La Pugna Continuación de "El Visitante"

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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En la estrecha cabina del ligero bimotor los dos tripulantes conectaron sus equipos de oxígeno, necesarios a tan gran altura, y pusieron rumbo hacia el sudoeste. Cuando cruzaron la frontera empezaron a hacer fotografías. Sobrevolaron el cauce del pantanoso río Siret, pero se volvieron antes de llegar a Ploiesti. Durante su vuelo los pilotos pudieron ver las estelas formadas por dos cazas, pero no pudieron darles alcance.

Tras revelar las fotografías, los analistas pudieron ver las líneas de fortificaciones que se estaban construyendo. No eran demasiado extensas: algunas trincheras alrededor de las principales localidades, unos pocos emplazamientos para la artillería. Las obras estaban casi vacías: solo se veían algunos centinelas, y los soldados seguían en los cuarteles. No pudieron ver tanques ni signos de presencia alemana.



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Los vigilantes recorrían el perímetro y la valla que protegía un apartadero en Floridsorf. En él los operarios se afanaban con los tanques Panzer III, quitando el lastre de sacos de piedras antes de desembarcar los blindados. Luego los llevaban a unas grandes naves.

En su interior los tanques se desmontaban: una grúa retiraba la torre, mientras otros obreros soltaban los bloques laterales. Luego los bloques, construidos con chapas ligeras, se plegaban y se metían en cajas. Solo quedó un pequeño camión, al que le instalaron otra torre y unos bloques diferentes. Luego salió por el otro lado, convertido en un Panzer II. El “tanque” fue montado en otro tren y fue lastrado para simular el peso de un tanque, esta vez no con tierra sino con munición. Luego el convoy salió hacia el este.

En otros apartaderos secretos los Panzer III y IV eran modificados para parecer tanques ligeros, antes de volver hacia el Gobierno General y los Balcanes.



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Nicole, se acerca el momento en que volveré a abrazarte. Porque por fin tengo a Julius.

Julius era muy escurridizo, tanto como Joseph o más. Ni siquiera se reunía con Johan, ya que tenía su propio sistema para comunicarse: una radio, suficientemente potente como para enviar y recibir mensajes. Yo sospechaba que esos traidores usaban algún medio de ese tipo, pero resulta dificilísimo localizar esas emisoras. Pedí a mi jefe que lo intentase, pero me dijo que resultaría muy difícil y que, además, podría alertar a nuestra presa.

Pero una cuerda tiene dos extremos. No podía encontrar la emisora de Julius pero ¡sabía lo que estaba buscando! Porque Johan estaba pidiendo a Joseph que investigase los movimientos de tropas en la antigua Polonia. Solamente saber eso ya justificaba el esfuerzo que costo dar caza a Joseph. Pero por si quedasen dudas, habíamos detectado aviones de reconocimiento que cruzaban la frontera y se volvían. Mi jefe ordenó que no fuesen molestados. Mejor dicho, organizó una cuidada coreografía según la cual nuestros cazas despegaban tarde y fracasaban en interceptar a los intrusos. También preparó un buen decorado destinado a confundir a nuestros indeseados visitantes. Pero corríamos el riesgo de que algún otro informador descubriese el pastel. Y allí era donde entraba Julius.

El jefe ordenó que se intensificase la vigilancia en estaciones de tren, puentes y carreteras, y que si se encontraba algún intruso, se le identificase y, por inocente que pareciese, se le investigase a fondo. Así encontramos a Jörg. Un soldado que dando un paseo se había extraviado. Hasta allí todo normal, hasta que uno de los centinelas encontró unos metros más allá un papelito que mostraba que Jörg tenía una curiosa afición por la circulación de trenes y, sobre todo, por su carga.

Jörg no era más que un niñato de buena familia que encontraba divertido jugar a los espías para servir a la Revolución. Ese juego tan entretenido se le arruinó cuando lo detuvieron. El crío se derrumbó cuando le enseñé las fotografías de la cabeza de Jürgen después de su afeitado radical. El chiquillo se derrumbó y delató a toda la red que, al final, no era sino un grupito de aficionados que no sabían cubrir sus rastros.

Cayeron Jens, Julian, Jannick, Jakob y, al final, Julius. Julius era el único profesional de toda la red, y me costó un poco más quebrarlo. Nicole, no te contaré como lo hice, porque no quiero que me odies.



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Novena parte

Capítulo 41


Enrique Manera Bassa. El buque en la Armada Española. Op. cit.

Enfrentada a las urgentes necesidades de la nueva guerra, la Armada se vio obligada a anular el ambicioso Plan Naval de 1939.

