Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

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La anécdota que cuenta Speer también fue relatada por Erich Kempka en su libro "YO QUEMÉ A HITLER"

El tema que debíamos tratar en la reunión del 18 de marzo era la defensa del territorio del Sarre, duramente hostigado por el ejército de Patton. Como había sucedido en el caso de los yacimientos rusos de manganeso, Hitler se volvió hacia mí en busca de apoyo:
—¡Dígales usted mismo a estos señores lo que supondría la pérdida del carbón del Sarre!
Se me escapó esta frase espontáneamente:
—Eso no haría sino acelerar la derrota.

Nos miramos fijamente, estupefactos y desconcertados. Yo estaba tan asombrado
como Hitler. Tras un embarazoso silencio, cambió de tema.
Aquel mismo día, el mariscal Kesselring, comandante en jefe del frente occidental, informó de que la población entorpecía en gran medida la lucha contra el avance de las tropas americanas. Al parecer, era cada vez más habitual que la gente no dejara entrar a las tropas alemanas en los pueblos. Los oficiales recibían presiones para que los lugares no fueran destruidos con acciones de guerra. La tropa accedía en muchos casos a aquella desesperada petición.
Sin reflexionar ni un momento sobre las consecuencias, Hitler se volvió hacia Keitel y le ordenó que cursara una orden al comandante en jefe del frente occidental y a los jefes regionales para que toda la población fuera evacuada por la fuerza.
Diligentemente, Keitel se sentó enseguida a una mesa que había en el rincón y se dispuso a redactar la orden.
Uno de los generales presentes trató de persuadir a Hitler diciendo que sería imposible evacuar a cientos de miles de personas. No disponíamos de trenes. Hacía tiempo que las comunicaciones estaban cortadas. Hitler permaneció impasible.
—¡Pues que vayan andando! —replicó.
Tampoco eso era posible, insistió el general. Para ello se necesitarían abastecimientos. La columna tendría que ser dirigida a través de zonas poco pobladas. Además, la gente no disponía de calzado adecuado. Sin embargo, no pudo terminar.
Imperturbable, Hitler le dio la espalda.
Keitel había escrito un borrador de la orden y se lo leyó a Hitler, quien lo aprobó. La orden decía así: «La presencia de población civil en los sectores amenazados por el enemigo es tan gravosa para los combatientes como para la propia población. Por lo tanto, el Führer ordena lo siguiente: la zona occidental del Rin, es decir, el Palatinado del Sarre, deberá ser inmediatamente evacuada de todos sus pobladores por detrás de la línea del frente. [...] La población deberá ser dirigida hacia el Sudeste, al sur de la línea de Sankt Wendel-Kaiserslautern-Ludwigshafen. Los detalles serán resueltos por el Grupo de Ejércitos G, de acuerdo con los jefes regionales. Los jefes regionales recibirán idénticas instrucciones del jefe de la cancillería del Partido. Firmado: mariscal general Keitel, Jefe del Alto Mando de la Wehrmacht.»
Nadie protestó cuando Hitler concluyó diciendo:
—Ya no podemos ser considerados con la población.

Abandoné la habitación con Zander, el enlace de Bormann ante Hitler. Zander
estaba desesperado:
—¡Pero eso no puede ser! ¡Va a provocar una catástrofe! ¡No hay nada preparado!- exclamó, angustiado.

Impulsivamente, le dije que suspendería mi vuelo a Königsberg y que aquella misma noche saldría hacia el Oeste. La reunión había terminado. Era más de medianoche y había llegado mi cuadragésimo cumpleaños. Pedí a Hitler que me permitiera hablar con él un instante.
Hitler llamó al criado: —Vaya a buscar el retrato que he firmado.
A continuación me entregó el estuche rojo de piel con la insignia grabada en oro enel que solía hacer entrega de su retrato en un marco de plata, al tiempo que me felicitaba cordialmente. Le di las gracias y dejé el estuche encima de la mesa para sacar la memoria.
Entretanto, Hitler me decía: —Últimamente me cuesta mucho trabajo escribir, aunque sólo sean unas palabras. Ya sabe cómo me tiembla la mano. A veces casi no puedo acabar de firmar. Lo que le he escrito me ha salido bastante ilegible.

Al oír esto abrí el estuche para leer la dedicatoria. Realmente, apenas era legible, pero estaba redactada con extraordinaria afabilidad y en ella me daba las gracias por mi trabajo y me aseguraba su firme amistad. Ahora me resultaba difícil entregarle a cambio aquella memoria en la que hacía constar de forma palmaria el derrumbamiento de la obra de su vida.
Hitler la cogió en silencio. Con el fin de suavizar la tensión del momento, le dije que aquella misma noche pensaba salir hacia el Oeste. Luego me despedí. Cuando estaba pidiendo por teléfono, desde el propio bunker, el coche y el chófer que necesitaba, Hitler me mandó llamar de nuevo.
—Lo he pensado mejor: es preferible que coja uno de mis coches y que le lleve Kempka, mi chófer.

Yo me resistí con algunos pretextos. Por fin, accedió a que usara mi coche, pero con la condición de que lo condujera Kempka. Me sentí un poco intranquilo, pues se había desvanecido la cordialidad con la que Hitler casi me había fascinado al entregarme el retrato. Me despidió visiblemente contrariado. Yo estaba ya en la puerta cuando, como sino quisiera darme ocasión de responder, me dijo:
—¡Esta vez contestaré a su memoria por escrito! —Tras una breve pausa, añadió entono glacial: —Si la guerra se pierde, también el pueblo estará perdido. No es necesario pensar en lo que precisará el pueblo para sobrevivir. Al contrario, es mejor destruir incluso esto, porque este pueblo ha demostrado ser el más débil, y el futuro pertenece en exclusiva a los más fuertes del Este. ¡Los que queden después de esta lucha no serán más que subhombres, pues los buenos han caído ya!.
(INCREIBLE. Realmente Hitler era un miserable y un loco que estaba dispuesto a hundir a su propio pueblo con él mismo. Su megalomanía era enfermiza. Sigo sin poder creer que el pueblo alemán que era uno de los más cultos de Europa, se haya visto hechizado por un loco degenerado y paranoide).

Cuando me encontré sentado al volante de mi coche, respirando el aire frío de la noche, con el chófer de Hitler a mi lado y el teniente coronel Von Poser, mi oficial de enlace con el Estado Mayor, en el asiento de atrás, respiré aliviado. Había convenido con Kempka que conduciríamos por turnos. Era ya la una y media de la madrugada y, si queríamos recorrer los 500 kilómetros de autopista que nos separaban del cuartel general del comandante del frente occidental, situado en Nauheim, antes de que se hiciera de día y aparecieran los bombarderos, teníamos que darnos prisa. Sintonizamos en la radio la emisora que transmitía para los cazas nocturnos e íbamos siguiendo con exactitud la posición de las escuadrillas enemigas en el plano cuadriculado que sosteníamos sobre las rodillas: «Cazas nocturnos en la zona... Varios "mosquitos" en la zona.

