Un soldado de cuatro siglos
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Un soldado de cuatro siglos
Un par de gritos bastaron, pues los milicianos parecían deseosos de volver a sus casas. Después, bastó la amenaza de los cuchillos de Breda para despejar el puente. Tras ordenar que cerraran la puerta, Sampedro esperó órdenes que no tardaron, de la mano de uno de los ayudantes del coronel Don Felipe Purroy, que le puso al tanto de la situación.
—Mi capitán, el coronel quiere que su compañía siga vigilando el puente. Ahora mismo están buscándoles acomodo en esas casas.
—Eso haré. Teniente ¿Debo cerrar las puertas, o se permite el paso de paisanos?
—Su señoría prefiere que no haya movimiento, que a saber cuántos de esos supuestos refugiados son espías.
—Entendido. Teniente, una pregunta ¿Qué pasa aquí? Yo esperaba encontrar mucha gente de armas, pero apenas hay unos cuantos milicianos que no saben ni donde tiene el agujero un mosquete.
—Culpa del general Von Soppranza. Se suponía que tenía que esperar que se le uniera Lazán, pero ayer mismo salió con fanfarria y tambores para liberar Viena. Iba diciendo que un austriaco vale por diez turcos, y que no necesitaba la ayuda de nadie para vencerles. Sin embargo, el coronel piensa que lo que quería ese Von Soppranza era no subordinarse a un español.
—Vaya inconsciente.
—Eso mismo piensa el coronel. Von Soppranza salió diciendo que vencería a los turcos o moriría en el intento; no quiera Dios que sea lo segundo.
—Teniente, no vaya diciéndolo por ahí, pero que le propinen un mamporro en los morros a un estirado se me da un ardite. Sin embargo, pena me dan los que con él fueron ¿Cuánta gente llevó?
—Unos diez mil infantes y otros tantos caballeros, con treinta cañones.
—Ese presuntuoso no sabe dónde se ha metido. Menos mal que nosotros no vamos con él.
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Un soldado de cuatro siglos
De Vuelapedia, la Enciclopedia Hispánica.
La primera batalla de Neustadt
La primera batalla de Neustadt fue librada el doce de julio de 1681 entre un ejército austríaco de socorro al mando del general Franz Ludwig von Trier Graf von Soppranza, y el turco que sitiaba Viena, al mando del gran visir Kara Mustafá Koprulu. Tuvo lugar en las cercanías de Neustadt, a cuarenta kilómetros al sur de Viena. Este primer intento de liberar Viena acabó en un fracaso, ya que los austriacos fueron incapaces de romper las líneas otomanas, y sufrieron serias pérdidas durante la retirada.
Antecedentes
Al saber de la firma del tratado de la Santa Alianza, Kara Mustafá Koprulu decidió adelantarse a sus enemigos, atacando al que consideraba más vulnerable, Austria. Tras reunir un gran ejército en Belgrado y en Buda, los turcos marcharon hacia Viena por ambas márgenes del Danubio, derrotando a los austríacos en Raab y en Presburgo, y bloqueando Viena (la capital austriaca) por ambos lados del río Danubio. Kara Mustafá intimó a la rendición al gobernador militar de Viena, Ernst Rüdiger von Starhemberg, que tenía bajo su mando doce mil soldados y otros tantos voluntarios, con trescientos cincuenta cañones. Sin embargo, las matanzas de Presburgo, de Raab y de Perchtoldsdorf (donde los turcos violaron los términos de la capitulación) habían acabado con cualquier posibilidad de que una ciudad se rindiera a los turcos. Viena se preparó para el asedio, haciendo acopio de provisiones y de pólvora, derruyendo las casas de los arrabales para mejorar el tiro de la artillería, y reforzando los bastiones de los muros.
Los turcos iniciaron el asedio, pero la debilidad de su artillería obligó a los zapadores otomanos a construir trincheras de aproximación. El diez de junio iniciaron las obras, y una semana después se produjo el primer asalto contra la empalizada que defendía el bastión del Burg. Durante el resto del mes de junio prosiguieron los ataques, pero la resistencia vienesa hizo que hasta dos semanas después no consiguieran superar la empalizada y acometer directamente el ataque al bastión. El veintisiete de junio se hicieron con el revellín del Burg, y dos días después los zapadores turcos encontraron una vieja alcantarilla romana que les permitió colocar una mina que hizo caer parte de la muralla. Un contrataque liderado por el capitán Heistermann consiguió rechazar a los turcos, y un segundo asalto realizado dos días después también fue derrotado. Con todo, la situación austriaca se estaba deteriorando debido, sobre todo, a la falta de municiones.
Mientras, se estaba preparando el socorro. La inesperada acometida turca había trastocado los planes, y tanto polacos como españoles estaban lejos de Viena. Estos últimos, concretamente, se retrasaron a causa de los combates en el estrecho de Otranto. Aun así, el marqués de Lazán consiguió reunir una importante fuerza que, tras desembarcar en Génova, recorrió la Lombardía hasta llegar a Estiria en solo treinta días. De la misma manera, un ejército polaco, mandado por el monarca Jan Sobieski, se dirigió hacia Brünn, en Bohemia. Ambas fuerzas debían actuar coordinadamente, con Sobieski acosando a los turcos al norte del Danubio, mientras los ejércitos español e imperial, que debían reunirse en Leoben, lo harían desde el sur.
El ejército austriaco estaba bajo el mando del general Carlos de Lorena, segundón de la rama de los duques, que había aprendido las artes de la milicia en el ejército español antes de ponerse al servicio imperial. Sin embargo, enfermó de fiebres mientras viajaba a Leoben, y temporalmente asumió el mando el general Franz Ludwig Von Trier Graf Von Soppranza. Von Soppranza era un hombre soberbio y ambicioso, que quiso aprovechar la enfermedad de Lorena para sustituirle. Sabiendo que tendría que subordinarse al marqués de Lazán, decidió atacar sin esperar a los españoles.
La batalla
El ejército imperial salió de Leoben con tal premura que dejó atrás parte de su impedimenta. Durante los tres días siguientes los austríacos avanzaron bajo una fuerte lluvia, hasta llegar a Neustadt, donde las montañas se abrían en las llanuras de la Baja Austria. Allí encontraron algunas patrullas otomanas que dispersaron con facilidad. Von Soppranza acampó al norte de la localidad; sus tropas tuvieron que hacerlo a la intemperie, pues no había llegado el tren con la impedimenta.
Kara Mustafá sabía de los preparativos imperiales, y dejó que los voluntarios mantuvieran el asedio de Viena, mientras que él, con sus fuerzas regulares, se enfrentaba al ejército de socorro. Durante la noche llegó a Sollenau, a corta distancia del campamento imperial. Al amanecer, Von Soppranza se encontró frente a un ejército enemigo que le superaba tres a uno. Formó apresuradamente sus tropas, con la infantería en una línea entre Fischauer, al pie de los montes de su derecha, y Neustadt a su derecha; la caballería debía cubrir el flanco derecho y envolver a los turcos.
Los austriacos aun no se habían desplegado por completo cuando los turcos pasaron al ataque, con los jenízaros presionando el centro de la línea imperial. Como había ocurrido en Presburgo, la lluvia que seguía cayendo hizo que las armas de fuego fallasen, dando ventaja a los otomanos, que tenían más armas blancas. Aun así, los imperiales se defendieron tenazmente y rechazaron los embates enemigos.
Mientras, la situación en el ala derecha se deterioraba. La caballería imperial estaba formada en gran parte por coraceros, que montaban grandes caballos que trastabillaban en el barro, mientras los más ligeros turcos no encontraban tantas dificultades. Un regimiento de espagis encontró un vado por el que cruzó el río Leita, descubriendo que en la otra orilla el terreno estaba más duro. Los espagis consiguieron superar el flanco austríaco, aunque no encontraron otro vado por el que cruzar el crecido río. Sin embargo, bastó para amenazar la posición imperial, y Von Soppranza ordenó la retirada.
