Un soldado de cuatro siglos
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Un soldado de cuatro siglos
De todas las secciones, fue la Sexta (Operaciones) la que mayor fama alcanzó en los siglos XVII y XVIII, sobre todo por sus actuaciones contra los desertores que querían vender secretos tecnológicos. Sus operaciones fueron desde el secuestro a la quema o destrucción de industrias con explosivos, pasando por el asesinato. Su emblema (no oficial) fue el de un elefante, con la divisa «Ni perdón, ni olvido»; significaba que un desertor jamás podría considerarse seguro. No se conoce el alcance de sus acciones, pero algunos autores estiman que hasta dos terceras partes de los desertores fueron capturados o ejecutados (frecuentemente, de manera cruel), de tal manera que el flujo de información procedente de España casi desapareció.
La Inquisición Civil tenía varias sedes. La más conocida fue el Palacio del Arenal, sito en la madrileña calle del mismo nombre. En realidad, no era sino un edificio administrativo, pero adquirió fama siniestra, especialmente en la literatura extranjera. Parece que fue la misma Inquisición Civil la que alentó a tal aura, en parte para aumentar su ascendiente (y el terror que producía en los enemigos de la Monarquía), pero también para desviar la atención de sus otras sedes, especialmente de las empleadas por la Sección Sexta, que estaban situadas en los alrededores de Madrid. Además, mantenía varias prisiones, tanto en la capital como en las cercanías; una de las más famosas fue la del castillo de Manzanares del Real, donde fueron custodiados prisioneros especialmente valiosos.
Además de las sedes madrileñas, también hubo otras en los territorios hispánicos. De especial importancia fueron las de Lisboa, Bruselas, Milán y Nápoles, que tenían encomendada la vigilancia de reinos díscolos que se temía protagonizasen sublevaciones. A su vez, cada una tenía subdelegaciones; entre ellas, adquirió gran importancia la de Leiden, entre La Haya y Ámsterdam, que no solo tenía encomendada Holanda, sino que controlaba los agentes en Inglaterra. Aparte de las sedes europeas, la Inquisición Civil también las tenía en los virreinatos y en las principales capitanías de las Indias, ya que allí su misión era evitar que hubiera infiltrados entre los colonos, especialmente entre aquellos que no eran católicos. En esta labor colaboró con el Santo Oficio, que controlaba a los que se declaraban católicos.
El papel de la Inquisición Civil se ha magnificado, y se le atribuyeron todo tipo de acciones en las que probablemente no participó. Por eso, ha sido frecuente que algunos autores (sobre todo, los de naciones que en su día fueron derrotadas) hayan tratado de minimizar su importancia. Aun así, no debe olvidarse que fue el primer servicio de inteligencia que se dotó de una organización jerárquica. Extendió sus tentáculos por toda Europa: Jean Baptiste Colbert, ministro de Luis XIV, dijo: «siempre tropiezo con las zarzas de la maldita inquisición española». Su fama hizo que fuera injustamente acusada de todo tipo de maquinaciones: cualquier muerte prematura, sobre todo si era de enemigos de la corona española, era sospechosa de ser obra suya. En la realidad, sus actividades nunca llegaron a ser de tal extensión y profundidad; con todo, el dicho de la Inquisición Civil, «Ni perdón, ni olvido», se demostró repetidamente. Por ejemplo, el ingeniero Martín Azurmendi, que desertó a Francia con los planos de máquinas de vapor (que permitieron que Francia iniciara la construcción de ingenios de este tipo), consiguió eludir la persecución durante muchos años, aunque para ello tuviera que cambiar de nombre varias veces; aun así, pereció en 1712 cuando su casa fue incendiada después de que le hubieran atado a la cama y rociado con aceite de piedra. Acciones como esta descorazonaron a los desertores, pues pocos premios compensaban una muerte atroz.
El caso de las máquinas de vapor es buen ejemplo de cómo podía actual la Inquisición Civil.
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La guerra económica y sus efectos
Una constante de los enfrentamientos entre España y sus rivales fue la superioridad tecnológica hispana. Las diferencias llegaron a ser esperpénticas, como durante los combates del estrecho de Otranto entre galeras turcas y cañoneros de vapor españoles. El rápido progreso tecnológico experimentado por España durante el Resurgir proporcionó una ventaja equivalente a decenios de desarrollo. Además, la diferencia, en lugar de disminuir, se acrecentó con el tiempo, a medida que la economía española se fortalecía y se debilitaban las de sus enemigos.
Para las potencias enemigas de la Monarquía resultó evidente que estaban abocadas a la destrucción si no conseguían poner solución a su atraso. Sin embargo, para eso necesitaban unos fondos de los que carecían. Por una parte, tras las destrucciones de la Gran Guerra su situación económica era pésima. Los principales enfrentamientos de la fase final del conflicto se habían producido en sus territorios, y en algunas zonas de Alemania y del norte de Francia la destrucción era absoluta: los puentes habían sido volados, los canales, cegados, y pueblos y granjas, incendiados. No solo por el paso de los ejércitos y los saqueadores, sino también por las incursiones de fuerzas españolas con el objetivo declarado de acabar con la capacidad de sus enemigos para hacer la guerra. El comercio exterior había desaparecido tras la captura de miles de barcos, la pérdida de las colonias y los destrozos en los puertos. Si Francia o los estados luteranos de Alemania estaban mal, Inglaterra estaba aun peor, pues había perdido Irlanda, su comercio se había arruinado, y estaba inmersa en una guerra civil crónica entre parlamentarios y realistas. Turquía también rondaba el abismo. Aunque su economía siguiera basándose en su gran población y extensión, se había quedado sin ingresos tras la pérdida de Egipto y del comercio de especias, y apenas conseguía recuperarse a pesar de los esfuerzos de los grandes visires de la familia Koprulu.
Más sibilinamente, los españoles y sus aliados se habían hecho con regiones que albergaban grandes yacimientos de carbón y de hierro. Por ejemplo, Francia había perdido gran parte de Artois y de Picardía, y tuvo que renunciar a sus aspiraciones al ducado de Lorena y a Valonia, sin saber que albergaban enormes depósitos de carbón. Mineral que apenas fue explotado por los españoles (que tenían grandes reservas en otras partes del Imperio) pero que así negaron a sus enemigos. Francia no se quedó sin yacimientos, pues disponía los del Macizo Central, pero para poder explotarlos necesitaba construir una red de canales que conectaran las cuencas del Sena y del Garona, que la hacienda real, en quiebra, no podía financiar. Algo parecido ocurrió en otras partes de Europa. El control no era absoluto: por ejemplo, el valiosísimo hierro sueco quedó fuera del alcance hispano, pero España consiguió que Suecia declarase su neutralidad en los conflictos europeos (y que se desarmara parcialmente) como condición para que España no apoyara a la reina Cristina; asimismo, el acuerdo obligó a los suecos a vender su valioso mineral a los españoles, como luego veremos.
La catástrofe económica no acabó con el final del conflicto. La Armada Española actuó agresivamente contra los buques de otras banderas que entraban en aguas que consideraban propias, y lo menos que les podía pasar a sus tripulantes es que fueran considerados contrabandistas, pues les esperaba la horca si había sospechas de tráfico de esclavos o de piratería. A las pocas colonias que pudieron pervivir no se les permitió expandirse, y la prohibición de la esclavitud las arruinó, de tal manera que el lucrativo comercio del azúcar quedó en manos españolas. También lo estaba el de Extremo Oriente, tras la conquista de Egipto, que cerró la ruta del Mar Rojo, y de las colonias holandesas e inglesas. No se permitía la existencia de factorías que no fueran hispanas, ni la navegación por los estrechos de Indonesia. El cierre no solo impedía el comercio de especias, sino también el lucrativo comercio con China (el japonés había desaparecido pues seguía bloqueado por los barcos españoles). Las escasas mercancías que conseguían llegar a Europa sin ser controladas por los españoles habían tenido que salir de contrabando, llevadas hasta Basora, y transportadas desde allí hasta los puertos turcos en caravanas. El precio resultaba disparatado y, aunque los dirigentes de las naciones europeas los prefirieran, en la práctica el comercio y la venta quedó monopolizado por los hispanos. De tal manera que España no solo conseguía los beneficios que antes conseguían ingleses u holandeses, sino que arrebataba a los turcos su última fuente de fondos.
El control del comercio del Caribe o de Extremo Oriente solo era una parte de la guerra económica. Europa se vio inundada de mercancías a bajo precio, producidas en las fábricas españolas. Los tejedores franceses no podían competir con las telas valencianas, y las herramientas hechas con acero español eran mejores y más baratas que las locales. Los artesanos quedaron en la ruina, sin los medios que hubieran necesitado para modernizar sus medios, y los fondos con los que se les hubiera pagado pasaron a manos españolas. Incluso los comerciantes vieron peligrar su negocio, ya que los productos de las fábricas españolas competían con ventaja con los tejidos hindúes, o con las sedas y la porcelana china: intentar burlar la vigilancia hispana ya no solo era arriesgado, sino poco provechoso.
Las potencias europeas intentaron limitar las importaciones e imponer pesados aranceles, pero solo consiguieron que el contrabando fuera la principal industria de sus naciones. Ni incrementando la vigilancia en las fronteras se consiguió disminuir la sangría económica, y países como Francia, Brandemburgo, Rusia o Suecia se vieron obligadas a vender a los españoles sus principales riquezas (madera, minerales, caballos, etcétera) para conseguir el dinero necesario para que su economía siguiera funcionando. Concretamente, se conserva una carta del marqués del Puerto en la que señalaba la importancia de adquirir el mineral de hierro sueco al precio que fuera: junto con el vizcaíno, eran los mejores de Europa, con los que más fácil era conseguir acero de gran calidad. España no lo necesitaba, pero no quería dejarlo en manos de ingleses, franceses, alemanes o rusos.
Otra herramienta de la guerra económica fue el control que tenía España de la producción de metales preciosos. Para los parámetros del siglo anterior, España conseguía cantidades inimaginables de oro, plata y piedras preciosas, pero las atesoraba en lugar de ponerlas en circulación. En su lugar, empleaba «certificados» de metales preciosos. En teoría, los que los poseyeran podrían pedir que se les entregara la cantidad de oro o de plata correspondiente a su valor nominal, pero en la realidad era imposible, pues la exportación de metales preciosos estaba estrechamente controlada. Como es obvio, no era poco el oro y la plata que salían de matute, y en Europa quedaban algunas minas de metales preciosos; aun así, las escasas cantidades de oro y de plata que escapaban al control español no bastaban ni para mantener las economías europeas, mucho menos para su expansión. Dado que ni sumando la producción europea de metales preciosos y los contrabandeados bastaban para las necesidades del comercio, incluso los enemigos de España se vieron a emplear los certificados españoles, que se convirtieron en la principal moneda europea, pues para adquirir productos españoles se exigía oro, plata, o estos documentos. El Banco de España regulaba las emisiones para mantener su valor (y su prestigio), pero también controlaba la cantidad de circulante y, por tanto, las economías europeas, incluso las de sus peores rivales. Como es obvio, el valor de los certificados estimuló a los falsificadores, pero se enfrentaron a un objetivo muy difícil, ya que los certificados españoles se imprimían en la Real Fábrica de Moneda y Timbre de Madrid con técnicas fuera del alcance de los imitadores: los billetes falsos raramente pasaban el escrutinio en las fronteras españolas, y los defraudadores se enfrentaron a penas muy graves. Estudios recientes indican que menos del 3% de los certificados que circulaban por España eran falsos, y menos del 1% en el caso de los de mayor valor (cuya emisión y circulación era seguida de cerca y comprobada en los archivos centrales). No ocurría lo mismo fuera de las fronteras, donde incluso los príncipes animaban la falsificación, sin saber que así ellos mismos participaban en la guerra económica: la desconfianza que conllevaban los billetes sin respaldo, solo consiguieron añadir otra causa de instabilidad, y disparar el precio del oro y de la plata.
El arma final fue legal. En el tratado de paz de Chartres, España incluyó una cláusula que prohibía a Francia emplear técnicas robadas a los españoles, y que autorizaba a los hispanos a «tomar las medidas necesarias» para impedirlo. Tal vez los signatarios creían que se refería a medidas diplomáticas o comerciales, pero resultó que, según España, el tratado amparaba a los estragadores españoles que actuaban contra los desertores. Como parece lógico, Luis XIV no era de tal opinión, pero se vio forzado a ceder en varias ocasiones ante la amenaza de una intervención militar.
Consecuencia de la Gran Guerra y de la guerra económica que la siguió fue que los rivales de España se empobrecieron. Sin recursos económicos y minerales, las potencias enemigas (encabezadas por Francia, Turquía y, posteriormente, Rusia) se encontraron con serios inconvenientes para imitar los desarrollos españoles.
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La Inquisición Civil y las máquinas de vapor francesas
Sin embargo, España no se limitó a emplear las armas económicas contra el desarrollo tecnológico de sus enemigos, sino que la Inquisición Civil logró interferir, en ocasiones con notable éxito, como fue el caso de las máquinas de vapor.
