La Pugna Continuación de "El Visitante"

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
Gaspacher
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Mensaje por Gaspacher »

No entiendo esa estrategia de 0 daño a población civil que impulsan los alemanes. Una cosa es volver a los bombardeos en alfombra sobre ciudades, y otra el negar bombardeos tácticos sobre ellas en apoyo a las fuerzas de tierra. Bueno, entenderla si la entiendo, pero la encuentro extraña
Domper escribió:Esa es una conclusión típicamente chapucera.
Solo un chiste fácil y malo


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urquhart
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Mensaje por urquhart »

Hola a todos,

supongo que después de todo las fuerzas hispano alemanas están liberando Portugal del yugo británico.... vaya liberadores si bombardean ciudades y pueblos.... además, en el equipaje deben llevar a Salazar; que querrá volver a la mandamasía lusa sin que la población, supongo que bastante tibia en sus sentimientos; chaquetee hacia el Oliverismo.


Tempus Fugit
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Mensaje por Gaspacher »

Por supuesto, y eso lo entiendo, nada de bombardeos estratégicos en alfombra, pero que vayan de finos evitando bombardear las casas desde las que les disparan, pues no tanto. Sobre todo porque los "herejes" no son tontos, y pronto se darán cuenta que es más efectiva una casa que una trinchera, lo que a su vez acrecentara el sufrimiento de los lusos...

Y ahí tenemos los ejemplos de los aliados en Caen y otras ciudades francesas...


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Mensaje por Domper »

Gaspacher escribió:No entiendo esa estrategia de 0 daño a población civil que impulsan los alemanes. Una cosa es volver a los bombardeos en alfombra sobre ciudades, y otra el negar bombardeos tácticos sobre ellas en apoyo a las fuerzas de tierra. Bueno, entenderla si la entiendo, pero la encuentro extraña
Coincide con la campaña anti bombardeo de ciudades de Berlín.
Domper escribió:Esa es una conclusión típicamente chapucera.
Solo un chiste fácil y malo
No es mío sino del maestro Jar Torre. Ya le diré.

Saludos



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Mensaje por Gaspacher »

Eso lo entiendo, lo que no entiendo es que se mezcle los bombardeos estratégicos de "terror", con el no bombardeo de ciudades/pueblos/casas de las que te están disparando. No digo que sueltes doscientas toneladas de explosivos por una casa, pero parecen haber anulado incluso los ataques tácticos y creo que no tiene nada que ver lo uno con lo otro.

Incluso si me apuras se podría grabar una película de las que tan aficionados se han vuelto los alemanes, con los herejes disparando desde un pueblo con escudos humanos portugueses


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Mensaje por Domper »


Relato de Federico Artigas Lorenzo

Mi amigo Lumbreras siguió con su historia, ya que con la toma de Montemor no se acabó la campaña. Que más hubiera querido, pues se hubiese librado de la parte más desagradable de la batalla. Porque había quedado atrás la fortaleza de Évora, donde se había encerrado lo que quedaba del cuerpo de ejército canadiense que nos había atacado en Estremoz.

—Estaban como estuvo usted en Ciudad Rodrigo, mi capitán —me dijo Lumbreras.

—Yo creo que peor —repuse—, porque por lo menos nosotros sabíamos que nuestras líneas no estaban lejos, y que Asensio nos internaría liberar como fuese. Los canadienses de Évora se habían quedado solos en un mar rojigualda.

—Cierto, pero eran muchos, y tenían unas armas que ya nos hubiesen gustado. Además que no tenían unas cuantos fortines improvisados como usted, que las líneas fortificadas que rodeaban Évora parecían la línea Maginot. Bueno, ya sé que exagero un poco, pero no se trataba de unas cuantas zanjas. Ya sabe que el almirante Mata Oliveira había puesto a medio Portugal a cavar, y por Évora se aplicaron con fruición. Habían construido un anillo de fortificaciones de por lo menos un kilómetro de espesor que rodeaba la ciudad por completo. Yo creo que ese fue su error: eran líneas tan imponentes que necesitaban una guarnición enorme, y el cuerpo canadiense que habíamos encerrado justo iba para defenderlas.

—Si no tenían tantas tropas ¿para qué hacer semejante obra?

El teniente Coll, que ya sabe que en cosas de historia es un hacha, metió baza.

—Mi capitán, yo creo que era por esa manía que tienen los ingleses en glorificar la media docena de veces que han ganado alguna batalla. Como tuvieron a Wellington, que se las apañó para vencer a Napoleón gastando ríos de sangre, no inglesa sino española y portuguesa, el tonto de Churchill habrá querido imitarle. Wellington construyó una línea fortificada en Torres Vedras para defender Lisboa, donde paró al mariscal gabacho Massena, que tampoco fue ningún logro porque de España llegaba bastante tocado. Churchill debió pensar que si Wellington había hecho lo de Torres Vedras, él le iba a superar.

