Crisis. El Visitante, tercera parte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Toland, John. Op. cit.
Más que los bombardeos, lo que afligió a los londinenses durante esos días fue la carestía. La actividad de los submarinos alemanes, los bombardeos de puertos y de las vías de comunicación estaban dificultando la llegada de suministros y su distribución. Ethel Borrington, una vecina del East End, lo relata.
«Tuvimos que irnos a vivir con los primos de Creengate cuando una mina (sic) destruyó nuestra casa de la calle Blai. Los primos tenían en el comedor una vieja radio con la que escuchábamos los partes de guerra y los discursos del Primer Ministro. Estaban muy inspirados pero no nos aliviaron como otras veces, porque esas navidades experimentamos el hambre. Era como tener una serpiente retorciéndose en las entrañas. Nunca la olvidas, siempre notas el estómago atenazado, y cualquier tarea, hasta la más liviana, resulta extenuante. La radio anunciaba que aunque el racionamiento era más estricto la ración diaria era suficiente para mantener la salud y una vida activa; viendo cómo me colgaban los vestidos yo me permitía dudar de las palabras del señor ministro. La ración sería suficiente, pero había que encontrarla; todos los días hacía fila en la tienda pero demasiadas veces volvía con unas pocas patatas medio podridas o con un paquete de esa masa gomosa que llamaban pan nacional. Se suponía que el racionamiento de carne no había cambiado aunque se podía sustituir por vísceras o salchichas; las pocas veces que las conseguí mi padre refunfuñó diciendo que antes de la guerra no hubiésemos dado ni al perro esa bazofia mezcla de salvado, tendones y sebo. Los enfermos tenían derecho a un cupo mayor y a lujos como la leche en polvo o el tocino, pero esos manjares tal vez los hubiese en las tiendas de los señoritos de Chelsea, pero en el East End lo único de color blanco era la ceniza. Se podía complementar la dieta en restaurantes, que en el Mall seguían abiertos para los prebostes, pero en el barrio había casi tantos restaurantes como billetes de tres libras.
Hasta entonces había podido matar el hambre en la cantina de la fábrica, pero en noviembre habían cerrado la factoría por los cortes de electricidad y después un bombardeo la arrasó. Ya solo quedaban las cantinas móviles, pero en enero limitaron las comidas a un plato de sopa con algunas verduras flotando. En casa comíamos patatas, nabos y coles. Acabé odiándolas de tal manera que treinta años después basta el olor de la col para hacerme sentir náuseas. Las complementábamos con gachas de centeno y habas, delicias que mi estómago apenas toleraba. Con suerte se encontraba algo de pescado lleno de espinas, pero en febrero también empezó a escasear. No faltaba el té, pero me parece que esas briznas que hervíamos procedían de las cunetas y no de Ceilán. En los periódicos había recetas para convertir esos condumios en platos de alta cocina, pero olvidaban decir cómo hacerlo sin carbón. Para ahorrarlo había que cocer juntos los pocos alimentos que entraban en la despensa. Parecía mentira viviendo en un país en el que el carbón era lo único que sobraba, pero en noviembre bajaron el cupo a la mitad y en enero a la tercera parte. Una vecina tenía un primo destinado en las minas que le contaba que las montañas de hulla que sacaban se quedaban en la bocamina, esperando a que llegasen trenes para distribuirlas. Nosotros pasábamos todo el día pensando en la comida y tiritando junto a la cocina; recuerdo ese invierno como uno de los peores, alternando los días de lluvia y aguanieve con otros de viento helador. Me salieron sabañones en los pies porque se me rompieron los zapatos y solo conseguí unas suelas de cartón.
El primer ministro seguía hablando en sus discursos de cómo los heroicos ingleses habían resistido durante años las asechanzas de Napoleón y que al final acabamos con él en Waterloo; para una nación que había aguantado veinte años de asedio del corso ¿qué eran unos meses? Mi padre era un laborista que no olvidaba que Churchill quiso enviar el ejército contra los huelguistas, y cada vez que escuchaba su voz empezaba a gritar que ese aristócrata vivía como un marajá, que hablaba de sacrificio mientras tomaba baños de agua caliente en su mansión y disfrutaba de licores selectos que un trabajador jamás podría pagar. Churchill siempre iba pidiendo un esfuerzo más hasta que llegase Roosevelt y nos sacase del apuro; pero los yanquis no venían y las noticias eran cada vez peores por culpa de esos traidores irlandeses que querían vengarse de ofensas imaginarias».
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Impresionante relato me tiene atrapado. Espero con ansias tus próximos posteos.
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Muchas gracias.
Saludos
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Mar y monotonía. Mar de fondo con olas montañosas pero que seguía vacío de buques. Aburrimiento porque ni siquiera los cruceros ingleses se dejaban ver. Solo veíamos a los norteamericanos —ahora solo nos vigilaba uno feísimo del tipo Omaha—, de vez en cuando se dejaban ver los sempiternos Halifax, Sunderland y Catalina, amén de un par de barcos neutrales que dejamos seguir tras reconocerlos. Los Condor nos advirtieron en un par de ocasiones de la posible cercanía de sumergibles enemigos, y como medida de precaución la flota cambió de aguas, aunque siempre manteniéndose en medio de las líneas transatlánticas.
No solo nosotros nos aburríamos. El capitán Topp nos informó que además de la combinada había una docena de cruceros auxiliares y decenas de submarinos, la mayor parte alemanes pero también había algunos italianos, franceses y españoles, que se habían incorporado al bloqueo de las islas británicas. Los valientes submarinistas ansiaban desventrar los mercantes enemigos con sus torpedos, pero los convoyes no se dejaban ver. Los aviones solo encontraban algunos mercantes navegando en solitario contra los que dirigían los sumergibles. La mayoría eran neutrales, sobre todo norteamericanos con destino a Irlanda, Suecia o la Unión Soviética. Indicio del cambio de actitud de los yanquis era que habían aceptado la declaración de zona de guerra y se dejaban inspeccionar. Alguno no lo hizo; en esos casos lo dejábamos seguir, pero vigilado de cerca mientras se averiguaba la identidad real del barco; alguno resultó ser un forzador del bloqueo que acabó capturado o en el fondo.
Era ya el noveno día del bloqueo cuando la flota volvió a tener ac-ción: un submarino informó que un mercante se había defendido a cañonazos. Era un barco rápido que resultaría difícil interceptar para los sumergibles, pero no para nuestros buques. A las treinta y seis horas dá-bamos alcance al Empire Star, que al ver nuestros cañones arrió la bandera. Como llevaba una valiosa carga de carne congelada lo marinamos con una dotación de presa y el almirante Bourragué lo escoltó hasta que estuvo lejos del alcance del enemigo. Cuatro días después entró en Vigo entre el alborozo de los españoles.
Ese mismo día detuvimos un segundo «Empire», el Empire Drayton, que navegaba desde Halifax hacia Glasgow cargado de explosivos. Llevando semejante carga sus tripulantes izaron una sábana a modo de bandera blanca en cuanto nos vieron. Fue una lástima tener que hundirlo, pero Ciliax acababa de recibir un aviso urgente y no podíamos dejar que el Drayton hiciese de rémora. Abandonamos el carguero tras colocar cargas explosivas, algunas activadas por trampas y otras con temporizadores. Con un poco de suerte alcanzarían a algún crucero enemigo que quisiese recapturar al desventurado barco. Horas después vimos un enorme fogonazo, pero luego supimos que la trampa no había funcionado y que los británicos, sabiendo lo que llevaba el mercante, no quisieron arriesgarse y se mantuvieron a distancia hasta que el Drayton estalló.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Toland, John. Op. cit.
