En qué va el conflicto armado
Una "tercera fase" contra las Farc
Por: Román D. Ortiz*/Especial para El Espectador
Los debates sobre seguridad tienen una extraordinaria capacidad para perpetuarse en el tiempo, incluso cuando el escenario estratégico ha cambiado hasta el punto de que los términos de la discusión deberían ser otros. En los pasados meses, la opinión pública colombiana ha asistido a la resurrección de una de estas discusiones “zombis”: el mito de la invencibilidad de las Farc y la futilidad de los esfuerzos del Estado para derrotarlas. Esta nueva versión del debate sobre la imposibilidad de derrotar el terrorismo ha sido revivida por dos factores. Por un lado, la frustración de las expectativas que apuntaban a que la muerte del Mono Jojoy desencadenaría un rápido colapso de la guerrilla. Por otra parte, un repunte en la actividad armada de las Farc que se ha enfocado en blancos —vías de comunicación, empresas multinacionales, candidatos a las elecciones locales, etc.— cuya afectación ha tenido un fuerte eco en los medios de comunicación y la clase política. La pregunta es hasta qué punto se puede hablar de un estancamiento estratégico en la confrontación con la guerrilla.
Detrás de la afirmación de la inutilidad de intentar derrotar a una organización con medio siglo de historia está la vieja teoría del “empate estratégico”. Se trata de una visión casi “lampedusiana” del conflicto en que todo cambia para seguir igual. Los contendientes se golpean de forma distinta, pero ninguno desequilibra definitivamente al adversario y consigue alterar el equilibrio estratégico a su favor. Alfonso Cano manipuló a su favor esta visión en su última entrevista con el diario español Público, cuando afirmó que se trata de “una confrontación que se prolongó en el tiempo y en la que la iniciativa militar se altera, se modifica, cambia en el tiempo y en las diferentes áreas, pero no estratégicamente”.
El líder de las Farc tiene razón en la primera de sus afirmaciones, pero miente en la segunda. Estado y guerrilla modifican sus tácticas y ajustan sus estrategias en un permanente intento por sacar ventaja de las debilidades del otro. La cuestión es qué lado lo hace de forma más efectiva y a favor de quién evoluciona el juego de acciones y reacciones. Y aquí, el balance de los pasados años favorece a las Fuerzas Militares y la Policía de forma aplastante. Sólo una mejora radical del orden público explica que los desplazados estén retornando a sus hogares en muchas regiones del país y los despojados se sientan empoderados para impulsar acciones judiciales contra los testaferros que ocupan sus propiedades. El país está impulsando una agenda de posconflicto porque es más seguro.
La clave para entender el aparente estancamiento estratégico reside en que la competencia entre Estado y terroristas no es un proceso lineal, sino lleno de altibajos. Aquel lado que innova de forma más rápida consigue una ventaja temporal y se apunta éxitos claves hasta que el otro se adapta y reduce sus vulnerabilidades. Entonces, las operaciones entran en una aparente parálisis mientras se busca una nueva oportunidad para sacar partido a los errores del adversario y volver a anotarse una serie de tantos. Este ciclo se ha repetido dos veces durante los pasados años. Cada vez, la Fuerza Pública ha golpeado a la guerrilla con nuevas formulas tácticas y ésta ha respondido adaptándose para reducir su vulnerabilidad. De este modo, las Farc han sido debilitadas de forma radical; pero han escapado de una completa destrucción.
El primer ciclo estratégico tuvo lugar entre 2003 y 2005 cuando las Fuerzas Militares pusieron en práctica operaciones de control territorial a gran en escala durante períodos de tiempo prolongados y forzaron a la guerrilla a replegarse de las zonas pobladas y económicamente prósperas del país. Como respuesta, las Farc se replegaron a zonas más remotas, donde resistieron la presión de las tropas hasta que una cadena de operaciones contra su liderazgo entre 2008 y 2010 desbloqueó la situación estratégica, debilitó la estructura de mando del grupo y le obligó a guarecerse en sus zonas de baluarte tradicionales en regiones como Tolima, Caquetá, Cauca, etc.
Este último repliegue ha venido acompañado de una profunda transformación de la estrategia de las Farc que ha incrementado la relevancia de las estructuras de milicias formadas por militantes clandestinos que ocultan bajo una vida aparentemente normal su pertenencia al grupo terrorista. Dichas redes cumplen tres funciones básicas. Por un lado, desarrollan ataques terroristas contra la población civil y la Fuerza Pública. Por otra parte, proporcionan inteligencia y apoyo logístico a las estructuras uniformadas de la organización, con lo que hacen posible su supervivencia. Finalmente, controlan las comunidades rurales donde hacen presencia y garantizan los recursos requeridos por el grupo a través del cobro de extorsiones y el reclutamiento de jóvenes.
