Crisis. El Visitante, tercera parte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Especificaciones (Lince 2)
Tipo: carro de combate ligero.
Servicio: 1943 - 1946 (Lince, Lince 2). 1945 - 1957 (Lince 3). 1950 - 1972 (Lince 4). 1964 - 1975 (Súper Lince)
Usuarios: España, Francia, Italia, Rumania, Yugoslavia, Alemania, Bulgaria, Egipto. Posguerra: Sion, Portugal, Argentina, Irak, Irán.
Diseñador: Ansaldo (Europanzer) - Verdeja.
Diseño: 1942.
Producción: 1942 - 1946.
Número: Lince 1: 7.700. Lince 2: 10.000. Lince 3: 1800 + 400.
Peso: 28,3 Tn (Lince II).
Longitud: 5,45 m (sin contar el cañón).
Ancho: 2,55 m.
Altura: 2,60 m.
Tripulación: 4 hombres.
Blindaje: 9 cm.
Armamento: Cañón KwK 40/43 75L46. Dos MG34 de 7,92 mm.
Motor: Hispano Suiza HS-55 de gasolina de 335 Kw.
Relación Peso/Potencia: 11,8 Kw/Tn
Transmisión: Ansaldo AM-15 semiautomática de siete velocidades adelante y dos detrás.
Suspensión: Horstmann.
Altura sobre el suelo: 47 cm.
Combustible: 320 litros.
Autonomía: 210 km.
Velocidad: 44 km/h.
Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Capítulo 18
La diplomacia es el arte de conseguir que los demás hagan con gusto lo que uno desea que hagan.
Dale Carnegie
Relato de Von Hoesslin
El regente pudo dedicar a visitar las unidades militares menos tiempo del que hubiese deseado, ya que se estaba ventilando un asunto de mucha mayor importancia: la fundación de la Unión Europea.
El finado y nunca suficientemente llorado Goering —lo que realmente lamentaba era que su descenso a los infiernos no se hubiese producido antes—, creó un organismo internacional nada más suceder a Hitler —otro personaje al que suponía haciendo compañía al Statthalter en los salones de Pedro Botero—. Esa organización, la Unión Paneuropea, supuestamente estaba destinada a fomentar la hermandad entre las naciones vecinas, pero se quedó en poco más que palabras tras su fundación en Aquisgrán. La conferencia que debía formalizarla, la de Jerusalén, finalizó abruptamente obra y gracia de la carga de nitroglicerina que hizo que el ataúd del Statthalter fuese sorprendentemente ligero. Aparte que todo el mundo sabía que en realidad no era sino una figura de papel que diese una apariencia formal al dominio de un conjunto de vencedores, es decir, Alemania y, con un poco de imaginación, Italia. El resto de los integrantes era una mezcla de aliados renuentes y de sojuzgados. Tal alianza duraría lo que el poder de Alemania, y bastaría un par de reveses para que nuestros supuestos amigos se nos echasen al cuello. Deseábamos justamente lo contrario, dar forma a una nueva Europa que evitase las luchas fratricidas que periódicamente la ensangrentaban. Aunque no parecía lógico hacerlo en medio de una guerra, era la mejor manera de mostrar la honestidad de nuestros propósitos. No se olvide que tal vez fuese la única opción para la supervivencia de Alemania.
La nueva organización tenía que ser duradera. Evidentemente, en ella el Imperio Alemán debiera tener un gran peso, no solo por nuestro ejército y nuestras victorias, sino por ser la mayor potencia demográfica e industrial de Europa. Pero si intentábamos imponer esa superioridad toda la unión quedaría en aguas de borrajas. También era crucial acabar con la consuetudinaria enemistad entre Alemania y Francia que solo beneficiaba a Inglaterra. Fue por ello que en las reuniones que mantuvieron negociadores franceses y alemanes con vistas a la firma de un tratado de paz definitivo se empezó a dar forma a un nuevo marco para las relaciones europeas, en un organismo en el que todas las naciones fuesen iguales.
La idea surgió de un antiguo político católico marginado por los nazis y cuya estrella empezaba a resurgir: el que había sido alcalde de Colonia y presidente del Consejo de Estado de Prusia, Konrad Adenauer. Había sido otro de los apartados por los nazis que había sido rehabilitado tras los Juicios de Berlín. El ministro Von Papen, que intentaba hacer olvidar que sus maniobras habían llevado a los nazis al poder, estaba incorporando personajes de ideas más o menos centristas al Ministerio de Asuntos Exteriores, tal vez creyendo que así creaba una facción propia. Entre ellos estaba Adenauer que a pesar de su avanzada edad fue agregado al equipo que negociaba en Metz con los franceses. Adenauer siempre se había llevado bien con ellos y ya había propuesto en su día algún tipo de unión económica. Ahora ideó algo tan revolucionario como en su día había sido mi ocurrencia de recrear el imperio. El antiguo alcalde de Colonia consideraba, con razón, que si el nuevo organismo era dirigido por Berlín sería visto como herramienta de opresión y, a lo sumo, tolerado. Él pensaba en una Europa que aunque fuese dirigida por Francia y Alemania, con la colaboración italiana y española, escuchase la voz de todos sus pueblos.
Adenauer no era tonto y acudió primero al ministro de Exteriores, pues no deseaba ser desautorizado en medio de las negociaciones. Von Papen, que como he dicho temía que su estrella estuviese declinando, apoyó sin reservas el proyecto. Aunque inicialmente se encontró con la oposición del mariscal Von Manstein. En esa reunión estuve presente como delegado del regente: Von Lettow no solía acudir a las reuniones del gabinete para no condicionarlo, pero quería tener un testimonio de primera mano.
—Eric —dijo Von Papen—, comprendo que no te guste la propuesta. Yo también estuve en las trincheras, mi tío abuelo murió en Gravelotte, y mis antepasados se las vieron con Napoleón en Waterloo. Sé que sientes que los franceses son el enemigo, pero te pido que lo veas de otra manera. Somos dos vecinos condenados a vivir juntos, y podemos hacerlo bien o mal. Hasta ahora nuestras relaciones se han dirimido con la espada. Es la ocasión de darnos la mano y actuar, si no como amigos, que ya sé que sería mucho pedir, al menos como dos naciones sensatas.
Aun así Von Manstein no cedía y Von Papen siguió—. También comprendo que no te guste que renunciemos al poder que nos han dado las victorias de nuestro ejército. Pero no se trata de eso. Si queremos crear un enorme imperio alemán lo mejor será aplastar a nuestros enemigos, pero no tendrá que sorprendernos que en cuanto puedan nos apuñalen por la espalda. Recuerda el sino del imperio de Napoleón. Será entonces cuando el sacrificio de nuestros soldados haya sido vano. Por el contrario, el mejor honor que podemos hacer a esos héroes será lograr que su sangre se haya vertido para establecer un orden justo en Europa.
—Franz, no me vas a envolver con tus palabras. Ese protegido tuyo, el tal…
—Adenauer.
—Adenauer pues. Ese pazguato lo que quiere es hundir al Reich.
—Que no, Eric. Lo considero como una de las personas más honestas con las que he tratado. Ama a Alemania pero también a la paz, y no cree que sea posible sin un tratado justo con Francia. Recuerda el efecto que tuvo en nuestra patria el Diktat de Versalles.
El argumento admitía escasa réplica y el canciller Speer asintió. Pero el general Schellenberg tenía algo que decir.
—Franz, me sorprende que alguien tan capaz como tú esté actuando como un iluso. Ese Konrad tuyo no es sino un político de la vieja escuela que quiere resucitar el Zentrum. Si tienes alguna duda tengo todas las pruebas que puedas desear. Apoyándole lo que lograrás es que el Zentrum resucite y con él el régimen de Weimar, y lo primero que harán con nosotros es pasaportarnos.
Von Papen protestó, pero Schellenberg siguió hablando de tramas y conspiraciones urdidas por Adenauer. Resultaba curioso que el mayor intrigante del Reich acusase a los demás de confabular. Parecía que el proyecto estaba condenado cuando Speer intervino.
—Walter, todo eso que apuntas es demasiado grave para que podamos aceptar simples rumores ¿Tienes pruebas de lo que dices o tan solo se trata de sospechas —Schellenberg calló y Speer siguió—. No pienses que no te escucho, o que no me fío de tu instinto, pero por una vez no voy a estar de acuerdo contigo. Mi punto de vista no es ni político ni militar, sino industrial. Yo soy el primero en ver la importancia que tiene que las potencias europeas vayan a una. Los frutos de la cooperación con París están a punto de nacer ¿Quieres matarlos por unas sospechas? Además, supongo que seguirás vigilando de cerca a ese sujeto y nos prevendrás si empieza a intrigar.
—Señor canciller, si ha tomado esa decisión no queda más que hablar —respondió Schellenberg.
—Walter, por favor, no te lo tomes así. Sabes que en esta sala no hay cancilleres ni cancilleras, sino que todos somos iguales ¿Te parece que votemos?
Como era de esperar, se produjo un empate dos contra dos. Speer podría haberlo resuelto con su voto de calidad, pero no quiso.
—Walter —le preguntó a Schellenberg— ¿Tu oposición es al proyecto de Adenauer o solo a su persona? Si es así, podríamos apartarlo nombrándole para algún puesto honorífico, tal vez embajador en París o algo similar. Los franceses, por lo que dice Franz, confían en él, y de paso nos lo quitaremos del panorama.
—No es mala solución, pero si empezamos a exiliar a los indeseables nos vamos a quedar enseguida sin embajadas.
—¿No propondrás otro accidente en el Metro, verdad? —dijo Von Manstein.
—Que yo sepa, aun no hay ferrocarril subterráneo en Metz —repuso Schellenberg, aludiendo a la ciudad de Lorena donde se habían celebrado las reuniones.
Los demás sonrieron cortésmente, pero yo advertí que Schellenberg no lo había negado. Mentalmente tomé nota de prevenir al regente, al que disgustaban esos métodos. Pero no hizo falta porque Speer, que también conocía al general, se adelantó.