Hasta entonces, la economía mundial se había sustentado en la fuerza humana y animal. Aunque hubiera algunas máquinas que empleaban otros tipos de energía (molinos y batanes hidráulicos o eólicos), su papel era marginal. En la primera fase del Resurgir, España tuvo las mismas limitaciones, y el desarrollo económico vino de un uso más eficiente de esa energía, así como del crecimiento de la población consecuencia de la mejora alimenticia y sanitaria. No bastaba, y menos en la Península, sin grandes cursos de agua ni vías acuáticas interiores. Los pequeños ríos asturianos (por ejemplo) bastaban para mover la industria armera, pero no para una industrialización generalizada. En algunas zonas, los molinos de viento proporcionaron energía adicional, pero las regiones de España donde los vientos son fuertes y constantes, como ocurre en el valle del Ebro, eran interiores, mal comunicadas, y menos que idóneas para la industrialización.
La solución era aprovechar otras fuentes de energía. Principalmente, la fósil en forma de carbón o de petróleo, o la hidráulica, no directamente sino mediante la electricidad. Los modernistas eran partidarios de la electrificación, y en 1635 el taller del Barón de Otamendi ya producía los primeros prototipos de generadores y de motores. Tenían la ventaja de no requerir combustibles fósiles, al menos inicialmente, ya que los ríos de las montañas del norte bastarían para producir la energía que se necesitara durante decenios. Además, las conducciones eléctricas permitían llevar la electricidad producida en zonas montañosas, donde había grandes desniveles, al llano o a la costa, donde podían situarse las fábricas. Los modernistas invirtieron enormes cantidades en la electrificación; sin embargo, se necesitaba una infraestructura que aun no estaba disponible: por ejemplo, la producción de alambre de cobre de diámetro constante tenía que hacerse en factorías para las que no bastaba la energía hidráulica.
La alternativa eran las máquinas que quemaran combustibles fósiles (pues la madera no abundaba), y la más sencilla era la de vapor. La sencillez era relativa, porque no era lo mismo construir una primitiva eopilia que una máquina eficiente que propulsara un carromato, un navío, o moviera una fábrica. Aun así, tanto el barón de Otamendi como el marqués del Puerto construyeron máquinas de vapor en una fecha tan temprana como 1630. Con todo, su desarrollo fue laborioso, y hasta 1670 no empezó a generalizarse su uso. Desde allende fronteras se las veía como curiosidades, hasta que el seis de abril de 1681 los barcos de vapor del almirante Atondo aniquilaron a la flota inglesa en la batalla del Támesis.
Incluso antes de la victoria española en Francia ya se trabajaba en máquinas de vapor. De hecho, ya en el siglo anterior se habían hecho experimentos, pero los ingenios existentes no pasaban de juguetes sin aplicación práctica. Cuando se rumoreó que las fábricas españolas se movían con vapor, el rey Luis XIV y Colbert, su ministro de finanzas, destinaron algunos fondos a su desarrollo, pero hasta 1670 no consiguió el físico francés Jean Beausire diseñar una máquina primitiva de un cilindro, aunque seguía siendo tremendamente ineficiente.
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Ahora bien, ese atraso tecnológico tenía fácil remedio: bastaba con atraer a los ingenieros españoles conocedores de técnicas avanzadas. Los ingenieros son personas como todas, y entre ellos siempre habría resentidos o codiciosos. Sin embargo, captarlos resultó mucho más difícil de lo esperado. En primer lugar, no era fácil contactar con ellos. En España se estaba imponiendo un sistema de identificación personal, el llamado «documento nacional de identidad», que sustituía a visados y pólizas. Se fabricaba en la Real Fábrica Nacional de Moneda y Timbre con técnicas avanzadas que dificultaban su copia; por ejemplo, los documentos se protegían con láminas de celulosa plástica (llamada entonces laca plástica, para confundir respecto a su origen), que eran prácticamente imposibles de reproducir. Los falsificadores conseguían imitar el documento con mayor o menor fortuna, y tras lacarlos a veces conseguían buenos resultados. Sin embargo, para descubrir esas falsificaciones bastaba con mirarlas al trasluz o con frotarlas con acetona. En la práctica, la única manera imitar documentos era conseguir algunos reales, levantar la lámina de laca plástica con cuidado, modificarlos sin afectar la marca de agua (algo al alcance de pocos falsificadores), y luego cerrar la lámina con laca. Incluso así, pocas eran las falsificaciones que podían resistir un examen detenido. Un recurso era avejentarlas, pero la policía recelaba de esos documentos gastados.
Por otra parte, llevar una falsificación era peligroso, pues las penas para los transgresores eran muy duras, y bastaba que a un viajero se le encontrara un documento falsificado para que quedara delatado como espía, con poco deseables consecuencias. Aunque hasta finales del siglo XVII no se consiguió registrar a la población peninsular, esos documentos se exigían para entrar o viajar por las regiones fabriles, donde la vigilancia era más estricta. Además, no bastaba con conseguir documentos falsos. Los visitantes estaban obligados a inscribirse en un registro que era revisado periódicamente para comprobar su identidad (obviamente, se convertían en sospechosos quienes decían proceder de zonas devastadas o alejadas, de las que fuera difícil conseguir la confirmación), y los extranjeros, incluso los de naciones aliadas, solo podían entrar con visado y portando un documento que era igualmente difícil de copiar. Los espías franceses trataban de hacerse pasar por valones para justificar su acento, pero los viajeros procedentes de Flandes eran los más vigilados estrechamente, se comprobaba su identidad con frecuencia, e incluso tras esas inspecciones seguían estando en la mira de la Inquisición Civil. No fueron pocos los supuestos flamencos que acabaron dando explicaciones al verdugo.
La dificultad para acceder a los técnicos solo era parte del problema. Científicos y técnicos se consideraban servidores de la Nación, tan valiosos como los soldados, y con similar entrega. El ingeniero que se ponía a servicio del rey francés era considerado un traidor. Eran sabedores de su importancia, y se les instruía para descubrir a los agentes extranjeros; muchos espías fueron atrapados cuando el ingeniero tan interesado por la plata resultó que informaba cumplidamente a la Inquisición Civil. También se controlaba a las mujeres, sobre todo a las meretrices. A los efebos, todavía más: a sabiendas de que los invertidos eran un blanco muy fácil para los agentes enemigos, la Inquisición Civil los protegía si delataban a algún un espía. Además, la Inquisición Civil solía preparar cebos: agentes que se hacían pasar por puteros, homosexuales, o que decían pasar dificultades económicas o familiares. Eran objetivo ideal para los espías, que una y otra vez caían en las trampas hispanas. Tras repetidos fracasos, los agentes franceses aprendieron que intentar captar a un técnico era jugar con fuego o, mejor dicho, con cáñamo.
Aun así, siempre había quien quería ponerse al servicio del rey francés, fuera por apetito de riquezas, por despecho, o por cualquier otro ruin motivo. Pero tampoco era fácil. En primer lugar, tenían que salir de España, y los técnicos valiosos precisaban una autorización para acercarse a zonas fronterizas. Estas regiones estaban muy vigiladas y no era sencillo contactar con agentes que les ayudaran a cruzar. Si conseguían pasar a Francia, eran perseguidos por los agentes de la Inquisición Civil, que hacían bueno su lema de «Ni perdón, ni olvido»; posteriormente, los periódicos españoles describían con todo lujo de detalles el final del traidor. No solo los desertores eran secuestrados cuando no asesinados; fueron frecuentes los estragos, y España avisó al embajador francés que cualquier fábrica que empleara técnicas robadas a los españoles se consideraría pirata y podría ser atacada sin previo aviso. De hecho, el alto horno de Lyon fue volado en 1685 por estragadores de la Inquisición Civil.
El resultado fue que el flujo de técnicos fue escaso, y tanto ellos como las instalaciones donde trabajaban tenían que ser celosamente protegidos. Aunque no se pudo impedir la llegada a Francia de nuevas tecnologías, se consiguió retrasarla. Por otra parte, el que cualquier máquina de vapor pudiera ser objetivo de los estragadores obligó a incrementar la vigilancia, encareciendo tanto su empleo que muchas fábricas renunciaron a utilizarlas.
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Aun así, Francia fue industrializándose poco a poco. En 1673 comenzó a funcionar un alto horno en Lyon (el que fue destruido en 1685, cuando ya había otros dos en funcionamiento), y tres años después se inició la producción de acero con el método del crisol, de tal manera que en 1690 la producción francesa de hierro y acero triplicaba la de 1600; aun así, era un incremento minúsculo comparado con el español: la recién inaugurada siderurgia de Sulcis, en Cerdeña, producía el cuádruple de acero que toda Francia.
Al mismo tiempo, se fue extendiendo el empleo del vapor. La primera máquina de vapor fue diseñada por Jean Beausire en 1670: al llegar rumores sobre las «bombas de fuego» españolas, el intendente Colbert encargó a Beausire que desarrollara una máquina que empleara el calor de la llama. Como no sabía cómo funcionaban los ingenios españoles, se basó en los experimentos de Salomon de Caus, que había diseñado una bomba que trabajaba con el vacío que se producía al enfriar el vapor. La máquina de Beausire era más eficiente, ya que el pistón se movía primero por la presión del vapor, y en sentido contrario al enfriarse. Además, el pistón no aspiraba el agua directamente, como hacía el ingenio de Caus, sino que movía una palanca que, a su vez, accionaba una bomba. A pesar de las mejoras, la máquina de Beausire seguía siendo poco eficaz. El inventor, además, tuvo que enfrentarse a la penuria francesa: el acero producido en Lyon se destinaba en su totalidad a la fabricación de armas, y para construir sus ingenios se vio obligado a emplear planchas de hierro de resistencia dudosa. Incluso estas tenían un precio desorbitado, y Beausire necesitaba mendigar los fondos cada vez que quería construir alguna máquina. En diez años apenas terminó quince, la mitad, pequeños modelos de demostración, y solo tres llegaron a instalarse en minas para desaguarlas.
El salto a una máquina de vapor eficiente se produjo tras la deserción de Martín Azurmendi, que escapó a Francia tras ser acusado de robar la caja de una fábrica de camisas de Valencia. Azurmendi, aunque se titulaba como ingeniero, no era sino un técnico encargado del mantenimiento que solo tenía un conocimiento sucinto de las máquinas que reparaba. Aun así, ayudó a Beausire a construir una nueva máquina que empleaba un condensador separado, y que transmitía el movimiento mediante una biela para hacer girar un eje. Beausire y Azurmendi hicieron una demostración de su máquina ante la corte francesa en 1683, cuando la marina española a vapor ya había conseguido la gran victoria del Támesis. El ingenio que presentaron era un carromato de grandes dimensiones que se desplazaba sobre unos rieles de madera gracias a la máquina de vapor. El invento entusiasmó tanto al rey Luis XIV como a su ministro Colbert, que empleó sus últimas fuerzas (moriría pocas semanas después) para convencer al monarca de la conveniencia de financiar el invento. Inmediatamente después comenzó la construcción del ferrocarril Versalles – París; sin embargo, las obras se retrasaron al apreciarse que los raíles de madera revestidos con hierro no soportaban el peso del ingenio, mientras que la siderurgia de Lyon aun no producía suficiente metal; además, el ataque de los estragadores que destruyeron el primer alto horno y dañaron las esclusas del canal Civors conllevó más demoras. El rey Luis XIV se vio obligado a enviar dos regimientos a Saint Étienne y Lyon. Fue ejemplo de cómo las actividades inquisitoriales retrasaron y encarecieron en empleo del vapor.
Mientras, los agentes seguían actuando contra los desertores, pero también contra quienes imitaran los inventos españoles. En varias ocasiones Colbert pidió explicaciones, pero la embajada española contestó que se había castigado a delincuentes que Francia se negaba a entregar, o a ladrones que robaban la tecnología hispana. En 1675 el marqués de los Balbases, embajador español en París, llegó a amenazar con la guerra si no se liberaba a dos estragadores que, tras ser capturados, iban a ser torturados. Eso no significó que los agentes españoles fueran inmunes; en lo sucesivo, los capturados solían ser asesinados, en lugar de ser torturados públicamente. No debe olvidarse que similar destino corrían los espías franceses, y que la Inquisición Civil solía tomar cumplida venganza cada vez que los franceses mataban a alguno de sus hombres.
Balbases también envió una nota a Colbert que decía que España no pretendía impedir el progreso de Francia, y que los inventores franceses (citando expresamente a Beausire) no serían molestados; ahora bien, se prohibía la violación de cualquier patente española sin autorización. En la práctica, la embajada admitía las peticiones de los emprendedores franceses, pero quedaban sin respuesta; las pocas veces que se concedía la autorización era con condiciones económicas inasumibles.