El Plan Naval de 1939 era el desarrollo de un proyecto de 1938 que fue aprobado el 8 de septiembre de 1939. Preveía la construcción de una gran flota de 4 acorazados, 2 cruceros pesados, 12 cruceros ligeros, 54 destructores, 36 torpederos, 50 submarinos y 100 lanchas torpederas. Se debía ejecutar en once años, y el coste ascendería a 5.500 millones de pesetas. Para el desarrollo del plan se pretendía contar con la ayuda de Alemania e Italia, y se iniciaron contactos con constructoras como la italiana Ansaldo. Sin embargo, la entrada en guerra de Italia y casi inmediatamente, la de España, hicieron que se reevaluasen las necesidades de la Armada.

Las dificultades parecían insuperables incluso antes del ataque del Reino Unido a España. La industria naval española tenía poca experiencia en la construcción de buques de guerra modernos: hasta los cruceros pesados de la clase Baleares se basaban en diseños británicos de finales de los años veinte. La Sociedad Española de Construcciones Navales (SECN), empresa de capital inglés que había dominado la industria naval española durante treinta años, había ofrecido la construcción de los modernos destructores de la clase Tribal. Pero la Armada desconfiaba de la SECN, pues en varias ocasiones la sociedad había impuesto a la Armada diseños que esta no consideraba adecuados para sus necesidades (como los destructores de la clase Alsedo, cuyo rendimiento había sido pobre). Además tras el comienzo de la Guerra de Supremacía los técnicos ingleses habían sido repatriados, y la hostilidad creciente entre España e Inglaterra auguraba que esta última potencia no prestaría la ayuda técnica que se consideraba imprescindible. Considerando que la SECN no podía hacer frente a sus obligaciones, la Armada anuló el contrato que la ligaba con ella, y el control de los astilleros militares pasó al Consejo Ordenador de Construcciones Navales Militares. España intentó llegar a un acuerdo con la empresa italiana Ansaldo, pero la entrada en guerra de Italia retrasó la ayuda transalpina.

Además el traicionero ataque británico que llevó de nuevo la guerra a España planteó nuevos problemas a los que la Armada tenía que hacer frente. Los submarinos y los aviones británicos atacaron la navegación de cabotaje en el Cantábrico, de la cual dependía el transporte del carbón asturiano. Las siderurgias vizcaínas, que ya tenían problemas para suministrar acero con las calidades requeridas (lo que afectó al rendimiento de varios de los buques construidos en ese periodo), tuvieron que disminuir su producción. En tal situación el Plan 1939 parecía irrealizable. Aunque no fue anulado oficialmente hasta la promulgación del Decreto Ley del 13 de noviembre de 1941, los astilleros españoles estaban trabajando en otros tipos de barcos que se consideraban de mayor urgencia.

La primera medida adoptada fue la finalización de los buques en obras: tres submarinos de la clase ‘D’, dos cañoneros de la clase Eolo y dos destructores de la tercera serie de los Churruca: aunque se trataba de barcos de diseño anticuado y se había considerado su desguace para sustituirlos por tipos más modernos, la realidad aconsejó su finalización al ser los únicos que podían ser entregadas en un corto plazo. Fue una decisión afortunada, pues eran buques que tuvieron un rendimiento razonable. Incluso se consideró construir unidades adicionales de las dos últimas clases, pero finalmente la Armada se decantó por otros diseños. La excepción fueron los submarinos clase ‘D’, en cuya construcción tuvieron que afrontarse serios problemas técnicos. Tras un grave accidente sufrido con el D-1 en Mazarrón, la construcción de los D-2 y D-3 fue suspendida, y finalmente acabarían siendo desguazados en grada.

Como medida de emergencia fueron militarizados un buen número de pesqueros de altura, muchos de los cuales ya habían servido durante la Guerra Civil en las flotillas de “bous”. Aunque se trataba de unidades muy heterogéneas, se pueden clasificar en dos tipos: unos eran pesqueros de altura (la mayoría, antiguos bacaladeros), de 1.000 Tn de desplazamiento o más, que actuaron como escoltas costeros. Otros eran barcos menores que fueron utilizados como patrulleros o para la guerra de minas, aprovechando que su casco era de madera. Por desgracia los bous, que tan buen servicio habían prestado unos años antes, resultaron completamente inadecuados para enfrentarse a la Royal Navy. Varias unidades se perdieron tras ataques aéreos (a los que fueron sumamente vulnerables) o en enfrentamientos con submarinos y destructores británicos. Tras el combate del Cabo de Ajo, en el que una flotilla de destructores ingleses hundió a tres mercantes y dos bous de escolta (entre ellos el famoso Galerna), se reconoció la inadecuación de estas unidades, que fueron relegados a misiones de vigilancia costera.

