El sistema hace agua La escena del pasado jueves en la noche, cuando el Presidente de la República apareció en las pantallas de televisión acompañado por el Ministro de la Defensa y los altos mandos militares y de Policía, es la demostración fehaciente sobre el fuerte remezón que ocasionó la sentencia en contra del coronel en retiro Alfonso Plazas Vega, dada a conocer pocas horas antes. Como es sabido, la jueza María Stella Jara condenó al ex militar a 30 años de cárcel, al considerarlo culpable de la desaparición de 11 personas que salieron con vida de los restos humeantes del Palacio de Justicia, en noviembre de 1985.
Por su severidad, como por la solicitud de reabrir investigaciones en contra del ex presidente Belisario Betancur y de quienes estaban a cargo de las Fuerzas Armadas en la época en que ocurrieron los hechos, el fallo tiene serias implicaciones que superan el campo penal individual, pues sus repercusiones también son políticas e institucionales. Tanto, que el próximo gobierno deberá adentrarse en el tema con el fin de revisar a fondo un esquema que hoy evidencia fallas profundas. Solo así se podrá cumplir el doble objetivo de preservar a la justicia, como reconocer el fuero que merecen y tienen en la mayoría de sociedades del planeta quienes visten el uniforme.
Para los millones de colombianos que nacieron después de la tragedia del Palacio de Justicia hace casi un cuarto de siglo, lo ocurrido suena distante, e incluso ajeno, pero eso no disimula su trascendencia histórica, ni las profundas heridas que abrió y siguen sin cerrarse. Todo por cuenta de la insensatez del M-19, único culpable directo de una tragedia que enlutó a decenas de familias y que les costó la vida a los más brillantes magistrados, cuya ausencia aún le duele a la nación entera.
Tan doloroso capítulo quedó parcialmente cerrado con la firma de los acuerdos de paz en los cuales el grupo insurgente aceptó dejar las armas y reintegrarse a la vida civil. Sin embargo, las evidencias aparecidas con el paso de los años, referentes a la muerte de un grupo de ciudadanos que salieron por sus propios medios de las ruinas, una vez concluida la operación militar, llevaron a la búsqueda de los culpables.
No es este el espacio indicado para evaluar a fondo las pruebas exhibidas en contra del coronel Plazas durante el largo proceso al que fue sometido, como tampoco cuestionar el extenso pronunciamiento de la jueza, de más de 300 páginas. Simplemente, hay que reiterar que a los familiares de las víctimas les asiste la razón a la hora de pedir que se castigue a los responsables. Al mismo tiempo, hay que señalar que es extraño que toda la responsabilidad se centre en una persona, lejana del lugar de los acontecimientos, y que era un eslabón más de la cadena de mando. Es cierto que, en uso de sus derechos, el ex militar condenado apelará el castigo, pero independientemente de lo que suceda, el proceso tiene ramificaciones que van mucho más allá de lo que determinen los tribunales.
La razón es que hay varias tareas pendientes. Estas deben comenzar por profundizar el diálogo interinstitucional, lo que contribuiría significativamente a limar las asperezas y evitar que se abuse de las garantías constitucionales para afectar la integridad de la Fuerza Pública.
Lamentablemente, dicha solicitud se da en el contexto del cada vez más agrio e inconveniente enfrentamiento entre el Ejecutivo y la Justicia. Esa coincidencia es desafortunada, porque el carácter político del pulso de poderes le quita objetividad a la discusión de fondo.
Para que quede algo constructivo de la controversia, el debate debería centrarse precisamente en cuál es el marco jurídico que les respete el fuero y las garantías a los militares y policías, pero que al mismo tiempo impida la impunidad en los casos de violaciones de la Ley o los derechos humanos. Si de ese análisis surge la decisión de reforzar la justicia penal militar debe ser claro que esta tiene un grave problema de credibilidad que solo se corrige con hechos. Al mismo tiempo, cualquier resultado debe pasar por una mayor capacitación de jueces y fiscales, que a veces profesan falta de conocimiento en temas operacionales militares.
El esfuerzo de reforma es urgente y necesario, porque el sistema actual hace agua, y mucha. Los soldados se sienten expuestos y condenados sin un debido proceso, las víctimas se creen desprotegidas y la sociedad teme que se pierda lo alcanzado por la seguridad democrática, ante la posible desmoralización de la tropa. Tiene razón el presidente Uribe al convocar al país y a los estamentos del Estado a una reflexión seria, jurídica y técnica, que lleve a resolver las innumerables zonas grises que hoy existen y que permiten que a veces los intereses ideológicos u oscuros, como también la mera ignorancia, distorsionen la pronta y debida aplicación de la Ley.
Con el fin de iniciar ese proceso con pie derecho, el Ejecutivo debe refrenar su visible inconformidad con el Poder Judicial. También les ha llegado la hora a los jueces de dejar de arroparse en la supuesta infalibilidad de sus actos y decisiones, pues estos deben aceptar que en una democracia su accionar no escapa del escrutinio al que se someten los demás ciudadanos e instituciones del Estado. En fin, hay que trabajar con urgencia y de forma constructiva en un tema que les debe interesar a todos los colombianos.
[email protected]