros. Por la noche recibió algunos refuerzos, y a la mañana siguiente, día veintitrés de agosto, reemprendió la persecución, de nuevo a paso lento. A media mañana cruzó el río Fische en Schwadorf, tomando máximas precauciones, ya que cada vez veía más caballería enemiga y desconfiaba del reconocimiento de la imperial. Después avanzó por ambos lados de la carretera a Raab, por un terreno ligeramente ondulado. Mantuvo sus fuerzas desplegadas, formando un gran cuadro con imperiales y polacos al frente y a la izquierda, la caballería polaca en la retaguardia, y la infantería española a la derecha, donde pensaba que el riesgo era mayor. Tenía previsto detenerse en la aldea de Gallibrún (Gallbrünn en alemán), pero cuando quedaban solo dos kilómetros fueron atacados desde el sur por una masa de jinetes tártaros.
Los turcos, que estaban retirándose hacia Raab, estaban apenas quince kilómetros por delante de Apodaca. A pesar de la derrota en Kahlenberg, la mayor parte de ejército estaba intacto, sobre todo las unidades profesionales jenízaras y la caballería espagi, y pudo aprovechar el respiro que le dieron los aliados para reorganizarse. Asimismo, el gran visir tenía a su disposición miles de jinetes tártaros que querían resarcirse del revés que habían sufrido en Wilfersdorf. Cuando Kara Mustafá supo lo reducida que era la fuerza que le perseguía, pensó que podía sorprenderla y destruirla. Así eliminaría la amenaza sobre su retaguardia, e incluso podría revertir la situación y volver a Viena. Decidió sorprender a sus perseguidores con un ataque doble: una orta de jenízaros atacaría frontalmente, mientras que los tártaros de Crimea lo harían desde el sur, empleando como cobertura la arboleda del río Leita. Sin embargo, el lento avance de Apodaca hizo que los jenízaros se retrasaran al tener que cubrir más distancia, y que los tártaros tuvieran que cruzar el río y luego recorrer dos mil metros por terreno abierto.
Los tártaros se iban a enfrentar con el Tercio de África, que cubría ese flanco. Los soldados formaron líneas de tiradores, y abrieron fuego cuando la distancia cayó a trescientos metros, apuntando primero a los caballos y luego a los jinetes que habían caído a tierra. Los tártaros, que nunca se habían enfrentado a la moderna fusilería, aun reunieron valor para lanzar dos cargas más, que fueron todavía más sangrientas al intervenir los cañones de acompañamiento. El último intento se hizo contra la retaguardia y fue rechazado por la caballería polaca, que disponía de pistolas y carabinas españolas.
El ataque tártaro acababa de ser rechazado cuando desde la vanguardia se avistó a los jenízaros. La división apostó su artillería y abrió fuego desde larga distancia con granadas explosivas (unos dos mil metros). Los turcos no esperaban que las armas españolas tuvieran tal alcance, y decidieron suspender el ataque al ver que los tártaros se replegaban.
Los aliados se proclamaron los vencedores, ya que quedaron dueños del campo y tuvieron bajas mucho menores: un centenar de hombres, casi todos de la caballería polaca, por un millar de otomanos y tártaros. Sin embargo, Ruiz de Apodaca se vio obligado a suspender la persecución, ya que una patrulla polaca acababa de descubrir que el ejército turco había tomado posiciones en el puente del Leita, a poco más de una hora de marcha. La división española se vio forzada a fortificarse a la espera del resto del ejército aliado. Durante la noche el ejército de Kara Mustafá se retiró ordenadamente, y a la mañana siguiente ya estaban lejos, aunque los tártaros continuaban interponiéndose. Al menos, había fracasado el intento otomano de destruir a una fracción del ejército aliado y, sobre todo, la infantería española había vuelto a demostrarse imbatible.
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Un soldado de cuatro siglos
Tras el corto combate de la granja, la compañía de Gorriti se reincorporó al batallón y cruzó el paso entre las colinas boscosas. Durante la tarde llegaron a Tatabánya, una pequeña ciudad de la llanura del Danubio donde, para sorpresa de los españoles, los habitantes se escondieron en sus casas. Los hombres desfilaron por una calle principal silenciosa.
—Vaya tipos raros.
—No le extrañe, mi capitán. Son herejes.
—¿Herejes? ¿Aquí?
—Sí, mi capitán. Los luteranos húngaros, después de que los derrotásemos en Praga, se escondieron bajo las faldas del sultán al que, como imaginará, le vinieron de perlas.