Simultáneamente se preparó un plan de emergencia destinado a proveer a la Armada de unidades modernas que fuesen adecuadas para las misiones de escolta. Tras renunciar a la construcción de destructores adicionales de la clase Churruca se estudiaron tipos extranjeros, que finalmente se descartaron: los barcos de diseño alemán se consideraron excesivamente complejos, y los italianos, inadecuados para las tormentosas aguas atlánticas. Finalmente se aprobó el proyecto de los torpederos de la clase García de los Reyes (que llevaban los nombres de jefes de la Armada asesinados en 1936), que eran buques inspirados en los Orsa italianos aunque con dimensiones mayores. Estaban propulsados por calderas Yarrow y turbinas Parsons, equipos bien conocidos por la Armada y que dieron buen resultado. El armamento, los equipos electrónicos y de dirección de tiro eran de origen alemán. Se encargaron 24 unidades que empezaron a ser entregadas a la Armada a partir de 1942. Los García de los Reyes dieron buen servicio aun tratándose de barcos pequeños de diseño algo anticuado. Las unidades supervivientes sirvieron en la Armada hasta los años sesenta.

La necesidad de unidades ligeras capaces de enfrentarse a las lanchas cañoneras británicas llevó construir las lanchas de la clase LT-27, de diseño alemán muy moderno, más apto para operar en el tempestuoso Cantábrico que las MAS italianas. La primera unidad fue finalizada en el Arsenal de la Carraca en noviembre de 1941, y se entregaron 41 unidades durante la guerra. Las primeras fueron trasladadas al Cantábrico a través de la red de ríos y canales franceses, y su llegada supuso una desagradable sorpresa para los destructores de la Royal Navy. Tras la pérdida del Kipling, torpedeado frente a Avilés, y el hundimiento del Costwold y del Escapade por ataques aéreos, los barcos británicos se alejaron de las costas españolas.

También se solicitaron barcos que pudiesen ser construidos en astilleros civiles. Los cañoneros de la clase Noya (equivalentes a las corbetas de otras marinas) estaban basados en planos de bacaladeros, ya que se pretendía que tras la guerra pudiesen ser vendidos a armadores civiles. Desplazaban 890 Tn y tenían una única hélice. Las primeras unidades estaban propulsadas por motores diésel, pero las dificultades encontradas por la industria civil obligaron a que la mayor parte de las unidades construidas en 1941 y 1942 llevasen una planta de vapor de triple expansión, de diseño obsoleto pero que podía ser reproducida por la industria civil. Los cañoneros eran buques muy marineros y, dependiendo del estado de su maquinaria, alcanzaban entre los 15 y los 17 nudos. Estaban armados con un cañón de 10,5 cm (en algunas unidades se sustituyó por cañones de 10,1 cm almacenados, procedentes de barcos dados de baja), cañones antiaéreos de 2 cm y cargas de profundidad. En las unidades construidas a partir de 1943 el cañón de 10,5 cm fue sustituido por antiaéreos de 3,7 cm.

Con la misma intención de su transformación en pesqueros una vez acabada la guerra se diseñaron los patrulleros de la clase Urgull. Eran unidades mucho más pequeñas, de casco de madera, con 190 Tn de desplazamiento y propulsadas por motores diésel o de gasolina según la disponibilidad. Estaban armadas con ametralladoras y cargas de profundidad, aunque llevaron también cañones de 2 cm.

Los primeros Urgull entraron en servicio en abril de 1941, y los Noya a partir de agosto del mismo año. Los Urgull, muy ligeros, sirvieron sobre todo como patrulleros, mientras los Noya sustituyeron a los bous en las misiones más comprometidas, especialmente la vigilancia del Estrecho de Gibraltar, donde consiguieron grandes éxitos: entre septiembre y diciembre de 1941 hundieron tres submarinos ingleses.

Los resultados de este plan pueden calificarse como positivos. En un plazo de tiempo breve (dos años) se construyó un número muy importante de unidades que supusieron un bienvenido refuerzo para la Armada Española. Los barcos fabricados eran sencillos y de capacidad limitada, pero resultaron fiables y resistentes. La construcción del gran número de unidades solicitadas requirió mucha mano de obra, lo que solucionó el paro crónico de algunas regiones españolas. Además permitió que los astilleros españoles se familiarizasen con las técnicas modernas de construcción naval, lo que los capacitó para afrontar el mucho más ambicioso programa naval de 1942.



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Egil Khersi. Inferno e paradiso: la mia battaglia in Canarie. Op. Cit.