—Entiendo —dije—. Además dicen que esos fosos no los excavaron los ingleses.

Lumbreras siguió—. Fue cosa de los portugueses. El traidor almirante Oliveira tenía que hacer méritos ante Churchill, y como en todo Portugal no creo que hubiese ni tres excavadoras, les dio picos y palas a los paisanos y los puso a hacer hoyos. Los ingleses se pasaban de vez en cuando para echar alguna mano con sus máquinas, pero más a menudo para poner el grito en el cielo porque cada portugués hacía su agujero donde bien le venía. Mucho no les debió importar, porque sus planes eran que esas fortificaciones las defendiese el ejército oliverista. Pero a esas alturas de los partidarios del almirante nada se sabía, y todos los portugueses que encontrábamos, fuesen paisanos o militares, agitaban banderitas del Estado Novo, alemanas, e incluso alguna rojigualda. Que lo último que hubiese esperado ver nunca era a un portugués con una bandera española. Me imagino que luego se lavarían las manos.

Lumbreras siguió contándonos lo que había sido el asedio de la ciudad.



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Mensaje por Domper »


Florencio Lumbreras Azpiroz

Una vez llegamos a Montemor, el general Vigón reorganizó otra vez el ejército. Los alemanes siguieron avanzando hacia Setúbal, mientras el cuerpo de García Valiño se movía hacia el norte, hacia Coruche, limpiando la línea de fortificaciones, y dándose la mano con el cuerpo de Navarra que llegaba a paso de marcha desde Castelo Branco.

Nuestra división 105 no siguió con ellos, porque Vigón nos devolvió al cuerpo marroquí. El general Sáez de Buruaga estaba de un humor de perros: los retrasos del cuerpo —según él, nuestros retrasos— habían hecho que García Valiño se le adelantase en Estremoz, donde consiguió inmortales laureles. Digo laureles y no miento, que ya sabe que a García Valiño le cayó la laureada. Sáez de Buruaga no se iba a quedar atrás, aunque le hubiese tocado la china: entre su cuerpo marroquí y el de Extremadura, de Barrón, tenían que reducir Évora. Llegaron rumores de la reunión que tuvo con los generales, a los que les había caído un buen chorreo, y Buruaga les dijo que si esta vez se les adelantaba Barrón, les caparía.

A nuestro general, Don Natalio López Bravo, poco debió afectarle la bronca, porque para algo había estado en Estremoz y se había lucido a base de bien, aunque la división hubiese quedado un tanto perjudicada ¿se cree que le importó a Sáez de Buruaga? Nos asignó una gollería: ya que habíamos demostrado que éramos tan buenos, seríamos nosotros los que actuásemos como punta de lanza. Uno ya sabe que las lanzas suelen mellarse, y si es una lanza, un par de martillazos y adelante, pero arreglar tripas abiertas a golpes de mandarria, como que no. Pero al hecho pecho, si esa era nuestra carta, la jugaríamos.

Al menos no nos había tocado el peor sector. A los portugueses que habían fortificado la ciudad no se les había pasado por la cabeza que podría quedar cercada, y ni siquiera a los herejes les preocupó, porque debían pensar que si queríamos cantarles las cuarenta se montarían en sus camiones y si te he visto no me acuerdo, y que los oliveristas se las entendiesen con nosotros. Era lo que habían hecho en Castelo Branco y en Elvás, pero en Évora no les salió bien porque resultó que nosotros, a pie, nos movimos más deprisa que ellos en taxi. Gracias a la estupidez de nuestros enemigos el tremendo anillo fortificado de Évora tenía un buen boquete por la carretera de Lisboa. Por allí atacaríamos.

Sobre la marcha sustituimos a los granaderos de la sexta panzer que estaban apostados en el corredor y avanzamos por la carretera, esta vez en dirección Badajoz, vaya cosas. Como mi compañía había salido de Estremoz más o menos entera, era de las que encabezaban la marcha. Delante de nosotros un escuadrón de caballería exploraba las colinas, mientras por la carretera se movían con la mayor precaución unas cuantas autoametralladoras, sorteando los restos de coches, camiones y tanques que tenían más agujeros que un queso suizo. Supongo que unos cuantos de esos boquetes los hizo usted, mi capitán, pero me pareció que la mayoría eran cosa de las bombas incendiarias de los Messer, que nos hacían de ángeles de la guarda: un par de aviones de reconocimiento —me pareció que eran Super Pavas— volaban delante nuestro, inspeccionando con cuidado la carretera y los olivares, mientras sobre nosotros una escuadrilla de Messer describía círculos. Un par de veces los Super Pavas debieron ver algo, porque vimos como dos cazas picaban y lanzaban sus depósitos unos cientos de metros delante de nosotros. Cuando llegamos aun ardían algunos olivos, y entre ellos pudimos ver los restos horribles de varios cadáveres calcinados. No pude saber si habían caído en ese ataque, o en los combates del día anterior, cuando los ingleses habían intentado romper el cerco; pero ya le dije que el fuego es terrible.

