Relatos batallas históricas
- flanker33
- Teniente Coronel
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- Registrado: 18 Jun 2005, 12:02
Relatos batallas históricas
Hola a todos,
comienzo este hilo con la intención de subir algunos relatos sobre batallas históricas donde intervinieron fuerzas españolas en los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. He escogido una representativa de cada siglo, con los condicionantes de que no fueran confrontaciones civiles ni se produjesen en la península, y contra enemigos o en episodios importantes para nuestras armas y para el desarrollo de la historia europea o americana.
Van a ser relatos históricos, apartándome (para los foristas que hayan leído algo de lo que he subido al foro con anterioridad) de las ucronías, y como tales he tratado de documentarme lo mejor posible. He de advertir que mis conocimientos sobre los ejércitos, tácticas y batallas hasta que he comenzado a escribir estos relatos, eran casi nulos, y que pese al interés que me han suscitado, seguro que he cometido errores u omisiones.
He tratado de representar en cada relato y batalla desde el punto de vista de un arma: infantería, caballería, artillería y el último aún está por decidir. Además, serán batallas unas veces victoriosas y otras derrotas para las armas hispanas, ya que tampoco es mi intención hacer una loa a las victorias españolas, si no mostrar desde otro punto de vista las batallas con sus matices, sus luces y sus sombras.
También he intentado escribirlos con cierto “aroma” a castellano antiguo, pero comprendereis que es bastante complicado para alguien no acostumbrado a hacerlo de esa manera, por lo cual me puede haber quedado un poco recargado a veces, y otras mas “ligero”. Espero que haya quedado medianamente aceptable.
Me gustaría conocer vuestros comentarios y críticas al respecto. Aviso que tan solo tengo dos terminados y que los otros dos pueden tardar bastante en escribirlos, pero dándome cuenta que hoy es una fecha señalada para la primera de las batallas que relato, he decidido comenzar en esta fecha.
Sin más, espero que les guste.
Saludos.
comienzo este hilo con la intención de subir algunos relatos sobre batallas históricas donde intervinieron fuerzas españolas en los siglos XVI, XVII, XVIII y XIX. He escogido una representativa de cada siglo, con los condicionantes de que no fueran confrontaciones civiles ni se produjesen en la península, y contra enemigos o en episodios importantes para nuestras armas y para el desarrollo de la historia europea o americana.
Van a ser relatos históricos, apartándome (para los foristas que hayan leído algo de lo que he subido al foro con anterioridad) de las ucronías, y como tales he tratado de documentarme lo mejor posible. He de advertir que mis conocimientos sobre los ejércitos, tácticas y batallas hasta que he comenzado a escribir estos relatos, eran casi nulos, y que pese al interés que me han suscitado, seguro que he cometido errores u omisiones.
He tratado de representar en cada relato y batalla desde el punto de vista de un arma: infantería, caballería, artillería y el último aún está por decidir. Además, serán batallas unas veces victoriosas y otras derrotas para las armas hispanas, ya que tampoco es mi intención hacer una loa a las victorias españolas, si no mostrar desde otro punto de vista las batallas con sus matices, sus luces y sus sombras.
También he intentado escribirlos con cierto “aroma” a castellano antiguo, pero comprendereis que es bastante complicado para alguien no acostumbrado a hacerlo de esa manera, por lo cual me puede haber quedado un poco recargado a veces, y otras mas “ligero”. Espero que haya quedado medianamente aceptable.
Me gustaría conocer vuestros comentarios y críticas al respecto. Aviso que tan solo tengo dos terminados y que los otros dos pueden tardar bastante en escribirlos, pero dándome cuenta que hoy es una fecha señalada para la primera de las batallas que relato, he decidido comenzar en esta fecha.
Sin más, espero que les guste.
Saludos.
"Si usted no tiene libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor" - José Luís Sampedro
- flanker33
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Relatos batallas históricas
En este primer relato trato de narrar la Batalla de Pavía, ocurrida hoy hace 490 años, donde las fuerzas imperiales de Carlos I derrotaron a las francesas comandadas por el propio rey Francisco I, en la italiana ciudad de Pavía, siendo un momento crucial para las guerra en Italia de principios del S.XVI.
Las fuentes de las que me he servido para escribir el relato:
-Un interesante capitulo del libro de Jean Giono “The Battle of Pavía”, sobre el día de la Batalla:
http://web.archive.org/web/201012300027 ... /giono.pdf
-”Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V / Prudencio de Sandoval; edición y estudio preliminar de Carlos Seco Serrano” – Libro Duodecimo. Apartados del XVI al XXXV.
http://www.cervantesvirtual.com/obra-vi ... 25.htm#513
Aunque como texto histórico tiene un valor relativo, para el estilo de escritura y algunas ideas me ha ido bastante bien.
-“La batalla de Pavía” - Bienvenido Oliver y Esteller
http://www.cervantesvirtual.com/obra-vi ... .html#I_0_
-Los libros de Osprey “Pavía 1525. The climax of the Italian War” de Angus Konstam, y “The Spanish Tercios 1536-1704” de Ignacio e Iván Notario López
-“Tercios de España. La infantería legendaria” de Fernando Martínez Lainez y José María Sánchez de Toca.
- Y por último pero no menos importante, el articulo del forista Terciodiaquez sobre la Batalla de Pavía:
http://www.militar.org.ua/militar/hm/hi ... pavia.html
-Varios artículos menores, gráficos y mapas de la campaña de Italia y de la propia batalla sacados de diversas páginas de la Red.
Por la extensión del relato, lo dividiré en dos mensajes.
Un saludo.
Las fuentes de las que me he servido para escribir el relato:
-Un interesante capitulo del libro de Jean Giono “The Battle of Pavía”, sobre el día de la Batalla:
http://web.archive.org/web/201012300027 ... /giono.pdf
-”Historia de la vida y hechos del Emperador Carlos V / Prudencio de Sandoval; edición y estudio preliminar de Carlos Seco Serrano” – Libro Duodecimo. Apartados del XVI al XXXV.
http://www.cervantesvirtual.com/obra-vi ... 25.htm#513
Aunque como texto histórico tiene un valor relativo, para el estilo de escritura y algunas ideas me ha ido bastante bien.
-“La batalla de Pavía” - Bienvenido Oliver y Esteller
http://www.cervantesvirtual.com/obra-vi ... .html#I_0_
-Los libros de Osprey “Pavía 1525. The climax of the Italian War” de Angus Konstam, y “The Spanish Tercios 1536-1704” de Ignacio e Iván Notario López
-“Tercios de España. La infantería legendaria” de Fernando Martínez Lainez y José María Sánchez de Toca.
- Y por último pero no menos importante, el articulo del forista Terciodiaquez sobre la Batalla de Pavía:
http://www.militar.org.ua/militar/hm/hi ... pavia.html
-Varios artículos menores, gráficos y mapas de la campaña de Italia y de la propia batalla sacados de diversas páginas de la Red.
Por la extensión del relato, lo dividiré en dos mensajes.
Un saludo.
"Si usted no tiene libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor" - José Luís Sampedro
- flanker33
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Relatos batallas históricas
LA BATALLA DE PAVÍA. 24 DE FEBRERO DE 1525. (1 Parte)
Ante todo, sepa el lector que todo cuanto aquí voy a relatar me fue explicado por un solo hombre, soldado de los Ejércitos de Su Imperial Majestad Carlos I, y veterano de las guerras en Italia, el cual me narró los hechos acontecidos en el crudo invierno del año de Nuestro Señor de 1525, a las afueras de la italiana ciudad de Pavía.
Desde no hacía mucho era yo conocedor, gracias a la información de los peregrinos y viajeros, de la batalla y de la gran gesta que las tropas imperiales lograsen allí, pero nunca había tenido la oportunidad de conversar con uno de los protagonistas de tan magnífico hecho de armas. Interesado desde siempre por lo que ocurría fuera de los muros de este convento, escuché con agrado y atención lo que el soldado me vino a explicar.
Llamábase este, Don Pedro Bracamonte, y aunque decía que su familia provenía de tierras castellanas, él era andaluz de nacimiento, de las proximidades de la bella ciudad de Córdoba concretamente, y para que el lector se haga una mejor idea de cómo era, describiré brevemente a tan singular hombre. De aspecto envejecido, con una ligera cojera en su pierna izquierda, tez morena muy ajada, pelo azabache recogido en una coleta, algo desgarbado pero más alto que la mayoría de los hombres que he conocido, enjuto de carnes y músculos bien marcados, su rasgo más destacado era sin duda una fea cicatriz que avanzaba desde la oreja hasta la barbilla cruzándole toda la mejilla derecha. “Resultado de un mal encuentro”, me dijo, “pero debería usted haber visto al otro”, apuntillo no sin sorna. Sus ojos eran del color de la madera, pero para nada cálidos, sino todo lo contrario, fríos y penetrantes. “Tenía la expresión de quien ha visto la muerte muy de cerca, y se ha reído de ella”, eso me dijo el venerable Fray Miguel, el más sabio de nuestros hermanos. Vestía el andaluz botas oscuras, pantalón acuchillado de colores amarillo y rojo muy gastados, jubón pardo y camisa blanca. Portaba espada y daga prendidas de su tahalí. “Acero toledano del bueno” me dijo, y aunque yo no le vi en ningún momento tocado con él, me dicen otros hermanos que se cubría con Parlota roja emplumada de negro. Era pues, uno de los feligreses más pintorescos que he tenido la fortuna de ver en mi corta vida.
Si ha podido hacerse el lector una idea del soldado, me daré por satisfecho, porque lo que no puedo reproducir en modo alguno era lo intimidante de su sola presencia. Baste decir que los demás peregrinos, campesinos, gentes del camino y del pueblo en general, lo evitaban en la medida de lo posible, y que incluso muchos de los hermanos del convento, armados como estaban con la Fe verdadera y la Biblia bajo el brazo, trataban de no contradecir o importunar a tan hosco personaje en los días que estuvo entre nosotros.
No he de mentir si digo que yo mismo también me mostré asustadizo y receloso del soldado al principio, pero la curiosidad, y las ansias de conocer más sobre él y sobre lejanos parajes y extraordinarias gestas, me llevaron a vencer mi temor.
Tras unos días de acercamiento y tanteo por mi parte, por fin me atreví a abordarle una tarde que descansaba echado en el verde prado a las afueras del convento, contemplando el horizonte y el cielo azul limpio de nubes. “Que mejor momento” pensé para mi, así que me armé de valor y para él que me fui. Tuvo el soldado agrado al verme y tras un breve intercambio de agradecimientos y lisonjas por mi parte, me aventuré a interpelarle sobre lo que me interesaba, y nada mejor para comenzar una conversación con alguien así, que preguntarle por él mismo.
Como ya he dicho, era andaluz, de cerca de Córdoba, pero no puedo saber el pueblo del que era oriundo, ya que no entendía el nombre que me dijo. Y es que ha de saber el lector, que tenía el buen hombre un marcado acento del sur que se escuchaba poco por estas tierras montañosas del norte, además de una jerga de las milicias que para mí era desconocida, por lo que si bien terminé por entenderle aceptablemente, al principio de nuestra charla tuve varios problemas para comprender todo lo que me decía. Era pues un cordobés de orígenes castellanos, que marchó apenas siendo un mozalbete de su pueblo natal en busca de viandas, oro, y una vida mejor que la miseria que le esperaba si se quedaba en el pueblo. Enrolado bajo las banderas del Imperio, y siguiendo al “Gran Capitán”, de cuyas gestas hablarán los tratados de historia por muchos años, arribó a tierras italianas hacía más de dos décadas. En aquellas tierras se formó como soldado, primero como mozo transportando los enseres y armas de uno de los veteranos, del que aprendió muchas cosas hasta que murió este víctima de una enfermedad posiblemente relacionada con el mucho vino del que gustaba consumir. Tras enterrarlo, fue destinado a una compañía y pasó a aprender el oficio de soldado propiamente dicho, primero como un “pica seca” según me dijo o creí entenderle, que por lo visto era donde se destinaban a los nuevos soldados que todavía no habían podido comprar armadura ni casco alguno. Era una posición peligrosa, puesto que según me explicaba, eran hombres armados con una lanza de gran tamaño, o pica, como decían los mercenarios suizos, y sin ninguna protección, que se colocaban cerca de las primeras filas del escuadrón o cuadro que formaba la infantería ante el enemigo. “Muchas malas heridas se produjeron entre los “pica secas” a lo largo de diferentes batallas, pero yo tuve a Nuestro Señor de mi parte en aquellos encuentros, y logré salir solo con algunas heridas que el barbero de la compañía no tuvo mayor problema en remendar”, me contó.
Me explicó que la vida en las milicias es dura. Las marchas son extenuantes, los entrenamientos con las armas fatigosos, practicar las formaciones aburrido, la paga no abunda y muchas veces se retrasa, la comida es escasa en campaña y las mujeres recelosas, excepto las que acompañan al Ejército y que responden al curioso nombre de “mujeres públicas”, pero como no quise saber nada más de esto último que iba a explicarme, el bueno de Bracamonte se rió a carcajada batiente de mi rubor, lo cual no hizo sino aumentar mi disgusto y vergüenza ante aquella situación. Pero era el andaluz persona cortés, y no quiso llevar el asunto más allá. Siguió explicándome, y aunque me quedé muy extrañado, por lo visto, no solo en el combate era donde un soldado se jugaba la vida, ya que incluso el peligro aguardaba entre sus propias filas. Como cuando Don Pedro tuvo que lidiar con otro soldado español al poco de llegar. Era un pequeño y fornido murciano de otra compañía que la había tomado con él. El pequeño “cabroncete”, tal y como lo llamó, era un malhechor enrolado para evitar la justicia y que se dedicaba con especial saña a molestar, aunque las palabras exactas del andaluz fueron “joder”, a los jóvenes recién llegados, especialmente a los que él creía más débiles. Y así fueron las cosas que en una de aquellas disputas subida de tono y amenazas con aquel murciano, Don Pedro no tuvo por menos que brindarle con cuatro puñaladas entre el estomago y la garganta antes de que aquel “hijoputa”, y perdóneme de nuevo el lector por tan soez lenguaje pero son palabras textuales, tuviese tiempo de sacar su vizcaína en la que ya tenía apoyada su mano diestra. Por suerte hubo testigos varios, y aunque en principio se reclamo contra él severo castigo, finalmente y ante la calaña y los antecedentes del personaje acuchillado, y la defensa que del cordobés hicieron los testigos, la cosa no pasó a mayores. Desde aquel encuentro, Pedro Bracamonte ganó un respeto entre sus compañeros de armas que era difícil lograr para los recién llegados, y recibió el apodo de “cuchillo ligero”. “Pero de aquello hacía ya mucho tiempo” me dijo.
Continuó contándome como fue progresando en el ejército, o al menos como fue mejorando su protección y con ella sus posibilidades de supervivencia, con las escasas monedas de oro que lograba ahorrar, comprando primero un morrión y un coleto. Se trata el primero de un casco metálico que protege la cabeza y desvía los malos golpes que a ella van dirigida, mientras que el segundo es una especie de peto de piel cruda que sirve de protección al torso de un hombre. También se hizo con un coselete que logró arrancar de un enemigo caído durante la rapiña tras una batalla, y que se encontraba en perfectas condiciones y por suerte era de su medida. Era esta una armadura metálica que cubría también el pecho y la espalda de un soldado, y que protegía mejor que el coleto. Pese a todo, eran los soldados equipados con morriones y coseletes los que solían colocarse en primera fila, dada su mejor armadura, por lo que si bien estaban más protegidos, no era menos cierto que su exposición a las armas enemigas era mayor.
Todo esto me contaba Don Pedro Bracamonte, mientras yo escuchaba ensimismado y tomaba nota mentalmente de ciertos detalles para tratar de no olvidar nada de lo importante. Apenas le hacía preguntas, ya que aquel hombre parecía que estuviera confesándose conmigo, pese a no seguir los sacramentos previstos para ello. Su expresión variaba según me contaba una u otra cosa, alzaba la voz unas veces, y era casi inaudible en otras. Pero al final, y lo pude ver en su rostro, se encontraba cómodo narrándome su historia, lo que me alivió y me alegró profundamente aquella tarde de finales de primavera.
Sus aventuras eran increíbles por muy someramente que me las contara. Había estado el veterano soldado en tierras italianas por muchos años, viendo luchas, glorias y penurias de todos los colores, amén de otras trifulcas, juegos y amoríos, de los que de nuevo no quisieron saber nada mis castos oídos. Me dijo que recibió su bautismo de armas en la célebre Batalla de Ceriñola, una de las más destacadas victorias de nuestras tropas en aquellas tierras hasta la fecha. Allí estuvo al mando Gonzalo Fernández de Córdoba, “El Gran Capitán”, que por batallas como esta ganó su sobrenombre, y donde Don Pedro pudo observar de cerca como las nuevas armas de fuego tenían tremendo poder contra la caballería y la infantería enemiga.
Pasó luego largo tiempo acuartelado en una u otra ciudad, principalmente del centro y sur de Italia, pero no eran infrecuentes los combates de mayor o menor magnitud, ora contra bandidos, ora contra napolitanos, ora contra cualquier enemigo del Reino que se interpusiera ante su pica. Me contó como con el tiempo abandonó este arma para equiparse con un arcabuz, palabra de origen germano, y que se trata de una terrible artilugio que utiliza la pólvora para escupir una pequeña bola de metal a tanta velocidad que es capaz de atravesar a un hombre a 40 pasos, y que según me contó, iba ganando cada vez más importancia ante las armas blancas que hasta ahora predominaban en todos los ejércitos europeos. Pudo comprar el arma con el dinero recaudado por el rescate de un noble veneciano en un afortunado encuentro a las afueras de la fortaleza de Ferrara durante la Guerra entre los Napolitanos y la denominada Liga de Cambrai. Desde entonces pasó a recibir más oro y una mayor reputación como soldado, ya que los arcabuceros eran mejor considerados que otros de sus compañeros. En poco tiempo aprendió del uso de dicha arma, a cómo fabricar sus propios proyectiles, a utilizar la cantidad de pólvora necesaria, a cargar y recargar con la mayor rapidez posible y sobre todo, a apuntar con buen ojo, pues eran los arcabuceros españoles bien conocidos por su certera puntería. Vendió su pica y sus corazas a buen precio y pasó a vestirse como correspondía a todo buen arcabucero, con prendas más ligeras y elegantes, pero sin llegar al nivel de colorido que a los tudescos parecía fascinar.
Pero no fue hasta años después, cuando comenzó de nuevo la guerra contra los franceses del Rey Francisco I, cuando pudo mostrar su valía como arcabucero en la batalla de Bicoca, de nuevo una gran victoria ante los enemigos de nuestro amado Rey Católico e Imperial Majestad, Carlos I. Recordaba Don Pedro haber dado matarife a más de veinte mercenarios helvéticos, y se quejo de no haber matado a más, por que habiendo terminado sus “doce apóstoles”, como así llamaban de forma un tanto blasfema a sus cargas de pólvora preparadas que colgaban de un cinto alrededor de su torso en bandolera, tuvo que recargar su arcabuz de forma más lenta. Aún así recordaba aquella batalla como una de las más fáciles victorias para las tropas imperiales en las que había participado, y también la presencia en ella de varios hombres notables entre sus comandantes, tales como el gran Prospero Colonna, el audaz Fernando de Avalos, Marques de Pescara, o el propio Jorge de Fundsberg o de Austria, el irreductible jefe de los lansquenetes tudescos, que no eran si no mercenarios alemanes bien conocidos en toda Europa.
Avanzaba la tarde y estaba ya cayendo el sol sobre el horizonte, cuando comencé a notar cómo se levantaba el aire proveniente de las montañas y empezaba a refrescar. Invité pues a Don Pedro a continuar con su relato en el interior del convento, pero viendo la duda reflejada en su rostro, no tuve por menos que usar mis reconocidas habilidades de persuasión y comentarle las virtudes del buen vino que el hermano Andrés tenía en la cocina, y que de seguro no se negaba a proporcionarnos algunas viandas, ya que era tan amigo del buen llantar, como generoso con los feligreses. Con tan poderosos argumentos logré convencer a mi interlocutor, y abandonamos el verde prado cuando el sol comenzaba a tomar un color anaranjado típico de los atardeceres de la zona.
Una vez refugiados entre los penumbrosos muros de la cocina, sentados delante de una jarra de vino y al olor de buenos guisos y muchas especias, continuó Don Pedro Bracamonte con su interesante relato. Me narró como los meses y los años pasaban desde Bicocca, y la lucha contra los franceses alternaba batallas y escaramuzas con periodos de pausa. La contienda se extendía bien en Lombardía cuando avanzaban los gabachos, bien en la Provenza francesa tras cruzar los Alpes, cuando avanzaban las tropas imperiales. Pero a finales del año pasado, el Rey Francisco I, al mando de un enorme ejército, volvía a internarse en el norte de Italia en persecución de nuestras fuerzas, con la intención de arrasar el Milanesado, capturar su capital, y vencer a las tropas Imperiales haciéndose con el control de toda Italia. “Nosotros”, me dijo el cordobés “estábamos bien jodidos tras el desastre del asalto a Marsella”. Permítame el lector en este punto, y para no aburrirle de nuevo con más excusas, que transcriba las palabras mal sonantes de Don Pedro tal y como él las contó, para mantener la fidelidad al relato y no perder ningún matiz de su lenguaje y jerga, pese a que hagan daño a mis oídos y al de cualquier otro buen cristiano. Pues como iba diciendo, me decía el soldado que la situación de las fuerzas imperiales era muy difícil, y que no podían resistir el avance del Rey francés que iba en cabeza de sus huestes, por lo que no quedaba más que batirse en digna retirada.
Decidió el Vicerey de Nápoles, Carlos de Lannoy, ahora al mando de las fuerzas imperiales, que la ciudad de Milán no podía ser defendida, por lo que los franceses la ocuparon sin mayor impedimenta. Lannoy decidió retirarse a la ciudad de Lodi, mientras defendía algunas otras plazas fuertes, entre ellas la de Pavía, donde el navarro Don Antonio de Leyva, veterano y respetado comandante, al mando de varios miles de hombres, la mayoría mercenarios alemanes y en menor medida soldados españoles, plantó cara al propio Rey Francisco I que acudió con el grueso de su ejército a sitiar la plaza poco después. Tuvo el de navarra graves problemas durante los meses siguientes, y es que todo escaseaba en la ciudad, y ante la falta de oro, la lealtad de los lansquenetes tudescos flojeaba de igual manera, por lo que tuvo que recurrirse a tomar el oro incluso de las iglesias para poder mantenerlos alejados del motín y en buen orden, y que la plaza no cayera en manos enemigas, aunque los soldados españoles hubiesen renunciado a cobrar mientras durara el sitio.
El Rey francés, confiado en sus fuerzas, dividió el ejército y mando también parte de sus fuerzas en dirección a Nápoles y Génova, pero aún así acamparon frente a Pavía una enorme cantidad de hombres. Todos estos movimientos me lo escenificaba con garbanzos sobre la mesa, cual comandante de los ejércitos. Le interrogué sobre cómo podía saber todo eso un simple soldado de a pie, y me respondió que entre la tropa se sabe mucho más de lo que se piensa, y que él, como uno de los soldados más veteranos a esas alturas, tenía amigos en todos los lados, entre ellos el furriel de la compañía del marqués de Pescara, y que prestaba buen oído a todos aquellos temas, amén que el comandante de su compañía, el Capitán Quesada, le tenía en buena estima y charlaba con él de las cuestiones más variopintas.
Le pedí a Don Pedro que me relatara los acontecimientos de Pavía con detalle, ya que era de mucho interés para mí, y tenía por intención el dejar escrito en la biblioteca del hermano Agustín todo lo que pudiera contarme. Él asintió y dijo que así trataría de hacerlo, mientras dábamos buena cuenta de un cuenco de sopa de verduras y un trozo de carne de cerdo asada. Recordaba el andaluz como en aquellos días el ánimo entre la soldadesca andaba decaído tras tanta retirada y los problemas para recibir la paga en condiciones. Más pronto llegaron refuerzos en forma de varios miles de lansquenetes germanos, gente muy lúcida y aguerrida, y también vino entonces el Marques de Pescara a reunir a los españoles, y tras una brillante arenga, no solo convinieron estos en renunciar a la paga, que por oro no fuera a quedar el salir en campaña, sino incluso en dar parte de lo que tenían para pagar a los tudescos. Así, reposados, que lo habían bien de menester, y con el ánimo recuperado, fue como salió el ejército imperial a finales de enero de este mismo año de la ciudad de Lodi, con destino a Pavía, al encuentro de los franceses. En su camino se interponía la fortaleza de San Ángel, que fue tomada al asalto, guiados por el propio Marques de Pescara y el capitán Quesada, irrumpiendo en su interior tras derruir parte de la muralla con la artillería. Asegurados los muros del castillo, muchos enemigos optaron por huir al interior del mismo, y pudieron los imperiales abrir las puertas y entrar en tropel, por lo que no tuvo por más el enemigo que rendirse ante la superioridad de los atacantes. Algunas jornadas después de ese acontecimiento, y tras continuar la marcha, llegó el ejército Imperial en los primeros días de febrero a las afueras de Pavía, donde los de Don Antonio de Leyva hicieron sonar las campanas y tronar la artillería en señal de júbilo al verlos llegar. Pronto se asentó el ejército frente a los sitiadores gabachos a distancia de disparo de arcabuz, y que de cercadores estos parecían ahora cercados.
Los días siguientes vieron a la gente de ambos lados enzarzarse en refriegas y tiroteos de mayor o menor envergadura. La artillería disparaba y causaba algunas bajas de vez en cuando, los arcabuces de ambos bandos se saludaban con asiduidad y las incursiones españolas en el campo francés eran habituales, lo cual incomodaba a los gabachos, pese al desprecio que se decía tenían a nuestras fuerzas. Siguió Don Pedro contándome como él mismo había participado en alguna encamisada contra los franceses a la luz de la luna, y matado a varios enemigos del buen Rey en las mismas. Explicó me el cordobés en qué consistía lo de “la encamisada” ante la cara de ignorancia que hube de poner. No era sino una incursión nocturna por parte de algunos valientes en las posiciones enemigas, con la intención de causar daños entre sus bienes y hombres, y que recibía su nombre del hecho de que los incursores vestían sus camisas blancas sobre la ropa para diferenciarse de los enemigos, ya que bien es sabido que de noche todos los gatos son pardos. También me habló de cómo se las ingeniaron los compatriotas para suministrar provisiones, sobre todo pólvora al interior de Pavía, ya que los soldados de Leyva, no solo la gastaban en la defensa de sus muros, si no en salidas contra el enemigo que de vez en cuando llevaban a cabo. Así, siempre mediante engaños de gran ingenio y valentía, pudieron burlar a los franceses para socorrer a los sitiados y aliviar su pesar.
Prosiguió contándome como a medida que pasaban los días, la situación se iba tornando cada vez peor ya que, continuaban los problemas con la soldada de la tropa e incluso comenzaban a fallar las provisiones y vituallas que debían llegar desde Lodi. Era esto motivo de preocupación entre los comandantes imperiales, como el Vicerey de Napoles, el Marques de Pescara o Carlos III Duque de Borbón, que había traicionado al Rey francés y cambiado de bando unos años antes, y a los demás capitanes del ejército, ya que de seguir así no conseguirían romper el asedio, y podían verse obligados más pronto que tarde, a levantar el campamento y retirarse ante la falta de suministros y oro, pues Francisco I no parecía tener intención alguna de presentar batalla, sino esperar a que los males de los imperiales resolvieran el entuerto. Y no es que el francés no tuviera sus propios problemas, como el abandono de parte de sus mercenarios suizos, pero no eran estos tan acuciantes como entre los imperiales. Así la tarde de un jueves, como bien recordaba Don Pedro, mandó el de Pescara reunir de nuevo a los españoles, y tras un emotivo discurso, vino a decirles que más no tenía para ofrecerles, y que si querían comer y en abundancia, no había más que tomarlo del campo francés que frente a ellos se extendía. Emocionados y resueltos, respondieron los soldados como un solo hombre, que por ellos no iba a quedar y que dar la batalla querían.