—Pues entonces decidido. Adenauer a París, y procuraremos que tenga cuidado con tranvías, trenes y todo lo que se mueva sobre raíles. Mientras seguiremos con las negociaciones aunque, desde luego, controlándolas muy de cerca.
La diplomacia es el arte de conseguir que los demás hagan con gusto lo que uno desea que hagan.
Dale Carnegie
Relato de Von Hoesslin
El regente pudo dedicar a visitar las unidades militares menos tiempo del que hubiese deseado, ya que se estaba ventilando un asunto de mucha mayor importancia: la fundación de la Unión Europea.
El finado y nunca suficientemente llorado Goering —lo que realmente lamentaba era que su descenso a los infiernos no se hubiese producido antes—, creó un organismo internacional nada más suceder a Hitler —otro personaje al que suponía haciendo compañía al Statthalter en los salones de Pedro Botero—. Esa organización, la Unión Paneuropea, supuestamente estaba destinada a fomentar la hermandad entre las naciones vecinas, pero se quedó en poco más que palabras tras su fundación en Aquisgrán. La conferencia que debía formalizarla, la de Jerusalén, finalizó abruptamente obra y gracia de la carga de nitroglicerina que hizo que el ataúd del Statthalter fuese sorprendentemente ligero. Aparte que todo el mundo sabía que en realidad no era sino una figura de papel que diese una apariencia formal al dominio de un conjunto de vencedores, es decir, Alemania y, con un poco de imaginación, Italia. El resto de los integrantes era una mezcla de aliados renuentes y de sojuzgados. Tal alianza duraría lo que el poder de Alemania, y bastaría un par de reveses para que nuestros supuestos amigos se nos echasen al cuello. Deseábamos justamente lo contrario, dar forma a una nueva Europa que evitase las luchas fratricidas que periódicamente la ensangrentaban. Aunque no parecía lógico hacerlo en medio de una guerra, era la mejor manera de mostrar la honestidad de nuestros propósitos. No se olvide que tal vez fuese la única opción para la supervivencia de Alemania.
La nueva organización tenía que ser duradera. Evidentemente, en ella el Imperio Alemán debiera tener un gran peso, no solo por nuestro ejército y nuestras victorias, sino por ser la mayor potencia demográfica e industrial de Europa. Pero si intentábamos imponer esa superioridad toda la unión quedaría en aguas de borrajas. También era crucial acabar con la consuetudinaria enemistad entre Alemania y Francia que solo beneficiaba a Inglaterra. Fue por ello que en las reuniones que mantuvieron negociadores franceses y alemanes con vistas a la firma de un tratado de paz definitivo se empezó a dar forma a un nuevo marco para las relaciones europeas, en un organismo en el que todas las naciones fuesen iguales.
La idea surgió de un antiguo político católico marginado por los nazis y cuya estrella empezaba a resurgir: el que había sido alcalde de Colonia y presidente del Consejo de Estado de Prusia, Konrad Adenauer. Había sido otro de los apartados por los nazis que había sido rehabilitado tras los Juicios de Berlín. El ministro Von Papen, que intentaba hacer olvidar que sus maniobras habían llevado a los nazis al poder, estaba incorporando personajes de ideas más o menos centristas al Ministerio de Asuntos Exteriores, tal vez creyendo que así creaba una facción propia. Entre ellos estaba Adenauer que a pesar de su avanzada edad fue agregado al equipo que negociaba en Metz con los franceses. Adenauer siempre se había llevado bien con ellos y ya había propuesto en su día algún tipo de unión económica. Ahora ideó algo tan revolucionario como en su día había sido mi ocurrencia de recrear el imperio. El antiguo alcalde de Colonia consideraba, con razón, que si el nuevo organismo era dirigido por Berlín sería visto como herramienta de opresión y, a lo sumo, tolerado. Él pensaba en una Europa que aunque fuese dirigida por Francia y Alemania, con la colaboración italiana y española, escuchase la voz de todos sus pueblos.
Adenauer no era tonto y acudió primero al ministro de Exteriores, pues no deseaba ser desautorizado en medio de las negociaciones. Von Papen, que como he dicho temía que su estrella estuviese declinando, apoyó sin reservas el proyecto. Aunque inicialmente se encontró con la oposición del mariscal Von Manstein. En esa reunión estuve presente como delegado del regente: Von Lettow no solía acudir a las reuniones del gabinete para no condicionarlo, pero quería tener un testimonio de primera mano.
—Eric —dijo Von Papen—, comprendo que no te guste la propuesta. Yo también estuve en las trincheras, mi tío abuelo murió en Gravelotte, y mis antepasados se las vieron con Napoleón en Waterloo. Sé que sientes que los franceses son el enemigo, pero te pido que lo veas de otra manera. Somos dos vecinos condenados a vivir juntos, y podemos hacerlo bien o mal. Hasta ahora nuestras relaciones se han dirimido con la espada. Es la ocasión de darnos la mano y actuar, si no como amigos, que ya sé que sería mucho pedir, al menos como dos naciones sensatas.
Aun así Von Manstein no cedía y Von Papen siguió—. También comprendo que no te guste que renunciemos al poder que nos han dado las victorias de nuestro ejército. Pero no se trata de eso. Si queremos crear un enorme imperio alemán lo mejor será aplastar a nuestros enemigos, pero no tendrá que sorprendernos que en cuanto puedan nos apuñalen por la espalda. Recuerda el sino del imperio de Napoleón. Será entonces cuando el sacrificio de nuestros soldados haya sido vano. Por el contrario, el mejor honor que podemos hacer a esos héroes será lograr que su sangre se haya vertido para establecer un orden justo en Europa.
—Franz, no me vas a envolver con tus palabras. Ese protegido tuyo, el tal…
—Adenauer.
—Adenauer pues. Ese pazguato lo que quiere es hundir al Reich.
—Que no, Eric. Lo considero como una de las personas más honestas con las que he tratado. Ama a Alemania pero también a la paz, y no cree que sea posible sin un tratado justo con Francia. Recuerda el efecto que tuvo en nuestra patria el Diktat de Versalles.
El argumento admitía escasa réplica y el canciller Speer asintió. Pero el general Schellenberg tenía algo que decir.
—Franz, me sorprende que alguien tan capaz como tú esté actuando como un iluso. Ese Konrad tuyo no es sino un político de la vieja escuela que quiere resucitar el Zentrum. Si tienes alguna duda tengo todas las pruebas que puedas desear. Apoyándole lo que lograrás es que el Zentrum resucite y con él el régimen de Weimar, y lo primero que harán con nosotros es pasaportarnos.
Von Papen protestó, pero Schellenberg siguió hablando de tramas y conspiraciones urdidas por Adenauer. Resultaba curioso que el mayor intrigante del Reich acusase a los demás de confabular. Parecía que el proyecto estaba condenado cuando Speer intervino.
—Walter, todo eso que apuntas es demasiado grave para que podamos aceptar simples rumores ¿Tienes pruebas de lo que dices o tan solo se trata de sospechas —Schellenberg calló y Speer siguió—. No pienses que no te escucho, o que no me fío de tu instinto, pero por una vez no voy a estar de acuerdo contigo. Mi punto de vista no es ni político ni militar, sino industrial. Yo soy el primero en ver la importancia que tiene que las potencias europeas vayan a una. Los frutos de la cooperación con París están a punto de nacer ¿Quieres matarlos por unas sospechas? Además, supongo que seguirás vigilando de cerca a ese sujeto y nos prevendrás si empieza a intrigar.
—Señor canciller, si ha tomado esa decisión no queda más que hablar —respondió Schellenberg.
—Walter, por favor, no te lo tomes así. Sabes que en esta sala no hay cancilleres ni cancilleras, sino que todos somos iguales ¿Te parece que votemos?
Como era de esperar, se produjo un empate dos contra dos. Speer podría haberlo resuelto con su voto de calidad, pero no quiso.
—Walter —le preguntó a Schellenberg— ¿Tu oposición es al proyecto de Adenauer o solo a su persona? Si es así, podríamos apartarlo nombrándole para algún puesto honorífico, tal vez embajador en París o algo similar. Los franceses, por lo que dice Franz, confían en él, y de paso nos lo quitaremos del panorama.
—No es mala solución, pero si empezamos a exiliar a los indeseables nos vamos a quedar enseguida sin embajadas.
—¿No propondrás otro accidente en el Metro, verdad? —dijo Von Manstein.
—Que yo sepa, aun no hay ferrocarril subterráneo en Metz —repuso Schellenberg, aludiendo a la ciudad de Lorena donde se habían celebrado las reuniones.
Los demás sonrieron cortésmente, pero yo advertí que Schellenberg no lo había negado. Mentalmente tomé nota de prevenir al regente, al que disgustaban esos métodos. Pero no hizo falta porque Speer, que también conocía al general, se adelantó.
—Pues entonces decidido. Adenauer a París, y procuraremos que tenga cuidado con tranvías, trenes y todo lo que se mueva sobre raíles. Mientras seguiremos con las negociaciones aunque, desde luego, controlándolas muy de cerca.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Al final Von Papen resultó tener esas picardías que años antes le habían ganado el apodo de «el diablo con sombrero de copa». Inmediatamente tras la reunión ordenó a Adenauer que partiese hacia París, pero al poco trasladó a la Ciudad Luz las reuniones, de tal manera que ex alcalde las siguió controlando. No fue mala idea porque Adenauer se había ganado la confianza de los franceses, y su nombramiento como embajador les hizo creer que era una manera de ratificarle; ellos no sabían que Schellenberg intentaba apartarlo. Como es lógico, a Von Manstein no debió hacerle ni la más mínima gracia; lo conocía lo suficiente como para ver más allá de su sonrisa. Sin embargo, lo que me la atención fue que Schellenberg no aprovechase la ocasión para atacar a Von papen, aunque tanto el regente como yo estábamos seguros de que se había enterado de la jugarreta, probablemente antes que el nombramiento llegase al futuro embajador.
