El Visitante. Historia Alternativa de la Segunda Guerra Mund
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El Visitante. Historia Alternativa de la Segunda Guerra Mund
Negro
Mediodía
—Coronel, si no le importa le llevaré en mi coche.
Un coronel no se niega a la sugerencia de un general, y Von Tresckow subió al coche de Von Wiktorin. El general hizo un gesto a su conductor y partieron hacia Jerusalén. Poco después de salir pasaron junto a la carcasa abrasada de dos coches. Poco después se adentraban en el estrecho de Bab el Oued.
El general se encontraba ante un terrible dilema moral. Su vida había sido el servicio a su patria, pero lo que le acababa de escuchar en la reunión iba en contra de sus principios. Había aplaudido las medidas drásticas contra los terroristas, pero ¿cómo podía ser terrorista un bebé recién nacido? Además le intrigaba algo que había oído decir a Goering.
—Coronel ¿escuchó lo que dijo el Statthalter del Führer?
El coronel Von Tresckow miró al conductor y dijo—. Lo siento, mi general, pero no entendí lo que el Statthalter quiso decir —el coronel se abanicó un poco con la gorra y siguió—: Mi general, entre el calor y esta carretera llena de baches me está mareando ¿Le importará pedirle a su conductor que se detenga unos momentos? Un poco de aire me hará bien.
Los dos oficiales descendieron. Von Wiktorin preguntó al coronel— ¿Por qué me ha pedido que bajemos?
—Mi general, quería hablar con usted a solas.
—Coronel, mi conductor es de toda confianza.
—Mi general, en estas últimas semanas he visto que en el Reich nadie es de confianza. La Gestapo la reclutado cientos de informadores. Preferiría no tener testigos.
—Usted ha leído demasiadas novelas de espías, pero si lo desea... Dígame: el Statthalter dijo algo del asesinato del Führer ¿no fue un complot de Heydrich?
—Según los rumores que corren, Goering usó el intento de golpe de estado de Himmler y Heydrich como pantalla, pero a Hitler le asesinó un francés. No se sabe mucho más.
—Eso quiere decir que pudo ser una conspiración y que no se ha descubierto a los participantes.
—Es posible, mi general.
Von Wiktorin miró al suelo y dijo—. Lamenté la muerte de Hitler, que nos llevó a la victoria sobre Francia, pero también esperaba que Goering fuese un líder más amable. Nunca pensé que le oiría ordenar el asesinato de niños.
—Mi general —dijo Von Tresckow—, le aseguro que escuchará esa orden más veces. No es todavía público, pero en Berlín estaban planeando deportar y eliminar a las poblaciones molestas: judíos, gitanos, eslavos.
El general miró al coronel y dijo—. No puede ser cierto.
—Usted ha estado esta tarde conmigo y ha oído a Goering. En Tel Aviv viven ciento cincuenta mil personas ¿Cree que todos son terroristas? ¿Cree que al que ha ordenado la destrucción de una ciudad y la muerte de sus habitantes le temblará la mano firmando sentencias de muerte?
El general calló unos momentos y luego dijo—. No podemos permitirlo.
Mediodía
—Coronel, si no le importa le llevaré en mi coche.
Un coronel no se niega a la sugerencia de un general, y Von Tresckow subió al coche de Von Wiktorin. El general hizo un gesto a su conductor y partieron hacia Jerusalén. Poco después de salir pasaron junto a la carcasa abrasada de dos coches. Poco después se adentraban en el estrecho de Bab el Oued.
El general se encontraba ante un terrible dilema moral. Su vida había sido el servicio a su patria, pero lo que le acababa de escuchar en la reunión iba en contra de sus principios. Había aplaudido las medidas drásticas contra los terroristas, pero ¿cómo podía ser terrorista un bebé recién nacido? Además le intrigaba algo que había oído decir a Goering.
—Coronel ¿escuchó lo que dijo el Statthalter del Führer?
El coronel Von Tresckow miró al conductor y dijo—. Lo siento, mi general, pero no entendí lo que el Statthalter quiso decir —el coronel se abanicó un poco con la gorra y siguió—: Mi general, entre el calor y esta carretera llena de baches me está mareando ¿Le importará pedirle a su conductor que se detenga unos momentos? Un poco de aire me hará bien.
Los dos oficiales descendieron. Von Wiktorin preguntó al coronel— ¿Por qué me ha pedido que bajemos?
—Mi general, quería hablar con usted a solas.
—Coronel, mi conductor es de toda confianza.
—Mi general, en estas últimas semanas he visto que en el Reich nadie es de confianza. La Gestapo la reclutado cientos de informadores. Preferiría no tener testigos.
—Usted ha leído demasiadas novelas de espías, pero si lo desea... Dígame: el Statthalter dijo algo del asesinato del Führer ¿no fue un complot de Heydrich?
—Según los rumores que corren, Goering usó el intento de golpe de estado de Himmler y Heydrich como pantalla, pero a Hitler le asesinó un francés. No se sabe mucho más.
—Eso quiere decir que pudo ser una conspiración y que no se ha descubierto a los participantes.
—Es posible, mi general.
Von Wiktorin miró al suelo y dijo—. Lamenté la muerte de Hitler, que nos llevó a la victoria sobre Francia, pero también esperaba que Goering fuese un líder más amable. Nunca pensé que le oiría ordenar el asesinato de niños.
—Mi general —dijo Von Tresckow—, le aseguro que escuchará esa orden más veces. No es todavía público, pero en Berlín estaban planeando deportar y eliminar a las poblaciones molestas: judíos, gitanos, eslavos.
El general miró al coronel y dijo—. No puede ser cierto.
—Usted ha estado esta tarde conmigo y ha oído a Goering. En Tel Aviv viven ciento cincuenta mil personas ¿Cree que todos son terroristas? ¿Cree que al que ha ordenado la destrucción de una ciudad y la muerte de sus habitantes le temblará la mano firmando sentencias de muerte?
El general calló unos momentos y luego dijo—. No podemos permitirlo.
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Se acerca San Martín
- “El sueño de la razón produce monstruos”. Francisco de Goya.
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Caza al hombre
Algo después
La “abuela” volvió a despegar. Aunque el Aufklärungsgruppe 121 había empezado a recibir los nuevos Focke Wulf 189, aun retenía unos pocos Hs 126, que habían dado un excelente servicio en Suez. El suboficial Meyer volvió a elevar su viejo avión, pero ahora su objetivo sería la caza del hombre. Cargado con cuatro bombas de cincuenta kilos, debía explorar cuidadosamente las colinas de Judea.
El avión sobrevoló la accidentada región, mientras el piloto aprovechaba las buenas cualidades a baja velocidad de su aparato para introducirse en los valles y observar detenidamente las veredas. Poco después vio movimiento y se lanzó contra el grupo, que resultó ser una patrulla alemana que alzó un panel naranja de identificación. Meyer hizo que su avión se elevase y siguió sobrevolando los montes.
