El Poder Naval Hispánico en la época de los Austrias

La Historia Militar española desde la antiguedad hasta hoy. Los Tercios, la Conquista, la Armada Invencible, las guerras coloniales y de Africa.

Existió un verdadero Poder Naval Hispánico en la época de los Austrias

Si, el mayor poder naval que ha visto el Mundo
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38%
Si, un poder naval destacable
7
44%
Lo justito, dadas las circunstancias
1
6%
No, la Marina fue un actor secundario
2
13%
No, a los Austrias les impotó la Marina menos que a Napoleón o Hitler
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El Poder Naval Hispánico en la época de los Austrias

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Muchas veces nos hemos planteado el Poder Militar español durante el reinado de los Habsburgo, pero pocas veces se ha analizado el nivel exclusivo de la Marina en los conflictos del período 1516-1659.

Existió un verdadero concepto de Poder Naval?

Para inicar el debate, incluyo un estracto del análisis hecho por el historiador Roger Messeguí.

¿EXISTIÓ UN PODER NAVAL HISPANICO?
La marina en tiempos de los Habsburgo (1516-1659)


Introducción
En contadas ocasiones se ha tratado sobre la Marina de guerra durante la época de los Austrias españoles a pesar de que, en definitiva, en este período fue cobrando su importancia y configurándose como una pieza más del poder militar hasta lograr su reconocimiento.

El objetivo que se pretende es dar una visión del desarrollo de una marina de guerra que se ha considerado desde distintas perspectivas como, por ejemplo, el caso de la Armada Invencible. No se pretende hacer una valoración de los éxitos y fracasos, sino de la logística que se empleó en la formación de la marina en una de las potencias de la Europa Moderna.

Por último, se argumentan determinadas hipótesis sobre el poder naval hispánico, empezando con la de si verdaderamente existió o no en la época a que nos referimos.


Carlos I
El Emperador Carlos heredó de sus abuelos maternos, además de territorios aliados y rivales, una determinada política naval centrada en el Mediterráneo. En este escenario, el Imperio otomano representaba una amenaza para la Cristiandad y en concreto para Carlos una amenaza a sus dominios imperiales y a los de la Corona de Aragón. Bajo el auge de Solimán I el Magnífico, el Imperio otomano expandió sus territorios debido a sus conquistas. Sirviéndose de los corsarios berberiscos (entre otros, los hermanos Barbarroja) Soliman maniobró para adueñarse del Mediterráneo occidental. La conquista de Túnez en 1534 por mano de Barbarroja, marcó el punto mas álgido del peligro y se revitalizaron las demandas de actuación contra los infieles por parte de Castilla, existentes ya en 1519, el mismo año en que estando Carlos I en Barcelona vio los efectos de una incursión berberisca. Tras sus éxitos en el Mediterráneo, Barbarroja no era ya un simple corsario protegido por Solimán, sino el almirante de la flota turca y cabecilla de los corsarios berberiscos.

La presión de Castilla no tuvo que ser muy intensa puesto que el mismo Emperador necesitaba asegurar su patrimonio marítimo y, además, crema en que la empresa era encomendada por Dios. Un miembro de las Cortes de Castilla dejó constancia del proyecto de Carlos I:

“Su Majestad ha determinado de hacer una armada gruesa de muchas galeras (...) de manera que sea tan poderosa o mas que la de los enemigos, y con ayuda de Nuestro Señor, romperla y desacerla, o echarla de los mares de sus reinos y de la Cristiandad. (...) de manera que son por todas las galeras que aquí se hallan 74, y habrá otras 30 galeotas, bergantines y fustas de remos, y los navíos serán cerca de 300, con las carabelas, galeones y naos del serenísimo rey de Portugal, nuestro hermano, entre los cuales hay 10 o 12 galeones muy bien armados y artillados.”

El Emperador consiguió arrebatarle Túnez a Barbarroja en 1535, pero sus aspiraciones no se vieron reflejadas en la realidad de la empresa, en la que se debe atribuir parte del éxito a la ayuda de la Monarquía portuguesa, un hecho que con frecuencia escapa de los juicios sobre la toma de Túnez, acontecimiento que se ha tendido a castellanizar. A pesar de lo que Carlos I pretendiera tras su victoria naval en Túnez, las palabras del historiador Fernand Braudel anuncian un hecho paralelo y no menos importante: “Desde 1534 a 1540 y 1545, una dramática lucha invirtió la situación en el Mediterráneo: los turcos aliados a los corsarios berberiscos, mandados por el más ilustre de todos, Barbarroja, consiguieron adueñarse de casi todo el Mediterráneo (...); esto fue un enorme acontecimiento.”

La extraordinaria recuperación del poder naval turco-berberisco llevó al Papa, Venecia, Génova y a Carlos a unir sus fuerzas en 1538 para proteger sus respectivos intereses hacia un enemigo común. Esta primera Liga Santa no sirvió de mucho, excepto para demostrar la incompatibilidad de los aliados para organizarse, defenderse y hacer un frente común. Tras el desastre de Prevesa, en la fecha de 1541, el Emperador tomó la iniciativa atacando la plaza de Argel, hecho que constituyó uno de los más sonados fracasos de su trayectoria. A partir de este momento los turcos se adueñaron por completo del Mediterráneo occidental: una tras otra las plazas fuertes de la Cristiandad fueron cayendo bajo su ímpetu. La toma de Djerba y los fracasos repetidos en los contraataques hispanos marcaron tanto el punto culminante de la hegemonía turca como el fracaso de la Monarquía Hispánica. La reacción que desde círculos castellanos se esperaba ya no tuvo lugar.

El Emperador atribuyó el fracaso, algo que también hicieron sus sucesores, a la voluntad divina; sin embargo, nunca prestaron atención a las voces de los expertos. Harían falta muchos años para que la percepción del poder naval llegara a la política de Castilla que, en definitiva, era la de la Monarquía Hispánica.


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Felipe II, el Mediterráneo y el Atlántico
Puede decirse que durante el reinado de Felipe II, en el tema naval, el peor enemigo de la Monarquía Hispánica fue la propia Monarquía Hispánica, concretamente Castilla y los particulares intereses de su política. La puesta en escena en el ambiente naval que se dio en otros estados de la época, en el caso de la Monarquía Hispánica fue relegada a un lugar muy secundario y siempre en función de los intereses de Castilla, ignorando en ocasiones las necesidades de los demás reinos que formaban la monarquía.

El gobierno de ésta recaía tanto en la figura de un rey que por las exigencias y deseos de Castilla (y por su gusto) se fue castellanizando, como en su círculo de consejeros, formado en su mayor parte por castellanos, que veían con malos ojos a los que no lo eran aunque formaran parte de otros reinos hispánicos. Estos consejeros castellanos tenían, mayoritariamente, unos claros intereses terrestres; además, pesaba en ellos la tradicional cultura militar castellana, enfocada por entero al ejército terrestre. Frente a esto, los intereses de quienes gobernaban en estados rivales, como Inglaterra o las Provincias Unidas, giraban entorno a una clase burguesa con evidentes motivaciones comerciales. Es por ello que en estos estados hubiera una clara apuesta por el poder naval, que se tradujera no únicamente en la creación de astilleros y arsenales, sino también en crear academias para la formación de marinos de guerra, tanto marinería llana como oficiales entrenados.