Con los vecinos creyendo que Berlín apoyaba de corazón la nueva política las negociaciones avanzaron como la seda. Ambas partes aceptaron la propuesta que habíamos hecho en Metz y que se había desarrollado en las últimas reuniones, y ya solo quedó pulir los detalles concretos. Supongo que los franceses salían de cada sesión con la sensación del que recibe una herencia inesperada. Razón no les faltaba, porque habiendo perdido la guerra estaban en el bando de los vencedores. Claro que había tanto botín que daba para que todo el mundo tuviese su parte y quedase tan contento, aunque sin olvidar que estábamos repartiendo la piel del oso antes de cazarlo.
Von Papen no solo informaba al gabinete sino también al regente. Yo suponía que el ministro sabía que el gabinete de guerra tenía los días contados, y quería congraciarse ante el alma del futuro régimen. Cuando hablaba con él, Von Lettow-Vorbeck adoptaba su expresión imperturbable —su cara de póker, como decía en privado— y así Von Papen no llegó a saber cuánto le desagradaba al regente. Un día me confesó los motivos.
—Roland, te recomiendo que leas algún libro sobre la Gran Guerra pero no los publicados aquí, sino los escritos por anglosajones. Verás cómo ponen a Von Papen por lo que hizo cuando era agregado militar en Washington. No es que me parezca mal que intrigase, ya que estaba sirviendo a la Patria al intentar sabotear los esfuerzos aliados. Pero los métodos que empleó dicen mucho de su catadura ¿A quién se le ocurre organizar atentados en un país neutral, aunque fuese contra intereses aliados? Por no decir nada de su loca idea de invadir Canadá desde Estados Unidos a la cabeza de unos cuantos fenianos, sus intentos para derrocar el régimen en México. Si por al menos hubiese sido discreto no hubiese ocurrido nada, pero se dejó enredar por los agentes ingleses que le dejaron en evidencia. Peor aun, como era un descuidado con los documentos los aliados pudieron desmontar toda nuestra red en América. A todo esto el muy irresponsable se dedicaba a declarar que Alemania tenía derecho a invadir Bélgica mientras seguía organizando atentados fallidos y conspiraciones truculentas, hasta que los yanquis se hartaron y lo echaron. Lo único que logró Von Papen fue crear un ambiente antigermano que ayudó a que el presidente norteamericano nos declarase la guerra. Todo para intentar sabotear un par de cargamentos de petróleo que a los submarinos les hubiese costado un suspiro enviar al fondo.
No sabía que al regente le disgustase tanto el personaje. Pero Von Lettow no lo dejó ahí sino que siguió relatándome otros «éxitos» del personaje.
—Al final Von Papen acabó en las trincheras y, según lo que he escuchado, hizo gala de coraje, pero no de la valentía sensata sino de la alocada que le llevaba a lanzar contrataques tan mal preparados que solo sirvieron para llevar a la muerte a cientos de valientes alemanes. En cuanto pudieron sus jefes se lo quitaron de encima mandándolo como consejero a Turquía, a ver si allí hacía menos daño; pero no, que volvió a repetir la jugada de dejar que los ingleses capturasen sus documentos. Cuando acabó la guerra, como no le agradaban las órdenes que recibió, se insubordinó y se ausentó sin permiso…
Me atreví a interrumpirle— ¿Von Papen desertó?
—Ya no estábamos en guerra, por lo que técnicamente no fue un desertor, pero acabó fuera del ejército. Entonces se dedicó a la buena vida de un aristócrata rico mientras los demás alemanes sufrían la hiperinflación y la miseria. Como debía aburrirse se fue involucrando en la política, y como los del Zentrum no querían saber nada de él organizó un partidillo con el que maniobrar y medrar en busca de poder. No hará falta que te diga como acabó todo: en su ansia por lograr ser canciller lo que consiguió fue llevar al poder a ese malnacido de Hitler y su partido de matones con camisas pardas, que nos han metido en esta guerra que no sé cómo acabará.
—Alteza, ya veo que el ministro no es santo de su devoción.
—No te voy a engañar, Roland, me parece un personaje funesto. Hasta ahora en el Gabinete no lo había hecho mal del todo, pero ya está otra vez apuntando maneras. Me gustaría que cuando le oigas hablar pienses que es un intrigante que no le llega a Schellenberg ni a la suela del zapato. Aunque en mi opinión es casi igual de peligroso porque carece de la inteligencia del general.
—¿A qué se refiere, Alteza?
—Decía mi padre que no hay nada más peligroso que un tonto con iniciativa. Mira todo ese asunto de Adenauer. A mí me parecía buena idea que se encargase de las negociaciones, pero no me gusta que se haya hecho a escondidas del gabinete. Creo que Von Papen pretende poner a sus colegas ante hechos consumados y así arrogarse el éxito de las conversaciones con los franceses. Pero supón que se le hubiese desautorizado, y poco faltó, que la votación del otro día fue por los pelos. Si después de negociar con París nos hubiésemos vuelto atrás nuestra posición sería más que desairada, y hubiésemos quedado peor que antes. Aunque el motivo sea loable, al actuar de manera tan inconsciente Von Papen ha podido causar un grave perjuicio al Reich. Ni siquiera descarto que el daño ya esté hecho. Me has dicho que Schellenberg no ha protestado al saber que Adenauer controla las conversaciones. Ya lo conoces, seguro de que el general ya había previsto todos los movimientos del amigo Papen. Si no ha protestado es porque estará rumiando algo. No sé si está preparando un escándalo, si quiere provocar una división en el gabinete, o porque es cierto que todo esto le divierte y se le da un ardite.
Mientras, el ministro Von Papen seguía viniendo con puntualidad a ofrecer sus respetos y a contar el día a día de las negociaciones. Al poco amaneció con otra propuesta inesperada que hacía pensar en sus contrataques alocados de la Gran Guerra.
—Alteza, ya sé que aun no ha se ha producido la proclamación, pero están corriendo rumores por toda Europa. Hasta han llegado a los franceses. El otro día me reuní con Michelonne para aprobar el traslado de las sesiones a París, y me preguntó sí ya habíamos decidido si Alemania iba a ser imperio, república o satrapía. He pensado que nuestra posición se reforzaría si su alteza consintiese en hacer algunas visitas a nuestros aliados.
—Ministro, como bien dice todavía no soy ni regente ni nada. No sé qué visita oficial podría hacer.
—Claro, claro, no podrán ser visitas oficiales, pero sí privadas. No tendrían que ser muchas: a Ciano en Italia, Franco en España, el francés Romier, y tal vez convendría ver a alguno de esos reyezuelos de los Balcanes ¿le parece bien?
Von Lettow repuso que se lo pensaría y dio por finalizada la reunión. Cuando Von Papen ya había salido el regente me dijo que la idea le parecía excelente, ya que no solo beneficiaría a Alemania sino que reforzaría su propia posición. Unas cuantas visitas de estado servirían para que todo el mundo lo aceptase como cabeza de Alemania. Pero también me dijo que al hacer esa proposición por su cuenta Von Papen se estaba haciendo un flaco favor ante sus colegas. Von Lettow, como era zorro viejo que no pensaba dejarse enredar por las componendas de Von Papen, solicitó reunirse con el gabinete en pleno para consultarles si convenía o no efectuar esos viajes.
—¿Te has fijado en la cara que pusieron Speer y Von Manstein? Seguro que Von Papen no les había dicho nada. Bueno, no importa porque ya tenemos vía libre. Habrá que preparar el viaje a Roma.
Yo asentí, pensando que Schellenberg tan solo había dejado traslucir una sonrisa irónica.
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Que fuese Italia la primera salida al extranjero era una tradición iniciada por Hitler y seguida por Goering. El gabinete no la había continuado debido a la crisis causada por el atentado de Jerusalén, pero ahora Von Lettow se aprestaba a consolidarla. No iba a poder ser una visita oficial todavía, pero en Roma se tenían noticias del vuelco institucional que iba a sufrir Alemania, y el rey Víctor Manuel estaba deseoso de conocer a su futuro colega. Así demostraba más sensatez que otras testas coronadas europeas, que pretendieron desplantar al regente con el pretexto de que no pertenecía a una casa real. No consideraron que bastaba con que Von Lettow chasquease sus dedos para que sus reales traseros saltasen de los tronos. Así que bastó una insinuación de Von Mackensen, nuestro embajador en Roma, para que llegase a Berlín una carta personal del monarca italiano en la que se expresaba su deseo de mostrar la Ciudad Eterna al «héroe de Tanganika».
Cuando el avión se posó en Ciampino —era uno de los Fw 200 habilitados como transporte de personalidades—, el rey Víctor Manuel tuvo la deferencia de acercarse a la escalerilla y saludar efusivamente al regente. En esa especie de minué que era el protocolo cortesano, que un monarca se acercase a recibir al que solo era un «privatus» resultaba inaudito. Von Lettow montó en el vehículo del rey y yo en uno del séquito, y luego viajamos al palacio del Quirinal, donde las dos personalidades tuvieron una corta charla. Según me dijo luego el regente había sido de lo más intrascendente pues el monarca italiano era culto pero estaba absolutamente desinteresado por la política.
Tuvo más calado la entrevista con el primer ministro Ciano. Había llegado al poder cuando el rey se vio obligado a destituir a Badoglio, pero no gozaba de las prerrogativas de su antecesor, el desaparecido Mussolini, otro elemento agraciado por la nitroglicerina de Jerusalén con un simpático viaje por los dominios de Belcebú. Ciano, que dependía del favor real, tenía más motivos que el Duce para buscar nuestro apoyo. Además, al ver como las relaciones entre Francia y Alemania se estrechaban, al menos a la vista de la participación de la flota francesa en las operaciones en el Mar Rojo, estaba todavía más interesado si cabe en atraerse al regente. Ciano prometió continuar con la colaboración italiana en las operaciones del Atlántico. También nos dijo que había ordenado reforzar el Cuerpo Aéreo Italiano desplegado en Bélgica. No es que importase demasiado, porque la obsolescencia de sus aviones lo limitaba a efectuar operaciones secundarias y su papel era casi más moral que material, apenas signo de la voluntad italiana de colaboración. Además el conde Ciano —tras el viraje monárquico hacía todavía más gala si cabe de su título— nos prometió sustituir los viejos aviones BR.20 por los Z.1007 y SM.84, un buen paso adelante, y llevar también los cazas Macchi MC.202, que al menos no eran blancos volantes para los Spitfire. Lo importante era ver como Italia se esforzaba en agradarnos. Siempre es bueno sentirse como una novia agasajada por su galán.
