Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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JLVassallo
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por JLVassallo »

Domper por favor aunque solo sea sube un post de 10 líneas, no sabemos nada de la historia despues de 3 semanas y me mata saber que va a pasarrrrrrrrrrrrr por favorrrrrrrrrrrrrr. :green: No seas malo. :guino:
Saludos.


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tacuster
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por tacuster »

Buenas!

Por lo que leí, Domper ha sido padre en estás fechas! :thumbs:
Si fue como a mi, pues hasta dentro de 3 meses no vuelve a ser una persona normal y eso con suerte, menos a entretenernos con su valiosas historias!.
Como quién dice, se fue de maniobras y vete tú a saber cuando vuelve :green:

Saludos.


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Domper
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por Domper »

Hay muchos proyectos por medio. A ver si voy poniendo alguna parte más. Pero es que me gusta tener la historia un poco adelantada antes de colgar nada, por si hago cambios.

Saludos



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JLVassallo
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por JLVassallo »

Entiendo. Lo que pasa es que a uno le gana el ansia. La perfección tiene su coste. Sere yo que ando sin paciencia por el nuevo trabajo que me tiene a mil y tu historia es parte de mi descarga a tierra.
Gracias como siempre por compartir tu historia.
Abrazo.


Domper
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por Domper »

tacuster escribió:Por lo que leí, Domper ha sido padre en estás fechas! :thumbs:
No sé donde lo has leído. Me temo que las noticias estaban un tanto retrasadas (como dieciséis años).

Saludos



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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por Domper »


Con poca oposición en el aire tuvimos que dedicarnos a una tarea bastante más desagradable y peligrosa: la labranza, que era como llamábamos a atacar objetivos de oportunidad a baja altura. Unas veces ametrallábamos las bases aéreas, otras dábamos caza a los trenes. En esa condenada isla había kilómetros de líneas ferroviarias como para darle la vuelta al sol, y nosotros los recorríamos buscando convoyes. Cuando veíamos alguno, le dábamos una buena pasada a la locomotora. Intentábamos evitar disparar a los vagones, aunque algún tiro se nos escapó; claro que si los trenes eran de mercancías los repasábamos a conciencia. Si se trataba de un tren de pasajeros, no lo ametrallábamos, pero nos centrábamos en las máquinas. Les tirábamos hasta que echaban vapor por todos los agujeros, señal de daños en la caldera que aunque podían repararse fácil no era.

Otras veces acompañábamos a los Me 110. Los ingleses habían aprendido a evitar esas formaciones, pues muchas veces los cazas bimotores iban descargados, actuando como señuelos: si eran atacados, podían rehuir el combate con más facilidad que los bombarderos, y los cazas de escolta acabábamos con los imprudentes ingleses. Pero muchas otras veces los Me 110 actuaban como bombarderos ligeros, llevando un par de bombas con las que atacaban las instalaciones eléctricas: centrales si se ponían a tiro —aunque eran objetivos peligrosos que estaban bien defendidos—, transformadores si se terciaba. La campaña contra la red eléctrica había partido tras el análisis del ministro Speer de las debilidades de nuestra propia economía, pensando que la inglesa sería parecida. Y parecía que funcionaban: según Inteligencia esos ataques estaban causando apagones cada vez más frecuentes que hacían parar a las fábricas una vez y otra también. Los bimotores también se dedicaban a atacar a las locomotoras enemigas, en las que su pesado armamento causaba daños mucho peores. Al final los ataques de los cazabombarderos debieron causar bastantes trastornos a los ingleses, porque volvieron a atacar a los Me 110 dando más de un disgusto, aunque por suerte a otras escuadrillas. De ahí que esas operaciones acabasen implicando a un buen número de cazas. Como se trataba de una misión peligrosa, no solo por la antiaérea, sino porque implicaba volar bajo y poder ser sorprendidos por cazas ingleses con la ventaja que da la altura, también fue preciso destinar otras escuadrillas que prestaban protección a cotas escalonadas. Pero teníamos tal superioridad numérica que no resultaba mayor inconveniente.

A mediados de enero los reconocimientos aéreos mostraron que los ingleses estaban perforando agujeros por todos los rincones de sus islas buscando petróleo. Era señal del apuro en el que estaban, e hizo que la industria petroquímica pasase a convertirse en objetivo prioritario. Sin embargo, se pensó que en lugar de atacar los blancos uno a uno, sería mejor que fuesen objeto de un ataque masivo. Se fueron catalogando los diferentes elementos —yacimientos, señalados por la proliferación de torres y bombas, refinerías, depósitos— y el primer día que mejoró el tiempo todos los aviones disponibles despegaron para destruirlos.