En los primeros años de su reinado, de hecho hasta el inicio de la revuelta holandesa, Felipe II intentó llevar a cabo los frustrados planes de su padre respecto a la política en el Mediterráneo. A diferencia de Carlos, Felipe II se preocupó de realizar una política de reconstrucción naval, lo cual constituía algo elemental para poder enfrentarse al Imperio otomano por el dominio de las aguas. La década de 1560 fue testimonio, entre otros acontecimientos, de las pugnas hispano-turcas. El fin del período de Solimán I benefició la tarea de Felipe, puesto que los turcos debían prestar atención a sus disputas con Persia y por ello abandonaron un tanto el Mediterráneo.

El primer gran éxito español, tras una larga sequía, se dio en 1565, cuando en el asedio de Malta los turcos salieron derrotados; cabe añadir que, además de por la defensa en sí, por las epidemias que les afectaron diezmando sus efectivos. Sin embargo, eliminado momentáneamente el peligro turco, quedaba la amenaza berberisca. La revuelta de las Alpujarras (1568-1571) creó en la Monarquía cierta paranoia por la que se crema una conjura en la que tomaban parte los sublevados moriscos y los berberiscos bajo la dirección del Imperio otomano. Las maniobras a nivel internacional de Felipe II consiguieron como fruto la creación de una nueva Liga Santa en la que tomaban parte la propia Monarquía, el Papado y la República de Venecia, que si en 1565 no había prosperado, en la fecha de 1568 se llevó a la practica.

Los cinco años de relativa inactividad entre 1565 y 1570 dieron la oportunidad al sultán Selim II de rearmar su flota y renovar la moral; se reanudaron las acciones navales y de nuevo se comprometió la hegemonía cristiana en el Mediterráneo occidental. Finalmente se cumplió el deseo de Pío V y Carlos I de unir a la Cristiandad contra el infiel.

Tras las obvias discusiones dentro del bando cristiano, se llevó a cabo el proyecto final del ataque contra los turcos. Bajo el mando de Don Juan de Austria se reunió un enorme potencial bélico jamás visto hasta entonces. Según Braudel, Lepanto fue el más grande de los acontecimientos militares del siglo XVI en el Mediterráneo, el más grande de todos.

Verdaderamente el éxito fue, en gran parte, debido a la estrategia utilizada por Don Juan de Austria y al efectivo uso que se hizo de las tropas embarcadas. La victoria cristiana permitió la tranquilidad, relativa, en el Mediterráneo. Cabe añadir un factor de gran relevancia: la victoria psicológica, algo que también ocurrió en el caso de la Invencible que hizo que aunque los turcos renovaran su flota, la moral tras la derrota de 1571 ya era la de los vencidos. Con esta tranquilidad, tanto el Imperio otomano como Felipe II giraron sus atenciones hacia otros derroteros, la amenaza persa y el Mar del Norte respectivamente. Dos historiadores dan gran magnitud a este hecho: por una parte Chaunau menciona el giro en política internacional de Felipe II al cambiar la frontera de la Cristiandad por la frontera de la Catolicidad, mientras Braudel concluye con que a partir de Lepanto y las treguas de 1580, el Mediterráneo permanecería fuera de la Gran Historia.

La problemática en torno a la revuelta holandesa y la intromisión de la Inglaterra de Isabel I en ella, llevaron a Felipe II a centrar la atención en el Mar del Norte. A partir de finales de la década de 1560 los incidentes tomaron un nuevo rumbo cuando el corsario Hawkins, acompañado de un joven Francis Drake, llevó a cabo varios saqueos en las Antillas. Ambos contendientes fueron hostigándose hasta que las aguas se calmaron en 1574 gracias al tratado de Bristol, por el que las dos partes intentaron apaciguar los ánimos. Sin embargo, la nueva expedición de Drake, que le valió el nombramiento de Sir, en diciembre de 1577, trajo dos importantes hechos: por una parte, Inglaterra tomó conciencia de cuan importante era para su fortuna el control del mar; por otra, Felipe II tuvo la certeza de no poder controlar a los rebeldes holandeses sin antes destruir a Inglaterra, esto último fue algo que los papas Gregorio XIII y Sixto V no dejaron de recordarle, incitándole a acometer alguna empresa famosa. Esta nueva incursión de Drake en los dominios hispánicos coincidió con los primeros pasos de una maniobra geoestratégica por parte de Felipe II al consolidar la anexión del Reino de Portugal, mediante la toma de las Azores por el marqués de Santa Cruz, Álvaro de Bazan. Este hecho marcó una pauta para la pretendida consolidación del poder hispánico en el mar, puesto que los dominios portugueses pasaron a engrosar los de la Monarquía Hispánica sirviendo, algunos, de base para la lucha contra los ingleses.

La guerra anglo-hispana se inició tras el saqueo de Vigo, Santo Domingo, Cartagena de Indias y San Agustín de Florida, de nuevo de la mano de Drake, corsario de Su Graciosa Majestad Isabel I, pero considerado un simple pirata desde la perspectiva hispánica. El plan de Felipe II consistió en encargar a Santa Cruz, experto marino, el proyecto de la invasión de Inglaterra. El marqués previno una fuerza naval de quinientos sesenta barcos, la mitad de los cuales deberían destruir la flota inglesa -en una clara superioridad numérica- y la otra mitad transportar a los Tercios, mejor armados y con mucha mas experiencia que los soldados de Isabel I. Una vez desembarcados deberían tomar la ciudad de Kent y dirigirse hacia Londres para apresar la ciudad, a ser posible con la reina y los ministros en ella. Además, se contaba con que la caída de Londres produciría revueltas en la Escocia calvinista y la Irlanda católica que ayudarían a destronar a Isabel. Alejandro Farnesio creyó mejor embarcar las tropas en los Países Bajos para no arriesgarse a los peligros del transporte naval. Esto, sin embargo, eliminaba el factor sorpresa, ya que dirigirse hacia Dunkerque retardaría la empresa además de exponerse ante la flota inglesa. Del proyecto presentado por Santa Cruz cabe decir que sólo quedó el nombre en su puesta en escena: el marqués había pensado en una flota Invencible por su número, de hecho de doble magnitud que la inglesa, con lo que era posible enfrentarse a los ingleses en el mar y a la vez desembarcar a los Tercios sin exponerse a peligro alguno. Las halagadoras palabras de Santa Cruz al rey terminaron por consolidar el proyecto de la Invencible, mientras que éste aludía a la voluntad divina como parte esencial del éxito.

Aunque el proyecto inicial de Santa Cruz pudiera haber hecho verdadera la invasión de Inglaterra, no contempló las estructuras navales de la Monarquía Hispánica; pues, aunque existían astilleros y arsenales era inconcebible preparar una flota de tal envergadura. Además, el presupuesto que exigía el proyecto no era aplicable a la siempre mala situación financiera de la monarquía, con lo que el proyecto final se quedó en ciento treinta naves (tan sólo veinticuatro de guerra, que regresaron todas intactas); obviamente, con la realidad, se iba eliminando el matiz de Invencible a la Armada propuesta por Santa Cruz. A la muerte de éste, Felipe II otorgó el mando de la expedición al duque de Medina Sidonia, hecho que dejó francamente desconcertado al recién nombrado almirante. De la relación epistolar que se conserva entre estos dos personajes se pueden extrapolar hechos muy significativos y sorprendentes, como por ejemplo el que Medina Sidonia confesara a su rey:

“Señor, yo no me hallo con salud para embarcarme, porque tengo experiencia de lo poco que he andado en la mar, que me mareo (...) no es justo que la acepte -la empresa- quien no tiene ninguna experiencia de mar, ni de guerra, que no lo he visto ni tratado (...) que he de dar mala cuenta, caminando en todo a ciegas y guiándome por el camino y parecer de otros, que ni sabré cual es bueno y cual es malo.”