Bajo unas sabinas el comando inglés esperaba a que el avión se alejase. Tras el atentado había escapado a la carrera: confiaban en poder alejarse lo suficiente como para alejarse de las patrullas de búsqueda, adentrándose en las montañas. Luego querían seguir hacia el Sur y finalmente se dirigirían hacia Gaza, donde esperaban robar alguna embarcación con la que dirigirse a Chipre. Se trataba de una marcha de sesenta millas que unos comandos tan bien entrenados podrían hacer en un par de noches.
Sin embargo la respuesta alemana había sido fulgurante. Apenas habían superado la colina en la que habían preparado la emboscada cuando llegó la primera patrulla motorizada. Los ingleses ya no estaban a la vista de la carretera, pero apresuraron el paso: una reacción tan rápida no era buen presagio. Efectivamente: antes del atardecer un avión de reconocimiento empezó a describir círculos en la zona. En la media luz del atardecer era improbable que les viesen, pero forzó al comando a permanecer a cubierto hasta que se hizo de noche.
La noche fue tan oscura como la anterior, ya que la mísera luna creciente apenas proporcionaba iluminación. Sin poder orientarse salvo mediante la brújula, y sin poder iluminar los mapas, acabaron perdiéndose, y lo único que pudieron hacer es seguir hacia el sur. En cierto momento estuvieron a punto de toparse con una aldea árabe, teniendo que salir corriendo cuando los perros ladraron. Durante la carrera a oscuras el soldado Muir cayó en una zanja y se lesionó el tobillo, retrasándoles todavía más. Al amanecer comprobaron que sólo habían recorrido seis millas, mucho menos de lo planeado. Cuando tras descansar unos minutos iban a reanudar la marcha, llegaron los aviones.
Durante todo el día los aviones de reconocimiento les sobrevolaron. Los comandos estaban seguros si se mantenían a cubierto, pero desde el cerro en el que se hallaban podían ver a las patrullas enemigas tomar posiciones en los caminos y en lo alto de las montañas. Si se movían durante las horas de luz serían descubiertos. El teniente O’Flaherty se resignó: esperarían hasta la noche y entonces tratarían de eludir el cerco.
Algo después
La “abuela” volvió a despegar. Aunque el Aufklärungsgruppe 121 había empezado a recibir los nuevos Focke Wulf 189, aun retenía unos pocos Hs 126, que habían dado un excelente servicio en Suez. El suboficial Meyer volvió a elevar su viejo avión, pero ahora su objetivo sería la caza del hombre. Cargado con cuatro bombas de cincuenta kilos, debía explorar cuidadosamente las colinas de Judea.
El avión sobrevoló la accidentada región, mientras el piloto aprovechaba las buenas cualidades a baja velocidad de su aparato para introducirse en los valles y observar detenidamente las veredas. Poco después vio movimiento y se lanzó contra el grupo, que resultó ser una patrulla alemana que alzó un panel naranja de identificación. Meyer hizo que su avión se elevase y siguió sobrevolando los montes.
Bajo unas sabinas el comando inglés esperaba a que el avión se alejase. Tras el atentado había escapado a la carrera: confiaban en poder alejarse lo suficiente como para alejarse de las patrullas de búsqueda, adentrándose en las montañas. Luego querían seguir hacia el Sur y finalmente se dirigirían hacia Gaza, donde esperaban robar alguna embarcación con la que dirigirse a Chipre. Se trataba de una marcha de sesenta millas que unos comandos tan bien entrenados podrían hacer en un par de noches.
Sin embargo la respuesta alemana había sido fulgurante. Apenas habían superado la colina en la que habían preparado la emboscada cuando llegó la primera patrulla motorizada. Los ingleses ya no estaban a la vista de la carretera, pero apresuraron el paso: una reacción tan rápida no era buen presagio. Efectivamente: antes del atardecer un avión de reconocimiento empezó a describir círculos en la zona. En la media luz del atardecer era improbable que les viesen, pero forzó al comando a permanecer a cubierto hasta que se hizo de noche.
La noche fue tan oscura como la anterior, ya que la mísera luna creciente apenas proporcionaba iluminación. Sin poder orientarse salvo mediante la brújula, y sin poder iluminar los mapas, acabaron perdiéndose, y lo único que pudieron hacer es seguir hacia el sur. En cierto momento estuvieron a punto de toparse con una aldea árabe, teniendo que salir corriendo cuando los perros ladraron. Durante la carrera a oscuras el soldado Muir cayó en una zanja y se lesionó el tobillo, retrasándoles todavía más. Al amanecer comprobaron que sólo habían recorrido seis millas, mucho menos de lo planeado. Cuando tras descansar unos minutos iban a reanudar la marcha, llegaron los aviones.
Durante todo el día los aviones de reconocimiento les sobrevolaron. Los comandos estaban seguros si se mantenían a cubierto, pero desde el cerro en el que se hallaban podían ver a las patrullas enemigas tomar posiciones en los caminos y en lo alto de las montañas. Si se movían durante las horas de luz serían descubiertos. El teniente O’Flaherty se resignó: esperarían hasta la noche y entonces tratarían de eludir el cerco.
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Lograran escapar? Porque si los atrapan dudo que Goering sea muy piadoso con estos soldados que complian con su deber.
Saludos.
Saludos.
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JLVassallo escribió:Lograran escapar? Porque si los atrapan dudo que Goering sea muy piadoso con estos soldados que complian con su deber.
Saludos.
Me temo que los soldados de OE no suelen ser muy bien considerados si son cazados. En todo caso no se si en este universo paralelo se habría dado la misma orden que dio Grofaz en el nuestro.
Hasta otra.><>
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Pesquisas
Media tarde
El comisario Dietrich estaba volviendo a la ciudad. La reunión con el Statthalter había salido bastante mejor de lo que esperaba, ya que había conseguido ocultar que sospechaba del Muftí bastante antes que estallase su bomba. Afortunadamente la carretera de Jerusalén no entraba dentro de sus responsabilidades, por lo que no había sido reprendido por el atentado. Sin embargo sabía que Goering iba a tenerlo bajo sospecha, y más le valía mostrarse diligente.
Tenía un primer encargo del Statthalter: detener a todos aquellos que pudieran tener la más mínima relación con las bombas de Jerusalén. En parte sería un placer, pues le había prometido al Muftí que no solo le mataría sino que destruiría a su clan, y a Dietrich le gustaba cumplir sus amenazas. Sin embargo le preocupaba la venganza de Goering contra los judíos. Temía lo que ocurriese en Palestina cuando la Luftwaffe destruyese Tel Aviv. Los judíos se sublevarían, un mar de sangre cubriría Oriente Medio. No es que los judíos le resultasen simpáticos, pero tras haber tenido que integrar a algunos de ellos en su equipo como traductores había llegado a respetarles, mientras que cada día le repugnaba más la doblez de los “efendis” árabes. Suponía que los campesinos árabes serían como los de todas partes, pero formaban parte de una sociedad tribal en la que sus jefes intrigaban y traicionaban. Alemania se equivocaría si elegía a los árabes.