Parecía que la visita guiada a la ciudad iba a quedar en nada cuando a la agenda se añadió otra que gracia no nos hacía —pues tanto el regente como yo éramos luteranos— pero que resultaba imprescindible: su santidad el papa Pío XII. La conversación que mantuvieron, por lo que Von Lettow me comentó, se había parecido a un diálogo de besugos, con el pontífice sugiriéndole las ventajas de la conversión al catolicismo, y el regente intentando decirle que no era el momento más oportuno. Suponiendo que planease hacerlo, que no era el caso, aunque supongo que calló ese nimio detalle. El único detalle concreto del que se habló fue de las violaciones nazi del concordato y de las compensaciones que los católicos reclamaban. Von Lettow le dio la razón pero sin comprometerse a nada concreto.
Al final tuvimos algún tiempo para ver los monumentos de Roma. Impresionantes, pero solo los relacionados con la religión. Los de la época romana daban pena: montones de piedras y columnas caídas, llenas de basura y con miríadas de gatos rondando, señal de la abundancia de ratas pululando por esos despojos de un pasado glorioso. Los italianos estaban orgullosos de otros monumentos más modernos, en especial del Altar de la Patria que, voy a ser sincero, me pareció de dudoso gusto. Iglesias había muchas a cual más ostentosa, mostrando que los católicos preferían gastar el dinero en imaginería y no en ciencia. Así les va.
No he dicho el motivo por el que tuvimos tiempo. Dado que teníamos una cita de gran importancia en París, Von Papen había pensado que podríamos aprovechar el viaje de vuelta para acercarnos a Madrid y saludar al Invicto. Pero el del carisma estaba muy crecido tras la victoria de Portugal, como si la hubiese logrado él solo, y además estaba un tanto resentido tras las palabras que Von Manstein había tenido con Moscardó. Aprovechó para hacernos un desplante, contestando que las necesidades de la guerra no le permitían recibir a generales alemanes salvo en misiones oficiales. Accedía, eso sí, a que Von Lettow visitase España donde sería recibido por algún otro general —Dávila, Varela o alguno de esos— e intentará hacer un hueco en la agenda para concederle una audiencia. Algo que traducido al alemán significaba que el carismático consideraba que Von Lettow era un general con muchos menos galones que el salvador de la Cristiandad. Además, el embajador Lequerica dijo —de palabra, no quedó reflejado en ningún documento salvo en estas notas— que a Franco no le agradaba el cambio monárquico, no fuese a pasársenos por la cabeza reponer a algún hijo de Alfonso XIII. Solo podría recibir una visita de estado de Von Lettow-Vorbeck cuando fuese proclamado; por ahora tan solo podría autorizar visitas privadas. Viniendo de ser recibido por Víctor Manuel era, como mínimo, una descortesía. El regente tomó nota y, mostrando mejor instinto político que el caudillísimo, generalazo o lo que fuese, se reservó la respuesta para mejor ocasión. Franquito debió quedarse tan contento tras el desplante sin recordar que Von Lettow podía dar lecciones de memoria a los elefantes de Tanganika.
Última edición por Domper el 21 Nov 2017, 19:30, editado 1 vez en total.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
El viaje a Roma había sido protocolario, la visita de cortesía debida al tradicional aliado. Tradicional mientras les interesase porque en 1915 poco les había importado cambiar de bando, pues todos sabíamos que aunque Italia tiene muchas cualidades la constancia no se cuenta entre ellas. En cualquier caso, la visita crucial fue la siguiente. Porque apenas dos días tras volver de Roma —el tiempo corría— volvimos a tomar el avión con destino a París.
Era un viaje comprometido. Francia había sido enemiga de Alemania en más guerras de las que pudiera recordar, y parecía que cada generación de franceses y alemanes tenía la obligación de masacrarse. Esa herencia guerrera hacía que muchos alemanes —empezando por Von Manstein— viesen con resquemor cualquier concesión a los franceses; al contrario, pensaban en términos de duelistas: estando el contrario herido no se le da la mano para que se recupere y te acuclille, sino que se aprovecha para rematarle. Esas voces, sin embargo, pensaban que era lo mismo rematar a un duelista que a una nación de cuarenta millones de habitantes. Aun así, muchos franceses recelaban de nuestras intenciones, y conociendo lo que había sido el partido nazi, con razón. Además Francia hacía gala de su pasado republicano mientras que el regente personificaba la restauración del orden monárquico en Alemania. Todo ello hacía que fuese muy delicada la reunión que íbamos a mantener con Romier, sucesor de Pétain y personificación del republicanismo. Pero contábamos con dos armas poderosas. Una, la simpatía natural de Von Lettow; como ya he dicho, su hierática fachada se rompía cuando al regente le interesaba y la personalidad que asomaba resultaba muy atractiva. Además Von Lettow sabía bastante francés, aunque prefirió emplear los servicios de un traductor.
No sabíamos que empuñábamos otra arma hasta que Romier nos lo dijo. El regente llevaba algún tiempo departiendo con el presidente francés pero al ver como se fatigaba —era un hombre enfermo al que apenas quedaba un año de vida— sugirió dar por terminada la reunión. Hice ademán de levantarme y entonces Romier reparó en mi persona.
—Excusez-moi, mais je pense que vous étiez ce matin à Verdun quand ce salaud a tué le maréchal Pétain. Ce n'est pas comme ça? —dijo dirigiéndose a mi humilde persona.
—Tiene razón, excelencia. Estaba presente aquella desgraciada mañana en la que Francia perdió a su heroico líder —respondí en su idioma, pues había estudiado francés en la escuela.
—Sí, ahora estoy seguro. Usted desfiló en su cortejo fúnebre. Le recuerdo por su cojera.
—Excelencia —dijo Von Lettow-Vorbeck—, el mayor Von Hoesslin perdió el pie luchando contra los ingleses en Egipto.
—Ya me extrañaba ver a un oficial con tan buena planta sirviendo en la retaguardia.
El que aquel día hubiese estado en Verdún rompió cualquier hielo que nos pudiese separar. Estuvimos hablando con Romier de la figura del mariscal Pétain, y de ahí la conversación saltó a la Gran Guerra. Von Lettow reconoció que al haber servido en África poco sabía de las trincheras, pero dijo que sus colegas se asombraban de que las grandes ofensivas de 1918 acababan atascándose ante los mismos poilus que se habían amotinado pocos meses antes. Lo único que había cambiado era que Pétain estaba al mando. Por su parte, Romier dijo que los combates en Francia se habían enconado porque grandes contingentes de tropas coloniales británicas habían tenido que quedarse en África, persiguiendo al león de Tanganika. Quedó claro que más había sido un intercambio floral que una conversación seria, pero estableció un ambiente de cordialidad que en lo sucesivo reinaría en las relaciones entre el regente y los dirigentes franceses.
Igualmente satisfactoria fue la reunión con el primer ministro Bichelonne. Era un hombre muy parecido a Speer, no físicamente pero sí en su manera de ser. Dinámico, resolutivo, y también tan patriota que hasta podría resultar incómodo. Eso no disgustó al regente, que prefería mil veces hombres entregados a su deber que los peleles tan del gusto de Hitler o Goering. Von Lettow me estuvo contando por qué le gustaban esas personas.
—Roland, eres militar como yo lo fui ¿A quién respetas más? ¿Al cobarde que se rinde en cuanto ve una bayoneta enemiga, o al que lucha como un valiente? No hace falta que me respondas, prefieres a los valerosos, aunque estén en las filas contrarias. Pues me pasa exactamente lo mismo con Bichelonne. Por lo que tengo entendido su antecesor Laval era un rastrero que lamía el suelo que pisábamos. Apoyar a esas babosas solo es bueno a corto plazo, porque desviviéndose por agradarnos acaban despertando tal odio en sus pueblos que acaban convirtiéndolos en enemigos irreconciliables. Además esas ratas siempre son las primeras en abandonar el barco ante el primer contratiempo. Prefiero mil veces a un dirigente incómodo pero honesto. Resultará más difícil de manejar pero su palabra será oro puro.
Yo asentí, pensando en lo complicadas que habían sido las conversaciones de Metz y París, en las que habíamos tenido que ceder mucho más de lo que Hitler o Goering hubiesen soñado.
La última visita fue también la más agradable, pues tuvimos el placer de conocer al nuevo embajador en París. Konrad Adenauer era otro de esos hombres honestos que agradaban al regente, y hablando con él comprendimos que había decidido dedicarse en cuerpo y alma a la construcción de la amistad entre Francia y Alemania. Iba a ser una tarea difícil pero de gratificantes frutos.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Sebastian Haffner. «El nacimiento de Europa». Op. Cit.
El Tratado de Metz
El Tratado de Metz, también llamado Tratado Papen – Bichelonne, fue un tratado de paz firmado durante la Guerra de Supremacía. Se considera el primero de los que dieron cuerpo a la Unión Europea, organización que sucedió a la Unión Paneuropea, una estructura temporal surgida durante la guerra. El tratado fue rubricado el primero de marzo por Francia y Alemania en la ciudad de Metz, capital de la región de Lorena, que era una zona disputada entre ambos países. Establecía el cese definitivo del estado de guerra entre las dos potencias, la normalización de las relaciones entre las dos naciones, y la alianza en la lucha contra el Imperio Británico. También se acordaba el retorno de los últimos prisioneros franceses. Asimismo, ambas partes renunciaban a las indemnizaciones de guerra, abrogando las deudas que restasen tras el Tratado de Versalles o el armisticio de Compiegne. Además se establecían cauces de cooperación política, económica y militar.