O también:

“Ir a cosas tan grandes con fuerzas iguales no convendría, cuanto mas siendo inferiores como lo están... y así crea Vuestra Majestad que esto esta muy flaco. ¿Cómo va a salir bien esta empresa con lo que lleva?”

Por toda respuesta Medina Sidonia recibió de Felipe II la plena y absoluta confianza en que Dios guiaría a sus naves y ejércitos hacia la victoria contra los herejes.

Mientras tanto Isabel I encargó a Drake los preparativos para la defensa, a quien se puede atribuir el primer paso hacia la creación del futuro dominio naval inglés. La estrategia del corsario consistió en una fuerte apuesta por la artillería de sus naves, superior a la de Medina Sidonia. Este último confío en la victoria a imitación de Lepanto, es decir, en abordar las naves y dejar a la experimentada infantería el resto; Drake, consciente de esto, mejoró el alcance de sus cañones con lo que pretendía hundir las naves de la Invencible antes de ser abordado por éstas. Esta estrategia, junto a la ayuda de los Mendigos del Mar holandeses y sus brulotes (pequeñas lanchas incen-diadas repletas de munición) fueron las ventajas de Drake frente al almirante andaluz, quien vio a su flota derrotada en la decisiva batalla de las Gravelinas. Tras ésta, la opción de Medina Sidonia para no arriesgar mas a sus naves y hombres fue la de rodear las islas británicas eludiendo así el bloqueo anglo-holandés del Canal de la Mancha, aunque las tormentas acabaron por diezmar la expedición. Por mucho que Felipe II aludiera mas tarde a que había enviado a sus naves a luchar contra los hombres y no contra los elementos, la opinión de Stradling sostiene que nadie se ocupó en España de construir galeones, de fabricar una artillería apropiada y, en definitiva, de crear todo un aparato naval permanente. El mito creado en torno a la derrota del poder naval español con la Invencible, difiere mucho de la realidad histórica: tras el desastre de 1588, Felipe II fue consciente de la necesidad de fomentar un poder naval fuerte para sostener su hegemonía mundial pues no va en ello menos que la seguridad de la mar y de las Indias y de las flotas dellas, y aún de las propias casas. Una vez asumido este con-cepto, Felipe II emprendió una política de construcción naval sin precedentes; de este ímpetu surgieron la Flota de Barlovento, la Flota de los Mares del Sur, Los Doce Apóstoles (de más de mil toneladas) y setenta naves de guerra mas, que no en vano incitaron el temor de Isabel I ante una posible segunda invasión. Con la misma iniciativa se fortificaron ciudades costeras, tanto en la Península como en otros puntos de la Monarquía y -para mayor pasmo, pues habían sido prohibidos por los Reyes Católicos en 1498- se facilitaron préstamos para construir naves dedicadas al corso y se eximió del pago del Quinto Real, fructificando bases en Cantabria y Galicia a modo de protección de las costas, las rutas y los corredores militares. El caso del corso hispánico fue verdaderamente curioso, no solamente por el caso de "amnesia histórica" de los monarcas, sino por su carácter defensivo, en contraposición con el de los corsarios ingleses, franceses y holandeses. Los corsarios al servicio del Rey Prudente fueron considerados como un mal menor ante la imposibilidad de la Monarquía de asegurar todos los frentes, a pesar de la política de construcción naval. Cabe preguntarse si esta aceptación del corsarismo escondía en su interior la incapacidad del Imperio Español para mantener a raya a sus adversarios en el mar.


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Felipe III: los proyectos y la realidad
Siguiendo las instrucciones de su padre, Felipe III se preocupó por cerrar todos los frentes bélicos que mantenía la Monarquía Hispánica; la Paz de Vervins (1598) y la Paz de Londres (1604) supusieron el fin de las hostilidades con Francia e Inglaterra, respectivamente, mientras que la Tregua de los Doce años (1609) posponía el conflicto con los holandeses hasta 1621. Sin embargo, que se cerraran los frentes de manera oficial, no significa que se cerraran de manera real: las hostilidades en el mar prosiguieron, de forma encubierta, en el Atlántico, el Pacífico, el Índico y en especial en la zona del Caribe.

La política naval iniciada por Felipe II se truncó en gran parte debido al clima de la “Pax Hispánica” y también por la sangría a las maltrechas finanzas (debido a la política de Carlos I y Felipe II) que suponía mantener a los ejércitos y la marina, estando los rivales en paz. además, tanto la historiografía, que se ha centrado mas en las figuras de Carlos I, Felipe II, Felipe IV y Carlos II por su trascendencia, como la tarea de los reputacionistas, al borrar el rastro de los arbitristas que rodearon a Felipe III, hace difícil encontrar algún indicio de sus actuaciones en el tema naval.

Lo que demostró ser un factor de gran valor para la Monarquía fue el papel del corsarismo como medio para la defensa de las rutas y las costas hispánicas, al igual que con los últimos años del reinado de Felipe II. Cada vez más a los corsarios se les atribuyeron nuevas funciones y asm terminaron por cobrar más importancia y fueron insustituibles. Con el tiempo, los consejeros del rey tendrían más en cuenta el papel de este corso hispánico, que acabó apareciendo como un elemento indispensable en muchos proyectos navales.

El Mar del Norte cobró una renovada importancia ya que la estrategia en este medio era fundamental de cara al reinicio de las hostilidades con los holandeses. La Monarquía encontró en la figura del marqués de Velada al hombre que debía planificar el poder militar naval de cara a enfocar el conflicto con ventaja, o al menos con igualdad, frente a los enemigos. Impresionado por la visión y los proyectos de Velada, Felipe III creyó conveniente reforzar la armada de guerra. En este proyecto del marqués -cuyo inspirador fue Gauna, pionero de la escuela vizcaína de pensadores y gestores en torno a la marina- se veía cómo la amenaza verdadera de la armada no era sólo por su poder militar sino que también se convertiría en un elemento de presión sobre la población y la economía de los rebeldes, ya fuera bloqueando sus puertos, cortando sus líneas de suministros o hundiendo su flota pesquera, base en gran parte de su economía. Esta política tuvo su éxito, ya que se hundieron cerca de dos mil barcos de pesca; pero, aunque la situación llegó a ser desesperada para los holandeses, no fructificó como se esperaba puesto que éstos consiguieron apoderarse de la Flota de la Plata recuperando con creces lo perdido.