Así, no quedaba más que prepararse para la lucha, y en ello concurrieron toda la tarde hasta primeras horas de la noche, cuando con camisa sobre su torso y armados hasta los dientes con armas y espíritu aguerrido, se plantaron ante sus capitanes para lo que bien dispusieran.
A esas alturas del relato del veterano soldado, yo estaba totalmente absorto y entregado a sus palabras, así que cuando él paró un poco para refrescar la garganta y dar cuenta de un trozo de carne, me percaté por el ajetreo a mi alrededor, que era la hora de la cena y seguramente mis hermanos ya estaban reunidos comiendo en el comedor. Por un momento me asaltó la duda. Debía ir con mis hermanos porque si no me ganaría una buena reprimenda del Prior por no cumplir con mis obligaciones, pero por otra parte no quería perderme lo que aquel hombre me estaba contando, y que bien podía enriquecer mucho nuestra biblioteca cuando escribiera su relato. El hermano Andrés viendo mi angustia y como si hubiera leído mi pensamiento, me dijo unas palabras para tranquilizarme. “Hermano, en menudos menesteres se haya como para abandonarlos en estos momentos. Siga, siga, que ya me las veré yo con el Prior si algo ha de decir”. Dicho lo cual, y ante la mirada de impaciencia de Don Pedro, deseoso también de finalizar su relato, le pedí que por favor prosiguiera con lo suyo.
Vino a contarme como el ejército se puso en marcha hacia el norte rodeando el muro del parque de Mirabello, a las afueras de Pavía. Era este una dehesa con algunas arboledas, ríos y arroyos en su interior, de casi una legua y rodeada por un muro de una pica o más de alto, y donde acampaba el grueso del ejército enemigo, con su Rey a la cabeza. En su centro se encontraba el castillo de Mirabello, donde hasta hacía pocos días, había tenido su cuartel Francisco I. Para no alertar a los gabachos, se redoblaron las medidas de seguridad, doblando la guardia para que ningún espía se introdujese en el campo imperial, a la vez que se dejaban las hogueras encendidas como si la tropa continuara en sus posiciones, y se comenzó un intercambio de disparos con la fortaleza enemiga de Torre del Gallo situada frente al campamento imperial, para tapar el ruido de los hombres y caballos al marchar. Los soldados habían sido instruidos para no hablar y hacer el menor ruido posible. Y así, amparados por la oscuridad, en la fría noche del 23 al 24 de febrero, los imperiales marchaban cual fantasmas blancos en pos de su destino.
Ante todo, sepa el lector que todo cuanto aquí voy a relatar me fue explicado por un solo hombre, soldado de los Ejércitos de Su Imperial Majestad Carlos I, y veterano de las guerras en Italia, el cual me narró los hechos acontecidos en el crudo invierno del año de Nuestro Señor de 1525, a las afueras de la italiana ciudad de Pavía.
Desde no hacía mucho era yo conocedor, gracias a la información de los peregrinos y viajeros, de la batalla y de la gran gesta que las tropas imperiales lograsen allí, pero nunca había tenido la oportunidad de conversar con uno de los protagonistas de tan magnífico hecho de armas. Interesado desde siempre por lo que ocurría fuera de los muros de este convento, escuché con agrado y atención lo que el soldado me vino a explicar.
Llamábase este, Don Pedro Bracamonte, y aunque decía que su familia provenía de tierras castellanas, él era andaluz de nacimiento, de las proximidades de la bella ciudad de Córdoba concretamente, y para que el lector se haga una mejor idea de cómo era, describiré brevemente a tan singular hombre. De aspecto envejecido, con una ligera cojera en su pierna izquierda, tez morena muy ajada, pelo azabache recogido en una coleta, algo desgarbado pero más alto que la mayoría de los hombres que he conocido, enjuto de carnes y músculos bien marcados, su rasgo más destacado era sin duda una fea cicatriz que avanzaba desde la oreja hasta la barbilla cruzándole toda la mejilla derecha. “Resultado de un mal encuentro”, me dijo, “pero debería usted haber visto al otro”, apuntillo no sin sorna. Sus ojos eran del color de la madera, pero para nada cálidos, sino todo lo contrario, fríos y penetrantes. “Tenía la expresión de quien ha visto la muerte muy de cerca, y se ha reído de ella”, eso me dijo el venerable Fray Miguel, el más sabio de nuestros hermanos. Vestía el andaluz botas oscuras, pantalón acuchillado de colores amarillo y rojo muy gastados, jubón pardo y camisa blanca. Portaba espada y daga prendidas de su tahalí. “Acero toledano del bueno” me dijo, y aunque yo no le vi en ningún momento tocado con él, me dicen otros hermanos que se cubría con Parlota roja emplumada de negro. Era pues, uno de los feligreses más pintorescos que he tenido la fortuna de ver en mi corta vida.
Si ha podido hacerse el lector una idea del soldado, me daré por satisfecho, porque lo que no puedo reproducir en modo alguno era lo intimidante de su sola presencia. Baste decir que los demás peregrinos, campesinos, gentes del camino y del pueblo en general, lo evitaban en la medida de lo posible, y que incluso muchos de los hermanos del convento, armados como estaban con la Fe verdadera y la Biblia bajo el brazo, trataban de no contradecir o importunar a tan hosco personaje en los días que estuvo entre nosotros.
No he de mentir si digo que yo mismo también me mostré asustadizo y receloso del soldado al principio, pero la curiosidad, y las ansias de conocer más sobre él y sobre lejanos parajes y extraordinarias gestas, me llevaron a vencer mi temor.
Tras unos días de acercamiento y tanteo por mi parte, por fin me atreví a abordarle una tarde que descansaba echado en el verde prado a las afueras del convento, contemplando el horizonte y el cielo azul limpio de nubes. “Que mejor momento” pensé para mi, así que me armé de valor y para él que me fui. Tuvo el soldado agrado al verme y tras un breve intercambio de agradecimientos y lisonjas por mi parte, me aventuré a interpelarle sobre lo que me interesaba, y nada mejor para comenzar una conversación con alguien así, que preguntarle por él mismo.
Como ya he dicho, era andaluz, de cerca de Córdoba, pero no puedo saber el pueblo del que era oriundo, ya que no entendía el nombre que me dijo. Y es que ha de saber el lector, que tenía el buen hombre un marcado acento del sur que se escuchaba poco por estas tierras montañosas del norte, además de una jerga de las milicias que para mí era desconocida, por lo que si bien terminé por entenderle aceptablemente, al principio de nuestra charla tuve varios problemas para comprender todo lo que me decía. Era pues un cordobés de orígenes castellanos, que marchó apenas siendo un mozalbete de su pueblo natal en busca de viandas, oro, y una vida mejor que la miseria que le esperaba si se quedaba en el pueblo. Enrolado bajo las banderas del Imperio, y siguiendo al “Gran Capitán”, de cuyas gestas hablarán los tratados de historia por muchos años, arribó a tierras italianas hacía más de dos décadas. En aquellas tierras se formó como soldado, primero como mozo transportando los enseres y armas de uno de los veteranos, del que aprendió muchas cosas hasta que murió este víctima de una enfermedad posiblemente relacionada con el mucho vino del que gustaba consumir. Tras enterrarlo, fue destinado a una compañía y pasó a aprender el oficio de soldado propiamente dicho, primero como un “pica seca” según me dijo o creí entenderle, que por lo visto era donde se destinaban a los nuevos soldados que todavía no habían podido comprar armadura ni casco alguno. Era una posición peligrosa, puesto que según me explicaba, eran hombres armados con una lanza de gran tamaño, o pica, como decían los mercenarios suizos, y sin ninguna protección, que se colocaban cerca de las primeras filas del escuadrón o cuadro que formaba la infantería ante el enemigo. “Muchas malas heridas se produjeron entre los “pica secas” a lo largo de diferentes batallas, pero yo tuve a Nuestro Señor de mi parte en aquellos encuentros, y logré salir solo con algunas heridas que el barbero de la compañía no tuvo mayor problema en remendar”, me contó.
Me explicó que la vida en las milicias es dura. Las marchas son extenuantes, los entrenamientos con las armas fatigosos, practicar las formaciones aburrido, la paga no abunda y muchas veces se retrasa, la comida es escasa en campaña y las mujeres recelosas, excepto las que acompañan al Ejército y que responden al curioso nombre de “mujeres públicas”, pero como no quise saber nada más de esto último que iba a explicarme, el bueno de Bracamonte se rió a carcajada batiente de mi rubor, lo cual no hizo sino aumentar mi disgusto y vergüenza ante aquella situación. Pero era el andaluz persona cortés, y no quiso llevar el asunto más allá. Siguió explicándome, y aunque me quedé muy extrañado, por lo visto, no solo en el combate era donde un soldado se jugaba la vida, ya que incluso el peligro aguardaba entre sus propias filas. Como cuando Don Pedro tuvo que lidiar con otro soldado español al poco de llegar. Era un pequeño y fornido murciano de otra compañía que la había tomado con él. El pequeño “cabroncete”, tal y como lo llamó, era un malhechor enrolado para evitar la justicia y que se dedicaba con especial saña a molestar, aunque las palabras exactas del andaluz fueron “joder”, a los jóvenes recién llegados, especialmente a los que él creía más débiles. Y así fueron las cosas que en una de aquellas disputas subida de tono y amenazas con aquel murciano, Don Pedro no tuvo por menos que brindarle con cuatro puñaladas entre el estomago y la garganta antes de que aquel “hijoputa”, y perdóneme de nuevo el lector por tan soez lenguaje pero son palabras textuales, tuviese tiempo de sacar su vizcaína en la que ya tenía apoyada su mano diestra. Por suerte hubo testigos varios, y aunque en principio se reclamo contra él severo castigo, finalmente y ante la calaña y los antecedentes del personaje acuchillado, y la defensa que del cordobés hicieron los testigos, la cosa no pasó a mayores. Desde aquel encuentro, Pedro Bracamonte ganó un respeto entre sus compañeros de armas que era difícil lograr para los recién llegados, y recibió el apodo de “cuchillo ligero”. “Pero de aquello hacía ya mucho tiempo” me dijo.
Continuó contándome como fue progresando en el ejército, o al menos como fue mejorando su protección y con ella sus posibilidades de supervivencia, con las escasas monedas de oro que lograba ahorrar, comprando primero un morrión y un coleto. Se trata el primero de un casco metálico que protege la cabeza y desvía los malos golpes que a ella van dirigida, mientras que el segundo es una especie de peto de piel cruda que sirve de protección al torso de un hombre. También se hizo con un coselete que logró arrancar de un enemigo caído durante la rapiña tras una batalla, y que se encontraba en perfectas condiciones y por suerte era de su medida. Era esta una armadura metálica que cubría también el pecho y la espalda de un soldado, y que protegía mejor que el coleto. Pese a todo, eran los soldados equipados con morriones y coseletes los que solían colocarse en primera fila, dada su mejor armadura, por lo que si bien estaban más protegidos, no era menos cierto que su exposición a las armas enemigas era mayor.
Todo esto me contaba Don Pedro Bracamonte, mientras yo escuchaba ensimismado y tomaba nota mentalmente de ciertos detalles para tratar de no olvidar nada de lo importante. Apenas le hacía preguntas, ya que aquel hombre parecía que estuviera confesándose conmigo, pese a no seguir los sacramentos previstos para ello. Su expresión variaba según me contaba una u otra cosa, alzaba la voz unas veces, y era casi inaudible en otras. Pero al final, y lo pude ver en su rostro, se encontraba cómodo narrándome su historia, lo que me alivió y me alegró profundamente aquella tarde de finales de primavera.
Sus aventuras eran increíbles por muy someramente que me las contara. Había estado el veterano soldado en tierras italianas por muchos años, viendo luchas, glorias y penurias de todos los colores, amén de otras trifulcas, juegos y amoríos, de los que de nuevo no quisieron saber nada mis castos oídos. Me dijo que recibió su bautismo de armas en la célebre Batalla de Ceriñola, una de las más destacadas victorias de nuestras tropas en aquellas tierras hasta la fecha. Allí estuvo al mando Gonzalo Fernández de Córdoba, “El Gran Capitán”, que por batallas como esta ganó su sobrenombre, y donde Don Pedro pudo observar de cerca como las nuevas armas de fuego tenían tremendo poder contra la caballería y la infantería enemiga.
Pasó luego largo tiempo acuartelado en una u otra ciudad, principalmente del centro y sur de Italia, pero no eran infrecuentes los combates de mayor o menor magnitud, ora contra bandidos, ora contra napolitanos, ora contra cualquier enemigo del Reino que se interpusiera ante su pica. Me contó como con el tiempo abandonó este arma para equiparse con un arcabuz, palabra de origen germano, y que se trata de una terrible artilugio que utiliza la pólvora para escupir una pequeña bola de metal a tanta velocidad que es capaz de atravesar a un hombre a 40 pasos, y que según me contó, iba ganando cada vez más importancia ante las armas blancas que hasta ahora predominaban en todos los ejércitos europeos. Pudo comprar el arma con el dinero recaudado por el rescate de un noble veneciano en un afortunado encuentro a las afueras de la fortaleza de Ferrara durante la Guerra entre los Napolitanos y la denominada Liga de Cambrai. Desde entonces pasó a recibir más oro y una mayor reputación como soldado, ya que los arcabuceros eran mejor considerados que otros de sus compañeros. En poco tiempo aprendió del uso de dicha arma, a cómo fabricar sus propios proyectiles, a utilizar la cantidad de pólvora necesaria, a cargar y recargar con la mayor rapidez posible y sobre todo, a apuntar con buen ojo, pues eran los arcabuceros españoles bien conocidos por su certera puntería. Vendió su pica y sus corazas a buen precio y pasó a vestirse como correspondía a todo buen arcabucero, con prendas más ligeras y elegantes, pero sin llegar al nivel de colorido que a los tudescos parecía fascinar.
Pero no fue hasta años después, cuando comenzó de nuevo la guerra contra los franceses del Rey Francisco I, cuando pudo mostrar su valía como arcabucero en la batalla de Bicoca, de nuevo una gran victoria ante los enemigos de nuestro amado Rey Católico e Imperial Majestad, Carlos I. Recordaba Don Pedro haber dado matarife a más de veinte mercenarios helvéticos, y se quejo de no haber matado a más, por que habiendo terminado sus “doce apóstoles”, como así llamaban de forma un tanto blasfema a sus cargas de pólvora preparadas que colgaban de un cinto alrededor de su torso en bandolera, tuvo que recargar su arcabuz de forma más lenta. Aún así recordaba aquella batalla como una de las más fáciles victorias para las tropas imperiales en las que había participado, y también la presencia en ella de varios hombres notables entre sus comandantes, tales como el gran Prospero Colonna, el audaz Fernando de Avalos, Marques de Pescara, o el propio Jorge de Fundsberg o de Austria, el irreductible jefe de los lansquenetes tudescos, que no eran si no mercenarios alemanes bien conocidos en toda Europa.
Avanzaba la tarde y estaba ya cayendo el sol sobre el horizonte, cuando comencé a notar cómo se levantaba el aire proveniente de las montañas y empezaba a refrescar. Invité pues a Don Pedro a continuar con su relato en el interior del convento, pero viendo la duda reflejada en su rostro, no tuve por menos que usar mis reconocidas habilidades de persuasión y comentarle las virtudes del buen vino que el hermano Andrés tenía en la cocina, y que de seguro no se negaba a proporcionarnos algunas viandas, ya que era tan amigo del buen llantar, como generoso con los feligreses. Con tan poderosos argumentos logré convencer a mi interlocutor, y abandonamos el verde prado cuando el sol comenzaba a tomar un color anaranjado típico de los atardeceres de la zona.
Una vez refugiados entre los penumbrosos muros de la cocina, sentados delante de una jarra de vino y al olor de buenos guisos y muchas especias, continuó Don Pedro Bracamonte con su interesante relato. Me narró como los meses y los años pasaban desde Bicocca, y la lucha contra los franceses alternaba batallas y escaramuzas con periodos de pausa. La contienda se extendía bien en Lombardía cuando avanzaban los gabachos, bien en la Provenza francesa tras cruzar los Alpes, cuando avanzaban las tropas imperiales. Pero a finales del año pasado, el Rey Francisco I, al mando de un enorme ejército, volvía a internarse en el norte de Italia en persecución de nuestras fuerzas, con la intención de arrasar el Milanesado, capturar su capital, y vencer a las tropas Imperiales haciéndose con el control de toda Italia. “Nosotros”, me dijo el cordobés “estábamos bien jodidos tras el desastre del asalto a Marsella”. Permítame el lector en este punto, y para no aburrirle de nuevo con más excusas, que transcriba las palabras mal sonantes de Don Pedro tal y como él las contó, para mantener la fidelidad al relato y no perder ningún matiz de su lenguaje y jerga, pese a que hagan daño a mis oídos y al de cualquier otro buen cristiano. Pues como iba diciendo, me decía el soldado que la situación de las fuerzas imperiales era muy difícil, y que no podían resistir el avance del Rey francés que iba en cabeza de sus huestes, por lo que no quedaba más que batirse en digna retirada.
Decidió el Vicerey de Nápoles, Carlos de Lannoy, ahora al mando de las fuerzas imperiales, que la ciudad de Milán no podía ser defendida, por lo que los franceses la ocuparon sin mayor impedimenta. Lannoy decidió retirarse a la ciudad de Lodi, mientras defendía algunas otras plazas fuertes, entre ellas la de Pavía, donde el navarro Don Antonio de Leyva, veterano y respetado comandante, al mando de varios miles de hombres, la mayoría mercenarios alemanes y en menor medida soldados españoles, plantó cara al propio Rey Francisco I que acudió con el grueso de su ejército a sitiar la plaza poco después. Tuvo el de navarra graves problemas durante los meses siguientes, y es que todo escaseaba en la ciudad, y ante la falta de oro, la lealtad de los lansquenetes tudescos flojeaba de igual manera, por lo que tuvo que recurrirse a tomar el oro incluso de las iglesias para poder mantenerlos alejados del motín y en buen orden, y que la plaza no cayera en manos enemigas, aunque los soldados españoles hubiesen renunciado a cobrar mientras durara el sitio.
El Rey francés, confiado en sus fuerzas, dividió el ejército y mando también parte de sus fuerzas en dirección a Nápoles y Génova, pero aún así acamparon frente a Pavía una enorme cantidad de hombres. Todos estos movimientos me lo escenificaba con garbanzos sobre la mesa, cual comandante de los ejércitos. Le interrogué sobre cómo podía saber todo eso un simple soldado de a pie, y me respondió que entre la tropa se sabe mucho más de lo que se piensa, y que él, como uno de los soldados más veteranos a esas alturas, tenía amigos en todos los lados, entre ellos el furriel de la compañía del marqués de Pescara, y que prestaba buen oído a todos aquellos temas, amén que el comandante de su compañía, el Capitán Quesada, le tenía en buena estima y charlaba con él de las cuestiones más variopintas.
Le pedí a Don Pedro que me relatara los acontecimientos de Pavía con detalle, ya que era de mucho interés para mí, y tenía por intención el dejar escrito en la biblioteca del hermano Agustín todo lo que pudiera contarme. Él asintió y dijo que así trataría de hacerlo, mientras dábamos buena cuenta de un cuenco de sopa de verduras y un trozo de carne de cerdo asada. Recordaba el andaluz como en aquellos días el ánimo entre la soldadesca andaba decaído tras tanta retirada y los problemas para recibir la paga en condiciones. Más pronto llegaron refuerzos en forma de varios miles de lansquenetes germanos, gente muy lúcida y aguerrida, y también vino entonces el Marques de Pescara a reunir a los españoles, y tras una brillante arenga, no solo convinieron estos en renunciar a la paga, que por oro no fuera a quedar el salir en campaña, sino incluso en dar parte de lo que tenían para pagar a los tudescos. Así, reposados, que lo habían bien de menester, y con el ánimo recuperado, fue como salió el ejército imperial a finales de enero de este mismo año de la ciudad de Lodi, con destino a Pavía, al encuentro de los franceses. En su camino se interponía la fortaleza de San Ángel, que fue tomada al asalto, guiados por el propio Marques de Pescara y el capitán Quesada, irrumpiendo en su interior tras derruir parte de la muralla con la artillería. Asegurados los muros del castillo, muchos enemigos optaron por huir al interior del mismo, y pudieron los imperiales abrir las puertas y entrar en tropel, por lo que no tuvo por más el enemigo que rendirse ante la superioridad de los atacantes. Algunas jornadas después de ese acontecimiento, y tras continuar la marcha, llegó el ejército Imperial en los primeros días de febrero a las afueras de Pavía, donde los de Don Antonio de Leyva hicieron sonar las campanas y tronar la artillería en señal de júbilo al verlos llegar. Pronto se asentó el ejército frente a los sitiadores gabachos a distancia de disparo de arcabuz, y que de cercadores estos parecían ahora cercados.
Los días siguientes vieron a la gente de ambos lados enzarzarse en refriegas y tiroteos de mayor o menor envergadura. La artillería disparaba y causaba algunas bajas de vez en cuando, los arcabuces de ambos bandos se saludaban con asiduidad y las incursiones españolas en el campo francés eran habituales, lo cual incomodaba a los gabachos, pese al desprecio que se decía tenían a nuestras fuerzas. Siguió Don Pedro contándome como él mismo había participado en alguna encamisada contra los franceses a la luz de la luna, y matado a varios enemigos del buen Rey en las mismas. Explicó me el cordobés en qué consistía lo de “la encamisada” ante la cara de ignorancia que hube de poner. No era sino una incursión nocturna por parte de algunos valientes en las posiciones enemigas, con la intención de causar daños entre sus bienes y hombres, y que recibía su nombre del hecho de que los incursores vestían sus camisas blancas sobre la ropa para diferenciarse de los enemigos, ya que bien es sabido que de noche todos los gatos son pardos. También me habló de cómo se las ingeniaron los compatriotas para suministrar provisiones, sobre todo pólvora al interior de Pavía, ya que los soldados de Leyva, no solo la gastaban en la defensa de sus muros, si no en salidas contra el enemigo que de vez en cuando llevaban a cabo. Así, siempre mediante engaños de gran ingenio y valentía, pudieron burlar a los franceses para socorrer a los sitiados y aliviar su pesar.
Prosiguió contándome como a medida que pasaban los días, la situación se iba tornando cada vez peor ya que, continuaban los problemas con la soldada de la tropa e incluso comenzaban a fallar las provisiones y vituallas que debían llegar desde Lodi. Era esto motivo de preocupación entre los comandantes imperiales, como el Vicerey de Napoles, el Marques de Pescara o Carlos III Duque de Borbón, que había traicionado al Rey francés y cambiado de bando unos años antes, y a los demás capitanes del ejército, ya que de seguir así no conseguirían romper el asedio, y podían verse obligados más pronto que tarde, a levantar el campamento y retirarse ante la falta de suministros y oro, pues Francisco I no parecía tener intención alguna de presentar batalla, sino esperar a que los males de los imperiales resolvieran el entuerto. Y no es que el francés no tuviera sus propios problemas, como el abandono de parte de sus mercenarios suizos, pero no eran estos tan acuciantes como entre los imperiales. Así la tarde de un jueves, como bien recordaba Don Pedro, mandó el de Pescara reunir de nuevo a los españoles, y tras un emotivo discurso, vino a decirles que más no tenía para ofrecerles, y que si querían comer y en abundancia, no había más que tomarlo del campo francés que frente a ellos se extendía. Emocionados y resueltos, respondieron los soldados como un solo hombre, que por ellos no iba a quedar y que dar la batalla querían.
Así, no quedaba más que prepararse para la lucha, y en ello concurrieron toda la tarde hasta primeras horas de la noche, cuando con camisa sobre su torso y armados hasta los dientes con armas y espíritu aguerrido, se plantaron ante sus capitanes para lo que bien dispusieran.
A esas alturas del relato del veterano soldado, yo estaba totalmente absorto y entregado a sus palabras, así que cuando él paró un poco para refrescar la garganta y dar cuenta de un trozo de carne, me percaté por el ajetreo a mi alrededor, que era la hora de la cena y seguramente mis hermanos ya estaban reunidos comiendo en el comedor. Por un momento me asaltó la duda. Debía ir con mis hermanos porque si no me ganaría una buena reprimenda del Prior por no cumplir con mis obligaciones, pero por otra parte no quería perderme lo que aquel hombre me estaba contando, y que bien podía enriquecer mucho nuestra biblioteca cuando escribiera su relato. El hermano Andrés viendo mi angustia y como si hubiera leído mi pensamiento, me dijo unas palabras para tranquilizarme. “Hermano, en menudos menesteres se haya como para abandonarlos en estos momentos. Siga, siga, que ya me las veré yo con el Prior si algo ha de decir”. Dicho lo cual, y ante la mirada de impaciencia de Don Pedro, deseoso también de finalizar su relato, le pedí que por favor prosiguiera con lo suyo.
Vino a contarme como el ejército se puso en marcha hacia el norte rodeando el muro del parque de Mirabello, a las afueras de Pavía. Era este una dehesa con algunas arboledas, ríos y arroyos en su interior, de casi una legua y rodeada por un muro de una pica o más de alto, y donde acampaba el grueso del ejército enemigo, con su Rey a la cabeza. En su centro se encontraba el castillo de Mirabello, donde hasta hacía pocos días, había tenido su cuartel Francisco I. Para no alertar a los gabachos, se redoblaron las medidas de seguridad, doblando la guardia para que ningún espía se introdujese en el campo imperial, a la vez que se dejaban las hogueras encendidas como si la tropa continuara en sus posiciones, y se comenzó un intercambio de disparos con la fortaleza enemiga de Torre del Gallo situada frente al campamento imperial, para tapar el ruido de los hombres y caballos al marchar. Los soldados habían sido instruidos para no hablar y hacer el menor ruido posible. Y así, amparados por la oscuridad, en la fría noche del 23 al 24 de febrero, los imperiales marchaban cual fantasmas blancos en pos de su destino.
Última edición por flanker33 el 27 Feb 2015, 17:50, editado 1 vez en total.
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Relatos batallas históricas
LA BATALLA DE PAVIA. 24 DE FEBRERO DE 1525. (2ª Parte)
La marcha terminó a más de media legua del campamento, poco más allá de la puerta Pescarina, una de las entradas al parque que se encontraba cerrada a cal y canto, y frente a una sección del muro donde se encontraban los guastadores, gente armada de picos, fuertes brazos y mucha dedicación, por no ser la pólvora adecuada para mantener el debido sigilo, que se dedicaban con afán a demoler la muralla desde hacía ya un rato. Pero viendo que su ritmo no era suficiente, quisieron los comandantes que parte de los soldados del ejército se les unieran para acelerar la labor. Los demás soldados pasaron la noche como pudieron. Algunos se confesaban con los capellanes, otros ponían en orden su testamento y los más se dedicaban a darse ánimos y a porfiar sobre la batalla que estaba en ciernes: que si eran cien mil los gabachos, que cada uno de los nuestros valía por tres de los suyos y zarandajas de ese porte. Era ya Don Pedro un curtido veterano que había tenido que luchar por su Rey y por su vida durante muchos años. Decenas de amigos habían encontrado la muerte o la mutilación, pero él y los demás veteranos, no habían parado de acuchillar, sajar, ensartar y disparar a cientos y cientos de enemigos del buen Emperador, para mayor gloria del Imperio, por lo que estaban preparados para lucha sin igual ante un enemigo superior sin mostrar inquietud alguna. Pasó el tiempo hablando con el capitán Quesada y otros veteranos de la compañía sobre los pormenores de lo que les podía aguardar dentro del parque y de como enfrentar a los franceses, ora rememorando viejas gestas, ora planificando la batalla.