Pero sus preocupaciones inmediatas eran otras. Había descabezado dos complots contra Goering, pero ¿no habría más asesinos esperando en la sombra? El comisario creía que el clan Husseini o el grupo Stern ya no suponían ninguna amenaza, y la orden del Statthalter del perseguirlos le iba a impedir concentrarse en su misión principal: garantizar la seguridad de la conferencia y, especialmente, la de Goering. Finalmente decidió encomendar a sus subordinados la persecución de los Husseini y el interrogatorio de los judíos. Sepp Dietrich seguiría dedicando su cuerpo y su alma a la protección el líder de Alemania.
El coche se detuvo ante el cafetín de Katamon. El comisario se había aficionado al espeso café turco, y tomar una taza le ayudaría a sobrellevar la fatiga. Cuando iba a entrar reconoció las facciones de un árabe que sentado junto a la puerta fumaba de una pipa de agua. Dietrich le saludó y pasó al reservado. Poco después entraba el árabe.
—Señor Rabin, no esperaba verle tan pronto.
—Comisario Dietrich, para mí tampoco es ningún placer. Pero después de que usted matase ayer al Muftí se ha hecho acreedor del agradecimiento de la Haganá.
—Señor Rabin, Amin el-Husseini murió en el tiroteo…
—La gente muere cuando un comisario le pone una pistola en la tripa y dispara —dijo Rabin mostrando que sabía lo que realmente había ocurrido—. Me gusta lo que la justicia alemana ha hecho con ese asesino, y yo a cambio le haré un favor.
Dietrich pensó en cuál sería el favor que el hebreo le haría si supiese lo que se preparaba contra Tel Aviv. Sin embargo no era cuestión de rechazar la ayuda de nadie— ¿Tiene algo para mí, señor Rabin? —preguntó.
—No sé si será importante, pero es un detalle que me llamó la atención. El otro día una patrulla alemana incautó en la Universidad Hebrea gran cantidad de productos químicos. Ácidos fuertes, material para manipularlos, etcétera.
—Tendrán órdenes de registrarlo todo.
—Supongo —dijo Rabin—. Pero le interesará saber que un profesor de Química me ha dicho que esos productos químicos resultan ideales para fabricar explosivos ¿Es que su ejército no tiene explosivos? ¿Para qué querrá esos ácidos su ejército? —Rabin se levantó y salió.
Poco después salió Dietrich y subió a su coche, pensando en el soplo de Rabin. Por eso no vio como alguien lo espiaba tras de una celosía.
Media tarde
El comisario Dietrich estaba volviendo a la ciudad. La reunión con el Statthalter había salido bastante mejor de lo que esperaba, ya que había conseguido ocultar que sospechaba del Muftí bastante antes que estallase su bomba. Afortunadamente la carretera de Jerusalén no entraba dentro de sus responsabilidades, por lo que no había sido reprendido por el atentado. Sin embargo sabía que Goering iba a tenerlo bajo sospecha, y más le valía mostrarse diligente.
Tenía un primer encargo del Statthalter: detener a todos aquellos que pudieran tener la más mínima relación con las bombas de Jerusalén. En parte sería un placer, pues le había prometido al Muftí que no solo le mataría sino que destruiría a su clan, y a Dietrich le gustaba cumplir sus amenazas. Sin embargo le preocupaba la venganza de Goering contra los judíos. Temía lo que ocurriese en Palestina cuando la Luftwaffe destruyese Tel Aviv. Los judíos se sublevarían, un mar de sangre cubriría Oriente Medio. No es que los judíos le resultasen simpáticos, pero tras haber tenido que integrar a algunos de ellos en su equipo como traductores había llegado a respetarles, mientras que cada día le repugnaba más la doblez de los “efendis” árabes. Suponía que los campesinos árabes serían como los de todas partes, pero formaban parte de una sociedad tribal en la que sus jefes intrigaban y traicionaban. Alemania se equivocaría si elegía a los árabes.
Pero sus preocupaciones inmediatas eran otras. Había descabezado dos complots contra Goering, pero ¿no habría más asesinos esperando en la sombra? El comisario creía que el clan Husseini o el grupo Stern ya no suponían ninguna amenaza, y la orden del Statthalter del perseguirlos le iba a impedir concentrarse en su misión principal: garantizar la seguridad de la conferencia y, especialmente, la de Goering. Finalmente decidió encomendar a sus subordinados la persecución de los Husseini y el interrogatorio de los judíos. Sepp Dietrich seguiría dedicando su cuerpo y su alma a la protección el líder de Alemania.
El coche se detuvo ante el cafetín de Katamon. El comisario se había aficionado al espeso café turco, y tomar una taza le ayudaría a sobrellevar la fatiga. Cuando iba a entrar reconoció las facciones de un árabe que sentado junto a la puerta fumaba de una pipa de agua. Dietrich le saludó y pasó al reservado. Poco después entraba el árabe.
—Señor Rabin, no esperaba verle tan pronto.
—Comisario Dietrich, para mí tampoco es ningún placer. Pero después de que usted matase ayer al Muftí se ha hecho acreedor del agradecimiento de la Haganá.
—Señor Rabin, Amin el-Husseini murió en el tiroteo…
—La gente muere cuando un comisario le pone una pistola en la tripa y dispara —dijo Rabin mostrando que sabía lo que realmente había ocurrido—. Me gusta lo que la justicia alemana ha hecho con ese asesino, y yo a cambio le haré un favor.
Dietrich pensó en cuál sería el favor que el hebreo le haría si supiese lo que se preparaba contra Tel Aviv. Sin embargo no era cuestión de rechazar la ayuda de nadie— ¿Tiene algo para mí, señor Rabin? —preguntó.
—No sé si será importante, pero es un detalle que me llamó la atención. El otro día una patrulla alemana incautó en la Universidad Hebrea gran cantidad de productos químicos. Ácidos fuertes, material para manipularlos, etcétera.
—Tendrán órdenes de registrarlo todo.
—Supongo —dijo Rabin—. Pero le interesará saber que un profesor de Química me ha dicho que esos productos químicos resultan ideales para fabricar explosivos ¿Es que su ejército no tiene explosivos? ¿Para qué querrá esos ácidos su ejército? —Rabin se levantó y salió.
Poco después salió Dietrich y subió a su coche, pensando en el soplo de Rabin. Por eso no vio como alguien lo espiaba tras de una celosía.
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Lamentaria que a Dietrich le pasara algo. Es un de los pocos generales SS por los que siento una cierta simpatia.
Hasta otra><>
Hasta otra><>
Dios con nosotros ¿Quién contra nosotros? (Romanos 8:31)
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Comitivas
Cae la tarde
A lo largo de la mañana las primeras legaciones de los países miembros de la Unión Paneuropea fueron llegando al aeropuerto de Lidda.
