La Estampida del Miedo en la Frontera Colombo-Venezolana
PARTE I
Escrito por VerdadAbierta.com
Domingo, 30 Septiembre 2012Aunque ya no son las masas de hace una década, aún demasiados colombianos que habitan en los límites entre Colombia y Venezuela se están viendo forzados a huir de sus hogares para escapar de la violencia del viejo conflicto armado y de nuevas mafias criminales.
[Vea el reportaje especial completo con elementos multimedia aquí.]
Entre 2008 y 2011 se desplazaron en Norte de Santander más de 27.000 personas, y en el primer semestre de este año ya iban casi 1.000 personas que se han tenido que ir de sus hogares de afán en grupos grandes, y muchas decenas más en forma individual.
VerdadAbierta.com conversó con algunas personas en plena huída, constató como el conflicto entre el Estado y las guerrillas sigue forzando a la gente a desplazarse y cuenta qué tiene que ver el narcotráfico en todo esto.
¿Por qué no paró el desplazamiento?Entre 1998 y 2005, en Norte de Santander, el más poblado departamento al oriente colombiano, pegado a Venezuela, una brutal ofensiva las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), que se definían como una fuerza ilegal contrainsurgente, invadió pueblos y veredas, asesinó, quemó, aterrorizó, y obligó a 114.000 hombres, mujeres y niños a salir despavoridos para salvar sus vidas. Estos paramilitares querían, sobre todo, arrebatarle a las guerrillas las ganancias de la exportación ilegal de cocaína por la lucrativa ruta venezolana. Este negocio es más atractivo en esa parte del país. Allí, en la selva del Catatumbo, crece frondosa la coca y se recogen seis cosechas y medio al año. Además, como son subsidiados por el gobierno de Venezuela, la gasolina y otros insumos químicos, como el cemento y la acetona, que se usan para extraer la cocaína de la hoja de esa planta, resultan particularmente baratos. En esta frontera porosa de 376 kilómetros, además, son fáciles todos los contrabandos, desde carbón hasta ganado y es sencillo esconder cargas ilícitas y escabullirse cuando el brazo de la ley actúa. Los paramilitares buscaron también suplantar a las guerrillas de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, (FARC), y del Ejército de Liberación Nacional (ELN) en un territorio a donde habían sido fuertes por más de dos décadas. Y al igual que en el resto del país, eso incluía capturar a los gobiernos locales para conseguir rentas fáciles y robar tierra para montar sus agroindustrias y haciendas ganaderas. Debido a una negociación entre el gobierno nacional y las AUC, éste grupo dejó las armas desde 2004. En noviembre 25, los 1.425 integrantes del Bloque Catatumbo se desmovilizaron oficialmente.
Los nortesantandereanos creyeron que eso marcaba el fin de su tragedia; que había llegado el tiempo de reconstruir. El gobierno, acatando una enérgica sentencia de la Corte Suprema de Justicia en defensa de la población víctima del conflicto armado también de 2004, comenzó a mejorar sus sistemas de atención y de ayuda a los desplazados. Eran insuficientes, pero en las comunas 6, 7 y 8 al norte y al occidente de Cúcuta, la capital del departamento, a donde habían llegado miles a levantar sus improvisados ranchos, el Estado y las organizaciones civiles, como los sacerdotes católicos Scalabrini y otros voluntarios italianos, alemanes y venezolanos, venían construyendo barrios, ampliando cupos escolares, montando centros de salud. Si la avalancha de desplazados hubiera terminado ahí, seguramente hoy ya habría tranquilidad, pero no fue así.
Pronto mandos medios de las antiguas autodefensas que no dejaron las armas reorganizaron sus bandas criminales al servicio de los negocios ilegales de la frontera que nunca dejaron de fluir. Grupos de otras partes del país llegaron a la lucrativa zona. Para 2007, entre locales y foráneos, ya había en la frontera varios grupos aterrorizando a la gente: Urabeños, Rastrojos, y últimamente, una banda que quiere tener apellido pseudo-político y se hace llamar las Autodefensas de Norte de Santander. Hoy estas bandas están desplazando familias trabajadoras que viven al límite entre los dos países, desde Puerto Santander al norte de Cúcuta, hasta Ragonvalia en el sur. También está desplazando a la población civil al norte del departamento la vieja guerra colombiana, por la cual la fuerza pública intenta sacar a las guerrillas del norte selvático del territorio. En El Tarra, norte de Tibú, San Calixto, Teorama y Ocaña, a cada envión del Ejército, la guerrilla siembra más minas en el campo, y dinamita más estaciones de policía y bases militares, muchas de las cuales están en medio de las casas de la gente. Evitando quedar entre fuegos cruzados, las familias huyen, se mudan de zona, van y vuelven, y pasan hambre y a sus hijos les queda marcado el miedo.