El malestar no solo se extendía entre los civiles británicos. También en las fuerzas armadas se pensaba que la resistencia ya no tenía ningún sentido y que había que buscar una salida honrosa al conflicto. Además el estado mayor temía las cada vez más fantasiosas ilusiones de Churchill. El capitán Philip Bland, ayudante del general Deverett, nos lo cuenta:
«La prensa podría decir que el Imperio mantenía su fuerza, pero en el Estado Mayor Imperial sabíamos que era palabrería. Llevábamos un año perdiendo un ejército tras otro, y los mejores hombres de Inglaterra estaban bajo tierra o tras las alambradas alemanas. Como apenas quedaban jóvenes habíamos tenido que rehacer el ejército enrolando a niños que tendrían que estar en el colegio y no empuñando fusiles, y con reservistas añosos que hubo que separar de sus familias. Al menos los bombardeos alemanes nos habían hecho un favor porque con tanta industria parada se pudo reclutar a bastantes trabajadores especializados. Estábamos tan mal que fueron bienvenidas las pérdidas de la marina porque nos proporcionaron hombres; no tendrían ni idea de por donde se cogía un fusil, pero al menos sabían gritar fuerte y ayudaban a dar cierta impresión de orden. Aunque lo desastroso había sido perder tantos cuadros. Soldados pueden encontrarse, y los oficiales reemplazarse, pero nos habíamos quedado sin suboficiales veteranos, el esqueleto del ejército.
No solo faltaban hombres. También se habían perdido armas. Contábamos con la ayuda norteamericana pero la industria estadounidense seguía trabajando con el ritmo de tiempos de paz, y tenían que ser las fábricas británicas las que solucionasen las necesidades más apremiantes. Eran tan acuciantes que las pocas fábricas que seguían trabajando no podían detenerse ni un momento, ni siquiera para cambiar el color de la pintura. Todos sabíamos que el cañón de dos libras apenas servía para arañar la chapa de los panzer, y que con ese cañoncito los tanques Crusader o Valentine eran poco más que blancos con cadenas; pero no podíamos permitirnos las semanas de retraso que conllevaría el cambio al de seis libras.
Entre el reclutamiento masivo, las entregas norteamericanas y las armas rescatadas de los almacenes (menos mal que se conservaron tantos fusiles y cañones de la Gran Guerra) se habían podido reconstituir unidades, aunque su aspecto más o menos marcial no nos engañaba. Sabíamos que esas divisiones estaban tan verdes que solo servirían para resistir en las fortificaciones y si trataban de maniobrar se desharían.
Con fuerzas de tan mala calidad la principal preocupación de Big D (el general Deverett; N. del A.) ya no eran las campañas en países lejanos sino la defensa de las costas. Hasta ahora habíamos confiado en la marina. Si los alemanes desembarcaban el ejército solo tendría que resistir las pocas horas que necesitarían nuestros acorazados para aniquilar a la flota enemiga. Pero tras la catástrofe de Mogador la Royal Navy estaba pasando su peor momento en siglos y apenas podía defender los vitales convoyes del Atlántico. Cualquier duda se despejó con la incursión alemana en la bahía de Lyme, cuando bastaron los aviones y los submarinos enemigos para rechazar a la Home Fleet. Por primera vez en siglos, si aparecía una flota ante las playas sería enemiga. Algo impensable para nuestros padres, que habían conocido una Royal Navy que cubría los mares. Cuando los jerrys desembarcasen el ejército iba a estar solo.
Si Inglaterra ya no podía resguardarse en los muros de madera tendría que hacerlo en las costas. Hasta ahora nos habíamos limitado a fortificar las playas, pero la potencia de la aviación enemiga hacía dudoso que los pill box pudiesen resistir. Tampoco podíamos olvidar que la aviación había cambiado las reglas del juego y los paracaidistas podrían aterrizar la retaguardia de nuestras tropas. Había sido necesario cambiar por concepto el sistema defensivo. Se seguía fortificando las playas, pero ya no se contaba con poder detener al enemigo en ellas. Big D había planificado un sistema en profundidad con una zona de defensa de varios kilómetros. No era tarea sencilla. Aunque se necesitaban miles de blocaos y de obstrucciones, faltaban máquinas y cemento. En demasiados sitios hubo que construir las posiciones con bloques de piedra a sabiendas que se desharían con las bombas. No había suficiente alambre de espino y hubo que sustituirlo con empalizadas o caballos de Frisia propios de otras épocas. Esas obstrucciones de poco servían sin armas que las defendiesen y sin minas. Big D había pedido cinco millones de minas, pero solo habíamos recibido seiscientas mil. Al menos teníamos suficientes trabajadores, pero demasiados eran obreros industriales y oficinistas que en su vida habían manejado una pala y que llegaban de pésimo humor pues se les alejaba de sus familias y porque los salarios que recibían no les daban ni para comer. Establecimos cantinas para ellos y para sus allegados, aunque significase que demasiadas mujeres e incluso algunos niños viviesen en áreas expuestas a los bombardeos.
La «zona de defensa» incluía además de las playas una franja de entre cinco y quince kilómetros de profundidad. En las praderas se colocaron obstrucciones para impedir el previsible asalto paracaidista, plantando palos aguzados y lanzas que fabricaban los herreros locales. Los caminos que pudieran servir al enemigo se cortaron, y las zonas llanas se inundaron para crear marismas. También se previó que el enemigo intentase dificultar nuestros movimientos bombardeando los puentes, y se prepararon vados rompiendo los taludes de los márgenes de los ríos y llenando los fondos con piedras. Los campesinos protestaron diciendo que al represarse los ríos se inundaban sus campos, pero el día que las bombas empezasen a caer sería la única manera de cruzar las corrientes. Los caminos se cubrían de ramas para ocultarlos de los aviones, y en las zonas de reunión se excavaban refugios. Más allá de la zona de defensa se construían emplazamientos para la artillería, observatorios y más caminos cubiertos
Esos trabajos eran cada vez más difíciles. La aviación enemiga atacaba a las obras y a los trabajadores, y los huecos en la red de radares hacían que muchas veces el primer aviso fuese el tableteo de las ametralladoras. Causaron bastantes víctimas y a pesar de que se cavaban trincheras y se disponían vigías, en las zonas más amenazadas solo se podía trabajar de noche o con mal tiempo. Pero la oscuridad tampoco era salvaguardia, pues la costa estaba llena de esas diabólicas minas que lanzaban los alemanes. Algunas se quedaban colgando de las ramas, prestas a estallar con cualquier roce, y otras se enterraban en los arenales. Cualquier incauto que se moviese por las playas podía perder un pie. Hubo que improvisar sistemas antiminas con rodillos empujados por caballerías protegidas con manteletes de madera; entre caballos de Frisia y manteletes parecía que volvíamos a los tiempos de Robin Hood.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Aunque se derrochaban esfuerzos para que las playas fuesen inexpugnables, los obreros que veían pasar sobre ellos las oleadas de bombarderos eran los primeros en pensar que trabajaban en balde. En el Estado Mayor aun teníamos más dudas pues sabíamos que el interior de Inglaterra estaba casi desprotegido. Para contener cualquier ofensiva no solo se necesitan fortificaciones sino una fuerza de reserva que contraataque y destruya al invasor, pero esa fuerza había sido aniquilada en Francia, Palestina, en Mesopotamia y en Portugal. Big D atesoraba como oro en paño un cuerpo de ejército mecanizado, pero tampoco merecía demasiada confianza. Habíamos perdido nuestros últimos tanquistas en la península Ibérica, y aunque de Estados Unidos habían llegado algunos centenares de tanques Stuart y Grant, los tripulaban bisoños que apenas sabían manejar máquinas sin averiarlas. La única unidad veterana era la división polaca pero solo tenía medio centenar de Valentines y algunos Crusader. Nadie quería pensar en lo que ocurriría si los alemanes volvían a sacarse un as de la manga como los cañones sin retroceso que diezmaron a los tanquistas en Portugal. Nos temíamos lo peor, sobre todo cuando nos enteramos que estaban trabajando en unos planeadores capaces de llevar tanques. Aparte de ese cuerpo no quedaba nada más, salvo los añosos aficionados de la Home Guard que bastante tendrían con hacerse matar.