—Allá ellos si prefieren los turbantes. Les salva que tenemos órdenes de respetar incluso a esta gentuza. Eso sí, que no se les ocurra levantar un dedo.
Ya estaba anocheciendo y la división se detuvo en la localidad. Con toda la vigilancia del mundo, que estaban en campo turco, interrumpiendo la valiosísima ruta entre Viena y Buda. Los soldados tomaron un rancho frío y pasaron la noche como pudieron, pues habían prohibido encender fuegos. Al menos, tras la pasada primavera horrible, el verano estaba siendo bastante bueno. Antes del alba se levantaron para alimentar a las bestias. Que el día se preveía duro quedó confirmado cuando el general Larrando ordenó repartir munición, y que se les uniera el convoy con los pertrechos.
Aun no había despuntado el sol cuando la división se puso en marcha. Al poco se escucharon disparos al frente cuando los ulanos se enfrentaron con los jinetes enemigos. El tiroteo era intenso y, para apoyarlos, la división se puso al trote hasta sobrepasar una suave ondulación. Al otro lado, el campo estaba lleno de turcos.
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Santidrián, Felipe, y Artuch, Eduardo. Op. Cit.
La batalla de Nagimán
Los meses de preparación y la gran maniobra del Balatón iban a culminar en la gran batalla: en Nagyigmand, Nagimán en las fuentes españolas, se enfrentaron el ejército turco de Kara Mustafá con el aliado, principalmente español, del Marqués de Lazán.
Como habíamos visto, la llegada de los españoles a Fegervar había obligado al gran visir a ordenar la retirada. Mientras tanto, los dos cuerpos de Lazán se preparaban para salir a la llanura del Danubio superando el último obstáculo, las montañas Vertes. A pesar de su nombre, no son sino unas colinas suaves, aunque cubiertas de un denso bosque. Varios caminos las cruzaban, pero las mejores rutas eran las que las flanqueaban: la de Pusztavam al oeste, que llevaba a Fegervar, y la de Eszarliget al este, por donde pasaba la carretera de Buda.
El cuerpo de ejército de Idiáquez, en el que estaba el Marqués de Lazán, se había retrasado sometiendo varias fortificaciones en la orilla sur del lago, y luego al tener que rodear Fegervar. Aunque según lo planeado debían cruzar las colinas el día veintiséis de agosto, se vio obligado a pernoctar en el paso de Pusztavam. Mientras, el cuerpo de ejército de Espínola cruzó el de Eszarliget, cortando la carretera entre Viena y Buda, e interceptando varios convoyes turcos. Se detuvo para pasar la noche tras sobrepasar Tatabánya. Al amanecer del día veintisiete, que iba a ser glorioso para las armas españolas, Espínola se puso en marcha, llevando en cabeza a su primera división, basada en la 31ª legión de caballería «Alcoraz» (mandada por Don Francisco Larrando de Mauleón), que en realidad era de cazadores montados.
Al mismo tiempo, el ejército turco intentaba retirarse de la trampa vienesa. Inicialmente hubiera debido concentrarse en Raab, pero las fuerzas de Carlos de Lorena se aproximaban a su retaguardia, las patrullas aliadas partidas desde Steinamanger le flanqueaban, y el ejército español amenazaba con cortarle el paso. Al llegar a la altura de Presburgo, el pachá Karabas aconsejó al gran visir que, en lugar de seguir por la carretera de Budapest, que podía estar bloqueada, se cruzara el río y que después el repliegue continuara por la orilla norte. Sin embargo, Kara Mustafá rechazó la sugerencia. El puente de pontones tenía escasa capacidad, y además la flotilla fluvial imperial amenazaba con cortar el puente tras superar el bloqueo de Lobau, donde una pequeña guarnición turca seguía resistiendo. Aun suponiendo que el cruce no fuera molestado, llevaría demasiado tiempo hacerlo por el único puente, y era probable que la retaguardia fuera destruida por el ejército imperial, que les seguía de cerca. Además, en la orilla norte del Danubio no encontraría recursos, pues había sido saqueada repetidamente, y las rutas que la recorrían eran demasiado largas. Así que el gran visir prefirió apresurar la marcha para llegar a Buda antes de que los españoles cortaran la carretera. El ejército turco, pues, aceleró el paso y llegó a Raab a los cuatro días de la derrota de Kahlenberg. La rápida retirada hizo que quedara atrás un rosario de rezagados, en parte irregulares, pero sobre todo civiles que acompañaban al ejército, que no encontraron piedad en los perseguidores aliados.