Franceses e italianos colaboraron atacando de nuevo los aeródromos del sur y las estaciones de radar; pocas funcionaban, y además esos ataques, combinados con otros de escuadrones de Me 110 y con las interferencias electrónicas —teníamos varios Condor modificados que emitían ruido electrónico a toda potencia— anularon la red de alerta. Detrás fueron nuestros bombarderos. Mi escuadrilla tuvo como misión escoltar a otra de Me 110 que iba a atacar unos depósitos cerca de Leeds. Volábamos en un gran enjambre de aviones, tan imponente que pensábamos que los ingleses no intentarían desafiarnos; pero los Condor avisaron que estaban interceptando mensajes radiofónicos que indicaban que los ingleses habían recogido el guante.

El capitán ordenó que tomásemos altura y nos retrasásemos un poco: aunque nos alejábamos de los Bf 110, contaríamos con la ventaja de la altura y tendríamos el sol detrás. Así Quasthoff mostró su fino instinto táctico: no mucho después vimos un grupo de aparatos que se elevaban penosamente e intentaban ponerse a la cola de los cazabombarderos. No perdimos tiempo y nos lanzamos en picado. Los aviones eran de un modelo extraño, rechoncho y con un gran motor radial, y parecían volar la mar de mal: ni siquiera podían acercarse a los Me 110, y cuando caímos sobre ellos, cualquier maniobra les hacía perder velocidad y altura. Tres de esos aviones —luego los identificamos como Brewster Buffalo— cayeron en la primera pasada, y otros tres en la siguiente: los otros dos si se salvaron fue porque cayeron en barrena al intentar una maniobra brusca, y el capitán ordenó que no nos separásemos mucho de los cazabombarderos; no sé si consiguieron recuperarse. El ataque contra las instalaciones de Leeds fue coser y cantar, y cuando nos retiramos dejamos atrás una enorme columna de humo, una más de las que se estaban elevando por toda Gran Bretaña. Una vez los Me 110 estuvieron a salvo, hicimos otra de esas pasadas rasantes. No encontramos trenes pero ametrallamos a un par de camiones y a varios coches. Sin ningún remordimiento, pues sabíamos que el racionamiento de gasolina hacía que prácticamente todo el tráfico que viésemos por las carreteras fuese militar o gubernamental.

En la reunión tras la misión los pilotos se atribuyeron éxitos enormes. Según las reclamaciones, habían sido derribados al menos dos centenares de cazas ingleses, y en tierra habían sido destruidos otros tantos. Ya sería menos: la experiencia era que muchos deseos derribos reaparecían al día siguiente. Pero de lo que no hubo dudas era que la RAF había sido derrotada, pues fue el último día que presentó batalla a gran escala en el este de Inglaterra. En lo sucesivo ya solo vimos aviones ingleses a lo lejos, prestos para caer sobre cualquier aparato dañado, pero rehuyendo los enfrentamientos con nuestros cazas.



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tacuster
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Mensaje por tacuster »

Domper escribió:
tacuster escribió:Por lo que leí, Domper ha sido padre en estás fechas! :thumbs:
No sé donde lo has leído. Me temo que las noticias estaban un tanto retrasadas (como dieciséis años).

Saludos
Mil perdones, me confundí con Daniel Marin un blogger q sigo :pena: :pena:

Por otro lado, aprovecho q pedir q le des vida al otro foro q parece un...
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Saludos estimadísimo!!! :green: :thumbs:


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Mensaje por Domper »


Las misiones más comprometidas eran las de escolta de largo radio de acción. Durante el año y medio que llevábamos bombardeando Inglaterra los británicos habían intentado poner su industria fuera de nuestro alcance. Desafortunadamente cometieron algunos errores bastante serios.

Uno fue dispersar parte de sus fábricas. Grandes factorías habían sido sustituidas por una red de pequeños talleres que supuestamente no constituían un objetivo rentable para los bombarderos. Pero el rendimiento de esas pequeñas instalaciones era menor que el de las fábricas. Nuestra experiencia demostraba que la dispersión causaba serios problemas de coordinación y de calidad, y nuestros ataques a las comunicaciones tampoco ayudaron. Además esas pequeñas fábricas eran más conspicuas de lo que los ingleses creían: tenían que sacar la energía de algún lado, y dado que el abastecimiento de electricidad era irregular, necesitaban generadores que funcionaban en su mayoría con carbón. Las chimeneas y el humo que desprendían delataban las instalaciones, que antes o después eran atacadas por Me 110 o por Ju 88. Ahí la dispersión jugó en contra de los británicos, pues tanto taller no podía ser defendido y por lo general la antiaérea brillaba por su ausencia.