A media mañana llegó uno de los aviones más modernos de Europa: un SNCASE SE.161 Languedoc, que llevaba al Presidente del Consejo de Ministros de Francia Pierre Laval, que había acudido desoyendo las órdenes del mariscal Pétain, y a Pierre Pucheu, ministro del Interior y ferviente admirador de Alemania. Los curiosos que admiraban las finas líneas del cuatrimotor francés no podían saber que la elegante aeronave no era sino un prototipo, finalizado a toda prisa como avión de representación, para que la delegación francesa no tuviese que sufrir el bochorno de viajar en renqueantes biplanos.
Aviones Focke-Wulf Fw 200 y Junkers Ju 90 de Lufthansa transportaron las delegaciones de otros estados europeos: los reyes de Rumania, Bulgaria e incluso el rey Pablo de Yugoslavia, que se había atrevido a dejar su tambaleante trono para rendir pleitesía al dictador Goering. Los ministros de Asuntos Exteriores de Hungría, España y Finlandia llegaron poco después. Cuando los aviones llegaban una guardia de honor presentaba armas mientras descendían los dignatarios, y una banda de música tocaba los himnos nacionales de las embajadas.
A pesar de la magnificencia de las delegaciones el espectáculo estaba siendo deslucido: para evitar el riesgo de ataques británicos los aviones habían seguido largos trayectos sobrevolando Italia, Libia y Egipto. El largo viaje bajo el abrasador sol mediterráneo agotó a los dignatarios, cuyo descenso por las escalerillas fue todo menos digno. El seco verano hacía que los aviones levantasen nubes de polvo que cubrían coches y uniformes.
La banda de música, procedente de la 23ª División de Infantería, apenas había podido ensayar, y su interpretación de los himnos nacionales resultó como poco original. El ministro español Serrano Suñer se sorprendió al ser recibido bajo los acordes del Himno de Riego, el de la República Española.
Los vehículos que recogieron a las delegaciones eran casi todos coches militares adecentados a toda prisa, con interior espartano. En ellos los asistentes a la conferencia recorrieron los sofocantes y polvorientos kilómetros que los separaban de Jerusalén. Finalmente llegaron a la Hospedería Notre Dame de Jerusalén: un edificio impresionante, construido gracias a las donaciones de los católicos franceses, que deseaban que su albergue fuese el mejor de Jerusalén. Y lo era… solo por fuera, ya que las habitaciones eran poco más que celdas para peregrinos y no las estancias de lujo que esperaban sus augustos huéspedes.
Al atardecer llegó la delegación más esperada: los cinco trimotores Savoia Marchetti SM.75 que llevaban al Duce y a su séquito. El mismo Goering salió a la pista a recibir a Mussolini. Tras fundirse en un abrazo, montaron en un lujoso Mercedes y se dirigieron a Latrún, donde pasarían la noche, para hacer a la mañana siguiente su entrada triunfal en la Ciudad Santa.
Mussolini prefirió no preguntar por qué su vehículo era escoltado por nada menos que veinte coches blindados.
Cae la tarde
A lo largo de la mañana las primeras legaciones de los países miembros de la Unión Paneuropea fueron llegando al aeropuerto de Lidda.
A media mañana llegó uno de los aviones más modernos de Europa: un SNCASE SE.161 Languedoc, que llevaba al Presidente del Consejo de Ministros de Francia Pierre Laval, que había acudido desoyendo las órdenes del mariscal Pétain, y a Pierre Pucheu, ministro del Interior y ferviente admirador de Alemania. Los curiosos que admiraban las finas líneas del cuatrimotor francés no podían saber que la elegante aeronave no era sino un prototipo, finalizado a toda prisa como avión de representación, para que la delegación francesa no tuviese que sufrir el bochorno de viajar en renqueantes biplanos.
Aviones Focke-Wulf Fw 200 y Junkers Ju 90 de Lufthansa transportaron las delegaciones de otros estados europeos: los reyes de Rumania, Bulgaria e incluso el rey Pablo de Yugoslavia, que se había atrevido a dejar su tambaleante trono para rendir pleitesía al dictador Goering. Los ministros de Asuntos Exteriores de Hungría, España y Finlandia llegaron poco después. Cuando los aviones llegaban una guardia de honor presentaba armas mientras descendían los dignatarios, y una banda de música tocaba los himnos nacionales de las embajadas.
A pesar de la magnificencia de las delegaciones el espectáculo estaba siendo deslucido: para evitar el riesgo de ataques británicos los aviones habían seguido largos trayectos sobrevolando Italia, Libia y Egipto. El largo viaje bajo el abrasador sol mediterráneo agotó a los dignatarios, cuyo descenso por las escalerillas fue todo menos digno. El seco verano hacía que los aviones levantasen nubes de polvo que cubrían coches y uniformes.
La banda de música, procedente de la 23ª División de Infantería, apenas había podido ensayar, y su interpretación de los himnos nacionales resultó como poco original. El ministro español Serrano Suñer se sorprendió al ser recibido bajo los acordes del Himno de Riego, el de la República Española.
Los vehículos que recogieron a las delegaciones eran casi todos coches militares adecentados a toda prisa, con interior espartano. En ellos los asistentes a la conferencia recorrieron los sofocantes y polvorientos kilómetros que los separaban de Jerusalén. Finalmente llegaron a la Hospedería Notre Dame de Jerusalén: un edificio impresionante, construido gracias a las donaciones de los católicos franceses, que deseaban que su albergue fuese el mejor de Jerusalén. Y lo era… solo por fuera, ya que las habitaciones eran poco más que celdas para peregrinos y no las estancias de lujo que esperaban sus augustos huéspedes.
Al atardecer llegó la delegación más esperada: los cinco trimotores Savoia Marchetti SM.75 que llevaban al Duce y a su séquito. El mismo Goering salió a la pista a recibir a Mussolini. Tras fundirse en un abrazo, montaron en un lujoso Mercedes y se dirigieron a Latrún, donde pasarían la noche, para hacer a la mañana siguiente su entrada triunfal en la Ciudad Santa.
Mussolini prefirió no preguntar por qué su vehículo era escoltado por nada menos que veinte coches blindados.
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Parece que Benito ha aprendido el gran refrán español "Si ves al jefe cabreao no abras la boca para preguntar estupideces, y mucho menos si está enfadao por tu culpa"
- “El sueño de la razón produce monstruos”. Francisco de Goya.
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Fuego
Noche cerrada
Los aviones del coronel Fink se acercaban a su objetivo.
Tras los ataques a Londres, a Manchester y a Bristol el coronel había estado reflexionando en los efectos de las bombas. La concentración en el tiempo y en el espacio estaba funcionando muy bien: desbordaba las defensas inglesas y saturaba a los equipos de bomberos y de rescate. Pero lo que no estaba funcionando bien era la mezcla de bombas. Las bombas explosivas estaban causando tremendos daños, y por lo general el punto atacado quedaba como un paisaje lunar. Pero las bombas incendiarias caían sobre los escombros y apenas causaban unos pocos fuegos, que eran apagados a su vez por nuevas bombas explosivas.