Las únicas actuaciones de Felipe III ante el tema naval consistieron en seguir con la política del corso y la empresa del Mar del Norte, ambas ya perfiladas por su padre Felipe II. Con éstas se aseguró el rey mantener abierta la ruta de suministros hasta Flandes por la que mandar dinero, tropas, municiones y alimentos. Felipe III contribuyó a consolidar las rutas marítimas y a frenar un tanto las amenazas a las que estaban expuestas, aprovechando el periodo de relativa paz que se vivía en Europa. Antes de cerrar los conflictos con los ingleses y holandeses se constató la eficacia de las medidas tomadas por Felipe II tras el desastre de 1588: cada vez era más difícil y arriesgado irrumpir en el comercio hispánico. Sin embargo, en Portugal las clases comerciantes y dominantes se quejaban a menudo -un descontento que crecería con el tiempo- del desentendimiento en el que cayeron sus rutas comerciales por parte de la monarquía, orientada hacia otras miras, usando para ello las infraestructuras navales portuguesas, algo común al resto de los reinos. El inicio de la guerra de los Treinta años en 1618, brindó una nueva oportunidad para comprobar la eficacia de la política naval, sobre todo en el Mar del Norte. A modo de imitación de Carlos I, quien usó los puertos flamencos para atacar a Francia, Felipe III usó los corredores militares del Mar del Norte para actuar en el Imperio, jugando estratégicamente con la armada y el ejército terrestre.

El problema que surgió bajo el reinado de Felipe III, y que afectó a los reinados siguientes, fue la falta de hombres de mar experimentados, dolencia que ya afectó al Rey Prudente. Mientras que en el ejército terrestre se dieron figuras de renombre como don Ambrosio de Spínola; en el mar, desde la muerte de Álvaro de Bazan, no se produjeron figuras de su mismo talante, mientras que ingleses y holandeses iban proliferando cada vez mas en barcos, tácticas y dotados hombres de mar, tanto para tripulación como para el mando.


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Felipe IV y Olivares
Bajo el reinado de Felipe IV y el gobierno de Olivares, la Monarquía Hispánica vio renovado su ímpetu militar y su propio canto de cisne como potencia hegemónica. El conde-duque de Olivares menospreció el poder naval frente al terrestre de los Tercios, llevando a cabo varias políticas militares en las que relegó la marina a un lugar secundario; la ironía del destino le llevó a dejar cierta cantidad de dinero en su testamento para la creación de una escuela de marinería. La ya tradicional desconfianza hacia mandos extranjeros fue mas destacada en este período: los oficiales italianos, portugueses o flamencos del Rey Católico fueron paulatinamente retirados del poder y sustituidos por oficiales castellanos con escasa o nula experiencia; incluso a Ambrosio de Spínola le fue retirado su cargo de Almirante de las Galeras de Flandes.

En 1621 Olivares editó una cédula en la que, entre otros, figuraba un proyecto para la nueva guerra marítima por el que se pasaría a ampliar el corso y, evidentemente, a no incrementar la marina de guerra. De nuevo un plan de la Monarquía chocaba con la mentalidad castellana y, hecho ya también tradicional, con las maltrechas finanzas puesto que el proyecto requería una inversión que se escapaba de los presupuestos. Otro punto del plan de Olivares consistía en la autofinanciación de una armada para cada reino según sus posibilidades, prestando especial atención al Reino de Nápoles y a la Corona de Aragón. A esta política contribuyó la obra de Anthony Sherley, dedicada a Olivares, y en la que se apostaba para que el Imperio Español encontrara un aliado en el Mar del Norte; de esta manera se cumplirían las previsiones del autor:

“Ingleses y holandeses se han convertido en los amos del mar y del comercio a costa de burlar nuestro poder en tierra (...) Su Majestad debe mantener una gran flota en las aguas de Flandes. No importa que existan sólo dos puertos apropiados, Dunkerque y Ostende. Ambos pueden ofrecer un fondeadero seguro (...) para una flota que cerque a los rebeldes y estrangule el comercio que los sustenta hasta destruirlo.”

Ante estos planes surgieron dos nuevos problemas: la alarma por la financiación que el proyecto requería y, de nuevo, la envidia de los consejeros castellanos que expusieron otras tácticas ya que despreciaban a Sherley. Esto se justificaba con la vieja idea de la Monarquía Hispánica como una potencia en el ejército terrestre, lo cual se crema suficiente para vencer e imponerse.

La idea básica de Olivares radicaba en llevar a cabo completamente sus planes basándose en la colaboración de todos los reinos. Los informes encargados respecto de la política naval mas conveniente a seguir especificaban: “formar para nuestra defensa marítima varias escuadras, de modo que esta Corona pueda realizar al fin la restauración comercial”.

Por lo tanto, los planes de Sherley se apartaban de los elaborados por el valido. El autor inglés pretendía, básicamente, imitar a los rebeldes holandeses: explotar los puertos para la construcción y potenciar nuevas bases navales y comerciales, hechos que de paso animarían a la economía de los Países Bajos. En cuanto a la Península, seguiría ésta una política autárquica, lo que se traducía en un esfuerzo considerable para proteger las rutas hispanas y portuguesas.

Lo cierto es que con proyectos presentados por extranjeros o por el propio Olivares, en 1623 el proyecto para la reforma de La Flota de la Plata sólo prosperó al aceptar barcos holandeses e ingleses en las filas hispánicas ya que no quedaba otra opción por la terrible escasez que padecemos en estos reinos. El mismo año, Felipe IV debió pedir a las Cortes de Castilla mas dinero ante las alarmantes noticias de un gran rearme de los holandeses y el peligro que esto suponía; de tal magnitud se consideró el asunto que por primera vez en la historia de la Monarquía Hispánica se triplicaron, durante seis años, los presupuestos anuales para la marina de guerra. Por su parte, Olivares se centró en intentar convertir a los aristócratas de Sevilla con intereses comerciales, en futuros miembros del aún por crear Almirantazgo, algo que en otros estados europeos se hacía desde aproximadamente un siglo.

El estancamiento militar terrestre hizo que se valorara la marina de guerra a finales de la década de 1620 e inicios de la de 1630: se protegieron mediante corsarios los convoyes hacia los Países Bajos (que a su vez debían traer productos procedentes del Báltico) y se aprovecharon los períodos invernales para impulsar el corso hacia los rebeldes. Como testimonio de estos éxitos nos han llegado las palabras de Manuel Sueyro, un espía en Zelanda, en las que advertía la cólera causada entre los rebeldes a causa de las acciones navales hispánicas. Otras voces, como las del cardenal De la Cueva, o la propia gobernadora de los Países Bajos, Isabel, confirmaban esta opinión, añadiendo que el deseo de venganza de las Provincias Unidas contra la Monarquía Hispánica se estaba convirtiendo en deseo de reconciliación.

A esta derrota de los rebeldes se debe sumar la de los otros enemigos. Inglaterra, en este caso, fue quien sufrió las iras de los corsarios hispánicos, incluso en la ciudad de Londres. También allí la situación se invertía contra el enemigo y las mismas voces que empezaron a pedir la guerra pasaron ahora a pedir la paz.