Tampoco pensaron al repartir su industria que los pequeños establecimientos, por lo general, estaban situados en el corazón de sus ciudades. El ministro Von Papen entregó una carta de protesta en la embajada sueca con el encargo de su transmisión a Londres y Washington, y muchas aglomeraciones británicas, que inicialmente habían quedado excluidas de la lista de objetivos, volvieron a ser atacadas, llevando el terror a los ciudadanos. Con todo, la Luftwaffe no volvió a realizar los terroríficos bombardeos incendiarios de la primavera anterior, sino que usó bombas explosivas contra las que era más fácil protegerse. Hubo muchas menos víctimas civiles, pero decenas de miles de familias inglesas quedaron sin hogar. Nosotros nos encargamos de informar a esos pobres de cuál era la causa de su desgracia, lanzando sobre Inglaterra millones de octavillas que explicaban los motivos de los ataques. Además, en esa fase de la guerra cada vez nos permitíamos más el lujo de avisar por adelantado de la inminencia de un ataque. Lógicamente, no decíamos el lugar, el día y la hora, o nos habríamos encontrado con miles de antiaéreos apuntando al cielo. Los mensajes decían que Ely, Bath o Kingston iban a ser bombardeadas en las próximas semanas, y enviábamos aparatos de reconocimiento durante unos días antes de destruir el objetivo. Tras algunos de estos bombardeos, observamos que el lanzamiento de octavillas provocaba grandes desbandadas que trastornaban la producción más que las bombas. Además los civiles entendieron que si avisábamos de los bombardeos era por tener una superioridad tal que despreciábamos lo que pudiese hacer la RAF, dijese lo que dijese la propaganda ministerial. Esos panfletos advirtiendo de ataques acabaron afectando a la moral de los ciudadanos mucho más que los bombardeos indiscriminados.

El otro error británico fue creer que nuestros cazas no podían escoltar a los bombarderos más allá de Londres. Tuvieron la sensatez de pensar que podríamos aumentar su autonomía, pero nunca creyeron que el corazón industrial de Inglaterra, con Manchester y Liverpool, iba a quedar a nuestro alcance. Muchas industrias del Gran Londres fueron trasladadas a las cercanías de Liverpool, donde estaban cerca de sus minas de carbón y de los puertos del Mar de Irlanda; cuando vieron llegar a nuestros cazas los industriales ingleses debieron quedarse pálidos. En enero nuestros aviones de escolta llegaban a Newscastle y a Carlisle, y las Midlands se cubrieron de cráteres y escombros.

Con todo, no eran operaciones sencillas, pues implicaban sobrevolar toda Inglaterra y combatir al límite de nuestra autonomía. Había que planificar cuidadosamente las misiones para que los bombarderos estuviesen siempre acompañados, porque no era raro que los cazas ingleses nos vigilasen desde lejos. En un par de ocasiones una gran masa de aviones se reunió y atacó a los bombarderos, causando sensibles pérdidas; aunque mi grupo no se vio en ningún enfrentamiento así.

Uno de los objetivos que atacamos con mayor frecuencia fue Liverpool, especialmente sus instalaciones portuarias. Habían sido declaradas como blanco para nuestras bombas, y casi diariamente algún grupo de bombarderos se acercaba hasta la cada vez más castigada ciudad, que estaba pagando las excelencias de su puerto. Liverpool se encontraba en el estuario del río Mersey, cuyas orillas eran una profusión de dársenas, muelles y diques. El estuario se abría al Mar de Irlanda, una superficie casi cerrada en la que nuestros submarinos rara vez se atrevían a internarse. Los convoyes transatlánticos entraban en el mar por el canal de San Jorge al sur o por el canal del Norte, y una vez allí se dispersaban. Pero en ese mar solo había dos grandes puertos: Belfast, que seguía fuera de nuestro alcance, y Liverpool. Aunque se estaba trasladando cada vez más industria a Irlanda del Norte —a pesar de los incidentes que al parecer se estaban produciendo entre católicos y protestantes—, los ingleses seguían necesitando usar Liverpool. Había otros dos grandes zonas portuarias en la costa oriental, pero eran menos convenientes: los del Clyde, en Escocia, estaban alejados de las industrias y los ferrocarriles eran regularmente atacados. Los del Canal de Bristol, en el sur, eran menos empleados desde que los puertos las aguas que los rodeaban se convirtieron en blanco de nuestros aviones.