Estaba pensando en utilizar una nueva mezcla de bombas cuando recibió una llamada urgente de Berlín: el Statthalter había ordenado que se lanzase esa noche un ataque que fuese lo más destructivo y letal posible. Fink pensó que era el momento de probar su nueva combinación.
A las diez de la noche comenzaron a despegar de los aeródromos de Francia decenas de cazas bimotores Bf 110. Tras las pruebas hechas con los equipos de radar ingleses capturados habían visto que añadiendo unos pocos paneles metálicos de formas irregulares se podía aumentar muchísimo el retorno de la onda del radar: para los radares ingleses cada caza parecería un gran avión. Los bimotores se dirigieron hacia diferentes ciudades de Inglaterra siguiendo el mismo patrón de vuelo que los pesados bombarderos, pero prestos a usar su agilidad y potencia si eran atacados por los cazas nocturnos ingleses. Además los Messerschmitt llevaban bombas ligeras, que no causarían excesivos daños, pero que obligarían a media Inglaterra a pasar la noche en los refugios.
Poco después de despegar los aviones fueron detectados por los radares de largo alcance, y por toda Inglaterra empezaron a sonar las sirenas.
Entre la nube de aviones también estaban los bombarderos Do 217 del KG 100. Los radiofaros situados en la costa francesa guiaron a los aviones hacia su objetivo: Sheffield. La ciudad había sufrido dos ataques en invierno, pero aun permanecía intacta en su mayor parte. Finck pensaba que las estrechas calles medievales favorecerían los incendios, por lo que la ciudad fue elegida para experimentar la sed de venganza de Goering.
En el Dornier Do 217 E3 el operador de radio prestaba atención a su sistema de navegación Wotan. El equipo debía ser defectuoso, ya que las últimas semanas había funcionado cada vez peor. Los alemanes creían que se trataba de una avería, ya que no sabían que los físicos ingleses habían ideado un modo de interferir el sistema. Pero en esa noche veraniega se podría usar otro sistema para aumentar la precisión. El haz de radio se usaría solo para indicar al dirección general del objetivo, y mediante un cronómetro se tendría un sistema de cálculo de la distancia independiente de la señal codificada. Cuando el piloto creyó que estaba sobre la ciudad, lanzó varias bengalas y empezó a girar en círculos. A la luz de las bengalas identificó el río Don y los puentes que lo cruzaban, y entonces voló hacia el sur: su objetivo, la ciudad vieja, estaba a medio kilómetro al sur del cauce.
Los habitantes de Sheffield estaban disfrutando de una noche veraniega, casi demasiado cálida, cuando sonaron las sirenas. Se apresuraron a los refugios mientras esperaban que fuese otra ciudad la atacada. Pero los estallidos de la artillería antiaérea y el ruido de los motores les hizo saber que iba a ser su querida ciudad la que soportase las bombas alemanas. Desde los tejados los vigilantes de incendios vieron las guirnaldas de bengalas blancas que caían sobre el puente, y luego una lluvia de bengalas rojas directamente sobre sus cabezas.
Los primeros aviones abrieron sus puertas y lanzaron sus bombas: grandes barriles cargados de una tonelada de explosivos, desprovistos de paracaídas, y con espoletas instantáneas. Al alcanzar el suelo estallaron, rompiendo las ventanas de la ciudad, tirando tabiques, reventando las conducciones de agua y gas, y arrancando los tejados. Luego se lanzaron las bombas incendiarias de gasolina y de fósforo, que cayeron sobre las casas cuyos tejados habían desaparecido. Los viejos edificios estaban llenas de materia combustible: muebles, ajuar, cortinas, vigas y techos de madera… Más de 50 kg de materias combustibles por metro cuadrado, que empezaron a arder violentamente.
Las explosiones y el fuego actuaron como reclamo para la fuerza principal de bombardeo, trescientos cincuenta aviones Ju 88 y He 111, que lanzaron miles de bombas incendiarias. Desde las cabinas de los cazas nocturnos ingleses Bristol Beaufighter veían el resplandor de los incendios, y clamaban a los controladores para que les dejasen dirigirse hacia la conflagración. Pero el radar de tierra seguía detectando la llegada de nubes de bombarderos, en la realidad rápidos cazas Bf 110, y los controladores seguían enviando a los cazas nocturnos a fútiles intentos de persecución.
En cincuenta minutos los bombarderos habían lanzado sus bombas y regresaron a sus bases. En Sheffield algunos aventureros intentaron salir de los refugios, pero todavía no se había declarado el cese de alerta y los vigilantes de seguridad se lo impidieron. Mientras seguían llegando bombarderos: una fuerza de cazabombarderos Bf 110 que lanzaban bombas ligeras, cuyo objetivo no era destruir nada sino mantener a la gente en los refugios. Desde sus puertas los vigilantes oían rugir a los incendios y notaban la creciente fuerza del viento.
En las viejas casas los fuegos se extendieron y se unieron, y empezaron a saltar las estrechas calles. El humo sobrecalentado se elevó y el vacío aspiró el aire circundante con fuerza de temporal. El viento avivó los incendios alcanzándose temperaturas superiores al millar de grados. El asfalto de las calles se fundió y ardió, se consumió el oxígeno, y se formaron enormes cantidades del venenoso monóxido de carbono.
Cuando el humo empezó a entrar en los refugios la gente se alarmó e intentó escapar. Al salir a las calles se encontraron un espectáculo propio del infierno: los pisos altos ardían y el fuerte viento que llevaba nubes de ceniza arrastraba a la gente hacia las llamas. Algunos volvieron a los refugios sin saber que el monóxido de carbono los convertiría en cámaras de gas. Otros intentaron encontrar la salida del laberinto de fuego, pero no muchos la hallaron.
Algunos equipos de bomberos intentaron adentrarse en la ciudad, pero el viento y los tornados de fuego los arrastraron. Tras desaparecer tres equipos completos, el resto esperaron a que el fuego se extinguiese por sí solo. El incendio era tan caliente y tan violento que cuatro horas después apenas quedaba nada combustible en lo que había sido el centro de la ciudad.
La venganza de Goering había caído sobre Sheffield.
Noche cerrada
Los aviones del coronel Fink se acercaban a su objetivo.
Tras los ataques a Londres, a Manchester y a Bristol el coronel había estado reflexionando en los efectos de las bombas. La concentración en el tiempo y en el espacio estaba funcionando muy bien: desbordaba las defensas inglesas y saturaba a los equipos de bomberos y de rescate. Pero lo que no estaba funcionando bien era la mezcla de bombas. Las bombas explosivas estaban causando tremendos daños, y por lo general el punto atacado quedaba como un paisaje lunar. Pero las bombas incendiarias caían sobre los escombros y apenas causaban unos pocos fuegos, que eran apagados a su vez por nuevas bombas explosivas.
Estaba pensando en utilizar una nueva mezcla de bombas cuando recibió una llamada urgente de Berlín: el Statthalter había ordenado que se lanzase esa noche un ataque que fuese lo más destructivo y letal posible. Fink pensó que era el momento de probar su nueva combinación.