En cuando los Pichis dispararon toda su munición y los aviones que venían del Sáhara acabaron con los hidros de reconocimiento, los guerrilleros salieron corriendo a toda prisa. Veíamos que desde Gando había salido una gran columna en nuestra persecución. Como iban en camiones los canadienses debieron creer que nos podrían dar caza, pero los guerrilleros canarios tenían ya sobrada experiencia. En lugar de seguir por el fácil camino del valle —lo de fácil es un decir, porque la ruta serpenteaba por el fondo de un barranco encajado entre acantilados—, Paco nos llevó por un sendero que ascendía por la montaña, en la que los lugareños habían construido estrechas terrazas para cultivar la fértil tierra volcánica. Era una pena ver todos esos bancales abandonados, ya que los británicos habían obligado a los lugareños a trasladarse a campos de concentración en el norte de la isla en los que apenas podían vivir.

Paco nos iba contando lo ocurrido.

—Mirad hacia ahí ¿veis esas ruinas? Era una aldeíta que se llamaba Cazadores. Allí vivían unas cuantas familias. Buena gente, que no se metían con nadie pero que siempre tenían para nosotros un poco de gofio o algunas papas. Los herejes lo supieron, porque ya sabéis que hasta en el paraíso hay serpientes, y un resentido malnacido se fue con el soplo a los sacrílegos. Un mal día se plantaron allí esos canadienses del demonio para apresar a los lugareños, robar sus ganados y quemar sus casas. Mi tío Salustiano, un abuelo al que todos querían, se encastilló en su casa con una escopeta, que buenas perdigonadas dio a los bárbaros hasta que esas alimañas prendieron fuego a la casa. Cuando el tío Salustiano no podía respirar lo sacaron y lo destriparon con sus bayonetas delante de todo el mundo.

Le respondí que esos crímenes avergonzaban a los ingleses, pero entonces Paco sonrió torvamente y repuso.

—¡Ja! No lloréis por el tío que bien que lo vengamos. No mucho después fue cuando los cabrones asesinaron al comandante Pepe, y unos cuantos amigos nos dijimos que la sangre pedía sangre. Salimos una noche y nos colamos cerca de Gando, hasta que pillamos a media docena de herejes despistados que ahora hacen compañía a Pedro Botero. Nosotros les ayudamos a que se fuesen al infierno animándoles a que maldijesen antes de morir, que no os imagináis los juramentos que soltaron cuando les arrancamos las uñas. Seguimos trabajándolos un poco hasta que se enteró el Artista. Al Artista le gustan los petardos y es buen jefe pero ha salido demasiado compasivo, y vino diciendo que no quería que los matásemos. Pero cuando vio como estaban pensó que mejor sería ultimarlos, y eso hicimos con un hierro parecido al que habían usado con Salustiano ¡Feto, enséñales ese cuchillito! —gritó a otro guerrillero.

El tal Feto nos mostró un cuchillo de mango de palo, con una hoja oxidada llena de melladuras, mientras decía—: Yo mismo preparé el cuchillito, que le di con una piedrita en el filo para mellarlo un poquito. Luego les rebané el pescuezo a los herejes, pero como la herramienta no cortaba mucho y solo daba enganchones, tuve que hacerlo despacito. —Entonces se echó a reír.

Me estremecí pensando cómo eran esos hombres que me acompañaban. Paco siguió —. Lo mejor fue cuando pillamos al hijo de mala madre que había ido con el cuento a los herejes. El Artista nos había ordenado no tocarle ni un pelo a cualquier prisionero que hiciésemos o nos las veríamos con él. Decía que si los seguíamos torturando no se querrían rendir ¡Qué nos importa que se rindan si lo que queremos es mandarlos al diablo! Pero somos soldados —Paco lució el brazalete con la bandera española— y órdenes son órdenes. Desde entonces tenemos que entregar al Artista a los canadienses que pillamos, aunque de vez en cuando se nos olvida alguno. Pero el jefe no dijo nada de los traidores, y el bastardo pagó por todos. Feto —dijo mirando al otro guerrillero, que sonrió enseñando los dientes— es un hacha con las navajitas, y se las arregló para que el traidor le durase un par de días. Un cortecito, un toquecito con hierro rusiente para que no sangrase y aguantase más, otro rasgoncito, este dedito que le sobra…

Preferí no continuar con aquella conversación. La guerra de guerrillas era salvaje, pero una cosa es tener saberlo con la cabeza y otra oírselo a los partisanos. Acaricié la pistola que llevaba en la cintura y resolví que no me dejaría coger vivo.

Seguimos ascendiendo por la ladera viendo como la columna canadiense tomaba una estrecha carretera y subía a toda velocidad. A ese paso pronto nos desbordarían, pero entonces el coche que encabezaba la columna desapareció en una bola de fuego.

—¡Bien por el Artista! —dijo el sargento Román.