La primera vez que sobrevolamos Liverpool —en uno de esos raros días de cielos despejados— los muelles estaban abarrotados de todo tipo de barcos. Los bombarderos descargaron sus artefactos, aunque solo algunos alcanzaron a los mercantes. La mayoría cayeron en los barrios portuarios, y bastantes se perdieron en el agua de la ría. Me imagino que muchos desinformados criticarán la puntería de nuestras tripulaciones, pero ahí me hubiese gustado verlos a ellos: volando a cuatrocientos kilómetros por hora a siete mil metros de altura, en un avión sacudido por las explosiones de la antiaérea, e intentando acertar a objetivos que desde esa altura se ven del tamaño de un llavín. Si se quiere conseguir un impacto directo es preciso utilizar bombarderos en picado, pero los Ju 88 eran demasiado grandes para lanzarse como lo hacían los Stuka —si un Ju 88 intentaba un picado vertical lo normal era que se estrellase—, y escoltar a los lentos Stukas hasta Liverpool, suponiendo que hubiesen tenido suficiente autonomía, tendría su gracia.

Sin embargo, en un puerto hay otros objetivos tan interesantes como los barcos: las grúas, los ferrocarriles y los almacenes de los muelles. Si no se les daba la primera vez, se les acertaba a la segunda, la tercera o la séptima; solo era cuestión de volver una y otra vez. Lo malo era que el tiempo no ayudaba mucho, y sobre Liverpool lo raro era encontrar cielos azules. Lo normal era que el objetivo estuviese cubierto por niebla y nubes bajas, y las bombas caían un poco por donde les venía bien y no por donde nosotros desearíamos. Pero cayesen en el muelle o sobre barrios populosos, los daños se iban acumulando. Los vuelos de reconocimiento encontraban cada vez menos actividad en la ciudad, señal que parte de sus habitantes la habían abandonado; tampoco se veían muchos barcos en la ría. De hecho, observamos varios convoyes que estaban descargando en el Clyde, e incluso los británicos se arriesgaron a enviar algunos pequeños convoyes a rodear Escocia para dirigirse a Rosyth, Aberdeen o Edimburgo. Esos puertos estaban fuera del alcance de nuestros aviones de escolta —y por tanto, de nuestros bombarderos, pues ya no se realizaban ataques nocturnos indiscriminados— pero se sobrecargaba aun más el ya debilitado sistema ferroviario inglés que comunicaba Escocia con las Midlands.

Señal de lo apurados que estaban con los transportes que volvieron al cabotaje: convoyes poco numerosos, de buques pequeños y viejos, que partiendo de Escocia se dirigían hacia los puertos del canal de Bristol, e incluso a los de la costa este, arriesgándose a sufrir ataques aéreos o de lanchas torpederas.



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Nuestros bombarderos efectuaron, como era de esperar, algunas incursiones contra los pequeños convoyes costeros, aunque debido al mal tiempo y la distancia no fueron demasiado efectivas. Las lanchas torpederas dieron algún disgusto a los ingleses, pero nuestra arma más efectiva, los U-bootes, no podían actuar tan cerca de la costa. Sin embargo, eso no quiere decir que los ingleses se saliesen de rositas. Pues se encontraron con las minas.

La siembra de artefactos fue, desde un primer momento, una misión en la que la Kriegsmarine y la Luftwaffe cooperamos codo con codo. La marina ya no empleó destructores, pues operaciones similares realizadas en 1939 habían resultado demasiado costosas. Los submarinos, como he dicho, corrían demasiados riesgos si se aventuraban en aguas poco profundas. Pero las lanchas torpederas resultaban tan eficaces como los buques mayores para plantar minas. Eran unidades menos valiosas, por lo que se podían admitir pérdidas inaceptables para otras clases de buques, y aunque tenían capacidad de carga muy reducida —dos minas en los modelos iniciales, y cuatro en los especializados que aparecieron a principios del 42—, podían volver noche tras noche. Otro problema era su carencia de dispositivos de navegación. Dado que dispersar las minas al tun tun era una estrategia ideal para que nuestros buques se comiesen algunas, fue preciso modificar algunas de esas embarcaciones para que actuasen como guías. El principal problema de las pequeñas embarcaciones era su vulnerabilidad. No contra las lanchas inglesas, que resultaron bastante ineficientes, sino contra los destructores y contra los aviones. Contra los buques de la Royal Navy fue preciso escoltar a las minadoras con lanchas torpederas, tanto con flotillas de lanchas cañoneras inglesas —poco peligrosas— como con buques mayores. El enfrentamiento de las islas Farne fue el más afortunado, cuando un grupo de lanchas hundieron al crucero Penelope y al destructor Napier. Otros fueron menos exitosos, y los destructores se convirtieron en el terror de las flotillas. Aunque gratis no les salió, pues nosotros enviamos grupos de bombarderos a la caza de barcos británicos, y aprovechando que los barcos ingleses tenían una artillería antiaérea bastante débil mandamos al fondo media docena a lo largo del mes de enero. Nuestros cazas también escoltaban durante las horas de luz a las lanchas, y lo aprendido en la Seetaktikschule resultó utilísimo en el difícil arte de coordinar barcos y aviones.