Por suerte para ellos, los franceses, que habían descubierto la salida del ejército imperial, pensaron en un principio que podía tratarse de la retirada del mismo, y aunque no fuera así, como estaban acostumbrados a las frecuentes incursiones en su campo, no vieron en ello más peligro que otras noches, hasta que ya fue demasiado tarde para ellos. Como luego se supo, el comandante francés de aquella zona del parque de Mirabello, dio aviso al Rey y ordenó poner en movimiento a un escuadrón de mercenarios suizos y a la caballería que allí había, que luego se encontrarían con las primeras fuerzas imperiales en cruzar la muralla, pero que no llegaron a tiempo para impedir su demolición y el paso del ejército imperial.
Pasaron casi toda la noche a la fría intemperie los soldados y caballeros, hasta que finalmente se fue a tierra la muralla y se introdujeron los primeros soldados para proteger lo conseguido. Luego entró un destacamento de arcabuceros al mando del marqués del Vasto, otro de los comandantes destacados del ejército imperial y sobrino del de Pescara, unos pocos cañones ligeros para apoyarlos en la toma del castillo de Mirabello, ya que era esta y no otra la labor encomendada a los arcabuceros, y parte de la caballería ligera. Esta y la artillería se dirigió al sur con los arcabuceros a unos cien pasos a su derecha, en los límites de un bosque que se extendía hacia el oeste. Vinieron a encontrarse la caballería española e italiana con la francesa que marchaba hacia el norte, entre la cual se encontraban varios “gendarmes”, la poderosa caballería pesada francesa. Subía al mismo tiempo hacia la brecha del muro por donde entraba en buen orden el ejército imperial el escuadrón de esguízaros, como también se conoce a los suizos, y tuvieron la fortuna de toparse con la artillería española, la cual capturaron al huir su dotación tras mostrar escasa resistencia. Como era todavía de noche y la visibilidad escasa también por la creciente niebla que iba apareciendo en el interior del parque, pasaron los arcabuceros que marchaban al sur a poca distancia de los mercenarios suizos, sin ser avistados y darse alarma alguna. Por su parte, la caballería se enfrentaba en importante refriega, siendo repelida la imperial ante la más potente del enemigo ayudada por los cañones capturados, sin que en ello hubiera vergüenza alguna dado el desequilibrio entre ambas fuerzas. En este punto, los franceses mostraban gran regocijo e incluso mandaron informar a su Rey que la incursión había sido derrotada, más en esos momentos sonaron tres cañonazos hacia el sur. Eran la señal convenida para que la guarnición de Pavía saliera en tropel a dar batalla a los sitiadores al sur del parque, justo al otro extremo de donde se encontraba el grueso del ejército imperial, cogiendo en sorpresa al enemigo que esperaba un ataque a la Torre del Gallo que había sido hostigada casi toda la noche como medida de distracción.
Seguían los soldados españoles, tudescos e italianos entrando en el parque en buen orden, con el Vicerey, el de Pescara y los demás comandantes a la cabeza. Tras desplegarse los escuadrones, comenzaron a marchar hacia el sur con el grueso de la caballería en su flanco derecho y a la retaguardia, todos preparados para dar lucha sin cuartel al enemigo por las arengas del marqués de Pescara y de sus capitanes. Atrás quedó el Borbón para agilizar el cruce del resto del ejército y organizando la retaguardia.
Don Pedro Bracamonte se detuvo un momento antes de proseguir para mojarse el gaznate. Era la segunda jarra de vino que tomaba y se aprestó a servirse otra más. A tenor de cómo me miraba, supe que de seguro pensaba estar contándole todo aquello a un chiquillo entusiasmado. Y en verdad era así, ya que era yo mozo joven y apenas podía apartar la mirada de sus manos y de cómo movía los garbanzos sobre la gastada mesa de madera, utilizando los cuencos y la cuchara como otros elementos más para representar el movimiento de los escuadrones de uno y otro bando. Y el andaluz no andaba muy diferente a mí, ya que me bastaba mirarle al rostro fugazmente para notar que estaba disfrutando narrando todo aquello aún teniendo una audiencia tan entregada como escueta.
Prosiguió contando la batalla tal y como él la recordaba y por lo que supo después de la misma. Los arcabuceros de del Vasto habían llegado ya al castillo de Mirabello, y lo asaltaron con éxito debido a la audacia propia y la escasa guarnición que lo defendía. Se supo de saqueos entre los cortesanos y acompañantes del Rey que todavía quedaban en el castillo, pero como el de Pescara había dado instrucciones de no entretenerse en esos menesteres y que la tropa debía estar lista para la batalla en todo momento, no duro mucho la rapiña. Más al norte, y mientras las luces de la primera hora de la mañana estaban prestas a llegar, y la oscuridad comenzaba a retirarse del campo de batalla, los escuadrones de tudescos al mando de Don Jorge de Austria se encontraron con los mercenarios esguízaros en terreno llano, apartándose la caballería de ambos lados a una prudencial distancia de ellos. Un bosque de picas chocó produciéndose un gran estrépito, y los soldados de ambos escuadrones, ataviados con coloridos ropajes, gritaban a pleno pulmón mientras empujaban sus lanzas hacia el enemigo. Los arcabuceros salían de la formación para dar descarga de plomo al contrario, mientras que algunos tudescos se internaban entre las filas suizas con sus robustas espadas “destripagatos” para hacer carnicería entre los infantes enemigos o destrozaban las picas contrarias con las enormes espadas a dos manos que portaban algunos de ellos. Ambos escuadrones mantuvieron fiero combate por largo tiempo antes de que se decidiese el mismo.
Mientras esto sucedía, Don Pedro Bracamonte y los veteranos españoles, con algunos alemanes e italianos en retaguardia, avanzaban en perfecta formación a la derecha de los tudescos. Marchaba el escuadrón español al compás de los tambores, con la Cruz de San Andrés y el águila bicéfala imperial al aire, con el marqués de Pescara en vanguardia como era costumbre en él, ataviado con lucidos ropajes y montando un hermoso corcel llamado Mantuano y con la caballería al mando de Carlos de Lannoy, el Vicerey, protegiendo su flanco y retaguardia.
Pude entonces observar como el veterano soldado se tensaba al narrar lo que venía. Contó con gran lujo de detalles como desde el oeste, la artillería francesa que se encontraba con el cuerpo principal enemigo, se hallaba en inmejorable posición para barrer el flanco derecho del escuadrón al abrir fuego. Algunos contaron diez o doce cañones, otros hasta treinta. Él no tuvo tiempo ni ganas de contar nada. Los franceses, ayudados por los primeros rayos de sol, vieron a lo lejos los estandartes y banderas imperiales y lo que, entre la niebla reinante, parecía un escuadrón de fantasmas ataviados con sabanas blancas. No tardaron en disparar sus grandes cañones, sin pausa y con gran estrépito, sumando la pólvora a la niebla y haciéndolos invisibles a los infantes españoles. Los proyectiles caían sobre el escuadrón español, matando y mutilando a gran cantidad de buenos soldados. Los veteranos españoles ni siquiera esperaron las órdenes de sus capitanes para comenzar a abrir distancia entre sus filas, y reducir así los daños causados. Pese a todo, algunos soldados, germanos e italianos sobretodo, comenzaron a abandonar la formación y a huir. Gran carnicería fue la que se produjo en poco tiempo, y viéndose esto desde el campo francés, pensó su Rey que era el momento para cargar con su caballería y ganar la batalla definitivamente. Llevaban ya un buen tiempo equipadas y listas las líneas de caballería francesa con los “gendarmes”, lo más granado de la nobleza y el propio Rey de Francia a la cabeza. Notando los preparativos enemigos, el marqués de Pescara dijo al Vicerey que se preparara para enfrentarlo, y pese a algunas disensiones por esta decisión, se aprestó Don Carlos de Lannoy a lo convenido.
Viendo este la notable diferencia en número y acero entre una y otra caballería, tuvo palabras de resignación cristiana para con sus caballeros y hombres de armas, españoles e italianos. Y era cierto, pues según se supo después, la caballería francesa doblaba en número a la imperial, y esta era en buena parte ligera, mientras que los caballeros franceses y sus monturas, sumaban muchas toneladas de armaduras más que las nuestras. Así, ambas formaciones de caballería, banderas y estandartes al aire, lanzas en ristre y galope ligero, arremetieron los unos contra los otros con singular violencia y ferocidad. En el cruce de ambos escuadrones, las lanzas se quebraban, los caballeros caían al suelo y los gritos de “Francia, Francia” o “España” y “Santiago, cierra, cierra” se mezclaron en un combate en el que se vieron hermosos encuentros singulares entre grandes y gentiles caballeros, a la vez que se oían espantosos alaridos de sufrimiento. Pero habida cuenta la desproporción entre una y otra fuerza, el envite no duró demasiado, y los imperiales hubieron de replegarse, dejando muchos muertos y heridos tras de sí, entre ellos, el marqués de San Angelo, comandante italiano de la caballería ligera imperial.
Ordenó el propio Rey perseguir al enemigo hasta los límites de un bosque, que se extendía desde la muralla al norte, hasta cerca del castillo de Mirabello al sur, dividiendo en dos la zona norte del parque. Francisco I estaba exultante cuando la caballería española acabó por dispersarse. “Ahora soy el verdadero duque de Milán” le oyeron decir en alto, creyendo que la batalla había llegado a su final y victoria era suya. Más el propio Rey era quien había logrado su desgracia como pronto descubriría mediante dos graves errores. El primero se produjo al cargar con la caballería contra los imperiales, ya que se interpuso en la línea de fuego de su propia artillería, evitando que esta siguiera disparando contra los españoles, so pena de dañar o matar a sus propios caballeros. Y su segundo error, y quizás más grave, fuese el despreciar por completo a los soldados que tenía enfrente, por ser estos de a pie, cosa común según me dijo Don Pedro, entre la gente a caballo y la nobleza, amén de subestimar al marqués de Pescara como comandante de campo en la batalla. Así quiso el buen Marqués que aquello no quedara así como al Rey de los franceses le hubiera gustado, y comenzó a dar órdenes para tornar la situación a favor de los intereses imperiales.
Pero Don Pedro estaba muy atareado en ese momento para darse cuenta de algo más de lo que sucedía a su alrededor y de mantenerse con vida. Él y el grueso de la infantería había buscado refugio en el bosque que ahora frenaba a la caballería francesa. Detenidos frente a la arboleda, los nobles caballeros y las gentes de armas se felicitaban unos a otros y se regocijaban en su aparente triunfo, dando descanso a sus agotados caballos. Fue entonces cuando dos centenares de arcabuceros mandados allí por el Marqués para ayudar a la caballería imperial, y guiados por el propio capitán Quesada, se adelantaron y comenzaron a disparar desde los propios límites del bosque, protegidos por los arboles y los piqueros. Al principio, los “gendarmes” franceses trataron de espantar a aquellos malolientes como si fueran moscas que no merecían mayor atención por su parte. Pero pronto las picaduras de aquellas moscas comenzaron a irritarlos sobremanera, intentando entonces los gabachos dar justa reprimenda a los españoles que les disparaban andanada tras andanada. Y he aquí que no fue una empresa fácil de resolver. Los caballos se encontraban en terreno muy enfangado por las lluvias de los días anteriores y sus propias pisadas no habían hecho sino empeorarlo, por lo que era difícil el moverse con todo la armadura que poseían. Tampoco resultaba fácil el recomponer las filas de los caballeros y lanzarse sobre la infantería, y cuando algunos lo hacían, se encontraban con una pared de picas y el muro verde de la arboleda. Y así, mientras la caballería francesa trataba de encontrar la manera de dar la batalla, comenzaron a llegar los refuerzos que el de Pescara había mandado llamar.
Mientras en el centro los arcabuceros españoles continuaban dando buena cuenta de los gabachos, por el norte llegó el Borbón con las tropas de retaguardia y con los soldados que habían huido de los combates y que habían vuelto a ser encuadrados en una fuerza coherente para el combate. Por el sur, los arcabuceros del marqués del Vasto que habían dejado el castillo de Mirabello con una pequeña guarnición, se dirigían al campo de batalla, que en su extremo sur estaba muy cerca del castillo. También acudieron por el sur parte de los lansquenetes alemanes, que habiendo puesto en fuga a los mercenarios suizos, y dejando parte de sus hombres persiguiendo a estos, el propio Jorge de Austria venía al mando del resto de sus hombres en respuesta a la petición del marqués de Pescara.
Don Pedro recordaba como disparó una y otra vez. Lo revivía y contaba con gran excitación, como si estuviera ocurriendo de nuevo. Me dijo que los dos primeros disparos los fallo por querer apuntar al jinete, que era un blanco más difícil. Pero pronto se dio cuenta de su error y de ahí en adelante comenzó a disparar a sus monturas. Otros arcabuceros, quizás con mejor puntería o fortuna, habían logrado descabalgar a algunos caballeros, pero la gran mayoría malherían a los caballos para que cayeran a tierra, y con ellos sus jinetes. Estos, una vez en el suelo, apenas podían moverse o levantarse debido a su pesada armadura, y entonces eran mucho más fáciles el darles matarife, bien con otra bola de plomo, bien con una daga “quitapenas”, que se metía a través de las placas de la armadura, llegaban a su gaznate y se le rebanaba. Aquellos comentarios tan vividos y reales como los contaba el cordobés, dañaban mi sensibilidad de hombre de Dios, y ni imaginarme podía el horror que suponía algo así, pero Don Pedro parecía que disfrutaba contándolo, y algo en su mirada volvía a infundirme el temor que había tenido hasta aquella tarde al estar en presencia del veterano soldado. Pero él no reparó en mi rostro y prosiguió su relato.
Me contó como la situación para el Rey de los franceses era muy difícil. Don Pedro y sus compañeros de armas seguían rociando a los franceses de plomo, disparando rodilla en tierra para mejorar su puntería, y con cuidado siempre de tener encendida el cabo de la mecha para poder disparar. El humo de la pólvora comenzaba a oscurecer el campo de batalla conforme más y más arcabuceros disparaban a discreción y masacraban a la caballería francesa, que rodeada por tres lados e incapaz de reorganizarse para presentar batalla o huir, estaba siendo diezmada, pereciendo mucha de la alta nobleza enemiga en el transcurso de aquella carnicería.
En un momento dado, Don Pedro fue requerido por el capitán Quesada, y junto a otras docenas de arcabuceros, se dirigieron hacia la artillería francesa. Esta se mostraba inútil al apoyar a su caballería, pero todavía podía disparar sobre los lansquenetes tudescos que ahora se aprestaban a luchar contra la infantería francesa que acudía en socorro de su Rey. Y quiso Dios que en aquel momento, los tudescos imperiales y los que combatían del lado francés, las “Bandas Negras”, conocidas así por usar un ropaje mucho más oscuro que sus coloridos contrapartes al servicio del Rey Católico, se reconocieran en el campo de batalla, y al verse no pudieran por menos que dirigirse a ajustar cuentas unos con otros. Para los dos escuadrones de germanos, los otros eran unos traidores, y como en todo conflicto civil entre gentes del mismo pueblo, la riña es mucho más encarnizada que entre los que son de diferentes naciones. No hubo prisioneros ni cuartel, pues ni nadie lo pedía ni nadie lo concedía en aquel terrible choque de picas, arcabuces y espadas, germanos contra germanos.
Pronto pudieron los hombres del capitán Quesada prender los cañones franceses, poner en fuga a los artilleros y a la infantería gascona que los defendía, y aprestarse para ayudar a los de Don Jorge de Austria. Hubo intercambio de disparos con los arcabuceros tudescos de las “Bandas Negras”, pero estos disparaban apenas sin apuntar por lo que poco herían a los nuestros, mientras que los españoles de Quesada haciendo gala de exquisita puntería, castigaron fuertemente a sus enemigos, aunque tuvo la desgracia el capitán Quesada de recibir un tiro, que aunque malo, no fue mortal, y pudo este seguir al frente de sus hombres durante un tiempo más.
A esas alturas Don Pedro había agotado ya hacía tiempo sus “doce apóstoles”, y tan solo pudo mantener el ritmo de fuego al hacerse con algunos de los “apóstoles” de compañeros caídos en la batalla. Pero estos también se agotaron y ahora tardaba más en poder disparar al tener que recargar su arma de manera más lenta con la cantidad de pólvora que le parecía la adecuada desde su frasco de pólvora gruesa. Más pronto hubo de cesar sus disparos al comenzar los tudescos imperiales a rodear a los que servían a los gabachos, por ser mayores en número y valentía. En breve las “Bandas Negras” y la infantería francesa que les apoyaba, comenzaron a huir en desbandada, siendo muertos muchos de ellos en el proceso, y con ellos la última esperanza de Francisco I de ser rescatado de la trampa en que él mismo se había metido. Luego supieron los españoles que los hombres de Don Antonio de Leyva habían retenido primero, y dado buena cuenta después, de los gabachos que había cerca de los muros de la ciudad, y que la retaguardia francesa, con sus últimos soldados preparados para el combate, habían decidido huir antes que presentar batalla y auxiliar a su Rey.
Con sus últimas fuerzas antes de ser auxiliado, mandó el capitán Quesada a sus arcabuceros regresar hacia donde se encontraba la caballería gabacha. Don Pedro recordó como al acercarse allí, la matanza parecía todavía mayor y la cantidad de caballos y “gendarmes” masacrados era inmensa y se podían contar por miles. Solo unos pocos caballeros franceses en monturas ligeras pudo ver huir de tan funesto lugar para ellos, perseguidos por la caballería española. Al aproximarse más, vio como se producía gran ajetreo y arremolinar de soldados españoles entorno a alguien. Allí acudían también los caballeros imperiales, de los que pudo Don Pedro reconocer a Carlos de Lannoy y a su guardia personal. Viendo que la carnicería se estaba agotando y sus servicios no eran menesteres, se acercó el andaluz a ver lo que ocurría. Allí varios soldados parecían reñir entre ellos por ver quien se hacía con el rehén que tenían rendido en medio de un círculo de soldados españoles, a la vez que el Vicerey y sus gentilhombres querían hacerse cargo de la situación y reclamaban para sí al rehén. Con gran curiosidad se acercó más Don Pedro, hasta enterarse de que aquel que allí se encontraba no era otro, sino el mismísimo Rey de la Francia. Pudo entender entonces a que tanto alboroto y malas lenguas, incluso alguna cuchillada que otra se lanzaron, mientras el Vicerey se llevaba consigo a Francisco I, con el enorme enfado de los soldados que para sí lo reclamaban, más los caballos de los guardias de Lannoy lograron abrirse paso y salir de allí antes de que la situación fuera a peor.
Viendo Don Pedro que no había más pescado que vender allí, y con la batalla aparentemente terminada, se dio en hacer despojo de cuanto pudo entre los nobles franceses caídos, como otros muchos de sus compañeros de armas. Y era en verdad que gente de muchos posibles era quienes habían caído en aquella húmeda y fría mañana de febrero. Se hizo, con un importante botín entre los que destacaban una hermosa daga decorada con piedras preciosas y una cadena de oro, amén de algunas delicadas prendas y telas tomadas como trofeos, con escudos y blasones de todas formas y colores. Con semejantes “regalos”, podría aumentar su fortuna personal Don Pedro, que siendo ya veterano viejo, debía pensar en su licencia y en asegurar su futuro de la mejor manera posible.
Cuando a media mañana fueron reclamados los soldados por sus capitanes con los correspondientes toques de pífanos, formaron para recibir las elogiosas palabras del marqués de Pescara, que aun habiendo recibido tres heridas en la batalla, allí se encontraba, dando gracias a Dios por la gloriosa victoria conseguida aquel día, y por los valientes hombres que la habían hecho posible. La soldadesca prorrumpió en gritos de “España, España” y todo fue alboroto y alegría en aquellos momentos y durante buena parte del día, que ya habría tiempo de llorar a los amigos caídos que todavía estaban siendo recuperados del campo de batalla. Casi me pareció ver como se humedecían los ojos de Don Pedro al hablar de los compañeros fallecidos, pero notando él que yo me daba cuenta, se recompuso y volvió a su pose aguerrida y feroz de soldado veterano de las guerras de Italia. No pude por menos que compadecerme de él por unos instantes.
Siguió contándome como llevaron al Rey de los franceses a la ciudad de Pavía y de cómo este se resistió a entrar en la misma, más el de Pescara lo llevó allí igualmente antes de enviarlo a España. Me explicó como la guarnición y la población de la ciudad mostraron enorme regocijo por la victoria y por verse libre del asedio gabacho, ya que por fin podrían conseguir viandas y enseres varios para retomar una vida como Dios manda, alejadas de las privaciones y sufrimientos que habían debido de soportar por largos meses que parecieran años. Y así transcurrieron varios días, hasta que Don Pedro Bracamonte, finalmente se dirigió a hablar con el Vicerey y el marqués de Pescara, acompañado de un recuperado capitán Quesada, para pedir licencia en las tropas imperiales de su Majestad, ya que hacía casi treinta años que marchase de su país siguiendo las banderas reales a tierras italianas, y que había sangrado y sufrido lo indecible por el buen Emperador y por España, siendo ya tiempo de regresar a casa, aún sintiendo él, que su casa no era sino aquél ejército en el que había pasado la mayoría de su vida, y su familia los hombres con los que había compartido todo ese tiempo. Convinieron los comandantes que era en justicia lo que pedía Don Pedro, y tuvieron a bien concederle licencia, adjuntándole una carta para que en la Corte solicitase la pensión digna de un veterano que lo había dado todo por su Rey y por su Patria.
Y así llegó al final de su relato, explicándome que ahora se encontraba de camino a la Corte para hacer efectiva la carta del Vicerey de Nápoles, y que tenía previsto asentarse en algún tranquilo pueblecito andaluz donde vendería lo que había conseguido en Italia a lo largo de tantos años, y viviría el resto de sus días en paz y tranquilidad. Levantó la vista para mirarme fijamente, y supe que le sería imposible cumplir aquel deseo. Era un hombre que había visto y hecho demasiado como para encontrar la paz de espíritu que ansiaba, y desde luego no era alguien que pudiera concebir la vida monacal como forma de espiar sus pecados y hallar la tranquilidad de su alma.
Aguardamos unos segundos en silencio. Se le veía aliviado, como quien se confiesa de los muchos pecados que lleva a cuesta. Él fue el primero en levantarse. Se excusó, “hermano, ya es muy tarde y mañana parto hacia Madrid bien temprano” me dijo, y yo asentí y le agradecí de corazón el haberme hecho partícipe de su historia y el narrarme la batalla de Pavía. Inclinó ligeramente la cabeza a modo de despedida y salió de la cocina. Aquella fue la última vez que vi a tan bravo hombre. Me quedé solo, y al darme cuenta que ya era hora de haber estado en mi celda y que difícilmente me libraría de la dura y justa reprimenda del padre Prior al que no se le escapaba nada, me encaminé hacia ella con cristiana resignación haciendo el menor ruido posible. Una vez en mi camastro, pensé que habría merecido la pena aquel día si conseguía poner por escrito lo narrado por Don Pedro, y lo incluí en mis oraciones aquella noche, pidiendo al Todopoderoso que el resto de sus días fueran venturosos.
Pasó el tiempo y no supe más de él, pero gracias a sus palabras hoy puedo escribir este manuscrito a modo de resumen sobre la gloriosa gesta de nuestras armas en Pavía, donde unos hombres aguerridos y valientes como no había más, lograron vencer a la mejor caballería del mundo y apresar a un Rey, que quiso Dios que fuera el de nuestros enemigos los franceses. En días contados recuerdo al veterano soldado y pienso en cómo le habría tratado la vida. Si tengo el día de mal agüero, creo que pudieron haberle asaltado unos bandidos de los muchos que pululan por estos caminos y haberle robado todo lo que portaba, o asesinado incluso. O quizás llegó a la corte y algún inepto cortesano le negó la pensión que le debían, y él de seguro que le presentó su acero toledano para que lo conociera de cerca, en cuyo caso lo más probable es que hubiera terminado en una oscura y húmeda celda hasta pudrirse. Pero si mí alma está en paz y feliz, pienso que habría logrado reunir una pequeña fortuna con su botín conseguido después de tantos años en Italia y con la pequeña pensión, viviría tranquilo, seguramente hubiera regentado alguna tasca en su Córdoba natal, o más probablemente se dedicará a menesteres propios de la gente de armas, ya que los veteranos que saben usar la espada y otros enseres igualmente mortíferos son por desgracia muy buscados en nuestros días por nobles y mercaderes, y don Pedro era la clase de hombre que habiendo pasado la vida entera en la milicia, no entendía ni gustaba de otros menesteres.
Y yo, en agradecimiento y para poder rememorar lo que se le debe a uno de nuestros veteranos, y por ende a todos y cada uno de ellos, no he podido por menos que finalmente dedicarme a escribir estas líneas para ponderar en su justa medida la contribución de Don Pedro Bracamonte a nuestra historia común. Y así sumo a la biblioteca del convento, aqueste pequeño manuscrito creado por este humilde siervo de Dios, y que he dado en titular “Anotaciones de La Gran Victoria Imperial en Pavía y de cómo se apresó al Rey de los franceses”.
La marcha terminó a más de media legua del campamento, poco más allá de la puerta Pescarina, una de las entradas al parque que se encontraba cerrada a cal y canto, y frente a una sección del muro donde se encontraban los guastadores, gente armada de picos, fuertes brazos y mucha dedicación, por no ser la pólvora adecuada para mantener el debido sigilo, que se dedicaban con afán a demoler la muralla desde hacía ya un rato. Pero viendo que su ritmo no era suficiente, quisieron los comandantes que parte de los soldados del ejército se les unieran para acelerar la labor. Los demás soldados pasaron la noche como pudieron. Algunos se confesaban con los capellanes, otros ponían en orden su testamento y los más se dedicaban a darse ánimos y a porfiar sobre la batalla que estaba en ciernes: que si eran cien mil los gabachos, que cada uno de los nuestros valía por tres de los suyos y zarandajas de ese porte. Era ya Don Pedro un curtido veterano que había tenido que luchar por su Rey y por su vida durante muchos años. Decenas de amigos habían encontrado la muerte o la mutilación, pero él y los demás veteranos, no habían parado de acuchillar, sajar, ensartar y disparar a cientos y cientos de enemigos del buen Emperador, para mayor gloria del Imperio, por lo que estaban preparados para lucha sin igual ante un enemigo superior sin mostrar inquietud alguna. Pasó el tiempo hablando con el capitán Quesada y otros veteranos de la compañía sobre los pormenores de lo que les podía aguardar dentro del parque y de como enfrentar a los franceses, ora rememorando viejas gestas, ora planificando la batalla.
Por suerte para ellos, los franceses, que habían descubierto la salida del ejército imperial, pensaron en un principio que podía tratarse de la retirada del mismo, y aunque no fuera así, como estaban acostumbrados a las frecuentes incursiones en su campo, no vieron en ello más peligro que otras noches, hasta que ya fue demasiado tarde para ellos. Como luego se supo, el comandante francés de aquella zona del parque de Mirabello, dio aviso al Rey y ordenó poner en movimiento a un escuadrón de mercenarios suizos y a la caballería que allí había, que luego se encontrarían con las primeras fuerzas imperiales en cruzar la muralla, pero que no llegaron a tiempo para impedir su demolición y el paso del ejército imperial.