Cuando los aviones enemigos se acercaban a nosotros, aminorábamos la marcha y avanzábamos despacio por el arcén con las luces de posición, y en cuanto nuestro sector quedaba despejado, encendíamos los potentes faros Zeiss, las luces antiniebla y el foco orientable y nos lanzábamos por la autopista a toda velocidad, haciendo rugir el compresor. Aun así, la mañana nos sorprendió en ruta.
Afortunadamente, las nubes bajas habían hecho cesar la actividad aérea. Al llegar al cuartel general me retiré a descansar unas horas.


Continuará


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Hacia mediodía me reuní con Kesselring, pero nuestra conversación no dio ningún resultado. El adoptó una actitud de soldado y no se avino a discutir las órdenes de Hitler.
Por asombroso que parezca, el delegado del Partido de su plana mayor se mostró mucho más comprensivo. Mientras paseábamos de un lado a otro por la terraza del castillo, me aseguró que en el futuro haría todo lo posible para evitar que se cursaran informes sobre la conducta de la población que pudieran provocar reacciones indeseables en Hitler.
Durante el frugal almuerzo con su plana mayor, Kesselring acababa de pronunciar un corto brindis por mi cuadragésimo cumpleaños cuando de repente una escuadrilla de cazas enemigos se abatió con gran estrépito sobre el castillo y unas ráfagas de ametralladora rompieron las ventanas. Nos arrojamos al suelo inmediatamente. Hasta entonces no sonó la sirena de alarma, en el mismo momento en que pesadas bombas empezaban a estallar muy cerca de nosotros. Mientras los impactos se iban produciendo a derecha e izquierda, nos dirigimos a toda prisa al bunker entre nubes de humo y polvo.
Evidentemente, el objetivo del ataque era el corazón de la defensa occidental. Las explosiones se sucedían sin cesar. Las paredes del bunker temblaron, pero no recibió ningún impacto directo. Cuando pasó el ataque proseguimos la discusión, ahora también en presencia del industrial del Sarre Hermann Röchling. Kesselring manifestó al septuagenario Röchling que en los días siguientes se iba a perder el Sarre. El anciano escuchó con entereza, casi con indiferencia, la noticia de que perdería su patria y su fábrica. —Ya perdimos el Sarre una vez y luego lo recobramos. A pesar de mi edad, aún he de ver el día en que vuelva a ser nuestro. Nuestra próxima etapa era Heidelberg, adonde había sido trasladada la central de armamentos para el sudoeste de Alemania. Yo quería aprovechar la ocasión para hacerles al menos una corta visita de cumpleaños a mis padres. Durante el día era imposible circular por la autopista, a causa de los aviones; dado que yo conocía desde mi juventud las carreteras secundarias, Röchling y yo fuimos por el Odenwald. El tiempo era primaveral, cálido y soleado. Por primera vez hablamos con absoluta franqueza; Röchling, antes gran admirador de Hitler, no se contuvo al expresar su opinión de que seguir con la guerra era un acto de fanatismo insensato. Ya casi era de noche cuando llegamos a Heidelberg. Las noticias que llegaban del Sarre eran esperanzadoras: apenas se habían hecho preparativos para destruir las instalaciones. Como ya no quedaba tiempo, ni siquiera una orden de Hitler podría causar graves daños.
El viaje por carreteras atestadas de soldados en retirada resultó penoso; fuimos profusamente insultados por aquellos hombres cansados y enflaquecidos. Hasta pasada la medianoche no llegamos al cuartel al que nos dirigíamos, situado en un pueblo vinícola del Palatinado. El general Hausser, de las SS, tenía opiniones más razonables que su comandante en jefe acerca de la forma de interpretar órdenes absurdas. Hausser consideraba impracticable la evacuación que se había ordenado e irresponsable la voladura de puentes. Cinco meses después, procedente de Versalles, yo cruzaría el Sarre y el Palatinado como prisionero, en un camión. Tanto las instalaciones ferroviarias como los puentes estaban prácticamente intactos.
Stöhr, jefe regional del Palatinado y el Sarre, declaró sin ambages que no pensaba obedecer las órdenes de evacuación que había recibido. Entonces tuvo lugar un curioso diálogo entre el jefe regional y yo, que hablaba como ministro:
—Si no lleva a cabo la evacuación y el Führer le pide cuentas por ello, puede alegar que le he dicho que la orden ha sido anulada. —No; es usted muy amable, pero asumo la responsabilidad.
Yo insistía: —Pero yo no tengo inconveniente en cargar con ello... Stöhr negaba con la cabeza: —No, lo haré yo. Será sólo culpa mía.

Fue el único punto sobre el que no pudimos ponernos de acuerdo.


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Nuestro próximo destino era el cuartel general del mariscal Model, situado en el Westerwald, a 200 kilómetros de distancia. Por la mañana aparecieron de nuevo los aviones americanos en vuelo rasante, por lo que abandonamos la carretera principal y, por caminos secundarios, alcanzamos finalmente un apacible pueblecito. Nada hacía suponer que allí se encontrara el mando central de ningún grupo de ejércitos. No había ningún oficial, ningún soldado, ni un coche, ni un letrero. Estaba prohibido que circularan coches durante el día.
En la fonda del pueblo reanudé inmediatamente con Model el debate que habíamos iniciado en Siegburg acerca de la conservación de las instalaciones ferroviarias del Ruhr.
Mientras hablábamos, entró un oficial que traía un telegrama. —Esto le concierne —dijo Model, confundido y perplejo.

Me temí algo muy grave. Era la «respuesta por escrito» que daba Hitler a mi memoria. Establecía en todos los puntos justo lo contrario de lo que yo había solicitado el 18 de marzo. «Todas las instalaciones militares, de comunicaciones, industriales y de servicios, así como todos los bienes muebles» que se encontraran dentro del territorio del Reich debían ser destruidos. Era la sentencia de muerte para el pueblo alemán, el principio de la «tierra quemada» en su forma más feroz. Yo mismo perdía mi poder por aquel decreto y todas mis órdenes para la conservación de la industria quedaban explícitamente invalidadas. A partir de entonces, los jefes regionales serían los encargados de aplicar las medidas de destrucción.


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Luego Speer transcribe la orden de Hitler sobre la destrucción. Es un documento histórico muy interesante que vale la pena analizar:

La Orden del Führer sobre medidas de destrucción en el territorio del Reich, reza así:
«La lucha por la existencia de nuestro pueblo obliga, también dentro del territorio del Reich, a emplear cualquier medio que pueda debilitar la combatividad del enemigo e impedir que continúe su penetración. Deben aprovecharse todas las posibilidades para dañar al máximo, directa o indirectamente, la potencia de ataque del enemigo. Es una equivocación creer que las instalaciones (de transporte, de comunicaciones, industriales o de abastecimiento) no destruidas o sólo temporalmente paralizadas podrán ser utilizadas en nuestro beneficio una vez se hayan reconquistado los territorios perdidos. En su retirada, el enemigo sólo dejará una tierra quemada y no tendrá ninguna consideración hacia la población de dichos territorios. »Por consiguiente, ordeno:1. Serán destruidas todas las instalaciones militares, de transporte, de comunicaciones, industriales y de abastecimiento, así como los valores muebles que haya dentro del territorio del Reich y que el enemigo pueda utilizar inmediatamente o a corto plazo para proseguir el combate.2. Serán responsables de poner en práctica estas medidas de destrucción las jefaturas militares cuando se trate de objetivos de índole militar, incluidas las instalaciones de transporte y de comunicaciones, y los jefes regionales y comisarios de defensa del Reich cuando se trate de industrias e instalaciones de abastecimiento y cualesquiera otros bienes muebles. Las tropas prestarán a los jefes regionales y comisarios de defensa del Reich la ayuda necesaria para llevar a cabo sus cometidos.3. Esta orden será puesta con la mayor rapidez posible en conocimiento de todos los mandos de tropa, e invalida todas las instrucciones que se opongan a ella.»Esta orden se oponía abiertamente a las peticiones que yo formulaba a Hitler en mi memoria del 18 de marzo, que decían: «Debe garantizarse que, cuando la lucha tenga lugar dentro del territorio del Reich nadie esté autorizado a destruir industrias, empresas carboníferas, centrales eléctricas y otras instalaciones de abastecimiento, ni tampoco las vías de comunicación ni los canales utilizados para la navegación interior. Si se volaran los puentes tal como está previsto, las vías de comunicación sufrirían un perjuicio mucho mayor que el que ocasionarían los ataques de la aviación enemiga.»


Uno la lee y no puede evitar sentir escalofríos.
El miserable de Hitler deseaba llevar a su pueblo a la ruina junto con su amarga derrota.

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Mediante la observación «Para que sea ejecutada por el comandante en jefe del grupo de ejércitos»,Kesselring había traspasado a su subordinado, el mariscal Model, toda responsabilidad derivada de la inobservancia de la mencionada orden.

Las consecuencias habrían sido inimaginables; durante un tiempo imprevisible no habría luz, ni gas, ni agua potable; no habría carbón ni comunicaciones. Todas las vías férreas, los canales, las esclusas, los muelles, los barcos, las locomotoras, serían destruidos. Incluso en los lugares en los que se hubieran respetado las industrias, estas no podrían producir por falta de electricidad, gas y agua; no habría reservas ni teléfono. En suma, un país devuelto a la Edad Media.

El cambio de actitud del mariscal Model evidenciaba que mi posición había cambiado. Continuó hablando, pero en un tono mucho más frío, y rehuyó tratar del tema que en realidad era el motivo principal de nuestro encuentro: la conservación de la industria del Ruhr.

Afligido y fatigado, me fui a dormir a una granja. Unas horas después salí al campo y subí a una colina. Abajo, envuelto en una tenue neblina, el pueblo yacía apaciblemente al sol. Se divisaba una gran extensión, hasta mucho más allá de las colinas del Sauerland. ¿Cómo era posible que alguien quisiera convertir aquella tierra en un desierto? Me tumbé entre los helechos. Todo me parecía irreal. La tierra exhalaba unaroma penetrante y ya asomaban del suelo los nuevos brotes. Cuando regresé al pueblo, el sol se estaba poniendo. Había tomado una decisión. Debía impedir que aquella orden fuera ejecutada. Anulé las entrevistas que pensaba celebrar aquella noche en el Ruhr; me dirigiría a Berlín para reconocer la situación.
El coche fue sacado de los matorrales y, a pesar de la gran actividad aérea que se registraba, aquella misma noche emprendí el viaje hacia el Este con las luces de posición.
Mientras Kempka conducía, yo hojeaba mis notas. La mayoría se referían a las conversaciones que había sostenido durante los dos últimos días. Pasaba las páginas, vacilante. Luego empecé a romperlas disimuladamente y a arrojar los fragmentos por la ventanilla. Durante una parada, mi mirada se posó en el estribo. A causa del viento, los comprometedores papeles habían quedado amontonados en un rincón. Los empujé discretamente hacia la cuneta.


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El cansancio nos mueve a la indiferencia. Así, no me sentí nada excitado cuando la tarde del 21 de marzo de 1945 me encontré con Hitler en la Cancillería del Reich. Me preguntó lacónicamente por el viaje y se mostró muy reservado, sin aludir a su «respuesta por escrito». A mí me pareció inútil hablar de ella. A Kempka, por el contrario, estuvo interrogándolo durante más de una hora sin consultarme sobre ello.
Contraviniendo las órdenes de Hitler, aquella misma noche entregué a Guderian un duplicado de mi memoria. Keitel se negó escandalizado a cogerla, como si se tratara de un peligroso explosivo. En vano traté de averiguar en qué circunstancias había dictado Hitler aquella orden. Igual que después de que se descubriera mi nombre en la lista de ministros del 20 de julio, en torno a mí se había hecho el vacío. Estaba claro que para el entorno de Hitler yo había caído definitivamente en desgracia; lo peor del caso era que había perdido toda influencia en el terreno más importante: el de la conservación de lasindustrias que de mí dependían.
Dos decisiones adoptadas por Hitler en aquellas fechas me demostraron que estaba decidido a actuar con la mayor brutalidad. En el informe de la Wehrmacht del 18 de marzo de 1945 leí que había sido ejecutada la sentencia de muerte dictada contra cuatro oficiales por no haber ordenado a su debido tiempo la voladura del puente sobre el Rin en Remagen; Model acababa de decirme que aquellos oficiales eran completamente inocentes. «El horror de Remagen», como se llamó al caso, haría temblar a muchos responsables hasta el final de la guerra.
El mismo día oí rumores de que Hitler había ordenado ejecutar al capitán general Fromm. Unas semanas antes, el ministro de Justicia Thierack me dijo entre plato y plato durante una comida, con la mayor indiferencia: —¡También Fromm va a perder pronto su cabecita!.

Los esfuerzos que hice aquella noche para que Thierack cambiara de opinión resultaron inútiles; no se dejó impresionar en lo más mínimo. Por lo tanto, varios días después le dirigí una carta oficial de cinco pliegos en la que rebatía la mayor parte de las acusaciones contra Fromm de las que tenía noticia y me ofrecía al tribunal como testigo de la defensa.
Debió de tratarse de una petición insólita para un ministro del Reich; sólo tres díasdespués, el 6 de marzo de 1945, Thierack me escribió escuetamente que para declarar anteel tribunal necesitaba una autorización de Hitler. «El Führer acaba de hacerme saber — proseguía— que de ningún modo piensa concederle tal autorización para el caso Fromm.Por lo tanto, no me es posible incluir su declaración en el sumario.»

La ejecución de aquella sentencia de muerte me hizo ver también a mí lo comprometido de mi situación. Me encontraba en un callejón sin salida. Cuando, el 22 de marzo, Hitler me convocó a una de sus conferencias de armamentos, envié de nuevo a Saur en mi lugar. Sus notas de aquella reunión me demostraron que ambos se habían mantenido alegremente alejados del a realidad.
A pesar de que la producción de armamentos había llegado hacía tiempo a su fin, estuvieron discutiendo proyectos y más proyectos, como si pudieran disponer aún de todo el año 1945. No sólo hablaron de una producción de acero bruto totalmente irreal, sino que acordaron aumentar al máximo el suministro de cañones antitanques de 8,8 cm, así como de lanzagranadas de 21 cm; se entusiasmaron al tratar de la creación de nuevas armas, como un fusil especial para los paracaidistas, que por supuesto «se produciría en cantidades elevadas», y un lanzagranadas de 30,5 cm, un calibre desmesurado. (INCREÍBLE. A veces yo no sé si Hitler realmente estaba alienado de la realidad, o se hacía el loquito para disimular que la guerra estaba perdida).

