La Pugna Continuación de "El Visitante"

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
Domper
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Diario de Von Hoesslin

Jamás había visto un alborozo como el de los portugueses cuando aclamaban al doctor Salazar. Lisboa había sido liberada la tarde anterior, y los ingleses aun resistían en la sierra de Monsanto, a tiro de piedra de la ciudad. La urbe también mostraba las consecuencias de cinco meses de guerra: tanto nuestra aviación como la española habían intentado evitar bombardear las calles —fue preciso que Von Stohrer, nuestro embajador en Madrid, advirtiese a Franco de las graves consecuencias que tendría un bombardeo indiscriminado de la capital lusa—, pero en muchas casas cercanas al puerto se veían las cicatrices de la metralla, y una bomba desviada había desencadenado un pavoroso incendio en el barrio del Chiado, uno de los más populosos de la ciudad. El último desastre lo había causado un barco cargado de municiones que estalló en medio del estuario —menos mal que no estaba amarrado al muelle—, que arrancó varios tejados y dejó a toda Lisboa sin cristales. Pero ese día no importaba. Los portugueses, habitualmente taciturnos y reticentes ante los extraños, bailaban y saltaban agitando banderitas portuguesas, alemanas y —si la vista no me engañaba— hasta alguna española.

En cuanto se supo en Madrid que nuestras vanguardias estaban acercándose a la capital el doctor Salazar hizo las maletas y se vino zumbando. Al llegar a Mérida importunó al mariscal Von Manstein con la conveniencia de celebrar un acto solemne que celebrase la victoria. Era una medida un tanto arriesgada, porque el león británico aun estaba vivo y podía dar algún zarpazo. Pero de tanto insistir el mariscal reconoció que un desfile por Lisboa sería muy conveniente. Para Salazar era la manera de reafirmar la independencia de su pequeño país, siempre amenazado por su vecino español. Supongo que el doctor, que había tenido que depender de Madrid durante varios meses, temía que Franco quisiese seguir ejerciendo la tutela. Para Alemania no solo sería un acto propagandístico de primer orden, sino una forma de conseguir un pequeño pero estratégico aliado. Así que nosotros también hicimos las maletas y nos pusimos en marcha hacia la capital. En lugar de perder un par de días por las infernales carreteras de ese país, viajamos en unas avionetas que tomaron tierra en un campo muy cerca de Lisboa. Nos acompañaron un buen número de corresponsales de guerra que debían inmortalizar la ocasión.

Cuando Salazar vio su capital, sobre la que todavía se elevaban columnas de humo, rompió a llorar, no sé si de alegría, tristeza, o simplemente por la emoción. En esos momentos empezó a sonar un lejano repique de campanas, al que se sumaron las iglesias de los pueblecitos y que se extendió por la campiña: Lisboa volvía a ser portuguesa.

Aun había tiroteos en la ciudad y aunque Salazar quería entrar inmediatamente, el mariscal se negó: el doctor era una pieza demasiado importante en el juego político contra Inglaterra para perderla ante algún francotirador con suerte. Pasamos la noche en un palacete que estaba en un pueblo cercano, mientras se daban las órdenes para el desfile. A primera hora de la mañana entramos en Lisboa. Tras una noche de jolgorio, a esas horas pocos paisanos quedaban por las calles; pero algunos que reconocieron a su gobernante dieron unos gritos de júbilo como si los hubiese mordido un hombre lobo.

A media mañana comenzó el desfile, que partió desde un parque al norte del casco urbano. Participaron un regimiento panzer, otro de granaderos en semiorugas, un batallón español de cañones de asalto, una compañía de viriatos que cabalgaban tanques franceses adornados con más banderas que un circo, y detrás íbamos nosotros en varios coches descubiertos. El del doctor Salazar iba delante, luego el del mariscal, y cerraba la marcha otro en el que el general Vigón también recibía aplausos: merecía estar allí al haber sido uno de los artífices de la victoria. Luego se supo que en Madrid no había sentado nada bien la presencia de Vigón, y que Franco consideró premiarlo con un ascenso y el destino a algún puesto “importante”, como la Capitanía General de Baleares o la Inspección General del Arma de Caballería. Von Manstein tuvo que decirle un par de verdades al del carisma. Pero me estoy adelantando y ya contaré todo eso en su momento.