Kara Mustafá pretendía detenerse en Raab, aprovechando las murallas de la ciudad y el río Raba para frenar a los aliados. Sin embargo, cuando aun no había ocupado la posición, llegó un mensajero diciendo que la caballería española había tomado Tatabánya, en la carretera de Buda. Aunque parecía ser solo una avanzada, era probable que precediera a la fuerza principal española. En tal caso, el ejército turco podía quedar atrapado entre estos y los polacos e imperiales. Así que no se detuvo en Raab y prefirió seguir hasta los montes Vertes, que estaban a mitad de camino de Budapest, que le permitirían presentar batalla en condiciones favorables. No sabía que en esos momentos el ejército de Lazán las estaba cruzando.
Durante la noche, los húsares y ulanos que abrían paso los españoles se habían internado en la llanura del Danubio, donde se enfrentaron a las patrullas otomanas. El ruido de las escaramuzas aceleró los movimientos de ambos ejércitos: el turco, que necesitaba llegar a Tatabánya y al estratégico paso de Eszarliget. El español, con la división de infantería montada Alcoraz a la cabeza, que quería reforzar a sus patrullas.
El terreno donde se libró la batalla estaba despejado, cubierto de trigales y de pequeñas arboledas. El único obstáculo era el arroyo Concó, vadeable por casi cualquier punto. Había algunas granjas, y en Nagimán los turcos tenían un pequeño fuerte de tierra. Sin embargo, el escenario era engañoso ya que las suaves ondulaciones de la llanura podían esconder grandes fuerzas de la observación lejana. La excavada por el arroyo Concó ocultó un ejército del otro, y solo se avistaron cuando estaban a apenas dos mil metros.
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Viendo tanto turco, al capitán Gorriti sufrió un escalofrío. Eran decenas de miles, y estaban tan cerca que apenas daría tiempo para fortificarse, la única manera de aguantar hasta que llegara el resto del cuerpo. Mejor sería salir a espuela. Por eso no esperaba la orden del general Larrando de Mauleón, que se acercó galopando animando a sus hombres:
—¡Por fin! ¡Aquí los tenemos! ¡No se nos escaparán! ¡Santiago y cierra España!
¿Escaparse? ¿El ratón tiene miedo de que huya el gato? Un tanto improbable cuando gato era tan grande y la división española cortaba la retirada hacia la guarida de Buda. Los mensajeros partieron al galope; al menos, ellos se salvarían. Lo sensato sería replegarse o, por lo menos, intentar atrincherarse, pero Gorriti empezó a dudar de la cordura de su general cuando ordenó repartir aun más municiones y seguir adelante. La división siguió avanzando al trote hasta que, cuando la distancia era solo de seiscientos metros, Larrando ordenó desmontar y desplegar la artillería: dos baterías del diez, tres del ocho, y una de obuses del veintiuno.
Mientras, el enorme ejército turco, una inmensa serpiente que se perdía a lo lejos, también empezaba a organizarse; sin embargo, la absurda maniobra española no les dio tiempo. Aun estaban intentando formar un cuadro cuando los cañones hispanos ya estaban emplazados.
—¡Una locura! —gritó el general— ¡Dadme una locura!
Los cañones empezaron a disparar a ese ritmo aterrador que solo podían mantener las piezas de retrocarga. Los proyectiles de metralla estallaban frente a los otomanos, abriéndose en nubes de letal metal, mientras que los explosivos reventaban entre los soldados enemigos. Tras tres minutos el ritmo de fuego disminuyó, pero no se detuvo.
—¡Columnas de asalto! Cuando estén a trescientos pasos, en línea. Después, avance por secciones ¡Quién tenga valor, que me siga! —gritó Larrando, mientras se ponía al frente de su división.
Los soldados españoles formaron a la derecha de la batería y formaron dos columnas, el Rocroi en el extremo derecho y el Covadonga a su izquierda. Avanzaron sin recibir salvo disparos aislados y, cuando ya estaban demasiado cerca para gusto de Gorriti, recibieron la orden de desplegarse y proseguir el avance; primero en línea, y cuando quedaban poco menos de cien pasos, por secciones: una se detenía y disparaba varias andanadas mientras la otra avanzaba veinte metros, y luego se alternaban. El fuego de tres mil fusiles acabó con lo que quedaba de los cuadros turcos.