Por su fuese poco Big D tenía que aguantar las locuras de CH. Un día pensaba que la isla de Wight era indefendible y exigía que se preparase la evacuación, y al siguiente decidía defender hasta la última pulgada de tierra británica y que había que llevar a la isla una división de refuerzo. A la tarde siguiente amanecía con el proyecto de un contraataque en Kenia o preguntaba por las fortificaciones de Afganistán. Además CH seguía soñando con sus comandos, que según él mantenían en vilo al enemigo. En enero realizaron una incursión exitosa en las Lofoten, pero durante el regreso fue torpedeado el destructor Hurricane. A la semana siguiente se perdió el submarino Tigris cuando llevaba a otro comando a Brest. El Almirantazgo protestó y en lo sucesivo los comandos saltaron en paracaídas o desembarcaron de lanchas y pesqueros. Ya no se perdieron más buques de importancia, pero sí hombres valiosísimos que mejor hubiesen estado dando consistencia a las divisiones territoriales. Tras una tormentosa reunión Big D consiguió que a partir de entonces ya no se reclutasen más comandos ni se cubriesen las bajas.
Malas eran las fantasiosas ideas sobre Guinea o las Maldivas, pero lo de Irlanda fue más serio. Big D intentaba disuadir a CH diciendo que atacando a los irlandeses haríamos el juego al enemigo, y que por mucho que nos molestase lo del astillero de Belfast o el asalto a la delegación en Dublín no eran sino picotazos que podíamos aguantar sin despeinarnos. Pero la cuestión irlandesa sacaba a CH de sus cabales ya que la carrera política de su padre se había basado en la baza irlandesa. Importunaba continuamente a Big D exigiendo que enviase más tropas al Úlster, hasta que un mal día le ordenó que preparase la invasión y la bronca fue épica. CH y Big D discutieron a grandes voces y al final el general dejó la reunión con un portazo, gritando que si quería cavar la tumba del Imperio que buscase a otro. CH había destituido a tanta gente que esta vez se lo pensó dos veces y reculó, aunque a cambio Big D tuvo que enviar la división polaca al Úlster para dar confianza a los leales y amedrentar a los católicos. Aunque no creo que a los soldados de Polonia les agradase tal misión, pues eran papistas hasta la médula; pero Big D la seleccionó por creer que si enviaba una división inglesa acabarían por producirse choques que nos llevarían a la guerra con Irlanda.
Aunque lo principal era el riesgo de invasión, a Big D también le preocupaba la situación en África y Asia. El frente de Kenia se mantenía con alfileres y no nos salvaban las pocas tropas que había en la colonia sino los desiertos, los pantanos del Sudd, y que los italianos estaban tan lejos de sus bases que se conformaron con recuperar Kismayo. En el Sáhara el enemigo también presionaba y ya había conseguido arrebatarnos primero el oasis de Kufra en Libia y después el norte de Chad. Los franceses libres de Gabón estaban titubeando, y en Guinea Ecuatorial y en Mozambique se habían producido incidentes con guerrilleros fascistas. Esas escaramuzas no hubiesen tenido mayor relevancia si no fuese porque retenían al ejército sudafricano. Es más, Smuts estaba tan empeñado en acabar con los salazaristas de Angola y Mozambique que Big D empezaba a sospechar de sus intenciones. Parecía que los sudafricanos querían hacerse con un imperio a costa de las colonias portuguesas.
Oriente era otro dolor de cabeza. Habíamos tenido que salir de Persia con el rabo entre las piernas, y también tuvimos que abandonar el golfo Pérsico cuando el rey saudí dio paso franco a los alemanes. No nos sorprendió porque Ibn Saud siempre nos había odiado; mal pagaba el cobijo que había recibido en Kuwait cuando le perseguían los otomanos. El reyezuelo intentó invadir Omán y no nos costó ningún esfuerzo detenerle, pero sería otra cuestión si a los alemanes se les antojaba atacarnos.
Lo que más preocupaba a Big D era la India, cada vez más amenazada. No es que temiésemos que llegasen masas de tanques. El Sah se había declarado neutral y su ejército no nos inquietaba. Además las distancias y los destrozos que habíamos hecho en los ferrocarriles iraníes iban a frenar a los alemanes durante algún tiempo. Pero tal vez no llegasen pánzer pero sí agentes. Como habíamos perdido nuestra aureola de invencibilidad muchos nativos estaban empezando a pensar que era su oportunidad, y los espías alemanes vertían promesas endulzadas en sus oídos. Las tribus de frontera noroeste siempre habían sido renuentes a someterse a la civilización y ahora la región echaba chispas, con los pastunes cada vez más inquietos y menudeando los incidentes armados. En teoría el ejército indio se bastaba para aplastar a esos bandoleros, pues sobre el papel seguía siendo una fuerza enorme, pero había perdido sus mejores unidades en Palestina y Mesopotamia. Quedaban muchas formaciones pero eran poco más que turbas armadas con sobrantes de la Gran Guerra. Según informes confidenciales entre las tropas nativas cundía el malestar. Hasta ahora habíamos mantenido el control mezclándolas con batallones europeos, pero ya no podíamos enviar ni a un hombre más. Hubo que suplirlos con australianos o neozelandeses, que fueron de mal grado pues pensaban que no se les había perdido nada allí cuando eran sus propias casas las que peligraban ante el expansionismo nipón.
Parecía que no podía ocurrir nada peor y fue entonces cuando los italianos desembarcaron en Socotora, una isla perdida del Índico. Big D pensaba que era un rincón indefendible y había insistido a CH para que le permitiese retirar las pocas tropas que quedaban. Pero CH tenía otras ideas y le dio por pensar que Socotora era la llave de la India. Cuando los alemanes llegaron a un pacto con el rey de Arabia e invadieron los enclaves del golfo Pérsico empezó a decir que el objetivo de Speer y sus compinches era acabar con el Raj, y que había que defender la India en Omán y en Socotora. Big D, que acababa de ganarle la mano a CH con el asunto irlandés, pensó que lo del Índico sería pan comido y tuvo la mala ocurrencia de decir que no había fuerzas disponibles. Fue un error. Al día siguiente CH le enseñó un estadillo del ejército hindú según el cual había veinte divisiones en armas. Era obvio que CH era de los que pensaba que una división existía con solo plasmarla sobre el papel. No importaba que las habían podido escapar de Irak estuviesen en cuadro, que otras estaban en formación, y que la moral de los voluntarios hindúes estuviese por los suelos. CH fue terminante, y lo más que consiguió Big D fue que solo se empleasen en Socotora y en Omán las unidades que pudiese transportar y abastecer la Royal Navy».