Una de las más controvertidas provisiones del tratado fue la que creaba zonas de soberanía común entre las dos potencias. Aparentemente la medida estaba encaminada a la reconciliación entre los dos países, eliminando los puntos de fricción. Sin embargo el efecto real fue la partición de los Países Bajos, pasando a integrarse la zona francoparlante de Bélgica en Francia, y Luxemburgo en Alemania. La zona flamenca de Bélgica fue entregada al reino de Holanda, que se convirtió en un satélite de Alemania.
Otra provisión acusaba a Inglaterra de ser la causante de los conflictos entre las dos potencias signatarias. Se considera que esa cláusula se incluyó para no responsabilizar a Francia o a Alemania de desencadenar el conflicto, y fue anulada cuando en 1947 el Tratado de Metz fue refundido en el Tratado de Bruselas, Carta Magna de la Europa unida.
La importancia del Tratado de Metz fue que al unir a Francia y a Alemania permitió romper el «equilibrio continental», que había sido el objetivo prioritario de la política británica durante siglos.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
El equilibrio continental
Europa está dividida por varias barreras naturales, como la CORDILLERA de los Alpes que separa las llanuras del norte de la cuenca mediterránea. Menos pronunciada que esta última, entre la actual Suiza y el Mar del Norte hay una serie de cadenas montañosas, seguidas de los ríos y marismas de los Países Bajos. Esta barrera natural no solo separa a la Europa mediterránea de la central sino que limitó la extensión del Imperio Romano, que no consiguió asentarse más allá del Rin. El Imperio Carolingio consiguió dominar casi toda Europa Occidental, pero cuando se fraccionó lo hizo en dos grandes núcleos, las futuras Francia y Alemania, separadas por esa barrera. Los territorios entre Francia y Alemania formaron un reino aparte, la Lotaringia, que fue durante los siglos posteriores objeto de las apetencias francesas y alemanas. La debilidad germana durante la Edad Moderna permitió que Francia llegase a controlarlos por completo, especialmente los del sur, donde solo Suiza conservó su independencia; los antiguos ducados de Borgoña y de Saboya fueron absorbidos por Francia y acabaron adoptando la lengua y la cultura francesa. Por el contrario los Países Bajos, que habían llegado a estar bajo control de Francia durante la Edad Media, consiguieron liberarse de su dominio. Tras varias rebeliones pasaron a formar parte de Borgoña y, tras la muerte del Carlos el Temerario, se integraron en el Imperio Español. La Reforma Protestante y las guerras subsiguientes, junto con la crisis española de finales del siglo XVII, llevaron a que la parte norte se independizase formando el reino de Holanda. De la zona sur católica una fracción de la zona francoparlante fue conquistada por Francia y el resto pasó a manos austriacas. Durante los conflictos de los siglos XVII Inglaterra apoyó a Holanda y a los austriacos para que actuasen como contrapunto de Francia, que estaba intentando lograr la primacía continental durante la Edad Moderna.
La estrategia británica se vio amenazada primero por el vuelco de alianzas que llevó a que Austria se acercase a Francia, y sobre todo cuando los Países Bajos fueron conquistados por la Francia revolucionaria. Tras la Revolución Francesa los belgas se habían rebelado contra los gobernantes austriacos con el apoyo de los ejércitos franceses, que además conquistaron Holanda. Durante el resto de las guerras napoleónicas la zona sur se integró en Francia mientras que Holanda se alineaba en el bando imperial, dando a Inglaterra la oportunidad de hacerse con parte del imperio colonial holandés. Precisamente el último acto de las guerras napoleónicas se produjo en Waterloo, en Bélgica, cuando Bonaparte intentaba reconquistar Bruselas.
En las negociaciones del Tratado de Viena, y sabiendo que los Países Bajos ya no servirían para enfrentar a Francia y Austria, Inglaterra aprovechó la debilidad de las dos potencias para crear un reino de Holanda potenciado en los Países Bajos. Pero esa nueva Holanda resultó ser demasiado fuerte y empezó a construir una flota que podía amenazar la superioridad inglesa. Pero Amsterdam intentó imponerse sobre la zona sur y los belgas católicos (tanto los valones francoparlantes como los flamencos que hablaban una forma del holandés) se rebelaron contra su despotismo. Inglaterra logró que los territorios católicos sublevados no fuesen devueltos a Francia sino que con ellos se crease un nuevo estado tapón, Bélgica. En la política británica también pesó que en el sur de Bélgica se habían descubierto grandes reservas de carbón que convenía mantener fuera del control holandés, alemán o francés.
La división de reino de Holanda mostró otro de los principios de la política británica: impedir que ningún rival construyese una flota capaz de amenazar el dominio británico de los mares. Durante la Edad Moderna Inglaterra se había beneficiado de la insularidad que impedía las invasiones terrestres. Eso permitía que los monarcas ingleses desatendiesen su ejército y construyesen una flota que no solo salvaguardaba sus costas, sino que pudo derrotar a las escuadras rivales permitiendo que los plutócratas ingleses se hiciesen con el comercio y con las colonias de sus enemigos. Por el contrario las otras potencias marítimas, como el Imperio Español, Francia u Holanda, tuvieron que destinar enormes recursos para proteger sus fronteras terrestres, y a la postre sus flotas pudieron ser derrotadas por las inglesas. A finales del siglo XVIII gran parte del comercio ultramarino europeo quedó en manos británicas, favoreciendo su gran desarrollo económico e industrial durante el siglo XIX.
Esa política solo se podría mantener mientras no surgiese en el continente una potencia dominante que, sin temor a las agresiones terrestres enemigas, pudiese construir una flota que rivalizase con la inglesa. Disponiendo de los grandes recursos económicos proporcionados por el dominio del comercio y de la industria, Gran Bretaña formó y financió coaliciones para enfrentarlas a la nación europea que predominase en cada ocasión, fuese España, Francia, Rusia o Alemania. Como el ejército inglés no era comparable a los europeos, Londres apoyaba las coaliciones económicamente y mediante su flota. También aprovechaba los sucesivos conflictos para disminuir el poder de los pequeños estados o incluso destruir sus flotas (como hizo con Holanda y Dinamarca) evitando que se coaligasen con las de otras naciones europeas y amenazasen a la Royal Navy.
Al ser objetivo británico impedir la aparición de potencias dominantes, otra línea de la política exterior inglesa fue mantener la fragmentación de Europa, medida que permitía mantener en la impotencia a grandes naciones como Alemania o Italia. Los múltiples estados y pequeños reinos, que no podrían resistir a las grandes potencias, dependían de la financiación inglesa y se veían obligados a la neutralidad o a participar en las coaliciones patrocinadas por los británicos. Además esos territorios eran causa de perennes conflictos entre las potencias continentales, dando ocasión para que Inglaterra actuase como árbitro. Esa estrategia fracasó parcialmente durante el siglo XIX, cuando surgieron las modernas naciones estados y la política exterior ya no quedó sujeta a los caprichos de las monarquías. El sentimiento de pertenencia a una nación llevó a la unificación de Italia y especialmente a la de Alemania, que pasó a convertirse en una gran potencia continental superior a Inglaterra primero demográfica y luego económicamente.
Para compensar la amenaza que suponían las nuevas potencias Inglaterra pasó a presentarse como protectora la independencia de los pueblos, derecho que al mismo tiempo negaba a irlandeses o hindúes. A pesar de dominar un gran imperio colonial, Gran Bretaña apoyó la destrucción de los otros imperios con el pretexto de la libertad de los pueblos. Con los restos de los imperios Inglaterra construyó pequeños estados artificiales, sin capacidad de supervivencia económica o militar, que así se convertían en protectorados de facto, como ocurrió en Hispanoamérica o en los Balcanes. Varios de esos estados se formaron en la antigua Lotaringia: Luxemburgo, que había formado parte del Imperio alemán. Bélgica, nación artificial formada a partir de los antiguos países bajos españoles. Holanda, cuya independencia había sido favorecida y tutelada por los británicos que al mismo tiempo limitaron su expansión.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
La soberanía compartida
En las regiones fronterizas entre los estados europeos habían quedado zonas con población de variados orígenes. Esos territorios habían sido arrebatados a los imperios que los poseían para cederlos como recompensa a los aliados de Inglaterra o para formar estados artificiales Además tras el Tratado de Versalles se habían producido importantes cambios territoriales que habían afectado a varios países y sobre todo a Alemania. Más allá de sus fronteras habían quedado grandes regiones de mayoría alemana aunque también pobladas por franceses, italianos o eslavos. A pesar de la política de inmersión cultural practicada por los nuevos tenedores de esas regiones, se mantuvo una importante proporción de población germanoparlante, especialmente en Alsacia y Lorena, el Tirol del Sur, los Sudetes y en Pomerania oriental. Directriz de la política regeneracionista del Führer Adolf Hitler fue su recuperación mediante maniobras políticas y militares, pero se consiguió el efecto inverso: dentro de las restablecidas fronteras germanas quedó una proporción importante de población no germanoparlante que amenazaba ser motivo de un nuevo enfrentamiento.
En 1939 y ante la recuperación alemana Inglaterra y Francia animaron a Polonia a resistirse a las demandas alemanas. Hay que señalar que Polonia era una dictadura corrupta que aplicaba las políticas de inmersión cultural contra las minorías más despiadadamente que otras potencias. La evolución del conflicto fue desfavorable para los aliados. Mientras que en la Gran Guerra Inglaterra había conseguido que tanto Alemania como Francia se debilitasen, ahora se encontró luchando sola contra una Europa liderada por Alemania. En su afán por mantener la guerra contra la Unión Paneuropea, organización promovida por Alemania, los británicos orquestaron una serie de atentados que acabaron con varios de los actores de la política europea de los años treinta, como Hitler, Goering, Mussolini o Pétain. Pero esos crímenes en lugar de debilitar a la Unión llevaron al ascenso de nuevos líderes que comprendieron que en esos territorios fronterizos estaba el germen de futuras guerras. Guerras que solo beneficiarían a quienes esperaban obtener provecho de la desunión, es decir a las potencias exteriores a Europa: Gran Bretaña, Rusia, Estados Unidos o Japón.