Ahora bien, si esta política del corso aportó tales beneficios a la Corona, la prohibición de comercio con el enemigo afectó a la propia monarquía. Desde los Países Bajos se veía cómo esta medida estaba poco a poco arruinando el país. Retama llegó a decir al rey y a su valido que estas medidas que ahora aportaban quejas podían acabar con una rebelión en las "provincias obedientes". En 1627 las oleadas de protestas se hicieron mas evidentes, pero nada se hizo desde el seno de la monarquía, puesto que ahora el conde-duque de Olivares tenía la vista fijada en el Báltico a resultas de la guerra de los Treinta años. Con fecha de 1628 se encuentra un memorial de Olivares en el que se pone de manifiesto el pensamiento del valido en cuanto a la estrategia naval. En este caso el valido consideraba una guerra ofensiva por mar como la ruina de un Estado, con lo que su posición final consistió en intentar recurrir a la fuerza del Emperador para unir sus naves y cortar las líneas de suministro de los enemigos, hundiendo así la economía de las potencias protestantes del Báltico. Sin embargo, contra este plan se alzaron las voces de los comerciantes de Amberes, quienes querían reactivar su maltrecha economía y no contribuir de nuevo con sus barcos, hombres y dinero a un nuevo proyecto. Además, una guerra contra las potencias del Báltico les aportaría un nuevo enemigo a sumar a los holandeses e ingleses. Pero de nuevo Olivares atendía a otros asuntos: en esta ocasión a una posible invasión de Inglaterra para lo que necesitaba la colaboración de Francia, y por ello era necesario que Olivares pactara con Richelieu una posible ayuda en el asedio a La Rochelle. Poco a poco, el valido fue acrecentando sus expectativas respecto al poder naval, llegando a incluir en su lenguaje cotidiano metáforas relacionadas con el mundo del mar. Según Stradling, la sal había entrado definitivamente en sus venas (...) Su mente se veía estimulada por la dimensión marítima de su trabajo. Se veía a sí mismo como piloto de la nave del Estado.

Poco a poco Olivares fue prestando más atención al mar, pero no por interés real, sino por la cada vez más desastrosa situación de los ejércitos hispánicos y por las llamadas guerras relámpago que contribuían a la sangría de dinero que escaseaba con el paso del tiempo. A su vez, el Almirantazgo se hallaba en una verdadera lucha interna para hacerse con el poder.

La situación fue a peor en el momento en que todos los oficiales de las flotas que no eran castellanos fueron relevados de sus puestos de mando, siendo sustituidos por castellanos poco o nada cualificados. La corrupción que se dio de inmediato paralizó todas las operaciones en activo o en proyecto.

En esta delicada situación se tuvo que prestar atención al Atlántico, espacio por el que navegaban a sus anchas piratas y corsarios y por lo que se paralizaron todas las acciones navales. El nuevo empeño militar de Olivares para firmar (a estas alturas y viendo la realidad) una paz honrosa con las Provincias Unidas, hizo al valido sopesar la importancia de las acciones navales. La plena conciencia de la armada como un poder efectivo llevó al valido a impulsar más el tema naval. Las palabras del marqués de Gelves reconfortaron más aún a Olivares:

“Cada escudo gastado en la armada aprovecha más que diez destinados a los Tercios, y no sólo por el daño acusado al enemigo, sino porque devuelve la inversión a la Corona (...) Dicha armada, sin embargo, demanda alguien que conozca la gente de la flota y sepa afrontarse a los problemas cuando surgen.”

La archiduquesa Isabel fue, de nuevo, quien puso un tono de realidad en los proyectos de Olivares al instarle a buscar oficiales aptos y a establecer puntos estratégicos de control en el Mar del Norte; sin embargo, los múltiples frentes abiertos en el Imperio Español, hacían de cualquier proyecto una fantasma en cuanto a su financiación, sobre todo por la negativa de Felipe IV ante cualquier proyecto que fuera mas allá de Castilla.

A partir de entonces los desastres tocaron plenamente a la monarquía y a sus flotas. La media de duración de un navío con la bandera de Su Católica Majestad era de tan sólo setenta días en el mar. La desolación se empezó a apoderar de los barcos, llegando al extremo de quedar algunos de ellos en los puertos pudriéndose, al no poder pagar ni a las tripulaciones ni los víveres.

Los rebeldes holandeses apresaron dos veces seguidas la Flota de la Plata, logrando que su enemiga acérrima no renovara en absoluto sus maltrechas finanzas; además, el gran botín logrado por los Mendigos del Mar sirvió para frenar el descontento en las Provincias Unidas y recuperarse de las pérdidas en la guerra. El poderoso coloso hispánico se tambaleaba y su mejor baza, la armada, le seguía los pasos. El embajador de Venecia en Madrid envió una carta al Senado en 1632 en la que decía:

“… los holandeses son ahora más que nunca los amos absolutos del mar, pues España ya no tiene marineros y apenas alguna fuerza naval de relieve.”

Desastres como Matanzas destrozaron al completo la armada y la moral, pues cada vez abundaban menos los hombres dispuestos a morir en el mar. La desesperación por cubrir todos los frentes, en una clara inferioridad, llevó a que escuadras enteras sucumbieran a causa de los temporales en un desesperado intento de llegar a salvar tal puerto. Los corsarios también fueron víctimas de esta derrota general y cada vez eran más las víctimas ante los holandeses. En 1630 el monarca sueco Gustavo II Adolfo consiguió destruir una importante escuadra hispánica en el Báltico con lo que, además de dinamitar el proyecto hispano-imperial de dominio de la zona, se cortó la vía de suministros de materias primas necesarias para la construcción naval.

Con el conflicto con los holandeses abierto y en el peor momento para el Imperio Español, la Francia de Richelieu declaró la guerra en 1635. El marqués de Aytona aseguró a Felipe IV:

“El mayor daño que podemos infligir a Francia es destruir su comercio y asegurarnos así la quiebra del rey francés.”

Así, la armada era imprescindible en esta estrategia para nuevas guerras. El problema residía en que la guerra era para Francia un conflicto que iniciaba en un buen estado, mientras que el Imperio Español estaba, desde 1618, enfrascado en acciones militares por toda Europa. El proyecto de Aytona hacía bajar la guardia en las defensas francesas en el Atlántico, el Mar del Norte y la Península, embarcándose en nuevas reclutas -cada vez más difíciles- y en imposibles financiaciones. Otro error fue la poca previsión del rey y el valido en las alianzas entre Francia y las Provincias Unidas: eran ya dos enemigos muy poderosos en el mar, un medio que cada vez era mas adverso para la Monarquía Hispánica. Los apoyos de los reinos periféricos eran nulos, pues sus infraestructuras estaban ya agotadas. Olivares decidió entablar negociaciones con Carlos I de Inglaterra para hallar soporte económico y servicios logísticos, pues hasta entonces usaban únicamente los puertos ingleses como puntos de refugio y reunión de los barcos. Sin embargo, los ingleses fueron lentamente retractándose de sus iniciales posiciones a medida que los acontecimientos se sucedían.

El desacuerdo de los gobernadores de los reinos periféricos, así como el inicio de las revueltas de Cataluña, Andalucía, Nápoles y Portugal hicieron que Olivares aceptara el fracaso de las empresas que se habían planeado, como, por ejemplo, el de un ataque definitivo contra Francia, lanzado desde ambos mares. Para mas desesperación de Olivares, un espía castellano en La Haya informó sobre los rumores de actuación franco-holandeses:

“Han comprendido que por sí solos pueden destruir la mayor parte de los negocios por mar y elevar al doble el coste de los actuales (...) perciben también que los españoles se resisten a abandonar sus métodos, que están encantados por las presas de los corsarios, y aún depositan toda su confianza y fe en grandes flotas comandadas por inexpertos.”

Las angustias de Madrid crecían ante tales palabras, y el gobernador don Fernando de Austria no auguraba una situación mejor:

“En el canal, el general Dorp está a la espera con sus barcos de guerra. Por si ello no bastara, el conde de Oñate me avisa que tanto los holandeses como el rey de Francia se esfuerzan por sumar a los suyos los barcos del rey de Inglaterra contra nosotros (...) Como veis, desde todas partes se nos condena y amenaza.”