La gente sigue huyendo:Cuentan que en los peores tiempos, por allá entre 1999 y 2002, cuando la arremetida violenta de los paramilitares de las AUC en el Catatumbo, esa selva entre Colombia y Venezuela al norte del departamento de Norte de Santander, expulsaba diariamente a cinco familias por día de Tibú y a dos de El Tarra, los niños, apostados sobre las pilas de hoja de coca, ponían en la mira imaginaria de sus palos al transeúnte, mientras gritaban el traqueteo de las metralletas.
Una década después, esos paramilitares ya no existen pues dejaron las armas a fines de 2004, pero a esos niños que jugaban a imitar a los guerreros no les mejoró mucho la vida. Menos de la mitad de los que viven en el pueblo El Tarra completan la primaria, y apenas el 14 por ciento terminan el bachillerato. Allí y en Tibú, la mayoría de los jóvenes no saben hacer mucho y tienen poco para hacer. Pueden meterse a raspachines –como se le dice en Colombia al oficio cosechar la hoja de coca – porque hay coca sembrada en más de 3.000 hectáreas; los ejércitos legales e ilegales se los pelean. Faltan las vías, beben agua mala y los esfuerzos oficiales por brindar salud y educación son como remiendos que no alcanzan a cubrir los agujeros de la pobreza.
El nuevo gobierno ha reforzado batallones y bases militares que intentan mantener a raya a la guerrilla que acecha, intentando recuperar el territorio perdido en Catatumbo. En El Tarra abundan los uniformados, hay una estación de policía y una base militar. También hay otra a cuatro minutos en automóvil, en una aldea llamada Motilonia (los colonos de la región llamaron motilones a los indígenas Bari por la forma en que se cortaban el pelo). Desde El Tarra, el ejército intenta con dificultad avanzar selva adentro, pues la guerrilla bloquea rutas, siembra minas, lanza explosivos y protege sus cultivos ilícitos a muerte.
En diciembre de 2011 las FARC lanzaron una granada contra la estación de policía; en enero y febrero de 2012 hubo 13 combates en la zona rural y según actores humanitarios de la región, unas 800 personas salieron de sus casas buscando refugio. Algunos se desplazan por unos días, se refugian incluso en la casa del personero o del alcalde, y después regresan a sus casas.
“Huir es una estrategia de protección de la gente”, dijo una persona que atiende la catástrofe humanitaria en la región. En marzo pasado, en San Pablo, Teorama, otro municipio de Catatumbo, iba entrando la fuerza pública este año y la guerrilla la atacó. Hubo varios muertos y heridos, entre ellos una mujer y un bebé. La población huyó, pero para cuando llegó la ayuda de emergencia, ya la gente había vuelto a sus casas. En esos días de terror, sin embargo, cuando más necesitaron atención médica y sicológica, alimentos y abrigo, no hubo nadie que los auxiliara.
El 14 de mayo, como a las 11 de la mañana, se armó la balacera en Filo El Gringo, otro pueblito de El Tarra. Las FARC tiraron un cilindro explosivo contra el puesto móvil del Ejército que queda enfrente a la escuela primaria. Los militares abrieron fuego y la escuela llena de niños quedó en medio del tiroteo. Por años la escuela había estado vacía, después de que en 2001 las autodefensas sacaran corriendo a las familias de este corregimiento ejemplarmente organizado y bonito, quemando sus casas y amedrentando a todos. La gente progresista de Filo El Gringo comenzó a retornar en 2008, pero ahora la guerra ha vuelto a aterrorizarlos y los niños no quieren volver a estudiar.
El pasado 11 de junio, luego de un ataque a la base militar de Motilonia que destruyó varias casas de la gente, 33 familias salieron corriendo hacia el pueblo. Al poco tiempo todas las familias de esa vereda, unas 86 en total, huyeron “por físico y mero miedo”, como dijo el personero Alexander Collantes al diario local, La Opinión, y se refugiaron en una finca que tiene la Alcaldía pegada al pueblo. Diecinueve niños no quieren volver al colegio, dice un funcionario que los atiende, tienen pesadillas cargadas de olor a pólvora y algunos se orinan en la cama.
La ironía de Motilonia, como dijo un entrevistado con sonrisa agria, es que es casi la única vereda del Catatumbo donde la gente no vive de la coca. Allí las familias aprendieron a cultivar el pescado cachama en estanques. Durante el día la gente ha seguido yendo a ver sus cachamas, pero éstas no reciben el cuidado que requieren y además el zumbido de las balas y estruendo de las explosiones las aturde y no engordan como deberían.