El repliegue, que al principio fue ordenado, se convirtió en una desbandada cuando Kara Mustafá lanzó un nuevo ataque contra el centro enemigo. Los austriacos se replegaron desordenadamente, y solo les salvó el heroísmo de su caballería. Aun así, se tuvo que abandonar la artillería y la impedimenta, que acababa de llegar. Las pérdidas fueron parejas, de unos tres mil hombres en cada bando; pero el revés afectó más a la moral de los austriacos, que huyeron sin control hasta Leoben, a donde estaba llegando el grueso del ejército español.
Consecuencias
La victoria otomana, relativamente poco costosa comparada con la sangría de Presburgo, no solo dio manos libres al visir para continuar el sitio de Viena, sino que le llevó a creer que la valentía de los turcos y su superior número le permitirían imponerse ante los ejércitos aliados. De todas maneras, previendo que las pérdidas iban a ser mucho mayores de lo inicialmente pensado, ordenó que se incrementase la recluta de voluntarios, y que las guarniciones de Hungría enviasen parte de sus hombres como refuerzo.
Entre los aliados, haber sufrido un tercer revés hizo que se extendiera el pesimismo en la corte imperial, que se había trasladado al castillo de Praga, e incluso surgieron voces que deploraban la aventura ala que les habían llevado los españoles, y pedían que se negociara con los turcos. Con todo, el efecto de la derrota acabó siendo beneficioso: las pérdidas no habían sido excesivas, ya que la mayoría de los hombres de Von Soppranza pudieron escapar, y los cañones que habían tenido que abandonar eran piezas anticuadas que iban a ser sustituidas en breve. Sobre todo, mostró los graves perjuicios que podía causar que aristócratas engreídos como los finados Baden-Baden o Von Holtze, o el derrotado conde von Soppranza, discutieran las órdenes superiores.
El emperador Leopoldo era consciente de tal debilidad, y como además temía que se formaran facciones nobiliarias que amenazaran su posición, decidió hacer un escarmiento con Von Soppranza. Ordenó que le se apresara y que se le llevara a Praga. Allí, ante toda la corte, le reprendió, le despojó de sus títulos y lo condenó a prisión, no por haber sido derrotado, ni tampoco por actuar por propia iniciativa, sino porque el motivo de ignorar las órdenes había sido la soberbia.
La consecuencia fue que, en lo sucesivo, el triunvirato formado por el generalísimo Carlos de Lorena, el monarca polaco Jan Sobieski y el marqués de Lazán pudo dirigir las operaciones con escasas interferencias (aunque no nulas, como veremos). Realmente, fue Lazán el que estableció las directrices; su afabilidad, el que los aliados también tuvieran papeles de gran importancia, y el auxilio español tanto de armamento como de metálico, suavizaron cualquier posible choque entre esas personalidades de fuerte carácter.
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Un soldado de cuatro siglos
—Capitán Sampedro, el general Ruiz de Apodaca pide que se reúna con él cuanto antes.
—Gracias, teniente. Espero que sea para repartir caramelos, pero me da que no.
El capitán se santiguó para sus adentros, pues las llamadas del Altísimo no siempre eran para bien. Sin perder un minuto cruzó la población que, ahora sí, parecía un campamento militar. La caballería había tardado tres días en llegar; después, lo hicieron la infantería y la artillería, y el primero de julio se presentaron el Marqués de Lazán y el general Ruiz de Apodaca. La llegada del ejército español tranquilizó a la población, muy preocupada por lo que pudiera estar pasando en Viena. No tanto a los españoles que allí estaban, pues sabían que con Lazán en el campo, no habría descanso.
El puesto de mando de la legión no estaba lejos. Tras identificarse, el capitán fue conducido al comedor de la casa, ahora convertida en sala de mapas. Vio que la concurrencia era demasiado selecta: conocía al general Ruiz de Apodaca, al coronel Purroy y al comandante Barrones; También reconoció con cierto asombro a otro español, de figura gallarda aunque ya entrado en años, como el famoso marqués de Lazán. Además había austriacos, y uno parecía tener un rango similar al del marqués. El capitán pensó que eran demasiados fajines para su salud.
El ayudante le introdujo mientras Sampedro se cuadraba. El comandante le presentó.
—Este es el hombre del que les hablé. Peleó con el hermano del coronel en Rémortier y en la Hermosa, y ahora he sabido que su compañía consiguió adelantarse a la caballería en su marcha por Italia.
—Doy fe de ello —dijo Purroy—. Fue la primera en llegar a Leoben, con tal orden que parecía presta para desfilar ¿Tuvo que dejar muchos hombres atrás?
—Apenas media docena, mi coronel.
—Ya lo ven —dijo Apodaca—. Ochocientos kilómetros en trece días, y llega con su compañía casi al completo. Les dije que era un buen oficial.
—Ya puede decirlo —repuso el marqués de Lazán—. Comandante, le felicito.
—Perdone, mi general, pero solo soy capitán…
—Pues yo digo que es comandante ¡Ea, no me discuta!
—Gracias, mi general.
—Las que usted merece. Comandante, tenía pensado un servicio que podría hacer al ejército.
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Espejo de Navegantes
Entrevista difundida en Hispared el 21 de septiembre de 2019
Ramón García—. Hoy entrevistamos al historiador Don Felipe Santidrián Sánchez, autor del multilibro «El Marqués de Lazán en los Balcanes, 1681 – 1684». Don Felipe, las campañas del Marqués de Lazán durante la guerra de la Santa Alianza son sobradamente conocidas por nuestros espectadores, y por eso no voy a pedirle que nos las describa. Ahora bien, en su libro hace hincapié en la importancia que tuvo en la campaña el equipo de los soldados españoles ¿Le importaría hacernos un pequeño resumen?
Felipe Santidrián—. Cómo no, Don Ramón, aunque me temo que no podrá ser más que un bosquejo. Para los espectadores interesados, les recomendaría el capítulo segundo de mi obra, en el que describo extensamente el equipamiento de los soldados en ese conflicto.
RG—. Aprovecho para decir, y perdone que le interrumpa, que su libro es una obra magnífica, que debe figurar en el visor de cualquier aficionado a la historia militar.
FS—. Gracias por los elogios, Don Ramón.
RG—. Elogios más que merecidos. Pero como el tiempo del que disponemos es limitado, le pediría que comenzase con su exposición.
FS—. Como desee. En primer lugar, me gustaría que nuestros espectadores entiendan de qué manera la Revolución Industrial influyó en esa campaña. Incluso durante el Resurgir, los generales españoles, como Don Pedro Llopís o Don Diego de Entrerríos, emplearon medios que se diferenciaban muy poco de los que tenían sus enemigos. No me refiero solo al armamento, del que hablaremos luego, sino a la vestimenta y al equipo personal. A los españoles del siglo XXI que se han criado en la época de la autorrobótica les costará entender el esfuerzo que suponía vestir y calzar a un soldado. Sus ropas estaban hechas de telas tejidas a mano, teñidas con tintes naturales muy poco duraderos, y cosidas pacientemente por sastres y costureros. Un chaquetón de campaña podía suponer un centenar de horas de trabajo si tenemos en cuenta las de curtidores, talabarteros, tejedores, tintoreros, sastres y sus aprendices.
RG—. Mientras que ahora basta con pedírselo al autovestidor para que lo imprima en unos segundos.
FS—. Efectivamente. Pero no solo eran prendas de confección costosa, sino que resultaban poco duraderas. Los tejidos no tenían ni punto de comparación con los actuales; si recuerda la expresión bíblica «rasgarse las vestiduras», era porque esas prendas se desgarraban de un tirón. Los tintes desaparecían tras unos pocos lavados. No preocupará a los espectadores que cada mañana imprimen sus camisas con material que repele las manchas y la suciedad; aun así, cuando las reciclan ni piensan que esas prendas podrían durar años. Las del siglo XVII, por el contrario, se manchaban son un simple roce, y apestaban a sudor a las pocas horas. No es que las lavaran con frecuencia, ni mucho menos, entre otros motivos porque tras tres o cuatro lavados el color desaparecía y la tela se deshilachaba. Incluso bastaba el simple uso para que los tintes perdieran su brillo. De tal manera que la gente de la época, salvo los más ricos, vestían ropas remendadas de color indefinido, y los soldados no iban mejor. Incluso esos brocados de bonito aspecto del siglo anterior, no eran blancos sino grises de mugre, y las pocas veces que los blanqueaban tenían que espolvorearlos con yeso.