Conscientes de tal riesgo el presidente francés Romier y el ministro de Asuntos Exteriores alemán Von Papen buscaron una fórmula que aminorase las fricciones. Tras considerar varias alternativas, como el fraccionamiento de los territorios fronterizos y el reasentamiento de las poblaciones, se decidió emplear un sistema absolutamente novedoso: la soberanía compartida. Según el nuevo sistema las dos potencias mantenían sus derechos sobre un territorio que compartían según diferentes fórmulas. Existían antecedentes en territorios coloniales: por ejemplo el archipiélago de Samoa, en el Pacífico, que había sido compartido por Gran Bretaña y Alemania hasta la Gran Guerra. Pero ahora se iba a ir mucho más allá. La primera medida sorprendente fue que no se producirían desplazamientos ni reasentamientos de poblaciones: en los territorios en disputa entre Alemania y Francia (Lorena, Alsacia y el Sarre) se iba a permitir que sus ciudadanos adoptasen la ciudadanía francesa o alemana según sus deseos. Independientemente de la elección, podrían seguir viviendo en cualquiera de los dos países con los mismos derechos que los nacionales; inicialmente ese derecho se restringió a esas regiones fronterizas, pero luego se extendió a la totalidad de Francia y Alemania.
El Tratado de Metz establecía que los territorios en los que el 70% o más de población se decantase por una u otra nacionalidad pasarían a integrarse en dicha nación; esta elección no sería permanente sino que se repetiría cada diez años. La elección no sería según municipios sino con territorios más amplios: por ejemplo, las tres regiones fronterizas entre Francia y Alemania (Lorena, Alsacia y Sarre) fueron divididas en cuatro distritos cada una, con el objeto de evitar «islas», es decir, los enclaves franceses o alemanes en el otro país. Asimismo se convocó un plebiscito en el que los ciudadanos franceses y alemanes debían aprobar el tratado. Además los ciudadanos de las regiones en disputa debían decidir su adscripción. Provisionalmente se empleó el censo de 1910, y los cuatro distritos del Sarre, dos de Alsacia y uno de Lorena pasaron a ser alemanes. El plebiscito de mayo de 1944, que no pudo hacerse antes debido al conflicto bélico, confirmó esa división con escasos cambios.
Sin embargo se mantenía el problema de la mezcla de poblaciones. Como solución se estableció que en aquellos distritos en los que una nacionalidad no alcanzase el 70% pero superase el 10% pasasen a ser compartidos, coexistiendo en ellos las administraciones francesa y alemana, a las cuales los ciudadanos se dirigirían según su adscripción. Se estableció esta fórmula en los distritos de Lorena y de Alsacia, ya que en el Sarre apenas un 5% de los votantes escogieron la ciudadanía francesa. En los distritos compartidos el gobernador fue elegido por la potencia cuyos nacionales tuviesen mayoría, pero sería asistido por un vicegobernador de la otra nacionalidad. Para evitar conflictos y favoritismos se creó un organismo francoalemán, la Cámara de la Unión (que no hay que confundir con la Unión Europea) al cual estaban subordinadas las administraciones locales, y que debía dirimir en los casos más polémicos como el del reclutamiento. En los años siguientes dicho organismo conjunto se convirtió en el principal órgano administrativo de las regiones antaño disputadas. También se creó el Tribunal Supremo de la Unión cuya función iba a ser amoldar las legislaciones de las dos potencias a la realidad compartida. Ambos organismos tuvieron su sede en Estrasburgo.
En los territorios sujetos a soberanía compartida se promulgaron leyes que salvaguardaban los derechos ciudadanos y lingüísticos de todas las comunidades: en la práctica, Alsacia, Lorena y el Sarre se convirtieron en bilingües. Una cláusula adicional establecía que los ciudadanos franceses o alemanes no podían ser relegados por su adscripción aunque tuviesen su residencia en un distrito que se hubiese decantado por la otra potencia, independientemente del porcentaje de connacionales que hubiese. Las dos potencias tenían derecho a vetar las decisiones tomadas por la otra potencia que atañesen a las regiones en disputa, incluso en las circunscripciones que no eran compartidas por tener mayoría francesa o alemana. Para esos casos se estableció un mecanismo para resolver los problemas que implicaba a la Cámara de la Unión, al Tribunal de la Unión, y a los tribunales supremos francés y alemán.
Posteriormente el principio de soberanía compartida fue ampliado. El derecho de adscripción (es decir, la elección de una u otra ciudadanía) y de residencia se extendió a todo el territorio de Francia y de Alemania. El Tratado de Milán estableció un régimen de soberanía compartida similar entre Alemania y el Reino de Italia que afectó al Tirol y otros territorios alpinos, y entre Francia e Italia para la Saboya, Niza, Córcega y, como compensación, Cerdeña. En la posguerra el Tratado de Breslau extendió la soberanía compartida a los antiguos territorios polacos, permitiendo el renacimiento de Polonia, aunque subordinando su política exterior a la Unión Europea. Un tratado similar resolvió en conflicto de Transilvania, disputada por Hungría y Rumania, y otros permitieron el renacimiento de antiguos estados europeos como Bohemia, Moravia o Rutenia. Aunque a primera vista se repetía la fragmentación de Europa, los nuevos estados solo tenían competencias de política interior, ya que la exterior se subordinaba a la de la Unión Europea.
El interés de las potencias en inclinar a la población hacia uno u otro lado hizo que las regiones de soberanía compartida recibiesen un trato preferente, favoreciendo su desarrollo económico y demográfico. Como era de esperar se produjeron desencuentros, en ocasiones debidos a vetos (siendo más frecuentes los franceses) o a decisiones del Tribunal de la Unión. Otros se debieron a acciones de grupos radicales. El más grave fue el motín de las banderas de 1943, cuando un grupo de incontrolados quemó la bandera del Reich que ondeaba en Estrasburgo para sustituirla por la tricolor. Los radicales tuvieron que ser disueltos por la policía y en las siguientes horas se produjeron disturbios que causaron al menos siete víctimas mortales. El gobernó de París desautorizó a los revoltosos y colaboró con las autoridades alemanas en la represión de los alborotadores. Posteriormente se produjo en Estrasburgo una gran manifestación a favor de la soberanía compartida, en la que participaron casi medio millón de personas de las que al menos una tercera parte eran francoparlantes, mostrando el gran apoyo popular que tenía el nuevo sistema.
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El reparto de Bélgica
Considerando que la situación de los Países Bajos era similar a la de las regiones limítrofes se estableció en ellos un estatuto similar que afectó principalmente a Bélgica. El reino de Bélgica desapareció como tal, y sus cantones tuvieron que escoger entre unirse a Holanda (opción elegida por la mayor parte de los de habla flamenca), a Francia (destino de los cantones francoparlantes, incluyendo Bruselas, la antigua capital) o al Reich (los cantones germanófonos del oeste de Bélgica). El plebiscito de 1947, en el que los antiguos ciudadanos belgas solo pudieron escoger entre las tres opciones, consolidó el reparto. La elevada tasa de abstención (que en algunas zonas de habla flamenca llegó al 70%) demostró que el régimen era mucho menos apreciado por los belgas que por franceses y alemanes, pero hasta 1954 no se restauró el estado belga según los mismos principios que el polaco. Aunque parezca que Bélgica fue peor tratada que Polonia, en el ánimo de París y en el de Berlín pesaba el convencimiento de que el país era una creación artificial impuesta por Gran Bretaña. Paradójicamente la monarquía belga no fue abolida, sino que pasó a ser un título honorífico integrado en el Reich. Leopoldo III se erigió en representante de los antiguos belgas logrando un merecido respeto de su antiguo pueblo, y su vuelta al palacio real de Bruselas en 1953 fue un acontecimiento de masas.
El tratado también estableció que Luxemburgo volvía al Imperio Alemán como región autónoma. En el caso de Holanda, en el tratado se acusaba a la Casa de Orange de abandonar a su pueblo y la declaraba traidora. Tras establecerse una regencia Holanda fue admitida en la Unión Europea. Se estipuló que tras diez años el pueblo holandés podría decidir si integrarse en el Reich como un estado autónomo, o conservar la independencia; hasta entonces se convirtió en un protectorado de Alemania, con una figura legal similar a los de Noruega (cuya casa real fue también proscrita), Bohemia o Eslovaquia. Solo a partir de 1954, tras la restauración belga, se permitió la de Holanda y la de otros pequeños estados, aunque dentro del marco de la Unión Europea y sometidos al principio de la soberanía compartida.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
El andén de la Hauptbahnhof estaba atestado. Mejor para hombres como Savely, que buscó el urinario en el que había una larga cola. Ahí se ajustó la gorra, pero no debió quedar contento, porque volvió a repetir el gesto una y otra vez, mientras dejaba espacio ante él. Algo que siempre molestaba a los estrictos berlineses, a los que les gustaban las colas tan ordenadas como el resto de su país. El que le seguía le tocó varias veces con el paraguas para indicarle que siguiese. Savely asentía, volvía a ajustarse la gorra y daba un paso corto, dejando siempre espacio para que otros cruzasen, aunque fuese a costa de recibir algún empellón.
Tras aliviarse en el mingitorio Savely buscó un rincón donde tomar un emparedado que sacó del bolsillo de su chaquetón. Quitó el papel aceitoso que lo envolvía, lo rompió y lo tiró a la papelera. Ahí también desapareció Tuomas Riutta. Luego se llevó la mano a la chaqueta, al bolsillo en el que había notado un tirón. Se dirigió al S-Bahn y en la salida de la estación mostró al policía los papeles que lo identificaban como Fricis Smite, operario letón de la BMW.