Poco después encontramos resistencia. Escuchamos disparos aislados y un mensajero llegó galopando, diciendo que algunos jinetes se habían encontrado con los canadienses. Ordené a mis hombres que se desplegasen en guerrilla, con una sección en cada flanco y otra, más retrasada, como reserva, y nos movimos con cuidado. Había algún paqueo aislado, pero nada de preocupar. Pero entonces escuché un par de explosiones a mi derecha, y un mensajero vino corriendo —jugándosela— a decirme que había minas.

Las minas eran artefactos infernales que odiaba solo un poco menos que al fuego. Eran esas cajas de explosivos que no veías hasta que volabas, y que no te mataban, pero te arrancaban el pie y dejaban que te desangrases mientras rabiabas. Para detectarlas solo teníamos nuestras bayonetas: introduciéndolas con cuidado en el terreno podíamos encontrar las bombas enterradas. Pero abrir un paso así llevaría una eternidad que no teníamos. Sin embargo, mi regimiento lo mandaba el teniente coronel Ledesma, un hombre que se las sabía todas, y previendo lo que iba a pasar se había hecho con un magnífico sistema de limpieza de campos minados: varios rebaños de ovejas que había confiscado en los pueblos cercanos. Unos cuantos de nuestros soldados, que habían sido pastores en tiempos más felices, las arrearon delante de nosotros. Hasta habían traído perros —por lo visto el teniente coronel se imaginaba lo de las minas desde meses antes—, y los chuchos guiaron a los rebaños entre las oliveras. Una y otra vez, las minas estallaban, y las ovejas salían corriendo por todas partes, activando más minas; pero en cuanto se calmaban un poco los perros las reunían y las mandaban otra vez hacia adelante.

Había un buen trayecto, que se hacía más largo si había que apacentar las ovejas, por lo que no fue hasta que cayó la tarde cuando salimos de las colinas y pudimos ver Évora. Por entonces el cuerpo de Extremadura estaba atacando por el sur y el marroquí, por el norte. Supongo que con tanto entretenimiento los herejes se habían olvidado de nosotros, y por eso no tuvimos que aguantar a sus cañones. Pero la paz se acabó cuando llegamos a São Matias.



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Mensaje por zaptor »

Buenas
Veo muy lógico que se intente evitar dañar lo menos posible a Portugal mientras se expulsa a los pérfidos herejes... desde un punto de vista político es lo que interesa, ya que no es tanto expulsarlos y devolver una nación a un estado de neutralidad o no-beligerancia afín, sino restarle un aliado a los británicos y añadirlo a las propias filas.

Uno de los mejores movimientos que se pueden realizar en cualquier juego, es aquel en que consigues que el rival pierda, al menos, una ficha, y que esa ficha, en vez de quedar descartada, pase a sumar a tu propia mano, y es lo que se persigue, por lo que veo: Echar a los Tommies de Portugal, y atraerla al Lado Oscuro de la Fuerza [que, como todos sabemos, es más fácil, más poderoso, más rápido, vamos, el bueno]

.... y hacer tabla rasa del tablero de quien pretendes sea tu compañero de partida en lugar de tu rival... puedes conseguir una animadversión que te puede venir mal a medio plazo al menos, así que es mejor aparecer como liberador y sin hacer daño, para ue luego sea natural que el ayudado pase a ser ayudante.

Hablando del ejemplo de Caen, es un tanto distinto; en este caso si estaba claro que el objetivo era liberar a los franceses de la bota alemana, y fué un duro sacrificio que pagó el pueblo francés. El peaje mereció la pena, a juzgar por el resultado final; queda para otro tipo de análisis si se podría haber evitado, es decir, si la estrategia aliada fue la óptima, o si fue la que pudieron o fueron capaces de implementar en su momento

Perdón por el ladrillo... la jornada de trabajo se hace larga y bueno es oxigenar la mente


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urquhart
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Mensaje por urquhart »

Hola a todos,

respecto a Caen, esta podía haber caído en manos canadienses de forma menos sangrienta; si la rigidez táctica británica hubiera permitido que el batallón de exploración canadiense que tenía a la vista el aeródromo de Carpetet (disculpas si equivoco el nombre) lo hubiera ocupado.