En aquel acta también se registró una orden de Hitler para que en el plazo de unas semanas le fueran presentadas cinco nuevas variantes de los tanques existentes. Además, quería que se investigara el efecto del «fuego griego», conocido desde la Antigüedad, y que nuestro caza reactor Me 262 fuera reconvertido a la mayor brevedad posible en caza convencional. De este modo reconocía involuntariamente el fallo estratégico que había cometido un año y medio antes, cuando, contra la opinión de los técnicos, hizo prevalecer su terquedad.


(Ordenes y contraórdenes sin sentido de una persona desquiciada).

Continuará.


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Aquella misma noche inicié mis conversaciones con el doctor Rohland, director dela plana mayor del Ruhr, y sus más importantes colaboradores. Su informe era aterrador. Los tres jefes regionales del Ruhr estaban decididos a ejecutar la orden de destrucción de Hitler. Hörner, uno de nuestros colaboradores técnicos, que, por desgracia, era también director de la Oficina Técnica del Partido, había trazado un plan destructivo por orden de los jefes regionales. Molesto, pero habituado a obedecer, me dio pormenores de su proyecto, el cual, técnicamente correcto, pondría fuera de servicio toda la industria del Ruhr durante un tiempo imprevisible; hasta los pozos de carbón debían ser anegados y, tras arrasar las instalaciones transportadoras, quedarían inutilizables durante años. Se hundirían barcazas cargadas de cemento para bloquear todos los puertos y vías fluviales del Ruhr. Los jefes regionales querían empezar al día siguiente con las primeras voladuras, pues las tropas enemigas avanzaban rápidamente por el norte de la cuenca del Ruhr. Por fortuna, disponían de tan pocos medios de transporte que dependían de la ayuda de mi organización de armamentos. Esperaban encontrar abundante dinamita, detonadores y mecha en las minas.
Rohland mandó llamar inmediatamente al castillo Thyssen de Landsberg, sede de la plana mayor del Ruhr, a una veintena de representantes de confianza de la explotación carbonífera. Tras un breve debate, y como si se tratara de lo más natural del mundo, se acordó arrojar la pólvora, los detonadores y las mechas a la «ciénaga» de las minas, para inutilizarlos. A uno de nuestros colaboradores se le encomendó utilizar las escasas existencias de carburante de que disponíamos para sacar del Ruhr todos nuestros camiones. En caso necesario, los camiones y el carburante debían ser puestos a disposición de los combatientes, con lo cual quedarían definitivamente fuera del alcance del sector civil. Finalmente, prometí a Rohland y a sus colaboradores cincuenta ametralladoras de lo que quedaba de nuestra producción para defender de las brigadas de destrucción de los jefes regionales las centrales eléctricas y otras instalaciones industriales relevantes. En aquel momento, en manos de hombres decididos a defender sus fábricas, aquellas armas constituían una fuerza muy importante, pues no hacía mucho que la policía y los miembros del Partido habían tenido que entregar las suyas al Ejército. A este respecto, incluso hablamos de rebeliones abiertas.
Los jefes regionales Florian, Hoffmann y Schlessmann se hallaban reunidos en el pueblo de Rummenohl, cerca de Hagen. Pese a todas las prohibiciones de Hitler, al día siguiente traté una vez más de convencerlos. Se produjo entonces una acalorada discusión con el jefe regional de Dusseldorf, Florian, quien venía a decir que si la guerra se había perdido no era por culpa de Hitler o del Partido, sino del pueblo alemán. De todos modos, sólo las criaturas más miserables podrían sobrevivir a una catástrofe semejante. Hoffmanny Schlessmann, a diferencia de Florian, terminaron por dejarse convencer. Sin embargo, argüían, las órdenes del Führer debían ser obedecidas y nadie podía eximirlos de su responsabilidad. No sabían qué hacer. Por si fuera poco, Bormann acababa de comunicarles una nueva orden de Hitler que llegaba aún más lejos que el decreto para destruir las bases de la existencia del pueblo.


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Hitler ordenaba una vez más que «todos los territorios que por el momento no podamos conservar y cuya ocupación por el enemigo sea previsible» fueran evacuados. Para cortar de raíz toda posible réplica, la orden añadía: «El Führer está perfectamente informado de las enormes dificultades que entraña esta disposición. Esta medida es el resultado de una reflexión precisa y minuciosa. La necesidad de evacuar queda fuera de cualquier discusión”.

La evacuación de millones de personas de los sectores situados al oeste del Rin y de la cuenca del Ruhr, de los centros de población de Mannheim y Francfort, ya sólo podía efectuarse hacia regiones poco pobladas, como Turingia y los llanos del Elba. Una población civil mal vestida y peor alimentada debía invadir una región carente deservicios sanitarios, alojamiento y comida. El hambre, las epidemias y la miseria serían inevitables.
Los jefes regionales que estaban reunidos conmigo coincidían en que el Partido ya no disponía de los medios necesarios para aplicar aquellas órdenes, aunque Florian, con gran asombro de todos, leyó el texto de un entusiasta llamamiento, dirigido a los funcionarios del Partido de Dusseldorf, que iba a mandar imprimir en carteles: cuando se acercara el enemigo, todos los edificios de la ciudad que se conservaran en pie debían ser incendiados y sus habitantes, evacuados. El enemigo no debía hallar más que una ciudad arrasada y vacía.

Los otros dos jefes regionales empezaron a vacilar. Se mostraron de acuerdo con mi interpretación de la orden de Hitler, según la cual la producción de la cuenca del Ruhr seguía siendo de gran importancia para el armamento, ya que nos permitiría suministrar municiones directamente a las tropas que combatían en ese sector. Así, la destrucción de las centrales eléctricas, prevista para el día siguiente, quedó aplazada y la orden se transformó en una exigencia de paralización.
Inmediatamente fui a buscar al mariscal Model a su cuartel general. Se mostró dispuesto a circunscribir los combates, en la medida de lo posible, a los territorios alejados del núcleo industrial, lo que permitiría reducir las voladuras al mínimo, y a no ordenar que se destruyeran las fábricas.

Me prometió también que durante las semanas siguientes se mantendría en estrecho contacto con el doctor Rohland y sus colaboradores. Supe por Model que las tropas americanas avanzaban hacia Francfort, que era imposible determinar con exactitud las líneas del frente y que el cuartel general de Kesselring iba a ser desplazado al Este aquella misma noche. A eso de las tres de la madrugada llegamos a Nauheim, donde había estado el cuartel hasta entonces; una conversación con el jefe de su plana mayor, general Westphal, dio como resultado que también él prometiera moderarse al aplicar las órdenes de destrucción. Como ni siquiera el jefe de la plana mayor del comandante en jefe del frente occidental podía decirnos cuánto había avanzado el enemigo durante la noche, dimos un rodeo hacia el Este por el Spessart y el Oldenwald en dirección a Heidelberg y cruzamos la pequeña ciudad de Lohr.
En la Central de Armamentos de Heidelberg, de la que dependían las regiones de Badén y Württemberg, se habían recibido ya las órdenes del jefe regional de Badén para destruir las centrales de agua y gas de mi ciudad natal y de todas las demás de la región.
El medio de evitar que se ejecutaran no pudo ser más sencillo: las transmitimos por escrito, pero depositamos las cartas en el buzón de una ciudad que pronto iba a ser ocupada por el enemigo.