Pero Paco no nos dejó que nos entretuviésemos.

—No os paréis que no son los únicos que nos buscan. Mirad hacia ahí —dijo señalando una columna de humo que se elevaba al norte, más allá de las montañas—. Por Tenteniguada vienen más herejes para atraparnos.

Seguimos subiendo por la ladera. Paco nos dijo que aprovechásemos que el aeródromo estaba para el arrastre, que si no seríamos pasto para los Lysander. Pasamos por el borde de una caldera volcánica con unos campos de cultivo en el fondo —la caldera de los Marteles la llamaban— y seguimos ascendiendo, pasando por encima de unas grandes peñas que llamaban los Roques. Al fondo se veía Tenteniguada, o lo que quedaba de ella tras la batalla que había tenido lugar allí unos meses antes. Escuchamos alguna explosión, y Paco nos dijo que sería algún artefacto del Artista. Tardamos un par de horas en llegar a lo alto. A medida que nos adentrábamos en el interior Paco nos empezó a señalar hacia las montañas que lo rodeaban, diciendo—: Allí está el amigo Poncho, y ahí debe estar el Flaco con las Nicanoras. Si los tontos de los herejes se meten aquí ya veréis qué risas.

Desafortunadamente para los británicos, estaban tan enfurecidos por el bombardeo del aeropuerto que se comportaron como el toro que embiste la muleta sin saber que detrás le espera el estoque, y siguieron montaña arriba sin mirar donde se metían. Unas patrullas de guerrilleros se mantuvieron delante de los canadienses, dejándose ver de vez en cuando. Me dijeron que llevaban parihuelas —vacías— para que pareciese que estaban intentando evacuar heridos. Ya solo nos seguía una columna enemiga, la que llegaba desde el norte, pues la que venía de Gando había renunciado tras meterse en un campo de minas. Los que venían del norte, como era tarde, se detuvieron para pasar la noche en un pueblecito que se llamaba Hoya del Gamonal, que para variar estaba arrasado. Nosotros nos quedamos en la montaña, encima del enemigo. Durante toda la noche fueron llegando más y más guerrilleros.



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Mensaje por kaiser-1 »

Algo me dice que el fresco de la montaña canaria no es muy sano para los herejes :twisted: :twisted: :twisted:


- “El sueño de la razón produce monstruos”. Francisco de Goya.
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Mensaje por Domper »

Esos profetas que saben lo que va a pasar ¿Y si lo he reescrito, qué?



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Mensaje por zaptor »

«Difícil de ver. Siempre en movimiento el futuro está.»


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Mensaje por kaiser-1 »

Me remito a los hechos anteriormente relatados por el interesado varias páginas atrás. El aire serrano era tan fresco que algunas patrullas se dormían y no despertaban (me imagino que la culpa la tendrían los recuerdos de Albacete, los souvenirs de acero toledano que se fijaban a la boca de fusiles y demás parafernalia de cuchillería y armas blancas que tanto nos gusta por éstas tierras y no el fresco de la montaña canaria) :green: .


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Mensaje por Domper »

Ya, ya, y el haber leído lo que se puso en cierto foro dedicado a la Segunda Guerra Mundial no ha influido en la presciencia, supongo.



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Mensaje por kaiser-1 »

Como dice el dicho: "Lo que se lee en el foro, se queda en el foro" :green:


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Al amanecer nos despertó un tremendo bombardeo. Desde nuestra posición, casi en lo más alto de la isla, pudimos ver lo que ocurría. Paco se puso a saltar de gozo.

—¡La Armada, es la Armada que llega para machacar a los herejes!

Desde lo alto veíamos dos cruceros que disparaban sus cañones contra la base aérea de Gando. Más al norte, en la capital, también se elevaban columnas de humo, mostrando que el Puerto de la Luz estaba recibiendo su ración de trilita.

Pero entonces empezamos a escuchar explosiones mucho más cercanas.

—¡Son las Nicanoras! Ahora verán los herejes.

Los proyectiles de cañones y morteros empezaron a caer sobre el pueblecito en el que habían pasado la noche los canadienses. La posición debió parecerles segura la tarde anterior, pues Hoya del Gamonal se encarama en una peña que no parece mala para defenderse si los asaltaba unan bandas de desharrapados. Sin embargo los que atacaban a los canadienses no eran unos pocos bandoleros, sino un batallón apoyado por ametralladoras, cañones y morteros. Al estar el pueblo en alto, pero dominado por las laderas, las ruinas se convirtieron en una galería de tiro, con los canadienses atrapados sin atreverse a asomar la nariz, mientras los guerrilleros se les echaban encima.