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Los agentes y los estragadores inquisitoriales siguieron actuando en Francia; sin embargo, Azurmendi se libró temporalmente. No solo por los guardias franceses que le protegían, sino por una estratagema española. En 1812, cuando se había cumplido un siglo del asesinato del técnico, se permitió al acceso a su expediente. En este se encuentra una nota con firma ilegible:
«El traidor [Azurmendi] solo tiene un conocimiento superficial de cómo emplear el fuego para mover ingenios. No se le cree capaz de idear nuevas máquinas, y ni siquiera de explicar su funcionamiento. Sin embargo, es depositario de ideas que pueden ser peligrosas para los intereses de la Monarquía. El que suscribe propone emplear la ignorancia del desertor para desprestigiarle y hacerle parecer un espía español portador de ideas falsas».
La Inquisición inició una campaña de engaños. Permitió que su esposa pudiera salir de España tras entregarle una sustanciosa cantidad, seiscientos ducados en monedas de oro; cuando la pobre mujer fue interrogada por los franceses, dijo que esos dineros eran el producto de una herencia; al ser amenazada con la tortura declaró que eran para conseguir que Azurmendi volviera a España. Obviamente, los amos franceses del desertor comenzaron a sospechar.
Con similar intención, un técnico español se desplazó a Praga para colaborar en la construcción de una fábrica de armas. Por entonces, las máquinas de vapor seguían siendo secretas, y la factoría iba a emplear energía hidráulica. Sin embargo, el técnico llevaba también los planos de una máquina de vapor de acción simple con un condensador refrigerado por el agua de la caldera. Una nota indicaba que se hacía para que el agua condensada tuviera temperatura alta y así mejorar la eficiencia energética e impedir que los bruscos cambios de temperatura dañasen los conductos. Resultó que el enviado español era muy descuidado y no vigiló suficientemente los documentos. Los agentes imperiales la copiaron, sin saber algo que la Inquisición Civil sí sabía: que entre el personal de la fábrica bohemia había agentes a sueldo de los franceses. Como era de esperar, tomaron nota del diseño de la máquina.
Paralelamente, se preparó un falso accidente. La máquina del remolcador de vapor «Virgen del Auxilio» se sustituyó por otra confeccionada con los planos «perdidos» en Praga, y poco después se dejó que la embarcación embarrancase cerca de Brest, muy cerca de una batería de costa. Los españoles exigieron hacerse cargo de los restos del pecio, pero este desapareció entre las olas… no sin que la máquina hubiera sido desmontada. Era como la de Praga, diferente a las maquinas con las que Azurmendi decía haber trabajado, e hizo sospechar a los franceses de que, en realidad, el desertor no lo era, sino un agente doble cuya intención era confundir a los franceses.
La máquina del Virgen del Auxilio, había sido diseñada expresamente para confundir a los franceses. Al emplear en el condensador agua caliente de la caldera, el agua condensada lo era a elevada temperatura y se conseguía que hirviera con menor consumo de combustible. Además, no había partes de la máquina frías en contacto con otras calientes, un problema en una época en la que tanto la fundición como la soldadura era poco fiable. A cambio, la eficacia del condensador era mucho menor, y se producía un exceso de vapor que una válvula desviaba hacia la chimenea, de tal manera que actuaba como un sistema de tiro forzado e incrementaba la eficiencia de la combustión. El único inconveniente (aparentemente) era que el consumo de agua era mayor, y se precisaba reponerla casi continuamente. Un serio problema en vehículos terrestres móviles, pero menor en máquinas fijas o en embarcaciones.
Sin embargo, no era sino un engaño. La máquina, como se ha dicho, era más eficiente a bajas presiones, pero podía entrar en un ciclo de realimentación: si la temperatura del agua de alimentación se elevaba demasiado, la eficacia del condensador disminuía, y se eliminaba más vapor a presión. Este, a su vez, incrementaba el tiro y por tanto la temperatura de la caldera, que podía llegar a estallar. Bastaba con alimentar el hogar con demasiado carbón para que ocurriera. Como un fallo así hubiera sido demasiado burdo, la máquina falsificada incluía sistemas de seguridad: había una segunda válvula que se abría si la presión era demasiado alta, mejorando la seguridad a costa de la eficiencia energética. Una segunda medida de seguridad era un diafragma que limitaba la entrada de aire en la máquina para controlar la combustión. En realidad, ambos sistemas eran tramposos. Por una parte, las válvulas se obturaban con facilidad, sobre todo si se empleaba agua de mar, que era la utilizada en la máquina falsificada del Virgen del Auxilio: aunque, en teoría, el vapor era de agua pura, la sal y el carbonato de calcio producían concreciones en la caldera, y el vapor arrastraba algunos restos hacia las válvulas y acababa por bloquearlas. El diafragma era una trampa aun más sibilina: solo funcionaba bien con poco vapor, pero si el tiro aumentaba mucho la falta de aire producía una combustión incompleta y se acumulaba monóxido de carbono en el hogar; además, la apertura del diafragma actuaba como una tobera, y el chorro de aire se hacía turbulento, se mezclaba mejor con los gases producto de la combustión incompleta del carbón e incrementaba la eficacia de la combustión. Si se abría el hornillo para alimentar el hogar, se incrementaba bruscamente la entrada de aire y se producían llamaradas e incluso explosiones. Para evitarlo, el carbón del Virgen del Auxilio estaba triturado y la máquina se alimentaba mediante una tolva que apenas permitía entrar aire, pero los atascos eran frecuentes, y los fogoneros tenían que ser muy cuidadosos al removerlos para que limitar la entrada de aire. para eso, había otro «sistema de seguridad» adicional, que era un pequeño aspersor con el que se podía humedecer ligeramente el carbón; pero esa agua se convertía en vapor dentro del hogar, aumentaba la presión interior, y podía producir llamaradas. Incluso cuando no se producían esos efectos, los gases calientes ardían dentro de la chimenea, que podía ponerse al rojo, un serio peligro en barcos de madera, aunque estuviera revestida de ladrillos refractarios. La última trampa estaba en el carbón triturado, que llenaba las salas de máquinas de polvillo explosivo.
Azurmendi era un técnico que podía hacer bosquejos de máquinas pero que no comprendía su funcionamiento. Inspeccionó la maquinaria del Virgen del Auxilio, y dijo que era de tipo más avanzado que las que él conocía. Sus amos franceses, aunque recelaron de su respuesta, se limitaron a mantener al técnico desertor bajo vigilancia mientras copiaban la máquina (paradójicamente, fue llamada de «tipo Azurmendi», mientras que el primer diseño fue llamado «tipo Beausire»). En 1688 se botó el «Le Royal», el primer vapor francés, que en su primera singladura navegó desde París hasta Le Havre. Poco después se construyeron más máquinas para mover embarcaciones y locomotoras primitivas. Estos primeros modelos experimentales funcionaron bien, en parte porque eran manejadas por técnicos que las conocían, y por emplear agua dulce. Sin embargo, la caldera de la batería flotante «Le Tatou» estalló en 1700, tras pocas semanas de uso, y pocas semanas después la de su gemela Sourdis fue origen de una deflagración que acabó por incendiar la embarcación.
Suponiendo que los franceses sospecharían, la Inquisición Civil preparó una nueva añagaza: hizo que en los periódicos españoles se publicaran con cierta frecuencia notas sobre barcos que habían sufrido explosiones de calderas, y se exageró lo ocurrido en el Rubí, un navío de dos puentes convertido al vapor que se había perdido en Nápoles tras incendiarse. Para completar el escenario, la Inquisición Civil preparó otros dos «accidentes», uno en Pasajes de San Pedro y otro en San Juan de Luz, empleando un viejo remolcador y una urca en mal estado que fue transformada al vapor.
Como era de esperar, pronto se supo en Francia que la marina hispana estaba sufriendo incidentes similares; además, como los sucesos de San Juan de Luz y de Pasajes fueron observados por agentes galos (de hecho, eran seguidos y se esperó a que estuvieran presentes para escenificar los «accidentes»), no hubo dudas de que esos siniestros eran reales. De tal manera que los franceses sospecharon aun más del desertor, que fue encerrado en la Bastilla. Siguieron construyendo máquinas de «tipo Azurmendi», que manejaban con precaución, descubriendo que, si se empleaba agua dulce, se ponían varias válvulas de seguridad y se inspeccionaban con frecuencia, podían evitarse los accidentes.
Sin embargo, en 1702 reventó la caldera del Victorieux, un navío de ochenta cañones con máquina de vapor. El accidente se produjo en El Havre durante una demostración ante el rey Luis XIV. El resultado fue desastroso: la primera explosión fue relativamente poco potente, y probablemente se debió a gases acumulados, como en la Sourdis. Secundariamente se produjo una gran deflagración, probablemente causada por el polvo de carbón, que convirtió la sala de calderas en un infierno y que se extendió a la batería baja. Desde la tribuna real primero vieron una llamarada que salía por la chimenea, y segundos después, tripulantes envueltos en llamas que saltaban al agua por las portas de la batería, en medio de una gran humareda. El monarca francés observaba la terrible conflagración y estaba disponiendo los auxilios cuando estalló el pañol de pólvoras. El navío se deshizo, y restos en llamas fueron proyectados sobre la rada, incendiando otros dos navíos y seis barcos menores. Las víctimas sobrepasaron el millar, ya que la dotación del Victorieux pereció casi al completo. La tribuna real fue alcanzada por los restos, y el rey sufrió heridas menores al caer el toldo. Tras recuperarse, ordenó al cardenal Dubois, que había sucedido a Louvois (a su vez, sucesor de Colbert) que indagara lo ocurrido, pues era notorio que en España se empleaba el vapor sin que se sufrieran semejantes desastres. Dubois encargó la investigación al físico Denis Papin, que había inventado un sistema de cocción a presión, sin saber que en España se empleaban desde mediados del siglo anterior.
Papin construyó una máquina de vapor de pequeñas dimensiones para sus ensayos. Al principio, intentó mejorar los sistemas de seguridad, con escasos resultados: las válvulas seguían atorándose, y solo se conseguía evitar que fallaran si se desmontaban con frecuencia para limpiar las concreciones, que seguían produciéndose incluso empleando agua muy pura (posteriormente, el físico Marcel Poincaré descubrió que se debía a que Papin había empleado agua de montaña y no agua destilada). Papin también descubrió que el diafragma de la admisión de aire era contraproducente, pues lo mismo ahogaba la llama en el hogar que producía deflagraciones, como la del Victorieux. Era mejor retirarlo y alimentar la máquina con sumo cuidado. Humedecer el carbón también era peligroso porque podía o apagar la llama, o que al elevarse la presión en la caldera salieran llamas por el hornillo y por la chimenea. Sin embargo, Azurmendi había declarado cuando fue interrogado que las máquinas con las que trabajaba no necesitaban esos cuidados. Papin intentó mejorar el condensador, sin resultados. Finalmente, el físico francés sospechó que el diseño era defectuoso y que se autoalimentaba.
Para comprobarlo, construyó una segunda máquina y cruzó el condensador con la primera. Vio que si la segunda estaba apagada era necesario más carbón, y que el tiro era peor, como decían las instrucciones de la máquina de Praga. Encendió la segunda, pero el agua se elevó hasta cerca del punto de ebullición y el vapor, a salir por las válvulas de seguridad. Sin embargo, para evitar el desastre bastó con apagar la segunda caldera y echar agua fría (un ayudante sufrió serias quemaduras al hacerlo). Finalmente, Papin comprendió que Azurmendi tenía razón, y que la clave estaba en separar el condensador de la máquina. En su informe final escribió que la máquina española era tan peligrosa que parecía haber sido diseñada para que reventara, e incluso sugirió que podría haber sido un engaño de la Inquisición Civil. El diseño Azurmendi fue abandonado, el desertor, rehabilitado, y se comenzó la construcción de máquinas Papin. La confirmación de la maniobra española se produjo cuando en 1712 Azurmendi fue quemado vivo: el desertor rindió un último e involuntario servicio mostrando a los traidores la horrible muerte que les esperaba.
El resultado de esas maniobras fue retrasar treinta años la industrialización francesa. Una vez descubierto el defecto, no resultó difícil modificar las máquinas existentes, pero durante ese tiempo apenas se había trabajado en mejorar el funcionamiento del cilindro: la primera máquina de doble acción (diseñada por Papin) empezó a funcionar en 1707, más de setenta años después de los diseños de Otamendi, y hasta 1725 no se construyeron máquinas compuestas.
Algo parecido ocurrió en otros estados. Como tenían todavía menos recursos que Francia, los inventores tenían que trabajar en la miseria, y sus métodos eran tan ineficaces que el fruto de sus esfuerzos solía ser más peligroso para ellos que para el Imperio Español. Un ejemplo fue el «Jägermuskete» del armero germano Martin Meylin, que pretendía ser equivalente al mosquete Orbaiceta modelo 57 (mosquetes del tipo 45 equipados con la llave Figal de retrocarga). El Jägermuskete empleaba las mismas técnicas que el español, especialmente su cañón taladrado y no soldado, y además incorporaba un rayado para emplear balas troncocónicas Entrerríos; sin embargo, el arma consiguió una pésima reputación por la frecuencia con la que estallaba, no por una construcción descuidada, sino porque el acero empleado tenía impurezas y las barras eran de resistencia irregular.