RG—. Ciertamente, resulta difícil de creer.
FS—. Lo mismo ocurría con el calzado. Yo aun tengo unas botas de montaña que imprimí cuando acabé la carrera. Como han hollado medio Pirineo, les tengo cariño y no me resigno a reciclarlas. Pues bien, salvo por haber tenido que sustituirles la suela de vez en cuando por unas adhesivas Lasarte, están como nuevas. Por fuera un poco rozadas, pero no dejan entrar ni una gota de agua, y el autocierre está como el primer día.
RG—. Por lo que cuenta, esas botas tendrán veinte años. Pocos espectadores conservarán así su calzado.
FS—. Ya, porque están acostumbrados a cambiarlas con la moda, pero no porque no sean duraderas. Pueden ir a un Barrabés y hacerse unas botas de quince reales para la siguiente excursión, y si las prefieren de ocho doblas, dudarán toda la vida. Nada de eso ocurría en el siglo XVII. Las botas se hacían con cueros cosidos a mano, y las suelas eran del mismo material. Bastaba una marcha prolongada para que se abrieran. Eran muy incómodas: imagine que una innovación de Don Pedro Llopís fue que se hiciera calzado para el pie izquierdo y el derecho. Desde luego, nada de zapatos autoajustables. No protegían ni contra el frío ni contra la humedad ya que carecían de calefactor y de secado, y se desgastaban tan deprisa que era frecuente que a mitad de campaña la mayoría de los soldados fueran descalzos o con los pies envueltos en trapos.
RG—. Es difícil de imaginar. Entiendo que ropas y botas fueron una de las primeras innovaciones españolas.
FS— Efectivamente. Desde un decenio antes, las fábricas textiles españolas estaban produciendo telas y prendas más resistentes y más baratas. Los tintes de la industria alquímica asturiana eran indelebles y de colores vivos, no los militares, claro, sino los destinados al mercado civil. Algo parecido ocurría con el calzado, que seguía siendo de cuero, pero cortado y cosido en fábricas, con suelas reforzadas con elástica, y tratado con betún impermeable; no es que en otros lugares de Europa no tuvieran betún, pero es que el español procedía de refinerías, y era mucho más abundante y barato. He estimado que vestir y calzar a un soldado español de 1680 costaba la tercera parte que en 1640, con un equipo era más duradero. Las marchas forzadas que caracterizaron las campañas de los Balcanes solo fueron posibles gracias a las botas españolas.
RG—. He de confesar que no lo hubiera pensado hasta que tuve el placer de aprender con su multilibro.
FS—. Gracias, Don Ramón. Si no le importa, seguiré con la exposición. Hablábamos del calzado, pero las ventajas de los españoles no acababan con las botas. El verano de 1681 fue muy lluvioso; recuerde que los temporales en los Alpes retrasaron su cruce por el ejército de Lazán. Pues bien, por entonces, para protegerse del agua solo había ropas de cuero, que cuando se empapaban podían pesar diez kilos, o capas que se impregnaban con la cara y escasa cera, o más habitualmente con maloliente sebo. Los españoles disponían de capotes de lona embebida con elástica, más ligeros y que eran impenetrables para el agua y el viento. Otros ejércitos veían a sus soldados enfermar de frío, pero el español tenía camisas de punto de lana, pasamontañas, guantes impermeables, chaquetas forradas y esos magníficos abrigos de cuero y borrego que volvieron a ponerse de moda hace unos años.
RG—. Es verdad, yo me imprimí uno en Zara que parecía de cuero real.
FS—. Es que estaban muy logrados, aunque fueran sintéticos. Normal, que nadie en su sano juicio se pone pieles encima. Esos chaquetones de Zara, de los abrigos del siglo XVII solo tenían el aspecto. Piense que entonces no había ropas calefactables, y para protegerse del frío eran necesarias esas prendas tan voluminosas, que pesaban el triple de las actuales. Aun así, eran un lujo al que pocos podían acceder, salvo los soldados hispanos. Pero, como le digo, no solo era la ropa. Cuando tenían que llevar cargas no lo hacían en hatos, sino en mochilas más cómodas. Los correajes de cuero o de lona prensada facilitaban llevar las armas y las municiones. Podría seguir así durante horas, pero creo que será mejor que quien quiera profundizar acceda a mi obra.
RG—. Por lo que dice, parece como si los soldados españoles fueran unos privilegiados.
FS—. Lo eran para los parámetros de la época. Ya he explicado que iban bien vestidos y calzados, algo que entonces era excepcional. Además, estaban mejor alimentados. La introducción de la pasta por Llopís y después de los alimentos en conserva, hacían que el menú fuera, si no variado, al menos, nutritivo. De nuevo, piense que por entonces se utilizaban especias porque la gente comía carnes medio podridas, y que bebían vinos o cervezas porque el agua estaba contaminada. Menos para los españoles. Aun había pocas máquinas de hielo, pero al menos tenían carnes secas o enlatadas. Las depuradoras proporcionaban agua potable, y las cocinas higiénicas mantenían sana a la tropa. Según el estudio de Don Tomás Arriaga, en el ejército de Flandes de 1589 la mitad de los soldados estaban fuera de servicio por enfermedad. Se decía que se conocía el paso de un ejército por los enfermos de diarrea que quedaban atrás. Pero el soldado español estaba vacunado contra la viruela, comía y bebía bien, e iba abrigado y calzado, de tal manera que la proporción de enfermos en las fuerzas de Lazán nunca sobrepasó el treinta por ciento, y solía ser inferior al quince por ciento. Significaba que los españoles podían poner más soldados en el campo de batalla porque se movían más deprisa y tenían menos enfermos.
RG—. Será difícil imaginar esas enfermedades para los espectadores.
FS—. Cierto, pero porque se benefician de las reformas que empezaron a aplicarse precisamente en esa época. En esos años, en España se descubrieron la vacunación antivariólica y la antirrábica, la anestesia, la teoría de los gérmenes y con ella la asepsia y la antisepsia … Podría estar hablando horas. Baste con que los espectadores imaginen que les pegan un tiro en la mano. Hoy irían al hospital para que les regenere el autodoctor. Hasta entonces, el único remedio era la amputación, que se hacía sin anestesia para quedar convertido en un inválido destinado a la mendicidad, pero los hospitales de campaña españoles se atrevían con cirugías reconstructivas que en otras condiciones hubieran significado la muerte. Ya no solo era cuestión de sufrimientos, sino del número de soldados que podían reincorporarse tras sufrir heridas graves. Además…
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La patrulla perdida
En el día de San Eliseo, decimocuarto del mes de junio del Año de Nuestro Señor de 1681
—Mi sargento, cabrones venir —dijo el escucha.
—Cojonudo. Ya sabéis, esperad a que yo dispare.
Eran una decena. Sus raídas tropas y lo variado de sus armas los delataban como irregulares, los más odiados por los moravos, ya que esos «voluntarios de la fe» iban, en realidad, buscando botín, y eran responsables de atrocidades que estaban haciendo esa guerra todavía más temible de lo habitual. Los hombres de Betorz estaban cansados de ver restos de horribles torturas. Los hombres, abrasados en hogueras para que confesasen dónde temían hasta sus más míseras pertenencias. Las mujeres, violadas y luego destripadas. A los ancianos, simplemente, los mataban; tenían suerte si la muerte era rápida. Solo tenían alguna esperanza los niños, apreciados en los mercados de esclavos.
Betorz escuchó lloros y reprimió un juramento: esos pichascortadas arrastraban a media docena de crías. Sabía su destino: con suerte, en algún harén persa, pero las más acabarían en alguna casa de putiferio. Si él no lo remediaba, y lo iba a remediar.
