PEÑA AMAYA
EL OTRO SANTUARIO
DE LA RECONQUISTA
Alfonso Romero
Ingeniero e investigador en castillología
UNO DE LOS LUGARES MÁS INTERESANTES DE ESPAÑA, TANTO POR LA AGRESTE BELLEZA DEL PAISAJE EN QUE SE ENCUENTRA COMO POR LA RICA HISTORIA QUE DUERME ENTRE SUS MUDAS RUINAS, ES LA IMPRESIONANTE PEÑA AMAYA.
Situada junto a la localidad burgalesa del mismo nombre; en el corazón de la abrupta comarca norteña de Las Loras, Peña Amaya es un buen ejemplo de peculiar estructura geológica -la lora- a la que hace referencia el nombre de la comarca, a saber, una suerte de gran meseta rocosa, salpicada de peñascos. En efecto, la lora de Amaya es una de las más altas de la zona, elevación ésta que se ve sublimada por unos taludes casi verticales, sumamente difíciles de superar más allá de los caminos trazados a lo largo de los últimos veinte siglos. Considerablemente extensa también a pesar de su perfil estrecho y alargado, la cumbre de la meseta no es llana del todo, encontrándose antes bien dominada por dos impresionantes formaciones pétreas conocidas por el Castillo y la Muela, a la sazón formidables obstáculos adicionales para todo aquél que pretenda dominar la peña por la fuerza. El resultado es un enclave como pocos otros en España, dotado de unas cualidades defensivas rayanas en la excelencia, de ahí que aunque solo fuera por esto, no resulta en absoluto extraño que Peña Amaya haya albergado pobladores desde la remota Edad del Bronce.
Sin embargo las virtudes de Amaya van mucho más lejos que su sola bondad táctica por inmejorable que ésta sea. Ciertamente, un simple vistazo al mapa de la zona enseguida nos informa de su condición de guardiana de Cantabria, consecuencia directa de su ubicación en el último reborde de la cordillera Cantábrica a modo de inexpugnable atalaya erigida sobre la inmensa llanura del Duero, vigilando de cerca el tránsito por la más oriental de las dos rutas históricas de acceso a Cantabria. Dicho todo esto no hace falta más que reunir tantas y tan magníficas virtudes para tomar conciencia de la enorme importancia estratégica de la que hiciera gala la Peña durante más de mil años lógicamente traducida en una historia brillante e intensa como pocas, a la postre imbricada no solo en el devenir de los acontecimientos de la comarca sino también en las mismas entrañas de la Historia de España. La historia de Peña Amaya comienza en la segunda Edad del Hierro cuando los aguerridos cántabros fundan un poblado en su cumbre. Según las investigaciones el castro de Amaya delimitaba por el sur el territorio controlado por el pueblo cántabro, siendo en la práctica una suerte de plaza fronteriza proyectada sobre el valle del Duero, propiedad de vacceos y túrmogos. Por esta razón el asentamiento debió ser provisto de murallas desde un buen principio, máxime cuando a su condición de llave del acceso al corazón de la antigua Cantabria se sumaba la de avanzadilla desde la que lanzar los ataques de rapiña a los que tan aficionados eran los cántabros según los escritores latinos.
Aunque tradicionalmente se ha considerado a Amaya uno de los castros cántabros más importantes, lo cierto es que las últimas excavaciones parecen apuntar en sentido contrario. Tampoco es del todo segura la participación de Amaya en las guerras cántabras, pues el lugar no es mencionado por ninguno de los cronistas romanos que trataron estos hechos, los cuales sí mencionan otros castros tomados por las legiones romanas. No obstante su carácter de guardiana de una de las rutas de penetración al interior de Cantabria, a buen seguro utilizada por los invasores según los textos latinos, permite suponer que Amaya fue tomada por Roma en algún momento entre los años 29 a.C. y 19 a.C., fechas respectivas del comienzo y final de las guerras cántabras.