—¡Calen bredas!
Cuando llegaron a la masa de cuerpos, los soldados emplearon sus cuchillos para rematar a los que intentaban volverse. El avance se ralentizó, pero no se detuvo. Gorriti iba en vanguardia empuñando su pistola tirogiro, y la había descargado ya dos veces, cuando uno de los turcos se levantó blandiendo una espada. Aun estaba sacando su sable cuando un soldado atravesó al enemigo con su breda.
—Gracias, Benítez —agradeció Gorriti. Después, recargó la pistola y siguió moviéndose entre los cuerpos caídos. La compañía le siguió, esta vez más despacio, ya que los soldados comprobaban con sus bredas que no hubiera enemigos haciéndose el muerto. Las otras compañías también disminuyeron un tanto el andar, pero no demasiado, pues el coronel les estaba apremiando. Pararon un momento para disparar cuando la artillería calló y se adelantó otros quinientos metros; después los cañones volvieron a abrir fuego, abriendo el camino para los dos tercios que iban en cabeza
Sin embargo, seguía siendo un ratón enseñando los dientes a un enorme gato. Al poco, los cañones tuvieron que cambiar de objetivo cuando empezaron a llegar las masas de caballería. Contra las de la izquierda disparó la artillería, y a la derecha se desplegó el tercio que iba en reserva. El mortífero fuego rechazó a los otomanos, y luego los escuadrones de caballería española remataron a los supervivientes.
Semejante ritmo agotaba las municiones, pero la previsión de Larrando hizo que cajas con cartuchos, bombas y proyectiles alimentaran el avance. Cuando el combate ya se prolongaba una hora los cañones de los fusiles ardían, pero la división había llegado al arroyo Concó, donde hizo un corto alto para repartir agua y más munición. La parada apenas fue de diez minutos, insuficiente para que los turcos reaccionaran cuando los españoles reemprendieron el avance, vadeando el arroyo y asaltando el fuerte de Nagimán. Además, incluso los ensordecidos oídos de Gorriti advirtieron que la artillería española tronaba a su izquierda: otra división se había unido al ataque.
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Un soldado de cuatro siglos
El encuentro en Nagimán fue una sorpresa para los dos bandos. Por una vez, el reconocimiento español había fallado, ya que la caballería ligera turca se había adelantado al ejército turco en retirada y se enredó en un intenso combate con los ulanos, que no pudieron descubrir la aproximación del ejército de Kara Mustafá. De hecho, los españoles pensaban que el ejército turco estaba más lejos, cerca de Raab, y al saber que sus ulanos combatían contra tártaros y turcos, Espínola aceleró el paso de su cuerpo de ejército para socorrerles.
Como se ha dicho, Nagimán estaba en el suave valle del arroyo Concó, que impidió que los españoles vieran a sus enemigos hasta que estuvieron a solo dos kilómetros; a su vez, los turcos tampoco esperaban encontrarse con una importante unidad enemiga. Con todo, una división aislada era un objetivo demasiado atractivo para un ejército que la superaba veinte a uno. En realidad, la vanguardia otomana en Nagimán era bastante más pequeña, de unos treinta mil hombres, que marchaban en una gran columna con la caballería a los flancos; seguían siendo seis veces más que sus enemigos.
El visir, que marchaba con la cabeza, ordenó desplegar sus fuerzas para abrumar a los españoles. La caballería espagi debía flanquearlos por su derecha, y la irregular por la izquierda, mientras la infantería los atacaba de frente. Al mismo tiempo, dos ortas de jenízaros empezaron a formar cuadros para enfrentarse a los españoles. Sin embargo, no tuvieron tiempo. Aun seguían en columna de marcha cuando se produjo el ataque español. El general Larrando de Mauleón, al verse en campo abierto, sin obstáculos en los que apoyarse, decidió que su única posibilidad era un ataque inmediato. En sus memorias, el Marqués de Lazán recoge las palabras de Larrando:
«El general me explicó los motivos que le decidieron a atacar ese glorioso día. El terreno era engañoso y, lo que parecía una suave vaguada, era en realidad un valle poco pronunciado donde se escondía el ejército turco. La posición de la división era delicada: el lugar donde se encontraba era indefendible, y la retirada podía acabar en desastre bajo el acoso de la numerosa caballería pagana. Si no podía ni retirarse ni resistir, solo quedaba una alternativa: atacar. El enemigo era muy numeroso, pero pensaba superarlo con una combinación de velocidad y violencia».