Respecto al sufrimiento francés, acabadas las operaciones en Normandia, y tras llegar al Sena, casi no hubieron batallas campales de entidad, exceptuando la orilla francesa del Rin. Cierto que Normandía quedó desbastada, pero el precio que se pagó en Normandía evitó que el resto de Francia acabara destrozada.

Respecto a la liberación de Protugal; la jugada brit ha sido una estupidez. El Portugal de salazar, aun los aprietos británicos era un colaborador pasivo de Londres, en la realidad y supongo que en la ucronía; pero WSC no podía evitar la tradición británica de los golpes de mano contra el enemigo continental. De repente, la benevola neutralidad lusa, que permite de algún modo el apoyo de Azores, Madeira CAbo Verde, Sao Tome a las operaciones navales brits, desparece.... siempre que la UPE pueda recuperar las posesiones de ultramar lusas...


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Mensaje por Domper »


El lugar no era sino una capillita aislada, con cuatro casas y un pequeño cementerio, pero ahí habían organizado los canadienses su primera línea de resistencia. Cuando llegaron las patrullas de caballería tuvieron un rifirrafe con el enemigo, descubriendo que por lo menos había una compañía. Nosotros nos desplegamos, mandando por delante a las pocas ovejas que nos quedaban. Un zagal muy majo, jienense creo que era, se ofreció voluntario, y tras ponerse por encima un tabardo y un zurrón que tapase su uniforme se fue hacia los herejes. Que no debían estar para fiestas, porque empezaron a tirar contra los ovinos que daba gusto. El chaval se salvó por los pelos, pero ya sabíamos más o menos donde estaban sus ametralladoras.

Un explorador nos avisó que a mi izquierda había otro cortijo y que podía estar ocupado. Era una posición peligrosa porque nos flanqueaba, y habría que tomarla antes de atacar San Matías. Acompañé a la segunda sección y nos movimos con todo el sigilo que pudimos. No veíamos movimiento, pero vaya usted a saber. Así que seguimos a rastras y solo cuando estábamos a cien metros di orden de atacar. Nos pusimos en pie y corrimos, justo cuando empezaron a sonar disparos y ráfagas: el cortijo no estaba vacío. Pero aunque cayeron algunos de mis hombres, sorprendimos a los canadienses y pudimos llegar a un gran almacén. Una escuadra lo limpió a bombazos —estaba vacío—, y se apostó ahí. Luego nos protegió con sus disparos, y los demás nos movimos entre los pequeños huertos que había detrás del cortijo. Un par de veces hubo que despejar alguna caseta con granadas, pero los defensores no debían ser más de una avanzadilla que escapó en cuanto vio que la cosa no iba de broma.

El mapa mostraba que un poco más allá de San Matías había otra pequeña aldea, un poco más alejada de la carretera. Dejé a una sección tirando morterazos a los herejes de San Matías para entretenerlos, y con los demás me dirigí hacia la aldea de marras. Resultó que de aldea, nada: era un precioso palacete, rodeado por unos jardines que ríase de los que usted vio en Versalles. Nos movimos con precaución por los cuidados parterres, comprobando con asombro que no había nadie. Solo en el casón encontramos a una familia de guardeses —con más miedo que alma— que nos pidieron que respetásemos el lugar. Desde luego: pasó a ser el puesto de mando de la división.

Habíamos flanqueado a los canadienses, así que dejé algunos centinelas en el palacete y me fui con los demás hombres hacia San Matías, para pillar a los herejes por detrás. Ya era de noche casi cerrada, y por los olivares no se veía ni un pimiento; pero la posición enemiga estaba iluminada por un coche que un mortero había incendiado. Los canadienses, que no esperaban que llegásemos por detrás —eran bisoños— se dieron un soponcio al vernos llegar y depusieron sus armas. Habíamos dado el primer paso.



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Al día siguiente pintaron bastos. Al menos ya no abríamos el avance, pero el regimiento Gerona tuvo que pelear una dura batalla para tomar un pequeño convento, el de Santa Margarida. La artillería lo redujo a escombros, y luego los guripas tuvieron que luchar entre las ruinas. Pero por fin a media mañana la resistencia enemiga se rompió y los canadienses empezaron a recular. El Gerona los siguió por la sierra, camino de la clave de la batalla por la ciudad: el alto de São Bento, es decir, de San Benito. Se trataba de un cerro redondeado, no muy alto, que apenas levantaba setenta metros sobre la ciudad. Las laderas eran pedregosas aunque albergaban algunos bosquecillos de encinas. Unos torreones coronaban el alto: eran molinos de viento en ruinas. También había una antena de radio, algunas casas, y un poco hacia el norte estaba el convento de São Bento de Catris. No parecía nada imponente, pero la batalla por esa colina iba a ser tan dura como la del Pingarrón.