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El motivo por el que tuvimos que dejar atrás al Empire Drayton era que se había recibido una llamada apremiante del U-435.
Cuando se planificó el bloqueo se decidió que los submarinos ya no iban a atacar sin previo aviso sino que ejercerían su derecho de inspección. Había sido una decisión que conllevaba riesgos. Aunque nos evitaba problemas con los neutrales, e incluso permitió la captura de media docena de barcos con cierto valor, significaba que los sumergibles se exponían a los cañones de los mercantes y, sobre todo, a los «buques Q». Por los interrogatorios a los prisioneros sabíamos que los británicos habían resucitado esos barcos trampa de infame recuerdo. Tenían aspecto anodino pero estaban erizados de cañones y de cargas de profundidad, y sus bodegas iban llevas de bidones para resistir los torpedos. Cuando eran atacados parte de la dotación abandonaba el barco pero otros permanecían agazapados junto a los cañones escondidos con la intención de esperar a que el sumergible emergiese —bien para finiquitar su presa a cañonazos, ahorrando valiosos torpedos, bien para auxiliar a los náufragos— para entonces disparar por sorpresa. Si era preciso mantener el secreto del asunto se asesinaba a los submarinistas, como había hecho el criminal Baralong en 1915.
El U-435 estaba comunicando que iba a inspeccionar a un mercante sospechoso cuando el radiotelegrafista añadió en claro que estaban siendo atacados. El submarino ya no respondió a los mensajes y un Condor destacado a la zona descubrió un carguero que se alejaba. Se hallaba a menos de trescientas millas de nuestra posición y la combinada se dirigió hacia allí buscando venganza.
A la mañana siguiente divisamos un barco de inocente aspecto que enarbolaba las barras y estrellas. Al vernos detuvo sus máquinas para permitir que lo inspeccionásemos. Pero no nos creímos los colores que ondeaba, porque lo de emplear una bandera falsa era tradición británica y más lo de fingir rendirse; es curioso que los ingleses hablen tanto del «fair play» cuando luego actúan con tal perfidia que podrían dar lecciones a Maquiavelo. Ciliax se temió lo peor. Podría ser lo que parecía, un mercante neutral, pero también un barco trampa con lanzatorpedos y un capitán con intenciones de ganar la cruz Victoria. Los tres acorazados nos mantuvimos a respetable distancia y fue el crucero Canarias de la división de Regalado el que se acercó para la inspección. Los españoles también tenían experiencia de las insidias inglesas y el español se acercó por la proa del mercante, donde era improbable que llevase lanzatorpedos, mientras le apuntaba en todo momento con las torres proeles. Aun estaba a tres mil metros cuando el inglés —porque luego supimos que se trataba del buque Q City of Durban, que llevaba el nombre falso de Brutus— debió perder los nervios. Dio vapor a los cilindros e intentó virar para descubrir su artillería y sus tubos. Vano intento. El barco español no había ganado su fama en balde y al primer movimiento sospechoso le propinó una andanada de veinte centímetros que lo dejó a punto de hundimiento. Los tripulantes del mercante abandonaron el barco; clásica añagaza para que nos acercásemos, pero el Canarias no se dejó engañar. Viró para esquivar posibles torpedos y luego siguió disparando. El Trieste se unió al concierto y diez minutos después los restos del barco inglés desaparecían bajo las aguas. Solo entonces se acercó el Canarias. Un bote recogió a cuatro supervivientes que relataron como el día anterior habían engañado al U-435 para que se acercase y lo habían ultimado con un torpedo. Uno de los marineros pensó que salvaría el pellejo si colaboraba y contó que el capitán había ordenado ametrallar a los supervivientes para no dejar testigos. Regalado era más humanitario que esos salvajes y en vez de tirarlos al mar les aplicó unos buenos grilletes. Cuando volvimos a Vigo nos entregó a los criminales —pues las víctimas habían sido alemanas— y días después comparecieron ante un consejo de guerra que les condenó a la pena que merecen los asesinos.
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Toland, John. Op. cit.
Socotora era una isla semidesértica que hasta entonces no había merecido más que un administrador y un puñado de policías, pero los azares de la guerra le dieron un protagonismo inesperado. Churchill quería defenderla, pero la Royal Navy daba prioridad a otros frentes, como nos cuenta el teniente Weale, que formaba el estado mayor del almirante Fraser.
«Nadie que supiese cual era la situación podía permanecer optimista. F (el almirante Fraser; N. del A.) acababa de ser designado para suceder a Sir Dudley Pound cuando se produjeron los bombardeos de Escocia. Los jerries emplearon allí un nuevo tipo de bomba que causó daños demoledores en los buques de batalla que nos quedaban. Nos habíamos quedado sin portaaviones, pues el viejo Furious podía darse por perdido y el Formidable estaba para el arrastre. Aunque era un buque nuevo, había sido averiado tantas veces que su quilla se había deformado. Tal vez pudiera repararse, pero las obras llevarían muchos meses, y era dudoso que volviese a operar con la flota. Quedaban tres mercantes convertidos de los que dos habían escapado incólumes, pero eran unidades de origen civil que apenas superaban los quince nudos y que difícilmente podrían sustituir al Formidable y al Furious. También estábamos transformando un buen número de cargueros y petroleros añadiéndoles cubiertas de vuelo, aunque eran barcos tan lentos y llevaban tan pocos aviones que servían para proteger convoyes pero no para operar con la flota. No solo los portaaviones habían padecido. El acorazado Barham también había recibido un par de artefactos e iba a precisar un largo periodo de reparaciones.
Con el ataque a Faslane no acabó el desastroso Scott Blitz. Los astilleros quedaron arrasados y el acorazado Anson se hundió cuando estaba casi finalizado. Solo en Belfast se podía trabajar sin trabas y allí se trasladaron los barcos que urgía reparar, aunque los astilleros estaban sobrecargados y bastante tenían con trabajar en los barcos de escolta. Máxime cuando una de las primeras decisiones de F fue trasladar la Home Fleet al Úlster.
Aunque F no lo decía la Royal Navy estaba herida de muerte. La enorme flota que veinticinco años antes contaba con medio centenar de acorazados había quedado reducida a cuatro barcos de batalla y solo tres estaban en la metrópoli. Nuestras últimas esperanzas descansaban en esas tres antiguallas. La radio y la prensa hacían declaraciones altisonantes, pero en el Almirantazgo no podíamos dormir. Era tan negro el ambiente que F ordenó que se retirase de un comedor un cartel con una enorme línea de batalla de la Gran Guerra porque los viejos marinos lagrimeaban al verlo.