Conquistada finalmente toda Cantabria por Roma, los vencedores ordenaron desalojar la gran mayoría de los enriscados castros cántabros, trasladando su población al llano donde era mucho más fácil de controlar. Salvo alguna excepción aislada ninguno de estos castros volvió a ser habitado nunca más. No obstante, las evidencias arqueológicas indican que Amaya no sufrió esta misma suerte, continuando como núcleo habitado. La razón de esto se hallaba sin duda en el altísimo valor estratégico de su emplazamiento que aconsejaba, al menos, el mantenimiento de una guarnición en la peña.
Desaparecida largos siglos después la autoridad romana en la península, es sustituida por la visigoda: mucho menos capaz que aquélla. Como resultado las tierras de la antigua Cantabria, nunca bien romanizadas así como relativamente alejadas de las comarcas escogidas por el grueso del pueblo visigodo para asentarse, recuperan su independencia sino oficialmente, si de facto.
PEÑA AMAYA EN LA EDAD MEDIA
Los albores del Medievo traerían un periodo de esplendor para Amaya, a la sazón elevada a la condición de capital de los cántabros, pues era en su recinto donde se reunía el consejo de ancianos que tomaba las decisiones que afectaban al conjunto del pueblo cántabro. Por aquel entonces los cántabros seguían siendo un pueblo netamente bárbaro, entregado a sus ritos paganos a pesar del catolicismo impuesto por Roma siglos atrás como religión oficial. Devotos seguidores de ancestrales costumbres legadas por sus antepasados, proseguían su austera vida de montañeses, practicando la ganadería como fuente principal de sustento más alguna limitada incursión en la ciencia de la agricultura. Sólo en las comarcas meridionales de Cantabria, precisamente aquéllas donde se alza Peña Amaya, parecía disimularse un poco la rudeza de un pueblo cántabro bajo un leve barniz de romanización, de ahí que se encontraran por ahí sus mayores núcleos de población.
Durante muchos años, los mismos que empleara la monarquía visigoda en afianzarse en Hispania, los cántabros vivieron en libertad, decidiendo su destino sin injerencias ajenas. Sin embargo, su tradicional comportamiento predatorio trajo sobre ellos una nueva conquista al igual que lo hiciera en tiempos de Augusto. Sucedió así que el rey visigodo Leovigildo, entrando con sus huestes en Cantabria, atacó y tomó Amaya a pesar de la fiereza de sus defensores, destruyendo la plaza y ejecutando a la mayoría de los jefes cántabros. Según la crónica de Juan de Bíclaro esto acaeció en el año 574, significando un golpe de muerte para la independencia cántabra toda vez que la porción ultramontana del país era mucho más pobre que la meridional y por tanto incapaz de salir adelante por sí misma, siendo sometida también poco después.
Tras la exitosa campaña de Leovigildo Cantabria quedó sujeta al dominio visigodo. No obstante la fortaleza de la monarquía visigoda era insuficiente para asegurar indefinidamente la sumisión de los indomables cántabros que volvieron a levantarse durante el reinado de Sisebuto (612-621), siendo derrotados con gran violencia por las tropas toledanas. Parece ser que en esta revuelta también participó Amaya, otra vez bastión principal de los norteños. Al final, lo que no consiguió nunca la autoridad visigoda con las armas hubo de lograrlo la acción evangelizadora iniciada por personajes como San Millán, que aplacó un tanto la fiereza del pueblo cántabro, haciéndole más llevadera su pertenencia al reino visigodo aunque sin renunciar en ningún momento a su identidad ni a sus costumbres. Sucedió así que para finales del siglo VII Cantabria había dejado de ser un territorio decididamente hostil al trono toledano lo que llevó al monarca Ervigio a crear el Ducado de Cantabria (hacia el año 680): división administrativa que garantizaba un cierto grado de autonomía a los cántabros siempre y cuando éstos garantizaran su sumisión a la corona en la persona del representante de ésta en aquella tierra, el Duque o Dux. Como capital de este ducado se escogió la centenaria ciudad de Amaya, sin duda alguna el principal núcleo de una región mucho más grande que la actual comunidad autónoma ya que llegaba por el este hasta el Nervión en Vizcaya y al Nalón por el oeste en tierra astur-leonesa, englobando por el sur la mitad septentrional de las provincias de Burgos y Palencia.
