Pues bien, una de las primeras disposiciones del novísimo y muy cuestionado gobierno de la Confederación, fue declarar libre al puerto peruano de Arica. A raíz de ello, el gobierno chileno, supuestamente considerando que con esa medida sus puertos serían despreciados por las marinas mercantes internacionales, lanzó contra el Perú, en 1837, una expedición que comandó el marino Blanco Encalada.
La resistencia peruana fue dirigida desde Arequipa por el general Cerdeña. Muy extrañamente, meses después, virtualmente sin conseguir ningún objetivo, y casi sin enfrentamiento alguno, los expedicionarios regresaron a Chile, sin que Cerdeña, que disponía de un ejército mucho más numeroso, les retuviera siquiera las armas. Mas los frustrados invasores habrían de retornar al año siguiente.
En efecto, fue así que en 1838 llegó al Perú la expedición dirigida por el general Manuel Bulnes (que tres años más tarde sería presidente de Chile). Pero cómo obviar que en el ejército dirigido por Bulnes llegaron, como parte de su estado mayor, los generales peruanos Antonio Gutiérrez de la Fuente y Agustín Gamarra, que habían sido presidentes del Perú en 1829; así como los también generales peruanos Juan C. Torrico, Juan F. de Vidal, Ramón Castilla (que llegó nada menos que como Jefe del Estado Mayor del ejército invasor), y Miguel de San Román.
En 1839, en Ancash, el ejército del general Bulnes, en la batalla de Yungay, liquidó la Confederación Perú–Boliviana. Entre los que combatieron como parte del ejército chileno estuvo también José Balta. Y entre los que con otras armas combatieron a la Confederación estuvo Domingo Nieto.
Después del triunfo “chileno” asumió nuevamente la presidencia Gamarra. A estos respectos, la historiografía chilena se precia de afirmar: Luego de su victoria de Yungay, el Presidente del Perú, Mariscal don Agustín Gamarra, le otorgó el título de Gran Mariscal de Ancash. Con ello, Manuel Bulnes inscribía su nombre en el escalafón del Ejército del Perú.
Con Gamarra, muy en consonancia con el cargo que había ocupado en el ejército invasor, fue Ministro de Hacienda el general Ramón Castilla. Éste, a los pocos meses de estrenado su nuevo cargo, firmó el primer contrato de explotación –consignación guanera. Y, en el mejor estilo del contrato suscrito, allí se inició la gigantesca farra. Castilla, sin realizar la más mínima evaluación de la riqueza que entregaba, la entregó íntegra a Francisco Quirós por 60 000 pesos que pagaría en dos años.
¡Sólo con la venta de 450 toneladas de guano Quirós recuperaba su plata! Mas las islas contenían más de 10 millones de toneladas del preciado producto.
En 1841, muerto Gamarra, le tocó el turno de la presidencia a Torrico. Éste anuló el contrato guanero celebrado por Castilla, pero para celebrar el propio, y sorprendentemente, con el mismo contratista y un nuevo socio, Aquiles Allier.
En 1842 le correspondió la presidencia a Vidal. Hizo también lo suyo. Anuló el contrato firmado por Torrico y suscribió el propio, con los mismos contratistas pero a los que se sumaron Poumaroux, Puimirol, Candamo y Gibbs y Cia.
En 1843, entre otros, le correspondió la presidencia a Nieto. Castilla asumiría luego el poder hasta en dos ocasiones, 1845–51 y 1855–62. Durante el primer período, sólo en 1847, celebró cinco contratos de préstamos internacionales por casi 2,2 millones de pesos (1 200 millones de dólares de hoy).
A San Román le tocó el turno en 1862. Y, finalmente, a Balta, en 1868, desde cuando se inició la construcción pero también el gran negociado de los ferrocarriles. ¿Tendría relación con esa farra su asesinato en 1872? Es decir, los militares peruanos que llegaron en el ejército chileno ocuparon la presidencia en por lo menos 21 de los 28 añossiguientes a su triunfo sobre quienes propugnaban el proyecto de la Confederación Perú–Boliviana. Con ellos, que sólo eran mascarones de proa del poder real, y quizá sólo recibieron migajas, la aristocracia obtuvo su mejor botín: los contratos guaneros.
La historiadora Margarita Giesecke sostiene que el período de 1825 a 1840 fue “una época bien importante y formativa de la república peruana” . Muy probablemente concordará con nosotros en que, con todo cuanto se hizo hasta 1840, bien correspondería decir en cambio que aquélla fue la época que se forjó la horma que deformó a la República peruana.