Los españoles bajaron por unas amplias terrazas que daban a la degollada —el collado— que unía la peña en la que estaba el pueblo con la ladera. Ahora fueron los guerrilleros los que quedaron en terreno abierto, y los canadienses rechazaron un primer asalto. Pero tras otro bombardeo de los cañones los españoles se hicieron con el paso, haciendo que la posición enemiga fuese indefendible.

El oficial que los mandaba —un tal capitán Berthiaume— descubrió de pronto que estaba metido en una ratonera. Tal vez si hubiese escapado al escuchar los primeros disparos hubiese tenido alguna opción. Pero debió pensar que los Lysander le sacarían del apuro, sin saber que ya solo eran chatarra, y esperó demasiado. Luego ordenó la retirada por la empinada ladera que llevaba al valle, pero las ametralladoras segaron a los que intentaron descender por el terraplén. Resignado, el capitán envió a un subteniente con una bandera blanca. El canadiense exigió que se le diese paso libre al valle; el Artista contestó que todo lo que prometía era respetarles la vida hasta que fuesen sometidos a juicio por crímenes de guerra. El canadiense rehusó, pero un nuevo cañoneo —Aramburu no quería perder hombres inútilmente— demostró a los enemigos que teníamos municiones de sobra, y no les quedó otro remedio que entregarse.

A pesar de las promesas los guerrilleros no hubiesen dejado canadiense vivo, y el Artista sudó sangre para conseguir que se les permitiese vivir. Yo creo que el argumento que hizo mella en sus hombres fue que Aramburu había empeñado su palabra, y que en ella iba su honor. Los españoles son hombres extraños, tan pronto capaces de las peores crueldades como jugarse la vida por la palabra dada. Por lo que sé solo un par de heridos perecieron pero por no poderse hacer nada por ellos. Todos los demás sobrevivieron, aunque no creo que disfrutasen de la experiencia. La guerrilla había prometido respetar sus vidas, pero no iba a tratarlos como ha invitados. Los españoles azuzaron a sus prisioneros hacia la montaña y más de uno se llevó un pinchazo con las bayonetas. Los heridos eran un problema que el Artista resolvió liberándolos. También soltó a los prisioneros que le parecieron más jóvenes para que llevasen a los heridos en angarillas. Hasta les proporcionó escolta. Solo les exigió una cosa: que entregasen un mensaje en el que prometía que los prisioneros seguirían vivos, e incluso enteros, si los canadienses respetaban las reglas de la guerra.



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Relato de Víctor Loreto Leñanza

Tras el desaguisado que habíamos hecho en el Puerto de la Luz tocó hacer limpieza. Es decir, que nos dimos un garbeo por los alrededores de Gran Canaria a la caza de esos patrulleros británicos que tan molestos habían sido. Mal lo pasaron los pobres, porque esos barquitos eran antiguos pesqueros, como nuestros bous, que poco podían hacer contra un crucero de verdad. Ante la noticia de nuestra presencia salieron corriendo como alma que lleva el diablo… o eso les hubiese gustado, porque esos patrulleros en vez de motores llevaban unas cafeteras asmáticas que bastante hacían con moverlos. Desde luego no podían ni soñar con escapar de nuestros barcos, y tampoco tenían muchos sitios para esconderse, porque en toda la costa norte de Gran Canarias apenas hay algún fondeadero. El mejor, Agaete, además de caerles lejos, estaba demasiado cerca de Tenerife y de nuestros aviones. Media docena de barquichuelos y un par de lanchas mandamos al fondo, dejando las aguas canarias limpias de polvo y paja.

También fue ocasión para que una pequeña flotilla de transportes, formada por los pequeños vapores Castilla del Oro —el antiguo Stangrove, que tanta lata nos había dado durante la Guerra Civil—, Esles, Gaviota y Asunción, diesen el salto desde la costa marroquí hasta el pequeño puerto de Mogán, al sur de Gran Canaria. Eran barcos pequeñitos, seleccionados por estar en tan mal estado que no importase perderlos. Tras dejar su cargamento, nada menos que una batería de cañones de campaña y tres mil toneladas de provisiones, municiones, ametralladoras y qué sé yo que cosas, los cascarones quedaron arrumbados en Mogán. Aunque ahí los barcos corrían más peligro que el cliente de un barbero con hipo, se pensó que la vuelta a Marruecos resultaba temeraria incluso para mí, el mayor experto en naufragios de la Armada. Además del arsenal que llevó el convoy empezaron a llegar refuerzos desde el Sáhara: la guerrilla había preparado una pista al sur de la isla, cerca del faro de Maspalomas, en la que podían aterrizar los Savoia y los Junkers.