Pasaron casi toda la noche a la fría intemperie los soldados y caballeros, hasta que finalmente se fue a tierra la muralla y se introdujeron los primeros soldados para proteger lo conseguido. Luego entró un destacamento de arcabuceros al mando del marqués del Vasto, otro de los comandantes destacados del ejército imperial y sobrino del de Pescara, unos pocos cañones ligeros para apoyarlos en la toma del castillo de Mirabello, ya que era esta y no otra la labor encomendada a los arcabuceros, y parte de la caballería ligera. Esta y la artillería se dirigió al sur con los arcabuceros a unos cien pasos a su derecha, en los límites de un bosque que se extendía hacia el oeste. Vinieron a encontrarse la caballería española e italiana con la francesa que marchaba hacia el norte, entre la cual se encontraban varios “gendarmes”, la poderosa caballería pesada francesa. Subía al mismo tiempo hacia la brecha del muro por donde entraba en buen orden el ejército imperial el escuadrón de esguízaros, como también se conoce a los suizos, y tuvieron la fortuna de toparse con la artillería española, la cual capturaron al huir su dotación tras mostrar escasa resistencia. Como era todavía de noche y la visibilidad escasa también por la creciente niebla que iba apareciendo en el interior del parque, pasaron los arcabuceros que marchaban al sur a poca distancia de los mercenarios suizos, sin ser avistados y darse alarma alguna. Por su parte, la caballería se enfrentaba en importante refriega, siendo repelida la imperial ante la más potente del enemigo ayudada por los cañones capturados, sin que en ello hubiera vergüenza alguna dado el desequilibrio entre ambas fuerzas. En este punto, los franceses mostraban gran regocijo e incluso mandaron informar a su Rey que la incursión había sido derrotada, más en esos momentos sonaron tres cañonazos hacia el sur. Eran la señal convenida para que la guarnición de Pavía saliera en tropel a dar batalla a los sitiadores al sur del parque, justo al otro extremo de donde se encontraba el grueso del ejército imperial, cogiendo en sorpresa al enemigo que esperaba un ataque a la Torre del Gallo que había sido hostigada casi toda la noche como medida de distracción.
Seguían los soldados españoles, tudescos e italianos entrando en el parque en buen orden, con el Vicerey, el de Pescara y los demás comandantes a la cabeza. Tras desplegarse los escuadrones, comenzaron a marchar hacia el sur con el grueso de la caballería en su flanco derecho y a la retaguardia, todos preparados para dar lucha sin cuartel al enemigo por las arengas del marqués de Pescara y de sus capitanes. Atrás quedó el Borbón para agilizar el cruce del resto del ejército y organizando la retaguardia.
Don Pedro Bracamonte se detuvo un momento antes de proseguir para mojarse el gaznate. Era la segunda jarra de vino que tomaba y se aprestó a servirse otra más. A tenor de cómo me miraba, supe que de seguro pensaba estar contándole todo aquello a un chiquillo entusiasmado. Y en verdad era así, ya que era yo mozo joven y apenas podía apartar la mirada de sus manos y de cómo movía los garbanzos sobre la gastada mesa de madera, utilizando los cuencos y la cuchara como otros elementos más para representar el movimiento de los escuadrones de uno y otro bando. Y el andaluz no andaba muy diferente a mí, ya que me bastaba mirarle al rostro fugazmente para notar que estaba disfrutando narrando todo aquello aún teniendo una audiencia tan entregada como escueta.
Prosiguió contando la batalla tal y como él la recordaba y por lo que supo después de la misma. Los arcabuceros de del Vasto habían llegado ya al castillo de Mirabello, y lo asaltaron con éxito debido a la audacia propia y la escasa guarnición que lo defendía. Se supo de saqueos entre los cortesanos y acompañantes del Rey que todavía quedaban en el castillo, pero como el de Pescara había dado instrucciones de no entretenerse en esos menesteres y que la tropa debía estar lista para la batalla en todo momento, no duro mucho la rapiña. Más al norte, y mientras las luces de la primera hora de la mañana estaban prestas a llegar, y la oscuridad comenzaba a retirarse del campo de batalla, los escuadrones de tudescos al mando de Don Jorge de Austria se encontraron con los mercenarios esguízaros en terreno llano, apartándose la caballería de ambos lados a una prudencial distancia de ellos. Un bosque de picas chocó produciéndose un gran estrépito, y los soldados de ambos escuadrones, ataviados con coloridos ropajes, gritaban a pleno pulmón mientras empujaban sus lanzas hacia el enemigo. Los arcabuceros salían de la formación para dar descarga de plomo al contrario, mientras que algunos tudescos se internaban entre las filas suizas con sus robustas espadas “destripagatos” para hacer carnicería entre los infantes enemigos o destrozaban las picas contrarias con las enormes espadas a dos manos que portaban algunos de ellos. Ambos escuadrones mantuvieron fiero combate por largo tiempo antes de que se decidiese el mismo.
Mientras esto sucedía, Don Pedro Bracamonte y los veteranos españoles, con algunos alemanes e italianos en retaguardia, avanzaban en perfecta formación a la derecha de los tudescos. Marchaba el escuadrón español al compás de los tambores, con la Cruz de San Andrés y el águila bicéfala imperial al aire, con el marqués de Pescara en vanguardia como era costumbre en él, ataviado con lucidos ropajes y montando un hermoso corcel llamado Mantuano y con la caballería al mando de Carlos de Lannoy, el Vicerey, protegiendo su flanco y retaguardia.
Pude entonces observar como el veterano soldado se tensaba al narrar lo que venía. Contó con gran lujo de detalles como desde el oeste, la artillería francesa que se encontraba con el cuerpo principal enemigo, se hallaba en inmejorable posición para barrer el flanco derecho del escuadrón al abrir fuego. Algunos contaron diez o doce cañones, otros hasta treinta. Él no tuvo tiempo ni ganas de contar nada. Los franceses, ayudados por los primeros rayos de sol, vieron a lo lejos los estandartes y banderas imperiales y lo que, entre la niebla reinante, parecía un escuadrón de fantasmas ataviados con sabanas blancas. No tardaron en disparar sus grandes cañones, sin pausa y con gran estrépito, sumando la pólvora a la niebla y haciéndolos invisibles a los infantes españoles. Los proyectiles caían sobre el escuadrón español, matando y mutilando a gran cantidad de buenos soldados. Los veteranos españoles ni siquiera esperaron las órdenes de sus capitanes para comenzar a abrir distancia entre sus filas, y reducir así los daños causados. Pese a todo, algunos soldados, germanos e italianos sobretodo, comenzaron a abandonar la formación y a huir. Gran carnicería fue la que se produjo en poco tiempo, y viéndose esto desde el campo francés, pensó su Rey que era el momento para cargar con su caballería y ganar la batalla definitivamente. Llevaban ya un buen tiempo equipadas y listas las líneas de caballería francesa con los “gendarmes”, lo más granado de la nobleza y el propio Rey de Francia a la cabeza. Notando los preparativos enemigos, el marqués de Pescara dijo al Vicerey que se preparara para enfrentarlo, y pese a algunas disensiones por esta decisión, se aprestó Don Carlos de Lannoy a lo convenido.
Viendo este la notable diferencia en número y acero entre una y otra caballería, tuvo palabras de resignación cristiana para con sus caballeros y hombres de armas, españoles e italianos. Y era cierto, pues según se supo después, la caballería francesa doblaba en número a la imperial, y esta era en buena parte ligera, mientras que los caballeros franceses y sus monturas, sumaban muchas toneladas de armaduras más que las nuestras. Así, ambas formaciones de caballería, banderas y estandartes al aire, lanzas en ristre y galope ligero, arremetieron los unos contra los otros con singular violencia y ferocidad. En el cruce de ambos escuadrones, las lanzas se quebraban, los caballeros caían al suelo y los gritos de “Francia, Francia” o “España” y “Santiago, cierra, cierra” se mezclaron en un combate en el que se vieron hermosos encuentros singulares entre grandes y gentiles caballeros, a la vez que se oían espantosos alaridos de sufrimiento. Pero habida cuenta la desproporción entre una y otra fuerza, el envite no duró demasiado, y los imperiales hubieron de replegarse, dejando muchos muertos y heridos tras de sí, entre ellos, el marqués de San Angelo, comandante italiano de la caballería ligera imperial.
Ordenó el propio Rey perseguir al enemigo hasta los límites de un bosque, que se extendía desde la muralla al norte, hasta cerca del castillo de Mirabello al sur, dividiendo en dos la zona norte del parque. Francisco I estaba exultante cuando la caballería española acabó por dispersarse. “Ahora soy el verdadero duque de Milán” le oyeron decir en alto, creyendo que la batalla había llegado a su final y victoria era suya. Más el propio Rey era quien había logrado su desgracia como pronto descubriría mediante dos graves errores. El primero se produjo al cargar con la caballería contra los imperiales, ya que se interpuso en la línea de fuego de su propia artillería, evitando que esta siguiera disparando contra los españoles, so pena de dañar o matar a sus propios caballeros. Y su segundo error, y quizás más grave, fuese el despreciar por completo a los soldados que tenía enfrente, por ser estos de a pie, cosa común según me dijo Don Pedro, entre la gente a caballo y la nobleza, amén de subestimar al marqués de Pescara como comandante de campo en la batalla. Así quiso el buen Marqués que aquello no quedara así como al Rey de los franceses le hubiera gustado, y comenzó a dar órdenes para tornar la situación a favor de los intereses imperiales.
Pero Don Pedro estaba muy atareado en ese momento para darse cuenta de algo más de lo que sucedía a su alrededor y de mantenerse con vida. Él y el grueso de la infantería había buscado refugio en el bosque que ahora frenaba a la caballería francesa. Detenidos frente a la arboleda, los nobles caballeros y las gentes de armas se felicitaban unos a otros y se regocijaban en su aparente triunfo, dando descanso a sus agotados caballos. Fue entonces cuando dos centenares de arcabuceros mandados allí por el Marqués para ayudar a la caballería imperial, y guiados por el propio capitán Quesada, se adelantaron y comenzaron a disparar desde los propios límites del bosque, protegidos por los arboles y los piqueros. Al principio, los “gendarmes” franceses trataron de espantar a aquellos malolientes como si fueran moscas que no merecían mayor atención por su parte. Pero pronto las picaduras de aquellas moscas comenzaron a irritarlos sobremanera, intentando entonces los gabachos dar justa reprimenda a los españoles que les disparaban andanada tras andanada. Y he aquí que no fue una empresa fácil de resolver. Los caballos se encontraban en terreno muy enfangado por las lluvias de los días anteriores y sus propias pisadas no habían hecho sino empeorarlo, por lo que era difícil el moverse con todo la armadura que poseían. Tampoco resultaba fácil el recomponer las filas de los caballeros y lanzarse sobre la infantería, y cuando algunos lo hacían, se encontraban con una pared de picas y el muro verde de la arboleda. Y así, mientras la caballería francesa trataba de encontrar la manera de dar la batalla, comenzaron a llegar los refuerzos que el de Pescara había mandado llamar.
Mientras en el centro los arcabuceros españoles continuaban dando buena cuenta de los gabachos, por el norte llegó el Borbón con las tropas de retaguardia y con los soldados que habían huido de los combates y que habían vuelto a ser encuadrados en una fuerza coherente para el combate. Por el sur, los arcabuceros del marqués del Vasto que habían dejado el castillo de Mirabello con una pequeña guarnición, se dirigían al campo de batalla, que en su extremo sur estaba muy cerca del castillo. También acudieron por el sur parte de los lansquenetes alemanes, que habiendo puesto en fuga a los mercenarios suizos, y dejando parte de sus hombres persiguiendo a estos, el propio Jorge de Austria venía al mando del resto de sus hombres en respuesta a la petición del marqués de Pescara.
Don Pedro recordaba como disparó una y otra vez. Lo revivía y contaba con gran excitación, como si estuviera ocurriendo de nuevo. Me dijo que los dos primeros disparos los fallo por querer apuntar al jinete, que era un blanco más difícil. Pero pronto se dio cuenta de su error y de ahí en adelante comenzó a disparar a sus monturas. Otros arcabuceros, quizás con mejor puntería o fortuna, habían logrado descabalgar a algunos caballeros, pero la gran mayoría malherían a los caballos para que cayeran a tierra, y con ellos sus jinetes. Estos, una vez en el suelo, apenas podían moverse o levantarse debido a su pesada armadura, y entonces eran mucho más fáciles el darles matarife, bien con otra bola de plomo, bien con una daga “quitapenas”, que se metía a través de las placas de la armadura, llegaban a su gaznate y se le rebanaba. Aquellos comentarios tan vividos y reales como los contaba el cordobés, dañaban mi sensibilidad de hombre de Dios, y ni imaginarme podía el horror que suponía algo así, pero Don Pedro parecía que disfrutaba contándolo, y algo en su mirada volvía a infundirme el temor que había tenido hasta aquella tarde al estar en presencia del veterano soldado. Pero él no reparó en mi rostro y prosiguió su relato.
Me contó como la situación para el Rey de los franceses era muy difícil. Don Pedro y sus compañeros de armas seguían rociando a los franceses de plomo, disparando rodilla en tierra para mejorar su puntería, y con cuidado siempre de tener encendida el cabo de la mecha para poder disparar. El humo de la pólvora comenzaba a oscurecer el campo de batalla conforme más y más arcabuceros disparaban a discreción y masacraban a la caballería francesa, que rodeada por tres lados e incapaz de reorganizarse para presentar batalla o huir, estaba siendo diezmada, pereciendo mucha de la alta nobleza enemiga en el transcurso de aquella carnicería.
En un momento dado, Don Pedro fue requerido por el capitán Quesada, y junto a otras docenas de arcabuceros, se dirigieron hacia la artillería francesa. Esta se mostraba inútil al apoyar a su caballería, pero todavía podía disparar sobre los lansquenetes tudescos que ahora se aprestaban a luchar contra la infantería francesa que acudía en socorro de su Rey. Y quiso Dios que en aquel momento, los tudescos imperiales y los que combatían del lado francés, las “Bandas Negras”, conocidas así por usar un ropaje mucho más oscuro que sus coloridos contrapartes al servicio del Rey Católico, se reconocieran en el campo de batalla, y al verse no pudieran por menos que dirigirse a ajustar cuentas unos con otros. Para los dos escuadrones de germanos, los otros eran unos traidores, y como en todo conflicto civil entre gentes del mismo pueblo, la riña es mucho más encarnizada que entre los que son de diferentes naciones. No hubo prisioneros ni cuartel, pues ni nadie lo pedía ni nadie lo concedía en aquel terrible choque de picas, arcabuces y espadas, germanos contra germanos.
Pronto pudieron los hombres del capitán Quesada prender los cañones franceses, poner en fuga a los artilleros y a la infantería gascona que los defendía, y aprestarse para ayudar a los de Don Jorge de Austria. Hubo intercambio de disparos con los arcabuceros tudescos de las “Bandas Negras”, pero estos disparaban apenas sin apuntar por lo que poco herían a los nuestros, mientras que los españoles de Quesada haciendo gala de exquisita puntería, castigaron fuertemente a sus enemigos, aunque tuvo la desgracia el capitán Quesada de recibir un tiro, que aunque malo, no fue mortal, y pudo este seguir al frente de sus hombres durante un tiempo más.
A esas alturas Don Pedro había agotado ya hacía tiempo sus “doce apóstoles”, y tan solo pudo mantener el ritmo de fuego al hacerse con algunos de los “apóstoles” de compañeros caídos en la batalla. Pero estos también se agotaron y ahora tardaba más en poder disparar al tener que recargar su arma de manera más lenta con la cantidad de pólvora que le parecía la adecuada desde su frasco de pólvora gruesa. Más pronto hubo de cesar sus disparos al comenzar los tudescos imperiales a rodear a los que servían a los gabachos, por ser mayores en número y valentía. En breve las “Bandas Negras” y la infantería francesa que les apoyaba, comenzaron a huir en desbandada, siendo muertos muchos de ellos en el proceso, y con ellos la última esperanza de Francisco I de ser rescatado de la trampa en que él mismo se había metido. Luego supieron los españoles que los hombres de Don Antonio de Leyva habían retenido primero, y dado buena cuenta después, de los gabachos que había cerca de los muros de la ciudad, y que la retaguardia francesa, con sus últimos soldados preparados para el combate, habían decidido huir antes que presentar batalla y auxiliar a su Rey.
Con sus últimas fuerzas antes de ser auxiliado, mandó el capitán Quesada a sus arcabuceros regresar hacia donde se encontraba la caballería gabacha. Don Pedro recordó como al acercarse allí, la matanza parecía todavía mayor y la cantidad de caballos y “gendarmes” masacrados era inmensa y se podían contar por miles. Solo unos pocos caballeros franceses en monturas ligeras pudo ver huir de tan funesto lugar para ellos, perseguidos por la caballería española. Al aproximarse más, vio como se producía gran ajetreo y arremolinar de soldados españoles entorno a alguien. Allí acudían también los caballeros imperiales, de los que pudo Don Pedro reconocer a Carlos de Lannoy y a su guardia personal. Viendo que la carnicería se estaba agotando y sus servicios no eran menesteres, se acercó el andaluz a ver lo que ocurría. Allí varios soldados parecían reñir entre ellos por ver quien se hacía con el rehén que tenían rendido en medio de un círculo de soldados españoles, a la vez que el Vicerey y sus gentilhombres querían hacerse cargo de la situación y reclamaban para sí al rehén. Con gran curiosidad se acercó más Don Pedro, hasta enterarse de que aquel que allí se encontraba no era otro, sino el mismísimo Rey de la Francia. Pudo entender entonces a que tanto alboroto y malas lenguas, incluso alguna cuchillada que otra se lanzaron, mientras el Vicerey se llevaba consigo a Francisco I, con el enorme enfado de los soldados que para sí lo reclamaban, más los caballos de los guardias de Lannoy lograron abrirse paso y salir de allí antes de que la situación fuera a peor.
Viendo Don Pedro que no había más pescado que vender allí, y con la batalla aparentemente terminada, se dio en hacer despojo de cuanto pudo entre los nobles franceses caídos, como otros muchos de sus compañeros de armas. Y era en verdad que gente de muchos posibles era quienes habían caído en aquella húmeda y fría mañana de febrero. Se hizo, con un importante botín entre los que destacaban una hermosa daga decorada con piedras preciosas y una cadena de oro, amén de algunas delicadas prendas y telas tomadas como trofeos, con escudos y blasones de todas formas y colores. Con semejantes “regalos”, podría aumentar su fortuna personal Don Pedro, que siendo ya veterano viejo, debía pensar en su licencia y en asegurar su futuro de la mejor manera posible.
Cuando a media mañana fueron reclamados los soldados por sus capitanes con los correspondientes toques de pífanos, formaron para recibir las elogiosas palabras del marqués de Pescara, que aun habiendo recibido tres heridas en la batalla, allí se encontraba, dando gracias a Dios por la gloriosa victoria conseguida aquel día, y por los valientes hombres que la habían hecho posible. La soldadesca prorrumpió en gritos de “España, España” y todo fue alboroto y alegría en aquellos momentos y durante buena parte del día, que ya habría tiempo de llorar a los amigos caídos que todavía estaban siendo recuperados del campo de batalla. Casi me pareció ver como se humedecían los ojos de Don Pedro al hablar de los compañeros fallecidos, pero notando él que yo me daba cuenta, se recompuso y volvió a su pose aguerrida y feroz de soldado veterano de las guerras de Italia. No pude por menos que compadecerme de él por unos instantes.
Siguió contándome como llevaron al Rey de los franceses a la ciudad de Pavía y de cómo este se resistió a entrar en la misma, más el de Pescara lo llevó allí igualmente antes de enviarlo a España. Me explicó como la guarnición y la población de la ciudad mostraron enorme regocijo por la victoria y por verse libre del asedio gabacho, ya que por fin podrían conseguir viandas y enseres varios para retomar una vida como Dios manda, alejadas de las privaciones y sufrimientos que habían debido de soportar por largos meses que parecieran años. Y así transcurrieron varios días, hasta que Don Pedro Bracamonte, finalmente se dirigió a hablar con el Vicerey y el marqués de Pescara, acompañado de un recuperado capitán Quesada, para pedir licencia en las tropas imperiales de su Majestad, ya que hacía casi treinta años que marchase de su país siguiendo las banderas reales a tierras italianas, y que había sangrado y sufrido lo indecible por el buen Emperador y por España, siendo ya tiempo de regresar a casa, aún sintiendo él, que su casa no era sino aquél ejército en el que había pasado la mayoría de su vida, y su familia los hombres con los que había compartido todo ese tiempo. Convinieron los comandantes que era en justicia lo que pedía Don Pedro, y tuvieron a bien concederle licencia, adjuntándole una carta para que en la Corte solicitase la pensión digna de un veterano que lo había dado todo por su Rey y por su Patria.
Y así llegó al final de su relato, explicándome que ahora se encontraba de camino a la Corte para hacer efectiva la carta del Vicerey de Nápoles, y que tenía previsto asentarse en algún tranquilo pueblecito andaluz donde vendería lo que había conseguido en Italia a lo largo de tantos años, y viviría el resto de sus días en paz y tranquilidad. Levantó la vista para mirarme fijamente, y supe que le sería imposible cumplir aquel deseo. Era un hombre que había visto y hecho demasiado como para encontrar la paz de espíritu que ansiaba, y desde luego no era alguien que pudiera concebir la vida monacal como forma de espiar sus pecados y hallar la tranquilidad de su alma.
Aguardamos unos segundos en silencio. Se le veía aliviado, como quien se confiesa de los muchos pecados que lleva a cuesta. Él fue el primero en levantarse. Se excusó, “hermano, ya es muy tarde y mañana parto hacia Madrid bien temprano” me dijo, y yo asentí y le agradecí de corazón el haberme hecho partícipe de su historia y el narrarme la batalla de Pavía. Inclinó ligeramente la cabeza a modo de despedida y salió de la cocina. Aquella fue la última vez que vi a tan bravo hombre. Me quedé solo, y al darme cuenta que ya era hora de haber estado en mi celda y que difícilmente me libraría de la dura y justa reprimenda del padre Prior al que no se le escapaba nada, me encaminé hacia ella con cristiana resignación haciendo el menor ruido posible. Una vez en mi camastro, pensé que habría merecido la pena aquel día si conseguía poner por escrito lo narrado por Don Pedro, y lo incluí en mis oraciones aquella noche, pidiendo al Todopoderoso que el resto de sus días fueran venturosos.
Pasó el tiempo y no supe más de él, pero gracias a sus palabras hoy puedo escribir este manuscrito a modo de resumen sobre la gloriosa gesta de nuestras armas en Pavía, donde unos hombres aguerridos y valientes como no había más, lograron vencer a la mejor caballería del mundo y apresar a un Rey, que quiso Dios que fuera el de nuestros enemigos los franceses. En días contados recuerdo al veterano soldado y pienso en cómo le habría tratado la vida. Si tengo el día de mal agüero, creo que pudieron haberle asaltado unos bandidos de los muchos que pululan por estos caminos y haberle robado todo lo que portaba, o asesinado incluso. O quizás llegó a la corte y algún inepto cortesano le negó la pensión que le debían, y él de seguro que le presentó su acero toledano para que lo conociera de cerca, en cuyo caso lo más probable es que hubiera terminado en una oscura y húmeda celda hasta pudrirse. Pero si mí alma está en paz y feliz, pienso que habría logrado reunir una pequeña fortuna con su botín conseguido después de tantos años en Italia y con la pequeña pensión, viviría tranquilo, seguramente hubiera regentado alguna tasca en su Córdoba natal, o más probablemente se dedicará a menesteres propios de la gente de armas, ya que los veteranos que saben usar la espada y otros enseres igualmente mortíferos son por desgracia muy buscados en nuestros días por nobles y mercaderes, y don Pedro era la clase de hombre que habiendo pasado la vida entera en la milicia, no entendía ni gustaba de otros menesteres.
Y yo, en agradecimiento y para poder rememorar lo que se le debe a uno de nuestros veteranos, y por ende a todos y cada uno de ellos, no he podido por menos que finalmente dedicarme a escribir estas líneas para ponderar en su justa medida la contribución de Don Pedro Bracamonte a nuestra historia común. Y así sumo a la biblioteca del convento, aqueste pequeño manuscrito creado por este humilde siervo de Dios, y que he dado en titular “Anotaciones de La Gran Victoria Imperial en Pavía y de cómo se apresó al Rey de los franceses”.
Última edición por flanker33 el 27 Feb 2015, 17:52, editado 1 vez en total.
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Interesante relato.
Saludos
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It matters not how strait the gate. How charged with punishments the scroll.
I am the master of my fate: I am the captain of my soul. - From "Invictus", poem by William Ernest Henley
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Estimado KL, gracias por su interes. me alegro que le guste
Acabo de retocar visualmente un poco el texto para que haya más espacios y no sea tan farragoso de leer. Espero que ayude. Además he corregido algún error que me han notificado.
Incluso creo que puede haber compañeros foristas que se animen y suban algún relato suyo. Bienvenido sea
Saludos.
Acabo de retocar visualmente un poco el texto para que haya más espacios y no sea tan farragoso de leer. Espero que ayude. Además he corregido algún error que me han notificado.
Incluso creo que puede haber compañeros foristas que se animen y suban algún relato suyo. Bienvenido sea
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El Prodigio
Me pide vuesa merced que le cuente lo que aconteció en aquellos días de diciembre. La memoria del hombre es algo poco confiable, más aun cuando han transcurrido tantos años desde entonces, pero sepa usted que, a pesar de todo eso, no he podido olvidar detalle de lo que en aquellos días ocurrió.
Corría el año del Señor de 1585 que se las pelaba y sus últimos días se presentaban ante nosotros en toda su crudeza. Apenas nos habíamos recuperado del asedio de Amberes, cuando de golpe nos encontramos en el trasiego de preparar la invernada. Sepa vuesa merced que eso no es moco de pavo en tierras tan frías como las flamencas y que en el invierno de 1572 el Duque de Hierro llegó a escaramuzar arcabucería en la mar helada. Así se las gasta el invierno por aquellos pagos.
Servía yo en el tercio de Mondragón y nos enviaron a una isla que formaban los ríos Mosa y Vaal y que llamaban de Bommel. Íbamos acompañados del tercio de Iñiguez, de una compañía de caballos pistolas y de una buena batería de seis piezas. Allí ya se encontraba el de Juan del Águila construyendo diques y un pequeño fuerte para la campaña venidera que tenía como objetivo Grave. Y es que la vida en el tercio requiere, más veces de lo deseable, que se haga más uso del pico y de la pala que del arcabuz y la pica.
Se enteró de que padecíamos por aquellos pagos el de Holack y decidió incrementar nuestros padecimientos. Con ese fin reunió un ejército, una impresionante flotilla y se dirigió a aislarnos con dos centenas de esas charrúas de vela con dos proas que los lugareños llaman hoekers. No es uso habitual empezar una campaña con el invierno tan cerca por lo que no nos enteramos de la que se nos venía encima hasta que el día tercero de diciembre esos malditos herejes rompieron los diques del Vaal permitiendo que el mar del Norte entrase con toda su furia y nos dejase aislados en la isla. Quiso Dios que en los diques del Mosa se encontrasen algunos infantes del Tercio de Juan del Águila junto con la caballería forrajeando y haciendo algunas reparaciones. Con gran esfuerzo y con la ayuda del Altísimo pudieron repeler a los rebeldes. Si esos diques hubiesen sido rotos, nuestra situación habría sido mucho peor.
