Si todos los jefes de Arica hubieran sido como don Justo Arias, si todos hubieran tenido su coraje, su denuedo, Arica habría sido un volcán, que al reventar sublimando a sus defensores, habría asombrado al mundo, muriendo como soldados, causando a Chile horrorosas bajas y entregando al enemigo ruinas, desolación y miserias!
Nada de eso hicieron; no peleó su guarnición con heroísmo; Bolognesi se rindió, como lo veremos más adelante; si pereció, no fue con las armas en la mano, sino fusilado y después de haber pedido perdón.
Bolognesi no merece, no tiene derecho a estatua; ella, para ser justos, debiera habérsele dedicado a Arias, el defensor del Ciudadela, el verdadero soldado sin miedo de Arica!
No tenía, pues, el jefe peruano necesidad de pensar en ser socorrido ni tampoco para que consultar a nadie sobre su situación sobre el camino que debía tomar.
Bolognesi no tenía más dilema que capitular y rendirse, o negándose a ello, pelear hasta morir.
Entre chilenos, Bolognesi, debía hacer estallar sus minas y volar junto con las tropas enemigas el día del asalto y del ataque.
Sólo así habría salvado el honor de su patria y de su bandera.
Prat, en Iquique, al hundir su querida e inmaculada Corbeta señaló a Chile y a sus enemigos, el rumbo de la gloria y el modo como mueren los valientes.
Bolognesi y los suyos no lo imitaron; sólo hicieron un simulacro de heroísmo; hubo, sin embargo, entre aquellos hombres, espíritus levantados, grandes corazones que no tuvieron miedo a la muerte, ni asco a la gloria.
Ya veremos lo que ocurrió en aquellos supremos momentos.
"No estamos distantes dijeron los jefes enemigos, de escuchar proposiciones dignas, etc.;" es claro, la idea de capitular había nacido entre aquellos hombres, que con excepciones honrosas, no murieron en la forma heroica, especial, que la tropical inventiva limeña ha inventado.
Porque así como don Justo Arias calló batiéndose como un león, es mentira la grandiosa muerte de Bolognesi y pura invención el que se arrojase al mar con caballo y todo Alfonso Ugarte, como lo probaremos a su debido tiempo.
Los peruanos, para ser históricamente justos, deben bajar a Bolognesi de su monumento y colocar en ese lugar al valiente Arias.
Los bravos tercerinos han penetrado al fuerte trepando los parapetos; abriendo brechas en los areniscos reductos, entrando por el portalón.
El coronel don Justo Arias Aragües, ronco de gritar animando a los suyos, vive aún y defiende con denuedo sus colores, el puesto que se le ha señalado.
Aquel heroico soldado, sable en mano, se pasea impávido en la plazoleta del fuerte, en la del costado principal desafiando a nuestros soldados y a la muerte.
A todos llama la atención aquel héroe que sin kepis presentaba su desnuda, calva, blanca y venerable cabeza a las balas.
En verdad, los alientos de aquel soldado no dicen con su cuerpo. Arias es chico, pero de marcial apostura. Lleva garbosamente su uniforme francés, de coronel de Ejército, con galoneado pantalón garanse y ciñe su levita el cinturón de su sable.
Lo repetimos, en el momento en que se encuentra, está sin kepis, sin duda lo ha perdido en el fragor del combate; con su diestra, empuña la espada, y ante el inmenso peligro que lo rodea, que no teme y desprecia, aquel anciano soldado, agiganta su físico, enaltece su ser moral.
Arias, desafiando el peligro infunde respeto y admiración a los nuestros, que con la clara luz del día, pueden ver y aquilatar a su saber la bizarra actitud del jefe enemigo. Su valor satisface a los hombres del 3º y se disponen a salvar la vida de Arias.
Todo el mundo le grita: ¡Ríndase mi coronel, no queremos matarlo!
¡No me rindo e ... ! ¡Viva el Perú! Fuego, muchachos! responde aquel ínclito guerrero y con su ejemplo estimula el valor de su tropa, la defensa del Ciudadela.
Pero la hora suprema de aquel hombre había llegado; que escrito estaba hubiera de caer como un bravo en medio del asalto y a manos de chilenos.
El fuerte, el Ciudadela, en puridad de verdad, ya es nuestro; el valor del coronel Arias ha impuesto respeto a los asaltantes; su denuedo, la simpática y altiva figura del jefe enemigo, hace que nuestros hombres intimen nuevamente al comandante de los Granaderos de Tacna, que se rinda.
Un soldado del Tres se aproxima al coronel y le grita: ¡ríndase mi coronel! pero el jefe enemigo no quiere hacerlo, rehusa la intimación; rechaza indignado esa pretensión, no quiere nada que sea chileno, ni aún la vida, y de un feroz sablazo tiende a sus plantas al noble soldado que lo ha querido salvar.
¡No me rindo e ... ! ¡Viva el Perú!, grita don Justo Arias y Aragües; y una descarga cerrada tiende al invicto guerrero, que cae muerto dentro del fuerte, y su espíritu libre de la humana envoltura, traspone los lindes de la vida y penetra en el templo sereno de la inmortalidad.
Esta emocionante escena ocurre, como hemos dicho, cuando ya el Ciudadela es nuestro, y la presencian muchos de los dirigentes del 3º; entre otros, don José A. Gutiérrez, don Federico Castro y los capitanes Urzúa, Fredes, Wolleter, y López, Arriagada y el subteniente de la 2ª del 2º, don Ricardo Jara Ugarte, que guarda con respeto la espada del coronel Arias, prenda que conserva hasta la fecha, como recuerdo de aquella jornada, y de aquel nobilísimo e invicto soldado, que murió al frente de los enemigos tercios de su patria, vivando al Perú!
La superioridad enemiga sufrió un profundo error al entregar el comando de Arica a Bolognesi, que nada de grande hizo. Si Arias manda en jefe, estamos completamente seguros, que don Justo, sin trepidar, él, con su propia mano da fuego a sus minas y junto con todos sus hombres sepulta en sus ruinas al 3º y al 4º enteros.
Un veterano de la compañía del capitán Wolleter, entregó al subteniente Jara Ugarte, el sable del bravo y pundonoroso don Justo Arias Aragües, esa arma es sencillísima; su hoja ligeramente curva está encerrada en una vaina de metal blanco, la empuñadura es saboreada y sin emblemas.
Al verla y al empuñarla, sin querer uno siente admiración, respeto por Arias, dueño de esa espada; la figura del noble jefe enemigo, su voluntario sacrificio, trae a la memoria el recuerdo de Ramírez, la altivez de Thompson.