Siguiendo a los soldados que desfilaban, recorrimos la gran avenida de la Liberdade, cruzamos el Rossío y nos metimos por una calle bastante estrecha hasta la plaza del Comercio. Yo miraba las ventanas con desconfianza, temiendo que en alguna se apostasen asesinos, pero los portugueses oliveristas habían debido huir, y de los ventanales solo llegaban aclamaciones. Tras la plaza nos metimos en un par de calles aun más estrechas, hasta llegar a la catedral de la ciudad. Allí se celebró un acto religioso, el canto de una especie de himno que llamaban Te Deum.

Vi que al mariscal no le hacía mucha gracia: como yo, era luterano y toda esa pompa papista le molestaba. Pero no importaba: la ceremonia agradaba a portugueses y españoles. Aunque habría que cuidar con las fotos que llegasen a Berlín.



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Tras la celebración machamos a pie por las calles, en un fenomenal baño de multitudes, hasta llegar al no muy lejano hotel Avenida, donde se había establecido el puesto de mando. Era una pena ver el estado en el que había quedado el precioso edificio. Ni un cristal quedaba y la fachada estaba ametrallada por las esquirlas de una bomba que había caído cerca. Además el edificio, que también habían utilizado los generales británicos, había sufrido las consecuencias de su escapada cuando quemaron los documentos ante la puerta, usando sábanas y cortinas para mantener las llamas. El personal tuvo que jugarse la vida para evitar que el fuego se extendiese al hotel, que había quedado bastante atufado. Pero las habitaciones de la parte posterior aun estaban en estado razonable, y los amplios salones que los británicos habían habilitado para dirigir sus tropas nos venían igual de bien a nosotros. El doctor Salazar se retiró para descansar, mientras el mariscal y el general Vigón revisaban el curso de las operaciones.

Los ingleses seguían retirándose hacia la costa atlántica para intentar reembarcar. El repliegue se estaba convirtiendo en una retirada caótica, como demostraban las montañas de armas y equipos abandonados que habían quedado en los caminos. Cuando un enemigo está en fuga desordenada es el momento para darle la puntilla, pero por desgracia el terreno no nos favorecía. Tras Lisboa había algunas sierras bajas, pero luego se alzaban las de Mafra y de Sintra, que no eran cordilleras pero se elevaban unos cientos de metros, y era lo suficientemente enrevesadas como para que cualquier ofensiva fuese costosa, sobre todo para nuestros panzer. Además el general Paget, que no era un incompetente como Wilson, estaba defendiendo esas sierras con unidades retiradas del norte del Tajo que no habían sufrido nuestro embate y aun conservaban algún orden.

El mariscal decidió no malgastar las valiosas unidades acorazadas, y que la sierra de Sintra fuese asaltada por un cuerpo de ejército español, el de Navarra, que se estaba acercando a Lisboa procedente de Castelo Branco. Por el norte el cuerpo de ejército de Galicia había llegado a Caldas de Rainha, encontrándose con las líneas de Santarem; pero la división acorazada portuguesa Viriato las había rodeado por Rio Maior —por el sector del que Paget había retirado tropas— y se dirigía hacia Peniche. Nuestros tanques también intentaban desbordar las posiciones enemigas en las sierras: la sexta panzer tenía que recorrer la costa al sur de la sierra, hasta arrebatar a los ingleses Estoril y Cascáis, y luego apoyar a los españoles en su ofensiva hacia Sintra. La novena panzer debía rodear Lisboa por el norte para dirigirse hacia Torres Vedras, y la cuarta panzer se le uniría en cuanto cruzase el río. No era una maniobra muy ortodoxa, pues que se crucen las líneas de avance de dos divisiones nunca es buena idea; pero el mariscal creía que la novena no podría llegar a Torres Vedras por sí sola. Una vez tomasen la ciudad, las dos divisiones debían proseguir la persecución hasta llegar al mar y dividir la bolsa en dos. Finalmente, debían recorrer la costa atlántica para acabar con los últimos núcleos de resistencia.

Von Manstein también ordenó que se trasladase a Lisboa artillería de largo alcance, ya que la bolsa británica era cada vez más delgada, y los embarcaderos pronto estarían al alcance de los cañones pesados. De hecho una batería de los nuevos cañones de 17 cm que había sido emplazada en Trafaria, al otro lado del estuario del Tajo, ya estaba disparando contra un par de pequeñas playas junto a Cabo Raso.