La llegada del Islam a España en el 711 encontraría a Cantabria iniciando su andadura como uno de los ocho ducados visigodos. A buen seguro no habría desparecido todavía el recelo en el alma de los cántabros, inclinados por naturaleza a obrar según su propio juicio sin dar cuenta de sus actos a monarca alguno. Es muy posible que al final hubieran acabado por volver a las andadas, rechazando una sumisión a un rey lejano que no encajaba en absoluto con su forma de ser ni con su estilo de vida. Sin embargo la derrota de Guadalete estaba llamada a cambiar el destino de Cantabria para siempre, poniendo punto final a una historia milenaria a cambio de iniciar otra que todavía estamos viviendo. Todo esto, por cierto, tendría lugar en la milenaria Peña Amaya.
Cuenta la Crónica General de España que la conquista de Toledo por el ejército del bereber Tarik ben Ziyad, vencedor en Guadalete y Écija, se realizó sin dificultades a pesar de las fortificaciones de la ciudad debido a que la capital visigoda se hallaba casi vacía al haber huido su gente, incluida la nobleza goda, hacia Amaya. No resulta difícil de imaginar la confusión que se debió vivir en la histórica fortaleza al ver llegar una auténtica avalancha de refugiados, todos ellos fugitivos de aquellas gentes extrañas que estaban sometiendo el antaño orgulloso reino visigodo con rapidez y eficacia inauditas.
Por aquel entonces gobernaba en Amaya Pedro, segundo Duque de Cantabria. Según algunas crónicas medievales era de linaje regio, afirmando incluso que era hijo del rey Ervigio. En la actualidad se ha puesto en tela de juicio esta aseveración, posiblemente inventada bastante tiempo después para enaltecer su figura. Lo que sí parece seguro es que era godo como también debían serlo los soldados que tenía bajo su mando en la capital del ducado.
Superados los primeros momentos de estupor a medida que el duque era informado por los recién llegados de la catástrofe que se cernía sobre el reino, Pedro resolvió oponer resistencia al invasor. Trasladada su decisión al pueblo cántabro, los indomables montañeses aceptaron unirse al contingente visigodo de la guarnición de Amaya, reforzado por los abundantes hombres útiles que en buena lógica debía haber entre los fugitivos. Entre todos, valiéndose de la magnífica fortaleza natural que el destino había puesto en sus manos, habían de intentar detener al ejército musulmán que avanzaba imparable por Hispania.
Entretanto Tarik ben Ziyad, enterado del lugar al que se dirigían los patricios toledanos, resolvió partir para el norte sin dilación. No en vano el principal objetivo del caudillo bereber era apoderarse del mayor botín posible -aún no se habían empezado a plantear los invasores musulmanes la incorporación de Hispania al mundo islámico- de tal manera que la premura en dar caza a los fugitivos era fundamental. Utilizando la calzada romana que por el puerto de Somosierra se internaba en la meseta castellana, Tarik tomó el camino directo hacia Amaya sin molestarse en desviarse hacia núcleos como Uxama (Osma, Soria) o Clunia (Peñalba de Castro, Burgos): con diferencia los principales de la zona en cuestión. Tal debió ser en verdad la ligereza del paso que imprimiera a sus tropas que logró dar alcance a los más rezagados de entre los toledanos en al-Maida, lugar no identificado todavía, apoderándose de grandes riquezas entre las que se encontraba, según las crónicas islámicas, la mítica Mesa de Salomón, llevada a Toledo por los godos procedente de Roma. Puesto otra vez en camino, el caudillo bereber alcanzó finalmente la vertiente meridional de los montes Cantábricos. Frente a él se alzaba la imponente mole de Peña Amaya, coronada de murallas en cuyos adarves se divisaban las cabezas de un gran número de defensores dispuestos a no dejarle avanzar ni un centímetro más por tierras de Cantabria. Lejos de arredrarse, el caudillo bereber ordenó el asedio de la capital cántabra. Sabía que el tiempo jugaba en su favor.