Cuando los del Gerona se acercaron se encontraron con una línea de trincheras que zigzagueaba por la base del cerro. Intentaron asaltarla pero quedaron atrapados por los alambres de espino tendidos entre los troncos de las encinas. Las ametralladoras enemigas tiraban contra ellos, e incluso aparecieron un par de tanques. Nuestros ángeles de la guarda, es decir, los Messer, acudieron al quite, y miles de litros de gasolina ardiente cayeron sobre la elevación. Sin embargo un segundo intento del Gerona también fue rechazado.

La artillería empezó a batir el cerro. Con depurada técnica, un centenar de proyectiles cayó casi simultáneamente sobre la pendiente, abriendo paso al batallón 107. A pesar de las ametralladoras y de los morterazos que caían como lluvia, los guripas ascendieron la ladera, e incluso llegaron a pelear en los escombros en que la artillería había convertido los molinos; pero cuando llegaron a lo alto se encontraron con una nueva línea de trincheras: los herejes estaban empezando a aprender que el mejor sitio para fortificar es donde no se les puede ver. Un contrataque —lanzado con mucho valor, no puede negarse— desalojó a los del 107 de las posiciones que habían tomado, y tuvieron que correr cuesta abajo. Los canadienses intentaron perseguirles, solo para descubrir por qué el lado de la colina que da al enemigo no es buen sitio para correrías: un violento bombardeo de nuestros cañones les quitó las ganas de volver a dejarse ver.

El Gerona hizo un nuevo intento, y de nuevo llegó a coronar la cima, solo para que otro contrataque les expulsase; pero esta vez consiguieron hacerse fuertes en una cima accesoria, donde emplazaron ametralladoras que hostilizaron la posición canadiense. Dos nuevos intentos de asalto fueron rechazados, no tanto por la infantería enemiga, sino por sus cañones y morteros. A esas alturas era obvio que el cerro no caería con asaltos frontales, por lo que el regimiento de cazadores de Ceuta pasó a atacar un poco más al norte, hacia el convento de São Bento. Lo que quedaba del convento, porque previamente sufrió un durísimo bombardeo por media docena de Stuka y seis Messer. Pero el avance hacia las ruinas fue detenido por el fuego que se les hacía desde las posiciones herejes en la cima. Una compañía intentó asaltar el cerro por el flanco izquierdo, pero esta vez fueron las ametralladoras emplazadas junto al convento las que frenaron el nuevo intento.

Al mismo tiempo veíamos como nuestra aviación iba y venía continuamente, bombardeando algo más allá de la dichosa colina: luego supimos que fueron esos bombardeos los que impidieron que los canadienses de San Benito recibiesen refuerzos. Pero la 105 también las estaba pasando moradas. Los batallones 107 y 108 —los que habían atacado el cerro— no podían más y apenas tenían la fuerza de compañías. Los cazadores de Ceuta no lo habían tenido tan crudo, pero estaban inmovilizados en los campos abiertos ante el convento.

Le iba a tocar a mi batallón —el 112— dar el callo. Mientras los del Ceuta volvían a intentarlo contra el convento, nosotros atacaríamos el alto por la derecha. El terreno era algo más bajo, pero la rocosa cota 356, que había tomado el 107, nos protegería de la observación del enemigo y, por tanto, de sus cañones. La primera fase del ascenso fue sencilla, siempre que no prestásemos mucha atención a los restos de la anterior batalla: las pocas encinas y hasta la hierba estaban quemadas, los cráteres que los explosivos habían abierto en las piedras cubrían toda la ladera, y aquí y allí despojos humanos que nos mostraban que tomar la posición había costado mucha sangre.

Nos acercábamos a la cima cuando un cabo, enviado por el capitán Moreno —el único oficial con vida que quedaba del 107— nos guio por una somera trinchera. Insistió en que no nos dejásemos ver en la loma, porque a la artillería hereje aun le quedaba mucho fuelle y si enseñábamos la cocorota nos apiolarían. Poco a poco rodeamos la cima, hasta que el cabo nos señaló un edificio que había sido blanco y ahora estaba ennegrecido.

—Mi teniente, no siga adelante que en esa granja están los herejes.

En seguida nos llegaron las órdenes: mi compañía tenía que tomar lo que quedaba de esa granja, y luego progresar hacia el este, hasta llegar a un somero valle que había tras los edificios. Entonces haríamos una conversión hacia el noroeste y nos dirigiríamos hacia el dichoso alto de San Benito.

