¿Es España un país sin alma?
Javier Benegas* - 21/10/2010
“Juzgo que está enojado Dios nuestro señor contra mí y contra mis reinos por nuestros pecados y en particular los míos”. De esta forma se lamentaba Felipe IV en 1629 ante los contantes infortunios de España, y así consta por escrito en el Archivo Histórico Nacional.
En aquellos días, pese a que la sociedad era profundamente religiosa, no todos creían en el designio divino. Coexistía también una corriente interna que se debía más a la tradición grecorromana que a la judeocristiana. Y el Estado era contemplado por ésta como un ente orgánico sujeto a las leyes naturales y sometido al ciclo de la vida y no a la providencia. Así que mientras unos delegaban la buena o mala situación del reino a los designios de una deidad inescrutable, otros hacían lo propio en favor de los ciclos naturales. Pero en ambas interpretaciones al final prevalecía el fatalismo.
Lo interesante de todo esto es que, en pleno siglo XXI, los españoles seguimos tal cual, impregnados de ese rancio aroma a fatalismo, como si el tiempo se hubiera detenido aquel año de 1629. Casi cuatro siglos después nos comportamos en lo esencial del mismo modo que aquellas gentes, lamentándonos beatamente o interpretando cual afectados naturalistas nuestro infortunio, dando por sentado entre diatriba y diatriba que todo está ya escrito. ¿Para qué molestarnos entonces?
En cualquier país -no ya vertebrado sino con una mínima identidad- cuando todo falla, y desde las ruinas de la nación política lo único que se genera es aún más caos, surge entre los ciudadanos un sentimiento de unidad espontáneo cuyo objetivo no es la exaltación patriótica sino preservar a la sociedad de su extinción. Es un mecanismo de defensa primitivo, cuyo función consiste en hacer que los ciudadanos reaccionen y refuercen los lazos que les unen con el legítimo fin de sobrevivir. Esa unión, fruto de la más estricta necesidad, es el germen que antaño dio lugar al Estado y que en momentos excepcionales puede reaparecer para deslegitimar a los políticos y poner en valor a los sufridos contribuyentes.
La amaneza procede del interior
Pero España no es un país cualquiera, y aquí nada sucede como debería. El grado de deterioro es tal que, lejos de aflorar ese instinto de supervivencia, cada vez estamos más divididos. Y hasta el ciudadano más modélico termina por preguntarse si España no será en realidad la mera denominación de un país sin alma por el que no vale la pena luchar y comprometerse.
La confusión general, y en las cuestiones políticas e ideológicas en particular, ha generado singularidades patrias como el hecho de que seamos el único país de Occidente en el que ser liberal equivalga a ser de derechas, o que nos resulte irrelevante que tanto los políticos de izquierda como los conservadores compartan en la práctica idéntica animadversión hacia la libertad individual. Estas peculiaridades, sumadas a otras muchas, nos han llevado a rebajar nuestras exigencias hasta tal extremo que sólo alcanzamos a demandar de cuando en cuando mejores gestores, sin comprender que la desastrosa situación en que nos encontramos es el resultado de aplicar las ideas equivocadas, por encima, incluso, de la gestión deplorable de personajes incompetentes y mezquinos.
Si no existen de fondo ideas y compromisos que vayan un poco más allá del consabido plato de garbanzos, es decir, las reformas económicas, la desintegración se convierte en un proceso inexorable
A un país que carece de alma no lo salvan ni los más brillantes gestores, y conviene ir avisando de ello. Si no existen de fondo ideas y compromisos que vayan un poco más allá del consabido plato de garbanzos, es decir, las reformas económicas, la desintegración se convierte en un proceso inexorable. El Estado, al igual que no es asunto de la divinidad ni de la naturaleza, tampoco depende sólo de la gestión eficiente: su supervivencia está íntimamente ligada a la existencia de un compromiso inquebrantable con la Libertad y la Justicia. Y es en la crítica defensa de estos valores cuando un país demuestra tener o no tener alma.
En esta España del presente, el verdadero peligro no está en la inmigración, ni siquiera en la amenazante y turbadora islamización. Tampoco está en los tiburones de las finazas, ni en los especuladores sin entrañas de esta economía globalizada. La mayor amenaza no procede del exterior sino del interior. La actitud intransigente, cobarde y oportunista de nuestros políticos, con la inestimable ayuda de nuestra supina ignorancia, es lo que da alas a los desalmados, sea cual fuere su procedencia, para parasitar en la sociedad y valerse de nuestras instituciones. Por eso es importante evitar caer en la confusión y recordar que no son las personas a las que hay que combatir sino las ideas equivocadas, las políticas que las perpetúan y las falsas creencias que terminan por corromperlo todo.
Cinco siglos de infancia parece un tiempo más que razonable para alcanzar la madurez. Y deberíamos tener muy claro a estas alturas en qué consiste el Estado, para qué se creó y cuáles son las líneas rojas que hay que marcar a aquellos que ejercen el poder desde sus instituciones. Un relevo de gestores es insuficiente. Los problemas que desde mucho tiempo atrás venimos arrastrando no son problemas de gestión sino de concepción. Que suframos pésimos gestores es la consecuencia de un equivocada concepción del Estado, de una falta alarmante de democracia, de la ausencia casi total de control directo de los electores, de la no separación de poderes y de la regresión que todo ello está provocando en nuestra sociedad, cuya expresión más visible es la vuelta a un modelo de Estado Natural, una economía de acceso restringido y la consiguiente reducción de la riqueza.
Por último, en cuanto al recurso de llenarnos la boca con la defensa de los más sagrados valores para, a continuación, revolvernos con inusitada violencia contra el hermano, el vecino y el inmigrante, no merece siquiera el comentario. En todo caso me sugiere una última pregunta: ¿no seremos los propios españoles nuestros más enconados y peligrosos enemigos?
*Javier Benegas es experto en branding y comunicación.
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