El sargento apuntó con cuidado. Se había agenciado un Otamendi con anteojo, y situó la cruceta sobre el que le pareció el principal. Como buen veterano, no intentó apuntar a la cabeza, blanco difícil, sino al pecho. Poco importaría, que no en vano había trabajado las balas con una lima, tallando una cruz en la punta que iba a ser letal para la media luna.
Betorz miró de reojo a sus compañeros, y se alegró de no verlos: sabían esconderse. Había seleccionado buenos hombres. Cuando el turco estuvo a cincuenta pasos, apretó con cuidado el gatillo del fusil; justo entonces se agachó el turco, tal vez por tropezar, pero eso no le salvaría, porque el proyectil entró sobre la clavícula, se expandió, y al salir le arrancó parte del cuello. Cayó fulminado; también lo hicieron otros ocho turcos. Dos quedaron en pie, sorprendidos; la segunda andanada los sacudió como peleles. Las niñas empezaron a gritar.
Los soldados salieron de los helechos que les habían ocultado, e intentaron calmarlas. Después, apartaron los cadáveres del camino, los echaron a un barranco cercano y los cubrieron de piedras. Luego limpiaron el rastro. Era trabajoso, pero para los turcos sería más preocupante que sus partidas desaparecieran. Después, se internaron en el bosque.
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Betorz pensaba en cómo había acabado en los montes. Cuando el batallón hispanomoravo tomó el portante, la compañía de Bestué tuvo que quedarse para proteger la retirada. Al menos, disponían de la munición y las armas de los heridos. Durante horas habían intercambiado disparos con grupos de turcos, que aprendieron prudencia tras un par de andanadas, pero que no les dejaban moverse. En cuanto anocheció, la compañía salió a escape; pero la oscuridad les confundió y a la mañana siguiente estaban solos, en medio de las montañas.
En realidad, solos no estaban. Varias veces escucharon partidas de turcos que iban a la caza de rezagados. El teniente ordenó apartarse de los caminos, y a los hombres que se ocultaran y que los dejaran pasar; no tenía intención de meterse en un tiroteo tan lejos de los suyos. A mediodía, se escucharon salvas de fusilería. Parecían lejanas, al menos a una o dos horas de marcha, y precisamente en dirección a Marianka. Aunque fuera el lugar de reunión, acercarse parecía peligroso, y la sección reanudó la marcha, no hacia el oeste sino en dirección norte. Uno de los moravos que, como confesaría después, había sido furtivo —la misma ocupación que Betorz había ejercido por la Peña— supo encontrar senderos de bestias que les alejaron de los otomanos. Siguiendo las montañas, antes o después encontrarían amigos.
Sin embargo, todo cambió cuando a la mañana siguiente llegaron a un lugar llamado «Udolisenka», o algo así; según el traductor, quería decir Valle del Sol. Era un claro con algunas cabañas de montaña. Hubiera sido un bonito lugar de no ser por el olor a quemado que indicaba que otros habían llegado antes. De varias construcciones, solo quedaban algunos tizones; pero al mirarlos de cerca, vieron que también asomaban cadáveres a medio quemar. Hombres, mujeres y niños. Algunos con horrísonos tajos. Algo más lejos hallaron el mismo dantesco espectáculo al entrar en una granja. Allí encontraron a un leñador, que lloraba ante los restos de lo que había sido su familia.
—Mi teniente —dijo el traductor—, los hombres quieren venganza.
Bestué llamó a Betorz—. Venan, a estos chicos les hierve la sangre, pero si les dejamos seremos nosotros los apiolados. Ya has visto estas colinas. Hasta caballería podrían meter, de suaves que son.
—No parecen buen refugio, Pepe. Tampoco hemos visto casi granjas.
—Ni bichos. Ni un buen cochino, ni siquiera un conejo esmirriao. Así que aquí no podremos quedarnos.
—No, pero si no hacemos nada los soldados no nos harán caso, irán por su cuenta y acabarán matándolos.
—Razón tienes, Venan. Pero no saben moverse por aquí. A algunos de esos reclutas los habrán oído desde Viena.
El sargento se puso a pensar—. Pepe, se me ha ocurrido una idea. Vosotros podríais seguir hacia el norte, por los bosques, hasta que encontréis ayuda. Yo me llevo al furtivo, al leñador, y a los que tengan experiencia en los montes, que seguro los habrá, y meto un poco de ruido. Así salvamos la piel, nos cargamos a algún culinegro, y todos contentos.
—No me hace gracia dejarte aquí, Venan.
—Pepe, ya sabes que, por los matojos, a mí no me oyen ni los gamusinos.
—Como quieras.
El teniente ordenó que se adelantaran los que hubieran vivido en el bosque: cazadores, furtivos —ofreció olvidar los delitos a los que se presentaran—, pastores o leñadores. Salieron nueve. Con el leñador y Betorz, once, y también se quedó con ellos el traductor. Los demás formaron y siguieron su marcha, no sin cambiarles los Entrerríos por fusiles Otamendi, y dejar provisiones, municiones y algunas ropas.
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Con el equipo que Bestué había dejado los hombres de Betorz adquirieron aspecto de bandoleros, que se acrecentó tras algunas correrías. El sargento había cambiado su guerrera por una de piel, y el chambergo por un gorro de conejo; pero las ropas no se veían bajo el arsenal que portaba, que hubiera envidiado el Pancho Villa de otra realidad. Llevaba terciado el Otamendi de tirador, con su mira. A la cintura, dos tirogiros y el cuchillo de Breda por si era menester despenar; hacía juego con el que llevaba en la caña de la bota. Las cananas de munición, el catalejo y tres bombas de mano componían el atuendo, que se completaba con un precioso sable que aun tenía la muesca de la bala que había matado su anterior poseedor, un otomano con más avaricia que prudencia. Sus hombres iban igual: no les faltaba el Otamendi y alguna pistola, que complementaban con espadas, chuzos, e incluso algún arco. Las ropas ya poco parecían a las de uniformidad, pero eran las mejores para moverse por esos bosques.
El leñador resultó la mejor ayuda. No solo por sus ansias de venganza, sino por conocer esos montes al dedillo. El traductor le explicó las intenciones del sargento, y el leñador les llevó por vericuetos hacia el sur, pues Betorz quería atraer hacia allí a los turcos para que no molestasen a Bestué. Ya de noche llegaron a un pueblecito al pie de los cerros. La oscuridad no dejaba ver lo que había ocurrido, pero el olfato daba fe de la podredumbre y de la carne quemada. Aun así, se oían risas que procedían de una de las pocas casas que no habían ardido. El furtivo —un tal Jan Cierny— envió a las huríes al turco que supuestamente debía hacer de centinela; ni el más avezado hubiera percibido al moravo, y menos estando borracho.
Después, el furtivo llamó a la puerta haciendo gala de descaro. Un turco abrió, y lo último que vio fue el cuchillo que le entró por el ojo. Los irregulares que había dentro se volvieron, justo a tiempo para recibir dos bombas de mano y otra de fósforo que convirtieron la casa en un infierno, del que los demás moravos no dejaron salir a nadie.
—Buen espectáculo. Ahora, a la carrera.
Cruzaron los montes por la noche y a la mañana siguiente se dejaron ver en al otro lado: junto a otro pueblo en el que aun había gentes, vieron a media docena de jinetes con ropas orientales. Un soldado salió, como si anduviera perdido, y se echó a correr al ver a los turcos, que se lanzaron al galope. Pensaban que lo atraparían con facilidad, pero lo que consiguieron fue la andanada que proporcionó al sargento su bonito sable. Le dio pena matar a los caballos, pero en el bosque supondrían un estorbo.
Demasiada actividad podía ser mala para la salud. Al momento, el sargento apremió a los hombres, y marcharon entre los árboles. No les importó dejar huellas en la tierra blanda: algo después, al llegar a una zona pedregosa, volvieron sobre sus pasos hasta regresar a un arroyo y seguir por él. Al final, el leñador les condujo hasta una vaguada. Apartó unas ramas y unos tepes de hierba, abriendo el acceso a una cueva. El traductor le dijo a Betorz—: Es allí donde se esconde cuando llegan los recaudadores. Dice que hay otra salida por ahí.