A las 13:25, como estaba previsto, tronó la artillería, y una nube de polvo y humo cubrió la granja y la vaguada. A los dos minutos la artillería tenía que cambiar de objetivo, y para entonces nosotros teníamos que estar cayendo sobre el enemigo, por lo que ordené a mis hombres que se moviesen: una sección dispararía para cubrirnos mientras las otras dos trataban de flanquear al enemigo. Pero fue ponernos en pie, y empezar a caernos pepinos ingleses. La sección de la izquierda fue atrapada en terreno descubierto, y los pocos que quedaron enteros tuvieron que refugiarse tras las piedras. La sección de la izquierda corrió —yo iba delante, con la pistola en una mano y una bomba en la otra—, y llegamos a las ruinas cuando los herejes aun no se habían recuperado. Tiré una granada de mano por el hueco de una ventana y tras la explosión salté al interior, pero tropecé con un madero y me caí de bruces, que casi me desgracio. Menos mal, porque una ametralladora hereje que los muy cabritos habían emplazado al otro lado de la granja —ahí había alguien que sabía lo que se hacía— lanzó una larga ráfaga que barrió a los hombres que trataron de seguirme.

Con el trompazo me había quedado un poco ido, y creo que eso me salvó, porque los míster debieron pensar que me habían dado el pasaporte. Cuando reaccioné un poco me arrastré para apartarme de la ventana, que no me fuese a caer una bomba de los míos. La ametralladora estaba otra vez hablando, disparando esta vez contra unos guripas que trataban de rodear la casa. Eso me dio ocasión para acercarme un poco. Preparé otra bomba, y cuando la ametralladora volvió a disparar hacia el otro lado me levanté, corrí y lancé la granada, antes de tirarme otra vez al suelo. La bomba cayó corta. Iba a preparar otra granada, cuando vi algo que se me venía encima: una bomba Mills de esas de piña que usan los ingleses. Tuve suerte porque pude meterme tras una pila de escombros que me libraron de la metralla. Tomé las bombas que me quedaban —unas italianas de esas que pone “molto pericolosa” pero que apenas hacen arañazos— y empecé a lanzarlas. Poco daño hice, porque la ametralladora volvió sus atenciones hacia los escombros donde estaba. Pero bastó para que la escuadra de la derecha —ya solo dos hombres— se acercase, también con granadas, y los canadienses pensaron que ya estaba bien y tomaron las de Villadiego.

Una carrera y entré en la posición, muy bien preparada, que tenía hasta un techo hecho con maderas y piedras: con razón la artillería no les había hecho nada. Habían dejado la ametralladora. Ordené a los dos guripas que me habían seguido que la volviesen hacia el enemigo, y me volví a la ventana a ver qué pasaba con los demás. Justo entonces entraron media docena de soldados, y el cabo que los mandaba —Santidrián creo que se llamaba— me dijo que eran los únicos. La sección había tenido muchas bajas, y la otra seguía clavada al terreno por la artillería.

Envié a uno de los soldados con un mensaje garabateado: mi compañía había quedado reducida a la mitad y no habíamos podido seguir a la barrera artillera. La tercera sección llegó a la casa en buen momento, porque los cañones herejes volvieron a disparar. Entonces escuché también a la ametralladora: los canadienses contratacaban. En un par de saltos me llegué donde la máquina, que era una Vickers de esas tan parecidas a las Maxim de los rojos. Uno de los dos guripas había sido herido en la cara, y ocupé su lugar con las cintas de municiones, mientras el otro soldado disparaba ráfagas cortas. El resto de la sección tiró algunas bombas, y los canadienses recularon.

Era el momento. Me levanté y ordené a la tercera sección que persiguiese a los canadienses. Una carrera nos permitió atravesar un pequeño claro, y llevamos al fondo de la vaguada, donde había una alquería, y entramos por las ventanas pegados a los talones de los canadienses. La primera sección, que por fin se había podido levantar, vino detrás de nosotros, pero a los herejes ya no les daba miedo disparar a los suyos, y un par de ametralladoras volvieron a frenarles en seco.

A nosotros nos tocó limpiar los edificios. Nos movimos con cuidado, y cuando oíamos pasos en el piso de arriba, disparábamos: un par de gritos nos demostraron que no íbamos descaminados. Pero los canadienses nos la devolvieron, haciendo agujeros en el piso para tirarnos granadas. Las dos primeras veces que lo intentaron les cazamos nosotros antes, pero aprendieron. Estaba en una sala, mirando al techo, cuando vi que lo atravesaban varias balas y luego una explosión desmoronaba el centro; tiempo justo me dio para refugiarme en la sala contigua porque media docena de granadas cayeron por el agujero.

Encontramos una escalera, e intentamos ascender un par de veces, pero a los canadienses les debían sobrar las bombas, que lanzaban a docenas por el hueco. Alguna les volvía, porque tenían mecha un poco larga, y un guripa se adelantó, tomó una bomba del suelo y la tiró hacia arriba: el ingenio estalló en el aire, regando con metralla al valiente loco que la había lanzado pero también a los canadienses de arriba; intentamos subir, pero arriba debían ser muchos y volvieron a caer las bombas.