Pocas son las cosas que conocemos a ciencia cierta sobre este asedio, ocurrido en el otoño del 711. Sí que sabemos que fue un cerco muy duro, dispuesto por Tarik de tal modo que fuera imposible la llegada del menor socorro a los sitiados. Al final, agotadas las provisiones, el duque Pedro no pudo hacer otra cosa que reconocer su derrota y pactar una capitulación más o menos ventajosa con Tarik, quien debió acordar algo con el caudillo godo toda vez que Pedro y los suyos pudieron escapar hacia al norte, al otro lado de la cordillera, mientras que de haber perdido la plaza al asalto o por rendición incondicional lo normal es que hubieran sido ejecutados o esclavizados.
Perdida la capital del ducado, Pedro y su heterogénea hueste se hicieron fuertes en las montañas, señoreando también los valles costeros donde apenas se atrevían a penetrar los musulmanes sino era en gran número. Ante esta situación sería Musa ben Nusayr, señor de Tarik ben Ziyad, el encargado de asegurar la presencia musulmana en la cuenca del Duero vía el reparto de tierras entre sus soldados así como el establecimiento de guarniciones en los puntos más estratégicos entre los que desde luego tenía un lugar destacado Peña Amaya. No contento con estas disposiciones Musa atravesó por primera vez la cordillera cantábrica, alcanzando la costa asturiana en un claro intento de evaluar tanto la riqueza del territorio como la capacidad de núcleos de resistencia ultramontanos.
La lucha en las montañas cantábricas proseguiría durante una década sin decantarse por ninguno de los dos bandos. Aunque Amaya no había vuelto a ser cristiana desde el 711, la peña ya no era estrictamente necesaria para la causa hispana al haber culminado su crucial tarea: la de fundir todas las almas cristianas en una sola, señalando con su dedo de piedra al enemigo común de todos: cántabros, visigodos e hispanorromanos. A partir de ese momento ya no había lugar a querellas entre los irreductibles cántabros y sus dominadores meridionales: ambos grupos conformaban un único pueblo, sin duda variado en sangres pero no por ello menos monolítico en su anhelo de apercibirse para la defensa de la tierra que pisaban, con los corazones puestos en el supremo anhelo de conservar esa independencia por la que siempre habían peleado tanto precisamente los cántabros. Y todo esto se consiguió gracias a la esperanza de victoria que significó Peña Amaya para fugitivos y montañeses, a la postre fallida pero que ilusionara durante el tiempo suficiente para hacer ver a aquella mezcolanza de gentes que lo mejor que podían hacer era unir sus fuerzas contra el invasor e iniciar entre todos la reconquista de España.
Como es bien sabido la archifamosa victoria de Covadonga en el año 722 trajo consigo el afianzamiento del núcleo de resistencia astur que había seguido un proceso de hermanamiento entre hispanos idéntico al iniciado en Peña Amaya. Con notable habilidad política los líderes cristianos, Pedro en Cantabria y Pelayo en Asturias, decidieron plantear un frente común al enemigo musulmán. La alianza fue sellada con el matrimonio de Alfonso y Ermesinda, hijos de Pedro y Pelayo respectivamente. Muertos el Duque de Cantabria y don Pelayo, el hijo y heredero de éste, Favila, muere en 739 en una cacería despedazado por un oso. El señorío de Asturias recaería por derecho propio en Alfonso que vio así fusionados en su persona los dos únicos islotes cristianos que sobrevivían en medio de la marejada musulmana. Ese mismo año se hizo coronar rey de Asturias con el título de Alfonso I dando comienzo así la historia de la monarquía hispánica.