En estos casos, la Inquisición Civil actuó como en Francia. Por lo general, no molestaba a los inventores locales, salvo arrojando sospechas sobre ellos, o difundiendo información falsa que les llevara a errar en sus esfuerzos. Ahora bien, los desertores corrían aun más peligro que en Francia, y también quienes les dieran empleo, o se aprovecharan de sus logros. Es más, fue frecuente que los embajadores españoles exigieran la demolición de las industrias que consideraban ilícitas, y no fueron raros los incendios provocados o las destrucciones.
El resultado de los esfuerzos inquisitoriales fue retrasar la difusión de las técnicas españolas y el progreso tecnológico de las demás potencias, así como. El historiador Don Rafael Antolín Herrera, en su obra «La crisis del siglo XVII: de la defenestración de Praga al tratado de Bayona», señala que las innovaciones españolas tardaron, de media, unos cincuenta años en ser imitadas por los franceses: el primer alto horno español se adelantó cuarenta y seis años al primero francés, y el fusil de retrocarga Saint Etiénne apareció a los cincuenta y ocho años del Otamendi. El primer vapor francés fue más precoz, pues el «Le Royal» fue botado a los treinta y seis años del Felipino, pero las máquinas de los vapores franceses de la Guerra de Sucesión eran comparables, a lo sumo, a las que llevaban los remolcadores españoles de cincuenta años antes.
Antolín señala que en siglo anterior la difusión de las ideas había sido mucho más rápida: la de la imprenta fue relativamente lenta, pues hasta 1472 no empezó a funcionar la primera imprenta española, treinta y dos años después de que Gutenberg comenzase a trabajar en su Biblia en 1540. Sin embargo, la imprenta tuvo un papel crucial en la propagación de ideas, como demostró la era de los descubrimientos: Terranova fue descubierta en 1497, cinco años tras del Descubrimiento de Colón, y Brasil, en 1500. Juan Sebastián Elcano completó la primera vuelta al mundo en 1522, a los treinta años del viaje de Colón: menos de lo que había tardado en llegar la imprenta a Segovia. Lo mismo ocurrió tanto con técnicas, como las mejoras en las armas de fuego y en las fortificaciones, como en ideas: la difusión de la herejía protestante fue casi explosiva. La imprenta había creado un medio de comunicación que hacía que los hallazgos se comunicaran al resto del mundo en pocos años. Incluso los secretos lo eran poro poco tiempo: en 1624 la factoría valenciana fundada por el futuro marqués del Puerto producía espejos tan buenos como los venecianos.
Sin embargo, este ritmo no afectó al Resurgir español. Antolín señala que durante el siglo XVII la velocidad de difusión volvió al de tiempos previos a la imprenta. Es más, durante la segunda mitad del siglo el ritmo fue aun menor: mientras que en 1660 Francia habían copiado los cuchillos de Breda que los españoles empleaban desde dos décadas antes, en 1705 el atraso francés en tecnologías como el vapor o la producción de explosivos superaba el medio siglo. Semejante retraso (que, en menor medida, se mantendría hasta la Segunda Gran Guerra), y según Antolín, solo puede explicarse por la actuación de la Inquisición Civil.
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Un soldado de cuatro siglos
El declive del Santo Oficio
El crecimiento de la Inquisición Civil fue de la mano del declinar del Tribunal del Santo Oficio de la Inquisición, que al finalizar el siglo apenas era una sombra de lo que había sido. Podaron la institución sucesivos ministerios modernistas de la mano de prelados ilustrados, a quienes preocupaba que tantas veces el Santo Oficio hubiera sido utilizado con motivos espurios. Era frecuente que las rivalidades personales y las envidias llevaran a denuncias que causaban grave daño al procesado, y también se había utilizado como arma política, como en el caso de Antonio Pérez, cuando Felipe II empleó el tribunal de la Inquisición para burlar la jurisdicción aragonesa. En la soterrada pero enconada pugna entre tradicionalistas y modernistas, el Santo Oficio podía ser poderosa herramienta en manos del clero más conservador. De hecho, se intentó varias veces, la última tras la muerte del rey Carlos II, arruinando su prestigio y llevando a su abolición en 1705, durante la guerra de Sucesión. Ahora bien, por entonces su poder era solo una fracción del que había tenido el siglo anterior tras las reformas de 1655, de 1660 y de 1683 que impusieron medidas legales destinadas a fiscalizar los procesos.
La principal fue la de 1655, por decreto del rey Felipe IV, que refrendó un documento redactado por el arzobispo de Valencia, Don Pedro de Urbina y Montoya, que había sido llamado a Madrid para incorporarse al Consejo de Castilla. Se cree que, a su vez, el arzobispo se inspiró en una carta que no se ha conservado y que sería obra de alguno de los principales líderes modernistas. En todo caso, los historiadores coinciden en que la reforma del Santo Oficio favorecía los cambios que estaba impulsando la facción modernista, que con razón temía que se empleara la Inquisición contra ellos. Aun así, en el preámbulo de la Real Orden que modificaba las atribuciones del Santo Oficio, la reforma se justificaba por los frecuentes abusos que se realizaban, con grave escándalo que perjudicaba el honor del Tribunal. Nótese que el rey Felipe IV se atribuía la potestad de modificar la estructura de una institución eclesiástica; era signo la desvinculación cada vez mayor de la Monarquía española del Papado, que se había iniciado con el escándalo del Vesubio. La Real Orden incluía una disposición que la hacía vigente en espera de la autorización papal, que no costó obtener, pues la solicitud real se acompañó de una carta (tampoco se ha conservado, pero varios testigos de la época coinciden en su contenido) que advertía al Sumo Pontífice de que, en caso de que no fuera refrendada en su totalidad, España podría investigar el nepotismo y las veleidades profrancesas de la Curia. Incluso se rumoreó (sin pruebas documentales) que el embajador español recordó al papa lo que había sufrido Roma un siglo antes, a manos de un ejército español.
La Real Orden modificaba los procedimientos que se seguían durante los procesos. Uno de los principales cambios fue la prohibición de las denuncias anónimas. Era, tal vez, la cuestión que más resquemor causaba, pues buena parte de esas denuncias se debían a rencores y envidias, al interés en perjudicar a rivales, o se hacían ecos de habladurías. Tras la reforma, el denunciante no solo debía identificarse, sino que debía presentar pruebas razonables de sus sospechas. La Real Orden, además, prohibía al Santo Oficio investigar sin que mediara una denuncia (con excepciones que posteriormente se comentarán); significó que, a partir de entonces, el Santo Oficio ya no podía vigilar a grupos sospechosos. Obviamente, aun se podía alentar a los denunciantes, pero se establecía otra salvaguardia: antes de proseguir con el proceso inquisitorial, el Santo Oficio debía presentar sus pruebas ante un tribunal eclesiástico dependiente de los obispos, que decidía si había motivos suficientes para autorizar el proceso. Si no los había, el investigado quedaba exculpado, y no se podía reiniciar el proceso hasta que no se presentasen nuevas pruebas, que debían ser de diferente origen; en la práctica, los tribunales eclesiásticos veían con recelo esas nuevas pruebas, pues solían estar amañadas.
La justificación de estos cambios estaba en el grave daño que en la honra sufrían los encausados, a pesar de que los más eran absueltos. Es más, ya que ahora cualquier proceso derivaba de una o varias denuncias, el tribunal eclesiástico podía sancionar al denunciante si tenía sospechas razonables de que la falsedad de la acusación y, si había motivos espurios, debía trasladar el caso a tribunales civiles para que el falsario respondiera ante el acusado. Se dieron instrucciones a los tribunales eclesiásticos para que solo se admitieran las denuncias por causas de cierta entidad, pues hasta entonces las más habían sido por motivos banales, como no cumplir el ayuno, sonreír a destiempo, blasfemar, etcétera.
Si el tribunal aceptaba que prosiguiera el proceso, el acusado podía gozar durante toda la causa del consejo jurídico y religioso de un jurista de su elección, a su vez asistido de un sacerdote con formación teológica y jurídica que el Santo Oficio debía proponer. Este consejo era gratuito: el Santo Oficio se hacía cargo de las costas de la causa, y solo podía resarcirse si el encausado era condenado a la confiscación de sus bienes, que en ningún caso podía ser total, para no dejar familias inocentes en la indigencia.
El Santo Oficio tampoco podía hacer detenciones. De nuevo, debía ser el tribunal eclesiástico quien las autorizara. Sin embargo, la Real Orden indicaba que la Iglesia tenía potestad sobre las creencias y prácticas de los encausados, pero no sobre sus personas. De tal manera que ni el Santo Oficio ni el tribunal eclesiástico podían expedir órdenes de detención, sino que debía presentarlas a un tribunal civil que, tras revisar la causa y oír al acusado, podía o no refrendarlas. Solo en casos excepcionalmente graves se autorizaban las detenciones preventivas. La prisión debía mantenerse durante el tiempo mínimo preciso y, en caso de prolongarse, el detenido podía recurrir bien ante el tribunal eclesiástico, bien ante el juez civil, que podían ordenar su liberación si consideraban que había dilaciones no justificadas. Si el detenido fallecía durante su apresamiento, los familiares estaban autorizados a exigir ante el tribunal eclesiástico que investigara si el deceso se debía a maltratos (pues la Real Orden prohibía los castigos corporales y la tortura) y, en caso de que así fuera, obtener una justa compensación. Incluso podían llevar al inquisidor responsable ante los tribunales civiles; nótese como la orden permitía que un tribunal civil juzgara a un eclesiástico, un importante precedente legal que la Santa Sede se vio forzada a autorizar.
El encausado, detenido o no, tenía las mismas garantías que ante un tribunal civil. Debía ser informado de la acusación y de las pruebas que hubiera en su contra. No podía ser sometido a tortura, ni a castigos degradantes o inhabituales. Debía ser oído libremente, y podía cuestionar tanto a los testigos como a las pruebas que lo acusaban. Asimismo, la orden recuperaba el atenuante de gracia: si el encausado se declaraba culpable, al ser muestra de arrepentimiento, podía reconciliarse sin castigos severos. En caso contrario, debía ser el fiscal quien solicitara al Tribunal el fallo, impidiendo pues la artimaña empleada hasta entonces, de que fuera el acusado quien lo pidiera, para poder así aportar más pruebas y dilatar el proceso. Tampoco se permitían las dilaciones indebidas: el fiscal tenía que dar cuenta periódicamente de su actuación al Tribunal Eclesiástico y, si este consideraba que había retrasos injustificados, podía recomendar al acusado que solicitara el fallo, obligar al fiscal a solicitar a hacerlo, o incluso ordenar que se sobreseyera el caso si la demora era exagerada.
Una vez el fiscal o el acusado pedían que el Tribunal fallara en caso, cualquier nueva prueba se consideraba extraordinaria, podía ser cuestionada por los defensores, y el fiscal tenía que presentar pruebas sólidas que justificaran el no haberla presentado antes. No se permitía que el proceso se suspendiera (otra manera de aportar nuevas pruebas), salvo en casos justificados. Si el proceso llegaba a una condena, el fallo del Tribunal del Santo Oficio tenía que ser motivado, y debía comunicarse en tiempo al acusado, para que pudiera recurrirlo. El tribunal solo podía aplicar los castigos recogidos en la Real Orden, y se prohibían las sanciones arbitrarias. Por último, debían ser los tribunales civiles los que confirmaran las penas; podían atenuarlas o anularlas, pero nunca agravarlas.
En la práctica, un proceso que ya era muy garantista (los procesos inquisitoriales, a pesar de su mala fama, eran modélicos comparados con el bárbaro simulacro de justicia que imperaba en Europa), pasó a ser ejemplar. Con tantas limitaciones, como es de suponer, las condenas fueron escasísimas, y se dirigieron casi exclusivamente contra falsos conversos culpables de proselitismo, especialmente en las Indias. Incluso en tales casos, las penas solían ser pecuniarias, de privación temporal de libertad, o de expulsión si eran colonos. Además, si el condenado daba pruebas de arrepentimiento (por ejemplo, escogiendo un convento para su reclusión para allí seguir los preceptos religiosos), podía ser aliviado parcial o totalmente. Tan solo algunos recalcitrantes fueron condenados a reclusión a perpetuidad, que frecuentemente se limitó al arresto domiciliario, otras veces fue en convento, y raramente en las duras cárceles civiles. Las escasas condenas a muerte fueron conmutadas por las de reclusión; de hecho, los tribunales civiles recibieron instrucciones expresas de no refrendar esas condenas. El último auto de fe que conllevó ejecuciones (por garrote vil) fue el de Cuenca de 1656. Sin embargo, cuando en 1659 el Inquisidor General Diego de Arce quiso celebrar un auto de fe en Madrid, en lo que todos veían como pulso a la monarquía y amenaza contra los modernistas, tuvo que renunciar a causa de las presiones de Felipe IV. Su sucesor, el cardenal Pedro de Aragón, impulsó la reforma del Santo Oficio de 1660 que permitía a los condenados recurrir los fallos ante los tribunales civiles y, si la condena era muy grave (de confiscación de bienes, prisión a perpetuidad, o a muerte), el caso debía dirimirse por un tribunal especial. La reforma de 1683 permitía que los acusados de herejía o de ser judaizantes pudieran declararse como miembros de las iglesias reformadas o como hebreos, sustrayéndose al Santo Oficio, aunque en tal caso se subordinaban a los tribunales civiles. Debe tenerse en cuenta que aun no había libertad religiosa. Aunque se toleraban determinadas prácticas religiosas no católicas, era en determinados territorios (por ejemplo, en algunas zonas de Flandes, tras las capitulaciones de 1648, o en las posesiones del norte de África). Con muy escasas excepciones se prohibía a los no católicos el acceso a cargos públicos, y se prohibía la permanencia en algunas partes del Imperio, especialmente en las Indias. En la práctica, las sanciones por violar estas prohibiciones solían ser mayores que las que aplicaba el Santo Oficio a herejes o judaizantes.