Seis de las compañías pudimos cobijarnos en Emplen donde hicimos lo posible por fortificar la iglesia y algunas posiciones en torno a la población. Pero los herejes nos ofendían desde las charrúas con cañones, mientras sus infantes nos daban muchas y apresuradas cargas de arcabucería. Como pudimos resistimos hasta que se echó encima la noche y se calmó el viento. Se pidió ayuda al de Mansfeld que se había refugiado en Balduque y con la ayuda de algunas piezas que éste nos envió rechazamos el ataque del día cuarto de diciembre. Ese día también se combatió mucho y bien para desesperación del Maestre rebelde.
El día cinco el de Holack nos conminó a rendirnos. El maldito hereje sabía que en la isla estábamos tres tercios, sin víveres, sin posibilidades de recibir refuerzos y rodeados de enemigos con lo que nuestra situación era desesperada en el mejor de los casos. Pero el maestre de campo Bobadilla era un general animoso, preparó en un par de días nueve pleytas para que cada una cargase con tres docenas de infantes y se preparó para acometer a los holandeses junto con las cuatro docenas de barcazas que había reunido el de Mansfeld. Los afortunados que fueron elegidos para el ataque confesaron y comulgaron como siempre que ha de pelear algún español. Se les veía fieros, orgullosos y conformados de morir en tan honrada empresa. La idea era aguardar a una señal que se iba a dar desde la iglesia de Orte al amanecer del día siete, pero la señal no llegó nunca. Ya que el de Holack había sorprendido a Mansfeld y logrado quemar las embarcaciones que iban a ayudarnos en el ataque.
El maestre Bobadilla consideró el hacer el ataque en solitario, pero para ello debían cambiarse los planes. Entre tanto se presentaron los hoekers holandeses y comenzaron a castigarnos como si creyeran que así nos íbamos a rendir. Yo, como hacía viento y el fuego holandés comenzaba a parecer granizada, me dispuse a cavar un hoyo en el que guarecerme. En realidad mi ánimo era más que sombrío y al acometer la tarea más pensaba que estaba cavando mi tumba. En estas que no había dado ni dos paladas cuando me tropecé con algo duro. Se trataba de una tabla que, como pude, levanté y di la vuelta. Para sorpresa mía y de los que se acercaron espoleados por la curiosidad, se trataba de una imagen de la limpísima y pura Concepción de Nuestra Señora. La recuerdo como si tuviese delante de estos ojos que un día se comerán los gusanos que sus colores eran tan vivos y limpios como sin la vinieran de pintar. La llevamos a la pared de la Iglesia donde el padre fray García de Santiesteban hizo que cantásemos una Salve.
Los ánimos, aunque sombríos como el cielo despejado pero del color del acero de aquella tarde, mejoraron un tanto y al menos nos preparábamos para bien morir, ya fuese con el fuego holandés o con el frío de la noche. Así estaba por amanecer el domingo 8 de diciembre, festividad de nuestra Señora de la Concepción, y el toque de diana nos lo dio el conde de Mansfel que ofendía a la armada rebelde con tres piezas que los de Don Juan del Águila habían plantado en un cerro a fuerza de brazo.
Los holandeses se retiraron hacia las aguas del Mosa puesto que las aguas de los canales comenzaban a helarse y corrían el riesgo de quedarse bloqueados. Allí se cobijaron tras unas isletas que les cubrían del fuego de los nuestros. El maestre ordenó entonces que partiesen las pleitas con la gente al mando de un sargento de Baeza cuyo nombre ahora no recuerdo y que ocupasen las isletas para hostigarles desde allí. Tanto y tan bien lo hicieron que se vieron obligados a dejar esa posición y a pasar frente a Emplen, desde donde comenzamos a darles de lo suyo.
Como pudieron se alejaron sufriendo grandes pérdidas y con el ánimo más que quebrado. Pero en esas que comenzó a soplar un viento muy frío que hizo que las aguas se cuajasen milagrosamente. Un compañero nuestro, Lope de Olmosalbos, dijo después que los hielos engrosaron hasta llegar a la media pica en fondo. No sé si eso fue cierto o no, pero la verdad es que tan fuerte quedó lo helado que podía pasar la artillería por encima y que eso era prueba evidente de tratarse de un milagro. En estas que alguien dio la orden y cerramos contra los barcos herejes, caminando sobre las aguas como de la mano de Nuestro Señor. Sus tripulantes como podían trataban de rechazarnos y de abrir un camino en los hielos a golpe de remo hasta que quedaron libres tras sufrir grandes pérdidas.
Recuerdo perfectamente como tras quemar un hoeker, sus tripulantes corrieron a abordar otro que no había quedado en el hielo cuando su oficial se dio la vuelta y nos gritó en lengua castellana que no era posible si no que Dios era español, pues había usado con ellos un tan gran milagro que nadie en el Mundo sino Él fuera bastante para librarnos de sus manos.
Sepa vuesa merced que el que le habla sabe lo que dice pues es miembro de la cofradía de Soldados de la Virgen concebida sin mancha desde su fundación. Si lo desea puede ver la tabla que encontré en la iglesia mayor de Balduque a donde fue llevada como pago por la ayuda de sus gentes. Hicieron lo que pudieron por nosotros en tan difícil trance. Incluso después de la batalla atendieron por cómo pudieron a nuestros heridos y moribundos. Buena gente cristiana y súbditos leales del rey eran aquellos lugareños.
Ahora si le interesa le puedo contar cómo me vi embarcado en la jornada de Inglaterra…
* * * * *
Mi contribución a este hilo
Me pide vuesa merced que le cuente lo que aconteció en aquellos días de diciembre. La memoria del hombre es algo poco confiable, más aun cuando han transcurrido tantos años desde entonces, pero sepa usted que, a pesar de todo eso, no he podido olvidar detalle de lo que en aquellos días ocurrió.
Corría el año del Señor de 1585 que se las pelaba y sus últimos días se presentaban ante nosotros en toda su crudeza. Apenas nos habíamos recuperado del asedio de Amberes, cuando de golpe nos encontramos en el trasiego de preparar la invernada. Sepa vuesa merced que eso no es moco de pavo en tierras tan frías como las flamencas y que en el invierno de 1572 el Duque de Hierro llegó a escaramuzar arcabucería en la mar helada. Así se las gasta el invierno por aquellos pagos.
Servía yo en el tercio de Mondragón y nos enviaron a una isla que formaban los ríos Mosa y Vaal y que llamaban de Bommel. Íbamos acompañados del tercio de Iñiguez, de una compañía de caballos pistolas y de una buena batería de seis piezas. Allí ya se encontraba el de Juan del Águila construyendo diques y un pequeño fuerte para la campaña venidera que tenía como objetivo Grave. Y es que la vida en el tercio requiere, más veces de lo deseable, que se haga más uso del pico y de la pala que del arcabuz y la pica.
Se enteró de que padecíamos por aquellos pagos el de Holack y decidió incrementar nuestros padecimientos. Con ese fin reunió un ejército, una impresionante flotilla y se dirigió a aislarnos con dos centenas de esas charrúas de vela con dos proas que los lugareños llaman hoekers. No es uso habitual empezar una campaña con el invierno tan cerca por lo que no nos enteramos de la que se nos venía encima hasta que el día tercero de diciembre esos malditos herejes rompieron los diques del Vaal permitiendo que el mar del Norte entrase con toda su furia y nos dejase aislados en la isla. Quiso Dios que en los diques del Mosa se encontrasen algunos infantes del Tercio de Juan del Águila junto con la caballería forrajeando y haciendo algunas reparaciones. Con gran esfuerzo y con la ayuda del Altísimo pudieron repeler a los rebeldes. Si esos diques hubiesen sido rotos, nuestra situación habría sido mucho peor.
Seis de las compañías pudimos cobijarnos en Emplen donde hicimos lo posible por fortificar la iglesia y algunas posiciones en torno a la población. Pero los herejes nos ofendían desde las charrúas con cañones, mientras sus infantes nos daban muchas y apresuradas cargas de arcabucería. Como pudimos resistimos hasta que se echó encima la noche y se calmó el viento. Se pidió ayuda al de Mansfeld que se había refugiado en Balduque y con la ayuda de algunas piezas que éste nos envió rechazamos el ataque del día cuarto de diciembre. Ese día también se combatió mucho y bien para desesperación del Maestre rebelde.
El día cinco el de Holack nos conminó a rendirnos. El maldito hereje sabía que en la isla estábamos tres tercios, sin víveres, sin posibilidades de recibir refuerzos y rodeados de enemigos con lo que nuestra situación era desesperada en el mejor de los casos. Pero el maestre de campo Bobadilla era un general animoso, preparó en un par de días nueve pleytas para que cada una cargase con tres docenas de infantes y se preparó para acometer a los holandeses junto con las cuatro docenas de barcazas que había reunido el de Mansfeld. Los afortunados que fueron elegidos para el ataque confesaron y comulgaron como siempre que ha de pelear algún español. Se les veía fieros, orgullosos y conformados de morir en tan honrada empresa. La idea era aguardar a una señal que se iba a dar desde la iglesia de Orte al amanecer del día siete, pero la señal no llegó nunca. Ya que el de Holack había sorprendido a Mansfeld y logrado quemar las embarcaciones que iban a ayudarnos en el ataque.
El maestre Bobadilla consideró el hacer el ataque en solitario, pero para ello debían cambiarse los planes. Entre tanto se presentaron los hoekers holandeses y comenzaron a castigarnos como si creyeran que así nos íbamos a rendir. Yo, como hacía viento y el fuego holandés comenzaba a parecer granizada, me dispuse a cavar un hoyo en el que guarecerme. En realidad mi ánimo era más que sombrío y al acometer la tarea más pensaba que estaba cavando mi tumba. En estas que no había dado ni dos paladas cuando me tropecé con algo duro. Se trataba de una tabla que, como pude, levanté y di la vuelta. Para sorpresa mía y de los que se acercaron espoleados por la curiosidad, se trataba de una imagen de la limpísima y pura Concepción de Nuestra Señora. La recuerdo como si tuviese delante de estos ojos que un día se comerán los gusanos que sus colores eran tan vivos y limpios como sin la vinieran de pintar. La llevamos a la pared de la Iglesia donde el padre fray García de Santiesteban hizo que cantásemos una Salve.
Los ánimos, aunque sombríos como el cielo despejado pero del color del acero de aquella tarde, mejoraron un tanto y al menos nos preparábamos para bien morir, ya fuese con el fuego holandés o con el frío de la noche. Así estaba por amanecer el domingo 8 de diciembre, festividad de nuestra Señora de la Concepción, y el toque de diana nos lo dio el conde de Mansfel que ofendía a la armada rebelde con tres piezas que los de Don Juan del Águila habían plantado en un cerro a fuerza de brazo.
Los holandeses se retiraron hacia las aguas del Mosa puesto que las aguas de los canales comenzaban a helarse y corrían el riesgo de quedarse bloqueados. Allí se cobijaron tras unas isletas que les cubrían del fuego de los nuestros. El maestre ordenó entonces que partiesen las pleitas con la gente al mando de un sargento de Baeza cuyo nombre ahora no recuerdo y que ocupasen las isletas para hostigarles desde allí. Tanto y tan bien lo hicieron que se vieron obligados a dejar esa posición y a pasar frente a Emplen, desde donde comenzamos a darles de lo suyo.
Como pudieron se alejaron sufriendo grandes pérdidas y con el ánimo más que quebrado. Pero en esas que comenzó a soplar un viento muy frío que hizo que las aguas se cuajasen milagrosamente. Un compañero nuestro, Lope de Olmosalbos, dijo después que los hielos engrosaron hasta llegar a la media pica en fondo. No sé si eso fue cierto o no, pero la verdad es que tan fuerte quedó lo helado que podía pasar la artillería por encima y que eso era prueba evidente de tratarse de un milagro. En estas que alguien dio la orden y cerramos contra los barcos herejes, caminando sobre las aguas como de la mano de Nuestro Señor. Sus tripulantes como podían trataban de rechazarnos y de abrir un camino en los hielos a golpe de remo hasta que quedaron libres tras sufrir grandes pérdidas.
Recuerdo perfectamente como tras quemar un hoeker, sus tripulantes corrieron a abordar otro que no había quedado en el hielo cuando su oficial se dio la vuelta y nos gritó en lengua castellana que no era posible si no que Dios era español, pues había usado con ellos un tan gran milagro que nadie en el Mundo sino Él fuera bastante para librarnos de sus manos.
Sepa vuesa merced que el que le habla sabe lo que dice pues es miembro de la cofradía de Soldados de la Virgen concebida sin mancha desde su fundación. Si lo desea puede ver la tabla que encontré en la iglesia mayor de Balduque a donde fue llevada como pago por la ayuda de sus gentes. Hicieron lo que pudieron por nosotros en tan difícil trance. Incluso después de la batalla atendieron por cómo pudieron a nuestros heridos y moribundos. Buena gente cristiana y súbditos leales del rey eran aquellos lugareños.
Ahora si le interesa le puedo contar cómo me vi embarcado en la jornada de Inglaterra…
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Mi contribución a este hilo
Por el honor la vida, por el alma las dos.
- flanker33
- Teniente Coronel
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- Registrado: 18 Jun 2005, 12:02
Relatos batallas históricas
Hola Condottiero,
gracias por su contribución al hilo muy interesante y entretenido el relato, me ha gustado.
Si tiene más, o alguien más se anima, ya saben...
Saludos.
gracias por su contribución al hilo muy interesante y entretenido el relato, me ha gustado.
Si tiene más, o alguien más se anima, ya saben...
Saludos.
"Si usted no tiene libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor" - José Luís Sampedro
- flanker33
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- Registrado: 18 Jun 2005, 12:02
Relatos batallas históricas
Hola a todos, posteo mi segundo relato, el tercero del hilo, en este caso sobre la batalla de Rocroi de 1643 entre Francia y las tropas Imperiales españolas, en el contexto de la guerra de los 30 años, y en la vieja enemistad entre una Francia ahora pujante, y una España que comenzaba su declinar. Seguramente no fue la batalla decisiva que los franceses quisieron vender al resto del mundo y sobre todo para ellos mismos, pero no dejó de ser una derrota dolorosa para las armas imperiales.
Las fuentes de las que me he servido para escribir el relato, han sido dos principalmente, a saber,
-CARTA DEL DUQUE DE ALBURQUERQUE SOBRE LA BATALLA DE ROCROI
(ARCHIVO DE LA CASA DE ALBA)
http://www.tercios.org/personajes/ALBUR ... _VIII.html
Seguramente parcial en algunos puntos, pero un testimonio de primera mano de alguien que luchó en la batalla.
-ROCROI, EL TRIUNFO DE LA PROPAGANDA
http://www.tercios.org/R_D/R_D_Rocroi_triunfo_1.html
Este interesantisimo articulo de Juan L. Sanchez para la revista “Researching & Dragona”, desmontando el mito de la gran victoria francesa y de la debacle española.
-Por supuesto también han sido de mucha utilidad lo escrito por Julio Albi de la Cuesta en su libro “De Pavía a Rocroi” y en el articulo “Rocroi. 19 de mayo de 1643” en la revista Desperta Ferro. Historia Moderna, nº 9 “Richelieu contra Olivares”.
-El post de Tercioidiaquez sobre la batalla en este mismo foro:
la-batalla-de-rocroi-1-643-t36716.html
- EL DUQUE DE ALBURQUERQUE EN LA BATALLA DE ROCROY. IMPUGNACIÓN Á UN ARTÍCULO DEL DUQUE DE AUMALE SOBRE ESTA BATALLA Y NOTICIA BIOGRÁFICA DE AQUEL PERSONAJE. POR A. RODRIGUEZ VILLA
http://bibliotecadigital.jcyl.es/i18n/c ... h=10065446
Paginas de la 5 a la 29 del pdf
...continua...
Las fuentes de las que me he servido para escribir el relato, han sido dos principalmente, a saber,
-CARTA DEL DUQUE DE ALBURQUERQUE SOBRE LA BATALLA DE ROCROI
(ARCHIVO DE LA CASA DE ALBA)
http://www.tercios.org/personajes/ALBUR ... _VIII.html
Seguramente parcial en algunos puntos, pero un testimonio de primera mano de alguien que luchó en la batalla.
-ROCROI, EL TRIUNFO DE LA PROPAGANDA
http://www.tercios.org/R_D/R_D_Rocroi_triunfo_1.html
Este interesantisimo articulo de Juan L. Sanchez para la revista “Researching & Dragona”, desmontando el mito de la gran victoria francesa y de la debacle española.
-Por supuesto también han sido de mucha utilidad lo escrito por Julio Albi de la Cuesta en su libro “De Pavía a Rocroi” y en el articulo “Rocroi. 19 de mayo de 1643” en la revista Desperta Ferro. Historia Moderna, nº 9 “Richelieu contra Olivares”.
-El post de Tercioidiaquez sobre la batalla en este mismo foro:
la-batalla-de-rocroi-1-643-t36716.html
- EL DUQUE DE ALBURQUERQUE EN LA BATALLA DE ROCROY. IMPUGNACIÓN Á UN ARTÍCULO DEL DUQUE DE AUMALE SOBRE ESTA BATALLA Y NOTICIA BIOGRÁFICA DE AQUEL PERSONAJE. POR A. RODRIGUEZ VILLA
http://bibliotecadigital.jcyl.es/i18n/c ... h=10065446
Paginas de la 5 a la 29 del pdf
...continua...
"Si usted no tiene libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor" - José Luís Sampedro
- flanker33
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Relatos batallas históricas
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Varias webs sobre armamento, tácticas de caballería, o mapas de la batalla, como por ejemplo:
http://ejercitodeflandes.blogspot.com.e ... ler%C3%ADa
http://www.tercios.org/R_D/R_D_rocroi.html
https://caminoarocroi.wordpress.com/201 ... lo-coraza/
http://www.sofiaoriginals.com/marz92Paris30.htm
http://www.oocities.org/aow1617/RocroyEs.html
Por la extensión del relato, lo dividiré en dos mensajes. Espero que les guste.
Un saludo.
Varias webs sobre armamento, tácticas de caballería, o mapas de la batalla, como por ejemplo:
http://ejercitodeflandes.blogspot.com.e ... ler%C3%ADa
http://www.tercios.org/R_D/R_D_rocroi.html
https://caminoarocroi.wordpress.com/201 ... lo-coraza/
http://www.sofiaoriginals.com/marz92Paris30.htm
http://www.oocities.org/aow1617/RocroyEs.html
Por la extensión del relato, lo dividiré en dos mensajes. Espero que les guste.
Un saludo.
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Relatos batallas históricas
Carta de Don Alonso García de Villariezo a su Señor padre, Don Martín García de Villariezo.
Amado y Reverenciado Padre, espero que al recibo de la presente se encuentre usted bien de salud. Le envío muchos recuerdos a toda la familia, y a mi señora madre dígale por favor que siempre la tengo presente en mis oraciones. Dele también muchos besos a mis hermanas pequeñas, que seguro siguen tan guapas como siempre. Sepa que no hay día que no piense en toda mi familia, en nuestra acogedora casa, en los hermosos parajes de nuestra villa o en los paseos por Burgos, a la vera del rio Arlanzón, donde la mirada se pierde entre las torres de nuestra hermosísima catedral de Santa María.
Le pido disculpas por haber tardado tanto en comunicarme desde mi última misiva en el mes de febrero, y no haber podido remitirle con mayor presteza nuevas de este su hijo, evitándole el sufrimiento por la incertidumbre de la suerte que hubiese podido correr en los últimos meses, mas érame imposible por haber sufrido serios contratiempos en la batalla que tuvo lugar hace dos meses en el norte de Francia, junto a la plaza francesa de Rocroi.
Me encuentro actualmente bajo techo en la ciudad de Mons, bien cuidado y atendido por una familia lugareña que se desvive por mí, y sin querer parecer desagradecido, posiblemente por los ducados que les he prometido. Así que heme aquí en la, incluso en verano, fría y húmeda Flandes, postrado en cama por heridas recibidas en combate, pero ya con el suficiente ánimo para poder escribirle estas líneas y decirle que cada vez me encuentro mejor, con más fuerzas y que pronto espero retomar mis obligaciones castrenses y reincorporarme a mi compañía. Aprovecharé también para narrarle lo acontecido en tan importante batalla, ya que soy conocedor de sus gustos por los hechos acaecidos en Flandes en general y de las andanzas de su hijo por estas tierras en particular.
Antes de contarle más, quizás debiera explicarle algunas cosas, por si no ha tenido conocimiento de algunas de las nuevas que nos llegan por estos lares. Por supuesto es usted conocedor desde hace mucho de la terrible guerra que se abate sobre el continente desde hace ya muchos años. Los herejes de las Provincias Unidas y sus aliados protestantes, como los suecos, o incluso los franceses, traidores a la fe verdadera, nos han llevado a una lucha cruel por toda Europa contra los verdaderos creyentes, que tienen en el imperio Español y el Sacro Imperio Romano Germánico sus principales valedores, con su majestad, nuestro Rey Don Felipe IV a la cabeza. En estos últimos años los gabachos del Rey Luis XIII, fallecido pocos días antes de la batalla, y ahora del Rey Luis XIV, han tratado de minar el poder e influencia de los Habsburgos y por ende el de nuestro monarca y nuestra Patria, con alianzas contra natura, y usurpar su papel predominante en todo el continente. Por supuesto, para cualquier buen cristiano y persona de bien, esta es una actitud aborrecible, y que merece ser combatida con todas nuestras fuerzas, si ya de por si la lucha contra los herejes no fuera suficiente acicate.
Por estas tierras, y a pesar de las habituales refriegas contra los herejes, lo más destacado seguía siendo nuestra gloriosa victoria en Honnecourt del pasado año, donde bajo el mando de De Melo, pero guiados por la inspiración y el buen hacer del Barón de Beck, conseguimos aplastar a los gabachos, y donde, aunque esté mal decirlo, su hijo tuvo una destacada participación.
Algunos acontecimientos de nuestra querida España eran conocidos por aquí, aunque no con demasiado detalle, y parece que las cosas por no marchaban del todo bien. Se oía hablar de las sublevaciones en Portugal o Cataluña, que todavía siguen sin encontrar solución desde que se produjeran hace unos años. También del destierro del Conde-Duque de Olivares, pero sin saber más detalles al respecto, aunque al menos nos quedaba el consuelo de la muerte el año pasado del perverso Cardenal Richelieu que urdía contra nosotros toda maldad de la que era capaz, día sí, día también. Según se comentaba, esta incursión en Francia desde Flandes por nuestras fuerzas, como la del año pasado, fue respuesta acorde a la presión francesa en Cataluña, aprovechando la traición de esta a nuestra Corona y habiéndose arrodillado y entregado esas tierras al Rey francés.
Regresando de nuevo a mis andanzas por Flandes, y tras mis aventuras ya explicadas en la anterior carta, tan solo debo añadir antes de llegar al relato de la batalla de Rocroi, que me hube de batir en singular duelo con un caballero italiano, de infame recuerdo y del que no he de repetir aquí su nombre, por haber ofendido mi honor y el de nuestra familia, pero que también me ahorrare el explicarle más para no hacerle mala sangre. Fue al amanecer de una lluviosa mañana de abril, en medio del campo y en un pequeño bosquecillo ajeno a las miradas. Acudí acompañado de mi buen amigo, el zamorano Nuño Rodríguez de Rivera, que actuó de testigo. Tras descender de nuestras monturas nos encontramos con los italianos que allí nos esperaban. Acordamos que sería a primera sangre, ya que si bien los duelos son tolerados por nuestros comandantes, no siendo legales y habiendo tanta falta de soldados en el ejército de Flandes, no es visto con buenos ojos por nuestros superiores los duelos a muerte. Aclarado todo, comenzamos con nuestros menesteres. Tras unos lances de tanteo, pude comprobar que el italiano era más fuerte y mejor con la espada que yo, pero yo era más ágil, rápido y listo. Así, tras unos torpes movimientos por mi parte, intencionados naturalmente, aquel arrogante y bravucón napolitano se las prometía muy felices y arremetió con todo para terminar pronto aquello, pensando que yo era presa fácil. Pero más pronto que tarde se dio cuenta de su error, cuando tras una hábil finta y una rápida estocada por mi parte, se encontró con un corte a la altura de su costado izquierdo que comenzó a sangrar profusamente. La incredulidad y la impotencia del italiano se plasmó en su rostro, mas en presencia de testigos y como caballero que debía aceptar las reglas de los duelos, no pudo sino apretar los dientes y aceptar el resultado, quedando así restaurado mi honor y el de nuestra familia. Pese a lo notorio de la herida, se hallaba el italiano fuera de peligro, y a pesar de que nuestro duelo trascendió entre algunos caballeros, no hubo represalias contra mi persona y fui renombrado por haber vencido a un oponente tan grande como habilidoso con la espada.
Tras aquel lance, la vida transcurría con la habitual normalidad en el ejército de Flandes y hallábame en los primeros días del mes de mayo en la ciudad de Abina, o Avenes como dicen por aquí, en el condado de Hainaut, fronterizo con el Reino de Francia, cuando fuimos mandados llamar, junto al resto de la tropa allí presente, por Don Francisco de Melo, que como usted ya sabe es el actual Gobernador y Capitán General de Flandes, gentilhombre bien relacionado en la corte y protegido del Conde Duque de Olivares según se comentaba. Era de clara predisposición para la diplomacia y la política el portugués, más no así para la guerra u otros menesteres castrenses, como hemos tenido la desgracia de comprobar en nuestras carnes, pese a la victoria del pasado año bajo su mando en Honnecourt.
Marchamos guiados por nuestro comandante, Don Francisco Fernández de la Cueva, Octavo Duque de Alburquerque y General de la caballería ligera. Hombre valeroso y hecho a sí mismo, que pese a su noble ascendencia, ha participado en todos los menesteres de un hombre de armas, habiendo comenzado su carrera militar como simple “pica seca” en el sitio de Fuenterrabía, y que ha llegado a alcanzar el grado de Maestre de Campo y liderar a uno de los gloriosos Tercios de infantería, tan temidos como respetados en todo el mundo, para en la actualidad ser General de caballería como ya le he anticipado. Persona bien dotada para los asuntos castrenses, es así mismo un gran General a la vez que persona sencilla, que habla y se preocupa tanto de los grandes señores que lo rodean, como de los simples soldados de su antiguo Tercio con los que mantiene charlas sobre todo tipo de temas, y a los que procura que tengan las mejores condiciones de vida en esta tierra tan hostil para los españoles. Sus detractores dicen de él que no era el mejor hombre para comandar la caballería, pero yo que estuve bajo su mando en la batalla, le puedo asegurar que se portó como se esperaba de un gran comandante.
Como ya le he contado en anteriores ocasiones, pero no está de más recordarlo, este su fiel hijo, sirve en uno de los escuadrones de la caballería ligera de caballos coraza o simplemente corazas, término que se usa para nombrar a los jinetes equipados con somera armadura en pecho y cabeza, armados con espada, martillo o hacha de guerra y una, dos o hasta tres pistolas, y montados en corceles sin armadura alguna. Vamos al combate encuadrados en compañías que a la vez se articulan en escuadrones mayores. Las misiones son las típicas del arma, a saber, el reconocimiento, la protección de las fuerzas durante la marcha, el hostigamiento y persecución del enemigo en retirada, y la más dura y peligrosa de ellas, el ataque contra la caballería y la infantería enemiga en el fragor de la batalla.
Pues bien, buena parte de la caballería de la armada de Flandes presente aquellos días era de origen germano, de Alsacia, al mando del Conde de Isenburg, mientras que el resto, y en la que servía su hijo, era la caballería regular del Rey, también conocida como caballería de Flandes, formada por una mezcla de valones, flamencos, italianos y unos pocos españoles. La mayoría de estos últimos éramos hidalgos de amplias zonas de Castilla, pero también algún aragonés y andaluz, acompañados de grandes señores que comandaban las compañías y escuadrones, o los tenientes generales del Duque de Alburquerque, Don Juan Pérez de Vivero y Menchaca, caballero de Alcántara y hermano del Conde de Fuensaldaña, y Don Pedro de Villamor y López Zatón, caballero de la orden de Santiago, y burgalés ilustre.