F se estaba esforzando en acelerar las obras de los barcos dañados o cercanos a la finalización. Tras los dos años y medio de guerra había tantos esperando ser reparados que de algunos tipos había más en el astillero que en servicio. Además, aunque los alemanes ya no estaban atacando nuestros buques de guerra, que en Belfast estaban seguros, seguían cebándose en los puertos y en las factorías escocesas. Casi cada noche dos o tres instalaciones sufrían bombardeos demoledores. Después, durante el día eran atacadas por aviones rápidos o que volaban a gran altura, que lanzaban pequeños artefactos que causaban pocos daños pero interrumpían los trabajos. Además había que limpiar las instalaciones de escombros y de la miríada de trampas explosivas que los jerries lanzaban en cada incursión, prestas a arrancar los pies a algún desgraciado. Asustaban tanto a los obreros que ni se acercaban hasta que no hubiesen pasado los artificieros. También sufrían repetidos bombardeos las plantas de producción de electricidad. Se había remediado instalando generadores, pero solo era solución para las mayores instalaciones. Los pequeños talleres que tanto contribuían al esfuerzo de guerra, apenas podían trabajar. Además la red de ferrocarriles era un caos al sur de las Midlands y a los astilleros les costaba recibir los materiales que necesitaban. F ordenó detener todas las obras salvo las de barcos de escolta o las de unidades que pudiesen volver al servicio en pocas semanas, y que en estas se evitasen las demoras innecesarias aun a costa de prescindir de informes escritos y de autorizaciones.
Nuestra única esperanza estaba al otro lado del Atlántico, pero Estados Unidos seguía sin entrar en guerra. Los americanos vivían en la inopia como si no supiesen que nosotros éramos su avanzada contra los ambiciosos de Berlín. Nos prometieron ayuda pero nos iban a ceder desechos que apenas valían para hojas de afeitar. Aun así era menos que nada y esos días nos conformábamos con cualquier cosa que flotase, pero a los estadounidenses les ofendió la actuación del CH en Irlanda y nos dieron un portazo en la cara. Aunque se decía que las cesiones iban a seguir pero de tapadillo, la desafortunada intervención del Premier nos iba a costar unas semanas clave.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
En el Índico se planteó otro problema. Hasta ahora habíamos tenido el apoyo de la escuadra neerlandesa pero muchos holandeses, empezando por su reina, tenían cuentas pendientes con el Imperio. Por lo visto Guillermina aun nos guardaba rencor por la anexión del Orange y de Transvaal medio siglo antes. Tampoco le había hecho mucha gracia que en 1940 la evacuasen a Londres a la fuerza cuando ella quería quedarse en Zelandia. Una vez en Inglaterra fue todo sonrisas pero en seguida se marchó a Canadá con la excusa de la seguridad de la familia real. En realidad la señora nos odiaba casi tanto como a los alemanes, y vivía con la oreja pegada a la radio, pendiente de lo que ocurría en Ámsterdam. Los jerrys la pusieron en un compromiso cuando ofrecieron Flandes a los holandeses. Teniendo que elegir entre convertirse en una nación ocupada o subirse al carro de los vencedores y encima recibir propina, demasiados neerlandeses empezaron a creer que estaban en el bando equivocado. La tal Guillermina debió pensar que o se movía o pasaba a ser una de tantas testas coronadas en el exilio, y aprovechó el primer pretexto para plantarse en Estados Unidos y desde allí escapar a Argentina. No teníamos pruebas pero debía haber contactado con agentes alemanes. Según Inteligencia aun no habían llegado a un acuerdo definitivo, pero algo había porque las Indias Orientales proclamaron su neutralidad y empezaron a vender materias primas a los nipones. La escuadra de Doorman dejó de apoyarnos y se retiró a Batavia.
CH quería acabar con esos traidores, pero F consiguió convencerle de que no era momento para buscar más enemigos. Sin embargo la defección holandesa fue el pretexto que CH necesitaba para negar a F el permiso para retirar el Royal Sovereign y el Hermes de la Eastern Fleet. Lo máximo que logró fue la autorización para trasladar a la metrópoli la flotilla de cruceros de Durban. En el Atlántico Sur solo iban a quedar algunos cruceros auxiliares, lo que en la práctica equivalía a renunciar al dominio de aquellas aguas. La medida tampoco debió sentar muy bien en Pretoria, pero el argumento de F era irrebatible ¿De qué servía triunfar en el confín del mudo si la metrópoli era derrotada? Por eso seguía diciendo que para controlar el Índico bastaría con australianos y neozelandeses, pero fue entonces cuando se invadieron Socotora y el Primer Ministro convocó a F a una reunión.
Justo antes un ayudante trajo una nota del general Deverett, que quería hablar con el almirante en privado. Se reunieron en el Rag y allí el general le contó el general la última locura de Churchill. Se le había metido en la mollera que Socotora era la llave de la India y quería enviar los refuerzos que había negado a Adén. F se horrorizó. Abastecer Socotora significaba meterse bajo las barbas de los bombarderos alemanes, y tras el desastre de Mogador ya sabíamos la facilidad con la que podían desplazar su potente fuerza aérea a cualquier rincón del mundo. Además esa isla era un escenario bastante complicado. El mar Rojo se había convertido en un canal enemigo por el que transportaban transportar tropas y suministros a su gusto, y el enemigo tenía aeródromos en Somalia, en Adén y estaba reparando el de la isla. Si la Eastern Fleet se acercaba se encontraría en un avispero. Al final el almirante y el general convinieron en que el ejército respondería que no había unidades disponibles y así que la marina no tendría que transportarlas. A lo sumo se enviarían refuerzos a Omán y al estrecho de Ormuz, pero lo mejor que se podía hacer con Socotora era evacuarla».
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Tras tantos días en alta mar los barcos se resentían y llegó el momento de volver a puerto. La combinada puso proa al sur para dirigirse a Vigo, la nueva base en el norte de España. En esa espléndida bahía los españoles tenían algunos astilleros que estaban ampliando para dar servicio a la flota, y se estaban concentrando todo tipo de embarcaciones auxiliares. Además Vigo era una ciudad de cierta importancia que ofrecía todas las diversiones que pudiera ansiar un marino; no hará falta dar más explicaciones.
En las tascas que proliferaban en el puerto nos encontramos con los compañeros de las marinas del Pacto. Los de los submarinos eran los más insufribles, siempre alardeando de su dedicación y de cómo estaban poniendo a Inglaterra de rodillas. Había que darles parte de razón, porque su servicio era de lo más peligroso, yendo encerrados en un tubo de acero y soportando los explosivos que los ingleses les echaban para aplastarlos. Aunque esos días no había muchos sumergibles en la ciudad, porque habían salido en masa para vigilar el Atlántico los pocos días que íbamos a pasar en el puerto.