Todos los planes que Olivares tramó resultaron estériles. Alcalá- Zamora estimó las pérdidas hispanas entre 1638 y 1640 en más de cien naves, doce almirantes, cientos de oficiales y veinte mil marineros. Mientras estas cifras golpeaban a la Monarquía, Felipe el Grande emulaba a Felipe el Prudente aceptando el devenir de los acontecimientos como la voluntad divina del Ser Supremo, agradeciendo de antemano la victoria que le sería dada. En 1639, las dos batallas de Las Dunas, el almirante Tromp asestó un golpe total y absoluto al quebrado poder naval hispánico: las grandes pérdidas sufridas constituyeron un bache que la Monarquía Hispánica no superaría hasta el reinado de Carlos III. La Flota de la Plata ya sólo llegaba a costa por las acciones tan heroicas como suicidas de algunos oficiales muy entregados. Tras la caída del valido, Felipe IV tomó las riendas del poder. Algunos consejeros sugirieron la idea de aceptar en la precaria marina a corsarios holandeses leales, hecho al que el Consejo de Guerra reaccionó casi con horror:

“No es conveniente permitir la entrada de los extranjeros con sus barcos (...) pues o bien se convertirían en piratas que infesten aquellos mares o saquearan en su propio provecho. Además, la flota se considera suficientemente fuerte.”

Afirmar que la flota era aún fuerte era un verdadero eufemismo: los corsarios hacía ya tiempo que se autofinanciaban mediante sus pocas presas y lo peor era que la propia marina les tuvo que copiar la táctica.

Por otra parte, catalanes junto a franceses ocuparon enclaves estratégicos como Rosas y Tarragona, bases que sirvieron para realizar incursiones a los puertos hispanos del Mediterráneo. Stradling ha comparado la situación naval hispánica en este momento con una representación teatral, en donde el público ve casas y bosques en lo que es únicamente un decorado.

En 1648 la guerra se paralizó un tanto, debido a la paz con las Provincias Unidas; para Francia era un momento difícil, ya que Mazarino debía concentrarse en la insurrección de la Fronda, girando su poder militar hacia su casa. La paz con las Provincias Unidas y la capitulación posterior de Barcelona ofrecieron a Felipe IV, sino una ventaja, al menos un respiro. El caso de Portugal seguía abierto y se convirtió en una obsesión para Felipe IV. Cabe añadir a este ambiente que el Lord Protector Cromwell firmó un tratado comercial con los Braganza y un pacto de amistad con Francia en 1655; ese mismo año pesaba una seria amenaza sobre la isla La Española, por mano de Inglaterra, que finalmente ocupó Jamaica ante la pasividad forzada del Rey Católico.

El pacto de amistad anglo-francés se tornó en 1657 en una alianza defensiva contra el Imperio Español. La guerra contra Inglaterra llevó a reunir todos los barcos posibles, fuera cual fuera su nacionalidad. Las reformas militares navales del Lord Protector y la pericia de sus almirantes, como Blake y Oliver, convirtieron finalmente la esperanza de Felipe IV en un sueño frustrado. Las ilusiones militares de antaño de poco servían ahora.

Diego Enríquez de Villegas, experto comentarista militar, ideó una escuela en 1657 para generar una clase de nobles castellanos marineros, a modo de academia militar. Su plan, como otros tantos, se obvió en una Castilla con una clara y marcada cultura militar terrestre.

La reputación del poder militar se le arrebataba a la Monarquía Hispánica. Las Provincias Unidas e Inglaterra quedaron como las potencias marinas, y Francia como la potencia militar terrestre. El Imperio Español era el gran derrotado.


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El Templario
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Mensaje por El Templario »

Conclusiones
Visto el panorama en el ámbito naval entre las fechas de 1517 y 1659, se pueden extraer varias conclusiones que ponen en duda la existencia de un poder naval hispánico, tal y como en ocasiones se ha presentado.

Ante todo, habría que desmitificar dos aspectos en concreto: los éxitos cristianos que han pasado como hispánicos y las victorias psicológicas. Del primer aspecto se ha visto cómo las acciones como la toma de Túnez o la victoria de Lepanto no fueron logros exclusivamente hispánicos, sino que contribuyeron otros estados europeos en función, evidentemente, de sus intereses particulares, como, por ejemplo, el preservar de peligros sus rutas comerciales de las que dependía su economía. Respecto a las victorias psicológicas se debe resaltar lo hondo que caló la derrota en los vencidos; aunque el Imperio otomano y el propio Imperio Español se recuperaran materialmente de los efectos de las respectivas batallas, no lo hizo del todo su mentalidad, en la que siempre quedó el estigma de la derrota. Como ejemplo de esto se puede tomar el caso del Imperio otomano que a los pocos años de Lepanto volvió a tener la misma fuerza en el Mediterráneo aunque ya no se aventuraron a combatir tan decisivamente contra los cristianos.

Una segunda conclusión radicaría en lo tardía que fue en la Monarquía Hispánica la percepción del poder naval como pieza estratégica para el dominio mundial. En 1760, Choiseul, el primer ministro francés, decía:

“En el estado actual de Europa son las colonias, el comercio y, en consecuencia el poder naval, lo que determina el equilibrio de fuerza en el continente.”

Esto que en el siglo XVIII se tenía tan claro, en los albores de la época Moderna no era tan apreciado, pero entre 1490 y hasta la aparición del ferrocarril, en 1840, nos encontramos con la edad de oro del poder naval. Según Mahan, una época en la que el control de las aguas de importancia estratégica decidía el equilibrio de fuerzas tanto en Europa como fuera de ella.

Aunque a comienzos del Renacimiento no se tuviera la perspectiva de Choiseul, es obvio que estados como Inglaterra o las Provincias Unidas vieron en el mar su futuro, la clave de su poder comercial y económico, para lo que era necesario desarrollar su poder naval. En el Imperio Español, y pese a ser el que tenía el monopolio americano, no se tuvo esta perspectiva: no se vio qué se podía obtener con dominar el mar. Haría falta una derrota que sería sonada en Europa para que se apreciara el error. La fecha de 1588, y contrariamente a lo establecido comúnmente, marcó el inicio del poder naval hispánico o, al menos, la preocupación real por éste. Felipe II tomó buena nota de la derrota de la Invencible y se preocupó por crear una marina a la altura de las circunstancias; pero dinero, barcos y hombres ya se habían perdido y, lo que fue fatal, los estados rivales ya habían empezado a jugar la baza del poder naval y a probar su eficacia. Resulta irónico encontrarse con que fue el propio Felipe quien en 1555, como rey consorte de Inglaterra, previno a los ingleses de los riesgos que corrían sus desprotegidas costas y el estado de su marina ante una posible invasión.

Por otra parte, otro grave error fue confiar en las estructuras navales de los llamados reinos periféricos para los objetivos que se marcaban desde Castilla. Con esto el poder naval hispánico se fue también castellanizando, pero a la vez no se dieron medidas ni para acrecentar el poder naval de Castilla, ni para suplir las deficiencias de los demás reinos en su obligado servicio al rey. Como ejemplos podemos tomar los casos de Portugal, los Países Bajos y la ciudad de Barcelona.

Con la incorporación del Reino de Portugal al Imperio Español en 1580, bajo el reinado de Felipe II, las estructuras navales propias de Portugal y enfocadas a su comercio en Asia, India y Brasil, tuvieron que adaptarse a las demandas de Castilla. Esto provocó un claro declive del comercio portugués ya que sus estructuras navales no obedecieron a su función, además de un resentimiento de la clase comerciante portuguesa.