Víctor Ramón Navarro, conocido como Megateo, jefe de frente del Ejército Popular de Liberación, una guerrilla desmovilizada en su mayoría en 1991, sobrevivió la invasión paramilitar y ha construido un poder considerable sobre la base de un narco-emporio y la ejecución de obras públicas y sociales en beneficio de la comunidad. En el territorio bajo su dominio, el número de personas forzadas a desplazarse ha sido constantemente alto en los últimos años.
De Tibú, por decirlo así la capital del Catatumbo, también están huyendo, de a diez personas por mes, según reportó a fin de junio La Opinión. Pero allí no es la guerra la que desarraiga y desplaza, sino son las bandas de criminales que extorsionan y matonean para conseguir dinero rápido de quienes lo han conseguido con años de trabajo. En Tibú un grupo de delincuentes que dice ser de los Rastrojos, el ejército privado creado por un narcotraficante del departamento del Valle al sur del país hacia 2004, es el que extorsiona. La gente no los denuncia porque desconfía, sabe que siempre hay infiltrados en la fuerza pública. De vez en cuando la policía da un golpe, y captura a unos cuantos criminales, pero la fila de jóvenes dispuestos a reemplazarlos es larga, pues hay mucho dinero en juego, y salvo su desdichada vida, tienen poco qué perder.
Dijo un especialista en desarrollo rural que conoce bien la zona, que el narcotráfico se ha ido comiendo al Estado y a las mismas guerrillas como el comején devora la madera en estas tierras tropicales, y cuando hay debilidad en la jefatura, cualquiera hace lo que le dé la gana. Así, cada petardo aparece como hecho terrorista, cuando detrás hay pleitos de negocios por el tráfico ilegal de gasolina, químicos para preparar la cocaína, fertilizantes, lavado de dineros, en los que también están involucrados agentes estatales.
El desplazamiento forzado por el crimenPuerto Santander, un municipio al norte de la zona metropolitana de Cúcuta es algo así como la puerta de entrada del comercio ilegal a Venezuela. Allí el ambiente es aparentemente tranquilo y las cifras oficiales de desplazamiento son bajitas. No es porque haya paz, como dice un oficial de la policía, más bien es porque allí el dominio de Los Rastrojos es casi absoluto.
Sin embargo, de sus veredas, como hormigas van saliendo personas que se van volviendo incómodas para los hombres armados. Es lo que sucedió con Adolfo y Rosita [los nombres han sido cambiados por razones de seguridad]. Él un modestísimo tejedor de mimbre y fabricante artesanal de zapatos y ella una líder innata que no sabía que lo era, se instalaron en esa aldea y poco a poco fueron haciéndose a un pequeño capital. Primero tenía Adolfo tenía que caminar para vender los zapatos y las sillas por todas esas veredas. Después ya pudo comprar su bicicleta y ahí empezó a rendirle más el dinero y mejoró su rancho. Vinieron los hijos y por una docena de años vivieron tranquilos, prosperando. Los vecinos les propusieron que se metieran a la junta comunal y después, cuando él resultó elegido edil, su mujer entró también a la liderar la comunidad.
“Los paramilitares se desmovilizaron en el 2004, pero ellos dejaron otra gente, como haga de cuenta yo irme y dejar a los hijos que sigan trabajando aquí este tallercito, porque eso fue lo que pasó”, dijo el zapatero a VerdadAbierta.com. (vea el video donde cuenta su historia).
Esa gente que dejó los ‘paras’ puso a uno de los suyos de presidente de la junta de acción comunal, y los vecinos de la vereda no volvieron a las reuniones. Los pistoleros entonces culparon a Rosita de haberlos instigado en contra de ellos. La tensión subió a medida que motociclistas armados venían a preguntar por ella cada vez más seguido. Al final, Adolfo y Rosita salieron y dejaron todo tirado. Se instalaron en otro municipio de Norte de Santander, a empezar de cero. Lograron malvender la casita después de unos meses, y el gobierno le dio a Adolfo el equivalente a unos 700 dólares para que montara su taller. Apenas si le alcanzó para comprarse un calentador que derrite la goma con que le pega la suela a los zapatos y algunos instrumentos básicos. Paga arriendo y se arriesga a viajar a Catatumbo porque por allá puede vender mejor sus zapatos: sus sandalias a 12.000 pesos (US$6.60), botas de jean, a 15.000 pesos (US$8). Si tuviera un cliente fijo, quizás podría salir de la pobreza en que lo dejaron. Pero Adolfo no se queja, al menos no le mataron a ningún hijo.
“El gobierno cree que uno con un millón de pesos (US$555) va a montar empresa, tiene que estar muy de buenas y ganarse la lotería”, dijo Adolfo con pesar. Todas las ferias y capacitaciones que le han dado no le devuelven su taller bien montado, ni la buena vida que habían construido con su esposa y que tuvieron que abandonar. Los muchachos criminales que los forzaron a salir siguen allí en su vereda como si nada.
http://es.insightcrime.org/investigacio ... venezolana