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Los americanos ya habían tomado Mannheim, a sólo veinte kilómetros, y avanzaban lentamente hacia Heidelberg. Tras una entrevista nocturna con su alcalde, doctor Neinhaus, como último servicio a mi ciudad natal pedí al general de las SS, Hausser, a quien ya conocía del Sarre, que declarara Heidelberg ciudad-hospital y la entregara sin oponer resistencia. Empezaba a clarear cuando me despedí de mis padres. Durante las últimas horas que pasamos juntos, también ellos mostraron la inquietante conformidad que se había apoderado de la sufriente población. Cuando mi coche arrancó, los dos estaban frente al portal; mi padre corrió una vez más hacia la ventanilla y me estrechó la mano mientras me miraba a los ojos en silencio. Intuíamos que no íbamos a volver a vernos.
Tropas en retirada, sin armas y sin equipo, bloqueaban la carretera que iba a Wurzburgo. A la luz del amanecer, varios soldados persiguieron ruidosamente a un jabalí que había salido del bosque. Cuando llegué a Wurzburgo fui a ver al jefe regional Hellmuth, quien me invitó a un suculento desayuno. Mientras comíamos salchichas y huevos, me dijo con la mayor naturalidad que, en cumplimiento de las órdenes de Hitler, había ordenado que se destruyera la industria de rodamientos de Schweinfurt; en una habitación contigua se encontraban ya los representantes de las fábricas y los funcionarios del Partido, aguardando instrucciones. El plan estaba bien trazado: se prendería fuego a los baños de aceite de las máquinas especiales. Con ello, según habían demostrado los ataques aéreos, las máquinas quedarían convertidas en chatarra. Al principio no había manera de convencerlo de que aquello era un desatino, y me preguntó cuándo pensaba emplear el Führer el arma milagrosa. A través de Bormann y Goebbels había recibido informes del cuartel general según los cuales el empleo de esta arma era inminente. Como tantas otras veces, tuve que explicarle también a él que no existía. Yo sabía que aquel jefe regional pertenecía a la categoría de los razonables, por lo que le pedí que no ejecutara la orden de Hitler. Añadí que en aquellas circunstancias era un disparate arrebatar a la población las bases imprescindibles de su existencia volando fábricas y puentes.
Le dije que las tropas alemanas se estaban concentrando al este de Schweinfurt parar realizar un contraataque y reconquistar los centros de producción de armamentos, lo cual ni siquiera era del todo falso, ya que el alto mando planeaba en efecto un próximo contraataque. El viejo argumento de que Hitler no podría continuar la guerra sinrodamientos volvió a ser eficaz. Lo hubiera convencido o no, aquel jefe regional no estabadispuesto a cargar con la culpa histórica de haber eliminado todas las perspectivas detriunfo al destruir las fábricas de Schweinfurt.Al salir de Wurzburgo, el tiempo aclaró. Muy de tarde en tarde nos cruzábamos con pequeñas unidades que, a pie y sin armas pesadas, iban al encuentro del enemigo. Eranunidades de instrucción, destinadas a la última ofensiva. Los vecinos de los pueblos sededicaban a cavar fosas en sus jardines para enterrar la plata y demás objetos de valor. La población rural nos recibía en todas partes con amabilidad. Sin embargo, la gente no veíacon buenos ojos que nos arrimáramos a las casas para ponernos a cubierto de los aviones,ya que con ello poníamos en peligro sus hogares. —Señor ministro, ¿no podría apartarse un poquito, hasta la casa del vecino? —megritaron en cierta ocasión desde una ventana.Precisamente porque la población se mostraba resignada y amigable y porque por ninguna parte se veían unidades bien equipadas, el proyecto de destruir todos aquellos puentes me afectaba mucho más que desde mi despacho de Berlín.
En las pequeñas ciudades y pueblos de Turingia deambulaban sin rumbo uniformadas formaciones del Partido, especialmente de las SA. Sauckel había llamado alas últimas reservas, hombres maduros y niños de dieciséis años. El Volkssturm, las milicias del pueblo, debía oponerse al enemigo, pero ya nadie podía darle armas. Varios días después, Sauckel hizo un vibrante llamamiento animándolo a luchar hasta el final; acto seguido subió a su coche y se fue al sur de Alemania.
El 27 de marzo, a última hora de la tarde, llegué a Berlín. Me encontré con una situación distinta. Entre tanto, Hitler había ordenado que Kammler, general de división de las SS, aparte de responsabilizarse de los cohetes se ocupara en lo sucesivo del desarrollo y producción de todos los aviones modernos. De este modo excluía de mi jurisdicción el armamento aéreo, pero además dispuso que Kammler podía servirse de mis colaboradores del Ministerio, lo cual originaba una situación muy violenta, tanto en las cuestiones protocolarias como organizativas, y ordenó explícitamente que Göring y yo suscribiéramos el nombramiento de Kammler y nos subordináramos a él. Yo firmé sin formular objeciones, aunque me sentía furioso y herido por aquella humillación; aquel día no asistí a la reunión estratégica. Casi al mismo tiempo, Poser me comunicó que Guderian había sido retirado, oficialmente por motivos de salud; sin embargo, todo el que conociera los procedimientos habituales sabía que Guderian no iba a regresar. Con él perdí a uno del os escasos consejeros militares de Hitler que no sólo estaba de mi parte, sino que siempre había apoyado mis actuaciones.
Por si fuera poco, mi secretaria me presentó las normas, redactadas por el jefe de Transmisiones, para ejecutar la orden de destrucción de todos los bienes nacionales dictada por Hitler. Ajustándose exactamente a sus propósitos, ordenaban destruir todos los establecimientos de transmisiones, no sólo los dependientes de la Wehrmacht, sino también los de Correos, Ferrocarriles, vías fluviales y policía, así como las líneas eléctricas. Por medio de «voladura, incendio o demolición», debían quedar definitivamente fuera de servicio las centrales telefónicas, telegráficas y repetidoras, las líneas eléctricas, antenas y emisoras de radio. En los territorios ocupados por el enemigo no debía ser posible llevar a cabo ni siquiera una reconstrucción provisional de la red de comunicaciones, para lo que no sólo debían destruirse todas las existencias de repuestos, cables y conducciones, sino también los cuadros de distribución y las descripciones técnicas de los aparatos.

De todos modos, el general Albert Praun me dio a entender que pensaba moderarse al aplicar aquella disposición tan radical. Por otra parte, se me hizo saber confidencialmente que la organización de los armamentos iba a ser confiada a Saur, aunque bajo la autoridad de Himmler, el cual sería nombrado inspector general de toda la producción bélica.