Las tres reformas hicieron que el Santo Oficio abdicara de su papel de «policía del pensamiento» de los españoles, y ya no pudo interferir con el desarrollo económico y social de los reinos de la Monarquía. Sin embargo, no con ello desapareció la institución. Siguió siendo garante de la moralidad del clero, y también vigiló las transgresiones graves de la moralidad, como la práctica de relaciones contra natura; en estos casos, los acusados solían preferir el Tribunal del Santo Oficio, que aplicaba penas inferiores a los civiles. Ahora bien, la misión principal del Tribunal pasó a ser vigilar la entrada de falsos conversos en las posesiones españolas.
Me temo que con el próximo mensaje esta parte llegará a su final. Aun tengo bastante material escrito, pero no me gusta publicar sin un «colchón», es decir, sin unos cuantos capítulos ya escritos y revisados.
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Un soldado de cuatro siglos
El Tribunal del Santo Oficio en las Indias
Paralelo al declinar del Tribunal del Santo Oficio de la inquisición en los dominios europeos de la Monarquía, fue su papel en Ultramar, donde resultó crucial en la población de los nuevos territorios.
Los enormes espacios que España había descubierto y de los que había tomado posesión quedaron casi despoblados a causa del terrible efecto de las enfermedades infecciosas en indígenas que no tenían resistencia contra ellas. Mantener esas extensiones vacías equivalía a pedir que fueran otras potencias quienes las ocuparan, pero hasta mediados del siglo XVII España mantuvo un control estricto de la emigración. Para pasar a las Indias se requería una licencia que, inicialmente, solo se concedía a los naturales del Reino de Castilla y, posteriormente, también a los soldados licenciados. El flujo migratorio era mínimo: por ejemplo, durante los veintitrés años del reinado de Felipe III pasaron legalmente a América veintidós mil personas, unas novecientas cada año. A esa cifra había que añadir los acompañantes, y además hubo inmigración al margen de la legalidad, en su mayoría de marineros (algunos, verdaderos hombres de mar, pero muchos eran polizones con documentos falsificados). Aun así, se estima que durante la segunda mitad del siglo XVI y los primeros veinte años del XVII, la emigración anual a las Indias rondaba las cuatro mil personas al año. En esos setenta años, doscientos ochenta mil; una cantidad notable, pero apenas el 5% de la población de Castilla.
Durante los primeros años de reinado de Felipe IV incluso disminuyó el ritmo a causa de las epidemias y las hambrunas que diezmaron la Península, y que afectaron con dureza a Sevilla. La tendencia empezó a cambiar cuando se concedieron tierras en las Indias a los soldados licenciados: en cada uno de los cinco años siguientes al final de la Gran Guerra pasaron a las Indias unos diez mil veteranos, acompañados de sus familias (aunque no pocas veces las acompañantes eran mujeres públicas a las que se ofrecía una segunda oportunidad como esposas de los soldados licenciados). Como consecuencia, la población de origen español en América se incrementó rápidamente. Aun así, seguía siendo una gota de agua en un océano: en 1650, la población de los territorios hispánicos de las Indias, que era de unos diez millones, no llegaba a la mitad de la precolombina (aunque los censos no incluían los «indios salvajes», aun no sometidos, su número también había disminuido). Además, había que poblar otros territorios de gran importancia estratégica y económica, como Egipto, el Sur de África, las islas del Océano Índico o la gran isla continente de Tercera (aunque a esta habían llegado decenas de miles de refugiados quirisitanes).
Ese elevado ritmo decayó una vez licenciados los veteranos, ya que la relativa paz permitió disminuir el tamaño de los ejércitos. El descenso se produjo a pesar de que la población peninsular había superado la crisis demográfica de principios de siglo, e incluso crecía a buen ritmo a pesar de la crisis climática (la «Pequeña Edad del Hielo») y de la emigración: en el decenio de 1660 a 1670 se llegó al 2,2% anual. A pesar del aumento de la población, no lo hizo el número de españoles que emigraban: el progreso de la agricultura estaba produciendo excedentes que alejaron (definitivamente) el espectro del hambre, y la naciente industria atraía los brazos que cada vez en mayor número sobraban en el campo. Intentando incrementar el flujo migratorio se relajaron los criterios para la concesión de licencias, abriendo las Indias a otros reinos peninsulares, empezando en 1652 por los de la Corona de Aragón. También se deportaron delincuentes bajo estrecha vigilancia, y se prosiguió con el establecimiento de veteranos. A pesar de ello, el flujo siguió minorando, sobre todo porque eran menos los soldados licenciados en esos años de relativa paz. La apertura de las Indias a los naturales de otros reinos hispánicos (italianos y flamencos, con la exclusión de los territorios que habían sido rebeldes) apenas consiguió mantener el ritmo de diez mil emigrantes al año, ni siquiera alentando la creación de «Compañías de colonización» a las que se les encargaba poblar los nuevos territorios.
En 1662 se tomó una medida heroica: permitir que se pudieran establecer en las Indias colonos católicos que no fueran naturales de los dominios hispánicos. Se dio prioridad a las minorías católicas perseguidas de las naciones protestantes, así como a los cristianos orientales que sufrían la opresión musulmana, tanto católicos como ortodoxos. Posteriormente se admitió a católicos de cualquier procedencia. A las autoridades españolas no se les escapaba que una fracción importante de esos católicos que solicitaban emigrar no lo eran. Los más lo hacían acuciados por el hambre, pero se temía que algunos pretendieran trasplantar a las Indias su herejía, aprovechando el sustrato que suponían los falsos conversos.
Los españoles no estaban ciegos a tal riesgo. La primera medida para impedirlo fue dispersar a todos esos católicos dudosos, para que no pudieran crear pequeñas colonias de lengua y creencias extrañas; al contrario, se vigiló que los no hispánicos fueran pocos, nunca de la misma procedencia, y no se permitía el empleo de otras lenguas que no fueran la española o, en algunos territorios, la catalana, valenciana, vizcaína, portuguesa o italiana: aunque no se vigilaba el ámbito privado, la Real Orden de 1665 negaba la validez de cualquier documento que no estuviera redactado en lenguas peninsulares o italianas. Además, la citada Real Orden indicaba que, ya que se pretendía que los documentos pudieran emplearse en cualquier lugar del Imperio, debían acompañarse de una copia en castellano, que tenía prioridad en caso de discrepancia. Así se desalentaba el empleo de otras lenguas no solo en actividades oficiales, sino en el comercio. Al mismo tiempo, no se permitió la escolarización en lenguas que no fueran las antecitadas y, si no eran la castellana, era obligatorio que los alumnos probasen un nivel adecuado de conocimientos de la lengua común. La intención era que, aunque los emigrantes fueran polacos, bohemios alemanes o sirios, sus hijos se criarían entre españoles, hablarían español y acabarían por serlo. Ahora bien, la fe podía ser un arma muy poderosa, y la hispanización peligraba si se permitía la llegada de predicadores herejes.
La cuestión estaba en que pocos de los emigrantes podían probar que eran católicos, y menos aun los procedentes de países protestantes. Tampoco podían creerse los documentos que aportaran, que eran fáciles de falsificar. En su lugar, los aspirantes tenían que hacer una profesión de fe ante notario, con clérigos actuando como testigos. Al hacerlo se sujetaban a la jurisdicción eclesial y, especialmente, a la del Tribunal del Santo Oficio. Como era de esperar, una fracción importante de esos católicos no lo eran en realidad, como han demostrado estudios recientes. Aun así, las más de las veces hacían la profesión de fe para escapar de la miseria, y sus descendientes se hicieron católicos de corazón. Con todo, hubo bastantes casos de falsarios que pasaron a las Indias con la intención de extender las creencias protestantes en tierras españolas. Algunos lo hacían por un equivocado idealismo que les hacía pensar que hacían la obra de Dios con su proselitismo, pero muchos lo hicieron azuzados por las potencias enemigas de España, que querían introducir una cuña en su imperio. Hasta tal punto que en Francia el dicho era: «Ancien huguenot, nouvel espagnol» (viejo hugonote, nuevo español). Así, el rey Luis XIV se deshacía de sus problemáticos súbditos y traspasaba el problema a sus enemigos españoles.
El Santo Oficio fue el encargado de vigilar esas posibles falsas conversiones. Ya que los delincuentes estaban cometiendo delitos no solo contra la Religión, sino contra la Monarquía, e incluso podían ser agentes enemigos, se relajaron las normas que regían en España. En Ultramar se permitió que se actuara por sospechas o tras denuncias que en este caso podían ser anónimas, aunque si se demostraban falsas sus autores eran castigados. Las más de las veces se denunciaba por no respetar los ritos católicos, habitualmente por descuido o desconocimiento. Con menos frecuencia, por expresiones contrarias a la fe católica. Para corregir a los transgresores solía bastar con admoniciones, que la primera vez eran en privado, para dar oportunidad de corrección. Los que habían pasado a Indias buscando un mejor futuro no solían necesitar más avisos. Ahora bien, el Santo Oficio podía actuar con dureza contra los renuentes, y la contumacia podía llevar a la confiscación de bienes y a la expulsión de las Indias. Cuando se trataba de falsos conversos que efectuaran proselitismo o intentaran implantar iglesias reformadas, las sanciones eran mucho más graves y se asemejaban a las que aplicaba el Tribunal antes de las reformas. Además, como habían hecho un falso juramento, esos falsarios no solo eran culpables ante la Iglesia, sino también civilmente. En esos casos, el proceso era todavía más duro. Debían ser los acusados quienes probaran su inocencia (uno de los contados casos que quedaron de inversión de la carga de la prueba) so pena de confiscación y expulsión, a veces precedida de periodos más o menos largos de servidumbre. Si había certeza de actuación contra la monarquía, la pena podía llegar a ser de muerte. Aun así, estas condenas tenían que ser confirmadas por tribunales primero eclesiásticos y luego civiles, y habitualmente solo se aplicaban en casos muy graves (como el proceso de Naiad, en el que se juzgó a los componentes de una célula calvinista enviados por rebeldes escoceses) o a los reincidentes. Fue la única excepción a la instrucción de conmutar las condenas a la última pena por las de reclusión.
Ahora bien, en el control de esos emigrantes no todo era vigilancia y castigos. En su mayoría eran católicos de corazón y, de los protestantes, los más habían hecho una profesión de fe sincera. Además, tampoco había excesivas diferencias entre la manera de vivir la fe católica y la reformada; las mayores estaban en el culto, y tampoco eran tantas tras el Sínodo de Toledo de 1685, que recomendó una religiosidad basada en la fe interior y no en las manifestaciones públicas, advirtió contra los excesos en el culto a los saltos, que podía derivar en idolatría, e incluso consiguió que se autorizara en determinados casos que se emplearan las lenguas vernáculas. En este caso, no fueron precisas advertencias del embajador español en Roma: tras las grandes victorias conseguidas en la guerra de la Santa Alianza, el Sumo Pontífice se veía obligado a refrendar las «sugerencias» que llegaban de Madrid, y tuvo que acabar por convocar el Concilio de Bolonia de 1692, que completó la Contrarreforma acercando el culto católico al pueblo llano.
Aun así, seguía habiendo bastantes diferencias, y los clérigos modernistas que habían dirigido el cambio de la Inquisición comprendían que si los inmigrantes vivían en un ambiente de sospechas sería más difícil su integración; es más, podría fracasar el objetivo final, que era convertir todos esos territorios nuevos en hispánicos. Fue por ello que se encomendó a los párrocos que procuraran ayudar a los emigrantes en su acomodo, y que guiaran a los recién llegados para que vieran que había escasas diferencias de fondo entre las fes reformadas y la católica. Asimismo, debían insistir ante su grey que los inmigrantes eran tan cristianos como los españoles, y que marginarlos era un acto contrario a las enseñanzas del Redentor. Por si no bastaban las admoniciones, la Inquisición también vigilaba que no se acosara a los colonos no hispánicos. En estos casos se volvía al procedimiento normal, sin aceptar sospechas ni denuncias falsas, aunque animando al clero a que denunciara esas pecaminosas prácticas. Finalmente, el Santo Oficio fiscalizaba a los clérigos, pues una de sus misiones, como ya se ha dicho, era velar por su moral. Se consideraba una transgresión grave apartar a un feligrés porque no ser cristiano viejo, sino irlandés, bohemio o cretense o, peor aun, por su fortuna, o por ser mestizo; a los ojos de Dios todos eran cristianos, y el sacerdote que faltaba a ese sagrado deber no solo pecaba, sino que delinquía ante la Iglesia y ante la Monarquía.
