Ayer leí un avance editorial de un libro llamado "El desencanto", Por qué ya no soy «pogre»: las memorias de un izquierdista desencantado.
Y al hilo de esto, os entresaco un parrafo.
Al final llegué a una conclusión que el 11 de septiembre ya había confirmado brutalmente: en el mundo había otras fuerzas al acecho, mucho más malignas que Estados Unidos. Pero una vez establecida esta comparación fundamental entre las distintas amenazas internacionales, ¿podía considerar zanjado el replanteamiento político que me había propuesto? Si me había equivocado acerca del peligro relativo que representaba EEUU, ¿no podía estar equivocado también acerca de todas las demás cosas que hasta entonces me habían parecido ciertas? Traté de reprimir este pensamiento con todas mis fuerzas, intenté rodear con un cerco la situación global, admitir su carácter excepcional y conservarla en un lugar separado de mi mente. Decidí ignorar todo lo que pudiera constituir un tema de reproche. Había invertido demasiado en la imagen de mí mismo como «progresista». Algunos principios básicos no podían cambiar. Yo comulgaba con la idea, por ejemplo, de que todos los males sociales eran debidos a la desigualdad y al racismo. Sabía que el delito no era más que una consecuencia de la pobreza, que ser británico era algo de lo que avergonzarse, nunca algo de lo que enorgullecerse, y que ser blanco era llevar una irrenunciable carga de culpa. Sostenía la opinión, o al menos no estaba preparado para ponerla en duda, de que aunque todas las culturas no tenían el mismo valor, no se podía censurar ninguna, salvo, por supuesto, la cultura occidental, que había que condenar siempre que se presentase la ocasión. Muchas veces, claro está, había citado la famosa frase de Mahatma Gandhi cuando le preguntaron qué pensaba de la civilización occidental: «Sería una buena idea.»
También estaba convencido de que Israel era la causa de la mayor parte de los problemas de Oriente Próximo. Todo esto era innegociable para cualquier persona decente. Yo no podía cuestionar estas verdades adquiridas sin poner en cuestión mi propia identidad. Y me sentía demasiado cómodo viéndome a mí mismo como un hombre de bien, alguien que piensa lo que hay que pensar, como para arriesgarme a desbaratar esa imagen. Me veía a mí mismo como alguien que comprendía el mundo, y para mantener esa percepción era indispensable que no intentase comprenderme a mí mismo.
El último asalto
En cierto sentido, el 11 de septiembre fue el último asalto, una afirmación mortífera de una nueva realidad, o más bien una realidad que ya existía pero que preferíamos no ver. Durante muchos años yo había absorbido una noción del progresismo que era pasiva, derrotista, impregnada de culpa. Los sentimientos de culpa dominaban mi visión del mundo: culpa por el pasado colonial, culpa por ser blanco, culpa por ser de clase media, culpa por ser británico. Pero si yo era culpable, el 11-S hizo añicos mi inocencia. Más que cualquier otra cosa, nos obligó a todos nosotros a despertar y a abrir los ojos a la realidad. Tardé muchísimo en aceptar ese desafío, porque, aunque casi enseguida me di cuenta de que el 11-S cambiaría el mundo, pasarían varios años antes de que aceptase que también me había cambiado a mí. Yo estaba equivocado. Y esa historia, al fin y al cabo, era mi historia.
Aquí podeis leer la reseña entera, merece la pena.
http://www.larazon.es/noticia/por-que-y ... sencantado
Saludos.
We, the people...
¡Sois todos un puñado de socialistas!. (Von Mises)