Con semejante derroche de medios los turistas sin invitación que teníamos en Gran Canaria empezaron a encontrar su estancia en nuestras islas mucho más animada. Me imaginaba como se debía sentir el general Roberts, el verdugo de Tirajana, como ahí lo llamaban. Hasta entonces, mal que bien, había dominado la isla. Bomba aquí, emboscada allá, pero la isla era suya. Ahora estaba al borde del abismo, y con los españolitos que le daban empujones, a ver si se caía de una vez. Porque los refuerzos que habían recibido los canarios eran de aúpa: en los aviones llegó a la isla nada menos que la XIII Bandera de la Legión, acompañada de los artilleros para los cañones que se acababan de recibir. También aterrizó el nuevo comandante militar de la isla, el coronel Pimentel, que declaró la zona sur como reconquistada. Aun no tenía fuerza suficiente para echar a los canadienses, pero los esbirros de Roberts, que hasta entonces se habían dedicado a perseguir bandas de guerrilleros zarrapastrosos, se encontraron aislados en el norte de la isla, luchando contra los mejores soldados del mundo mientras las bombas les caían a puñados. Malos tiempos les esperaban, porque después de las salvajadas que habían hecho en la isla poca misericordia podrían esperar de los canarios. Por lo que luego supe, a Pimentel le costó Dios y ayuda que los canarios respetasen a sus prisioneros. No porque le importasen ni un pimiento —valga la redundancia—, sino porque no quería que los míster prefiriesen morir a rendirse.

Para entonces nosotros ya no estábamos por allí. Una cosa era que hubiésemos pasado tan buen rato arrasando Gando y haciendo agujeros en el Ramillies, y otra que fuésemos tan tontos como para quedarnos esperando que nos cayese encima toda la Navy. Después de finiquitar a los patrulleros nos despedimos a la francesa. Nunca mejor dicho porque no pusimos rumbo a casa, pues suponíamos que la Royal mandaría contra nosotros todo lo que flotase, sino que nos metimos en el puerto francés de Casablanca. Ahí había una artillería costera como para no hacer tonterías. Cosa rara, los gabachos estaban de buenas, pues habían quedado muy molestos con aquello de Pétain y Verdún.

Bien hicimos en colarnos ahí, porque los britones, que también llevaban un buen mosqueo, enviaron al crucero de batalla Renown y al portaaviones Ark Royal a darnos un tirón de orejas. Los muy chulos nos buscaron por el Golfo de Cádiz, pero en lugar de encontrarnos a nosotros se toparon con el G-4. Era el antiguo U-52, uno de los submarinos que los alemanes nos habían cedido, y que puso la guinda a la operación mandando al portaaviones al fondo. Desde entonces los britones se lo pensaron dos veces antes de meterse en aguas ajenas. Fíjese que digo “aguas ajenas”, porque en el Golfo de Cádiz solo se navegaba con permiso de la rojigualda, y poco orgullosos que estábamos.

Con el Ark Royal haciendo de arrecife y el Renown en el taller de chapa y pintura fue el momento para el Convoy de San Andrés. Le pusieron ese nombre no tanto por buscar la protección del santo, aunque le tuviesen mucha devoción en Tenerife, sino por hacerle un guiño a los del Ejército del Aire, que iban a ser los beneficiarios. Era un convoy de padre y muy señor mío, con dos mercantes y dos petroleros, y hasta escolta y todo. Mientras nosotros íbamos a por el Ramillies el convoy se había llegado hasta Agadir. Cuando los Condor alemanes se aseguraron de la ausencia de moros en la costa, y aprovechando que habíamos pasado la fregona por esas aguas, el convoy se plantó en Santa Cruz. La escolta hizo mutis, ya que barcos de guerra no era lo que más sobraba en España, pero el mando corrió el riesgo de dejar esos barcos en Tenerife para que descargasen el montón de gasolina y munición que llevaban. Mientras empezaron a llegar a la isla un buen número de Savoias, Stukas y Messer —con la cruz de San Andrés en la cola— que muy pronto dijeron a los ingleses que en aguas canarias ya no eran bienvenidos.



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Domper
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La Pugna Continuación de "El Visitante"

Mensaje por Domper »


La visita a Casablanca fue como las del médico, hola y adiós. Lo justo para reponer la munición y el fuel que habíamos gastado, y de paso embarcar oficiales de enlace con los italianos. Porque apenas dos días después llegaron nuestros nuevos amigos: nada menos que cuatro cruceros transalpinos.