El efecto principal de la vigilancia del Santo Oficio no fue tanto religioso como social. Los emigrantes dudosos sabían que eran vigilados. Como querían seguir disfrutando de las oportunidades que ofrecían los territorios abiertos a la colonización. ellos mismos intentaban con denuedo convertirse en los más españoles de los españoles, aunque fuera al precio de su lengua y sus costumbres. Se consiguió una aculturación acelerada que pobló los territorios hispánicos a un ritmo impensable: entre el final de la Gran Guerra y la muerte de Felipe IV pasaron a las Indias dos millones de inmigrantes, casi sesenta mil al año. En los nuevos territorios, sin temor a las plagas o al hambre, la población creció al 2% anual, sin contar a la inmigración; un ritmo increíble, teniendo en cuenta la mayor susceptibilidad de los indígenas a las enfermedades. El resultado fue que en 1705, cuando se abolió el Salto Oficio, la población de las Indias llegaba a los cincuenta millones de personas, más del doble de la peninsular, a la que había que sumar los siete millones de habitantes de Tercera, cinco de Egipto y Palestina, dos de Sudáfrica, cinco millones en las posesiones hispánicas de Extremo Oriente y otros tantos en las africanas: España había conseguido invertir su peligrosa inferioridad demográfica, y entró en el siglo XVII siendo la mayor potencia europea, no solo técnica o militarmente, sino por población. Solo era superada en este campo solo por la fragmentada India y por China. En su nueva función, el Santo Oficio tuvo un papel crucial en la hispanización del mundo.
Bueno, es el final de la tercera parte. La cuarta parte está iniciada, pero queda mucho que mascar. Paciencia.
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Un soldado de cuatro siglos
No sé si me termina de gustar la actual redacción de esta parte, pero como ya tengo dos capítulos completos (me gusta tener bastante pendiente de publicación antes de lanzarme a la piscina), voy a empezar a ponerlos poco a poco. Espero que gusten.
Saludos
Saludos
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Un soldado de cuatro siglos
Cuarta parte. Si yo te olvidara
Prólogo
Puertas Gasteiz, Micaela. Religión, política y sociedad. La Transformación española 1680 - 1705. Publicaciones de la Universidad Ibérica de Deusto. Bilbao, 1953.
¿Evolución o revolución? Dos términos relacionados, pero, a la vez, enfrentados. Ambos se han empleado para intentar definir los cambios que sufrió la sociedad hispana entre la crisis bélica de 1680 y el inicio de la Guerra de Sucesión. Sin embargo, ni uno ni otro definen adecuadamente lo ocurrido en esos cinco lustros. Revolución, según la Real Academia de la Lengua, significa «Cambio profundo, generalmente violento, en las estructuras políticas y socioeconómicas de una comunidad nacional». Es indudable que se produjo un cambio profundo, pero ni fue violento, ni trastornó la estructura de Reino. Evolución, en su acepción de «Desarrollo o transformación de una idea», podría estar más cerca de lo ocurrido, pero parece demasiado simplista si se compara la sociedad española de 1680 con la de 1705.
No pocos autores han tratado de aplicar algún término a lo ocurrido en esos veinticinco años, un cuarto de siglo que se considera que fue el punto de inflexión entre la sociedad señorial que procedía de la Edad Media y la Iberia moderna. Pues, aunque la del siglo XX ya poco parezca a la del XVIII, el origen de nuestras instituciones, costumbres e incluso del modo de vida puede rastrearse hasta aquellos cinco lustros. Por ello la autora prefiere el término «Transformación», intentando crear un significado que conjugue revolución y evolución para una evolución de tal orden que, aunque fuera una sucesión de pequeñas modificaciones, llevó a una mutación tal de la sociedad española que a no pocos de sus protagonistas les pareció revolucionaria.
Independientemente de cómo se llame a aquel periodo, no hay demasiadas discrepancias en los hechos históricos que lo delimitan. Con el final no hay apenas discusión, pues prácticamente todos los autores lo establecen en 1704, con el levantamiento de los tiranistas en Bruselas el once de mayo de 1705 y la proclamación del infante Felipe Antonio como Felipe VI (la «sublevación de los narcisos»), o en 1705, con la generalización del conflicto en una guerra mundial conocida como la guerra de Sucesión Española
Sin embargo, hay diversas opiniones en cuanto al comienzo. Es frecuente que se establezca en 1682, con la muerte del rey Felipe IV el Grande; así encadenarían el Resurgir (cuyo final suele establecerse con la muerte del soberano que lo rigió) y la Transformación. Sin embargo, la muerte del rey, realmente, apenas supuso ningún cambio. La sucesión estaba asegurada en la persona del príncipe de Asturias Baltasar Carlos, que ya había sido designado regente del Imperio cuando su padre quedó incapacitado por la enfermedad que unos meses después acabaría con su vida. El regente mantuvo la política proclive al progreso que había seguido el Rey Grande, y cuando ascendió al trono como Carlos II, confirmó al Marqués de Salé como Ministro Principal. Nadie podía imaginar en aquel momento que esa corta regencia no era sino la primera de las tres que se sucederían en el siguiente cuarto de siglo, y que tan importantes fueron en la transformación del Imperio.
Además, Felipe IV falleció cuando Europa estaba en guerra. Situación que, por desgracia, fue habitual durante ese siglo. El ansiado final de la Gran Guerra no trajo la paz al continente. En el Mediterráneo, a pesar de la tregua entre España el imperio otomano, los piratas árabes seguían siendo una amenaza para la navegación, y las bandas árabes acosaban los enclaves costeros. Además, acababa de empezar la guerra de Candía, que ensangrentaría Creta durante veinte años. En el norte, suecos, daneses, polacos y rusos se enfrentaban unos contra otros. Al sur, turcos e imperiales libraron la guerra de San Gotardo, y España volvió a enfrentarse con Francia e Inglaterra, sus consuetudinarios enemigos, en la guerra de Dunkerque. Ahora bien, ninguno de esos conflictos había alcanzado la violencia y la extensión de la Gran Guerra. Durante esos años, la mayor parte de Europa Central permaneció en paz. Realmente, la del cementerio, pues Holanda y Alemania tardaron decenios en recuperarse, pero paz a fin de cuentas.
Sin embargo, en 1680 se inició la crisis bélica conocida como la Guerra de la Santa Alianza, que en realidad fue una guerra mundial que aunó la guerra de Inglaterra (la «guerra contra los piratas») con la de Turquía. A pesar de la firma del Tratado de Adrianópolis de 1685 que supuestamente le daba fin, se continuó con las guerras de Mesopotamia y del Golfo Pérsico. Ese conflicto, aunque afectó a buena parte del mundo conocido, fue principalmente una empresa española. Supuestamente, lo protagonizó la coalición conocida como la Santa Alianza, pero el Imperio Español contribuyó con los mayores ejércitos, con sus flotas y con su producción industrial. La crisis bélica, en opinión de la mayoría de los historiadores, fue la que desencadenó los cambios sociales que se habían gestado durante el Resurgir, y la que llevó al poder a la serie de Ministros Principales modernistas que guiarían la transformación de España.
Ahora bien, esos cambios sociales no comenzaron en 1680, al contrario. Habían sido tan importantes durante el Resurgir que ha sido llamado «La incubadora de la Transformación».
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Un soldado de cuatro siglos
Recuerdos
Felipe Sarmiento. Semblanza de un guerrero. Artículo publicado en «La Ilustración hispana» en su número de enero de 1717.
Poca presentación necesitará Don Félix Barrau, famoso por sus obras sobre las campañas de Palestina y de Estambul, libros imprescindibles que no debieran faltar en la librería de cualquier aficionado a las glorias de nuestros ejércitos. Sin embargo, es menos conocido que Don Félix no reside ni en la corte ni en Zaragoza, sino en una aldea perdida entre las recias montañas pirenaicas. Fue ahí donde me hizo el honor de recibirme, en su casón de Anciles, o Ansils, como dicen en el valle de Benasque. Mejor dicho, en la Val de Benás, pues en las montañas se sigue hablando la lengua aragonesa, aunque el viajero que solo conozca el castellano, como es mi caso, verá que todo el mundo lo entiende y habla correctamente. De Ansils, caserío escondido entre bravas montañas, parten aventureros que se unen a los ejércitos de la Corona para conseguir caudales que vuelcan en el valle.
No es fácil llegar; de ahí que sorprenda ver la riqueza que hay en esas casas. Al menos, buena parte del viaje la hice en ferrocarril, prodigio del ingenio humano. El viaje hubiera necesitado una semana por caminos embarrados, pero el fruto de la inteligencia me dejó en menos de un día en Monzón, la pequeña ciudad donde se reúnen las Cortes de Aragón. De ahí seguí hasta la cercana Barbastro, donde sigue viva la memoria del marqués de Derna. Ya desde ahí vi las rocas y nieves de la cordillera; pero las montañas saben defender su reino y primero tuve que superar las sierras que, cual avanzada de ejército, protegen el señorío de las nieves. Por fortuna, hasta esos apartados lugares ha llegado la obra innovadora, tal vez no por intereses económicos, sino por la amenaza de Francia, la nación enemiga que siempre maquina venganzas para ser derrotada una y otra vez por nuestros gloriosos ejércitos. Al estar aun reciente la guerra, las carreteras que se adentran en las montañas estaban en excelente estado. La que salía de Barbastro necesitó subir un resalte antes de llegar a Graus, pequeña villa que bien merece una visita; recomiendo aprovechar para degustar una especie de chorizo blanco que llaman longaniza. Más allá las peñas empiezan a alzarse y al día siguiente recorrí una garganta donde solo la pasta rayo ha sido capaz de abrir una ruta. Curiosamente, una vez superado el estrecho congosto que llaman del Ventamillo, el valle se dulcifica y facilita el paso al viajero, aunque a ambos lados se elevan colosos coronados de nieves perpetuas que nos recuerdan la nimiedad del ser humano.
Tras dos largos días llegué a Anciles —aun no sabía cómo la llamaban en la fabla aragonesa—. Don Félix, que me acogió en su casa, no quiso aumentar mis fatigas y me dejó descansar. A la mañana siguiente oímos misa y comulgamos en la aledaña iglesia de San Pedro; mi anfitrión quería que la viera, pues estaba financiando su reconstrucción. Buena estampa hacía el viejo soldado. Era, como sus montañas, más recio que alto, de hombros anchos, pecho fuerte sin ex esos de vientre, rasgo infrecuente en soldados retirados. No menos fornidos brazos, y manos de gigante que sabía emplear tanto con fuerza como con cortesía. Piernas como columnas, capaces de ascender leguas por duras pendientes. Las facciones de Don Félix eran las de los montañeses de las altas cumbres: pelo lacio y pajizo, que llevaba muy corto, a la moda militar. Ojos claros, pero la tez más de cuero que piel, tomada por el sol de desiertos lejanos. Su vestimenta era a la moda, pero sin estridencias: seguía luciendo el negro que empezaba a olvidarse en Madrid, pero su levita que no hubiera desmerecido en el Paseo del Prado, de tan bien cortada, y que realzaba su figura sin que pareciera corpulento. Pantalones también negros, impolutos, sin arrugas, y buenos zapatos para piedras y nieves. Se tocaba de un chambergo con ala recogida y cinta blanca y roja, su única concesión, no a la moda, sino a las enseñas patrias. Solo llevaba una insignia, la de la Gran Cruz de la Orden de Jaime I, ganada con merecimiento y que por Real Orden estaba obligado a lucir.
Don Félix escuchó el Santo Sacramento con devoción; noté que el oficio se hacía en castellano, como en la capital. Después Don Félix me aclaró que no usaban latines ya que tenían dispensa del obispo de Barbastro. Como mayoral, tenía derecho a lugar preferente, pero el banco era rústico, no diferente al que otros feligreses. Según dijo, en la Casa de Dios solo merece honores el Creador. Al acabar el Santo Sacrificio fue cumplimentado por las gentes del valle; para todas tuvo buenas palabras y, cuando se le planteó un asunto de mayor enjundia —discusión por unas hierbas—, citó a los demandantes para unos días después, ya que no era amigo de decisiones apresuradas. Solo tras cumplir con sus obligaciones me invitó a lo que él llamó «un almuerzo militar» de migas con tocino, sin que faltase el fino vino que subían desde Barbastro.