A las diez de la noche comenzaron a despegar de los aeródromos de Francia decenas de cazas bimotores Bf 110. Tras las pruebas hechas con los equipos de radar ingleses capturados habían visto que añadiendo unos pocos paneles metálicos de formas irregulares se podía aumentar muchísimo el retorno de la onda del radar: para los radares ingleses cada caza parecería un gran avión. Los bimotores se dirigieron hacia diferentes ciudades de Inglaterra siguiendo el mismo patrón de vuelo que los pesados bombarderos, pero prestos a usar su agilidad y potencia si eran atacados por los cazas nocturnos ingleses. Además los Messerschmitt llevaban bombas ligeras, que no causarían excesivos daños, pero que obligarían a media Inglaterra a pasar la noche en los refugios.
Poco después de despegar los aviones fueron detectados por los radares de largo alcance, y por toda Inglaterra empezaron a sonar las sirenas.
Entre la nube de aviones también estaban los bombarderos Do 217 del KG 100. Los radiofaros situados en la costa francesa guiaron a los aviones hacia su objetivo: Sheffield. La ciudad había sufrido dos ataques en invierno, pero aun permanecía intacta en su mayor parte. Finck pensaba que las estrechas calles medievales favorecerían los incendios, por lo que la ciudad fue elegida para experimentar la sed de venganza de Goering.
En el Dornier Do 217 E3 el operador de radio prestaba atención a su sistema de navegación Wotan. El equipo debía ser defectuoso, ya que las últimas semanas había funcionado cada vez peor. Los alemanes creían que se trataba de una avería, ya que no sabían que los físicos ingleses habían ideado un modo de interferir el sistema. Pero en esa noche veraniega se podría usar otro sistema para aumentar la precisión. El haz de radio se usaría solo para indicar al dirección general del objetivo, y mediante un cronómetro se tendría un sistema de cálculo de la distancia independiente de la señal codificada. Cuando el piloto creyó que estaba sobre la ciudad, lanzó varias bengalas y empezó a girar en círculos. A la luz de las bengalas identificó el río Don y los puentes que lo cruzaban, y entonces voló hacia el sur: su objetivo, la ciudad vieja, estaba a medio kilómetro al sur del cauce.
Los habitantes de Sheffield estaban disfrutando de una noche veraniega, casi demasiado cálida, cuando sonaron las sirenas. Se apresuraron a los refugios mientras esperaban que fuese otra ciudad la atacada. Pero los estallidos de la artillería antiaérea y el ruido de los motores les hizo saber que iba a ser su querida ciudad la que soportase las bombas alemanas. Desde los tejados los vigilantes de incendios vieron las guirnaldas de bengalas blancas que caían sobre el puente, y luego una lluvia de bengalas rojas directamente sobre sus cabezas.
Los primeros aviones abrieron sus puertas y lanzaron sus bombas: grandes barriles cargados de una tonelada de explosivos, desprovistos de paracaídas, y con espoletas instantáneas. Al alcanzar el suelo estallaron, rompiendo las ventanas de la ciudad, tirando tabiques, reventando las conducciones de agua y gas, y arrancando los tejados. Luego se lanzaron las bombas incendiarias de gasolina y de fósforo, que cayeron sobre las casas cuyos tejados habían desaparecido. Los viejos edificios estaban llenas de materia combustible: muebles, ajuar, cortinas, vigas y techos de madera… Más de 50 kg de materias combustibles por metro cuadrado, que empezaron a arder violentamente.
Las explosiones y el fuego actuaron como reclamo para la fuerza principal de bombardeo, trescientos cincuenta aviones Ju 88 y He 111, que lanzaron miles de bombas incendiarias. Desde las cabinas de los cazas nocturnos ingleses Bristol Beaufighter veían el resplandor de los incendios, y clamaban a los controladores para que les dejasen dirigirse hacia la conflagración. Pero el radar de tierra seguía detectando la llegada de nubes de bombarderos, en la realidad rápidos cazas Bf 110, y los controladores seguían enviando a los cazas nocturnos a fútiles intentos de persecución.
En cincuenta minutos los bombarderos habían lanzado sus bombas y regresaron a sus bases. En Sheffield algunos aventureros intentaron salir de los refugios, pero todavía no se había declarado el cese de alerta y los vigilantes de seguridad se lo impidieron. Mientras seguían llegando bombarderos: una fuerza de cazabombarderos Bf 110 que lanzaban bombas ligeras, cuyo objetivo no era destruir nada sino mantener a la gente en los refugios. Desde sus puertas los vigilantes oían rugir a los incendios y notaban la creciente fuerza del viento.
En las viejas casas los fuegos se extendieron y se unieron, y empezaron a saltar las estrechas calles. El humo sobrecalentado se elevó y el vacío aspiró el aire circundante con fuerza de temporal. El viento avivó los incendios alcanzándose temperaturas superiores al millar de grados. El asfalto de las calles se fundió y ardió, se consumió el oxígeno, y se formaron enormes cantidades del venenoso monóxido de carbono.
Cuando el humo empezó a entrar en los refugios la gente se alarmó e intentó escapar. Al salir a las calles se encontraron un espectáculo propio del infierno: los pisos altos ardían y el fuerte viento que llevaba nubes de ceniza arrastraba a la gente hacia las llamas. Algunos volvieron a los refugios sin saber que el monóxido de carbono los convertiría en cámaras de gas. Otros intentaron encontrar la salida del laberinto de fuego, pero no muchos la hallaron.
Algunos equipos de bomberos intentaron adentrarse en la ciudad, pero el viento y los tornados de fuego los arrastraron. Tras desaparecer tres equipos completos, el resto esperaron a que el fuego se extinguiese por sí solo. El incendio era tan caliente y tan violento que cuatro horas después apenas quedaba nada combustible en lo que había sido el centro de la ciudad.
La venganza de Goering había caído sobre Sheffield.
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El Visitante. Historia Alternativa de la Segunda Guerra Mund
Cambio de verbo: Coventrizar se sustituye por Sheffieldrizar. Pero como los anglos aprendan...
- “El sueño de la razón produce monstruos”. Francisco de Goya.
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El Visitante. Historia Alternativa de la Segunda Guerra Mund
Ya se hablará del Bomber Command. Al tiempo.
Saludos
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- JLVassallo
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El Visitante. Historia Alternativa de la Segunda Guerra Mund
Impresionante el ataque a la ciudad. La verdad una historia impresionante que me pone los pelos de punta.
Saludos.
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- General de Ejército
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El Visitante. Historia Alternativa de la Segunda Guerra Mund
Eso pasó en un par de decenas de ciudades alemanas y japonesas. Recomiendo leer "El incendio: Alemania bajo los bombardeos 1940 - 1945", de Jorg Fiedrich. Terrible pero imprescindible.