—Pues ese covacho nos vendrá de perlas.
Cierny revisó el lugar para asegurarse que no había huellas. Luego, Betorz avisó a sus hombres que no quería ver ni rastro y, si a alguien se le ocurría jiñar cerca, se hacía una pulsera con su pito. Tampoco iba a permitir hacer fuego, ni para calentarse ni para cocinar, que lo harían durante sus marchas. La cueva sería el último refugio.
Algo después establecieron otro campamento en una hondonada a casi una hora de marcha. Sería esa su base. Doblando árboles jóvenes hicieron abrigos que, vistos desde lejos, parecían zarzas. El leñador talló maderas para descubrir el centro seco, que ardería sin humo, y el furtivo puso algunas trampas.
Durante las dos semanas siguientes repitieron las incursiones: una marcha por el bosque hasta acercarse a algún puesto turco que atacaban por sorpresa, aprovechando la oscuridad, para retirarse durante el día. A ser posible utilizaban armas blancas o bombas de pólvora capturada, ya que no habría manera de conseguir más munición. Siempre, cerca de Bratislava, aunque el refugio estuviera al norte. Luego volvían, bien a las chabolas, bien a alguna de las pocas granjas para conseguir algo de pan. Cuando liberaban esclavos, como las pobres niñas, los entregaban a los granjeros para que los ocultasen.
Los ataques debían estar molestando a los turcos. Un par de veces vieron patrullas rastreando la espesura, pero lejos de los refugios; las caminatas habían servido para despistarlos. Ahora bien, Betorz no se engañaba. Esos cerros apenas tenían quince kilómetros de anchura, y se podía andar por cualquier lado. Antes o después, los otomanos harían una batida, y mejor sería no probar si la cueva era segura o no. Había que cambiar de aires.
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Un soldado de cuatro siglos
Como buen furtivo, el sargento evitaba las cimas, donde su silueta pudiera recortarse; pero desde la ladera había visto una mancha oscura no demasiado lejos. Interrogó al traductor, que a su vez preguntó al leñador.
—Es el bosque del conde Bezodné. Lleno de guardias.
Seguramente, esos días los guardabosques tendrían algo mejor que hacer, así que sería un buen lugar donde pasar algún tiempo. Así que a la noche siguiente descendieron al llano y, aprovechando que las mieses estaban altas, cruzaron los cultivos hasta llegar a la linde. Le sorprendió ver que había bastantes huellas; mejor, porque así las suyas pasarían desapercibidas —habían puesto trapos en las suelas para ocultar las distintivas marcas de sus botas—, y los lugareños podrían ayudarles. Al amanecer vieron pasar a unos críos con cestas, seguramente buscando bayas. Los dejaron pasar, pero luego siguieron su rastro, hasta encontrar a unas gentes que se habían refugiado en la espesura.
—Están aquí escondidos de los turcos —dijo el traductor.
—Lo suponía ¿Tienen comida?
—Poca, pero dicen que en la aldea hay más.
Los soldados se acomodaron en el campamento, vigilando que ninguno de los civiles lo dejara. La noche siguiente, el leñador y Cierny volvieron con una saca de pan duro y una frasca de cerveza. Hicieron unas sopas no muy sabrosas, pero que llenaban la tripa. Mientras cenaban, se acercó el traductor.
—Sargento, Cierny dice que no se fía mucho de esos refugiados. Le parece que están demasiado gordos.
—¿Qué piensa?
—Que deben ser salteadores o contrabandistas.
—No creo que tengan motivos para querer a los turcos.
—A los turcos, no. A su oro, no estaría tan seguro.
Betorz se quedó preocupado. Ese bosque ya no parecía tan buen refugio. Al amanecer dejaron el campamento, diciendo que iban a Viena; pero el furtivo quedó atrás vigilando a los refugiados, mientras el leñador guiaba a la patrulla a una cabaña.
—Asi que conocías el bosque. Ya veo el caso que les haces a los guardias.
El leñador chapurreó en español—: Sargento, mía familia comer… —al recordar su desgracia, se le inundaron los ojos.
—No podremos recuperar a los tuyos, pero te aseguro que tendrás venganza.
Esperaron en la cabaña, ya que Cierny se hizo esperar. Cuando llegó —solo lo notaron por su imitación de un cuclillo— les dio malas noticias.
—Dice que han mandado a los críos a seguirnos, pero que los ha despistado.
—Poco tardarán los pichascortadas en enterarse de que rondamos por aquí ¿Hay algún otro rincón para esconderse?
El furtivo señaló hacia el oeste y parloteó con el traductor, que luego se dirigió al sargento—. Dice que el río está rodeado de marismas. Buen escondite si no nos importan los mosquitos. Además, hay pesca y cangrejos.
—Pues vámonos.
Sin esperar a la noche, salieron del bosque, aprovechando los trigales sin cosechar para moverse sin ser vistos. Al legar a una pequeña arboleda se resguardaron; justo a tiempo, porque vieron una numerosa partida de jinetes turcos que iban hacia la arboleda que dejaban atrás. Esperaron a la noche antes de acercarse al río Morava.
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Un soldado de cuatro siglos
Esta vez no encontraron a nadie. Seguramente, los lugareños habían huido en cuanto supieron del resultado de la batalla, dejando unos preciosos botes que les vinieron de perlas para internarse en las lagunas. Si no fuera por los mosquitos, el sitio parecía ideal. Había bastante pesca, encontraron un chamizo que protegía de la lluvia y, más importante, algunas orillas estaban excavadas formando cuevas perfectas para ocultarse. Sin embargo, no estaban allí para descansar, así que a la noche siguiente Betorz salió con Cierny para explorar. Se movieron entre el cereal hasta acercarse a un camino. Entonces, el furtivo quedó como congelado, y el sargento le imitó. Con cuidado, Cierny se llevó la mano a la nariz: se notaba un discreto tufo a especias. Con cuidado, se alejaron hasta encontrar un lugar donde observar. Por la mañana vieron que estaban junto a una granja que los turcos debían emplear como puesto de vigilancia. Al amanecer salieron a rezar —media docena, que parecían jenízaros por sus gorros— y luego pasaron varios mensajeros y algunos carromatos.
Los dos fueron tomando nota del tráfico, y al sargento se le ocurrió una idea.
A la noche siguiente era la patrulla al completo la que se acercó al puesto. Se adelantaron Betorz y el furtivo. Había un centinela que dormitaba, al que sumieron en un sueño definitivo. Tras llamar a los demás, entraron en la casa. Los soldados turcos estaban también dormidos, y no llegaron a despertar.
—¿Alguno sabe turco? ¿No? Vaya por Dios. Por lo menos, poneos sus ropas y cuando yo diga, gesticulad mucho.
Al amanecer, el primero fue un mensajero. Atendió las señales que le hacían y fue tras la casa, siendo premiado con un sablazo. Luego fueron un par de carromatos con provisiones. Los conductores se acercaron confiados hasta ver a los Otamendi. Levantaron las manos, dejando la barriga expuesta a las cuchilladas. Después llevaron los carros detrás —tras reservarse sacos de pan y alguna gollería— y los caballos, a un establo.
El tercero en llegar lo hizo en una carroza escoltada por cuatro jinetes, que cayeron con balazos en el pecho; el leñador les había enseñado que, poniendo trapos en la boca del arma, el sonido del disparo se atenuaba. Dentro había un turco con ropas lujosas. Sería algún bajá, pacha o algo por el estilo, y el tipo no paraba de gritar y gesticular. Hasta quiso echar mano a su espada, pero el sable de Betorz lo silenció. Para siempre. Además de la satisfacción, se hicieron con más uniformes y espadas.
Durante todo el día practicaron el juego Si los turcos eran muchos, los dejaban pasar. Si no, les ordenaban entrar en la granja y, si alguien se hacía el remolón, los Otamendi acababan con la discusión. El premio gordo estuvo en dos carros con pólvora. Con todo, el sargento empezó a preocuparse cuando pasaron dos horas sin que llegara nadie.
