Septimo_de_Linea escribió:Los chinos de Cerro Azul
(De Al Séptimo de Línea)
(Texto de Jorge Inostroza; Música de Guillermo Bascuñán)
Refalosa
Los libró el Príncipe Rojo
a los chinos de Cerro Azul;
los libró el Príncipe Rojo,
¡se acabó la esclavitud!
Y marcharon en legiones
tras el gran Patricio Lynch,
dejando las plantaciones
los siguieron hasta el fin.
"¡A cortar cabeza, diablo!",
gritaba Leo Tan Sin Chin,
"¡y a comerles los riñones
con palillos de marfil!"
Se cubrieron con mascarones
y avanzaron pa' Lurín
con banderas de dragones
siguiendo a Leo Tan Sin Chin;
y corriendo por las calles
entraron a la ciudad,
mucho antes que lo hicieran
las tropas del general.
Con furor vengaron los chinos
a los chinos de Cerro Azul;
rompiendo así sus cadenas
se acabó la esclavitud.
Ellos fueron la avanzada
para el gran Patricio Lynch,
y murieron cual valientes
siguiendo a Leo Tan Sin Chin.
Aqui todas las canciones de Willy Bascuñan, incluida "Los Chinos de Cerro Azul"
Lynch no sólo llegaba sano y salvo, sino que además traía, junto con su último rezagado o herido, un rico botín de reses que alimentaron por algunos días al ejército, cabalmente cuando éste se hallaba privado de carne por no sé qué causas.
Traía también el coronel un numeroso cuerpo de humildes, pero hacendosos auxiliares que, desde luego, venían aliviando a los soldados del peso de sus cargas y que más tarde habían de prestarnos muy señalados servicios domésticos: los chinos esclavos en las haciendas de caña del opulento valle de Cañete y otros.
Mucho se ha hablado de la presencia de estos chinos en nuestro campamento. Aun han dicho algunos que formaron un cuerpo de combatientes y que su capataz reconocido, el famoso Quintín Quintana, tuvo grado militar en nuestras filas.
Los chinos, al llegar a Lurín detrás de Lynch, celebraron su cónclave; mataron un gallo y mezclaron su sangre con la de sus venas y, después de reconocerse redimidos por el coronel de una odiosa esclavitud, juraron morir como un solo hombre por la causa de Chile.
De allí salieron a la plaza de la hacienda, en cuyas casas estaba el general en jefe, y Quintana hizo por todos la relación de sus desdichas y el ofrecimiento de sus servicios, terminando con estas sencillas palabras en su jerga característica: «Si tú dice mata, mata; si quema, quema; si molil, muele; nosotlos pol ti».
Por lo pronto, los chinos pasaron a ser los asistentes de los soldados de la división Lynch, los cuales ya no daban un paso para encender un cigarro o agenciar un jarro de agua. Se hacían servir indolentemente por ellos.
Y la buena voluntad y alegría de aquellos infelices no tenía límites y llegó al colmo, cuando se les repartieron trajes flamantes de brin y lograron que se les cambiara la ración de porotos por otra de arroz.
¡Pobres chinos! Fue toda una comedia su respetuosa solicitud sobre cambio del alimento que sus débiles estómagos no podían resistir.
Reunido una mañana para recibir el almuerzo, entonaron un coro, casi fúnebre por el acento, cuya letra decía: ¡Poloto no! ¡Poloto no!
Y todos se apretaban la barriga, demostrando en vivísima pantomima los retorcijones del cólico.
Desde entonces se les dio su grano favorito, y con esto se disipó la única nubecilla que tenía el cielo de su dicha.
Cuando el ejército levantó sus tiendas para dar batalla, los chinos pasaron a servir en las ambulancias y sirvieron especialmente, y de manera muy eficaz, transportando sus enseres y ayudando a recoger los heridos del campo.
Si en el tumulto del combate algunos se echaron su cuarto de espadas, aprovechando el rifle de los soldados caídos para uno que otro tirito de desahogo, eso lo hicieron en detalle y como simples aficionados solamente.
Se habló de varios que habían demostrado un raro valor.
Respecto al coronel Lynch, los chinos le guardaron siempre respeto y gratitud tan profundos que acaso no fuera raro oír su nombre en la China, pronunciado como un benefactor de esa raza tan cruelmente vendida y explotada.
Más tarde, en Lima, veíanse por las calles muchos chinos que imploraban la caridad pública, mostrando algunas dolencias verdaderamente horripilantes, y casi todos decían haber sido libertados en la expedición Lynch.
Recuerdo, entre ellos, a uno que no contaría más de treinta años de edad, hasta donde es posible calcular la vida en las caras prematuramente envejecidas de los fumadores de opio. Tenía este infeliz los pies hinchados más allá de toda ponderación y contaba que su enfermedad le provenía de haber estado nueve años con grillos en la cárcel de una hacienda, cuyas puertas le abrió el voluntario Villarroel, por orden de Lynch.
Otro chino, que era ciego, refería que había perdido la vista al salir a la luz del sol después de otros tantos años de celda obscura y solitaria que también le fue abierta por manos de Lynch.
Por esta gratitud de los chinos, en parte, y en lo demás por la relación de los recién llegados, fuéronse sabiendo, poco a poco, en el campamento, los pormenores de la hazaña que acababa de realizar el coronel Lynch con tanta fortuna y acierto.
Sólo se oían las letras de su nombre.
Por todas partes, el relato entusiasta de sus hechos.
Había velado infatigablemente por todos los suyos.
Había rendido a los más fuertes y animosos en las marchas.
Había admirado a todos por su increíble sereno valor.
Ninguno habíale sorprendido un instante de fatiga, de vacilación o de flaqueza.
Austero y a veces hasta duro en mantener las disciplina, lo había sido mucho más con su propia persona, a vista de todos.
Un inmenso aplauso saludaba todo eso, y el nombre del coronel comenzó a resonar en el campamento como una nueva diana y su personalidad a atraer las miradas de todos cual la luz de un astro que se levanta en el cielo obscuro: el astro que en vano se buscaba en el horizonte del ejército, tan poblado de estrellas como pobre entonces de grandes constelaciones.
Y el instinto de la muchedumbre dijo:
-He allí un hombre.
Porque había reconocido en el coronel Lynch la más alta de las prendas que después labraron las fortunas de su carrera y el timbre mayor de su gloria: su estoica sumisión al deber.
Bajo La Tienda
Daniel Riquelme