Saludos
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- General de Ejército
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El Visitante. Historia Alternativa de la Segunda Guerra Mund
Capítulo 37. Triunfo
Hasta el final
25 de Julio de 1941. Madrugada
Un hombre puede aceptar intelectualmente que ha llegado a su fin, y considerar que su sacrificio es necesario en bien de su patria. Pero las células de su cuerpo, sus neuronas, sus genes, no aceptan la inmolación, y se rebelan con todas sus fuerzas contra la extinción definitiva.
El teniente O’Flaherty estaba viviendo ese momento. Apostado detrás de una roca, sentía que el alma se le escapaba por la herida en el abdomen. Pero se aferraba a su ametralladora Bren, intentando comprar con su vida unos minutos de tiempo para sus hombres.
Cuando al atardecer se retiraron los aviones, la patrulla de comandos se puso en pie para seguir escapando, pero entonces un reflejo delató que en lo alto de un cerro próximo alguien vigilaba con prismáticos. Tuvieron que permanecer a cubierto y no pudieron emprender la marcha hasta que fue noche cerrada. En oscuridad casi absoluta los comandos tuvieron que encontrar su ruta mediante la brújula, ya que la mísera franja de luna creciente no llegaba a iluminar los barrancos y las montañas de Judea. Con tan escasa luz era imposible encontrar caminos, y tuvieron que seguir arrastrándose hacia el sur, procurando no tropezar ni hacer ruidos delatores.
Dos horas después los hombres, que llevaban tres noches seguidas de marcha, estaban agotados. Habían acabado las reservas de agua y el teniente comprendió que si no encontraban nada para beber estaban perdidos. Pero en verano no había arroyos en Palestina, y solo se podía encontrar agua en los pozos de los pueblos.
Los comandos descendieron a un barranco y subieron por la ladera opuesta, donde se hallaba un poblado que según el mapa se llamaba Um Burj. Ocho hombres tomaron posiciones en las afueras, mientras otros cuatro se adentraban en el pequeño caserío. Pero de repente se escucharon dos chasquidos secos, y uno de los soldados se desplomó: uno de los lugareños, pretendiendo conseguir la gran recompensa ofrecida por los alemanes, le había disparado con una escopeta.
O’Flaherty vio con horror como un comando vaciaba su Thompson contra la casucha, mientras otro lanzaba una bomba de mano por la ventana. No hubo más disparos, pero el estampido de la explosión de la granada acabó con cualquier disimulo.
El teniente corrió para comprobar el estado del herido, y vio que las heridas no le permitirían andar. Ordenó arrastrarlo hasta las afueras y que se le proporcionase munición, para que al menos pudiese defenderse de los árabes. Luego les dijo al resto de los hombres que lo siguiesen y, a pesar de la sed y la fatiga, corrió en dirección sur, intentando alejarse lo más posible de la aldea. Al poco oyeron un tiroteo que acabó con varias explosiones, y el teniente supuso que el herido ya no sufriría más. Durante dos horas marcharon a oscuras, tropezando y cayendo, mientras oían a sus espaldas como los perseguidores quedaban atrás.
Al descender de un cerro llegaron a unos campos abiertos por los que la marcha era más fácil. Entonces vieron los faros de un coche que pasó de largo: habían llegado a la carretera entre Ascalón y Hebrón. En ese punto hubiesen debido dirigirse hacia la costa, pero al teniente le pareció que los perseguidores estaban demasiado cerca. Para distanciarse decidió seguir una hora más hacia el sur.
Aprovechando la oscuridad inspeccionaron la carretera, una estrecha pista de grava, que no parecía vigilada, pero que estaba rodeada de trigales recién segados que no ofrecían protección. Los comandos se arrastraron hasta el borde de los campos y los cruzaron con el mayor sigilo. Se arrastraron por la pista, pero encontraron al otro lado un barranco seco. Saltaron al cauce y treparon por el otro margen. Ya pocos metros les separaban del otro lado, cuando oyeron el ruido sordo que producía una bengala al ser disparada.
La mayoría de los comandos se quedaron petrificados: bajo la vacilante luz de la bengala una figura inmóvil se confundía con el terreno. Pero uno de los soldados, tan fatigado y deshidratado que no pensaba con claridad, se echó cuerpo a tierra. Entonces una ametralladora ladró, y varios de los comandos cayeron.
El teniente notó un golpe en el costado pero no notó ningún dolor. Se echó al suelo y con sus últimas energías se arrastró hacia los cerros y empezó a ascender. Mientras otras bengalas iluminaban el barranco y la ametralladora seguía disparando. Algunos ingleses devolvieron el fuego sin conseguir acallar al arma automática. O’Flaherty se encontró con tres de sus soldados.
—Teniente, está herido.
O’Flaherty se llevó la mano al costado y notó algo húmedo—. No es nada. Sigamos.
Pero al intentar levantarse notó todo el costado entumecido y se derrumbó.
—No voy a poder continuar. Dejadme la ametralladora, que yo os cubriré.
Una nueva bengala se elevó, descubriendo a dos comandos más que intentaban llegar al cerro. Las armas tabletearon y los dos cayeron.
—No vendrá nadie más. Iros.
—No le vamos a dejar , mi teniente.
A pesar de las protestas de O’Flaherty, uno de los comandos empezó a escarbar con las manos y la culata de su subfusil hasta conseguir excavar un pequeño hueco, al que arrastró al oficial.
—Ahí estará más proteg… —sonó una ráfaga y el soldado cayó.
El teniente se volvió y disparó a su vez contra la oscuridad, oyendo un grito.
—Largaos inmediatamente. Es una orden.
Los dos comandos supervivientes escaparon. El teniente esperó, pero nadie más intentó acercarse por la noche. Poco después empezó a clarear. O’Flaherty vio los cuerpos de sus hombres extendidos por el campo, y una hilera de soldados que se acercaba. Pero cuando estaban a punto de llegar al lugar de la emboscada sonó una ráfaga de subfusil y dos de los enemigos cayeron: algún comando se había refugiado en el barranco seco.
A la luz del amanecer el teniente vio que los enemigos llevaban uniformes italianos, y que estaban trajinando en algo. Poco después empezaron a caer las bombas de mortero. El comando del barranco estaba bien protegido, pero el teniente no tanto, y pronto notó un dolor abrasador en la pierna cuando un fragmento de metralla se la atravesó. Pero reprimió el dolor para no descubrirse.
Las bombas siguieron cayendo, y los italianos volvieron al ataque, corriendo a trechos mientras el resto hacía fuego de cobertura. Desde el barranco el soldado respondía al fuego intermitentemente, pero los atacantes se acercaban cada vez más. O’Flaherty pensó que era su momento: se incorporó y empezó a descargar su Bren. Un italiano cayó, pero el resto se dispersaron. Siguieron acercándose al barranco, y finalmente cayó en él una lluvia de bombas de mano.
El mortero, mientras, comenzó a disparar otra vez contra el cerro. El teniente se resguardó cuanto pudo hasta ver que los soldados los italianos se acercaban a su posición. Entonces se incorporó para disparar, justo cuando una bomba estalló a menos de dos metros.