En los Países Bajos ocurrió algo similar. Con el inicio de la guerra de los Ochenta años entre la Monarquía Hispánica y las Provincias Unidas, los intereses comerciales propios de los Países Bajos se vieron obligados a cambiar debido al contexto de la guerra, un hecho que, como en Portugal, causó grandes recelos e inestabilidad social.

Carlos I necesitó la ayuda de la flota de guerra genovesa para imponerse a Francia en un episodio más de las guerras franco-hispánicas mantenidas a lo largo de su vida por el César. Como compensación, el monarca ofreció a los genoveses el comercio del Mediterráneo que conectaba con Sevilla, eliminando los intereses de la Corona de Aragón, quien hasta entonces controlaba la ruta.

Estos son unos ejemplos de cómo los intereses hispanos afectaron a los reinos hispánicos y, por lo tanto, de cómo la dependencia de las estructuras navales de estos reinos periféricos no estimularon una política naval desde Castilla a la altura de las circunstancias, sino que, por el contrario, llevaron a una confianza extrema en los recursos foráneos. A la vez, con las clases dominantes de los reinos periféricos mas disgustadas (y susceptibles de rebelarse) con la política de Castilla, se tuvo que ceder a sus demandas olvidando, obviamente, los enfoques que se dieron a tales estructuras externas de Castilla.

Un factor mas a sumar al tema naval era el hecho de que los "extranjeros" fueran mal vistos e incluso odiados si acaparaban demasiado la atención del monarca. Fue asm cómo gente experimentada en los temas navales fue dejada de lado a favor de castellanos con una experiencia naval inferior; a veces, incluso nula. Las voces de consejeros expertos, como Semple, Spínola y Sherley, entre otros, fueron desoídas e incluso enmudecidas por castellanos que no soportaban la presencia extranjera en los círculos de poder de la Corte. De la misma forma, los oficiales fueron desplazados por otros de procedencia castellana aunque, como Medina Sidonia, reconocieran que lo único del mar que sabían era de sus mareos.

Un nuevo error de la Monarquía residió en que tras la Invencible el verdadero problema que surgió, y que no se subsanó, no fue tanto la pérdida de barcos, sino la pérdida de hombres de mar. Tras 1588 Felipe II ordenó la construcción naval como prioridad pero no se preocupó por la formación de gente para tripularlos ni para mandarlos en combate. El almirante británico Nelson reconocería visitando Cádiz que:

“Los españoles son capaces de hacer buenos barcos, aunque no consiguen preparar hombres.”

El detalle de Olivares en su testamento, dejando cierta cantidad para la creación de una escuela de marinería, así como el proyecto de Villegas en 1657, son buenos testigos de este hecho.

Como último aspecto sobre el poder naval hispánico ha de valorarse el papel del corso. En 1498 los Reyes Católicos con la Pragmática Sanción prohibieron para ellos y sus herederos la práctica del corso por parte de sus súbditos. Felipe II, ante las circunstancias, debió ceder en ese punto olvidando esta ley y estimuló el corso. Este es un aspecto de la política naval hispánica muy chocante. Los corsarios eran muy mal vistos en toda la Monarquía -llamados también perros, malditos y mendigos del mar- pero a la vez fueron necesarios para defender los puertos y rutas comerciales ante la avalancha de incursiones enemigas por parte de holandeses, ingleses y hugonotes franceses. Esta medida significó que la Monarquía Hispánica se veía incapaz por ella sola de actuar en todos los frentes con sus propios recursos. También cabe decir que el corsarismo era visto por los contemporáneos y por algunos historiadores actuales, como el "recurso del débil" ante la conciencia de inferioridad. A medida que avanzó el tiempo y los enemigos se hicieron mas fuertes y se incrementaron, los corsarios se iban convirtiendo en mas necesarios. Esto quedó reflejado en las ventajas que se otorgaron a estos marinos: se les subvencionaba la construcción del barco, las provisiones, el pago de las tripulaciones e incluso se les eximió del pago del Quinto Real; es decir, la parte del botín que correspondía a la Monarquía. Los corsarios, inicialmente, actuaron como apoyo a la armada de guerra, pero finalmente acabaron como único recurso para proteger el Caribe, los puertos peninsulares y los convoyes con suministros y tropas por los corredores militares.

Por otra parte, el Imperio Español desaprovechó las oportunidades de mejorar sus flotas. Por ejemplo, durante la Tregua de los Doce años se dieron ambos contendientes un respiro para recuperarse y renovar su poder. Mientras que las Provincias Unidas buscaron aliados e impulsaron en gran manera su poder militar, la Monarquía Hispánica cerraba un frente y abría otros como consecuencia del papel de arbitro que debía jugar como fuerza hegemónica (la Guerra de Mantua) y su parentesco con los Habsburgo de Viena (el involucrarse en la Guerra de los Treinta años). Con estas premisas no era de extrañar que tras la tregua, las Provincias Unidas se hubieran convertido en una potencia militar y naval de primer orden. El Imperio Español no pudo tampoco centrarse del todo en su poder naval: las estructuras navales de los Países Bajos no se recuperaron al mismo ritmo que las de las Provincias Unidas, en gran parte debido a su relegación a los intereses castellanos, y Portugal debió soportar la incursión en sus dominios asiáticos de los corsarios ingleses y holandeses. Con la conciencia de este hecho que ya se tenía en la época, no debe sorprender que los rebeldes holandeses rehusaran ampliar la duración de la tregua, en un momento en que eran superiores; frente a esto, el Imperio Español daba ya signos claros de un evidente desgaste a todos los niveles, desde lo económico hasta lo militar.

Actualmente, y desde nuestra perspectiva, puede parecer imposible ver cómo un pequeño territorio como las Provincias Unidas se hiciera con la victoria ante el poderoso gigante que parecía el Imperio Español. La clave de la victoria fue que este pequeño territorio centró todos sus esfuerzos e intereses en un gran desarrollo de los asuntos navales, que le daría la solución económica y militar teniendo, evidentemente, plena conciencia de que se jugaba el éxito a la carta militar únicamente; de hecho, significó su supervivencia entre 1565 y 1609. El desarrollo de este plan, la estrategia con la que se hicieron los holandeses, les otorgó el éxito frente a ese gigante tan inmenso y poderoso, pero que tardó en jugar, y jugó mal, la carta estratégica que le tocaba y que no desarrolló suficientemente.

No se daría hasta el reinado de Felipe V, y con la política italiana de Alberoni, la recuperación de la preocupación por el mar, al observar la estrategia británica y su desarrollo y éxito. Tras las reformas de Carlos III, la marina de guerra llegó a ocupar una tercera posición, tras Gran Bretaña y Francia, y en igual nivel que Rusia; sin embargo, ya ha sido señalado el problema casi endémico de la flota en las citadas palabras de Nelson: la falta de hombres aptos para su manejo.


BIBLIOGRAFÍA

ANDERSON, M.S.: Guerra y sociedad en la Europa del Antiguo Régimen, 1618-1789, Ministerio de Defensa, Madrid, 1990.

BENNASSAR, M.B.; JACQUART, J.; LEBRUN, F.; DENIS, M.; BLAYAU, M.: Historia Moderna, Akal, Madrid, 1998.

BLACK, Jeremy: A military revolution? Military change and european society, 1550-1800, MacMillan, Londres, 1991.