Un grito y varios disparos me avisaron de que fuera pasaba algo. Me acerqué con cuidado a una ventana y vi que un montón de herejes, igual una compañía, se nos venía encima. No teníamos nada que hacer ahí, y ordené a mis hombres que se replegasen. Por lo menos el fuego de la primera sección nos cubrió. Pero cuando nos reagrupamos en la granja, mi compañía estaba reducida a poco más de una sección.

No había acabado el baile. En cuanto volví a la primera granja ordené que la preparasen para la defensa: además de la Vickers capturada puse otras dos ametralladoras —las magníficas MG34 alemanas— y un mortero del cinco. A tiempo, porque todos esos canadienses de la alquería salieron a por nosotros. Las ametralladoras enemigas nos empezaron a regar con balas desde las ventanas altas de la alquería, pero el del mortero —que era una especie de Guillermo Tell con esos artefactos— metió un par de bombazos por el techo, y aunque no alcanzaron a las máquinas enemigas, bastó para distraerlas. Al momento fue nuestra artillería la que disparó, barriendo primero la tierra de nadie y luego aplastando la alquería. De ese contrataque no se supo más, pero aun hicieron los herejes otro intento, que acabó igual de mal. Pero nosotros tampoco estábamos para historias. A las otras compañías no les había ido mejor, y el batallón apenas había podido avanzar cien o doscientos metros, sin poder llegar a la dichosa vaguada. El ataque estaba parado.



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Nazario Ballarín Fañanás

La división 105 se estaba esmorrando con el dichoso cerro de San Benito, y tocó a los de la Leona echar una mano. Una división entera no cabía en tan poco espacio, y al principio solo dos batallones participarían en el ataque contra el convento. De nuevo, no atacarían a la vez los dos batallones, que mucha gente en poco sitio solo servía para carne de cañón, sino las compañías de vanguardia. Delante de las cuales irían las secciones de asalto, es decir, el sargento Ballarín.

El convento de São Bento no era demasiado grande, y los bombardeos artilleros y aéreos lo habían reducido a escombros; pero la importancia del lugar estaba en que dominaba la cara posterior del cerro de São Bento, y una vez se conquistase la posición quedaría aislada. Por entonces ambas partes sabían que la colina era la partida de tierra más valiosa de todo Évora, pues su posesión significaría que el perímetro británico quedaría roto, y los defensores tendrían las horas contadas. Eso significaba que el general Crerar, al mando de los canadienses atrapados en Évora, había dirigido la mitad de sus cañones hacia la posición, y estaba tratando de enviar refuerzos; pero los continuos bombardeos habían aislado a los defensores, al menos, hasta la noche. Por tanto, la conquista de la posición se había convertido en una carrera.

La sección de Ballarín —aun no habían nombrado ningún reemplazo para el alférez Manrique— avanzó por cuidado por el camino que iba desde Évora hacia Arraiolos. Por suerte algún indocumentado había construido un gran foso antitanque paralelo a la carretera, que en lugar de ser rectilíneo para poder ser batido por los defensores, tenía el mismo trazado ondulado que las trincheras, convirtiéndolo en una excelente ruta de acceso para los atacantes. La sección fue moviéndose por el fondo y llegó sin problemas hasta las cercanías del convento. Allí había una cortadura, es decir, un montón de tierra que bloqueaba el foso, y una trinchera para defenderlo. Pero la otra compañía ya había tomado la posición, y los hombres de Ballarín tuvieron paso franco. Una vez cerca del convento —de su fachada norte, o de lo poco que quedaba de ella, mejor dicho— Ballarín se asomó con cuidado, escondido detrás de un arbusto, que no era cuestión de ponerle las cosas fáciles a los pacos. Pudo ver lo que le quedaba: casi trescientos metros de terreno descubierto, batido por las armas automáticas enemigas. Malo. Pero por la derecha había algunos corrales bajos que podrían servir para cubrirles.

Poco antes de la hora señalada oyó ruido de motores ¿Otra vez tanques herejes? Además sonaban por detrás, y si habían conseguido plantarse en su espalda… Ballarín se asomó con cuidado, por un sitio diferente y escondido por otro matojo, que no era cuestión de hacer de blanco para algún desgraciado con ganas de hacer puntería. Vio cuatro tanques de un tipo raro: se parecían mucho a los Pardillos, pero tenían una torre de grandes dimensiones, como quitada de un crucero para meterla en un tanque. Lo importante era que llevaban vistosas franjas rojigualdas. Entonces el sargento recordó que le habían avisado que tal vez tuviesen el apoyo de los nuevos Súper Pardillos. Mejor que mejor.