Horas después un grupo de policías se reunía en un despacho de la Central.
—Recapitule.
—Señor Director, ya sabíamos que Joachim es un inconsciente, pero es la primera vez, que sepamos, que se reúne cara a cara con uno de los suyos. Se ha citado con Jenner, que tras la entrevista ha corrido a la Estación Central. Jenner nos ha dicho que Joachim le había ordenado que metiese un sobre en el bolsillo a un tipo que se manoseaba la gorra.
—¿Por qué Jenner no nos ha dado el sobre?
—Joachim no le ha dado tiempo. Le ha dicho a Jenner que el contacto ya estaba esperando a la estación y que no se podía entretenerse. Por si acaso, Joachim le ha dicho a Jenner que le iba a cubrir las espaldas.
—No es su comportamiento habitual.
—Tiene razón, señor Director. No sabemos si el cambio se debe a que Joachim tiene alguna sospecha o porque ha recibido órdenes. Entenderá que en esta situación me parecía peligroso que Jenner nos entregase el sobre.
—Ha hecho bien ¿Qué sabemos del elemento con el que ha contactado?
—Prácticamente nada. Tan solo que es un hombre joven alto y delgado. Podemos suponer que se hará pasar por extranjero pues de ser alemán estaría en el ejército. No sabemos ni de dónde viene ni a dónde ha podido ir.
—No me gustan los cabos sueltos y menos con prisas. Voy a preparar efectivos por si es preciso hacer otro seguimiento. Alerten a sus hombres para que estén al tanto de comportamientos inusuales de los rusos. La detección y vigilancia de ese hombre alto y delgado pasa a tener prioridad.
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Capítulo 19
Los más altos y nobles árboles tienen más razón para temerle a los truenos.
Charles Rollin
Antonio Herrera Vich
No nos engañemos, cuando el comandante Salvador me dijo que los bombardeos de la Isleta se aplazaban para mejor ocasión no me llevé ningún disgusto. Lidiar con la antiaérea no era la tarea más agradable de las que había hecho, más o menos al mismo nivel que estar tripa abajo en una trinchera aguardando pepinos pensando en si el próximo llevaría mi nombre.
No íbamos a dejar a los herejes en paz, no fuesen a pensar que habíamos desistido, pero ahora los encargados del puro iban a ser los bombarderos teutones que volaban desde Fuerteventura. Esos trabajaban como señores, volando a tal porrada de metros de altura que las explosiones de las bombas se quedaban en petardeos y no veían la antiaérea ni de lejos. Lo malo es que solo podían ver sus objetivos las menos de las veces. Cuando las nubes los tapaban, que en invierno en el norte de Canarias era día sí y día también, tenían que confiar en los instrumentos. Para eso se habían plantado varios radiofaros en Gran Canaria, y se empleaban también como referencia los picos de la isla, que solían quedar por encima del mar de nubes. Con eso, unos cálculos y un mucho de suerte, alguna que otra bomba caía más o menos por donde debía. Las más iban al mar. A esas alturas ya no molestaban ni a los pescados porque de tanto explosivo que les había caído no debía quedar pez con oído sano.
Claro que a poco avispado que uno sea se imaginaría que si no había que tirar bombas el mando nos buscaría mejor ocupación. En la escuadrilla había un par de enterados que hasta sabían quién fue aquel legionario, y empezaron a hacer cábalas a sabiendas de que los designios del Altísimo digo del mando suelen traducirse en tribulaciones para los pobres mortales. Rumores corrieron para todos los gustos, pero el favorito era que los yanquis nos iban a declarar la guerra y todos sus portaaviones venían a darnos p’al pelo. Bueno, si iba a ser eso, que fuese, que los Mochos eran muy Mochos y no íbamos a dejar que nos buscasen las cosquillas.
Sin embargo el mando no debía estar de acuerdo con tanto agorero, y nos buscó una faena de lo más cómodo: escoltar a los bombarderos alemanes cuando iban de visita a Gran Canaria. Tarea cómoda, porque los herejes de ahí no es que no tuviesen cazas, es que ni se atrevían a volar cometas, y yendo tan alto la antiaérea no era de temer, que las pocas veces que nos disparaban se les veía más perdidos que un burro en un garaje. Aunque que fuese trabajo de señorito nos hacía dudar de la cordura del mando, porque saliendo desde Tenerife, justo al otro lado de Gran Canaria, teníamos que sobrevolarla para luego quedar con los gorditos en un punto del mar. No era tarea fácil por lo que solía acompañarnos un Bacalao para hacer de navegante. No siempre acertábamos y más de una y más de dos veces dejamos a los teutones compuestos y sin novio, pero poco a poco fuimos afinando.
Los más altos y nobles árboles tienen más razón para temerle a los truenos.
Charles Rollin
Antonio Herrera Vich
No nos engañemos, cuando el comandante Salvador me dijo que los bombardeos de la Isleta se aplazaban para mejor ocasión no me llevé ningún disgusto. Lidiar con la antiaérea no era la tarea más agradable de las que había hecho, más o menos al mismo nivel que estar tripa abajo en una trinchera aguardando pepinos pensando en si el próximo llevaría mi nombre.
No íbamos a dejar a los herejes en paz, no fuesen a pensar que habíamos desistido, pero ahora los encargados del puro iban a ser los bombarderos teutones que volaban desde Fuerteventura. Esos trabajaban como señores, volando a tal porrada de metros de altura que las explosiones de las bombas se quedaban en petardeos y no veían la antiaérea ni de lejos. Lo malo es que solo podían ver sus objetivos las menos de las veces. Cuando las nubes los tapaban, que en invierno en el norte de Canarias era día sí y día también, tenían que confiar en los instrumentos. Para eso se habían plantado varios radiofaros en Gran Canaria, y se empleaban también como referencia los picos de la isla, que solían quedar por encima del mar de nubes. Con eso, unos cálculos y un mucho de suerte, alguna que otra bomba caía más o menos por donde debía. Las más iban al mar. A esas alturas ya no molestaban ni a los pescados porque de tanto explosivo que les había caído no debía quedar pez con oído sano.
Claro que a poco avispado que uno sea se imaginaría que si no había que tirar bombas el mando nos buscaría mejor ocupación. En la escuadrilla había un par de enterados que hasta sabían quién fue aquel legionario, y empezaron a hacer cábalas a sabiendas de que los designios del Altísimo digo del mando suelen traducirse en tribulaciones para los pobres mortales. Rumores corrieron para todos los gustos, pero el favorito era que los yanquis nos iban a declarar la guerra y todos sus portaaviones venían a darnos p’al pelo. Bueno, si iba a ser eso, que fuese, que los Mochos eran muy Mochos y no íbamos a dejar que nos buscasen las cosquillas.
Sin embargo el mando no debía estar de acuerdo con tanto agorero, y nos buscó una faena de lo más cómodo: escoltar a los bombarderos alemanes cuando iban de visita a Gran Canaria. Tarea cómoda, porque los herejes de ahí no es que no tuviesen cazas, es que ni se atrevían a volar cometas, y yendo tan alto la antiaérea no era de temer, que las pocas veces que nos disparaban se les veía más perdidos que un burro en un garaje. Aunque que fuese trabajo de señorito nos hacía dudar de la cordura del mando, porque saliendo desde Tenerife, justo al otro lado de Gran Canaria, teníamos que sobrevolarla para luego quedar con los gorditos en un punto del mar. No era tarea fácil por lo que solía acompañarnos un Bacalao para hacer de navegante. No siempre acertábamos y más de una y más de dos veces dejamos a los teutones compuestos y sin novio, pero poco a poco fuimos afinando.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Relato de Max Freitag
Una vez en Fuerteventura me puse a estudiar las instrucciones del artilugio que teníamos que probar. Muy lumbreras no había que ser para ver que era un torpedo. Indicios eran su forma alargada, los timones, las hélices, y sobre todo porque algún pintor había estampado un letrero que ponía «Torpedo LT 850b» justo por encima de otros letreros en italianini que me costaba más comprender. Al bicho le habían plantificado un morro plano que parecía un cul* de botella —viva la aerodinámica— y en la parte de atrás, una cosa que desplegada, y a decir de las instrucciones —sí, Inge, a veces hasta las miro antes de tirarme al río— era como un globo de aire caliente, pero sin el caliente.
Bueno, un torpedo como cualquier otro. Lo de los torpederos no era lo mío, que se me daba mejor darle el gatillo a la ametralladora, pero un par de veces había volado con los compañeros para hacerme idea de las mañas que se necesitaban. Yo pensaba que sería un vuelo como otros, tirarle un torpedo a un destructor despistado y para casa. Pues no, que la aventura había sido tal que había vuelto espantado y con los pelos del cogote tiesos cual acerico.
Por de pronto, el asunto de torpedear su noche tenía su interés porque los malditos artefactos pesaban más que los pecados de a escuadrilla, y en vez de llevar uno los Heinkel cargaban con dos. Les costaba Dios y ayuda despegar en el cálido ambiente canario, y como además llevaban los ingenios colgados fuera, para que se cargasen la aerodinámica y el bombardero respondiese a las turbulencias como un potro salvaje. Como había que volar bajito cualquier respingo podía acabar a remojo —en trocitos si las cabezas de los torpedos tenían un día ocurrente—, algo que ganaba de emoción en un vuelo nocturno con un ojo en el nivel y otro en el altímetro, bajo una débil luna que apenas iluminaba nada pero que servía para deslumbrarnos si la mirábamos fijamente. Un compañero iba por delante a ver si encontraba algo, que las más de las veces no lo hallaba. Pero precisamente la noche que me apunté a la fiesta el explorador tuvo día acertado y vi como a lo lejos empezaban a caer las bengalas. El piloto apuntó para allí —yo iba de copiloto, que la pizca de sensatez que tenía me aconsejaba no hacer experimentos de noche, a baja altura y cargado como un tren mercancías— pero, en lugar de acelerar, bajó las revoluciones de los motores para descender poco a poco. Tan bajo que incluso al débil resplandor lunar se veía que estábamos a punto de darnos un buen baño.