En cualquier caso el mariscal instruyó tanto a los alemanes como a los españoles para que se empeñasen a fondo. Aunque nadie quiere ser el último en morir en una operación militar, teníamos en nuestra mano la destrucción del ejército expedicionario inglés, y no había que permitir que se escapase como en Dunkerque. Entre los bombardeos aéreos y artilleros, y la presión de nuestros hombres, esperábamos que los últimos restos del ejército británico en Portugal no fuesen capaces de resistir.

Esa tarde el ayuntamiento lisboeta nos ofreció una recepción. Hubiese debido celebrarse en el palacio de São Bento, pero los ocupantes ingleses lo habían arrasado. La cámara municipal de la ciudad estaba aun peor porque había sido gravemente afectada por la explosión del buque de municiones; al final la velada se celebró en el hotel Britania; era una paradoja, pero se trataba de uno de los establecimientos más lujosos de la ciudad, y de los pocos que estaban en un estado medianamente presentable. Muchos cristales habían sido sustituidos por cartones —pintados con mucho gusto—, y en algunas habitaciones sus antiguos ocupantes habían arrancado hasta los grifos de los baños. La cena tampoco fue para gourmets: la ciudad estaba pasando hambre, y para que los portugueses no quedasen avergonzados por lo poco que podían ofrecernos, el mariscal propuso que se sirviesen las mismas raciones que se estaban distribuyendo entre la población.

Al menos no faltó un excelente café brasileño, seguido por exquisitos licores procedentes de la bodega del almirante Mata —que, por lo que sabíamos, ya estaba rumbo a las Azores—. Los brindis se sucedieron y lo que empezó siendo una cena alegre acabó en un verdadero jolgorio.

Hubo un momento triste, y otro comprometido. El triste fue cuando el general Anacleto Santos, uno de los pocos que habían seguido a Salazar a Madrid, propuso un brindis por la liberación del resto de Portugal. Sabíamos a qué se refería: a sus islas atlánticas y a las colonias en África y en Asia, que seguían siendo controladas por el enemigo. A pesar de nuestras recientes victorias y aun con el mal momento que estaba pasando Inglaterra, no teníamos capacidad para expulsar a los ingleses de esas tierras. El general Vigón salió del paso proponiendo a su vez un brindis por la derrota final de los británicos y su expulsión de los océanos. Todos entendimos que así volverían a manos ibéricas sus posesiones ultramarinas.

Pero la crisis estuvo a punto de presentarse un momento después, cuando el que se levantó fue el doctor Salazar y, muy mesuradamente, propuso un brindis por el Mapa cor-de-rosa. El mariscal casi se atraganta. Mientras preparaba la invasión de Portugal se había interesado por anteriores conflictos entre Londres y Lisboa, y se había sorprendido al saber que en 1890 el gobierno inglés había presentado un ultimátum a Portugal, que intentaba unir sus colonias de Angola y Mozambique: el mapa que recogía esas aspiraciones era el mapa rosado, y era por lo que brindaba Salazar. El problema es que satisfacer las aspiraciones lusas —si estuviese en nuestra mano— nos indispondría con Sudáfrica, un dominio británico que empezaba a considerar el desligarse de un imperio que se iba al garete. Pero el mariscal era zorro viejo y no se dejó atrapar. Se levantó y brindó a su vez porque la Unión Paneuropea consiguiese las legítimas aspiraciones de los pueblos de Europa. Así no se comprometía a nada —en todo caso tenía que ser la Unión la que resolviese hacer suyas o no las aspiraciones portuguesas—, pero aparentemente apoyaba a Salazar.

Von Manstein se disculpó poco después. Era ya tarde y la batalla no había acabado. Nos volvimos al Avenida, donde ya habían acondicionado algunas habitaciones. El mariscal se acostó, y yo lo hice no mucho después, pues tenía que estar descansado para seguir asistiéndole. Aun no me había dormido cuando un ayudante empezó a aporrear mi puerta.

—Mi teniente, ha llegado un mensaje urgente de Berlín para el mariscal.