Continuará


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Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

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Aquella noticia me daba a entender que Hitler pensaba prescindir de mí. Poco después recibí una llamada de Schaub quien, con alarmante sequedad, me ordenó presentarme ante Hitler aquella misma noche.
Sentí cierta opresión mientras me acompañaban al despacho subterráneo de Hitler. Lo hallé solo; me recibió glacialmente, sin ofrecerme la mano ni contestar apenas a mi saludo, y enseguida, en un tono duro y en voz baja, entró en materia:
—He recibido un informe de Bormann sobre sus conversaciones con los jefes regionales del Ruhr. Usted los ha incitado a no ejecutar mis órdenes y les ha dicho que la guerra estaba perdida. ¿Sabe usted lo que eso puede acarrearle?.

Como si acabara de recordar algo muy lejano, cambió de tono, se relajó y, casi como una persona normal, añadió:
—Si no fuera usted mi arquitecto, sería consecuente y adoptaría las medidas que requiere un caso como el suyo.

En parte por franca insubordinación y en parte por fatiga, le respondí, más impulsivo que valiente:
—Adopte las medidas que crea necesarias y no tenga consideraciones hacia mi persona.

Al parecer, Hitler quedó desconcertado, pues se hizo una breve pausa. En tono cordial, aunque en mi opinión muy bien meditado, prosiguió:
—Está usted cansado y enfermo. Por eso he decidido que se tome inmediatamente unos días de vacaciones. Otro dirigirá su Ministerio por usted.
—No; me encuentro perfectamente —respondí con decisión—. No voy a irme de vacaciones. Si no desea que siga siendo su ministro, reléveme del cargo.


En el mismo instante me acordé de que hacía un año Göring había rehusado aquella misma solución. Hitler me respondió, en tono concluyente:
—No quiero relevarlo del cargo. Pero insisto en que se tome inmediatamente un descanso por enfermedad.

Yo no cedí: —No puedo conservar mi responsabilidad como ministro y dejar que otro actúe en mi nombre. —En un tono algo más conciliador, casi apremiante, añadí: —No puedo, mein Führer .

Era la primera vez que me dirigía a él con este tratamiento, pero no se mostró conmovido:
—No tiene alternativa. ¡No me es posible relevarlo del cargo! —Esbozando a su vez un gesto de debilidad, prosiguió: —Por motivos de política interior y exterior, no puedo prescindir de usted.

Envalentonado, repliqué: —Me es imposible tomarme un permiso. Mientras esté en el cargo, dirigiré elMinisterio. ¡No estoy enfermo!.

Hubo una larga pausa. Hitler se sentó. Yo hice lo mismo, aun sin haber sido invitado. En un tono más tranquilo, dijo:
—Speer, si pudiera usted convencerse de que la guerra no está perdida, podría permanecer en el cargo.

Gracias a mis memorias, y seguramente también por el informe de Bormann, estaba enterado de mi forma de ver la situación y de afrontarla. Era evidente que intentaba obligarme a hacer una declaración que en lo sucesivo me impidiera divulgar las verdaderas circunstancias a otras personas.
—Usted sabe que no puedo convencerme de eso. La guerra está perdida — respondí con sinceridad y sin ánimo de desafiarlo.

Hitler se puso nostálgico y me habló de las situaciones difíciles que había atravesado, en las que todo parecía perdido y que, sin embargo, había conseguido dominar a fuerza de tesón, energía y fanatismo. De una forma que se me antojó interminable, se dejó llevar por los recuerdos de su época de lucha; el invierno de 1941-1942, la amenaza de catástrofe que pesaba sobre los transportes e incluso mis éxitos en la producción de armamentos le sirvieron de ejemplo. Le había oído referir todo aquello tantas veces que casi me sabía de memoria su monólogo y, si lo hubieran interrumpido, habría podido continuar recitándolo casi textualmente. Su voz apenas cambiaba de registro, pero quizá fuera aquel tono desapasionado y suplicante a la vez lo que daba una gran fuerza persuasiva a sus intentos de convencerme. Me invadió una sensación parecida a la que experimentara años atrás en la casa de té, cuando me negué a desviar los ojos desu sugestiva mirada.
Como yo seguía callado y me limitaba a mirarlo con fijeza, me sorprendió atenuando bruscamente sus exigencias: —Si creyera usted que aún puede ganarse la guerra, si pudiera al menos creerlo, entonces todo estaría bien.
Su tono era cada vez más suplicante y por un momento pensé que resultaba mucho más persuasivo cuando se mostraba débil que en sus arranques de altivez. En otras circunstancias seguramente me habría ablandado y habría cedido. Pero el recuerdo de sus propósitos de destrucción me salvó de su influjo. Agitado y, por lo tanto, en voz tal vez demasiado alta, respondí: —No puedo, de ninguna manera. Y, finalmente, tampoco querría ser uno de esos cerdos que lo rodean, que le aseguran que creen en la victoria cuando ya hace tiempo que no es así.
Hitler no reaccionó. Permaneció unos momentos con la mirada fija en el vacío y luego empezó a hablar otra vez de sus experiencias de la época de lucha por el poder y, como tantas otras veces durante aquellas semanas, sacó nuevamente a relucir la inesperada salvación de Federico el Grande.
—Hay que creer que al final todo saldrá bien —dijo—. ¿Confía en que la guerra puede tomar de nuevo un rumbo victorioso, o ha perdido por completo la fe? —
Una vez más, Hitler redujo su petición a una declaración formal que me comprometiera:
—Si por lo menos pudiera tener la esperanza de que no hemos perdido... ¡Tendría que confiar enello...! Con eso me daría por satisfecho.

No le respondí. Se hizo una pausa larga y embarazosa. Por fin, Hitler se levantó bruscamente y, adoptando de nuevo el tono cortante y frío del principio de la entrevista, me dijo:
—¡Tiene veinticuatro horas para meditar su respuesta! Mañana me dirá si sigue confiando en que podemos ganar la guerra.

Me despidió sin darme la mano. Como para ilustrar lo que ocurriría en Alemania de cumplirse la voluntad de Hitler, inmediatamente después de aquella conversación recibí un télex del jefe del Servicio de Transportes, fechado el 29 de marzo de 1945: «El objetivo es crear un desierto de comunicaciones en el territorio perdido [...]. La escasez de explosivos exige aprovechar con inventiva todas las posibilidades para lograr una destrucción duradera.» Tal y como especificaba el decreto, debían destruirse toda clase de puentes, vías férreas y garitas de señales, todos los servicios técnicos de los centros de maniobras, fábricas y talleres, y también las esclusas e instalaciones de nuestras vías de navegación fluvial. Al mismo tiempo, había que destruir por completo todas las locomotoras, los vagones de pasajeros yde mercancías, los barcos mercantes y las gabarras, y debían bloquearse eficazmente ríos y canales mediante el hundimiento de barcos. Para ello debía recurrirse a cualquier tipo de munición, al fuego o a la voladura de las piezas más importantes. Sólo un especialista puede concebir la magnitud de la catástrofe que habría supuesto para Alemania que se ejecutaran unas órdenes tan precisas, que certificaban a la vez la meticulosidad con la que se ponían en práctica las órdenes genéricas de Hitler.


Continuará.


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Albert Speer: ¿Héroe o Mito - Genio o Demonio??