—Me da que los pichascortadas se imaginan algo ¡Tomad los caballos, que saldremos a escape! Mientras, voy a ver si preparo una maldad.
Tomó un par de pistolas turcas, las cargó con pólvora hasta la boca —sin bala— y las acercó a la boca de un barrilete de pólvora. Entonces las amartilló y, con cuidado, colocó un cordel que ató a un poste. Salió por otro lugar, montó en uno de los caballos, y salió al galope.
No se les daba bien la monta —eran de infantería— pero pudieron recorrer varios kilómetros en una hora. Entonces se sintió más que se oyó una gran explosión. Betorz ordenó poner pie a tierra y cargar con los sacos de provisiones, espantar los caballos y seguir hasta la laguna. Pero no se detuvieron; el espectáculo seguro que atraería mirones. Así que cruzaron el Morava en cuanto oscureció, hundieron los botes en una laguna ribereña —de ser preciso, los podrían recuperar— y aprovecharon la noche para llegar a los cerros. Ya con las primeras luces, el leñador los llevó hasta la cueva secreta, donde dieron cuenta de algunos panes. Estaban agotados, pero también contentos. La venganza es dulce.
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Durante dos días permanecieron escondidos. Por algún motivo, parecía que habían metido un palo en un avispero, y las patrullas turcas rondaban continuamente, aunque no llegaron a descubrir ni a cueva ni los fusiles que acechaban en su boca. Sin embargo, la presión era excesiva y antes o después algún curioso los encontraría. Así que Betorz decidió organizar una distracción. Dio órdenes de que, si no volvían en dos noches, la patrulla escapara hacia el norte, y al oscurecer salió con Cierny y el leñador, enfundados con ropajes turcos. Ya tenían costumbre de moverse con cuidado, mientras que los turcos resultaban más ruidosos que una orquesta: pasaron junto a dos campamentos, donde los hombres bramaban más que roncaban, pero guardados por nerviosos centinelas, que nadie se atrevía a dormirse en ese bosque de muerte.
Al amanecer habían llegado a la linde oriental; entonces se incorporaron y anduvieron como si fueran lo que parecían, irregulares buscando algo que pillar. Como quien no quiere la cosa, se acercaron a Presburgo y se tumbaron esperando la llegada de la noche. Protegidos por la oscuridad, siguieron hacia el norte, deteniéndose en las aldeas; en todas hicieron lo mismo: Cierny acababa con el centinela —se movía con un sigilo que daba miedo— y después dejaba una bomba en la puerta, con la mecha cortada y un cordel atado a la anilla. Ya habían visitado tres lugares cuando oyeron acercarse a una patrulla; esta vez dejaron dos bombas en el camino y salieron a escape.
La noche fue saludada por explosiones. Con la satisfacción del trabajo bien hecho, los tres supuestos irregulares volvieron al bosque y luego al refugio.
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La semana siguiente hicieron otras tres incursiones. En una, mataron a un centinela y escondieron su cadáver, que siempre impresionaba más una desaparición que una muerte. En otra, acabaron con una pequeña partida de forrajeadores; esta vez dejaron los restos —con una sorpresa explosiva debajo—, pues los disparos se habrían escuchado desde lejos. Las dos incursiones las hicieron a varias horas de marcha, al norte. La tercera fue más osada: durante la noche se acercaron a la carretera de Presburgo y pusieron en un talud una carga de varios kilos de pólvora que se activaba con una cuerdecita que disparaba una pistola. Una potente explosión saludó su éxito, pero debió ser excesivo, ya que durante tres días tuvieron que volver a esconderse ante las repetidas batidas; además, se estaban quedando sin municiones para los fusiles, y apenas quedaban bombas de mano.
Fue una patrulla la que forzó a Betorz a tomar una decisión. Cierny les avisó que la montaña se estaba llenando de paganos, y el sargento ordenó abandonar el campamento y limpiar la hondonada, para volver a meterse en la cueva. Justo a tiempo, ya que apenas habían tenido tiempo de taparla cuando pudo oírse cómo se acercaban los batidores. Pasaron sin ver el refugio, pero los otomanos no parecían querer irse. Transcurrieron horas, y de vez en cuando se escuchaban voces, incluso los cascos de caballos. Algunos turcos debieron rondar cerca, haciendo tanto ruido que demostraban no saber nada de la vida en los bosques. Hasta la noche no se asomaron. Como otras veces, fue Cierny el primero, seguido por el leñador, que estaba demostrando tener también mañas de furtivo. Pero volvieron en seguida.
—Han acampado cerca, a quinientos pasos. Muchos, treinta o cuarenta.
Demasiados, y demasiado cerca. Como confirmó a la mañana siguiente un otomano, que debía estar buscando fresas, setas o lo que fuera, pero con excesivo detenimiento. El leñador se asomó con cuidado, tomó un arco turco —estaba claro que no vivía solo de las maderas— y le atravesó el cuello, mientras musitaba— Pre moju Vera.
El turco cayó al suelo, ahogándose en su sangre. Lo malo era que lo echarían en falta.
—Nos vamos, pero les dejaremos un regalito.
Puso dos bombas de mano con las mechas cortadas. Una, en las ropas del cadáver y el tirafrictor atado a una rama en el suelo. La otra, de la misma manera, pero algo más lejos y con un fino cordel entre la hierba; a esas alturas los turcos desconfiarían y seguramente inspeccionarían un poco antes de probar a tirar del cuerpo con una cuerda; con un poco de suerte —mala— se encontrarían con el regalo. Después, el sargento dio orden de marchar.
Esta vez iban a dejar el lugar. Habían llamado demasiado la atención, y seguir vivos dependería de la suerte. Como dos días antes, un estampido a sus espaldas les hizo acelerar el paso. Un par de veces tuvieron que refugiarse entre las zarzas para dejar paso a grupos de turcos que iban hacia el sur, atraídos por las explosiones. A las dos horas dejaron de encontrar enemigos, pero el sargento sabía que estaban dejando demasiado rastro. Así que mantuvieron la marcha, siempre por las laderas, lejos de los caminos. A veces escucharon ruidos, pero no llegaron a ver a nadie. Hasta que empezaron a oír ladridos que les hicieron acelerar todavía más la marcha, pues un hombre podía esconderse de otro hombre, pero no de un perro cazador.
Ahora sería más difícil escapar, pero no por ello se lo iban a poner fácil a los perseguidores. Dejaron las tres últimas bombas, también unidas a cordeles —hechos con hilos de las ropas, pues se estaban quedando sin nada— para que las encontraran los perros, que a los sabuesos se les daría muy bien seguir rastros, pero no tanto la manipulación de explosivos. De nuevo, no se habían alejado demasiado cuando escucharon dos estampidos; que los turcos estaban cerca lo supusieron porque escucharon ayes y los gañidos de perros heridos. Por desgracia, también se oían ladridos que denotaban que algunos animales se habían salvado y que el acoso continuaría. Por desgracia, ya no tenían con qué hacer trampas; pero podían simularlas, y cada poco tiempo fueron dejando más cordeles, esta vez suficientemente visibles; si los turcos no eran tontos, se andarían con pies de plomo, y cada vez que vieran algo sospechoso tendrían que dejar de seguir el rastro, dar un rodeo y volverlo a encontrar. Salvo que dejaran a los perros seguir solos; pero para eso el leñador, demostrando sospechosos conocimientos, también tenía solución: tomó un par de salchichas que le quedaban, las partió en trozos y las fue dejando atrás… no sin meter dentro astillas que había afilado. Seguro que los perros las apreciarían.
De todas maneras, eso no les iba a librar de los acosadores. Antes o después llegarían más tropas, puede que a caballo, eso si no se estaban apostando por delante de ellos. Solo les podía salvar la rapidez; al menos, tantas semanas de andar les habían dado las piernas con las que alejarse. Durante horas siguieron adelante; al menos, dejaron de escuchar a los canes. Hasta que salieron a un claro; por desgracia, no tenían tiempo para rodearlo. Tendrían que correr. Sin embargo, cuando estaban en medio, de una vaguada salió una patrulla de caballería.