Nos acompañaba un tren de artillería con dos docenas de cañones de batalla, que no de sitio, comandadas por el hermano del Capitán General. Formando el grueso de la armada se encontraban los tercios de infantería entre los que destacaban los cinco españoles, y el resto de italianos, valones, alemanes y uno borgoñón. Nuestros compatriotas formaban el núcleo principal y sin duda eran los mejores de todos ellos. Eran dignos de verse, parecía que sus ropas estuvieran muy desgastadas y muchos de ellos lucían desaliñados, mas sus picas, arcabuces y mosquetes relucían como si acabarán de salir de las armerías. Eran gente orgullosa y altiva, tenían la honra y el honor por divisa y no aceptaban ofensas de nadie sin salir a degüello contra el ofensor, por lo que poca broma con esa gente. Yo los conocía más o menos bien por haber acompañado a Don Francisco Fernández de la Cueva en sus repetidas visitas a su antiguo Tercio, comandado interinamente como gobernador del Tercio por el Sargento Mayor, Don Juan Pérez de Peralta. Eran gente dura, veteranos de muchos años de vida y servicio la mayoría de ellos, pendencieros, bebedores y arrogantes algunas veces, serios, piadosos y compasivos en otras. Siempre que no estaban en la batalla se les veía con perros flacos, mujeres públicas y privadas, y rodeados de una prole de mozalbetes y zagales que eran casi siempre bastardos de relaciones pecaminosas con las mujeres del lugar. Algunos de estos chiquillos hacían de mochileros para sus padres u otros soldados, e incluso algunos habían logrado llegar a ser pífanos o tambores en algunos Tercios. En definitiva, gente muy dura y de muchos reaños como luego se demostraría en la batalla.
Pues como le venía contando antes de este inciso para explicarle como eran nuestras fuerzas, avanzábamos por el sur de Flandes hasta reunirnos con el resto de la armada en la frontera con el reino de Francia, para virar hacia el sur y llegar a primeras horas del día 12 de mayo a las afueras de la ciudad fortificada de Rocroi, al norte de Francia. Era esta plaza clave para abrir el camino hacia el sur con París como objetivo final, según se decía. Nuestra llegada a la ciudad fue una sorpresa para los habitantes de la misma, más los espías franceses nos seguían de cerca y ya habían alertado de nuestra presencia en los alrededores al Duque de Anguien, al mando de las tropas franceses y rival en la batalla que había de producirse, el cual ordenó avanzar a su ejército para hacernos frente y levantar el sitio al que habíamos sometido a Rocroi desde nuestra llegada.
Plantamos nuestras banderas alrededor de la ciudad y comenzamos a realizar las labores propias de un sitio, como cavar trincheras o cegar el foso que rodeaba las murallas. Mas no todo marchaba como debiera, ya que hubo un intento por parte de la avanzadilla enemiga de socorrer la ciudad que consiguió su objetivo y logró introducir un pequeño número de soldados en la plaza. También había escasez de vituallas por no tener la armada los suficientes carros del Rey que según decía el gobernador había mandado llamar desde Bruselas, pero que no habían llegado todavía, como tampoco había llegado la artillería gruesa necesaria para someter la plaza, mientras que la de la ciudad disparaba a placer ya que sabía que no podíamos ofenderlos de la misma forma, y nos produjo innecesarias bajas. Veía yo a Don Francisco Fernández de la Cueva, nuestro comandante directo, muy enojado esos días, pero no con la tropa como era habitual entre los de su posición y responsabilidad, si no con otros altos mandos de la armada, principalmente con el Conde de Fontana, del que tenía muy mala opinión y, que según él, no era persona digna ni preparada de dirigir la infantería ni nada que no fuera su propia hacienda.
Así andaba el de Alburquerque de mal humor esos días viendo cómo eran conducidas las operaciones por los mandos de la armada imperial, cuando nuevos hechos vinieron a emporar su humor. Andaba yo de patrulla con un puñado de caballeros al oeste del campamento a mediodía del lunes dieciocho de mayo, cuando puedo decir sin miedo a errar, que fui el primero en avistar al enemigo, que en gran número avanzaba hacia nosotros como una legua más allá. Tras evaluar la composición y fuerza del enemigo, que era esa otra de mis tareas para la que había sido preparado, y dejando a un subalterno al mando para que siguieran vigilando a los franceses, regresé a toda velocidad al campamento. Allí, tras consultar con un criado del Duque de Alburquerque, lo localice en su tienda tras una copa de buen vino borgoñés, debatiendo algo con sus tenientes generales de caballería. Di yo las nuevas a tan ilustres caballeros, para acto seguido, agarrarme Don Francisco Fernández de la Cueva por el brazo y llevarme ante la presencia del Capitán General y del Conde de Fontana para explicarle lo que había descubierto, no sin antes haber ordenado sacar la caballería a la plaza de armas del campamento. Se mostró pensativo De Melo, pero no se le veía preocupado en exceso, y dejó hacer al de Fontana que como Maestre de campo general le tocaba poner en batalla el ejército.
Hubo disputas con el Conde posteriormente, que como ya le he adelantado pusieron muy furioso a nuestro comandante. Quería este avanzar con la caballería para embestir al enemigo por un paso angosto de obligado tránsito, que con seguridad obligaría a los franceses a volver por donde habían venido, pero aquello no fue autorizado por el Maestre de campo. Otro hecho notorio para que vea como se fraguaba la batalla, fue cuando nuestro Duque le recomendó al de Fontana que ocupáramos una pequeña colina desde la que si el enemigo la ganaba, podíamos estar a merced de sus cañones, más este no dio su permiso. Así que por la tarde, cuando el enemigo finalmente avanzaba sobre dicha colina, nos mandaron actuar, pero no llegamos a chocar, al dar el enemigo la espalda y recular ante nuestra presencia, pese a que el de Alburquerque bramaba por perseguirlos y embestir a los franceses. Las razones que le fueron dadas por el Capitán General, era que esperaba a que llegase el Barón de Beck con más gente y que estaba a tan solo tres leguas de allí, y que ninguna batalla se había perdido por esperar. Quizás De Melo no tenía intención de presentar batalla hasta la llegada de Beck, que era quien el año anterior le había conducido a la victoria en Honnecourt.
Todo esto exasperaba al de Alburquerque, y con especial inquina cargaba contra el Conde de Fontana, del que quizás deba hacer algún comentario para que conozca a tan destacado personaje. Era uno de los miembros de la Junta de gobierno de los Países Bajos y un buen administrador, pero de escasa experiencia en batallas campales, por lo que quizás Don Francisco Fernández de la Cueva no lo tenía en buena estima, y las ordenes que diera antes de la batalla, no haría sino acentuar esa percepción. Era ya un anciano el Conde de Fontana que tenía aquellos días unos sesenta y seis o sesenta y siete años, y peinaba canas desde hacía mucho. Aquejado además como estaba de un gran dolor producido por la gota, que le hacía moverse en una silla de mano durante la batalla, era difícil que con aquellos impedimentos propios de la edad y su falta de experiencia en comandar grandes batallas, pudiera esperarse nada bueno.
Conforme avanzaba la tarde, se desplazó el ejército hacia dónde venía el enemigo, quedando ambas fuerzas al suroeste de la plaza de Rocroi. Los nuestros estaban dispuestos con la infantería en el centro, la artillería delante de ella y la caballería en ambos cuernos de la formación. Los cinco tercios españoles formaban la primera línea, tras ellos los tercios italianos y uno borgoñón, y en las últimas filas, los valones y alemanes. La caballería de Alsacia de Isenburg y alguna del Rey, comandada por el propio De Melo, formaba el cuerno derecho, mientras que nosotros, con la caballería de Flandes bajo el mando del Duque de Alburquerque, estábamos en el cuerno izquierdo.
Después de aquellas maniobras, quedó el ejército imperial dispuesto para la batalla, y aunque no soy un gran conocedor de cómo ha de actuarse en estos casos, parecía evidente para todos que no era una disposición ni lógica, ni acorde con nuestra tradición. Los tercios estaban mal colocados con poca compactación, no había casi reserva alguna, y lo peor de todo, y que fue objeto de otra discusión entre nuestro comandante y Don Francisco De Melo, era el no apoyar nuestro cuerno izquierdo en el bosque que allí había para impedir al enemigo que nos pudieran ganar la espalada. Más, tras una acalorada discusión y la promesa del Capitán General de transferirle al de Alburquerque mil jinetes más, que todo ha de decirse, nunca llegaron, el flanco de nuestro ejército quedaba totalmente desguarnecido.
Conforme se acercaba la noche, y ya con los dos ejércitos frente a frente, nuestro comandante pidió al Conde de Fontana que enviara batallones de infantería, o al menos mangas sueltas de mosquetería para actuar junto a nosotros, más este no accedió y tan solo envió unos centenares de hombres a un bosquecillo que quedaba en tierra de nadie entre ambas fuerzas y cuya participación no deparaba gran cosa para nadie, excepto a la vista del Maestre de Campo, y que colocaba a aquellos mosqueteros en gran riesgo de quedar aislados y desbordados.
Por el contrario, el ejército francés que se hallaba frente a nosotros estaba en una disposición similar, pero mejor armado, con sus flancos bien apoyados y más seguros, una formación más compacta, una poderosa reserva y batallones de infantería mezclados con su caballería en ambos cuernos. También su comandante contrastaba con el nuestro, ya que si el Conde de Fontana era un anciano achacoso, el Duque de Anguien apenas contaba con poco más de veinte años, y que aunque tenía la imprudencia y la falta de experiencia propia de su edad, también contaba con el coraje, empuje y arrojo de la juventud.
Hubo aquella tarde algún intento francés de socorrer la plaza de Rocroi, que fue rápidamente abortada por nuestras fuerzas, pero habiendo quedado dispuestos los dos ejércitos para la batalla y con la oscuridad avanzando a medida que llegaba la noche, solo quedaba esperar, realizar correcciones menores, y arengar a la tropa. Uno de los Tenientes generales de Duque de Alburquerque, Don Pedro de Villamayor se acercó a mí en esos momentos y me dijo, “Don Alonso García de Villariezo, paisano y noble hidalgo donde los haya. Hoy tendremos batalla y espero lo mejor de todos y cada uno de mis caballeros. Sé que usted se comportará como corresponde a un caballero español, mas somos pocos los del buen Rey Felipe, y la mayoría de estos valones, flamencos e italianos no me inspiran demasiada confianza, así que debemos esforzarnos como si cada uno de nosotros fuéramos tres hombres para igualar a la caballería enemiga” Yo, impresionado por el honor que de aquellas palabras se desprendían hacia mi persona, no supe que decir a parte de asentir con la cabeza, y fue mi amigo Don Nuño Rodríguez, que nunca estaba lejos de mí, el que habiendo oído a Don Pedro dijo “No pierda usted cuidado, mi señor, que por nosotros no ha de faltar esfuerzo y sacrificio en la batalla. Y si hemos de espolear a alguno de los caballeros que no son españoles, tenga por seguro que lo haremos”. Los tres inclinamos la cabeza a modo de despedida y Don Pedro siguió con su ronda para arengar al resto de caballeros. Don Nuño y yo nos miramos durante un rato, y luego fuimos a conversar con los demás caballeros españoles sobre las palabras de don Pedro.
Pasaba la noche, y la escena era digna de verse. Se la describo para que entre usted en ambiente y tenga una mejor composición de la batalla que había de venir. Ambos ejércitos distaban entre quinientas y mil yardas, dispuestos al suroeste de la ciudad de Rocroi sobre un terreno llano de forma rectangular y vistoso color verde que acogía una ligera bruma, rodeados por varios bosques al sur y al oeste principalmente, y alguna zona encharcada al norte. La noche era clara y húmeda. La luna brillaba sobre nosotros, lo que nos permitía movernos con cierta cautela, y la luz de las antorchas y el sigiloso murmullo de la tropa se sumaban a aquel fantasmal panorama, con algún grito o insulto ocasional lanzado contra las filas enemigas. Los relinchos de los caballos, el roce de las armaduras y el correr de algunos artilleros llevando cosas de un lado a otro completaban aquella escena, entre bucólica y expectante para quienes aquella noche estuvimos allí.
Vinieron a informarnos que el Conde de Isenburg estaba desplegado junto a algunos de sus jinetes, cerca de Rocroi para impedir que las tropas francesas de la ciudad pudieran auxiliar a sus compatriotas durante la batalla, y que el propio Francisco de Melo comandaba el resto de la caballería del cuerno derecho de nuestro ejército, lo que le imposibilitaba poder ejercer el control efectivo sobre el resto de la tropa. Hubo de darse cuenta el portugués que aquello no era correcto y reclamó de nuevo la presencia del Conde al frente de su caballería. Y en aquellas estábamos, debiendo ser cerca de las cuatro de la madrugada, cuando se escucharon los primeros indicios de actividad desde el campo enemigo.
(continua...)
Amado y Reverenciado Padre, espero que al recibo de la presente se encuentre usted bien de salud. Le envío muchos recuerdos a toda la familia, y a mi señora madre dígale por favor que siempre la tengo presente en mis oraciones. Dele también muchos besos a mis hermanas pequeñas, que seguro siguen tan guapas como siempre. Sepa que no hay día que no piense en toda mi familia, en nuestra acogedora casa, en los hermosos parajes de nuestra villa o en los paseos por Burgos, a la vera del rio Arlanzón, donde la mirada se pierde entre las torres de nuestra hermosísima catedral de Santa María.
Le pido disculpas por haber tardado tanto en comunicarme desde mi última misiva en el mes de febrero, y no haber podido remitirle con mayor presteza nuevas de este su hijo, evitándole el sufrimiento por la incertidumbre de la suerte que hubiese podido correr en los últimos meses, mas érame imposible por haber sufrido serios contratiempos en la batalla que tuvo lugar hace dos meses en el norte de Francia, junto a la plaza francesa de Rocroi.
Me encuentro actualmente bajo techo en la ciudad de Mons, bien cuidado y atendido por una familia lugareña que se desvive por mí, y sin querer parecer desagradecido, posiblemente por los ducados que les he prometido. Así que heme aquí en la, incluso en verano, fría y húmeda Flandes, postrado en cama por heridas recibidas en combate, pero ya con el suficiente ánimo para poder escribirle estas líneas y decirle que cada vez me encuentro mejor, con más fuerzas y que pronto espero retomar mis obligaciones castrenses y reincorporarme a mi compañía. Aprovecharé también para narrarle lo acontecido en tan importante batalla, ya que soy conocedor de sus gustos por los hechos acaecidos en Flandes en general y de las andanzas de su hijo por estas tierras en particular.
Antes de contarle más, quizás debiera explicarle algunas cosas, por si no ha tenido conocimiento de algunas de las nuevas que nos llegan por estos lares. Por supuesto es usted conocedor desde hace mucho de la terrible guerra que se abate sobre el continente desde hace ya muchos años. Los herejes de las Provincias Unidas y sus aliados protestantes, como los suecos, o incluso los franceses, traidores a la fe verdadera, nos han llevado a una lucha cruel por toda Europa contra los verdaderos creyentes, que tienen en el imperio Español y el Sacro Imperio Romano Germánico sus principales valedores, con su majestad, nuestro Rey Don Felipe IV a la cabeza. En estos últimos años los gabachos del Rey Luis XIII, fallecido pocos días antes de la batalla, y ahora del Rey Luis XIV, han tratado de minar el poder e influencia de los Habsburgos y por ende el de nuestro monarca y nuestra Patria, con alianzas contra natura, y usurpar su papel predominante en todo el continente. Por supuesto, para cualquier buen cristiano y persona de bien, esta es una actitud aborrecible, y que merece ser combatida con todas nuestras fuerzas, si ya de por si la lucha contra los herejes no fuera suficiente acicate.
Por estas tierras, y a pesar de las habituales refriegas contra los herejes, lo más destacado seguía siendo nuestra gloriosa victoria en Honnecourt del pasado año, donde bajo el mando de De Melo, pero guiados por la inspiración y el buen hacer del Barón de Beck, conseguimos aplastar a los gabachos, y donde, aunque esté mal decirlo, su hijo tuvo una destacada participación.
Algunos acontecimientos de nuestra querida España eran conocidos por aquí, aunque no con demasiado detalle, y parece que las cosas por no marchaban del todo bien. Se oía hablar de las sublevaciones en Portugal o Cataluña, que todavía siguen sin encontrar solución desde que se produjeran hace unos años. También del destierro del Conde-Duque de Olivares, pero sin saber más detalles al respecto, aunque al menos nos quedaba el consuelo de la muerte el año pasado del perverso Cardenal Richelieu que urdía contra nosotros toda maldad de la que era capaz, día sí, día también. Según se comentaba, esta incursión en Francia desde Flandes por nuestras fuerzas, como la del año pasado, fue respuesta acorde a la presión francesa en Cataluña, aprovechando la traición de esta a nuestra Corona y habiéndose arrodillado y entregado esas tierras al Rey francés.
Regresando de nuevo a mis andanzas por Flandes, y tras mis aventuras ya explicadas en la anterior carta, tan solo debo añadir antes de llegar al relato de la batalla de Rocroi, que me hube de batir en singular duelo con un caballero italiano, de infame recuerdo y del que no he de repetir aquí su nombre, por haber ofendido mi honor y el de nuestra familia, pero que también me ahorrare el explicarle más para no hacerle mala sangre. Fue al amanecer de una lluviosa mañana de abril, en medio del campo y en un pequeño bosquecillo ajeno a las miradas. Acudí acompañado de mi buen amigo, el zamorano Nuño Rodríguez de Rivera, que actuó de testigo. Tras descender de nuestras monturas nos encontramos con los italianos que allí nos esperaban. Acordamos que sería a primera sangre, ya que si bien los duelos son tolerados por nuestros comandantes, no siendo legales y habiendo tanta falta de soldados en el ejército de Flandes, no es visto con buenos ojos por nuestros superiores los duelos a muerte. Aclarado todo, comenzamos con nuestros menesteres. Tras unos lances de tanteo, pude comprobar que el italiano era más fuerte y mejor con la espada que yo, pero yo era más ágil, rápido y listo. Así, tras unos torpes movimientos por mi parte, intencionados naturalmente, aquel arrogante y bravucón napolitano se las prometía muy felices y arremetió con todo para terminar pronto aquello, pensando que yo era presa fácil. Pero más pronto que tarde se dio cuenta de su error, cuando tras una hábil finta y una rápida estocada por mi parte, se encontró con un corte a la altura de su costado izquierdo que comenzó a sangrar profusamente. La incredulidad y la impotencia del italiano se plasmó en su rostro, mas en presencia de testigos y como caballero que debía aceptar las reglas de los duelos, no pudo sino apretar los dientes y aceptar el resultado, quedando así restaurado mi honor y el de nuestra familia. Pese a lo notorio de la herida, se hallaba el italiano fuera de peligro, y a pesar de que nuestro duelo trascendió entre algunos caballeros, no hubo represalias contra mi persona y fui renombrado por haber vencido a un oponente tan grande como habilidoso con la espada.
Tras aquel lance, la vida transcurría con la habitual normalidad en el ejército de Flandes y hallábame en los primeros días del mes de mayo en la ciudad de Abina, o Avenes como dicen por aquí, en el condado de Hainaut, fronterizo con el Reino de Francia, cuando fuimos mandados llamar, junto al resto de la tropa allí presente, por Don Francisco de Melo, que como usted ya sabe es el actual Gobernador y Capitán General de Flandes, gentilhombre bien relacionado en la corte y protegido del Conde Duque de Olivares según se comentaba. Era de clara predisposición para la diplomacia y la política el portugués, más no así para la guerra u otros menesteres castrenses, como hemos tenido la desgracia de comprobar en nuestras carnes, pese a la victoria del pasado año bajo su mando en Honnecourt.
Marchamos guiados por nuestro comandante, Don Francisco Fernández de la Cueva, Octavo Duque de Alburquerque y General de la caballería ligera. Hombre valeroso y hecho a sí mismo, que pese a su noble ascendencia, ha participado en todos los menesteres de un hombre de armas, habiendo comenzado su carrera militar como simple “pica seca” en el sitio de Fuenterrabía, y que ha llegado a alcanzar el grado de Maestre de Campo y liderar a uno de los gloriosos Tercios de infantería, tan temidos como respetados en todo el mundo, para en la actualidad ser General de caballería como ya le he anticipado. Persona bien dotada para los asuntos castrenses, es así mismo un gran General a la vez que persona sencilla, que habla y se preocupa tanto de los grandes señores que lo rodean, como de los simples soldados de su antiguo Tercio con los que mantiene charlas sobre todo tipo de temas, y a los que procura que tengan las mejores condiciones de vida en esta tierra tan hostil para los españoles. Sus detractores dicen de él que no era el mejor hombre para comandar la caballería, pero yo que estuve bajo su mando en la batalla, le puedo asegurar que se portó como se esperaba de un gran comandante.
Como ya le he contado en anteriores ocasiones, pero no está de más recordarlo, este su fiel hijo, sirve en uno de los escuadrones de la caballería ligera de caballos coraza o simplemente corazas, término que se usa para nombrar a los jinetes equipados con somera armadura en pecho y cabeza, armados con espada, martillo o hacha de guerra y una, dos o hasta tres pistolas, y montados en corceles sin armadura alguna. Vamos al combate encuadrados en compañías que a la vez se articulan en escuadrones mayores. Las misiones son las típicas del arma, a saber, el reconocimiento, la protección de las fuerzas durante la marcha, el hostigamiento y persecución del enemigo en retirada, y la más dura y peligrosa de ellas, el ataque contra la caballería y la infantería enemiga en el fragor de la batalla.
Pues bien, buena parte de la caballería de la armada de Flandes presente aquellos días era de origen germano, de Alsacia, al mando del Conde de Isenburg, mientras que el resto, y en la que servía su hijo, era la caballería regular del Rey, también conocida como caballería de Flandes, formada por una mezcla de valones, flamencos, italianos y unos pocos españoles. La mayoría de estos últimos éramos hidalgos de amplias zonas de Castilla, pero también algún aragonés y andaluz, acompañados de grandes señores que comandaban las compañías y escuadrones, o los tenientes generales del Duque de Alburquerque, Don Juan Pérez de Vivero y Menchaca, caballero de Alcántara y hermano del Conde de Fuensaldaña, y Don Pedro de Villamor y López Zatón, caballero de la orden de Santiago, y burgalés ilustre.
Nos acompañaba un tren de artillería con dos docenas de cañones de batalla, que no de sitio, comandadas por el hermano del Capitán General. Formando el grueso de la armada se encontraban los tercios de infantería entre los que destacaban los cinco españoles, y el resto de italianos, valones, alemanes y uno borgoñón. Nuestros compatriotas formaban el núcleo principal y sin duda eran los mejores de todos ellos. Eran dignos de verse, parecía que sus ropas estuvieran muy desgastadas y muchos de ellos lucían desaliñados, mas sus picas, arcabuces y mosquetes relucían como si acabarán de salir de las armerías. Eran gente orgullosa y altiva, tenían la honra y el honor por divisa y no aceptaban ofensas de nadie sin salir a degüello contra el ofensor, por lo que poca broma con esa gente. Yo los conocía más o menos bien por haber acompañado a Don Francisco Fernández de la Cueva en sus repetidas visitas a su antiguo Tercio, comandado interinamente como gobernador del Tercio por el Sargento Mayor, Don Juan Pérez de Peralta. Eran gente dura, veteranos de muchos años de vida y servicio la mayoría de ellos, pendencieros, bebedores y arrogantes algunas veces, serios, piadosos y compasivos en otras. Siempre que no estaban en la batalla se les veía con perros flacos, mujeres públicas y privadas, y rodeados de una prole de mozalbetes y zagales que eran casi siempre bastardos de relaciones pecaminosas con las mujeres del lugar. Algunos de estos chiquillos hacían de mochileros para sus padres u otros soldados, e incluso algunos habían logrado llegar a ser pífanos o tambores en algunos Tercios. En definitiva, gente muy dura y de muchos reaños como luego se demostraría en la batalla.
Pues como le venía contando antes de este inciso para explicarle como eran nuestras fuerzas, avanzábamos por el sur de Flandes hasta reunirnos con el resto de la armada en la frontera con el reino de Francia, para virar hacia el sur y llegar a primeras horas del día 12 de mayo a las afueras de la ciudad fortificada de Rocroi, al norte de Francia. Era esta plaza clave para abrir el camino hacia el sur con París como objetivo final, según se decía. Nuestra llegada a la ciudad fue una sorpresa para los habitantes de la misma, más los espías franceses nos seguían de cerca y ya habían alertado de nuestra presencia en los alrededores al Duque de Anguien, al mando de las tropas franceses y rival en la batalla que había de producirse, el cual ordenó avanzar a su ejército para hacernos frente y levantar el sitio al que habíamos sometido a Rocroi desde nuestra llegada.
Plantamos nuestras banderas alrededor de la ciudad y comenzamos a realizar las labores propias de un sitio, como cavar trincheras o cegar el foso que rodeaba las murallas. Mas no todo marchaba como debiera, ya que hubo un intento por parte de la avanzadilla enemiga de socorrer la ciudad que consiguió su objetivo y logró introducir un pequeño número de soldados en la plaza. También había escasez de vituallas por no tener la armada los suficientes carros del Rey que según decía el gobernador había mandado llamar desde Bruselas, pero que no habían llegado todavía, como tampoco había llegado la artillería gruesa necesaria para someter la plaza, mientras que la de la ciudad disparaba a placer ya que sabía que no podíamos ofenderlos de la misma forma, y nos produjo innecesarias bajas. Veía yo a Don Francisco Fernández de la Cueva, nuestro comandante directo, muy enojado esos días, pero no con la tropa como era habitual entre los de su posición y responsabilidad, si no con otros altos mandos de la armada, principalmente con el Conde de Fontana, del que tenía muy mala opinión y, que según él, no era persona digna ni preparada de dirigir la infantería ni nada que no fuera su propia hacienda.
Así andaba el de Alburquerque de mal humor esos días viendo cómo eran conducidas las operaciones por los mandos de la armada imperial, cuando nuevos hechos vinieron a emporar su humor. Andaba yo de patrulla con un puñado de caballeros al oeste del campamento a mediodía del lunes dieciocho de mayo, cuando puedo decir sin miedo a errar, que fui el primero en avistar al enemigo, que en gran número avanzaba hacia nosotros como una legua más allá. Tras evaluar la composición y fuerza del enemigo, que era esa otra de mis tareas para la que había sido preparado, y dejando a un subalterno al mando para que siguieran vigilando a los franceses, regresé a toda velocidad al campamento. Allí, tras consultar con un criado del Duque de Alburquerque, lo localice en su tienda tras una copa de buen vino borgoñés, debatiendo algo con sus tenientes generales de caballería. Di yo las nuevas a tan ilustres caballeros, para acto seguido, agarrarme Don Francisco Fernández de la Cueva por el brazo y llevarme ante la presencia del Capitán General y del Conde de Fontana para explicarle lo que había descubierto, no sin antes haber ordenado sacar la caballería a la plaza de armas del campamento. Se mostró pensativo De Melo, pero no se le veía preocupado en exceso, y dejó hacer al de Fontana que como Maestre de campo general le tocaba poner en batalla el ejército.