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Al llegar a mi pequeña vivienda provisional, situada en la parte trasera del Ministerio, me tumbé en la cama, cansado, y me puse a pensar de forma confusa cómo debía responder a aquel ultimátum de veinticuatro horas que me había planteado Hitler.
Finalmente me levanté y empecé a redactar una carta. Al principio el texto se movía de forma incongruente entre el deseo de convencer a Hitler, la tentación de complacerlo y la ineludible verdad. Pero poco a poco el tono se fue definiendo con brutal claridad:«Cuando leí la orden de destrucción (del 19 de marzo de 1945) y, poco después, el edicto de evacuación, vi en ellos los primeros pasos hacia la ejecución de estos propósitos. — Acto seguido pasaba a dar respuesta al ultimátum:
—Pero ya no puedo seguir creyendo en el triunfo de nuestra buena causa si en estos meses críticos procedemos deliberada y sistemáticamente a destruir las bases de la vida de nuestro pueblo. Se trata de una injusticia tan grave para con él que, de llevarla a cabo, el destino ya no podrá estar de nuestro lado [...]. Por lo tanto, le suplico que no ejecute estas medidas contra el pueblo. Si usted pudiera desistir de algún modo de dar semejante paso, yo recuperaría el valor y la fe necesarios para seguir trabajando con la mayor energía. Ya no está en nuestra mano — agregaba, aludiendo al ultimátum de Hitler— decidir el curso del destino. Sólo la Providencia puede cambiar aún nuestro futuro. Lo único que podemos hacer nosotros es mantener una conducta firme y una fe inquebrantable en el eterno futuro de nuestro pueblo.»
«Abandonar mi puesto, incluso aunque usted así me lo ordenara, sería para mí en estos momentos decisivos una deserción frente al pueblo alemán y también frente a mis leales colaboradores. A pesar de ello, y sin considerar las consecuencias que ello puede acarrearme, me siento obligado a informarle, con franqueza y sin tapujos, de mi punto de vista frente a los acontecimientos. He sido de los pocos que siempre le han hablado honradamente y con franqueza, y así seguiré [...].»Creo en el futuro del pueblo alemán. Creo en una Providencia justa e implacable y, por consiguiente, creo también en Dios.


(LO QUE SIGUE A CONTINUACIÓN ES CLAVE PARA MI UCRONÍA):

Sentí un profundo dolor al ver, en los días de victoria de 1940, que amplios sectores de nuestra jefatura perdían la serenidad. En aquel momento habríamos debido acreditarnos frente a la Providencia con una actitud de decoro y de humildad interior. De haberlo hecho así, la victoria habría estado con nosotros. Pero en aquellos meses el Destino nos estimó demasiado débiles para afrontar éxitos mayores. Nuestra indolencia y nuestra pereza nos llevaron a desperdiciar un año valiosísimo para la industria de armamentos y para nuestro desarrollo, y con ello nos hicimos responsables de que en los años decisivos de 1944 y 1945 muchas cosas llegaran demasiado tarde. Si hubiéramos adelantado un año todas nuestras innovaciones, nuestro destino sería distinto. (JUSTAMENTE ES LO QUE YO PIENSO CAMBIAR EN MI UCRONÍA, EN MI PAPEL DE HITLER)
Como si la Providencia hubiera querido prevenirnos, a partir de entonces todos los hechos militares fueron seguidos de un infortunio sin igual.


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(Luego Speer continúa con su carta a Hitler)
Jamás en una guerra las circunstancias externas, como el mal tiempo, han desempeñado un papel tan decisivo y desafortunado como en esta contienda, precisamente la más tecnificada de todas. Las heladas de Moscú, las nieblas de Stalingrado y el cielo despejado durante la ofensiva de invierno de 1944 en el frente occidental [...].»Sólo podré continuar trabajando con dignidad, convicción y fe en el futuro si usted, mein Führer , sigue apoyando como hasta ahora el mantenimiento de la energía vital de nuestro pueblo. No voy a entrar en detalles sobre la orden de destrucción promulgada por usted el 19 de marzo de 1945, que, mediante medidas apresuradas, despojará al pueblo alemán de sus últimas posibilidades industriales y cuyo conocimiento conmocionará profundamente a la población. Todas estas son cosas que, aunque decisivas, soslayan lo fundamental.

No concluí, como era habitual en aquellos escritos privados, con un « Heil, mein Führer!», sino que con las últimas palabras me remití a lo único que aún cabía esperar:«Que Dios proteja a Alemania.».

Al releer la carta, me pareció bastante floja. Quizá Hitler creyó que hallaría en ella un tono de desafío que lo obligaría a proceder contra mí, pues cuando le pedí a una de sus secretarias que copiara en la máquina de escribir especial de Hitler, de letra grande, aquella carta que, al ser estrictamente personal, estaba escrita a mano y resultaba difícil deleer, me llamó para decirme:
—El Führer me ha prohibido que acepte cartas de usted. Quiere que le dé su respuesta de palabra.
Al poco rato recibí la orden de presentarme inmediatamente ante Hitler.

Hacia medianoche recorrí, por las ruinas de la Wilhelmstrasse, totalmente destruida por las bombas, los pocos cientos de metros que me separaban de la Cancillería del Reich, sin saber qué debía hacer o responder. Habían pasado las veinticuatro horas y, sencillamente, no tenía respuesta. Dejé que decidiera el instante.
Hitler estaba delante de mí. No las tenía todas consigo, incluso parecía algo temeroso, y me preguntó lacónicamente:
—¿Y bien?

Por un instante me quedé confuso. No tenía una respuesta preparada. Pero entonces, como por decir algo, me vino a la cabeza de forma irreflexiva la ambigua respuesta:
—Estoy incondicionalmente con usted, mein Führer.

Hitler no contestó, pero aquello lo conmovió. Tras una breve vacilación me tendió la mano que no me había ofrecido al recibirme y sus ojos, como tan frecuentemente ocurría entonces, se humedecieron. —Entonces todo está bien. Demostró claramente el alivio que sentía. También yo, ante aquella reacción cálida e imprevista, me sentí emocionado por un momento. Entre nosotros volvía a haber algo de aquella relación de antaño.
—Pero, como estoy incondicionalmente con usted —dije, tomando la palabra enseguida para aprovechar la situación—, tiene que volver a encomendarme a mí, y no a los jefes regionales, la ejecución de su decreto.
Me autorizó a redactar un escrito al efecto, que él firmaría inmediatamente; sin embargo, cuando salió el tema, se mantuvo firme en su decisión de destruir las industrias y los puentes. Así me despedí. Era la una de la madrugada.
En uno de los despachos de la Cancillería, redacté un «Decreto de ejecución» que complementaba la orden de destrucción de Hitler del 19 de marzo de 1945. A fin de evitar cualquier discusión, ni siquiera intenté revocarla. Sólo puntualicé dos cosas: «La ejecución de la orden será de la exclusiva incumbencia de las centrales y delegaciones del Ministerio de Armamentos y Producción de Guerra. El ministro de Armamentos y Producción de Guerra cuenta con mi aprobación para dictar las disposiciones necesarias para que se ejecute la orden. El podrá impartir instrucciones concretas a los comisarios de defensa del Reich.»