Pero la Kriegsmarine solo podía operar en aguas más o menos abiertas. Afortunadamente —para nosotros, creo que a los ingleses les agradó menos— la Luftwaffe había sido pionera en el minado de las costas con aviones empleando las nuevas minas magnéticas. Formaciones de bombarderos fuertemente escoltadas —varias veces, por mi escuadrilla—lanzaron artefactos en las aguas poco profundas de la costa este. Las minas que empleábamos eran cada vez más sofisticadas: además de las primitivas de orinque y las magnéticas de fondo, se empezaron a plantar otras con detonadores acústicos o de presión. Es decir, que estallaban cuando el paso de un buque rápido trastornaba las aguas. La única defensa contra ellas era navegar a velocidad muy reducida y con las hélices a mínimas revoluciones. Incluso empezamos a utilizar tipos especiales, que combinaban varios sistemas de detección, o que tenían un contador, de tal manera que solo estallaban tras determinado número de “pases”, dificultando mucho más su remoción.

En varias ocasiones vimos que flotillas de dragaminas intentaban limpiar los campos recién plantados: era evidente que gracias a su red de observadores costeros sabían que zonas habíamos minado y corrían a despejarlas. Para dispersar los esfuerzos de los ingleses, nuestros aviones lanzaron gran número de minas falsas: simples carcasas llenas de arena, con pequeños paracaídas, que cuando caían al agua resultaban indistinguibles de las minas reales para cualquier mirón. Ese ardid, que los italianos ya habían empleado en Alejandría, servía para que los ingleses no supiesen nunca cuántas minas se habían lanzado realmente, o si quedaban algunas por remover; pues cada bombardero, además de los artefactos de verdad, cargaba un número variable de señuelos. Lógicamente hubiese sido mejor que fuesen minas de verdad, pero eran armas caras, y la capacidad de los aviones, limitada. Pero si un Heinkel, en lugar de plantar tres minas, dejaba caer dos y media docena de señuelos, hacía trabajar mucho más a los dragaminas enemigos.

Mejor todavía era hundir a los dragaminas. Las flotillas de lanchas rápidas se anotaron algunos tantos; de hecho el combate de las Farne se produjo cuando las lanchas intentaban dar caza a varios dragaminas que habían sido avistados. Los destructores ingleses tuvieron que escoltarlos, tarea del todo inadecuada que les causó pérdidas adicionales al tener que operar con valiosos pero torpes barcos en aguas muy peligrosas. Aun así, la Luftwaffe también se dispuso a atacar a los dragaminas, y les preparó una emboscada. Se esperó a que los meteorólogos pronosticasen unos cuantos días de tiempo benigno, y una escuadrilla minó las aguas cercanas al cabo Spurn, en la desembocadura del Hull, situando los engendros de muerte a la vista de la costa. A partir de entonces un Condor provisto de radar empezó a vigilar esas aguas, pero manteniéndose fuera del alcance visual. Como esperábamos, pronto se detectó la llegada de un grupo de barquitos que empezó a recorrer el sector; era el momento de acabar con ellos. Escoltamos a un grupo de Messerschmitt 110 que atacó a los dragaminas, siendo uno de las primeras veces que se usaron los cohetes en combate; tres barcos fueron hundidos y dos más, seriamente dañados. Tras ese y un par de ataques de similar naturaleza los ingleses tuvieron que ser mucho más cuidadosos, y pasaron a limpiar las minas de la costa este solo de noche; medida que los exponía a las lanchas torpederas y que afectó a su eficiencia.