—Lo siento, chicos, pero se acabó. Hacédselo pagar caro con los Otamendi, y reservaos un tiro. Será mejor que no os cojan vivos.
Los caballeros, que se movían con orden, se desplegaron mostrando que también iban a atacar por los flancos. Tontos no eran, pero no se irían de rositas. Betorz fijó la mira del Otamendi en el que le pareció el jefe. Llevaba un extraño atuendo y ¿alas en la espalda?
—¡Son polacos! ¡Estamos salvados!
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Die Gemetzel
Die Gemetzel, las matanzas, es como se conocen en Austria las atrocidades cometidas por los turcos durante su ofensiva contra Viena de 1681.
Antecedentes
En 1522, el matrimonio entre el rey Luis II de Hungría y María de Austria, hija de los reyes de España Juana y Felipe I, había hecho que los Habsburgo, tanto la rama española como la austriaca, heredaran la enemistad entre húngaros y otomanos. Desde entonces, el estado de guerra fue la norma; de vez en cuando se recrudecía y se libraban grandes batallas; pero incluso durante las treguas se mantenía una guerra de baja intensidad tanto en el Mediterráneo como en la frontera húngara.
En estos enfrentamientos no se respetaban las limitaciones que en Europa empezaban a atenuar el salvajismo de la guerra, especialmente por parte turca. Los prisioneros podían considerarse afortunados si eran reducidos a la esclavitud, pues no era raro que fueran ejecutados en masa. El destino de los jefes capturados era aun peor, pues sufrían terribles torturas. Los cristianos tampoco se quedaban cortos; por ejemplo, la Pragmática Sanción de 1665 que abolía la esclavitud en los territorios hispánicos, excluía expresamente a los turcos capturados.
Este trato cruel no se limitaba a los militares. En los conflictos del Mediterráneo, uno de los principales objetivos de los corsarios era la captura de prisioneros, buscando obtener sustanciosos rescates cuando no eran vendidos como esclavos. Esos desgraciados se apresaban en las poblaciones costeras, castigadas de tal manera que algunas localidades fueron abandonadas hasta el Resurgir español. Algo parecido ocurrió con la frontera austriaca, que quedó casi despoblada pues los que no huyeron acabaron esclavizados. Además, los turcos eran inhumanos con los rebeldes, y las sublevaciones solían saldarse con matanzas, como la de Quíos de 1681 que desencadenó la guerra de la santa Alianza.
Un factor que incrementaba aun más si cabe la crueldad otomana era la composición de su ejército. Además de un núcleo profesional de infantería (jenízaros) y caballería (espagis), solía incorporar «voluntarios de la fe», atraídos más que por motivos religiosos, por la posibilidad de obtener botín. Esos voluntarios, llamados «basi-bozuk» (literalmente, cabeza estropeada, pero puede traducirse como alocado), eran valerosos pero indisciplinados, y se hicieron tristemente famosos por sus atrocidades. Durante la guerra de la Santa Alianza la penuria económica turca, debida a la sucesión de guerras y a la pérdida de los ingresos de Egipto y del comercio de especias, incrementó la proporción de voluntarios irregulares sin paga.
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Las masacres
El Gran Visir turco Kara Mustafá, enfrentado a una probable ofensiva de la Santa Alianza (España, Austria, Polonia y otros estados menores), decidió adelantarse atacando Austria y tomando su capital, Viena. El ejército turco partió de Edirne y Sofía hacia Belgrado y después Buda, que iba a ser su principal base de operaciones. Desde allí se dirigió hacia Viena: la fuerza principal lo hizo por el sur del Danubio, mientras que un cuerpo de ejército lo hizo por el norte, dirigiéndose a Presburgo. Una tercera fuerza se dirigió hacia Viena directamente desde Belgrado. Finalmente, varios cuerpos de caballería tártara (de Crimea) se internaron en territorio austriaco.
La fuerza del norte, mandada por el pachá Abaza Siyavus, se enfrentó en Presburgo a un ejército austríaco y español dirigido por el margrave Leopoldo Guillermo de Baden-Baden. Los turcos consiguieron romper las líneas aliadas y tomar la ciudad de Presburgo, que fue saqueada: se estima que fueron asesinados unos diez mil civiles, y esclavizados otros tantos. Posteriormente capitularon ante los turcos parte de los austriacos derrotados, que habían quedado cercados en la fortaleza de Devinsky. Sin embargo, los irregulares los masacraron cuando depusieron las armas, aunque no está claro si fue o no con la anuencia del pachá.
Simultáneamente, la fuerza principal se enfrentó al ejército austriaco del anciano mariscal Von Sporck en Raab, donde se reprodujeron los sucesos de Presburgo: el ejército austriaco fue rechazado, y Raab fue tomada a sangre y fuego. Como en Presburgo, los pocos supervivientes fueron esclavizados.
Una tercera masacre se produjo en Perchtoldsdorf, al sur de Viena. La pequeña ciudad capituló ante los atacantes pero, en cuanto los cristianos entregaron sus armas, fueron exterminados. Perecieron unos cinco mil, la mayoría civiles; parece que en el rigor de la matanza (no hubo prisioneros) pesó las serias bajas que los turcos habían tenido en las batallas de Presburgo y Raab.
Las noticias de las masacres encorajinaron a los defensores de Viena, que comprendieron que la rendición no era una opción. El ejército turco inició el asedio, bloqueando el norte de la ciudad y atacando las murallas en su sector meridional. Durante el sitio, forrajeadores turcos (en su mayoría, irregulares) recorrieron la Baja Austria robando, matando y quemando. Los sacerdotes recibieron el peor de los tratos: ciento quince fueron martirizados, destripados, empalados, o quemados en cruces.
Las matanzas se extendieron a manos de la caballería tártara, que Kara Mustafá envió para que aterrorizaran a la población austríaca, con la intención de despoblar los campos y dificultar los movimientos de los ejércitos aliados. Grupos tártaros llegaron tan lejos como Linz en Austria o Brunn en Bohemia. Aunque no fueron capaces de tomar las ciudades, ejecutaron las órdenes del gran visir, quemando las aldeas y exterminando a los lugareños.
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Consecuencias
Las atrocidades turcas tuvieron tres consecuencias. Una, ya citada, fue que las ciudades austriacas cerraron sus puertas y se defendieron hasta la muerte. Viena respondió a las intimidaciones turcas con cañonazos, y lo mismo hicieron Linz y Brunn. Pero no solo lo hicieron las grandes ciudades: los campesinos se encastillaron en fortalezas medievales, monasterios e iglesias; muchas veces, esa resistencia les salvó frente a los crueles, pero ligeramente armados jinetes tártaros.
Otra fue que los aliados respondieron a los turcos de la misma manera. Tras las matanzas, los prisioneros turcos no podían esperar misericordia. Aunque los asesinados no fueron demasiados, Europa se llenó de esclavos otomanos, con prohibición de ser liberados. Posteriormente, algunos fueron canjeados, pero incluso en una fecha tan tardía como 1720 había en Viena mil cuatrocientos esclavos turcos. No pocos jefes turcos fueron ejecutados, y a los que se encontró culpables de matanzas sufrieron las bárbaras penas que se reservaban para los regicidas.
La tercera fue el levantamiento campesino en la retaguardia otomana. Inicialmente, fue protagonizado por grupos de soldados que se habían dispersado tras las derrotas de Presburgo y Raab, pero posteriormente se les unieron pobladores cristianos, y la rebelión se extendió a Hungría, Eslavonia y Serbia. Ese conflicto se caracterizó, como no, por su crueldad. Aunque los resistentes raramente consiguieron grandes éxitos, limitaron su libertad de acción de los turcos, obligaron a destinar grandes contingentes a vigilar las líneas de comunicación, y les hicieron casi imposible conseguir alimentos, de tal manera que los ejércitos otomanos en Hungría y Austria empezaron a pasar hambre.