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Federico Artigas Lorenzo

Dejamos Lisboa atrás y fuimos hacia el oeste por una de las regiones más bellas del mundo. Recorrimos una costa de suaves colinas arboladas, salpicadas por preciosas villas, con playas de arena blanca intercaladas entre los pintorescos acantilados cubiertos de bosquecillos. Casi era una pena tener que disparar en ese paraíso, pero los tanques de la división habían encerrado en Oeiras a una pequeña fuerza hereje, que resistía en unas colinas junto al mar. No es que nos importasen mucho, porque antes o después tendrían que rendirse; pero estaban en la carretera de la costa y su resistencia dificultaba el avance.

La 5ª división española presionó desde el este, pero nosotros dimos un rodeo por el interior y atacamos a los míster por detrás, desde Estoril. En esa operación los PAR 41 ya no actuaron como cañones antitanques —pocos blindados les quedaban a los herejes— sino que nos dedicamos a apoyar a los infantes: cuando encontraban resistencia nos la señalaban y los cañones acababan con ella. Resultaron tan eficaces que para todos fue evidente que los cañones sin retroceso iban a sustituir a los antitanques y a los cañones de infantería. A pesar de ello costó dos días conseguir que los malditos britones capitulasen, y mientras los demás herejes tuvieron tiempo para resguardarse en una alta sierra. Detrás estaban las pequeñas calas en las que esperaban barcos que les pudiesen llevar a casa.

Mientras seguíamos luchando sobre nuestras cabezas pasaban los grandes proyectiles de la artillería pesada. No podíamos verlos, pero rugían como trenes expreso, y hacia el oeste veíamos las nubes de polvo y humo que levantaban sus proyectiles. Sabíamos que donde caían había decenas de miles de soldados enemigos. Tendríamos que estar satisfechos pero, la verdad, hasta me empezaban a dar pena. Cada vez pasaban por la carretera más caravanas de prisioneros, en su mayoría jovenzuelos desvalidos, muchos cubiertos de vendas, que andaban con la mirada perdida, como si aun no entendiesen lo que había ocurrido.

Una vez cayó la bolsa inglesa de Oeiras atacamos otra línea de resistencia que los ingleses habían establecido junto a Cascáis, otro de esos pueblos de vacaciones cercanos a Lisboa. Por desgracia las bombas y la artillería lo habían arrasado y las ruinas ya no conservaban nada de su antiguo esplendor. Los herejes se habían escondido en los escombros y en unos barrancos que iban hacia el norte, y cuando los panzer atacaron se enfrentaron a una durísima resistencia. El terreno tampoco acompañaba al avance de los tanques, y finalmente llegaron órdenes de dejarlo correr. La 5ª división (la española) nos sustituyó, mientras la sexta panzer pasaba a segunda línea para recuperar fuerzas.



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Antonio Herrera Vich

Como estaban llegando más Mochos pude tomar uno de repuesto un par de días después. Cuando volví sobre Lisboa, la batalla de Portugal estaba dando sus últimos coletazos. Los tanques alemanes ya habían entrado en la capital —no sabe el coraje que me daba que no hubiesen llegado primero los españoles— y los herejes estaban intentando montar en todo lo que flotase para volverse a esa tierra de la que no tendrían que haber salido.

Ya no encontrábamos oposición en el aire. Aunque había portaaviones enemigos no muy lejos de la costa, sus aviones bastante tenían con intentar proteger su flota y no podían prestar ninguna ayuda a sus compatriotas en tierra. Nosotros nos dedicábamos a efectuar reconocimientos armados a baja cota, y cuando veíamos signos de actividad hereje hacíamos pasadas rasantes descargando nuestros cañones. En una de esas misiones hice mi primer ataque con las bombas de gasolina. La verdad es que apuntaba a un camión, pero el depósito tenía otra opinión y salió dando vueltas hasta que cayó más allá de mi objetivo. Produjo una llamarada y una humareda de órdago, pero a los míster solo los herí en su dignidad. Las pasadas de ametrallamiento se me daban un poco mejor, y aunque yo creo que hice poco daño, al menos conseguimos que los herejes agachasen la cocorota.