Las minas que se empleaban tenían dispositivos para dificultar la limpieza. Por ejemplo, las minas de orinque plantadas por las lanchas incorporaban además de los sensores de contacto un péndulo que hacía detonar el arma si la boya se agitaba: así estallaban no solo por contacto (aunque fue preciso instalar un dispositivo que retrasaba el efecto del péndulo, pues la mina es más efectiva si revienta junto al casco) sino cuando eran dragadas, es decir, cuando las rastras de los dragaminas atrapaban el orinque. La sacudida las activaba, y además de poder dañar al dragaminas, cortaban la rastra y hacían que se perdiese el paraván. Las minas de fondo, por su parte, también incorporaron sistemas similares que las hacían detonar si un buzo intentaba manipularlas.

Con todo, la costa este, la más expuesta y en la única en la que podían operar las lanchas, era una vía secundaria. La mayor parte de la navegación de cabotaje se hacía por la costa oeste de Gran Bretaña, más alejada de nuestras bases. Sin embargo fue ahí donde la Luftwaffe efectuó una de sus campañas más productivas, minando aguas costeras e interiores —incluyendo estuarios e incluso puertos— por la noche. Eran operaciones costosas, pues la caza nocturna inglesa, que no se había enfrentado a nuestros aviones de escolta, era cada vez más activa y eficaz. Para burlarla los aparatos a los que se les encomendó esas difíciles misiones volaban a la menor altura posible, arriesgándose a encontrarse con los cables de los globos de barrera o a sufrir bajas por la artillería antiaérea. Las pérdidas fueron serias y en dos meses cayó el 20% de la fuerza, pero los efectos fueron demoledores. Los aviones de minado no estaban limitados al radio de acción de nuestros cazas y las minas que plantaron en los puertos escoceses y norirlandeses causaron sensibles pérdidas, no solo de mercantes sino de buques de guerra: tardamos algún tiempo en saberlo, pero una de esas minas se apuntó un gran éxito al dañar gravemente al portaaviones Formidable, que se acababa de reincorporar a la Home Fleet.



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También nosotros, los de los cazas, nos unimos a la campaña. Los ingleses tenían una extensísima red de canales interiores. El ferrocarril los había dejado en desuso, salvo a unos pocos que permitían el paso de barcos de algún tamaño. Aunque los ataques contra los trenes hicieron que las gabarras volviesen a recorrer los canales, inicialmente el mando decidió no minarlos al ser objetivos difíciles y de rentabilidad escasa. De ser preciso, sería más sencillo bombardear las paredes de los canales, los puentes que los cruzaban o las esclusas. Pero había otras aguas interiores muy interesantes para la guerra de minas. La mayor parte de los puertos ingleses estaban en el interior de estuarios, muchos de ellos conectados con el mar mediante canales naturales o por ríos navegables. También había unos pocos canales artificiales aptos para barcos de cierto porte. Esos cursos navegables eran demasiado estrechos para nuestros ataques nocturnos, y estaban fuertemente defendidos por armas antiaéreas, resultando excesivamente peligrosos para los aviones minadores, que en su mayoría eran viejos Heinkel 111 retirados de primera línea.

Por otra parte, al ser pasos estrechos y obligados resultaban especialmente apetecibles para ser minados. Siendo aguas poco profundas las minas necesarias podían ser mucho menos potentes y, por tanto, pequeñas y baratas. Pero si los Heinkel no podían sembrarlas de noche, tendrían que ser aviones rápidos los que lo hiciesen de día. El avión ideal para esta misión, obviamente, era el Me 110, que aunaba velocidad, capacidad de carga y agilidad. Pero las escuadrillas de Zerstorer estaban sobrecargadas con todo tipo de misiones, lo mismo ametrallando trenes que bombardeando radares o hundiendo dragaminas. A alguien se le ocurrió que si un Fritz podía llevar una bomba, también podría lanzar una mina. El general Galland protestó, pero tuvo que acatar las órdenes, y de vez en cuando nos tocaba sembrar esos artefactos del demonio. Tarea muy peligrosa, que no nos hacía ninguna gracia y que casi me cuesta el pellejo.

Ya que se trataba de minar zonas poco profundas, las minas eran más pequeñas de lo habitual: se trataba de bombas aéreas SC 100, con un paracaídas de frenado de papel que se deshacía con el agua, y una espoleta submarina, que podía ser magnética, acústica o de presión. Se parecían a las de las minas que se empleaban en aguas abiertas, aunque eran más sencillas y menos sensibles: a fin de cuentas los barcos iban a pasar a pocos metros por encima. Las espoletas, además, incluían un dispositivo de seguridad que las hacía estallar si quedaban en seco, bien porque cayesen desviadas, bien porque se vaciase el canal, o por ser movidas. Esas minas eran especialmente odiadas por el enemigo, pues si hundían un buque bloqueaban el acceso al puerto. Es lo que ocurrió en Glasgow, cuando dos He 111 tripulados por valientes lanzaron sus artefactos en el río Clyde aprovechando una noche de luna. Otros He 111 los acompañaron y bombardearon unos almacenes en Kilpatrick para distraer de las intenciones reales del ataque; al día siguiente el viejo mercante Silveray se fue al fondo y el acceso al puerto de Glasgow quedó cortado durante dos semanas.