De este modo, el aparente rebrote de la actividad guerrillera no está provocado por un giro del balance estratégico a favor de las Farc o una reducción de las capacidades de la Fuerza Pública, sino que se trata de una fase lógica dentro de la dinámica de una campaña antiterrorista. Ahora, la Fuerza Pública está operando en áreas de baluarte de las Farc donde necesariamente la organización terrorista juega con la ventaja del conocimiento del terreno y la disponibilidad de amplias redes de cómplices clandestinos. Además, las estructuras de milicias que llevan el peso de buena parte de los ataques guerrilleros no combaten abiertamente, sino que ejecutan acciones rápidas y con medios que reducen su exposición a la reacción de las tropas, como el empleo de francotiradores desde largas distancias o la detonación de explosivos por control remoto. Así las cosas, las unidades militares no pueden trabar combates de forma efectiva y desgastar al adversario. Tienen que limitarse a esperar el próximo ataque con la esperanza de que un error del terrorista haga posible responder de forma efectiva.
En estas circunstancias, resulta evidente la necesidad de un nuevo ciclo de innovación por parte del Estado y su Fuerza Pública que permita responder de forma efectiva a la nueva configuración adquirida por las Farc. La campaña de seguridad necesita una tercera fase que derrote a la guerrilla definitivamente en lo que son ya sus últimos refugios dentro del territorio nacional. Para ello, al menos dos cuestiones son claves. Por un lado, cómo confrontar las estructuras clandestinas que se han convertido en el centro de gravedad de las Farc. Por otra parte, cómo afirmar el control del Estado sobre territorios donde la guerrilla ha hecho presencia durante largo tiempo.
En lo que se refiere al primer punto, resulta claro que las milicias necesariamente tienen que ser enfrentadas a través de la identificación de sus miembros, la captura de los mismos y su judicialización. En este esfuerzo, el eslabón clave son los recursos de investigación criminal y judicialización necesarios. La mayor parte de las regiones donde hacen presencia las milicias son áreas donde el aparato de justicia ha sido tradicionalmente muy débil o inexistente. De esta forma, las Farc se han beneficiado de un alto grado de impunidad para sus estructuras clandestinas. En consecuencia, resulta clave que la Fiscalía y las agencias de investigación criminal destinen más medios a regiones donde comparativamente residen pocos ciudadanos; pero la presencia de la justicia resulta indispensable para derrotar el terrorismo.
Por lo que se refiere al control del Estado en regiones de presencia tradicional de la guerrilla, sin duda la clave reside en conquistar el respaldo de la población. En principio, la mayoría de las comunidades rurales en estas áreas han sufrido durante largo tiempo los estragos de los terroristas a través de la extorsión y el reclutamiento de los jóvenes. En consecuencia, pueden ver con simpatía la llegada del Estado a sus veredas y corregimientos. Sin embargo, para que este potencial de apoyo a las instituciones se convierta en realidad, son necesarias al menos dos condiciones. Por un lado, la Fuerza Pública tiene que estar en condiciones de proteger de las represalias de la guerrilla a los ciudadanos que colaboren con las instituciones. Por otra parte, el Gobierno debe impulsar programas que garanticen a estas poblaciones los servicios más básicos —salud, agua potable, electricidad, etc.— como única forma de conquistar su lealtad para con un Estado ausente durante largo tiempo.
La victoria del Estado sobre las Farc sigue siendo posible con la única condición de que Gobierno y Fuerza Pública hagan de nuevo lo que ya hicieron en el pasado: perseverar e innovar. Ciertamente, el hecho de que se pueda ganar no implica que no se deba negociar. Más bien, significa que la mesa de conversaciones no es la única alternativa para el Gobierno. La existencia de esta opción —el uso del poder legítimo del Estado para derrotar a los terroristas— resulta imprescindible si se quiere impulsar unas conversaciones en que las Farc no presenten unas exigencias para dejar las armas que socaven el régimen democrático y las perspectivas de progreso económico del país. Sin la amenaza de una derrota militar sin paliativos, Alfonso Cano y sus seguidores tendrían la oportunidad de repetir la burla que ya escenificaron en el Caguán.
*Profesor de la Facultad de Economía de la Universidad de los Andes y consultor en temas de seguridad.