Veloz y violenta es la mejor descripción de la maniobra. Ordenó a la artillería que se situara a seiscientos metros de la vanguardia enemiga, a la que castigó con una «locura», unos minutos de fuego rápido: los treinta y cuatro cañones de Larrando (dos baterías del diez, tres de acompañamiento del ocho, y cuatro obuses) dispararon unos veinte proyectiles por pieza, es decir, más de seiscientos, en apenas cuatro minutos. El objetivo era, según se dijo, «el sueño de un artillero»: los jenízaros que intentaban organizarse y detrás de ellos la columna, que se estaba agolpando tras los cuadros. El efecto del bombardeo de proyectiles explosivos y de metralla fue terrible y causó tremendas bajas; entre ellas, el visir Kara Mustafá, que fue decapitado por un cañonazo.
Tras el furioso cañoneo, la artillería mantuvo su fuego a menor ritmo, los cañones del ocho de menor alcance tiraban por elevación contra la masa turca, y los del diez contra la caballería irregular. Mientras, la infantería pasó al ataque: dos tercios, cada uno con dos batallones en línea y otro protegiendo un flanco, formaron primero columnas, luego una línea de tiradores, y cuando estaban cerca del enemigo, avanzaron y dispararon por secciones. A corta distancia, y contra los otomanos apelotonados, que todavía estaban conmocionados por el bombardeo, el efecto del fuego fue aterrador. Simultáneamente, los batallones de los flancos fusilaron a la caballería aquinci y a los espagis, que ni pudieron acercarse a la división española.
Habiendo sufrido enormes pérdidas (se estima que la «locura» causó al menos tres mil), y estando desaparecido el visir (su cadáver solo sería reconocido dos días después por sus joyas), los turcos no fueron capaces de reaccionar. El fuego de los fusileros barrió a los jenízaros que quedaban; disparando contra una masa de soldados, cada bala atravesaba a varios turcos, abriendo sangrientas brechas por las que avanzaron los españoles. La división de Larrando penetró en el ejército enemigo como hierro caliente en mantequilla, hasta llegar al arroyo Concó, donde se detuvo para reponer munición. Tras pocos minutos reanudó su ataque contra los aturdidos otomanos. Además, en ese momento se incorporaron al combate las otras dos divisiones del cuerpo. En las valoraciones previas a la batalla se había decidido que formarían a la derecha o a la izquierda según la situación táctica y, al ver Espínola que el flanco izquierdo estaba expuesto a la caballería espagi (pues los irregulares ya se habían desbandado), ordenó que las dos divisiones formasen escalonadamente en ese lado. El ataque desesperado de Larraón se había convertido en una ofensiva en orden oblicuo similar a las de Epaminondas en la Antigüedad o la de Ávalos en Pavía.
Las dos divisiones siguieron la misma táctica que Larraón: un intenso bombardeo artillero para abrir brecha, seguido del ataque de los infantes. Después, la caballería cargó contra las formaciones que la artillería y los fusiles habían descalabrado. En poco tiempo, la vanguardia turca se había deshecho y los supervivientes se retiraban hacia el resto del ejército, que se agolpó en una muchedumbre confusa. Fue cuando se produjo la segunda fase del ataque español.
Habíamos dejado al cuerpo de ejército de Idiáquez en el paso de Pusztavam. Sabiendo que estaba retrasado, se puso en marcha antes del amanecer. Cuando estaban saliendo a la llanura, se escuchó el tronar del cañón, y llegaron mensajeros indicando que el cuerpo de Espínola estaba enfrentándose con el ejército turco al completo. Lazán ordenó una marcha forzada y el cuerpo cubrió veinte kilómetros en poco más de tres horas. El marqués tomó una decisión arriesgada: en lugar de dirigirse hacia Nagimán para socorrer a su otro cuerpo, lo hizo en dirección a Babolna, para cargar contra el centro de la columna enemiga. El ataque fue similar al de Espínola: las tres divisiones formaron en una línea oblicua que, tras otro cañoneo, rompió lo que quedaba del ejército turco. Los dos cuerpos se reunieron en Nagimán, donde el marqués proclamó la gran victoria y felicitó a los generales Larraón de Mauleón y Espínola. A pesar de la fatiga, los españoles continuaron hacia el oeste, acosando a los otomanos en desbandada.
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