Los ingleses aprendieron y además de situar globos de barrera y multitud de ametralladoras en las orillas —en una fotografía aérea se llegaron a contar ciento cincuenta en el Clyde—, apostaron observadores que llevaban cuenta de los objetos que dejábamos caer. Al poco el lugar era inspeccionado por buzos que hacían estallar las minas con pequeñas bombas. También intentaron limpiar los pasos usando pequeñas cargas de profundidad para que hiciesen estallar las minas por simpatía, método que funcionaba aunque a costa de consumir las cada vez menores cantidades de explosivos que podía proporcionar la industria química inglesa. Pero la intensidad de nuestra campaña de minado les obligó a emplear medios menos eficaces, como arrastrar redes desde las orillas o por dos embarcaciones. Nunca una sola, pues debería pasar sobre la mina y podría quedar hundida en medio del canal. Este método no era tan bueno porque los canales solían estar llenos de basuras, como anclas perdidas, restos de pecios, chatarra tirada por la borda, etcétera. Además, si encontraban una mina y detonaba, los tripulantes de los botes o los que tiraban de las redes desde los caminos de sirga se jugaban el pescuezo.

Contra el empleo de explosivos no podíamos hacer nada. Contra redes y buzos, sí. Nuestros ingenieros desarrollaron un tipo especial de mina trampa. Se trataba de una mina antitanque estándar, pero con una carcasa de baquelita y junta de goma para que fuese estanca. Se armaba por un muelle bloqueado por un pequeño bloque de sal, y también tenía en el exterior una pequeña carga con una mecha, que la hacía estallar si no caía al agua. Una vez armados esos artefactos eran tan sensibles que para que estallasen bastaba la más mínima agitación e incluso una mala mirada. Para los buzos resultó peligrosísimo moverse por las turbias aguas donde lanzábamos las minas: si las tocaban estallaban, y a veces lo hacían simplemente por pasar a su lado. Si los ingleses empleaban redes para removerlas, los artefactos tenían potencia suficiente para romperlas. Esas diabólicas bombas se llevaban en contenedores y se lanzaban en las mismas aguas que las minas antibuque, y dieron tal resultado que no mucho después también se emplearon en canales interiores y en embalses, con la intención de dañar compuertas y exclusas. Lamento tener que decir que funcionaron tan bien que siguieron causando desgracias muchos años tras la guerra, sobre todo entre pescadores cuyas capturas resultaron tener temperamento explosivo.



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La teoría de la guerra de minas estaba muy bien, pero quedaba lo peor: plantarlas. Labor enormemente peligrosa, porque implicaba volar bajo y a escasa velocidad para que las minas no se dañasen ni rebotasen, en unas zonas erizadas de ametralladoras. Lo de los rebotes se remedió en parte tras algunas pruebas en el Jade: se vio que cuando se lanzaba una bomba o un torpedo con la forma “estándar”, es decir, con el morro redondeado, el rebote era muy frecuente. Pero si la parte delantera era plana, es decir, si tenía la forma menos hidrodinámica posible, el artefacto se clavaba en el agua. Como consecuencia las bombas antisubmarinas y las minas se construyeron con forma de barriles, más una cola o un paracaídas de frenado para estabilizarlas. En los torpedos se colocó un frontal plano de madera, que impedía los rebotes pero que se rompía cuando el pez mecánico había entrado en el agua. Otra caja de madera protegía las frágiles hélices y timones, y un pequeño paracaídas frenaba el artefacto. Con esos avances, los torpederos del Pacto fueron capaces de atacar a cotas y velocidades insospechadas, convirtiéndose en armas temibles. Pero esos adelantos tardaron en estar disponibles, y en enero seguíamos lanzando minas que eran bombas adaptadas, con la funesta manía de rebotar, y estábamos obligados a volar muy bajo y a velocidad mínima cuando las lanzábamos. Además, aunque nuestros Messer solo llevaban una mina bajo el fuselaje y un contenedor con cuatro bombas trampa bajo cada semiala, creaban tanta resistencia que hacían a nuestros aviones lentos y torpes. Si nos atacaban los cazas ingleses estábamos vendidos aunque dejásemos caer la mina; por ello necesitábamos la escolta de otros aparatos. Francamente, prefería mil veces escoltar a ser escoltado.