Había que reconocer el valor de los tripulantes de los cruceros auxiliares españoles. La marina hispana hacía mucho tiempo que ya no dominaba los mares, pero había tenido cierta entidad hasta que llegó su guerra civil, en la que fueron hundidos tres de los cuatro barcos grandes que les quedaban. Sumado a las pérdidas que les habían hecho los ingleses la escuadra española había quedado reducida a la mínima expresión. Pero aunque los españoles no brillasen en previsión o en organización, nos daban ciento y raya en improvisación. En su guerra civil habían empleado todo tipo de embarcaciones para bloquear a los rojos, marinándolas con cualquiera que supiese de qué color era el mar y fuese políticamente confiable. Usaron mucho los «bous», que eran pesqueros grandes que hacían de cañoneros o de guardacostas; nada del otro jueves porque la Kriegsmarine también había alistado un montón. De mayor importancia fueron sus cruceros auxiliares, mercantes de todo tipo que habían artillado para enviarlos contra los republicanos. Tampoco era nuevo, que los cruceros auxiliares germanos ya se habían lucido en la Gran Guerra. Lo llamativo fue la decisión con la que los emplearon. Operaron incluso en el mar del Norte, en las mismas barbas de la todopoderosa Royal Navy. En el Mediterráneo llegaron a los estrechos turcos y por la costa africana hasta Guinea y más allá. Ahora habían hecho lo mismo. Obviamente no se acercaban a Inglaterra, pero hasta se metieron en el Caribe. Por casi cualquier lugar del mundo rondaban cruceros auxiliares enarbolando la rojigualda. También los había alemanes e incluso alguno italiano, pero nadie como los hispanos para improvisar y convertir cualquier tipo de cascajo en corsarios con los que depredar el tráfico mercante del enemigo. En aguas tan distantes corrían el peligro de encontrarse con algún crucero de la Royal Navy, y al principio de la guerra solo volvieron a puerto la mitad de los que salían. Pero no solo supusieron un serio trastorno para los británicos, sino que capturaron cargamentos de tremenda utilidad para la asediada España. Los barcos apresados también fueron muy útiles para el Pacto, y mientras el plan HS no estuvo a pleno rendimiento las capturas supusieron la principal fuente de nuevas unidades para la marina mercante.
Las derrotas de la Royal Navy permitieron que los cruceros auxiliares campasen a sus anchas. Seguía existiendo el riesgo de encontrarse con algún buque similar enemigo, ya que los británicos habían armado bastantes paquebotes y los empleaban para patrullar mares lejanos, pero era un duelo más equilibrado. Además era frecuente que los corsarios operasen conjuntamente con los submarinos. Cuando estos encontraban algún mercante aislado intentaban no hundirlo sino que lo apresaban para que luego un crucero auxiliar se hiciese cargo. A cambio muchas veces escoltaban a los cruceros auxiliares. En aguas más próximas a las costas españolas los que apoyaban a los corsarios eran los cruceros de la flota; esos días se hablaba en Vigo de un combate cerca de las Azores en el que los cruceros italianos Abruzzi y Garibaldi habían acabado con el paquebote británico Cardiff, vengando al corsario español Ciudad de Mahón al que el inglés había hundido el día anterior.
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Toland, John. Op. cit.
A pesar del acuerdo entre Fraser y Deverett el primer ministro Churchill consiguió imponer su criterio. El teniente Weasle sigue con su relato:
«Parecerá imposible conociendo al almirante, pero CH consiguió salirse con la suya. F fue a la reunión con la intención de conseguir la autorización para retirar al Royal Sovereign y al Hermes del Índico, pero solo logró que no se enviasen más refuerzos. CH le dijo que el desplante de Halifax (de la US Navy; N. del T.) había sido un gesto de R (Roosevelt; N. del A.) para calmar al Congreso, pero que un enviado suyo que había viajado a Londres le había prometido que la ayuda no se iba a detener. La Ley de Préstamo y Arriendo seguiría suspendida pero la marina norteamericana nos iba a vender las unidades que diese de baja. Como en las arcas del Imperio solo había telarañas las adquisiciones serían con créditos que se condonarían en cuanto fuese posible. F sabía que las promesas de un político no valen ni el tiempo que se pierde en escucharlas, y que esos créditos podían ser una pesada losa para Inglaterra en los años venideros, pero no había otras alternativas. Ya que no podía repetirse el numerito de Halifax las entregas se iban a hacer en St. George, en las Bermudas, un lugar bastante más discreto. F contó que R había prometido a CH que antes de una semana llegarían los acorazados New York y Texas, el portaaviones Ranger, el crucero Trenton y cuatro destructores. CH le dijo a F “ahí tiene los barcos que necesita” e incluso le sugirió que destinase alguno al Índico. Fue imposible convencerle de que esos barcos norteamericanos eran muy viejos y que llevaría tiempo reacondicionarlos y entrenar a sus dotaciones; CH respondió que siempre sería menos que lo que costaría al Royal Sovereign volver desde la India hasta Inglaterra. CH se quedó satisfecho pensando que le había ganado la mano a F y le ordenó que apoyase al ejército en Socotora.
Para esa operación el almirante Layton dispondría del acorazado Royal Sovereign, los portaaviones Hermes y Ardent, los cruceros pesados Canberra y Shropshire, otros seis ligeros y docena y media de destructores. CH también prometió conseguirle el apoyo de la flota neerlandesa; ojalá, pero F lo dudaba. El almirante, que no tenía pelos en la lengua, le dijo a CH que la operación era un dislate, que las fuerzas que tenía Layton serían insuficientes y que se necesitaban en casa. CH le contestó que perder Socotora sería perder la India, y que eso sería el fin del Imperio».
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La estancia en Vigo fue mucho más corta de lo que hubiésemos deseado, apenas lo justo para rellenar los depósitos y dar un corto repaso a algunos equipos. No podíamos demorarnos, pues los ingleses podrían intentar hacer pasar algunos convoyes apoyándolos con la flota. Al final solo lo hicieron cinco, tres desde Halifax —donde había decenas y decenas de mercantes a la espera— y dos de retorno desde Belfast. Uno de Belfast y otro de Halifax pudieron cruzar sin problemas, pero los otros tres sufrieron el acoso de submarinos y aviones para luego encontrarse con las minas que la Luftwaffe plantó ante ellos. En total perdieron cincuenta barcos: la travesía había costado a los ingleses la quinta parte de los enviados. Además el dogal se iba a estrechar aun más.
Tras apenas setenta y dos horas en Vigo la combinada volvió a hacerse a la mar. Los italianos volvieron a acompañarnos, pero esta vez se quedaron en la base el Bismarck, que tenía una avería en un generador, y el italiano Cesare, al que le fallaba un condensador. Al menos el tiempo era mejor; mala noticia para los británicos, ya que la bonanza significaba que aviones y submarinos podrían dar caza a los temerarios que intentasen salir al mar.
Junto con la combinada zarparon la división de cruceros de Regalado, la italiana de Da Zara—la antigua de Legnani— y la francesa de Bourragué. Lütjens seguía al sur de Islandia. Además otra división italiana al mando del contralmirante Leonardi y un grupo de escolta español acompañarían a ocho petroleros que se mantendrían al suroeste de Irlanda y que estarían encargados de suministrar el fuel que pudiera necesitar la flota. Además el Abruzzi y el Garibaldi se acercaban a toda máquina para unirse a los petroleros.
Toda la marina del Pacto había salido al Atlántico. Inglaterra iba a conocer el hambre.
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Toland, John. Op. cit.
Mientras tanto el reloj corría. El primer ministro Churchill seguía soñando con la India y mantenía en el Índico fuerzas navales de cierta entidad pensando en recuperar Socotora o incluso en contratacar en Mesopotamia. Pero el tiempo se estaba acabando, como nos cuenta el teniente Weasle:
«Lo aberrante de la campaña de Socotora era que se iban a destinar recursos para una isla en la que no se decidía nada. La Home Fleet necesitaba desesperadamente cualquier auxilio. Como decía F, el futuro de la India no dependía de una isla perdida, sino de las vitales rutas del Atlántico. El almirante temía que la destrucción del convoy HX-174 hubiese sido solo un aviso de lo que se preparaba. Lamentablemente, tenía razón.