Hubo disputas con el Conde posteriormente, que como ya le he adelantado pusieron muy furioso a nuestro comandante. Quería este avanzar con la caballería para embestir al enemigo por un paso angosto de obligado tránsito, que con seguridad obligaría a los franceses a volver por donde habían venido, pero aquello no fue autorizado por el Maestre de campo. Otro hecho notorio para que vea como se fraguaba la batalla, fue cuando nuestro Duque le recomendó al de Fontana que ocupáramos una pequeña colina desde la que si el enemigo la ganaba, podíamos estar a merced de sus cañones, más este no dio su permiso. Así que por la tarde, cuando el enemigo finalmente avanzaba sobre dicha colina, nos mandaron actuar, pero no llegamos a chocar, al dar el enemigo la espalda y recular ante nuestra presencia, pese a que el de Alburquerque bramaba por perseguirlos y embestir a los franceses. Las razones que le fueron dadas por el Capitán General, era que esperaba a que llegase el Barón de Beck con más gente y que estaba a tan solo tres leguas de allí, y que ninguna batalla se había perdido por esperar. Quizás De Melo no tenía intención de presentar batalla hasta la llegada de Beck, que era quien el año anterior le había conducido a la victoria en Honnecourt.
Todo esto exasperaba al de Alburquerque, y con especial inquina cargaba contra el Conde de Fontana, del que quizás deba hacer algún comentario para que conozca a tan destacado personaje. Era uno de los miembros de la Junta de gobierno de los Países Bajos y un buen administrador, pero de escasa experiencia en batallas campales, por lo que quizás Don Francisco Fernández de la Cueva no lo tenía en buena estima, y las ordenes que diera antes de la batalla, no haría sino acentuar esa percepción. Era ya un anciano el Conde de Fontana que tenía aquellos días unos sesenta y seis o sesenta y siete años, y peinaba canas desde hacía mucho. Aquejado además como estaba de un gran dolor producido por la gota, que le hacía moverse en una silla de mano durante la batalla, era difícil que con aquellos impedimentos propios de la edad y su falta de experiencia en comandar grandes batallas, pudiera esperarse nada bueno.
Conforme avanzaba la tarde, se desplazó el ejército hacia dónde venía el enemigo, quedando ambas fuerzas al suroeste de la plaza de Rocroi. Los nuestros estaban dispuestos con la infantería en el centro, la artillería delante de ella y la caballería en ambos cuernos de la formación. Los cinco tercios españoles formaban la primera línea, tras ellos los tercios italianos y uno borgoñón, y en las últimas filas, los valones y alemanes. La caballería de Alsacia de Isenburg y alguna del Rey, comandada por el propio De Melo, formaba el cuerno derecho, mientras que nosotros, con la caballería de Flandes bajo el mando del Duque de Alburquerque, estábamos en el cuerno izquierdo.
Después de aquellas maniobras, quedó el ejército imperial dispuesto para la batalla, y aunque no soy un gran conocedor de cómo ha de actuarse en estos casos, parecía evidente para todos que no era una disposición ni lógica, ni acorde con nuestra tradición. Los tercios estaban mal colocados con poca compactación, no había casi reserva alguna, y lo peor de todo, y que fue objeto de otra discusión entre nuestro comandante y Don Francisco De Melo, era el no apoyar nuestro cuerno izquierdo en el bosque que allí había para impedir al enemigo que nos pudieran ganar la espalada. Más, tras una acalorada discusión y la promesa del Capitán General de transferirle al de Alburquerque mil jinetes más, que todo ha de decirse, nunca llegaron, el flanco de nuestro ejército quedaba totalmente desguarnecido.
Conforme se acercaba la noche, y ya con los dos ejércitos frente a frente, nuestro comandante pidió al Conde de Fontana que enviara batallones de infantería, o al menos mangas sueltas de mosquetería para actuar junto a nosotros, más este no accedió y tan solo envió unos centenares de hombres a un bosquecillo que quedaba en tierra de nadie entre ambas fuerzas y cuya participación no deparaba gran cosa para nadie, excepto a la vista del Maestre de Campo, y que colocaba a aquellos mosqueteros en gran riesgo de quedar aislados y desbordados.
Por el contrario, el ejército francés que se hallaba frente a nosotros estaba en una disposición similar, pero mejor armado, con sus flancos bien apoyados y más seguros, una formación más compacta, una poderosa reserva y batallones de infantería mezclados con su caballería en ambos cuernos. También su comandante contrastaba con el nuestro, ya que si el Conde de Fontana era un anciano achacoso, el Duque de Anguien apenas contaba con poco más de veinte años, y que aunque tenía la imprudencia y la falta de experiencia propia de su edad, también contaba con el coraje, empuje y arrojo de la juventud.
Hubo aquella tarde algún intento francés de socorrer la plaza de Rocroi, que fue rápidamente abortada por nuestras fuerzas, pero habiendo quedado dispuestos los dos ejércitos para la batalla y con la oscuridad avanzando a medida que llegaba la noche, solo quedaba esperar, realizar correcciones menores, y arengar a la tropa. Uno de los Tenientes generales de Duque de Alburquerque, Don Pedro de Villamayor se acercó a mí en esos momentos y me dijo, “Don Alonso García de Villariezo, paisano y noble hidalgo donde los haya. Hoy tendremos batalla y espero lo mejor de todos y cada uno de mis caballeros. Sé que usted se comportará como corresponde a un caballero español, mas somos pocos los del buen Rey Felipe, y la mayoría de estos valones, flamencos e italianos no me inspiran demasiada confianza, así que debemos esforzarnos como si cada uno de nosotros fuéramos tres hombres para igualar a la caballería enemiga” Yo, impresionado por el honor que de aquellas palabras se desprendían hacia mi persona, no supe que decir a parte de asentir con la cabeza, y fue mi amigo Don Nuño Rodríguez, que nunca estaba lejos de mí, el que habiendo oído a Don Pedro dijo “No pierda usted cuidado, mi señor, que por nosotros no ha de faltar esfuerzo y sacrificio en la batalla. Y si hemos de espolear a alguno de los caballeros que no son españoles, tenga por seguro que lo haremos”. Los tres inclinamos la cabeza a modo de despedida y Don Pedro siguió con su ronda para arengar al resto de caballeros. Don Nuño y yo nos miramos durante un rato, y luego fuimos a conversar con los demás caballeros españoles sobre las palabras de don Pedro.
Pasaba la noche, y la escena era digna de verse. Se la describo para que entre usted en ambiente y tenga una mejor composición de la batalla que había de venir. Ambos ejércitos distaban entre quinientas y mil yardas, dispuestos al suroeste de la ciudad de Rocroi sobre un terreno llano de forma rectangular y vistoso color verde que acogía una ligera bruma, rodeados por varios bosques al sur y al oeste principalmente, y alguna zona encharcada al norte. La noche era clara y húmeda. La luna brillaba sobre nosotros, lo que nos permitía movernos con cierta cautela, y la luz de las antorchas y el sigiloso murmullo de la tropa se sumaban a aquel fantasmal panorama, con algún grito o insulto ocasional lanzado contra las filas enemigas. Los relinchos de los caballos, el roce de las armaduras y el correr de algunos artilleros llevando cosas de un lado a otro completaban aquella escena, entre bucólica y expectante para quienes aquella noche estuvimos allí.
Vinieron a informarnos que el Conde de Isenburg estaba desplegado junto a algunos de sus jinetes, cerca de Rocroi para impedir que las tropas francesas de la ciudad pudieran auxiliar a sus compatriotas durante la batalla, y que el propio Francisco de Melo comandaba el resto de la caballería del cuerno derecho de nuestro ejército, lo que le imposibilitaba poder ejercer el control efectivo sobre el resto de la tropa. Hubo de darse cuenta el portugués que aquello no era correcto y reclamó de nuevo la presencia del Conde al frente de su caballería. Y en aquellas estábamos, debiendo ser cerca de las cuatro de la madrugada, cuando se escucharon los primeros indicios de actividad desde el campo enemigo.
(continua...)
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- flanker33
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Relatos batallas históricas
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Ante aquellas primeras señales en forma de ruidos de cascos y relinchos de caballos provenientes del lado francés, se dio la alarma y nos pusimos en guardia. Instantes después llegaba la orden…“monten”, y sin más tardanza subimos a nuestras monturas y nos agrupamos por compañías, mientras los oficiales galopaban de un lado a otro, intentando averiguar que ocurría en el campo enemigo, a la vez que recibían y repartían nuevas órdenes. No tardamos mucho en escuchar las primeras detonaciones. Una tras otra, parecía como que se hubiera desatado una importante refriega no muy lejos de allí. Todos pensamos en que los infantes destacados en el bosquecillo en tierra de nadie habían descubierto al enemigo, y los debían estar cosiendo a tiros, mas distaba bastante de ser algo parecido como más tarde tuvimos conocimiento. La realidad fue que el enemigo, posiblemente dragones franceses y mosqueteros a pie, sorprendieron a nuestros soldados durmiendo, ya que no esperaban movimiento hasta más tarde, por la mañana, y no cuando aún ni siquiera habían aparecido los primeros rayos de sol. Así, sorprendidos en la oscuridad, fueron derrotados y puestos en fuga nuestros valerosos soldados, sin haber tenido opción a probarse en combate y dejando tras de sí a un buen número de muertos y heridos.
Pese a lo lamentable de aquel episodio, a nosotros, a la caballería de Flandes, no nos iban a pillar durmiendo. Y con los primeros disparos comenzaron a llegar las órdenes para avanzar. El de Alburquerque dio orden de cabalgar hacia el enemigo al grito de “Ahora es tiempo de hacer como quien somos”. Avanzábamos al principio con cierta cautela, al trote, y pronto, como le acabo de contar, vimos a nuestros soldados salir a la carrera del bosquecillo. Parecía que los persiguiera el diablo, y desde luego faltaban muchos de los que habían llegado por la tarde. Aunque no tuvimos mucho tiempo para pensar en ello entonces, estaba claro que las cosas no habían ido bien para aquellos hombres. Casi en el mismo momento, vimos a la caballería enemiga venir hacia nosotros y se dio orden de acometerla con presteza y valentía. Azuzamos las espuelas y nuestros corceles alegraron el paso, pero sin ir llegar al galope. Cerramos entonces con gran ardor contra los gabachos que se nos echaban encima…la escena era fantasmagórica y terrible, con los primeros rayos de luz que se habrían paso entre la oscuridad a nuestra espalda, la bruma del alba y las resplandecientes corazas de los jinetes, íbamos a chocar aquellas dos fuerzas en una batalla sin cuartel y en la que muchos irían a reunirse con el Todopoderoso.
Por mi parte, agarré con fuerza una de las dos pistolas, la que usted me regalo cuando partí a Flandes, que es mi favorita, y me centré en buscar un enemigo al que acometer sin tratar de perder la formación. No me hizo falta esperar mucho, pues un jinete enemigo se me acercaba raudo enfilándome con su arma. La situación era peligrosa, y más cuando vi la nubecilla de la pólvora salir de la pistola del francés. Esperé su impacto, pero el enemigo había disparado demasiado pronto y la bala se perdió sin acertarme. Y es que ha de saber usted, que disparar con una pistola montado a caballo y acertar, aún al trote, es tarea harto difícil, más cuando se está a una cierta distancia, por los que hay jinetes que prefieren disparar casi al toque con el enemigo para asegurar el tiro. Yo siempre optaba por una acción intermedia y me encomendaba a Santa María, rogándole que las balas enemigas no me encontrasen hasta que estuviera yo lo suficientemente cerca para probar fortuna, como a un caballo de distancia. Y fue así como descerrajé un buen tiro al gabacho, alcanzándolo de pleno en el pecho y haciéndolo caer de su montura. En ese momento las dos fuerzas de caballería chocaron y se enzarzaron en un violento combate, más nuestros corazas llevaban más fuego en el corazón y combatimos con más acierto. También nos ayudó que la caballería enemiga, que era mayor en número a la nuestra, se tuviera que dividir para salvar el bosquecillo que había sido la tumba de muchos de nuestros infantes, y pudiéramos acometerlos por separado. Tampoco pudieron los mosqueteros que acompañaban a la caballería francesa intervenir de manera eficaz, al hallarse ocupados luchando contra los nuestros.
Así que tras un buen rato de indecisa y feroz refriega, finalmente el enemigo, viéndose superado en arrojo y puntería, nos dio la espalda y regresó al galope a sus líneas. Yo había alcanzado a dos enemigos con mis pistolas, y tumbado a otro con mi martillo de guerra, aunque había recibido un impacto en mi coraza, que por suerte, pese a aturdirme, no llegó ni a penetrarla ni a tumbarme del caballo, por lo cual tuve que dar gracias a Nuestro Señor una vez más. Ordenó entonces nuestro comandante perseguir a los franceses en su huida, y allá que fuimos con nuestros briosos corceles y nuestra moral en alza ante la desbandada gabacha. Mientras avanzábamos hacia el campo enemigo, y cuando terminé de recargar mis dos pistolas, pude echar un vistazo al resto del campo de batalla, y con gran regocijo atisbé a ver las banderas de la caballería imperial de Isenburg avanzando también en campo francés. Parecía como si todo fuese a terminar bien aquel día para las armas de nuestro buen Rey, mas, cuando llegamos a las primeras filas de la infantería francesa y nos llevamos por delante a numerosos arcabuceros y mosqueteros galos que no habían tenido la suficiente destreza para refugiarse dentro de los cuadros de piqueros. La caballería enemiga corrió hacia su retaguardia, mientras que la nuestra se dispersaba, acometiendo tanto a las primeras filas de los infantes franceses, como tomando algunas piezas de artillería para gran alegría de nuestras tropas de infantería allá en el campo imperial, que levantaban sus sombreros al cielo en señal de triunfo, dando por ganada la batalla. Y todo parecía indicar que aquel y no otro, sería el devenir de la lucha, pero algo raro noté cuando nuestros valerosos Tercios, sombreros al aire, mantenían su posición en lugar de avanzar para acometer al enemigo y sellar nuestra victoria.
Mientras recargaba de nuevo, volví a tener la sensación de que algo iba mal. Nuestra caballería, tanto la del Flandes como la de Alsacia, estábamos dispersos y entreteniéndonos atacando en numerosos frentes, y algunos, incluso saqueando lo que se podía de entre las posiciones artilleras enemigas. Nuestra compañía seguía más o menos unida, pero era casi la única, y logró montar una “caracola” contra los cuadros enemigos, maniobra que consiste en que una hilera de unos cuantos corazas de la compañía avanza y dispara contra la infantería, y luego vuelve a la retaguardia de la formación para recargar, mientras otra hilera toma el relevo de la primera para no dar tregua a los soldados enemigos, y así sucesivamente. Yo entretanto, había vuelto a disparar mis dos armas contra un muro de piqueros, y me pareció ver que caía uno de los franceses a los que había disparado, pero no era cuestión de entretenerse en asegurarse, pues es tarea peligrosa para los corazas acercarse a los piqueros protegidos por mosqueteros que disparan a mayor distancia de nuestras pistolas, aunque que por suerte, habíamos liquidado a unos cuantos de ellos en el primer encuentro con la infantería francesa.
Me pareció que el Duque de Alburquerque no parecía tener el control sobre todas las demás compañías como para ordenar un asalto definitivo contra los gabachos. Más al contrario, estos parecían estar rehaciéndose y disparaban con mayor coordinación y presteza. Cada vez más, nuestros caballeros y sus monturas eran alcanzados uno tras otro, produciéndose un lento pero inevitable desgaste en nuestras filas. Seguimos así durante un rato, pero llegó un momento que, con nuestras fuerzas mermadas y sin previo aviso, regresó la caballería francesa, según supimos luego al mando del propio Duque de Anguien, y que había logrado recuperar a su dispersas fuerzas, a las que nosotros habíamos dado por vencidas, por lo que sufririamos en nuestras carnes el pecado de nuestra soberbia. De nuevo nos superaban en número, pero además el ímpetu estaba de su parte en esta ocasión.
Cuando vimos venir a la caballería enemiga, nuestra compañía acabó por perder su coherencia y cada uno se aprestó como pudo a lidiar con los franceses. Por mi parte, pistola en una mano acometí al enemigo, y aunque me esté mal decirlo, con gran arrojo y gallardía. Logré disparar el arma, pero el caballero que había escogido como blanco no hizo el mínimo ademán de sentir el impacto. Con demasiada premura había disparado, así que saque la otra arma de su funda tan rápido como pude, y se produjo el intercambio de disparos entre el gabacho y yo cuando casi estábamos hombro con hombro. Él se llevó un plomazo en todo el pecho que lo descabalgo, pero a mí me rozó su proyectil en el morrión, haciéndome perderlo y tambaleándome, aunque por fortuna, logré asirme a las riendas con fuerza suficiente para no caer.
Así que allí hallabame yo en esa tesitura, con las pistolas descargadas, sin morrión, aturdido y en medio de una gran riña entre nuestros caballeros y los suyos, cuando tuve la suerte de cara por última vez en aquella jornada. Y es que otro coraza francés se había fijado en mí, creyéndome presa fácil, y mientras yo trataba de recargar una de mis armas, disparó a buena distancia, alcanzándome en la mano izquierda. La pistola, la que usted me regaló, salió despedida, y mi mano atravesada por el proyectil, dejándomela inservible y produciéndome un espantoso dolor. De pronto, con la otra pistola descargada y el gabacho acercándose con otra arma apuntándome, la única posibilidad para salir de aquel entuerto era azuzar a mi caballo y salir de allí tan rápido como pudiera, mas vine a darme cuenta que no podría evitar al enemigo ya que el ya venía lanzado, mientras que mi montura apenas comenzaba a galopar. Así que saque el martillo de guerra con la mano diestra, y aturdido todavía por el dolor en mi otra mano, me dispuse a morir o matar en aquel lance. Pero Gracias a Dios todavía no había llegado mi momento, porque cuando ya me disponía a recibir otra bala sin poder responder, vi sobrecogerse al jinete francés y caer hacia un lado, quedándose colgado de uno de los estribos y arrastrando el cuerpo por el suelo mientras pasaba a mi lado. Sin saber muy bien que había pasado, vi como mi buen amigo Don Nuño aparecía tras el gabacho todavía con la pistola humeante y con su eterna sonrisa. Me había salvado la vida.
Más como le dije aquel fue el último atisbo de buena fortuna en aquella aciaga jornada ya que, casi en ese mismo instante, y sin saber ni cómo ni de donde, otro jinete enemigo llegó por la espalda del buen Nuño y le descerrajó un disparo en la cabeza. Algunos de sus sesos llegaron a mi armadura tras el impacto…y le juro por lo más sagrado amado padre, que por muchos años que viva, jamás olvidaré esa terrible y dramática escena. Simplemente no podía dar crédito a lo que veía. Cuando poco antes estaba casi desesperado rogando por mi vida, la persona que me había salvado en el último instante se encontraba en el suelo con la cabeza destrozada, muerta sin duda alguna. Reaccione de pronto, y como alma que lleva el diablo y con fuego prendido en el corazón, apremié a mi caballo a seguir al causante de la muerte de mi amigo que se desplazaba hacia el campo imperial con el grueso de su caballería, mientras recargaba sus armas. Al principio no se dio cuenta de mi presencia, y cuando lo hizo, apenas pudo reaccionar. Yo ya iba lanzado al galope y quizás guiado por la Divina Providencia, quizás por mi afán de venganza, logre ensartarle el cuello con el martillo y atravesarlo de un lado a otro antes de que pudiera apuntarme con sus pistolas. El asesino de Don Nuño había pagado con su vida, y ahora yacía en aquel verde campo, que todavía era tierra de nadie, con el martillo clavado en su cuello. Yo perdí el arma, pero era un precio baladí por haber podido vengar a mi amigo.
Cuando recuperé un poco el aliento, me vi de nuevo en una situación comprometida. Con solo una pistola que no podía recargar con una sola mano, sin el martillo y con la espada como única arma útil, estaba casi desarmado para aquel tipo de combate. Además, docenas o centenares de jinetes galos perseguían a la mayoría de nuestros caballeros, italianos y flamencos casi todos ellos, y estos huían sin orden ni concierto. Sin saber yo muy bien cómo, habíamos pasado de tener la victoria en nuestras manos, a abandonar el campo de batalla con más miedo que vergüenza. Créame padre que no tenía opción alguna, que no fuera seguir a los restos de la caballería del Rey en desbandada, por mucho que me doliese en el alma. Así que lanzado como iba, tiré un poco de las riendas de mi corcel para evitar las filas de nuestra infantería a la que iba directo y rodearla por su costado izquierdo. A mi alrededor, algunos jinetes imperiales retrocedían como yo, pero eran mayoría los franceses en una especie de carrera extraña y mortal, hacia no se sabe muy bien dónde.
Veía la verde hierba pasar a toda velocidad bajo los cascos de mi caballo, y solo pensaba en lograr llegar a un punto que estuviéramos a salvo tras nuestras tropas, reagruparnos y volver a la carga contra el enemigo. Pero cuando estaba pasando al lado del Tercio más a la izquierda de nuestro despliegue, sentí un dolor infinito en la espalda, un mazazo de proporciones imposibles que me robó el aliento y me expulsó de mi montura con gran violencia, yendo a parar mis huesos al suelo en un vuelo que no puedo ni recordar. No puedo contarle mucho más de aquello, porque lo último que vi fue a dos soldados del Tercio, en medio de la oscuridad, la bruma y los incipientes rayos de sol, venir hacia mí, agarrarme por los brazos y arrastrarme hacia sus posiciones. Después de aquello perdí la conciencia durante un buen rato.
Cuando recuperé el sentido, recuerdo estar muy confuso. El sol estaba alto en el cielo, por lo que debía haber pasado mucho tiempo desvanecido. No sabía cómo había ido a parar allí, en medio de aquel montón de soldados que formaban en cuadro, y en cuyo centro estaban el furriel, los tambores, el pífano, los heridos atendidos por el cirujano, así como las banderas, los pertrechos y los más jóvenes mochileros y soldados de aquel Tercio. Puedo contarle ahora, pero en aquel momento no lo sabía, que nuestra caballería en ambos cuernos, y pese a los denodados esfuerzos del Duque de Alburquerque e incluso el propio Don Francisco de Melo de reagruparla y seguir presentando batalla, había sido definitivamente derrotada y expulsada del campo. Algo parecido había pasado con los Tercios germanos y valones, que tras una dura lucha, habían sido finalmente derrotados. Los Tercios italianos que formaban la retaguardia de los españoles resistieron algo mejor, pero se retiraron en buen orden, aunque no se sabe muy bien porque todavía, lo cual sigue siendo motivo de reproche entre unos y otros hoy día. Pero es de justicia decir también, y como pude comprobar personalmente, que alguno de aquellos soldados italianos corrieron hacia nuestros Tercios en vanguardia y se unieron a los españoles en vez de abandonarlos a su suerte. Para mayor desgracia, o quizás no, si atendemos a la pobre opinión del de Alburquerque sobre él, el Conde de Fontana había caído víctima de los primeros asaltos franceses contra la infantería española, así como los comandantes de algunos Tercios. En aquel momento, el enemigo rodeaba a nuestras fuerzas, que cada vez más reducidas se habían ido compactando, formando un sólido muro defensivo contra las cargas francesas.
Así que aquella era la situación cuando recuperé la conciencia. Instintivamente busque mi espada, pero ya no estaba en su vaina. También me habían quitado la armadura y un grueso vendaje, manchado de barro y sangre, cubría mi torso y espalda, que era donde había sido alcanzado en mi huida. Parecía como que hiciera años de aquel momento…y sin embargo allí estaba aquel insoportable dolor en la zona afectada recordándomelo. También mi mano desaparecía bajo otro aparatoso vendaje hecho con jirones de una camisa blanca. Apenas podía mantenerme incorporado y mucho menos levantarme, por lo que de poca utilidad era en aquella lucha, y nadie así me lo requería, por lo que al menos pude descansar un poco. Escuché por dos ocasiones al menos como los gabachos intentaban asaltar nuestras posiciones, pero aquel Tercio, que mandaba el sargento Mayor Juan Pérez de Peralta, y que había sido el del mismo Duque de Alburquerque, resistió como un solo hombre las acometidas, sin desfallecer ni ceder un palmo de terreno. Aun así, tras cada carga enemiga, los heridos traídos al centro de la formación iban creciendo, y nos apiñábamos unos junto a otros, en medio de alaridos de dolor, estoica resignación y mucha sangre. Imploré un poco de agua, y alguien me acercó un pellejo con solo un sorbo, pero fue suficiente como para poder levantarme apoyado en una gruesa rama de árbol que alguien había dejado allí. Necesitaba salir de aquella piña de heridos y moribundos o me desvanecería otra vez.
Pude abrirme paso hacia las primeras filas, mientras parecía que había un momento de tregua. Los rostros que vi entre aquellos duros veteranos tampoco los olvidaré fácilmente. A algunos los conocía por acompañar al de Alburquerque en sus visitas a su antiguo tercio, como ya le explique anteriormente. A otros era la primera vez que los veía, y aun así quedaron marcadas a fuego sus expresiones en mi conciencia. Muchos estaban vendados, cabezas, brazos, piernas o tronco, pero aun así, nadie gritaba, nadie se quejaba, todos resistían como si supieran que estaban condenados a morir, lo hubieran asumido y ya no les importara nada. Sin quererlo me encontré en primera fila del Tercio. No vi a nadie más de las tropas imperiales, y en la ignorancia mía de aquel momento pregunté, “¿dónde están el resto de los Tercios?”… “Este es el último Tercio” me respondió un malcarado soldado con fuerte acento valenciano, a la vez que escupía sobre el cuerpo de un caballero francés que había caído a poca distancia ensartado en las picas españolas. He de reconocer que las tripas se me revolvieron al comprender que nuestras esperanzas de sobrevivir eran nulas. Y aun así, allí pude ver muestras de desprecio total de la cercanía de la muerte entre aquellos hombres. Como a un piquero maldiciendo en gallego por acabar de perder su soldada a los dados, o como un mosquetero toledano al que conocía, se quejaba de tener poca pólvora para matar a todos aquellos franceses que teníamos allí delante, mientras recogía los “apóstoles” de algunos camaradas caidos. “Al menos su artillería se ha quedado también sin pólvora”, le respondía otro.
Pronto noté que el Tercio volvía de nuevo a cobrar vida, y como si de un acto reflejo se tratara, los coseletes, piqueros acorazados por si no lo recuerda usted, formaban al frente de nuevo sin prisa y en orden, mientras que los mosqueteros y arcabuceros se alineaban para dar cumplida recepción a la nueva carga de caballería que los gabachos parecían estar preparando. “Muchacho, será mejor que regreses atrás. Aquí no puedes hacer nada”, me dijo el valenciano mientras me cogía por el hombro y me devolvía al interior del cuadro. En otras circunstancias, aquel contacto físico, aquella familiaridad y su osadía al darme ordenes, de alguien inferior a mi rango me hubiera enfurecido, pero no allí ni en aquel momento. En verdad me pareció lo más sensato y le obedecí, retrocediendo hacia el centro del Tercio, siguiendo a un perro a los que los soldados iban abriendo paso, flaco, pulgoso, pero igualmente altivo, como sus amos.
Cuando ya me encontraba junto a los demás heridos, se escuchó el familiar ruido del galope de los caballos, y los gritos de “Vive la France” llegaban traídos por el viento como rumores lejanos. Pero pronto la primera descarga de los veteranos mosqueteros acabó con aquellos gritos, y tras la segunda se comenzaron a oír los primeros gritos de dolor con acento francés. Me arrodillé y saqué el rosario que madre me regaló antes de partir. Comencé a rezar mientras la lucha arreciaba en el exterior de aquellos infranqueables muros humanos que eran los frentes de último Tercio. Estaba entre avergonzado y aliviado, pero poco o nada podía hacer yo ya en aquel lance. Al rato los gritos y los disparos cesaron de nuevo, mientras el número de heridos amontonados en el centro del cuadro volvía a crecer. Un murmullo de orgullo y satisfacción recorría el Tercio. Se había resistido a otra carga enemiga más, y las bajas francesas se acumulaban frente a la infantería española. La cruz de Borgoña todavía ondeaba al aire en las banderas españolas, como muestra de resistencia, gallardía y recordatorio para los franceses de su incapacidad para someter a aquellos duros malnacidos. Así, pese a lo desesperado de la situación para nosotros, se vislumbraba un rayo de esperanza cuando alguien dijo que las tropas del Barón de Beck estaban al llegar con refuerzos, y la resistencia de nuestros soldados parecía infinita. Pero el Sargento Mayor Peralta, como buen oficial al mando era consciente de que nuestras vidas pendían de un hilo, y no se hacía ilusiones. Estábamos solos, rodeados, y con demasiadas bajas, lo que haría que más antes que después, la tropa flaquease y la más que probable carnicería enemiga contra nosotros, sucediera. No tenía más sentido dejarse matar cuando ya se había salvado el honor mil veces aquella mañana.