Lo que más me impresionó esos días fue el calvario de unos ingleses que querían escapar en pesqueros. Los míster estaban utilizando los barcos de pesca portugueses para rescatar a sus soldados atrapados, pero un par habían quedado al garete, supongo que por avería. Al amanecer un avión de reconocimiento los descubrió. Nos mandaron a nosotros a darles su merecido, pero al pasar vimos que en esos pequeños barquichuelos no cabía ni un alfiler. Los soldados se apelotonaban en la cubierta, las superestructuras e incluso estaban subidos a los mástiles, agitando pañuelos y camisetas que alguna vez fueron blancos. Disparar a rendidos nos pareció criminal, y nos quedamos dando vueltas, a ver si llegaba algún barco para hacerse cargo. Pero la Royal Hereje aun dominaba esas aguas y no apareció ni un mal submarino de los nuestros. Al contrario, las que amanecieron fueron un par de lanchas cañoneras que intentaron rescatar a los náufragos. Esas sí que eran objetivos lícitos, y antes de volvernos para la base —pues el combustible escaseaba— les metimos unas cuantas decenas de cañonazos que las dejaron haciendo agua por todos los rincones. Mientras el temporal arreciaba y las olas empujaban los barcos hacia la orilla. Dejamos a los pobres de los pesqueros esperando un imposible rescate. Otros aviones nos relevaron, pero lo único que pudieron hacer fue ver como los pesqueros se rompían contra las piedras de la costa.

La tormenta arreció la semana siguiente y nos mantuvo en tierra. Los bombarderos hicieron alguna incursión, lanzando ristras de bombas a ciegas que supongo caerían donde en la quinta puñeta. Con ese tiempo los que se jugaron el tipo fueron los valientes de los aviones de observación: volaban entre nubes, tan bajo que alguno se estampó contra las colinas, para corregir el tiro de los cañones pesados, que día y noche dispararon contra las playas en las que aguardaban los herejes. Porque si malo tenía que ser embarcar entre las furiosas olas del Atlántico, peor debió ser intentarlo mientras los proyectiles caían por todas partes.



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Antonio Herrera Vich

Como estaban llegando más Mochos pude tomar uno de repuesto un par de días después. Cuando volví sobre Lisboa, la batalla de Portugal estaba dando sus últimos coletazos. Los tanques alemanes ya habían entrado en la capital —no sabe el coraje que me daba que no hubiesen llegado primero los españoles— y los herejes estaban intentando montar en todo lo que flotase para volverse a esa tierra de la que no tendrían que haber salido.

Ya no encontrábamos oposición en el aire. Aunque había portaaviones enemigos no muy lejos de la costa, sus aviones bastante tenían con intentar proteger su flota y no podían prestar ninguna ayuda a sus compatriotas en tierra. Nosotros nos dedicábamos a efectuar reconocimientos armados a baja cota, y cuando veíamos signos de actividad hereje hacíamos pasadas rasantes descargando nuestros cañones. En una de esas misiones hice mi primer ataque con las bombas de gasolina. La verdad es que apuntaba a un camión, pero el depósito tenía otra opinión y salió dando vueltas hasta que cayó más allá de mi objetivo. Produjo una llamarada y una humareda de órdago, pero a los míster solo los herí en su dignidad. Las pasadas de ametrallamiento se me daban un poco mejor, y aunque yo creo que hice poco daño, al menos conseguimos que los herejes agachasen la cocorota.

Lo que más me impresionó esos días fue el calvario de unos ingleses que querían escapar en pesqueros. Los míster estaban utilizando los barcos de pesca portugueses para rescatar a sus soldados atrapados, pero un par habían quedado al garete, supongo que por avería. Al amanecer un avión de reconocimiento los descubrió. Nos mandaron a nosotros a darles su merecido, pero al pasar vimos que en esos pequeños barquichuelos no cabía ni un alfiler. Los soldados se apelotonaban en la cubierta, las superestructuras e incluso estaban subidos a los mástiles, agitando pañuelos y camisetas que alguna vez fueron blancos. Disparar a rendidos nos pareció criminal, y nos quedamos dando vueltas, a ver si llegaba algún barco para hacerse cargo. Pero la Royal Hereje aun dominaba esas aguas y no apareció ni un mal submarino de los nuestros. Al contrario, las que amanecieron fueron un par de lanchas cañoneras que intentaron rescatar a los náufragos. Esas sí que eran objetivos lícitos, y antes de volvernos para la base —pues el combustible escaseaba— les metimos unas cuantas decenas de cañonazos que las dejaron haciendo agua por todos los rincones. Mientras el temporal arreciaba y las olas empujaban los barcos hacia la orilla. Dejamos a los pobres de los pesqueros esperando un imposible rescate. Otros aviones nos relevaron, pero lo único que pudieron hacer fue ver como los pesqueros se rompían contra las piedras de la costa.