Hasta el final
25 de Julio de 1941. Madrugada
Un hombre puede aceptar intelectualmente que ha llegado a su fin, y considerar que su sacrificio es necesario en bien de su patria. Pero las células de su cuerpo, sus neuronas, sus genes, no aceptan la inmolación, y se rebelan con todas sus fuerzas contra la extinción definitiva.
El teniente O’Flaherty estaba viviendo ese momento. Apostado detrás de una roca, sentía que el alma se le escapaba por la herida en el abdomen. Pero se aferraba a su ametralladora Bren, intentando comprar con su vida unos minutos de tiempo para sus hombres.
Cuando al atardecer se retiraron los aviones, la patrulla de comandos se puso en pie para seguir escapando, pero entonces un reflejo delató que en lo alto de un cerro próximo alguien vigilaba con prismáticos. Tuvieron que permanecer a cubierto y no pudieron emprender la marcha hasta que fue noche cerrada. En oscuridad casi absoluta los comandos tuvieron que encontrar su ruta mediante la brújula, ya que la mísera franja de luna creciente no llegaba a iluminar los barrancos y las montañas de Judea. Con tan escasa luz era imposible encontrar caminos, y tuvieron que seguir arrastrándose hacia el sur, procurando no tropezar ni hacer ruidos delatores.
Dos horas después los hombres, que llevaban tres noches seguidas de marcha, estaban agotados. Habían acabado las reservas de agua y el teniente comprendió que si no encontraban nada para beber estaban perdidos. Pero en verano no había arroyos en Palestina, y solo se podía encontrar agua en los pozos de los pueblos.
Los comandos descendieron a un barranco y subieron por la ladera opuesta, donde se hallaba un poblado que según el mapa se llamaba Um Burj. Ocho hombres tomaron posiciones en las afueras, mientras otros cuatro se adentraban en el pequeño caserío. Pero de repente se escucharon dos chasquidos secos, y uno de los soldados se desplomó: uno de los lugareños, pretendiendo conseguir la gran recompensa ofrecida por los alemanes, le había disparado con una escopeta.
O’Flaherty vio con horror como un comando vaciaba su Thompson contra la casucha, mientras otro lanzaba una bomba de mano por la ventana. No hubo más disparos, pero el estampido de la explosión de la granada acabó con cualquier disimulo.
El teniente corrió para comprobar el estado del herido, y vio que las heridas no le permitirían andar. Ordenó arrastrarlo hasta las afueras y que se le proporcionase munición, para que al menos pudiese defenderse de los árabes. Luego les dijo al resto de los hombres que lo siguiesen y, a pesar de la sed y la fatiga, corrió en dirección sur, intentando alejarse lo más posible de la aldea. Al poco oyeron un tiroteo que acabó con varias explosiones, y el teniente supuso que el herido ya no sufriría más. Durante dos horas marcharon a oscuras, tropezando y cayendo, mientras oían a sus espaldas como los perseguidores quedaban atrás.
Al descender de un cerro llegaron a unos campos abiertos por los que la marcha era más fácil. Entonces vieron los faros de un coche que pasó de largo: habían llegado a la carretera entre Ascalón y Hebrón. En ese punto hubiesen debido dirigirse hacia la costa, pero al teniente le pareció que los perseguidores estaban demasiado cerca. Para distanciarse decidió seguir una hora más hacia el sur.
Aprovechando la oscuridad inspeccionaron la carretera, una estrecha pista de grava, que no parecía vigilada, pero que estaba rodeada de trigales recién segados que no ofrecían protección. Los comandos se arrastraron hasta el borde de los campos y los cruzaron con el mayor sigilo. Se arrastraron por la pista, pero encontraron al otro lado un barranco seco. Saltaron al cauce y treparon por el otro margen. Ya pocos metros les separaban del otro lado, cuando oyeron el ruido sordo que producía una bengala al ser disparada.
La mayoría de los comandos se quedaron petrificados: bajo la vacilante luz de la bengala una figura inmóvil se confundía con el terreno. Pero uno de los soldados, tan fatigado y deshidratado que no pensaba con claridad, se echó cuerpo a tierra. Entonces una ametralladora ladró, y varios de los comandos cayeron.
El teniente notó un golpe en el costado pero no notó ningún dolor. Se echó al suelo y con sus últimas energías se arrastró hacia los cerros y empezó a ascender. Mientras otras bengalas iluminaban el barranco y la ametralladora seguía disparando. Algunos ingleses devolvieron el fuego sin conseguir acallar al arma automática. O’Flaherty se encontró con tres de sus soldados.
—Teniente, está herido.
O’Flaherty se llevó la mano al costado y notó algo húmedo—. No es nada. Sigamos.
Pero al intentar levantarse notó todo el costado entumecido y se derrumbó.
—No voy a poder continuar. Dejadme la ametralladora, que yo os cubriré.
Una nueva bengala se elevó, descubriendo a dos comandos más que intentaban llegar al cerro. Las armas tabletearon y los dos cayeron.
—No vendrá nadie más. Iros.
—No le vamos a dejar , mi teniente.
A pesar de las protestas de O’Flaherty, uno de los comandos empezó a escarbar con las manos y la culata de su subfusil hasta conseguir excavar un pequeño hueco, al que arrastró al oficial.
—Ahí estará más proteg… —sonó una ráfaga y el soldado cayó.
El teniente se volvió y disparó a su vez contra la oscuridad, oyendo un grito.
—Largaos inmediatamente. Es una orden.
Los dos comandos supervivientes escaparon. El teniente esperó, pero nadie más intentó acercarse por la noche. Poco después empezó a clarear. O’Flaherty vio los cuerpos de sus hombres extendidos por el campo, y una hilera de soldados que se acercaba. Pero cuando estaban a punto de llegar al lugar de la emboscada sonó una ráfaga de subfusil y dos de los enemigos cayeron: algún comando se había refugiado en el barranco seco.
A la luz del amanecer el teniente vio que los enemigos llevaban uniformes italianos, y que estaban trajinando en algo. Poco después empezaron a caer las bombas de mortero. El comando del barranco estaba bien protegido, pero el teniente no tanto, y pronto notó un dolor abrasador en la pierna cuando un fragmento de metralla se la atravesó. Pero reprimió el dolor para no descubrirse.
Las bombas siguieron cayendo, y los italianos volvieron al ataque, corriendo a trechos mientras el resto hacía fuego de cobertura. Desde el barranco el soldado respondía al fuego intermitentemente, pero los atacantes se acercaban cada vez más. O’Flaherty pensó que era su momento: se incorporó y empezó a descargar su Bren. Un italiano cayó, pero el resto se dispersaron. Siguieron acercándose al barranco, y finalmente cayó en él una lluvia de bombas de mano.
El mortero, mientras, comenzó a disparar otra vez contra el cerro. El teniente se resguardó cuanto pudo hasta ver que los soldados los italianos se acercaban a su posición. Entonces se incorporó para disparar, justo cuando una bomba estalló a menos de dos metros.
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