De aquel modo, yo volvía a ocupar mi cargo. Además, en otro párrafo había impuesto a Hitler la idea de que en las instalaciones industriales «se puede lograr el mismo resultado mediante una paralización eficaz»; naturalmente, para tranquilizarlo añadí que en algunas fábricas de especial importancia se procedería a ejecutar la destrucción total cuando él lo indicara. Hitler nunca llegó a hacerlo.


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Hitler, con mano temblorosa y casi sin hacer objeciones, firmó el escrito con lápiz, después de introducir en él varias enmiendas. Una que hizo en la primera frase del texto demostraba que todavía estaba a la altura de la situación: yo la había redactado en los términos más genéricos posibles, a fin de establecer que las medidas de destrucción que se habían dictado tenían exclusivamente por objeto impedir que el enemigo aprovechara nuestras fábricas e instalaciones «para aumentar su fuerza combativa». Sentado tras la mesa de mapas de la sala de reuniones estratégicas, fatigado, limitó de su puño y letra esta disposición a las instalaciones industriales.
Creo que Hitler comprendía claramente que, después de aquello, buena parte de sus planes de destrucción no serían ejecutados. Durante la conversación que siguió, logré ponerme de acuerdo con él en que «la táctica de "tierra quemada" no tenía sentido en un territorio tan pequeño como Alemania. Sólo puede cumplir su objetivo en extensiones grandes, como Rusia». Tomé nota de este acuerdo en un apartado del acta de la reunión.
Como en la mayoría de los casos, Hitler obró con ambigüedad. Aquella misma noche ordenó a todos los comandantes en jefe «activar hasta el fanatismo la lucha contra el enemigo. ¡Hoy por hoy no podemos tener en cuenta a la población!» (Lo que se dice, UN REVERENDO MAL PARIDO)

Una hora después hice reunir todas las motocicletas, coches y ordenanzas disponibles y mandé ocupar la imprenta y el teletexto, con el fin de recuperar mi terreno y detener las operaciones de destrucción que ya se habían iniciado.
A las cuatro de la mañana mandé cursar mis disposiciones, aunque sin solicitar de Hitler la aprobación acordada. Sin el menor escrúpulo, puse de nuevo en vigor todas mis normas, que Hitler había anulado el 19 de marzo, para conservar las industrias, centrales de agua, gas y electricidad y fábricas de productos alimenticios. Para la total destrucción de las industrias, anuncié que pronto se promulgarían unas instrucciones especiales... que nunca llegaron a materializarse. (ACÁ SPEER SE PROMUEVE COMO EL SALVADOR DE ALEMANIA.)

Aquel mismo día, y sin contar con la autorización de Hitler, ordené que los terrenos en obras de la Organización Todt «se prepararan por si el enemigo los flanqueaba », y que debían enviarse de diez a doce convoyes de alimentos a las inmediaciones del Ruhr, ya rodeado. Con el general Winter, del Alto Mando de la Wehrmacht, acordé un decreto para detener la voladura de puentes, aunque Keitel impidió que tuviera efecto; con el capitán general de las SS Frank, responsable de todos los almacenes de ropa y alimentos de la Wehrmacht, convine distribuir las existencias entre la población civil, y Malzacher, mi delegado en Checoslovaquia y Polonia, debía impedir que se destruyeran puentes en el territorio de la Alta Silesia.

Al día siguiente me reuní con Seyss-Inquart, comisario general para los Países Bajos, en Oldenburg. Durante aquel viaje, en una parada, me ejercité por primera vez en el tiro de pistola. Después de los preámbulos de rigor, Seyss-Inquart admitió, con gran asombro mío, que se había abierto una vía de contacto con el bando contrario. No quería destruir nada en Holanda y se proponía impedir las inundaciones previstas por Hitler. Hallé una actitud semejante en Kaufmann, jefe regional de Hamburgo, a quien visité al regresar de Oldenburg.
El 3 de abril, en cuanto regresé, prohibí que se volaran las esclusas, baluartes, presas, pantanos y puentes de canales.


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A continuación viene un documento histórico invaluable sobre el decreto que Hitler firmó 23 días antes de suicidarse:

El decreto de Hitler del 7 de abril de 1945 (con los pasajes tachados por él) decía así:
«Para unificar la ejecución de mi decreto de 19 de marzo de 1945, ordeno lo siguiente respecto a transportes y comunicaciones:
1) Los puentes de importancia operativa han de ser destruidos de tal manera que el enemigo no pueda utilizarlos. El Alto Mando de la Wehrmacht fijará en cada caso en qué lugares y sectores (cursos fluviales, trayectos de autopista, etc.) hay que destruir dichos puentes. Se castigará con el máximo rigor la desobediencia a esta orden de destrucción.
2) Todos los puentes restantes se destruirán únicamente cuando los comisarios de defensa del Reich, en colaboración con las oportunas dependencias del Ministerio de Transportes del Reich y con el ministro de Armamentos y Producción de Guerra, determinen la paralización de sus producciones o la imposibilidad de transportarlas a causa de la proximidad del enemigo o por sus actividades. Con objeto de poder mantener hasta el último minuto la producción exigida en mi decreto del 30 de marzo de 1945, [también (tachado)] deberán conservarse las vías de circulación hasta el último momento,[incluso a riesgo de que, en caso de producirse un rápido movimiento del enemigo, pudiera caer en sus manos un puente intacto, a excepción de lo señalado en el apartado 1 (tachado)].
3) El resto de objetos y equipamientos que tengan importancia para la circulación (construcciones artísticas de cualquier clase, instalaciones viarias, servicios y dispositivos), así como las instalaciones de Transmisiones del Reich, Ferrocarriles del Reich y sociedades privadas, se paralizarán de modo duradero. En todas las medidas de destrucción y evacuación, a excepción de los citados en el apartado 1, deberá procurarse que cuando se recuperen los territorios perdidos estos puedan ser reutilizados para la producción alemana. Cuartel general, 7 de abril de 1945.Adolf Hitler.»


La verdad que es muy interesante y nos permite entender la sicología de Hitler y los últimos días del nazismo.


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Mensaje por Super Mario »

El decreto presentaba varias ventajas. Era de suponer que los departamentos afectados difícilmente podrían realizar a tiempo las necesarias comprobaciones. Debía suspenderse la orden de destrucción, vigente hasta entonces, de instalaciones ferroviarias y de transmisiones, locomotoras y vagones, así como el hundimiento de buques. La amenaza de aplicar duros castigos quedaba limitada a la destrucción de puentes de importancia operativa, ya que en los apartados 2 y 3 quedaba expresamente excluida.

Para engañar a los Jefes Regionales, les expliqué que la destrucción de los medios de comunicación que Hitler había ordenado no tenía sentido, puesto que el enemigo contaba con sus propios cables y emisoras de radio. No sé si el jefe de Transportes revocó también su decreto sobre la creación de un desierto de comunicaciones. En todo caso, Keitel se negó a tomar el último decreto de Hitler como base para redactar nuevas normas de ejecución que eran susceptibles de múltiples interpretaciones.
Keitel me reprochaba, con razón, que la orden de Hitler del 7 de abril había creado confusión en la cadena de mando. En los diecinueve días comprendidos entre el 18 de marzo y el 7 de abril de 1945 se habían cursado doce órdenes contradictorias. Sin embargo, aquella confusión contribuyó a aminorar el caos.


Continuará.


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