El primer objetivo, además, no fue una bicoca: nada menos que el río Medway, un afluente del Támesis donde estaba el importante arsenal de Chatham. Como nuestra principal salvaguardia debía ser la sorpresa seguimos un patrón de vuelo que, inicialmente, era parecido al de los ametrallamientos de trenes. Salimos de Sint-Denijs volando a cota media, lo suficiente altos para eludir a la antiaérea ligera pero sin forzar los motores. Sobrevolamos Kent, y seguimos hacia el oeste, sobrevolando la línea ferroviaria de Dover. Una de las kette que nos acompañaban hizo un ametrallamiento de un tren que encontramos para que la incursión pareciese otra misión contra el transporte. Nosotros pasamos sobre las marismas de las que nace el Medway, y luego volvimos hacia el este, siguiendo las vías del ferrocarril a Chatham… pero en el último momento ocho aparatos nos desviamos, y tras sobrevolar el inconfundible castillo de Rochester dejamos caer nuestros regalos junto a la isla de St. Mary.

Ese mismo día otra escuadrilla de Me 110 plantó sus minas en el Swale, otro canal navegable de la desembocadura del Támesis, y por la noche fueron los He 111 los que hicieron lo mismo en la embocadura del Medway. Tengo el placer de decir que durante bastantes días las fotografías mostraron que los pocos buques surtos en el arsenal de Chatham permanecían en sus amarraderos.

Sin embargo acabamos escaldados cuando atacamos un objetivo relativamente fácil, el río Colne. Llevaba al puerto secundario de Colchester, poco más que un amarradero tan solo usado por pesqueros y unas pocas lanchas de la flota antiinvasión. Por eso pensábamos que sería un objetivo sencillo. Nos alineamos con el cauce, para lanzar las bombas con la mayor precisión posible… y nos encontramos en medio de una trampa, con decenas de ametralladoras y cañones escupiendo fuego. Escuché un ruido como de granizo y mi avión se empezó a sacudir; no me lo pensé y solté mi carga, ordenando al sargento Meyer que me seguía que hiciese lo mismo. Pero debieron conseguir un impacto directo en el avión del pobre tipo, pues hizo un tirabuzón y se estrelló contra la orilla. Al menos, no hubo más pérdidas, aunque hubo que dar de baja a mi fiel Fritz que por poco no consigue llegar a Sint-Denijs. La vuelta, con el motor calentándose y a punto de griparse, fue un poco como la de aquella vez que casi me derriban sobre Kent. Pero esta vez el avión aguantó y pude hacer un aterrizaje de panza y a motor parado en la base. Desde luego, entendía por qué el general Galland protestaba tanto por el asunto de las minas.



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APVid
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por APVid »

Una cosa: la red eléctrica británica. Atacar los nodos principales podría provocar interrupciones en el suministro, sobre todo porque las centrales del sur habrán sido atacadas como en la LTR y dependen de la red nacional para el suministro a esas áreas.

Derribar algunas líneas provocaría cortes que hay que reparar afectando a las fábricas que deberían recurrir a generadores y a la cada vez más escasa gasolina (en cambio las centrales usan carbón de lo que no están tan escasos).

Incluso si se pudiese provocar fluctuaciones o sobretensiones sería mejor para estropear las máquinas de las fábricas.

Y dudo que pongan una ametralladora en cada torre eléctrica para defenderlas.


Domper
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Mensaje por Domper »

Gracias, pero ya se ha citado previamente lo de los ataques a la red eléctrica. No a las líneas, objetivos bastante difíciles, sino a los generadores y transformadores.

Saludos



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APVid
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por APVid »

Las centrales generadoras estarán muy protegidas y a estas alturas sólo operarán las ubicadas más lejos del continente. Los transformadores están a principio y fin de línea, son interesantes objetivos pero también cerca del núcleo industrial y por tanto defendidos.

En cambio la red no estará tan protegida, el objetivo serían las estaciones transformadoras de distribución (cambian la línea de alta a media), los nodos de reparto e incluso cualquier torre de alta tensión.
Si una torre es derribada, y basta una sencilla bomba, hay una caída de flujo y hay que buscar dónde y repararla, con miles de torres como blanco son indefendibles, y obliga a construir más redes alternativas para evitarlo usando más recursos.


Domper
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Mensaje por Domper »

Se trata de objetivos difíciles y sencillos de reparar. Recuerda las dificultades que hubo con las torres de radar.

Saludos



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