Aunque la Royal Navy había sido herida gravemente en Mogador aun tenía fuelle. Quedaban cinco acorazados en servicio; eran anticuados pero poseían una artillería capaz de medirse con cualquiera. Además teníamos portaaviones, una baza de la que carecía el enemigo. Si se administraban bien Inglaterra aun tenía medios para resistir e incluso para derrotar a los alemanes. Desgraciadamente el almirante Pound, el antecesor de F en el cargo, había malgastado miserablemente sus barcos. Se dejó sorprender en Mogador, dejó que el Resolution y el Argus cayesen en la trampa que le tendieron los submarinos alemanes, y después perdió al Formidable y al Furious en el bombardeo de Faslane.
Los partidarios de Pound decían que esos ataques no podían preverse, pero no era cierto. F llevaba diciendo desde hacía tiempo que los puertos de Escocia no eran seguros y abogaba por poner a salvo a la Home Fleet en Belfast. Al menos Pound había ordenado evacuar Scapa Flow, que estaba tremendamente expuesta a un ataque desde Noruega, pero por desgracia Pound escogió Faslane. Tenía la ventaja de estar cerca de las industrias y los astilleros de Glasgow, y no corría el riesgo de ataques de comandos como el que hundió al Spartan. Pero si Belfast no era buena, Faslane era peor. Casi todas las noches Glasgow era bombardeada por la Luftwaffe, y tener la flota tan cerca era una tentación irresistible. Además F había avisado que el mar de Irlanda ya no era seguro tras la incursión italiana en Belfast; eso no impidió que Pound enviase al Resolution y al Argus casi sin escolta.
F era mucho más competente que Pound pero no podía reflotar los barcos hundidos. Solo nos quedaban tres acorazados viejos y dos portaaviones de escolta con capacidad muy reducida. El único portaaviones de flota disponible, el Hermes, estaba en el Índico persiguiendo fantasmas. El Victorious y el Formidable aun seguían a flote pero con averías tan graves que tardarían meses en reincorporarse, y eso que se había trasladado al Victorious a Nueva York, ya que nuestros astilleros no daban abasto. Hubo que anular las obras de los dos Implacable, cuyos cascos habían sufrido importantes daños en los bombardeos de Glasgow y del Tyne.
A pesar de la crisis que se estaba incubando en el Atlántico, Churchill seguía importunando con el Índico y con Irlanda. F le dijo que la única esperanza de Inglaterra estaba en que la US Navy nos cediese más buques de guerra, pero que el problema irlandés estaba poniendo al presidente R en mala situación ante el Congreso. Aun así el primer ministro siguió negándose a que volviese la Eastern Fleet mientras exigía que la marina apoyase el traslado de fuerzas adicionales al Úlster. Paradójicamente fueron los alemanes los que lo impidieron, ya que el minado de los puertos estaba creando tantas dificultades que hubo que restringir los movimientos a los imprescindibles. Parecía como si Alemania estuviese dedicando su industria de guerra a la fabricación de minas; las lanzaban en tal cantidad que estimábamos que su peso superaba al de las bombas que caían en los astilleros. Los alemanes estaban adquiriendo cada vez más experiencia con esos diabólicos artefactos. Además de las de contacto y las magnéticas, estaban empleando otras de tipo acústico y un nuevo tipo que detonaba por los cambios de presión que producían los barcos al pasar. Además se podían regular para que se activasen tras determinado número de pasos, o solo por barcos de cierto porte. Algunas se habían diseñado para hacer estragos entre los dragaminas.
La ofensiva no se reducía a las aguas costeras. La Luftwaffe estaba dedicando cada vez más aviones a la guerra naval. Habíamos tenido que renunciar a enviar convoyes por la costa Este a sabiendas que implicaba sobrecargar los ferrocarriles, que ya no daban abasto, pero el enemigo había desplegado por toda la costa escuadrillas de cazas pesados y de lanchas rápidas; no solo no podían pasar los convoyes, sino que resultaba muy peligroso intentar limpiar las minas. El Canal de Bristol también era vigilado por el enemigo, y los bimotores alemanes se aventuraban hasta Liverpool. El mar abierto tampoco era seguro. Había entrado en servicio una nueva versión del Condor con mayor radio de acción, equipada con radar y que podía lanzar torpedos de largo alcance. Esos aparatos operaban en medio del Atlántico, lejos de nuestros cazas, y para un convoy grande, lento y torpe era solo cuestión de tiempo ser detectado. Entonces los Condor lanzaban torpedos y después guiaban a los submarinos. Además las maniobras que antes permitían a un convoy eludir las líneas de vigilancia ya no servían contra aviones que podían recorrer doscientas millas en una hora. También habían cambiado las tácticas de los submarinos: ya no intentaban penetrar entre los escoltas, sino que iban a por ellos aprovechando su posición en el exterior del perímetro. Solo cuando la escolta había sido diezmada se producían los temibles ataques nocturnos. No acababa ahí la ordalía de los mercantes, porque cuando se aproximaban a nuestras costas sufrían a los aviones torpederos alemanes, que usaban cada vez más frecuentemente los letales torpedos que ya habían usado en Canarias. Se lanzaban casi como si fuesen bombas sin que los bombarderos tuviesen que arriesgarse demasiado. En los últimos meses la tasa de pérdidas en los viajes transatlánticos había llegado a un inaceptable 15%; significaba que en un trimestre nos quedaríamos sin la mitad de la flota mercante. En Estados Unidos se estaba incrementando la construcción naval, pero no llegaba al ritmo que necesitábamos. Incluso se pensó en abandonar el sistema de convoyes, pero de los barcos que intentaban cruzar independientemente apenas la mitad lo conseguían.
Por si fuese poco con los aviones y los submarinos, la flota del Pacto también se estaba preparando para caer sobre nosotros. Tenían dos divisiones de cruceros en Vigo, la nueva base del Pacto en España. El país de los Dons siempre había sido una amenaza para nuestras comunicaciones porque era imposible de bloquear, a diferencia de Francia o Alemania. Hasta ahora los cruceros de batalla de la Home Fleet habían impedido que los cruceros enemigos depredasen nuestros mercantes, pero los dos últimos habían volado en Mogador.
Gibraltar, aunque estuviese más lejos, era una amenaza todavía peor. Si buena había sido en nuestras manos mejor era para el enemigo. En la bahía de Algeciras cabían todas las flotas del mundo. Estaba cerca la base naval española de Cádiz con sus factorías. El Mediterráneo, en el que ya no quedaba ninguno de nuestros sumergibles, permitía la conexión con la industria naval italiana y que llegase todo el petróleo que pudieran desear. Además la base estaba demasiado lejos para la RAF, que no podía ni realizar reconocimientos ni mucho menos bombardearla. Solo podíamos vigilarla con submarinos, pero el golfo de Cádiz se había convertido en un lugar muy peligroso. Hasta ahora nuestros agentes nos habían informado de los movimientos enemigos, pero la red de espías que habíamos creado antes de la guerra había sido desmantelada casi por completo. Sabíamos que la flota enemiga había entrado en la base para reparar los daños de la batalla, pero no conocíamos hasta qué punto habían sido serios. El último mensaje que se recibió avisaba de la salida al mar de un crucero. Ya no hubo más; parecía que los españoles habían descubierto nuestras últimas emisoras.