Ya divisábamos el barco inglés, un destructor pequeño para variar. El piloto, con suavidad —si llega a hacerlo de otra manera nos hubiésemos ido a ver al de los seis dedos— se situó en un flanco del barco contrario y enfiló hacia algún punto por delante de la proa. Pero los ingleses oyeron nuestros motores y como tenían serviolas con genes de búho debieron atisbar algún reflejo. La cabina se llenó de luz y nosotros nos quedamos ciegos como topos al sol, pues nos estaban iluminando con el reflector. Por eso no vimos lo que nos tiraron, que debió ir de balas a cañonazos pasando por la mesa del contramaestre. Eso sí, verlo no lo veríamos pero notarlo sí, porque escuchamos un ruido como de granizo en las alas. El piloto soltó los torpedos y dio gases, justo a tiempo de salir del cono de luz antes que nos diesen con algo más gordo. Luego describió un círculo para ver si habíamos acertado. Ni por asomo: el destructor esquivó los torpedos virando para enseñarles la popa, y una porrada de marcos se perdieron en el océano.
Cuando llegamos a la base pude ver los agujeros en el fuselaje y las alas del resistente avión. Sintiendo una compulsión infantil me santigüé. Luego me llevé al piloto aparte —no quería ponerle verde delante de los demás, esas cosas se las dejaba a mi amigo el coronel Seidemann— y empecé a cantarle las cuarenta, como se decía por España.
—¿Tú estás loco o qué? ¿Querías que nos matasen? ¿Desde cuándo se ataca volando tan despacio?
—Perdone, mi capitán, pero no podía hacer otra cosa.
—¿Cómo que no? Tomas la palanca de gases, tiras para atrás, compensas con el timón y ya está ¿No te lo enseñaron en la escuela de vuelo?
—No me refería a eso, mi capitán. Volar aviones ya sé. Pero tengo que volar bajo y despacio para lanzar torpedos. Si vuelo más deprisa o más alto, los malditos artefactos se rompen al caer al agua.
—¿Se rompen los torpedos?
Resultó que el piloto tenía razón. Al imbécil que diseñó esos trastos no se le ocurrió que había que tirarlos al agua desde un avión que volaba deprisa. Tal vez pensaba que emplearíamos hidros cachazudos como los de la Gran Guerra. En cualquier caso, para lanzar esos engendros había que volar muy bajo, casi tocando el agua, y tan despacio que nos podían adelantar hasta las lanchas. Técnica que tal vez fuese buena para torpedear, pero que convertía a nuestros aviones en blancos volantes para la artillería enemiga. Al volar tan bajo, yendo despacito y apuntando caso directamente al barco contrario, uno se volvía una especie de blanco estático y resultaba tan fácil darnos como a un globo.
Me disculpé ante el piloto y suspiré aliviado por haber tenido la precaución de abroncarlo en privado, y así fui yo el que no tuve que avergonzarme demasiado. Lo que sí decidí era que para ratos me volvían a ver en un torpedero. Se estaba más seguro en un avión ametrallador.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Memorias de Nazario Ballarín Fañanás
Solo un mes en esa condenada isla y el batallón se había reducido a apenas una compañía. Nazario era de los pocos que seguían más o menos entero, sin más agujeros en el pellejo que algún rasponazo de las zarzas y piedras que tanto abundaban en la cochina montaña, y un rasgón que le había hecho un morterazo que cayó demasiado cerca. No había sido mucho y le dijo al sanitario que se lo vendase y que ni mentase la palabra evacuación; aparte que buena estaba la cosa como para evacuaciones. Quedaban tan pocos hombres en las trincheras que a los herejes les bastaría con saltar y pegar un grito para conquistar la isla.
Aparte que había pocos soldados, estaban todos con una cagalera de impresión. Seguro que era por las malditas moscas, bichos gordos verdeazulados que volaba de la carroña a la comida arrastrando las miasmas. El mando se lo estaba tomando en serio, pues Muñoz Grandes era un africanista que se había recorrido toda España cuando la guerra y sabía que soldado + diarrea = nada de nada. Había dado órdenes estrictas que Ballarín había interpretado a su manera. Lo de cavar letrinas lejos como que no, que cuando a uno le daba el apretón estaba como para salir corriendo. Por el contrario, el sargento había ordenado hacer agujeros en las mismas trincheras —los pacos herejes siempre estaban a la caza de imprudentes haciendo sus necesidades— dejando al lado una pala y un saco de cal para cubrir la porquería. A los soldados más enfermos los había mandado a retaguardia, y si veía a un cocinero con las manos sucias le daba un repaso que le aflojaba todos los dientes.
Con pocos soldados y menos munición la ofensiva se había suspendido y había llegado la orden de fortificarse. Malo, pues significaba perder la iniciativa y dejar que los herejes se moviesen a sus anchas. Menos mal que la pinta era que ellos no andaban mejor. De sus trincheras llegaba un tufillo inequívoco y a la vista de lo delgados que estaban los prisioneros, debían alimentarse de mondas de patata y raspas de sardinas a partes iguales. Nazario ya recordaba algo parecido del Ebro, cuando los dos bandos estaban en las últimas, como los boxeadores que apoyados el uno y el otro esperan la campana de final del asalto. La batalla estaba en tablas —Nazario nunca había entendido eso y pensaba en un terreno cubierto de maderos, hasta que alguien le contó lo del ajedrez— que no se romperían hasta que algún bando recibiese refuerzos.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Relato de Max Freitag
Ya estaba todo dispuesto para salir de caza nocturna cuando el coronel Möller me ordenó que acudiese a su despacho. El tono de la llamada indicaba que algo había pasado, y esos «algos» tenían una sospechosa tendencia a ser de mi responsabilidad. Pero por mucho que pensaba no recordaba que desde mi vuelta a Fuerteventura hubiese cometido ninguna hazaña. Cierto era que la misma tarde que llegué me había relajado un tanto en Arrecife catando el ron miel que destilaban por ahí, que era de esas cosas dulces y cabezonas que te dejan al día siguiente un cuerpo que ni una velada con Inge. Pero yo, mientras marchaba hacia el barracón del coronel, iba pensando y no recordaba haber perdido el sentido en ningún momento. Aunque había practicado unos pasos de Schuhplattler, había sido con cuidado, dejando espacio entra las mesas, sin tirar nada más que un par de vasos que pagué religiosamente, y además los lugareños, a los que el baile debió gustar, hasta me animaron con palmas.
—¡Freitag, llevo esperándole una hora! —ni por asomo; cuarenta y cinco minutos como mucho—. Bien me dijeron que tuviese cuidado con usted, primero ha sido lo del Siebel, y ahora esto —dijo agitando un papelote— ¿Qué demonios pensaba hacer esta noche?
La bronca no era por el baile, que algo era algo, pero seguía sin en-tender por qué me echaban una pelotera por algo que todavía no había hecho ¿en tan mal concepto me tenían que ya esperaban algún desbarre?
—Mi coronel, ya conoce mis órdenes, tengo que atacar a los destructores ingleses y el Condor de reconocimiento ha detectado una flotilla que se acerca.
—¡Dígame algo que no sepa ya! ¿Cómo pensaba hacerlo!
—Pues como siempre, con mis aviones ametralladores y los torpede-ros. Esta noche pensaba en montar en uno de los Dornier con radiotelémetro que tan amablemente nos cedió el coronel Gollert — ese tal Gollert era el incauto que me había recibido en Jerez.
—No sé qué le habrá dado de beber si le cedió esos Dornier, pero él sabrá. No me refiero a eso, Freitag ¿Qué diablos pensaba usar?
Francamente, a esas alturas andaba más perdido que una almeja en un botijo ¿qué era lo que preocupaba al coronel? Intentando ver si amane-cía por algún lado respondí con toda mi inocencia—. Pues los Dornier que le he dicho, mis Heinkel ametralladores, y los torpederos. Como siempre.
—¿Cómo siempre? ¿Dice que como siempre? ¿Y qué van a tirar sus torpederos? ¿Flotadores?
—No, mi coronel, estábamos cargando esos torpedos nuevos que…
Entonces Möller explotó— Esos torpedos nuevos dice. El arma secreta de Alemania, y se la apropia como quién no quiere la cosa. La próxima vez supongo que se hará con la gorra del regente para darles un pase torero a los ingleses ¡Pues mire, me ha llegado un mensaje preguntando si tenemos aquí unos torpedos que han desaparecido de Jerez, y prohibiendo terminantemente su uso!
Muchas luces no tengo, no voy a engañarme, pero yo creía que los torpedos estaban hechos para torpedear y no para emplearlos como saca-corchos. Pero el coronel Möller siguió gritándome, ordenándome que dejase los torpedos nuevos donde estaban, y que en lo sucesivo que ni se me ocurriese acercarme a una escoba sin preguntarle antes. Obedientemente, le consulté si podía ir a rearmar mis aviones, si podía asir la manija de la puerta, si tenía que cerrar suavemente o dando un portazo, e incluso antes de salir le pregunté que si se daba el caso de que necesitase alguna orientación, si era mejor que llamase a la puerta o que enviase un propio. Abandoné el despacho entre improperios, mientras yo mismo me preguntaba qué locura había pasado por mi cabeza. Seguramente era por los hábitos nocturnos a los que me obligaban el volar con los ametralladores. También pensaba que si me había librado era en parte por mi Cruz de Caballero —no se despide a quién la ostenta así como así— y más que nada porque a Möller le daría pereza buscar a otro pringado al que cargarle el muerto de los ataques nocturnos.
Ordené que descargasen los torpedos sin saber muy bien por qué; a fin de cuentas eran como los otros salvo un poco más feos, con esa especie de cubilete en el morro, una caja de contrachapado en la cola, y unas alas hechas de maderucha que no sostendrían en el aire ni a una paloma. Si eso es un arma secreta aviados estábamos, pero en fin, sustituimos esos engendros por torpedos de los normales y nos dispusimos a salir a la caza del destructor.
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