El devenir de Amaya a partir de la formación del reino de Asturias oscilará entre los intentos cristianos por incorporarla definitivamente a sus posesiones y los islámicos por evitarlo. Clara evidencia del enorme valor estratégico de la peña es hecho de que el mismo Alfonso I la ocupara a la primera oportunidad (hacia el año 754, en el marco de la reconquista de Saldaña -la Saldania romana- y la plaza fuerte de Monte Cildá, muy cerca del actual Olleros de Pisuerga), habiendo de abandonarla después ante la imposibilidad de defenderla. Posteriormente será Ordoño I quien en el año 856 ordena a don Rodrigo, primer conde de Castilla, que repueble y fortifique Amaya; tarea que el conde verifica con éxito nombrándose a la nueva población, heredera de glorias sin número, Amaya Patricia.
Como en sus mejores tiempos Amaya adquiriría rápidamente una gran importancia como plaza fronteriza de primer orden. Tal sería, de hecho, su ascendiente sobre la zona que en el año 922 el conde castellano Diego Porcellos manda desviar el camino de Santiago haciendo que pase por Amaya la ruta que antes pasaba por Álava en su devenir hacia Astorga.
Todavía habrían de soportar los milenarios muros un nuevo embate, el último antes de sumirse en el letargo propio de las plazas que van quedando en retaguardia. Sería en 989 cuando las numerosísimas tropas del Califa Hisham II asedian la ciudad, logrando entrar en su recinto tras una dura pugna. Nuevamente arrasado el asentamiento, su repoblación, definitiva se produciría en tiempos del rey Ramiro II.
Ya en el siglo XII, desaparecido mucho tiempo atrás el peligro sarraceno, los pobladores de Amaya abandonan el seguro pero incómodo asentamiento en la cumbre de la peña, instalándose en el llano inmediato. Arriba sólo quedaría la guarnición de la fortaleza que continuaría en ella al menos hasta el siglo XIV en que la documentación nos informa que el castillo de Amaya seguía en uso. Posteriormente desaparecen las menciones en las fuentes, fiel indicio de que la decadencia y su hija el olvido habían empezado a hacer mella en las heroicas murallas de Amaya. Una tras otra, las mismas piedras milenarias que habían visto pasar ante sí los ejércitos de Roma, del rey Leovigildo y del bereber Tarik ben Ziyad iban rodeando por las vertiginosas laderas de la peña convirtiéndose en suculenta cantera para los habitantes de los alrededores.
Hoy en día Peña Amaya es un lugar si no abandonado, sí sumido en un cierto ostracismo; todo lo contrario que Covadonga, el otro lugar donde se gestara la Reconquista; universalmente conocido. Ubicada junto a un pueblecito de pocas casas, tierra adentro en una comarca económicamente deprimida, se encuentra lejos de cualquier vía de comunicación importante. Así mismo, la información disponible al respecto es escasa y en su mayoría especializada lo que unido a la ausencia de restos arquitectónicos relevantes redunda en la perpetuación del desconocimiento por el gran público. Todo esto se podría paliar realizando algunas inversiones en el monumento en forma de excavaciones capaces de exhumar los restos sepultados, en aceptable estado de conservación a juzgar por las pocas catas existentes. Con un poco de esfuerzo se podría incluso poner en valor el yacimiento -la gran belleza del paisaje puede servir de atractivo adicional-, beneficiando así tanto al estado actual de los conocimientos sobre nuestra historia como a los proyectos de divulgación histórica en curso, sin olvidar por supuesto el impulso que a la economía de la zona otorgaría semejante atracción turística ni tampoco la prioridad más acuciante que tiene cualquier monumento: su propia conservación, en el caso de Peña Amaya gravemente amenazada por culpa del expolio a que se ve sometido el lugar tal y como refleja de vez en cuando la prensa de la región.
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VAE VICTIS