Acabo de leer el discurso que pronunció el escritor Vargas Llosa en la ceremonia de concesión del Premio Nobel de Literatura. Es un discurso bellísimo de solo 19 hojas que animo a leer. El escritor hispano – peruano...
Perdón, un paréntesis, porque siempre que aparecen expresiones como hispano- peruano, hispano-cubano, hispano-argentino… me acuerdo de una anécdota que no resisto la tentación de contar en momentos en que precisamente las noticias optimistas no abundan y un hispano – peruano acaba de ganar el más prestigioso galardón literario.
Voy al recuerdo. José Legrá era un boxeador cubano extraordinario, un fino estilista. Vino a España y obtuvo la nacionalidad española. Era - y es pues vive – muy simpático y bien parecido por lo que gozó desde el principio de una extraordinaria popularidad. Ganó muchos combates, que eran seguidos con gran interés por los muchísimos seguidores que tenía y fue campeón del mundo. Uno de los combates lo realizó con un boxeador – creo que era tailandés y se llamaba algo así como Matsulini – que era muy corpulento y tenía una pegada impresionante. El combate fue televisado. El principio fue de tanteo y el locutor : “
El español lleva la iniciativa mostrando el estilo que le ha hecho famoso…”. En el tercer asalto Matsulini ya había mostrado su potencia y Legrá había besado la lona… . El locutor:
“El hispano- cubano lo está pasando mal ..”. En el quinto asalto Legrá ya ni veía… El locutor
:” El cubano…” y ya en el décimo el entrenador de Legrá estaba pensando en tirar la toalla… El locutor:
“el jodío negro…”.
Solo he añadido, por mi cuenta, la última expresión. Bueno, perdón por la licencia, ahora vamos a lo que iba. El escritor hispano-peruano Vargas Llosa en esas 19 páginas – que repito vale la pena leer – hace un canto a su amor por España, su admiración por la transición de la dictadura a la democracia y habla del patriotismo y de los nacionalismos. He aquí un fragmento - al final enlace para leer el documento completo -:
…
Quiero a España tanto como al Perú y mi deuda con ella es tan grande como el agradecimiento que le tengo. Si no hubiera sido por España jamás hubiera llegado a esta tribuna, ni a ser un escritor conocido, y tal vez, como tantos colegas desafortunados, andaría en el limbo de los escribidores sin suerte, sin editores, ni premios, ni lectores, cuyo talento acaso –triste consuelo– descubriría algún día la posteridad. En España se publicaron todos mis libros, recibí reconocimientos exagerados, amigos como Carlos Barral y Carmen Balcells y tantos otros se desvivieron porque mis historias tuvieran lectores. Y España me concedió una segunda nacionalidad cuando podía perder la mía. Jamás he sentido la menor incompatibilidad entre ser peruano y tener un pasaporte español porque siempre he sentido que España y el Perú son el anverso y el reverso de una misma cosa, y no sólo en mi pequeña persona, también en realidades esenciales como la historia, la lengua y la cultura.
De todos los años que he vivido en suelo español, recuerdo con fulgor los cinco que pasé en
la querida Barcelona a comienzos de los años setenta. La dictadura de Franco estaba todavía en pie y aún fusilaba, pero era ya un fósil en hilachas, y, sobre todo en el campo de la cultura, incapaz de mantener los controles de antaño. Se abrían rendijas y resquicios que la censura no alcanzaba a parchar y por ellas la sociedad española absorbía nuevas ideas, libros, corrientes de pensamiento y valores y formas artísticas hasta entonces prohibidos por subversivos. Ninguna ciudad aprovechó tanto y mejor que Barcelona este comienzo de apertura ni vivió una efervescencia semejante en todos los campos de las ideas y la creación. Se convirtió en la capital cultural de España, el lugar donde había que estar para respirar el anticipo de la libertad que se vendría. Y, en cierto modo, fue también la capital cultural de América Latina por la cantidad de pintores, escritores, editores y artistas procedentes de los países latinoamericanos que allí se instalaron, o iban y venían a Barcelona, porque era donde había que estar si uno quería ser un poeta, novelista, pintor o compositor de nuestro tiempo. Para mí, aquellos fueron unos años inolvidables de compañerismo, amistad, conspiraciones y fecundo trabajo intelectual. Igual que antes París, Barcelona fue una Torre de Babel, una ciudad cosmopolita y universal, donde era estimulante vivir y trabajar, y donde, por primera vez desde los tiempos de la guerra civil, escritores españoles y latinoamericanos se mezclaron y fraternizaron, reconociéndose dueños de una misma tradición y aliados en una empresa común y una certeza: que el final de la dictadura era inminente y que en la España democrática la cultura sería la protagonista principal.
Aunque no ocurrió así exactamente,
la transición española de la dictadura a la democracia ha sido una de las mejores historias de los tiempos modernos, un ejemplo de como, cuando la sensatez y la racionalidad prevalecen y los adversarios políticos aparcan el sectarismo en favor del bien común, pueden ocurrir hechos tan prodigiosos como los de las novelas del realismo mágico. La transición española del autoritarismo a la libertad, del subdesarrollo a la prosperidad, de una sociedad de contrastes económicos y desigualdades tercermundistas a un país de clases medias, su integración a Europa y su adopción en pocos años de una cultura democrática, ha admirado al mundo entero y disparado la modernización de España. Ha sido para mí una experiencia emocionante y aleccionadora vivirla de muy cerca y a ratos desde dentro. Ojalá que los nacionalismos, plaga incurable del mundo moderno y también de España, no estropeen esta historia feliz.
Detesto toda forma de
nacionalismo, ideología –o, más bien, religión– provinciana, de corto vuelo, excluyente, que recorta el horizonte intelectual y disimula en su seno prejuicios étnicos y racistas, pues convierte en valor supremo, en privilegio moral y ontológico, la circunstancia fortuita del lugar de nacimiento. Junto con la religión, el nacionalismo ha sido la causa de las peores carnicerías de la historia, como las de las dos guerras mundiales y la sangría actual del Medio Oriente. Nada ha contribuido tanto como el nacionalismo a que América Latina se haya balcanizado, ensangrentado en insensatas contiendas y litigios y derrochado astronómicos recursos en comprar armas en vez de construir escuelas, bibliotecas y hospitales.
No hay que confundir el nacionalismo de orejeras y su rechazo del “otro”, siempre semilla de violencia, con el
patriotismo, sentimiento sano y generoso, de amor a la tierra donde uno vio la luz, donde vivieron sus ancestros y se forjaron los primeros sueños, paisaje familiar de geografías, seres queridos y ocurrencias que se convierten en hitos de la memoria y escudos contra la soledad. La patria no son las banderas ni los himnos, ni los discursos apodícticos sobre los héroes emblemáticos, sino un puñado de lugares y personas que pueblan nuestros recuerdos y los tiñen de melancolía, la sensación cálida de que, no importa donde estemos, existe un hogar al que podemos volver…
http://www.elpais.com/elpaismedia/ultim ... es_PDF.pdf
Saludos.