No ignorábamos que algo se cocía. En Vigo teníamos algunos informadores y sabíamos que los cruceros estaban listos para salir. Poco después el submarino Uredd detectó el paso de una importante fuerza enemiga por el cabo de San Vicente, y al día siguiente un hidroavión del Coastal Command descubrió a la marina del Pacto casi al completo. Seis acorazados y otros tantos cruceros acompañados de destructores, internándose en el Atlántico.
No sabíamos cuál era su destino. Tal vez iban al Canal para apoyar un desembarco, y era posible que fuesen contra las Azores o incluso a Irlanda. Pero se F temía lo peor y por desgracia no estaba errado: el enemigo iba a emplear su superioridad para bloquearnos. La flota enemiga rebasó Irlanda y se situó en medio de las rutas transatlánticas. También descubrimos que por lo menos diez cruceros auxiliares enemigos habían formado una línea de bloqueo. Eso sin contar con por lo menos treinta submarinos enemigos que había en el mar.
Pocas opciones quedaban. El primer ministro exigió enviar a la Home Fleet, pero F se negó en redondo. Buscar una batalla naval con tres acorazados viejos contra seis era jugarse la suerte del Imperio a una carta. CH le dio a F que emplease los portaaviones, pero los dos de escolta que estaban en servicio solo llevaban unos pocos cazas y una docena de biplanos Swordfish, prácticamente nada. El primer ministro llegó a amenazar con una corte marcial si desobedecía sus órdenes, pero F ignoró la amenaza; a CH le hubiese sido difícil explicar a los parlamentarios por qué lo destituía cuando aun no llevaba ni dos semanas en el cargo. F le dijo al primer ministro que la Home Fleet iba a luchar en cuanto estuviese preparada. CH tuvo que callar, y ni siquiera protestó cuando F le dijo que hasta entonces iba a suspender los convoyes transatlánticos».
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Néstor González Luján. La Guerra de Supremacía en el mar. Ed. Juventud. Madrid, 1976.
El combate de Mori
El combate de Mori (también llamada primera batalla naval de Socotora) se produjo cuando un escuadrón francés mandado por el almirante Laborde intentó interceptar un convoy de suministros destinado a Socotora.
El almirante Layton había acatado la orden del Almirantazgo pero pensaba que socorrer Socotora iba a ser una tarea imposible. Sin embargo las operaciones iniciales se vieron coronadas por el éxito. En la primera además de bombardear el aeródromo de Mori se descargaron cincuenta toneladas de suministros. La segunda fue realizada por la división neozelandesa encabezada por el crucero Leander. Esta vez la descarga se alargó y el contraalmirante Boyle, que dirigía la operación, tuvo que renunciar a bombardear el aeródromo; la consecuencia fue que a la mañana siguiente fue atacada infructuosamente por seis torpederos italianos SM.79 Sparviero. Dos días después los cruceros Hobart y Perth (australianos) y cuatro destructores repitieron la operación. En esta ocasión el almirante Crace, que mandaba la fuerza, decidió cañonear Mori aunque significase que al amanecer aun estaría cerca de tierra. Efectivamente a la mañana siguiente fue localizado y atacado por aviones que procedían de Somalia, pero sus buques consiguieron esquivar los torpedos que se lanzaron contra ellos, y solo el destructor Stuart sufrió algunos daños por la explosión cercana de una bomba.
Aunque las tres misiones habían conseguido su objetivo sin sufrir pérdidas, solo se había conseguido descargar trescientas cincuenta toneladas de suministros, de los que parte se perdió en los repetidos bombardeos de Hadibú que realizaba la aviación italiana. El general Lewis «Piggy» Heath, que había tomado el mando de las fuerzas británicas en Socotora, comunicó que solo le quedaban municiones para diez días; parece que se trataba de una exageración y que se refería a días de combates continuos, cuando en realidad los italianos aun estaban consolidándose en Mori y apenas habían enviado algunas patrullas al interior. En cualquier caso Heath iba a precisar refuerzos y suministros si quería mantenerse, y aun más si pretendía expulsar a los italianos. Por desgracia la gran distancia hacía que incluso los rápidos destructores tardasen cinco días en llegar desde Bombay o desde las Maldivas. Durante la semana siguiente y con gran esfuerzo consiguieron llevar otras doscientas toneladas que apenas supusieron un alivio. Si se pretendía resistir en Socotora sería necesario enviar refuerzos y material pesado.
Layton se resignó a organizar un convoy que llevaría a la decimoséptima división del ejército de la India y diez mil toneladas de suministros. Escogió seis cargueros rápidos a los que agregó los cruceros auxiliares Westralia, Zealandia, Wollongbar, Manoora y Monowai, que fueron convertidos en transportes de tropas. La escolta cercana del convoy estaría a cargo del escuadrón neozelandés de Boyle y del australiano de Crace, mientras que Layton prestaría apoyo a distancia con el acorazado Royal Sovereign, los portaaviones Hermes y Ardent, cuatro cruceros y diez destructores. El veintidós de marzo la fuerza aparejó de Bombay; como medida de decepción Layton aparentó dirigirse hacia Mascate, en Omán, pero una vez se internó en el mar Arábigo puso rumbo suroeste ya que tenía la intención de acercarse a Socotora desde el sudeste.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Los agentes del Pacto en la India comunicaron la salida de Layton a las pocas horas de producirse. El informe que recibió el almirante Laborde era muy completo e incluía la composición del convoy y de la escolta. Pero interceptarlos no iba a ser fácil. Massaua, la principal base del Pacto, estaba a mil millas de Socotora, casi la misma distancia que Karachi o Bombay. Además las fuerzas de Laborde comprendían un conjunto variopinto de barcos de los que solo unos pocos eran modernos; el resto podría tener utilidad apoyando las operaciones terrestres pero su valor en un combate naval era cuestionable. Su buque principal, el acorazado Strasbourg, era un barco moderno pero no podía competir con el británico Royal Sovereign ni en potencia de fuego ni en protección. Aun más importante, Laborde carecía de portaaviones y temía sufrir un ataque aeronaval como el que ya había experimentado unos meses antes.
Aun así no se podía permitir que la Eastern Fleet siguiese castigando Mori. Los cañoneos que se repetían casi cada noche estaban dificultando la operatividad del aeródromo y provocaban continuas quejas de los aviadores italianos. Además la proximidad a las bases de Adén y Somalia le permitiría enfrentarse con los ingleses bajo el paraguas de la aviación terrestre. Tras pedir refuerzos aéreos Laborde se hizo al mar. Envió a sus unidades más viejas a Adén mientras él seguía hacia la disputada isla con el acorazado Strasbourg, los cruceros pesados Dupleix y Algérie, los ligeros Marseillaise y Lamotte-Priquet y seis destructores. Su intención era mantenerse al oeste de la isla sin abandonar la protección de los aviones basados en Adb al Kuri.
Los barcos franceses pasaron por Bab-el-Mandeb y se adentraron en el golfo de Adén, donde fueron detectados por el submarino británico Osiris; el aviso fue también interceptado por las estaciones de vigilancia del Pacto, que advirtieron a Laborde que su paso había sido observado. Sin embargo, los reconocimientos aéreos no consiguieron detectar al convoy enemigo y el almirante francés supuso que se dirigía hacia Mascate. Siendo imposible interceptarlo y preocupado por la seguridad de sus buques en aguas que suponía plagadas de submarinos, Laborde invirtió el rumbo para dirigirse a Adén.
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