La lucha de estos resistentes contra los otomanos atrajo la imaginación de los europeos, y no solo de los católicos. Se debió, en buena parte, a las novelas sobre el Capitán Vengador, escritas por Felipe de la Ripa y publicadas por entregas en el Heraldo del Reino. Tuvieron aun más éxito que la famosa novela «Las desdichas del tío Antonio» y no solo se publicaron en otros periódicos, sino que surgieron multitud de imitaciones de temática parecida, algunas ambientadas en los Balcanes, otras en Marruecos o en Egipto. El resultado fue que el público demandó que se intensificaran las campañas contra los musulmanes (con el lema «Terminemos la Reconquista ¡Ya!»), la campaña de venta de bonos de guerra tuvo tan buen resultado que fue preciso ampliar la emisión, en las iglesias se elevaron preces por la destrucción del «paganismo maléfico», y las oficinas de reclutamiento se llenaron de voluntarios. Tras tal éxito de la serie, se ha sugerido que detrás de la publicación estaba la mano del marqués de Lazán, algo que no se ha podido determinar.
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Fusiles de retrocarga Otamendi
Los fusiles de retrocarga Otamendi fueron las primeras armas de retrocarga prácticas en ser fabricadas en serie y en ser empleadas en combate. Recibieron ese nombre de su diseñador, el ingeniero Don Ignacio Otamendi, barón de Otamendi y marqués de Avilés. Estos fusiles se introdujeron en la guerra de Dunkerque, y su potencia de fuego resultó decisiva en los enfrentamientos. Durante treinta años fueron equiparon a los ejércitos españoles, aunque a partir de 1682 fueron complementadas por el fusil Mieres modelo 1678.
Fusil modelo 59
El primero fue el fusil modelo 1659 (abreviadamente, modelo 59). Se basaba en el anterior fusil de avancarga Entrerríos, y empleaba su cañón taladrado de once milímetros de calibre. Se diferenciaba en su mecanismo de retrocarga de bloque deslizante, que se manejaba con una palanca situada bajo el guardamanos. Empleaba cartuchos de pólvora parda, de jarra de latón con reborde y percusión central. El percutor era interno y daba al arma un arma de aspecto compacto. Una novedad fue la incorporación de un seguro que permitía llevarla cargado con seguridad.
Como ocurría con el fusil Entrerríos, podía montarse un cuchillo de Breda, aunque además del de cubo se distribuyeron otros modelos que fueron preferidos, ya que se podían emplear para otros menesteres. Estos cuchillos tenían un filo cortante que permitía utilizarlos no solo engarzados, sino también en el combate cuerpo a cuerpo o como herramientas; con esta finalidad llevaban en el pomo un gancho que facilitaba la extracción de los cartuchos atascados, problema frecuente hasta que apareció el fusil Otamendi modelo 68, similar pero con la recámara ranurada para facilitar la extracción. Buena parte de los 59 fueron devueltos a la factoría para ser modificados.
Balísticamente, el Otamendi 59 superaba al Entrerríos 41 a pesar de ser el cartucho de similar potencia y tener el cañón más corto. Se debía a que el proyectil estaba mejor diseñado, no necesitaba ser asentado, y no se deformaba al ser disparado. Aun así, al emplear pólvora parda la velocidad inicial era relativamente baja y la trayectoria poco tensa. Era impreciso a distancias superiores a doscientos metros, aunque el fuego por descargas podía suplir esa deficiencia. A pesar de esos inconvenientes, las principales ventajas del nuevo fusil estaban en la cadencia de tiro (un fusilero entrenado podía hacer hasta diez disparos por minuto) y que se podía cargar cuerpo a tierra o a resguardo del enemigo.
La introducción del nuevo fusil dejó anticuados los terriblemente vulnerables cuadros de infantería, e incluso las formaciones lineales. Ya que la cadencia de tiro hacía infrecuentes los combates cuerpo a cuerpo, se prefirió el despliegue en guerrilla, que podía mantener el mismo fuego que las formaciones lineales y que, a cambio de menor potencia de choque, era mucho menos vulnerable a las armas de fuego enemigas, además de requerir menos instrucción.
El Otamendi se consideró tan valioso que no fue suministrado a las milicias hasta 1677, y a los aliados de España hasta 1682. Aunque algunos ejemplares fueron capturados, los armeros de otras potencias europeas fueron incapaces de copiarlos, y solo en 1715 se empezó a producir el arsenal de Charleville (Francia) un arma similar.
Fusil modelo 72
El fusil Otamendi modelo 59 empleaba pólvora parda, que dejaba menos residuos y no producía tanto humo como la pólvora negra, pero seguía ensuciando las ánimas y tenía potencia relativamente baja. Se suministraron algunos lotes de cartuchos de con mezcla de pólvora parda y rayo, pero balísticamente eran similares, se necesitaba ajustar las miras, y se produjeron algunos accidentes cuando los fusileros pusieron cargas completas de pólvora rayo en los cartuchos. A causa de estos problemas, la munición mixta apenas fue empleada salvo por algunos tiradores. Estos cartuchos se distinguían al llevar una vistosa banda de color rojo.
El fusil Otamendi modelo 72 había sido rediseñado para emplear la nueva pólvora. La principal diferencia estaba en el cañón, más resistente y de solo de ocho milímetros de calibre. El mecanismo era similar, de palanca, aunque incorporaba la recámara ranurada del modelo 59, un sello mejorado de elástica (como se erosionaba rápidamente, los soldados solían llevar varios de repuesto), y una uña extractora. Los cartuchos eran de latón extrusionado, más resistentes y que se deformaban menos: con estos cambios se hicieron infrecuentes las interrupciones, que no eran raras con el Otamendi modelo 59. Los proyectiles eran ojivales con recubrimiento de cobre. También se distribuyeron lotes con recubrimiento únicamente lateral y con punta blanda ranurada, que causaban heridas muy graves, y que se emplearon casi exclusivamente contra moros y turcos.
La potencia del cartucho, unido al proyectil aerodinámico hacía que su trayectoria fuera más tensa que el precedente. Tenía potencia suficiente para perforar las corazas de los caballeros a corta distancia (salvo si se empleaba la munición de punta blanda), y eran letales incluso a mil metros para las tropas sin protección. Aun así, raramente se empleaba a más de doscientos cincuenta pasos, salvo cuando se disparaba en descargas contra objetivos especialmente valiosos.
El fusil modelo 72 podía equiparse con cuchillos de Breda, aunque ya no se empleaban de cubo sino de espada. También se podía acoplar con un lanzagranadas que disparaba granadas hasta cien metros de distancia. Se hacía con cartuchos especiales sin proyectil; el disparo inflamaba la mecha de la granada, que debía ser expuesta antes del disparo quitando una tapa. Debido al gran retroceso, se recomendaba apoyar el fusil en el suelo o en algún muro, y no sobre el hombro. Aunque se pretendía que todos los soldados emplearan el lanzagranadas, los disparos desajustaban el fusil, y era práctica habitual reservar los más gastados para tal uso.
Derivados del modelo 72 fueron el modelo 75, destinado a los tiradores, que estaban ajustados manualmente y podían llevar una mira telescópica. Los tiradores españoles, que tuvieron su estreno en la Guerra de la Santa Alianza, se convirtieron en la pesadilla de los jefes y los artilleros enemigos. El modelo 82 era una versión para las unidades de vengadores que tenía una mira especial y una rosca para adaptar un silenciador Camblor.
El fusil Otamendi modelo 72 se empleó a pequeña escala en la Guerra contra los Piratas, y durante la Guerra de la Santa Alianza equipó al ejército del marqués de Lazán en la campaña de los Balcanes. A pesar de sus buenas características, tenía algunos inconvenientes: el principal, la debilidad de la empuñadura de la culata, debido a la posición del bloque obturador, que no era raro que se dañara con el empleo prolongado o durante la lucha cuerpo a cuerpo. Durante el conflicto, empezó a ser sustituido por el fusil Mieres de retrocarga modelo 78.
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