BRAUDEL, Fernand: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, Fondo de Cultura económica, México, 1987.

CERVERA, José: La estrategia naval del Imperio: auge, declive y ocaso de la marina de los Austrias, San Martín, Madrid, 1981.


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Mensaje por Dienekes »

Hay que tener en cuaenta que el poder naval español de los siglos XVI y XVII buscaba el control de sus rutas comerciales, y que éstas eran muy extensas, En el tramo final de la guerra de los Ochenta años, a partir de 1621, si España podía contar con 100 o 130 buques de guerra para defender todo su imperio, los Países Bajos podían movilizar un número igual para defender sus intereses más reducidos. Y la mittad de los holandeses y zelandeses dependían de los recursos marítimos incluso para comer (en esas provincias se comía pescado todos los días en cualquier hogar), y es lógico que este hecho social tuviese su reflejo en el apoyo a una flota de guerra.
Otro aspecto es el de la construcción naval. En España no había abetos que sirvieran para los palos de los buques, había que importarlos de las riberas del Báltico, curzando el Mar del Norte. ¿Y cómo hacerlo si estaba en guerra con media Europa?


Cuando un traquio les dijo a los Trescientos que, cuando los arqueros persas disparaban, sus flechas ocultaban el sol, Dienekes comentó, con una carcajada: "Bien. Así lucharemos a la sombra".
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Mensaje por Dienekes »

Se me olvidó decirlo, un artículo excelente. :lol: :lol:


Cuando un traquio les dijo a los Trescientos que, cuando los arqueros persas disparaban, sus flechas ocultaban el sol, Dienekes comentó, con una carcajada: "Bien. Así lucharemos a la sombra".
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Mensaje por El Templario »

Dienekes escribió:En España no había abetos que sirvieran para los palos de los buques, había que importarlos de las riberas del Báltico, curzando el Mar del Norte. ¿Y cómo hacerlo si estaba en guerra con media Europa?


Efectivamente Dienekes; como bien dices, el problema de la importación de madera para los palos de los buques se hizo ya patente al final del reinado de Felipe II. Su hijo y sucesor buscó nuevas opciones para obtener ese material, fundamentalmente en Polonia y Rusia, pero la cada vez mayor hostilidad por temas religiosos, y finalmente, el estallido de la guerra de los 30 años, dificultaron cada vez más la llegada de la madera.

Desde luego, un problema más a añadir a la larga lista de dificultades con las que se encontró el Imperio Español.

Saludos


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Mensaje por El Templario »

Algunos datos más con respecto a los recursos necesarios para dotar a la Marina:

Con respecto a lo ya comentado de las necesidades de madera para los mástiles, hay que tener en cuenta que pese a ello, las reservas forestales en la península eran muy abundantes comparadas con las de los paises adversarios.

La altura de las medidas españolas referentes a la conservación de los recursos forestales de uso naval no admitían comparación con ningún pais de Europa . Gracias a esas medidas, en los bosques más importantes usados para la construcción naval se obligaba por ley a plantar tres árboles por cada uno que se talara. Hay que tener en cuenta que para la fabricación de un galeón de 500 tn, se necesitaban talar alrededor de 500 robles.
J. Evelyn en su obra : Sylva: or a Dyscourse of Forest-tree, and Propagation of Timber in His Majesty`s Domains ( Londres 1679) tomaba como guía a España como ejemplo de la preservación de bosques.

Una primera restricción a la construcción fue que la tala de los árboles se restringía a unos cuantos meses al año. Así, las Ordenanzas de Felipe III indicaban que debían cortarse la madera en los menguantes (luna menguante) de Noviembre, Diciembre y Enero , y no en ningún otro momento. Añadiendo “ si es posible a medianoche”. Sin embargo, habia razones para esta disposición. En invierno las hojas de los robles habían caído y era más fácil trabajar sobre la madera. Igualmente se disponía de mano de obra rural abundante en esos meses, pues estaban libres de la tarea de la cosecha.

Para evitar el deterioro de la madera por los hongos, los troncos se secaban al aire en un proceso lento, ya que la madera de roble tarda dos años en secarse . Esta madera era más duradera que la verde, aunque esta última era más fácil de trabajar y se permitía su uso “ donde no fuera peligroso”.

Como ya se ha dicho, los mástiles se fabricaban con pinos importados de los paises bálticos. Se hizo un intento de uso de las coníferas de los Pirineos navarros, pero la calidad de los mástiles obtenidos fue decepcionante. Con el haya procedente de Navarra se fabricaban los remos para las galeras. Una galera solía llevar 50 y 20 de repuesto, pues se rompían continuamente. En 1645 las nueve galeras en servicio, tuvieron que utilizar 136 remos rotos, reparados hasta con una docena de empalmes.

Con respecto a otro artículo de uso naval , el cáñamo, fallaron todos los intentos de autoabastecerse, debiendo ser importado también de Riga y Könnisberg. En 1640 se perdieron tres galeones por carecer de cables de cáñamo para amarrar. Las jarcias requerían un suministro masivo de cuerdas,y ciertos cables eran formidables: de hasta 41 cm de grosor y cien brazas de largo ( 167 metros) , con un peso de sesenta quintales ( 2,76 toneladas). Para ocho galeones de la escuadra de Galicia se necesitaban dos mil quintales de cuerda ( 92 toneladas). El 10 % de la cuerda de los galeones era para los cañones. Igualmente se utilizaba como mecha para la artillería. Baste decir como ejemplo que a cuatro galeones construidos en 1662 se les dotó de 641 quintales ( 29 toneladas) de mecha de cáñamo.

Con respecto al armamento, la expansión naval requería cada vez más artillería. Una armada de 40 navios en 1606 estaba dotada de 820 cañones.La armada de 48 planeada para 1640 requería 1450 cañones. Por otra parte no había artillería especial para navios, en el siglo XVII se usaban los mismos cañones para barcos y ejercito , por lo que ambos pugnaban por la posesión de los mismos, llegándose a desmantelar fortalezas para trasladar los cañones a los barcos.

Hasta 1630 España tenía que importar artillería , y a partir de esa fecha se logró el autoabastecimiento en artillería de hierro colado que era mas barata que la de bronce; costaba una cuarta parte. Pero la artillería de hierro era más pesada y se corroía más rápidamente.

Lógicamente al aumentar el número de piezas, se desbordó la demanda de pólvora; si en 1577 se necesitaron 92 toneladas, en 1651 se pidieron 460 toneladas., que al no poder fabricarse totalmente en España, obligaron a la importación de numerosas partidas.

El avituallamiento era otra tarea sobrehumana. Numerosas veces las flotas se tenían que retirar por haberse quedado sin víveres. La materia prima en la alimentación del marino era el trigo. La cantidad media anual que necesitaba la flota de escolta de las Indias era de nueve mil fanegas. La flota de galeras podría necesitar de 27.000 a 75.000 fanegas al año, y la flota atlántica, hasta 120.000. La ración básica diaria consistía en una libra y media de bizcocho y alrededor de dos pintas de vino. Las normativas prescribían también seis libras de cerdo al día, cuatro días a la semana, otros seis de bacalao, y dos con una mezcla de arroz y garbanzos.

Saludos


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albertocille
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El Poder Naval Hispánico en la época de los Austrias

Mensaje por albertocille »

Enhorabuena por la información aportada. Ha sido de gran interés.


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