BARCELONA, 5 DE DICIEMBRE DE 1918Dominique Gauchet, Jefe de la Primera Escuadra de la Marine Nationale, observaba con tristeza la ciudad de Barcelona desde el puente de su nave almirante.
En cumplimiento de las condiciones de alto el fuego con los Imperios Centrales y España, Francia debía fondear sus embarcaciones de mayor desplazamiento en los puertos de Barcelona y Bilbao. La inmensa mayoría de los
cuirassés y
croiseurs tenían su base en Tolón, por lo que debían internarse en Barcelona.
Atrás quedaban las campañas del Adriático y Gallipoli, y los numerosos convoyes con Argelia. Gauchet no se explicaba como, poco a poco, los españoles en solitario, y con la ayuda alemana más tarde, habían logrado encerrar a las potentísimas armadas de la Entente en sus puertos mediterráneos. La Marine Nationale, la Royal Navy, la Regia Marina y la U.S. Navy habían cedido ante una Marina de Guerra Española, que al comienzo de las hostilidades, contaba con 3 acorazados de escaso porte, y 5 viejas reliquias de 1899.
Todo aquello no tenía sentido. Sí, era cierto que los españoles habían cerrado el Estrecho de Gibraltar, pero aún así, la balanza se decantaba estrepitosamente hacia la Entente. Tal vez, se perdieran días y semanas cruciales frente a Gallipoli, o tal vez, siempre se pensó en España como en el rival más débil, lo que en el mar era cierto, dejando a la Marina de Guerra para el final.
Los británicos se empeñaron en una serie de ataques contra las costas españolas, incluyendo los desembarcos de Canarias, que poco a poco habían ido desgastando a una Royal Navy volcada en el Atlántico, dedicada a evitar la salida de la Flota de Alta Mar de Alemania, y obligada a escoltar infinitos convoyes. La Regia Marina se había concentrado en exceso en bloquear a la KuK Marine, su verdadero enemigo, a la espera del botín, una fuerza la austro húngara que simplemente se había dedicado a la guerra submarina, y con notable éxito para sus medios; y para finalizar, sin prisa pero sin pausa, los puertos norteafricanos de la Entente o bien habían caido en manos españolas, o bien habían sido definitivamente inhabilitados.
No era el momento de repasar los infinitos cablegramas de los últimos cuatro años, desde que había sustituido al Almirante Augustin Boué de Lapeyrère, caido en desgracia por la pérdida del Gambetta.
Sí, sin duda el resplandor de Alemania había deslumbrado a los políticos y a los almirantes y generales de salón, permitiendo a España poner en jaque a 4 poderosas armadas, una a una, siempre con cierta ventaja numérica local.
Ahora veía el gentío que se agolpaba en el Castillo de Montjuic y en los rompeolas. Si ya era desesperante la visión de la nave que guiaba a las francesas a través de los campos minados, más desesperadamente era recibir las notificaciones de su Director de Tiro... nadie, absolutamente nadie cubría las baterías costeras. Viejos cañones los españoles, incapaces de haber siquiera hecho un rasguño a sus cuirassés, pero ni ante la formidable presencia de una escuadra enemiga, ningún cañón apuntaba a sus buques. Y una cañonera, a todas luces un viejo vapor de cabotaje, hacía de pastor de aquel rebaño. Podía verse al comandante del cañonero, a buen seguro un oficial de complemento, henchido de orgullo, y la nave de aquel quijote enarbolando una bandera de combate a todas luces confeccionada con viejos trapos.
Entrando en la bocana del puerto, los gritos de jubilo de los barceloneses, encaramados en cualquier punto que les permitiera la visión de aquella parada naval, inundaban su nave almirante, el
Cuirassé Lorraine. Que paradoja, entregaba una flota izando su gallardete en el buque con el nombre de una tierra que por otra generación no sería francesa. Desde el ala del puente, con sus binoculares veía incluso como las mujeres descendían por la ladera del monte.
No podía soportar aquella visión, lavanderas, criadas, labradoras, hiladoras, tejedoras, chamarileras, floristilleas, modistas, prostitutas, eran testigos de su deshonor. Para colmo, entregaría el mando de la Flota a un oficial de la Marina de Guerra, ese era el último cable recibido en Tolón. Si al menos hubiera estado presente un Almirante, o el Minsitro de Marina, el Almirante Florez, o el admirado Capitán General Bustamante... no, los españoles dejaban aquella magnifica flota al mando de un Capitán de Navío, que según los datos de la segunda sección, era un veterano de la Guerra de 1898, movilizado para librar de tareas administrativas a oficiales y jefes en activo para completar dotaciones.
Otra vez, otra vez, la Fortuna de Francia había desaparecido frente a aquella nación que muchos consideraban de salvajes, hasta el Grand Empereur llegóa a anotar,
una chusma de aldeanos guiada por una chusma de curas... En poco más de un siglo España había sido de nuevo la perdición de Francia.
No, jamás entregaría la flota, pero tampoco faltaría a la palabra dada por la República. Entró en su camarote, y jamás salió de él con vida.
Nunca llegaría a saber que la Marina de Guerra de España le tributaría el funeral de un héroe, presidido por aquél a quien tanto había admirado Gauchet, el Capitán General Bustamante, y que le esperaba aquel día de diciembre en las escalinatas del Edificio de Aduanas, lugar indicado para el atarque del Lorraine, para acompañarlo a una recepción para sus Almirantes y Jefes. Tampoco oiría como a la entrada de la Nao Almirante en el puerto, se dispararon 21 cañonazos de ordenanza, y como la Orquesta de la Ciudad interpretaba la Marsellesa. España y Francia habían dejado de ser enemigos.