Así que cuando el propio Duque de Anguien y sus gentilhombres se adelantaron y mandaron un trompeta al Tercio como si de una fortaleza se tratara, salió el Sargento Mayor a su encuentro para negociar. El comandante francés ofreció garantizar su vida y las pertenencias, excepto las armas, a los soldados y oficiales, a lo que tras algunas consultas se avinieron los españoles. Finalmente, el último Tercio había rendido sus armas, mas con la cabeza alta y con el honor intacto, marchamos los supervivientes al cautiverio.
A partir de aquí me ahorrare los detalles querido padre, pero baste decir que tras varias semanas de penurias en tierra francesa, en las que creí que moriría varias veces, fuimos canjeados muchos de nosotros por oro la mayoría, por prisioneros franceses los menos. Y así conseguí volver a nuestras posesiones en Flandes, y como le dije al principio de esta misiva, me encuentro recuperándome desde entonces en Mons. Mis heridas sanan bien, aunque me tuvieron que amputar la mano izquierda y cada vez que respiro me duele el pecho, pero viendo lo cerca que he estado de la muerte, no puedo evitar pensar que he tenido suerte y Dios, nuestro Señor ha sido magnánimo conmigo. En cuanto me recupere totalmente y me incorpore de nuevo a filas, recibiré al poco la licencia del Ejército de Flandes por incapacidad según me aseguró el propio Duque de Alburquerque, y podré regresar a casa con ustedes y volver a verles y a abrazarles. Ese pensamiento ha guiado mis días como prisionero, y ahora que está más cerca de producirse, no veo la hora en que ha de llegar.
Por lo tanto, termino ya esta carta, rogándole que no se preocupen por mí, que todo se ha de arreglar y pronto hemos de volvernos a ver en nuestra querida Burgos. Cuídense por favor, y reciban todo el cariño de su hijo y hermano que los quiere.
Atentamente,
Alonso García de Villariezo
En Mons, siendo el decimonoveno día del mes de julio del año de nuestro señor de mil seiscientos cuarenta y tres.
Ante aquellas primeras señales en forma de ruidos de cascos y relinchos de caballos provenientes del lado francés, se dio la alarma y nos pusimos en guardia. Instantes después llegaba la orden…“monten”, y sin más tardanza subimos a nuestras monturas y nos agrupamos por compañías, mientras los oficiales galopaban de un lado a otro, intentando averiguar que ocurría en el campo enemigo, a la vez que recibían y repartían nuevas órdenes. No tardamos mucho en escuchar las primeras detonaciones. Una tras otra, parecía como que se hubiera desatado una importante refriega no muy lejos de allí. Todos pensamos en que los infantes destacados en el bosquecillo en tierra de nadie habían descubierto al enemigo, y los debían estar cosiendo a tiros, mas distaba bastante de ser algo parecido como más tarde tuvimos conocimiento. La realidad fue que el enemigo, posiblemente dragones franceses y mosqueteros a pie, sorprendieron a nuestros soldados durmiendo, ya que no esperaban movimiento hasta más tarde, por la mañana, y no cuando aún ni siquiera habían aparecido los primeros rayos de sol. Así, sorprendidos en la oscuridad, fueron derrotados y puestos en fuga nuestros valerosos soldados, sin haber tenido opción a probarse en combate y dejando tras de sí a un buen número de muertos y heridos.
Pese a lo lamentable de aquel episodio, a nosotros, a la caballería de Flandes, no nos iban a pillar durmiendo. Y con los primeros disparos comenzaron a llegar las órdenes para avanzar. El de Alburquerque dio orden de cabalgar hacia el enemigo al grito de “Ahora es tiempo de hacer como quien somos”. Avanzábamos al principio con cierta cautela, al trote, y pronto, como le acabo de contar, vimos a nuestros soldados salir a la carrera del bosquecillo. Parecía que los persiguiera el diablo, y desde luego faltaban muchos de los que habían llegado por la tarde. Aunque no tuvimos mucho tiempo para pensar en ello entonces, estaba claro que las cosas no habían ido bien para aquellos hombres. Casi en el mismo momento, vimos a la caballería enemiga venir hacia nosotros y se dio orden de acometerla con presteza y valentía. Azuzamos las espuelas y nuestros corceles alegraron el paso, pero sin ir llegar al galope. Cerramos entonces con gran ardor contra los gabachos que se nos echaban encima…la escena era fantasmagórica y terrible, con los primeros rayos de luz que se habrían paso entre la oscuridad a nuestra espalda, la bruma del alba y las resplandecientes corazas de los jinetes, íbamos a chocar aquellas dos fuerzas en una batalla sin cuartel y en la que muchos irían a reunirse con el Todopoderoso.
Por mi parte, agarré con fuerza una de las dos pistolas, la que usted me regalo cuando partí a Flandes, que es mi favorita, y me centré en buscar un enemigo al que acometer sin tratar de perder la formación. No me hizo falta esperar mucho, pues un jinete enemigo se me acercaba raudo enfilándome con su arma. La situación era peligrosa, y más cuando vi la nubecilla de la pólvora salir de la pistola del francés. Esperé su impacto, pero el enemigo había disparado demasiado pronto y la bala se perdió sin acertarme. Y es que ha de saber usted, que disparar con una pistola montado a caballo y acertar, aún al trote, es tarea harto difícil, más cuando se está a una cierta distancia, por los que hay jinetes que prefieren disparar casi al toque con el enemigo para asegurar el tiro. Yo siempre optaba por una acción intermedia y me encomendaba a Santa María, rogándole que las balas enemigas no me encontrasen hasta que estuviera yo lo suficientemente cerca para probar fortuna, como a un caballo de distancia. Y fue así como descerrajé un buen tiro al gabacho, alcanzándolo de pleno en el pecho y haciéndolo caer de su montura. En ese momento las dos fuerzas de caballería chocaron y se enzarzaron en un violento combate, más nuestros corazas llevaban más fuego en el corazón y combatimos con más acierto. También nos ayudó que la caballería enemiga, que era mayor en número a la nuestra, se tuviera que dividir para salvar el bosquecillo que había sido la tumba de muchos de nuestros infantes, y pudiéramos acometerlos por separado. Tampoco pudieron los mosqueteros que acompañaban a la caballería francesa intervenir de manera eficaz, al hallarse ocupados luchando contra los nuestros.
Así que tras un buen rato de indecisa y feroz refriega, finalmente el enemigo, viéndose superado en arrojo y puntería, nos dio la espalda y regresó al galope a sus líneas. Yo había alcanzado a dos enemigos con mis pistolas, y tumbado a otro con mi martillo de guerra, aunque había recibido un impacto en mi coraza, que por suerte, pese a aturdirme, no llegó ni a penetrarla ni a tumbarme del caballo, por lo cual tuve que dar gracias a Nuestro Señor una vez más. Ordenó entonces nuestro comandante perseguir a los franceses en su huida, y allá que fuimos con nuestros briosos corceles y nuestra moral en alza ante la desbandada gabacha. Mientras avanzábamos hacia el campo enemigo, y cuando terminé de recargar mis dos pistolas, pude echar un vistazo al resto del campo de batalla, y con gran regocijo atisbé a ver las banderas de la caballería imperial de Isenburg avanzando también en campo francés. Parecía como si todo fuese a terminar bien aquel día para las armas de nuestro buen Rey, mas, cuando llegamos a las primeras filas de la infantería francesa y nos llevamos por delante a numerosos arcabuceros y mosqueteros galos que no habían tenido la suficiente destreza para refugiarse dentro de los cuadros de piqueros. La caballería enemiga corrió hacia su retaguardia, mientras que la nuestra se dispersaba, acometiendo tanto a las primeras filas de los infantes franceses, como tomando algunas piezas de artillería para gran alegría de nuestras tropas de infantería allá en el campo imperial, que levantaban sus sombreros al cielo en señal de triunfo, dando por ganada la batalla. Y todo parecía indicar que aquel y no otro, sería el devenir de la lucha, pero algo raro noté cuando nuestros valerosos Tercios, sombreros al aire, mantenían su posición en lugar de avanzar para acometer al enemigo y sellar nuestra victoria.
Mientras recargaba de nuevo, volví a tener la sensación de que algo iba mal. Nuestra caballería, tanto la del Flandes como la de Alsacia, estábamos dispersos y entreteniéndonos atacando en numerosos frentes, y algunos, incluso saqueando lo que se podía de entre las posiciones artilleras enemigas. Nuestra compañía seguía más o menos unida, pero era casi la única, y logró montar una “caracola” contra los cuadros enemigos, maniobra que consiste en que una hilera de unos cuantos corazas de la compañía avanza y dispara contra la infantería, y luego vuelve a la retaguardia de la formación para recargar, mientras otra hilera toma el relevo de la primera para no dar tregua a los soldados enemigos, y así sucesivamente. Yo entretanto, había vuelto a disparar mis dos armas contra un muro de piqueros, y me pareció ver que caía uno de los franceses a los que había disparado, pero no era cuestión de entretenerse en asegurarse, pues es tarea peligrosa para los corazas acercarse a los piqueros protegidos por mosqueteros que disparan a mayor distancia de nuestras pistolas, aunque que por suerte, habíamos liquidado a unos cuantos de ellos en el primer encuentro con la infantería francesa.
Me pareció que el Duque de Alburquerque no parecía tener el control sobre todas las demás compañías como para ordenar un asalto definitivo contra los gabachos. Más al contrario, estos parecían estar rehaciéndose y disparaban con mayor coordinación y presteza. Cada vez más, nuestros caballeros y sus monturas eran alcanzados uno tras otro, produciéndose un lento pero inevitable desgaste en nuestras filas. Seguimos así durante un rato, pero llegó un momento que, con nuestras fuerzas mermadas y sin previo aviso, regresó la caballería francesa, según supimos luego al mando del propio Duque de Anguien, y que había logrado recuperar a su dispersas fuerzas, a las que nosotros habíamos dado por vencidas, por lo que sufririamos en nuestras carnes el pecado de nuestra soberbia. De nuevo nos superaban en número, pero además el ímpetu estaba de su parte en esta ocasión.
Cuando vimos venir a la caballería enemiga, nuestra compañía acabó por perder su coherencia y cada uno se aprestó como pudo a lidiar con los franceses. Por mi parte, pistola en una mano acometí al enemigo, y aunque me esté mal decirlo, con gran arrojo y gallardía. Logré disparar el arma, pero el caballero que había escogido como blanco no hizo el mínimo ademán de sentir el impacto. Con demasiada premura había disparado, así que saque la otra arma de su funda tan rápido como pude, y se produjo el intercambio de disparos entre el gabacho y yo cuando casi estábamos hombro con hombro. Él se llevó un plomazo en todo el pecho que lo descabalgo, pero a mí me rozó su proyectil en el morrión, haciéndome perderlo y tambaleándome, aunque por fortuna, logré asirme a las riendas con fuerza suficiente para no caer.
Así que allí hallabame yo en esa tesitura, con las pistolas descargadas, sin morrión, aturdido y en medio de una gran riña entre nuestros caballeros y los suyos, cuando tuve la suerte de cara por última vez en aquella jornada. Y es que otro coraza francés se había fijado en mí, creyéndome presa fácil, y mientras yo trataba de recargar una de mis armas, disparó a buena distancia, alcanzándome en la mano izquierda. La pistola, la que usted me regaló, salió despedida, y mi mano atravesada por el proyectil, dejándomela inservible y produciéndome un espantoso dolor. De pronto, con la otra pistola descargada y el gabacho acercándose con otra arma apuntándome, la única posibilidad para salir de aquel entuerto era azuzar a mi caballo y salir de allí tan rápido como pudiera, mas vine a darme cuenta que no podría evitar al enemigo ya que el ya venía lanzado, mientras que mi montura apenas comenzaba a galopar. Así que saque el martillo de guerra con la mano diestra, y aturdido todavía por el dolor en mi otra mano, me dispuse a morir o matar en aquel lance. Pero Gracias a Dios todavía no había llegado mi momento, porque cuando ya me disponía a recibir otra bala sin poder responder, vi sobrecogerse al jinete francés y caer hacia un lado, quedándose colgado de uno de los estribos y arrastrando el cuerpo por el suelo mientras pasaba a mi lado. Sin saber muy bien que había pasado, vi como mi buen amigo Don Nuño aparecía tras el gabacho todavía con la pistola humeante y con su eterna sonrisa. Me había salvado la vida.
Más como le dije aquel fue el último atisbo de buena fortuna en aquella aciaga jornada ya que, casi en ese mismo instante, y sin saber ni cómo ni de donde, otro jinete enemigo llegó por la espalda del buen Nuño y le descerrajó un disparo en la cabeza. Algunos de sus sesos llegaron a mi armadura tras el impacto…y le juro por lo más sagrado amado padre, que por muchos años que viva, jamás olvidaré esa terrible y dramática escena. Simplemente no podía dar crédito a lo que veía. Cuando poco antes estaba casi desesperado rogando por mi vida, la persona que me había salvado en el último instante se encontraba en el suelo con la cabeza destrozada, muerta sin duda alguna. Reaccione de pronto, y como alma que lleva el diablo y con fuego prendido en el corazón, apremié a mi caballo a seguir al causante de la muerte de mi amigo que se desplazaba hacia el campo imperial con el grueso de su caballería, mientras recargaba sus armas. Al principio no se dio cuenta de mi presencia, y cuando lo hizo, apenas pudo reaccionar. Yo ya iba lanzado al galope y quizás guiado por la Divina Providencia, quizás por mi afán de venganza, logre ensartarle el cuello con el martillo y atravesarlo de un lado a otro antes de que pudiera apuntarme con sus pistolas. El asesino de Don Nuño había pagado con su vida, y ahora yacía en aquel verde campo, que todavía era tierra de nadie, con el martillo clavado en su cuello. Yo perdí el arma, pero era un precio baladí por haber podido vengar a mi amigo.
Cuando recuperé un poco el aliento, me vi de nuevo en una situación comprometida. Con solo una pistola que no podía recargar con una sola mano, sin el martillo y con la espada como única arma útil, estaba casi desarmado para aquel tipo de combate. Además, docenas o centenares de jinetes galos perseguían a la mayoría de nuestros caballeros, italianos y flamencos casi todos ellos, y estos huían sin orden ni concierto. Sin saber yo muy bien cómo, habíamos pasado de tener la victoria en nuestras manos, a abandonar el campo de batalla con más miedo que vergüenza. Créame padre que no tenía opción alguna, que no fuera seguir a los restos de la caballería del Rey en desbandada, por mucho que me doliese en el alma. Así que lanzado como iba, tiré un poco de las riendas de mi corcel para evitar las filas de nuestra infantería a la que iba directo y rodearla por su costado izquierdo. A mi alrededor, algunos jinetes imperiales retrocedían como yo, pero eran mayoría los franceses en una especie de carrera extraña y mortal, hacia no se sabe muy bien dónde.
Veía la verde hierba pasar a toda velocidad bajo los cascos de mi caballo, y solo pensaba en lograr llegar a un punto que estuviéramos a salvo tras nuestras tropas, reagruparnos y volver a la carga contra el enemigo. Pero cuando estaba pasando al lado del Tercio más a la izquierda de nuestro despliegue, sentí un dolor infinito en la espalda, un mazazo de proporciones imposibles que me robó el aliento y me expulsó de mi montura con gran violencia, yendo a parar mis huesos al suelo en un vuelo que no puedo ni recordar. No puedo contarle mucho más de aquello, porque lo último que vi fue a dos soldados del Tercio, en medio de la oscuridad, la bruma y los incipientes rayos de sol, venir hacia mí, agarrarme por los brazos y arrastrarme hacia sus posiciones. Después de aquello perdí la conciencia durante un buen rato.
Cuando recuperé el sentido, recuerdo estar muy confuso. El sol estaba alto en el cielo, por lo que debía haber pasado mucho tiempo desvanecido. No sabía cómo había ido a parar allí, en medio de aquel montón de soldados que formaban en cuadro, y en cuyo centro estaban el furriel, los tambores, el pífano, los heridos atendidos por el cirujano, así como las banderas, los pertrechos y los más jóvenes mochileros y soldados de aquel Tercio. Puedo contarle ahora, pero en aquel momento no lo sabía, que nuestra caballería en ambos cuernos, y pese a los denodados esfuerzos del Duque de Alburquerque e incluso el propio Don Francisco de Melo de reagruparla y seguir presentando batalla, había sido definitivamente derrotada y expulsada del campo. Algo parecido había pasado con los Tercios germanos y valones, que tras una dura lucha, habían sido finalmente derrotados. Los Tercios italianos que formaban la retaguardia de los españoles resistieron algo mejor, pero se retiraron en buen orden, aunque no se sabe muy bien porque todavía, lo cual sigue siendo motivo de reproche entre unos y otros hoy día. Pero es de justicia decir también, y como pude comprobar personalmente, que alguno de aquellos soldados italianos corrieron hacia nuestros Tercios en vanguardia y se unieron a los españoles en vez de abandonarlos a su suerte. Para mayor desgracia, o quizás no, si atendemos a la pobre opinión del de Alburquerque sobre él, el Conde de Fontana había caído víctima de los primeros asaltos franceses contra la infantería española, así como los comandantes de algunos Tercios. En aquel momento, el enemigo rodeaba a nuestras fuerzas, que cada vez más reducidas se habían ido compactando, formando un sólido muro defensivo contra las cargas francesas.
Así que aquella era la situación cuando recuperé la conciencia. Instintivamente busque mi espada, pero ya no estaba en su vaina. También me habían quitado la armadura y un grueso vendaje, manchado de barro y sangre, cubría mi torso y espalda, que era donde había sido alcanzado en mi huida. Parecía como que hiciera años de aquel momento…y sin embargo allí estaba aquel insoportable dolor en la zona afectada recordándomelo. También mi mano desaparecía bajo otro aparatoso vendaje hecho con jirones de una camisa blanca. Apenas podía mantenerme incorporado y mucho menos levantarme, por lo que de poca utilidad era en aquella lucha, y nadie así me lo requería, por lo que al menos pude descansar un poco. Escuché por dos ocasiones al menos como los gabachos intentaban asaltar nuestras posiciones, pero aquel Tercio, que mandaba el sargento Mayor Juan Pérez de Peralta, y que había sido el del mismo Duque de Alburquerque, resistió como un solo hombre las acometidas, sin desfallecer ni ceder un palmo de terreno. Aun así, tras cada carga enemiga, los heridos traídos al centro de la formación iban creciendo, y nos apiñábamos unos junto a otros, en medio de alaridos de dolor, estoica resignación y mucha sangre. Imploré un poco de agua, y alguien me acercó un pellejo con solo un sorbo, pero fue suficiente como para poder levantarme apoyado en una gruesa rama de árbol que alguien había dejado allí. Necesitaba salir de aquella piña de heridos y moribundos o me desvanecería otra vez.
Pude abrirme paso hacia las primeras filas, mientras parecía que había un momento de tregua. Los rostros que vi entre aquellos duros veteranos tampoco los olvidaré fácilmente. A algunos los conocía por acompañar al de Alburquerque en sus visitas a su antiguo tercio, como ya le explique anteriormente. A otros era la primera vez que los veía, y aun así quedaron marcadas a fuego sus expresiones en mi conciencia. Muchos estaban vendados, cabezas, brazos, piernas o tronco, pero aun así, nadie gritaba, nadie se quejaba, todos resistían como si supieran que estaban condenados a morir, lo hubieran asumido y ya no les importara nada. Sin quererlo me encontré en primera fila del Tercio. No vi a nadie más de las tropas imperiales, y en la ignorancia mía de aquel momento pregunté, “¿dónde están el resto de los Tercios?”… “Este es el último Tercio” me respondió un malcarado soldado con fuerte acento valenciano, a la vez que escupía sobre el cuerpo de un caballero francés que había caído a poca distancia ensartado en las picas españolas. He de reconocer que las tripas se me revolvieron al comprender que nuestras esperanzas de sobrevivir eran nulas. Y aun así, allí pude ver muestras de desprecio total de la cercanía de la muerte entre aquellos hombres. Como a un piquero maldiciendo en gallego por acabar de perder su soldada a los dados, o como un mosquetero toledano al que conocía, se quejaba de tener poca pólvora para matar a todos aquellos franceses que teníamos allí delante, mientras recogía los “apóstoles” de algunos camaradas caidos. “Al menos su artillería se ha quedado también sin pólvora”, le respondía otro.
Pronto noté que el Tercio volvía de nuevo a cobrar vida, y como si de un acto reflejo se tratara, los coseletes, piqueros acorazados por si no lo recuerda usted, formaban al frente de nuevo sin prisa y en orden, mientras que los mosqueteros y arcabuceros se alineaban para dar cumplida recepción a la nueva carga de caballería que los gabachos parecían estar preparando. “Muchacho, será mejor que regreses atrás. Aquí no puedes hacer nada”, me dijo el valenciano mientras me cogía por el hombro y me devolvía al interior del cuadro. En otras circunstancias, aquel contacto físico, aquella familiaridad y su osadía al darme ordenes, de alguien inferior a mi rango me hubiera enfurecido, pero no allí ni en aquel momento. En verdad me pareció lo más sensato y le obedecí, retrocediendo hacia el centro del Tercio, siguiendo a un perro a los que los soldados iban abriendo paso, flaco, pulgoso, pero igualmente altivo, como sus amos.
Cuando ya me encontraba junto a los demás heridos, se escuchó el familiar ruido del galope de los caballos, y los gritos de “Vive la France” llegaban traídos por el viento como rumores lejanos. Pero pronto la primera descarga de los veteranos mosqueteros acabó con aquellos gritos, y tras la segunda se comenzaron a oír los primeros gritos de dolor con acento francés. Me arrodillé y saqué el rosario que madre me regaló antes de partir. Comencé a rezar mientras la lucha arreciaba en el exterior de aquellos infranqueables muros humanos que eran los frentes de último Tercio. Estaba entre avergonzado y aliviado, pero poco o nada podía hacer yo ya en aquel lance. Al rato los gritos y los disparos cesaron de nuevo, mientras el número de heridos amontonados en el centro del cuadro volvía a crecer. Un murmullo de orgullo y satisfacción recorría el Tercio. Se había resistido a otra carga enemiga más, y las bajas francesas se acumulaban frente a la infantería española. La cruz de Borgoña todavía ondeaba al aire en las banderas españolas, como muestra de resistencia, gallardía y recordatorio para los franceses de su incapacidad para someter a aquellos duros malnacidos. Así, pese a lo desesperado de la situación para nosotros, se vislumbraba un rayo de esperanza cuando alguien dijo que las tropas del Barón de Beck estaban al llegar con refuerzos, y la resistencia de nuestros soldados parecía infinita. Pero el Sargento Mayor Peralta, como buen oficial al mando era consciente de que nuestras vidas pendían de un hilo, y no se hacía ilusiones. Estábamos solos, rodeados, y con demasiadas bajas, lo que haría que más antes que después, la tropa flaquease y la más que probable carnicería enemiga contra nosotros, sucediera. No tenía más sentido dejarse matar cuando ya se había salvado el honor mil veces aquella mañana.
Así que cuando el propio Duque de Anguien y sus gentilhombres se adelantaron y mandaron un trompeta al Tercio como si de una fortaleza se tratara, salió el Sargento Mayor a su encuentro para negociar. El comandante francés ofreció garantizar su vida y las pertenencias, excepto las armas, a los soldados y oficiales, a lo que tras algunas consultas se avinieron los españoles. Finalmente, el último Tercio había rendido sus armas, mas con la cabeza alta y con el honor intacto, marchamos los supervivientes al cautiverio.
A partir de aquí me ahorrare los detalles querido padre, pero baste decir que tras varias semanas de penurias en tierra francesa, en las que creí que moriría varias veces, fuimos canjeados muchos de nosotros por oro la mayoría, por prisioneros franceses los menos. Y así conseguí volver a nuestras posesiones en Flandes, y como le dije al principio de esta misiva, me encuentro recuperándome desde entonces en Mons. Mis heridas sanan bien, aunque me tuvieron que amputar la mano izquierda y cada vez que respiro me duele el pecho, pero viendo lo cerca que he estado de la muerte, no puedo evitar pensar que he tenido suerte y Dios, nuestro Señor ha sido magnánimo conmigo. En cuanto me recupere totalmente y me incorpore de nuevo a filas, recibiré al poco la licencia del Ejército de Flandes por incapacidad según me aseguró el propio Duque de Alburquerque, y podré regresar a casa con ustedes y volver a verles y a abrazarles. Ese pensamiento ha guiado mis días como prisionero, y ahora que está más cerca de producirse, no veo la hora en que ha de llegar.
Por lo tanto, termino ya esta carta, rogándole que no se preocupen por mí, que todo se ha de arreglar y pronto hemos de volvernos a ver en nuestra querida Burgos. Cuídense por favor, y reciban todo el cariño de su hijo y hermano que los quiere.
Atentamente,
Alonso García de Villariezo
En Mons, siendo el decimonoveno día del mes de julio del año de nuestro señor de mil seiscientos cuarenta y tres.
"Si usted no tiene libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor" - José Luís Sampedro
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- General de Brigada
- Mensajes: 5495
- Registrado: 28 Sep 2009, 11:10
- Ubicación: España
Relatos batallas históricas
Excelentes relatos, flanker33 y Condottiero
Aguardamos las siguientes entregas
Aguardamos las siguientes entregas
- Luis M. García
- Almirante General
- Mensajes: 10966
- Registrado: 23 Jul 2009, 18:04
- Ubicación: Al bressol d'Espanya. Puxa Asturies!!
Relatos batallas históricas
Me sumo a los parabienes de sergiopl; emocionante el último relato sobre Rocroi, flanker, es un combate que siempre me hace mella por el ejemplo de gallardía que dan nuestros Tercios.
Por cierto, el blog "Camino a Rocroi" me ha parecido magnífico.
Saludos.
Por cierto, el blog "Camino a Rocroi" me ha parecido magnífico.
Saludos.
Qué gran vasallo, si hubiese buen señor...
- flanker33
- Teniente Coronel
- Mensajes: 2238
- Registrado: 18 Jun 2005, 12:02
Relatos batallas históricas
Hola Sergiopl y Luis M. García,
gracias por vuestros comentarios y me alegro que os guste.
El cuadro de Ferrer-Damau me ha servido de mucho para inspirarme en esa última parte del relato:
http://cuadrosultimos.blogspot.com.es/2 ... ercio.html
El siguiente relato ya está "cocinandose"...
Saludos.
gracias por vuestros comentarios y me alegro que os guste.
es un combate que siempre me hace mella por el ejemplo de gallardía que dan nuestros Tercios.
El cuadro de Ferrer-Damau me ha servido de mucho para inspirarme en esa última parte del relato:
http://cuadrosultimos.blogspot.com.es/2 ... ercio.html
El siguiente relato ya está "cocinandose"...
Saludos.
"Si usted no tiene libertad de pensamiento, la libertad de expresión no tiene ningún valor" - José Luís Sampedro
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