Saciados, aunque no ahítos —la frugalidad sigue siendo norma de vida de ese austero soldado—, Don Félix me mostró la aldea montañesa, que no por pequeña y alejada carecía de casas notables. No debía extrañarme, me explicó, pues era solar de familias de infanzones que rivalizaban entre sí, no con las armas, sino con la piedra, el mortero y la paleta. También debía recordar que la montaña aragonesa, siempre inclemente, se había convertido en semillero de soldados que luego volvían a su solar natal cargados de riquezas. Era obvio que Don Francisco así había regresado, llevando además otro premio: su esposa doña Miriam, una cristiana cautiva de los turcos que su espada liberó y luego conquistó.
—Ni todo el oro del Perú vale lo que doña Miriam. Además —me confesó Don Félix—, las viejas casas necesitan sangre nueva.
Y tan nueva, pensé, tras contemplar el garbo de esa dama que, a pesar de vivir en las montañas, lucía las últimas modas valencianas. No esperaba que, al pie de los colosos cubiertos de nieve, encontrara tan bella dama luciendo un vestido Imperio, largo y de cintura alta, de color miel que resaltaba sus ojos castaños. Al menos, el aire frío le obligaba a cubrirse con una pelliza y no tenía que esforzarme en apartar mis ojos de su generoso escote. Como el viento empezaba a ser molesto, y hasta traía alguna aguja helada, Don Félix propuso dejar para otro momento la visita a la cercana Benasque —o Benás, en su fabla— y recogernos en el salón, al amor de un buen fuego.
No he descrito la casa. Seguía la traza de las montañas, con piedras labradas a maza ligadas con mortero, ventanas pequeñas para proteger del helador invierno, y agudos tejados de pizarra. La única concesión a la riqueza que albergaba era la artística talla de los aleros y las contraventanas, más el arco de la puerta, del nuevo estilo imperial que cuadraba más con un militar sobrio que el recargado rococó de franceses. Ahora bien, una vez en el umbral, cambiábamos de mundo. El suelo era de rica tarima de maderas nobles. Las paredes no precisaban tapices, pues se habían hecho con la técnica valenciana del doble tabique para aislarlas. En las esquinas había radiadores de agua caliente que llegaba desde una caldera y que hacían el interior acogedor; si el hogar ardía con fuerza, era más por tradición que por necesidad. Candiles de gas —jamás hubiera esperado encontrarlos allí— suplían la poca luz que entraba por las estrechas ventanas propias de un lugar dominado por fríos y nieves. En resumen, un palacio que, a pesar de estar escondido, no envidiaba a los de la Corte.
En el salón se sirvió un aperitivo, unas rodajas de rico chorizo que acompañamos con cerveza vienesa, mostrando que el gusto por el licor ambarino también había llegado a los Pirineos. Tras unos minutos de charla intrascendente, me atreví a preguntar a Don Félix si no echaba en falta la vida militar.
—Qué quiere que le diga. Supongo que usted, que ya acompañó al ejército en los Balcanes, en Palestina y en Flandes, preferirá este salón a una tienda de campaña abierta a lluvias y vientos.
No pude menos que darle la razón; pero Don Félix siguió—: Aun así, he de reconocer que a veces querría oler el perfume de la pólvora. No se equivoque, que no añoro ni las penurias de la campaña, ni la sangre, ni la destrucción, sino que lamento que mis obligaciones familiares me hayan alejado del servicio de la Patria. Aunque mis libros me siguen recordando los años de hierro, todavía extraño el tronar del cañón. Como soldado del rey, propongo que brindemos a la salud del rey emperador Don Carlos, a quien Dios guarde muchos años.
Todos en el salón nos pusimos en pie y levantamos los vasos de fino cristal de Valencia. Después, Don Félix me explicó que si había dejado su coronelía era por haber sido elegido mayoral de su casa. Pues era tradición que en las casas pirenaicas se escogiera al mejor de sus vástagos para que la dirigiera y enriqueciera.
—Pero, como le decía, sigo echando en falta el bramido del cañón. Fue en Acre donde por primera vez lo escuché tronar con furia …
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Un soldado de cuatro siglos
Cañones para Arsuf
En el día de San Pedro Palatino, vigesimocuarto del mes de febrero de 1682.
El tibio sol de los últimos días del invierno empezaba a calentar las aguas cuando los obuses del navío Victorioso abrieron fuego contra la fortaleza. Obedeciendo su señal, también lo hicieron los cañones de los navíos Poderoso, Valiente y Salé, seguidos por los de cuatro grandes fragatas. La devastación que estaban causando las pesadas bombas del dieciocho llegó a su clímax cuando tres bombardas dispararon decenas de cohetes; no todos cayeron en la ciudad, pero los que acertaron bastaron: las pesadas cargas de fósforo y pasta rayo reventaron edificios y causaron fuegos que se propagaron por el apretado caserío.
Tras una hora de bombardeo Acre ardía por los cuatro costados. Los navíos mantenían el fuego, mientras las cañoneras se acercaban a los muros para disparar a bocajarro. El castillo de Al Fanar —del faro— se había derrumbado, las murallas se venían abajo, y ya había tres brechas practicables hacia las que se dirigían las galeotas que llevaban a los infantes. Conociendo el sino que los aliados reservaban a los que resistían, el pachá Alí prefirió escapar con sus tropas, y tras él lo hicieron los vecinos que aun no habían huido de las llamas. Los pocos que quedaban se asomaron a las murallas agitando trapos y ramas de olivo.
La reconquista de Acre —que volvió a ser llamada San Juan de Acre— marcó el comienzo de la campaña de primavera. Las nieves aun dificultaban las operaciones en los Balcanes; aun así, progresaba el cerco de las plazas que los turcos mantenían en Dalmacia y Albania, donde solo Tirana y Valona resistían. Sin embargo, aunque en los Balcanes marzo se traducía por hielo y lluvia, en Palestina era el momento ideal para la postergada campaña.
Estaba planeado que la invasión de Palestina hubiera sido simultánea a la campaña de los Balcanes, pero el inopinado revés de la isla Elefantina había retrasado casi un año la operación. En esa isla del sur del Nilo un inesperado ataque sudanés había acabado con un batallón de mercenarios alemanes. El marqués de Savona —que había sustituido al de Solera, destituido fulminantemente al saberse del desastre— tuvo que emprender una ingrata campaña entre montañas y desiertos, persiguiendo fanáticos derviches que rehuían los combates, para luego lanzarse contra las patrullas desprevenidas. Aun así, la superioridad de las armas hispanas se impuso. En octubre fue conquistada Suaquín, en la orilla del Mar Rojo, y en noviembre se fundó el fuerte de Santa María de Jartún, en la confluencia del Nilo Azul y el Nilo Blanco. La presencia hispana conllevó un cambio de alianzas: el negus Josua, el emperador etíope que decía descender del rey Salomón, envió una embajada buscando una alianza, y hasta el sultanato de Senar prefirió cambiar de bando.
Estando el sur asegurado, y con el apremio de las órdenes del marqués de Lazán, comenzaron los preparativos para la postergada campaña. Fue mejorado el camino que hasta Gaza llevaba desde Peremoun —la antigua Pelusio—, se construyeron fortines con aljibes y depósitos de provisiones, y en Gaza se levantó un malecón que facilitaba el atraque de los navíos. Mientras, el ejército se reforzó con miles de voluntarios que querían vengar las atrocidades turcas. También fueron muchos los mercenarios que se presentaron, queriendo servir en ejércitos victoriosos. Sin embargo, en esos casos se era más selectivo y, si se les admitía, no disfrutaban de mejores condiciones que los demás reclutas: a lo máximo que podrían aspirar era a la paga del soldado y, cuando cumplieran sus veinte años de servicios, a una hacienda en Ultramar. No a todos agradó y bastantes fueron a buscar puestos bajo otras banderas; con todo, no eran pocos los que se hacían soldados para escapar del hambre, y la paga regular más la promesa de la recompensa al final del servicio les resultaba suficientemente atractiva.
Gracias a los refuerzos, el ejército de Egipto había crecido de cuatro a diez legiones: dos coptas, otra de las legiones negras, una etíope, y europeas las restantes: dos españolas, y las cuatro restantes de griegos, italianos, alemanes y portugueses. La caballería escaseaba, ya que los pocos animales disponibles eran necesarios para llevar armas y provisiones. A cambio, habían llegado cañones modernos en número más que suficiente.
Diez legiones eran un instrumento formidable, pero como Savona seguía recelando de los árabes, dejó cuatro en Egipto: la negra y la etíope, en Suaquín y el Alto Nilo, más una española y otra italiana en el norte del país. Finalmente, solo cuatro legiones salieron desde Gaza. Otras dos, la italiana y una española, bajo el mando directo de Savona, estaban desembarcando en Acre.
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Un soldado de cuatro siglos
—Mandaba el ejército el marqués de Savona, que había reemplazado al de Solera tras el desastre de Elefantina.
—Poco se ha dicho de ese revés.
—Siento tener que corregirle, Don Felipe. Mucho se habló del desastre, pero los debates apenas salieron de los círculos profesionales. Ya sabe que al público no le gustan las noticias de derrotas, salvo que sean gloriosas, y aquella no lo fue.
—Don Félix ¿Le supondrá excesivo enojo relatarme lo ocurrido? —dije, pensando en aprovechar el saber de mi anfitrión para aprender de aquel luctuoso suceso.
—Cómo no, Don Felipe. No sé si recordará que la Capitanía General de Egipto la detentaba Don Francisco de Benavides Dávila y Corella, tercero en el marquesado de Solera. Don Francisco era hijo de Don Diego de Benavides, que tan grato recuerdo había dejado en el virreinato de Perú que Don Felipe el Grande creó para él el marquesado de Solera. Sin embargo, Don Francisco no tenía la talla de su padre. Por ser segundón, había seguido la carrera de las armas y, según rumores, si dejaba memoria era de arrogancia y no de celo. La inopinada muerte de su hermano le elevó al marquesado, y al ministro principal Don Gaspar de Haro se le debieron abrir los cielos al tener, por fin, un militar que era Grande de España y, de rebote, acérrimo partidario de los privilegios de la nobleza. Como Don Francisco aun no daba la talla para puestos de alta enjundia, Don Gaspar lo envió a Egipto, esperando que allí ganara el prestigio que necesitaba para dirigir los reales ejércitos.
—Por sus palabras, veo que no lo aprecia.
—No se equivoca, Don Felipe. No llegue a conocerle, pero en Egipto muy bien no se hablaba de él. Era de esos encumbrados nacidos con una flor en el cul* —Don Félix volvía al lenguaje cuartelero cuando se enfadaba—, que trataba a los que veía como inferiores con una mezcla de jactancia y desdén. Tenía además la peligrosa costumbre de acusar a sus subordinados de los propios errores. Como ya sabrá, el aprecio se da y se recibe, y Don Francisco no obtenía estima sino venias, reverencias y recelos. Con esas prendas, tal vez se hubiera hecho olvidar en alguna capitanía tranquila, pero la del Nilo no lo era. Cuando llegó el marqués, buena parte de los musulmanes había preferido cambiar de aires y en las ciudades reinaba la calma, pues solo quedaban coptos, amén de algunos europeos exiliados que no querían hacerse notar. Sin embargo, no ocurría lo mismo en el campo o allende fronteras. Sobre todo, en el tramo alto del Nilo, más allá de la tercera catarata, donde los imanes llamaban a la guerra santa contra el invasor rumí, es decir, contra nosotros.
—Nada diferente a lo que ocurría en Marruecos o en Argel.
—Había una diferencia. En esas otras provincias los gobernadores supieron emplear la mano izquierda, atrayendo a los clanes locales y aislando a los renuentes. Sin embargo, Don Francisco tenía la mano izquierda de adorno, y solo sabía emplear la derecha para castigar. Cuando el coronel Torroja le dijo que pintaban bastos por el sur, el de Solera le acusó de incompetencia por no haber acabado con los agitadores, y de cobardía, por pedir ayuda. Luego destituyó al pobre y lo pasaportó para la Península con un informe desfavorable; lo último que sé de él es que se hizo matar cerca de Salé.
—Sería un hombre orgulloso.
—¿Qué soldado español no lo es? —me contestó Don Félix—. Si el coronel no desafió a su superior fue por disciplina, pero entiendo que no quisiera vivir con tal baldón. Nuestra religión nos prohíbe quitarnos la vida, pero nada dice de darla contra los enemigos de la fe.
Yo asentí mientras el viejo soldado continuaba.