Volvió con sus hombres y los aleccionó—: Tendremos baile en cinco minutos. En cuanto veáis que yo me mueva, vosotros salís corriendo. Que a nadie se le ocurra parar ni tirarse al suelo, que los cabrones de enfrente tiran contra los que se quedan quietos.

A las 15:20 la artillería española volvió a disparar. Una granizada de obuses cayó sobre el convento. Hasta pudieron ver un proyectil que caía lentamente, pero que al estallar demolió una esquina del edificio: debía ser un morterazo del veinticuatro, esos engendros que estaban fabricado en Placencia. Cuando el cañoneo amainó las dos compañías pasaron al ataque, y la de la izquierda en seguida quedó frenada. Pero los hombres de Ballarín pudieron llegar hasta los corrales, que no estaban defendidos: se notaba que los canadienses eran novatos, porque de haber emplazado una ametralladora ahí el convento hubiese sido inexpugnable. El sargento miró al caserón, ya cercano, y vio como el fuego no procedía del edificio sino de una trinchera que había en su base. Preparó a sus hombres.

—Tíos, mirad que hay un par de huecos en la alambrada ¡ni se os ocurra acercaros ahí u os darán p’al pelo! Coged esos maderos, y los tiráis sobre los alambres, y luego pasáis sobre ellos. Cuando yo me levante, salid corriendo. Id tirando con los naranjeros para que los herejes agachen el coco. Una cosa, como vea a algún imbécil esconderse detrás de los tanques, que no se preocupe por los herejes, que seré yo quien lo mate.

A los dos minutos la artillería disparó de nuevo. Los blindados se adelantaron y empezaron a disparar contra el convento; Ballarín oía como los disparos de los canadienses rebotaban en sus chapas, mientras los Súper Pardillos iban destruyendo un nido de ametralladoras tras otro. Finalmente cesó el bombardeo y cayeron proyectiles fumígenos. El sargento salió tras el muro y se adelantó, con el naranjero apoyado en la cadera y disparando cortas ráfagas, mientras los Súper Pardillos seguían tirando contra las posiciones canadienses. Al llegar a la alambrada no hizo caso a lo que había dicho a los suyos y se coló por un cráter, procurando no enredarse en el alambre retorcido. Los enemigos aun no se habían recuperado y no disparaban. Entonces tomó un par de bombas y las lanzó, puso un nuevo cargador en el subfusil, y saltó a la trinchera. Disparando cortas ráfagas se fue moviendo, mientras otros guripas llegaban a la posición. Pero estaba vacía, porque los canadienses se habían retirado al verse encima a los asaltantes.

—¡No os paréis! Seguid hacia la derecha —dijo Ballarín, ordenando a la sección que rodease el caserón. Algunas ráfagas y explosiones mostraron que aun quedaban algunos enemigos en las ruinas, pero los hombres de Ballarín, corriendo por las trincheras vacías, pronto llegaron a la trasera del convento, al pie del cerro: habían cercado lo que quedaba del edificio. El sargento ocupó las antiguas posiciones canadienses preparándose para rechazar el contrataque que esperaba se produjese en cualquier momento. No tardó: vio movimiento por las trincheras de comunicación, preludio del inmediato asalto.

—Tíos, atentos —dijo Ballarín—. Cuando asomen la mollera empezáis a tirar como locos. No os preocupéis si no les dais, yo solo quiero que les entre el canguelo. Si se acercan, a bombazos ¿Estamos?

Pero los soldados contrarios, en lugar de atacar, levantaron un palo con un trapo blanco y lo agitaron. Luego empezaron a salir de las trincheras con los brazos en alto gritando—: ¡Amigo, yo amigo! Yo rindo. Nous sommes québéquois et ne pas anglais ¡Amigo!

A lo largo de toda la línea empezaron a salir los soldados alzando las manos.



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Gaspacher
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La Pugna Continuación de "El Visitante"

Mensaje por Gaspacher »

Lanzallamas, necesitan lanzallamas... :militar4:


A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
Alberto Elgueta
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La Pugna Continuación de "El Visitante"

Mensaje por Alberto Elgueta »

Muy buena analogía con Montecasino, aunque no creo que haya un Anzio en ciernes por mar.

Saludos


Domper
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La Pugna Continuación de "El Visitante"

Mensaje por Domper »

Gaspacher escribió:Lanzallamas, necesitan lanzallamas... :militar4:
Pero los españoles no llegaron a usarlos durante la GCE, y hasta los cincuenta no presentó CETME sus equipos. Por otra parte, los marines, que los usaron ampliamente, fueron bastante críticos respecto a su utilidad a causa del alcance reducido, prefiriendo para reducir fortificaciones, etcétera, los cañones de los tanques.

Saludos



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