¿Habrá todavía alguien que considere que la de 1838 fue una invasión “chilena”? ¿No es absolutamente evidente que fueron la aristocracia peruana, y sus títeres con uniforme, quienes trajeron al ejército chileno para, liquidando al gobierno de la Confederación, volver a hacerse del poder político? Ahora que nos resulta tan evidente que la mafia fuji–montesinista buscaba perpetuarse en el poder para seguir realizando sus fechorías, y para salvaguardar su impunidad, ¿no hay lugar a pensar también que la empecinada sucesión en el Gobierno, de quienes llegaron en el ejército chileno, buscaba la perpetuación, no sólo para enriquecerse sino para utilizar el poder para limpiar su imagen, y específicamente del estigma de la traición? Quede ello para el análisis y la reflexión. Como también debe quedar para reflexión la asociación que puede hacerse entre el papel de los mencionados generales peruanos en ese penoso episodio de nuestra historia, y el rol que le cupo a la mafia fuji–montesinista en el sonado caso Lucchetti.
Por desgracia, el 99 % de los peruanos, y entre ellos la inmensa mayoría de los militares, desconoce esa historia. De allí que, aún hoy, a sus principales protagonistas se les sigue rindiendo tributo absolutamente inmerecido y avergonzante. Calles, avenidas, plazas, monumentos, colegios, instituciones de muy diverso género, promociones escolares y militares, distritos y provincias llevan sus nombres, rindiendo pleitesía a los maestros y mentores del impostor y su asesor.
No hubo en su tiempo quién desenmascarara a los fuji –montesinistas de antaño. Así, tuvieron tiempo, recursos, poder y escribas que les redactaran esa versión de la historia que hoy prevalece, “su historia”, en la que se les rinde tan grande como inmerecido tributo.
No están precisamente en los textos de difusión masiva, expresiones tan severas como éstas que transcribimos de Jorge Basadre : Sobre Antonio Gutiérrez de la Fuente, “un caudillo del mal. Su mejor arma fue la bajeza...”. Sobre Agustín Gamarra, “...sin sangre de héroe. Actuó con vileza... Creía que la república era un feudo que le pertenecía...”. Pero la historiografía tradicional sí recoge en cambio, harto complacida, éstas otras, pero complacientes y equívocas expresiones de Basadre 175: Sobre Ramón Castilla, “tuvo el desacierto de combatir la Confederación”. Sobre Balta, “la obra más importante de su gobierno fue la construcción de los ferrocarriles”.
Sobre Nieto, “se opuso equivocadamente a la Confederación”. ¿Desacierto? ¿La obra más importante? ¿Equivocadamente? Pues bien, ¿si aquélla no fue una invasión chilena, de cuál podemos hablar después de la Guerra del Pacífico? De ninguna, no obstante que en innumerables ocasiones estuvo largamente mejor armado que el Perú.
Así, no existe fundamento histórico alguno que pueda sustentar, y menos seguir sustentando, una “enemistad natural” y, en consecuencia, un peligro permanente. Ha habido sí, y subsiste en las mentes y corazones de muchos –y casi por las mismas razones de ecuatorianos contra peruanos–, animosidad y rabia, no sólo por la ignominiosa derrota, sino por las tropelías cometidas durante la guerra.
¿Mas alguien podría dudar de que esa animosidad que durante varias décadas han tenido los ecuatorianos contra nosotros, fue sistemáticamente alimentada y exacerbada por sus clases dominantes, y por los sectores más recalcitrantes de sus fuerzas armadas? ¿Se puede ser objetivo sin reconocer que exactamente lo mismo ha ocurrido entonces entre los peruanos contra los chilenos? ¿Y por qué los grupos de poder, pero también muchos militares (pero sobre todo los menos calificados, los más prepotentes y los más retrógrados), han sido siempre los que más han exacerbado la idea de la “la terrible, inexplicable y abusiva agresión chilena”? No nos cabe la más mínima duda: se erigió y se cebó ese mito para encubrir la verdadera causa de la guerra; y para encubrir la incuria, la ambición, la corrupción y la cobardía; esto es, para ocultar las verdaderas causales de la derrota. El cuco resultó siempre un magnífico recurso para disimular la verdad. Y para que quedaran impunes, y hasta oleados y sacramentados, los grandes responsables.
Por lo demás, y sin desmerecer un ápice los grandes méritos del general Cáceres, ¿acaso fue la resistencia militar peruana la que expulsó al invasor chileno? No, muchísimo más que ella pesó la presión internacional, y la norteamericana en particular.
Que fue la misma que años más tarde obligó a Chile a llevar a cabo el plebiscito en Tacna y Arica. Y que fue la misma que varias décadas más tarde –y no por simple casualidad poco después del ataque japonés a Pearl Harbor–, precipitó la firma del Protocolo de Río de Janeiro. Y que años después volvió a hacerse presente en el conflicto del Cenepa, aunque esta vez decididamente liderada por Brasil.
¿Cómo desconocer que, aun cuando aquel mundo era inmensamente menos democrático que el actual, el contexto internacional jugó un rol decisivo en la solución de algunos de nuestros más acuciantes problemas? Pero ello por cierto no es óbice para también seguir reconociendo el nefasto papel que ha jugado el imperialismo norteamericano en otros aspectos de nuestra vida republicana.
http://www.eumed.net/libros/2005/ak8/2a.htm