—El de Solera reemplazó a Torroja por uno de sus paniaguados, del que prefiero no recordar su nombre. Ese incompetente prefirió hacerse el valiente desoyendo las advertencias de su predecesor. Tampoco supo meter en cintura a sus hombres, mercenarios alemanes de esos que se ganan la vida saltando de ejército en ejército. Por entonces, los soldados de fortuna iban de capa caída, nada parecido a lo que se cuenta de la Gran Guerra, cuando formaban el núcleo de los ejércitos. Nuestras fuerzas se nutrían de hispanos de pro, que los españoles eran buenos, pero nadie tendrá quejas de valones o italianos. Nuestros aliados, con el apuro del ataque turco, empezaban a reformar las suyas propias, pero aun había naciones europeas que echaban mano de los mercenarios. España no los necesitaba, pero como prefería que no circulasen por ahí, los contrataba para enviarlos a puestos distantes. Así los reyes de Europa se quedaban sin ejércitos, no tanto por falta de reclutas, sino por las elevadas matrículas que les tenían que pagar. Además, como como esos años eran de relativa paz, los alemanes de marras se habían quedado con una mano delante y otra detrás, y no pocos decidieron buscar fortuna con nosotros. Sin embargo, eran gente que había que atar corto, justo lo que no se hizo.
—No tiene muy buen concepto de los mercenarios.
—No me malinterprete —me corrigió Don Félix—. Yo me siento más feliz mandando a soldados que luchan por su rey, que a otros que pelean por dinero, pero los mercenarios pueden ser excelentes combatientes. Dedican la vida a las armas, suelen tener bastante experiencia, el honor y el compañerismo suplen su poco patriotismo, y bien mandados en nada envidian a los españoles. Sin embargo, esos germanos traían unas malas costumbres que había que corregir, y ese protegido de Solera ni lo intentó. En lugar de aplicar la mano firme que había tenido Torroja, decidió que eso del celo y del sudor no iba con él, y en lugar de vigilar a sus hombres prefirió aislarse de fatigas y calores en su residencia. Peor todavía, desautorizó a los oficiales que venían a molestarle con quejas, y dejó que los alemanes se organizaran a su manera. Nada más peligroso que dar rienda suelta a un teutón, y, como podrá imaginar, en lugar de cumplir sus deberes se perdieron en la molicie. Lo desastroso fue que, para evitar cualquier esfuerzo, contrataron a lugareños para que lavaran, limpiaran, prepararan las viandas y realizaran todas esas tareas necesarias para una guarnición y que tampoco son tan fatigosas. Así metieron el enemigo en casa.
—Esa parte de la historia no la conocía. Había escuchado que esos germanos eran unos vagos que se dejaron sorprender.
—Vagos fueron, y se dejaron sorprender, pero desde dentro. Cuando apenas habían pasado seis meses pululaban por el acuartelamiento centenares de árabes que se afanaban en servir a sus señores alemanes. Hubo quien receló y le fue con el cuento al favoritillo, que lo echó con cajas destempladas, diciendo que eran cuentos de viejas. Hasta que llegó la noche fatídica de la que pocos despertaron, esa en la que los derviches que se hacían pasar por criados degollaron a los soldados que dormían. Los pocos que sobrevivieron no llegaron a ver el siguiente amanecer, y después los moros, en una orgía de sangre, masacraron a todo el que encontraron en Asuán que no estuviera circuncidado. Tuvimos la fortuna de que esos a asesinos matar se les daba bien, pero de disciplina andaban más justos y, cuando se les ocurrió destruir la torre del telégrafo, la noticia de la rebelión ya había llegado primero a Luxor y después a El Cairo.
—Fue cuando destituyeron al marqués de Solera.
—Veo que usted no conoce la historia completa. Cuando se supo en El Cairo lo que había pasado, al marquesito no se le ocurrió mejor idea que intentar tapar el desaguisado. En lugar de movilizar el ejército, que para eso está, ordenó al general Vitale, el gobernador militar de Luxor, que enviara una compañía para ver qué pasaba. Menos mal que Vitale andaba un tanto mosqueado y no envió un puñado de soldados sino un tercio al completo, al mando del coronel Puglisi, un tipo con los pelendengues bien puestos. Digo menos mal porque los moros intentaron una añagaza, haciéndose pasar de nuevo por criados buenos para traicionarlos. Sin embargo, Puglisi no se fiaba ni de su padre. Cuando llegó un mensajero supuestamente copto con un mensaje para él, hizo que le desnudaran antes de dejarle pasar. Resultó que tenía el prepucio capado y, aprovechando un puñalito muy mono que le encontraron entre las ropas, siguieron rajándole el pito hasta que cantó por soleares, jotas, o lo que cantaran por allí.
—Pude conocer a Vitale y a Puglisi, y no me contaron nada de eso.
—Es que circuncidar hasta llegar a las tripas queda feo. Es lo que pasa por meterse con un siciliano, que no le he dicho que Puglisi lo era. Supongo que sabrá que en esa preciosa isla son bastante susceptibles, y el coronel se tomó a mal que lo quisieran asesinar. Así que ordenó que los del tercio se hicieran los tontos, y cuando los moros llegaron por la noche, los sorprendidos fueron ellos. Esos otros moros no cantaron, que se canta mal cuando te meten la polla en la boca. Al menos, eso se dijo.
—Leí la crónica de la guerra del Sudán y no recuerdo ese incidente.
—Ya le he dicho que el asunto no fue bonito y los jefes prefirieron echarle tierra encima —me explicó Don Félix—. La pena fue que ya era tarde, y aunque Puglisi emasculó a una porrada de moros, la rebelión ya había prendido. Fue entonces cuando el marqués de Solera relevó a Vitale y a Puglisi, con la intención de que ocultar sus propios desbarres. Sin embargo, Lazán ordenó a Vitale que se presentara en Madrid, pues tenía sus sospechas sobre lo que de verdad había ocurrido, y destituyó al marqués en cuanto supo que había gato encerrado. Le salvó de ir a chirona que el rey le tenía aprecio, aunque más le hubiera valido.
—¿A qué se refiere?
Don Félix pareció dudar, hasta que se decidió—. Como ha pasado ya tiempo, y los protagonistas están bajo tierra, se lo voy a contar. Recuerde que Puglisi era siciliano, de esos con memoria de elefante para las afrentas. Aunque Lazán lo rehabilitó al saber lo ocurrido, algún ronrón debió quedarle, pues unos años después el marqués de Solera abandonó el mundo de los vivos.
—Se dijo que fue por una mala caída.
—Sí, sobre un puñal que se le clavó en un ojo y que muy despacito se fue retorciendo hasta llegar a los sesos. Recuerde, con los sicilianos no se juega.
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Un soldado de cuatro siglos
Aunque era un montañés, el teniente Barrau ya sabía de desiertos. Durante años había bajado cada invierno a los Monegros con los rebaños de la familia, acompañando a su padre, que dirigía a pastores y guardias. Félix pensó que algún día le sucedería. Aunque joven, ya estaba hecho un hombre, con fuerza que no desmerecía de su progenitor. Ya no era el chico de los recados, sino un pastor más que cuidaba el ganado y ahuyentaba llops, que ya tenía un par de esas alimañas en su haber. El mozo se imaginaba así la vida, en verano en las montañas, en invierno en el llano. Hasta que una noche, cenando junto a una fogata que ahuyentaba el helor de la estepa, su padre se le franqueó.
—Félix, ya sé que te gustan los animales, y que no eres mal jinete, pero ¿De verdad quieres gastar tu vida apacentando corderos? No hay futuro en las montañas. El frío acaba con los pastos, y los hielos bajan a los valles. Pronto nos costará mantener las vacas, y no podemos depender solo de los corderos.
—Sí, padre, pero ¿No me dijo que el precio de la lana había subido?
—Así es, Félix, pero no durará. Los valencianos tienen hambre de lana para sus telares, pero no me gusta depender de un único comprador.
—Padre, no eran pocos los valencianos de la feria de Sariñena.
—Así es, Félix, muchos eran, pero ¿No viste cómo todos se saludaban? Son compadres si no amigos, y poco me sorprendería descubrir que trabajan para la misma fábrica. Antes o después querrán bajar los precios ¿Qué pasará entonces? Las vacas dan solo para malvivir.
—Pero el mayoral cuidará de nosotros.
—Su obligación es; pero te estoy transmitiendo las palabras de Don Evaristo. Él mismo ve difícil poder mantener a una familia que crece, y piensa que con tus aptitudes podrías ganarte un buen puesto en la milicia. Fuerzas tienes, que más de un mocete he visto con ojo a la funerala. Tampoco te faltan luces, y los escolapios de Barbastro te enseñaron más de lo que yo sé. Si eres tan inteligente como creo, no volverás conmigo a las montañas. Marcha a Toledo, que los ejércitos del rey necesitan hombres.
—Si usted lo quiere, así lo hare, pero me hubiera gustado despedirme de madre.
—Ya lo hiciste ¿No recuerdas como lloraba cuando salimos? Lo habíamos hablado, y fue ella la que pensó que, si te lo decíamos en Ansils, no conseguiríamos convencerte. Ve a Toledo, y cuando vuelvas, hazlo con honor.
Triste por la despedida, pero también con el ansia de ver mundo, Félix partió a la mañana siguiente. Llevaba provisiones, algunas monedas, y lo mejor, la carta de recomendación de Don Felipe Pérez, el señor de Herrero, que había casado con la hija de Don Evaristo.
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Un soldado de cuatro siglos
—Por culpa de ese marqués con más antepasados que sesos, el ejército de Egipto se vio privado de participar en la prodigiosa campaña de 1681. La rebelión del sur era demasiado peligrosa, y la mano del sultán andaba por medio. En lugar de invadir Palestina fue necesario pacificar el Alto Nilo y el Mar Rojo. Lo más que pudo hacerse fue lanzar alguna incursión para recordar a los turcos que estábamos por allí. Mientras, el marqués de Lazán consiguió sus magnas victorias de Nagimán, Buda y Temesvar. Fue entonces, solucionados por fin los asuntos del sur, cuando llegó nuestro turno.
—¿Participó usted en la campaña del Mar Rojo?
—No, tuve la suerte de librarme, ya que fue terriblemente penosa, persiguiendo fanáticos por montañas y desiertos. Mi legión se quedó en el Delta, guardando la retaguardia, pues el dominio de Egipto seguía pendiendo de un hilo. Aun quedaban muslimes que aparentaban sumisión, pero que maquinaban venganzas. No aceptaban que la cruz había recuperado la tierra del Nilo, y seguían soñando en califas conquistadores. De vez en cuando mataban a algún cristiano copto, porque raro era que se atrevieran a tocar un pelo español. Más les valía, porque para sustituir al marqués de Solera llegó el de Savona, que también tenía su aquel. En lugar de comodón, como su antecesor, disfrutaba gobernando con el palo en la mano. Demasiado para mi gusto, que con sus castigos acababan pagando justos por pecadores.
—En los Balcanes a Lazán tampoco le tembló la mano.
—Cierto es —me respondió Don Félix—, pero solo con los criminales y los renuentes. En Flandes había mostrado su faceta conciliadora que le hizo ganar más de un adepto. Lástima que después llegaran botarates como Monterrey…
—Se refiere al hermano del ministro principal.
—Cierto es. Juan Domingo de Haro se llamaba, y fue hijo y hermano de los ministros principales de la casa de Haro, venenosa familia que Dios confunda —no me extrañó el exabrupto en un veterano de la guerra de Sucesión, causada por las conspiraciones de los narcisos—. El tal Juan Domingo fue más funesto en Bruselas que diez duques de Alba. Era de esos retrógrados que sólo sabían de rigideces, pecados y castigos. Ya le hubiera gustado tener un recorte de uña de la mano izquierda del de Lazán. Recuerde los disturbios de Utrech, cuando a los católicos les dio por quemar los templos de los luteranos, a ser posible con feligreses dentro.
—Cómo no voy a recordar hechos tan infaustos.
—No me extraña. La verdad es que los católicos flamencos les tenían ganas a los herejes, no andaban faltos de motivos, y siempre había alguno que se salía del tiesto. Para esos alocados, Lazán tenía una buena receta: si no empleaban la cabeza, los verdugos se encargaban de retirarles tan molesto apéndice. Pero a Monterrey, en cuanto supo que se habían producido algunas algaradas, no se le ocurrió mejor idea que prender al burgomaestre por rebelarse. Así los amotinados pensaron que el virrey estaba con ellos, y lo que se hubiera saldado con un par de castigos se convirtió en un tumulto que afligió a medio Flandes. Luego pasó lo que pasó. Gracias a los vientos que sembró el zopenco de Monterrey vinieron las tempestades que sufrimos en la pasada guerra.
Asentí, pues igual que Don Félix, yo también había servido en Flandes durante la guerra de Sucesión. Mi anfitrión continuó.
—Le decía que el marqués de Savona también tenía la mano larga. Mal defecto, pero no era el único, pues era de los maldecidos por la envidia. Le corroía las entrañas ver como Lazán lograba enormes éxitos en Viena, mientras él perseguía a cuatro desarrapados por Suaquín. Así que, en cuanto los asuntos del sur quedaron apañados, decidió que no habría mayor gloria que devolver Jerusalén a la Cristiandad. Ahora bien, la próxima llegada del marqués alteró sus planes. Temiendo que le ganara por la mano, el de Savona decidió ponerse al mando del desgraciado contingente con el que creía poder liberar la Ciudad Santa.
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