Los cruceros italianos no eran ninguna maravilla, no se vaya usted a engañar. Se trataba del Trento y el Trieste, dos cruceros pesados potentes y rápidos, pero que de coraza no andaban demasiado bien. Vamos, que si alguien les disparaba con una escopeta y tenían suerte igual aguantaban. Les acompañaban los cruceros ligeros Cadorna y Díaz, que si ya he dicho que los Trento estaban justillos, con los Cadorna decían las malas lenguas que era mejor tener cuidado cuando uno se apoyaba en un mamparo. La verdad es que tampoco podíamos quejarnos mucho, pues el blindaje del Canarias tampoco era ninguna maravilla, que ya se había visto con el pobre Baleares. El caso era que entre nuestros cruceros y los italianos sumábamos veinticuatro cañones del veinte y treinta y dos del quince, contundentes argumentos que pretendíamos esgrimir contra los ingleses.

Con los cruceros llegaron el Galiano y el Díez, que eran de esos Churruca que estaban dando tanto juego. Lástima que faltase el Ulloa, pero un submarino inglés había puesto fin a su carrera. Qué se le va a hacer. También se acercaron un par de transportes rápidos que nos trajeron municiones para reparar las gastadas en Gran Canaria y algún repuesto que hacía falta. No llevábamos ni cinco días en Casablanca cuando levamos anclas y pusimos proa hacia el Atlántico.

Las entradas y salidas de puerto eran asuntos peligrosos, y más la de Casablanca, porque nos imaginábamos que habíamos atraído a los submarinos ingleses como la miel a las moscas. Además por cosas de la marea tuvimos que salir de día, bien expuestos a miradas y periscopios indiscretos. Por eso se tocó zafarrancho de combate, y estábamos todos en nuestros puestos cuando nos alejamos de la costa marroquí. El Galicia abría la marcha ya que llevábamos el RTM, el infatigable centinela que nos prevenía de sorpresas. Además los serviolas vigilaban las olas buscando estelas de periscopios y torpedos. Afortunadamente estaban muy atentos, porque a ocho millas de Casablanca nos llevamos el primer susto.

—¡Submarino a 40 grados a estribor! —gritó un serviola. Volví los ojos, y pude ver una forma roma que afloraba entre las olas: era la proa de un submarino. Don Pedro ni se lo pensó: si el submarino enseñaba la proa era porque había lanzado sus torpedos y un fallo con el trimado había hecho que flotase más de la cuenta.

—¡Todo a babor! —ordenó el capitán; luego con el telégrafo de máquinas ordenó que el eje izquierdo invirtiese las revoluciones al máximo. El Galicia, poco a poco, fue enseñando su popa al sumergible enemigo. Justo a tiempo, porque el serviola volvió a gritar.

—¡Torpedos por la banda de estribor!

Todos los que estábamos en cubierta pudimos ver las delatoras estelas blanquecinas que delataban a los peces mecánicos. Don Pedro maniobró con el crucero como si fuese un pequeño esquife, y gobernando con maestría consiguió esquivar los torpedos, aunque uno nos afeitó la popa. Sin embargo, una sucesión de explosiones nos demostró que otros siluros de metal habían encontrado sus objetivos.

A nuestra popa una columna de agua se elevó en la proa del Cervera, nuestro matalote de popa. Pero peor fue lo del Cadorna, al que otro torpedo había alcanzado detrás de la chimenea de popa. El agua levantada por la explosión apenas había empezado a caer cuando una columna de llamas se elevó del centro del barco, y pudimos ver con horror como el crucero se partía en dos. La mitad de popa dio la voltereta y se hundió como una piedra, pero la parte de proa aguantó a flote una buena media hora, suficiente para que el Císcar recogiese a doscientos temblorosos supervivientes.

No pude ver la agonía del Cadorna porque tenía preocupaciones más cercanas. Don Pedro había dado orden de abrir fuego contra el submarino enemigo, que se esforzaba por volver a sumergirse. Fueron los cañones automáticos antiaéreos, los del tres con siete y los míos del dos, los primeros en disparar. Los proyectiles —de alto explosivo— estallaron contra la dura piel del submarino, arrancando chispas y levantando surtidores de agua y espuma. Pocos segundos después llegó el vengador Díez, que con el impulso de un tren expreso partió con su proa las planchas del sumergible enemigo y lo remató con cargas de profundidad.

Aunque el Cadorna se hubiese perdido, las averías del Cervera no eran demasiado graves: un buen agujero en la proa, que no amenazaba la flotabilidad del barco, pero que le obligó a volverse hacia Casablanca. Fue acompañado por el Díez, que tenía la proa aplastada, y por el Císcar, que llevaba a los náufragos del Cadorna. Los demás barcos —tres cruceros pesados, dos ligeros y cuatro destructores— seguimos hacia el oeste, buscando el desquite.



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Mensaje por JLVassallo »

Que mala suerte salir a plena luz del día, se la jugaron y les salió. Los avatares de la guerra. ;-)
Saludos.


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