La tormenta arreció la semana siguiente y nos mantuvo en tierra. Los bombarderos hicieron alguna incursión, lanzando ristras de bombas a ciegas que supongo caerían donde en la quinta puñeta. Con ese tiempo los que se jugaron el tipo fueron los valientes de los aviones de observación: volaban entre nubes, tan bajo que alguno se estampó contra las colinas, para corregir el tiro de los cañones pesados, que día y noche dispararon contra las playas en las que aguardaban los herejes. Porque si malo tenía que ser embarcar entre las furiosas olas del Atlántico, peor debió ser intentarlo mientras los proyectiles caían por todas partes.



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Max Freitag

El mal tiempo significó una semana de descanso, pero en cuanto escampó volvimos a las andadas. Los ingleses estaban intentando reembarcar de noche, y la noche era mía.

Habíamos adelantado nuestra base hasta Benavente, junto a Lisboa y las bolsas británicas. Tenía ya cinco aviones ametralladores —tres nuevos, y dos de los tres originales, pues el tercero se había dañado en un aterrizaje—. Cuando el tiempo lo permitía hacíamos tres o cuatro salidas cada noche. Como ya no había cazas nocturnos y la antiaérea enemiga estaba casi sin munición, pudimos darnos el lujo de dejar que los Junkers 52 nos acompañasen: ellos lanzaban las bengalas y nosotros disparábamos. Nuestro objetivo no eran los principales puertos (Peniche y Ericeira), porque tenían mucha antiaérea y los bombarderos nocturnos los visitaban una y otra vez. Nuestros cañoneros atacaban las playas. Los soldados enemigos no eran objetivos fáciles, porque se escondían en la maleza y se resguardaban en hoyos. Pero lo que buscábamos eran las embarcaciones enemigas. Cuando veíamos alguna aglomeración, después de dispersarla a tiros, buscábamos en las negras aguas las lanchas que se usaban para el trasbordo a los barcos. Como no aguantaban nada bastaba una corta ráfaga para mandarlas al fondo.

Fue la penúltima noche de la batalla cuando me gané la Cruz de Caballero. La bolsa sur ya casi estaba liquidada, y en el norte los ingleses solo resistían cerca de Peniche, en cuyos alrededores se amontonaban miles de soldados desesperados por subir a los últimos botes. Sobre el pueblecito y su puerto caían los proyectiles de la artillería como lluvia: no era buen sitio para pasear, porque los proyectiles del quince no distinguen entre propios y extraños. Dos cañoneros y un Junkers vigilábamos las playas al sur del puerto. Cuando una bengala iluminó un par de botes el otro Heinkel se fue a por ellos. Estaba orbitando y disparando contra las embarcaciones cuando desde el mar llegó una andanada de lo menos cien milímetros. El Heinkel hizo un segundo intento, pero entonces un reflector lo atrapó en su foco y las trazadoras convergieron sobre el avión. Pude ver como un motor se incendiaba. Mi pobre y valiente compañero intentó volver a tierra, pero al virar perdió altura y cayó al mar.

No iban a quedar las cosas así. Ahí fuera había algo gordo que no se me iba a escapar. Ordené al Junkers que tomase altura y que volase cambiando de rumbo y altitud, lanzando bengalas a intervalos irregulares. No descubrieron nada, pero de repente un reflector empezó a buscar al Tante Ju. Si el enemigo era el que se descubría, mejor para mí. Me acerqué y disparé una larga ráfaga tomando como objetivo los alrededores del reflector. Vi saltar chispas y que el foco se apagaba. Pero ya no importaba, porque la ráfaga sirvió para que el Junkers supiese por donde buscar, y una de sus bengalas descubrió un barco alargado y erizado de cañones: ¡un destructor!

No era un destructor de los grandes ni mucho menos, sino uno de esos adefesios de cuatro chimeneas que los yanquis habían regalado a sus primos del otro lado del mar. Pero de todas formas era digno objetivo para mis armas. Seguí disparando contra el buque iluminado por las bengalas, mientras desde el destructor intentaban responder con ametralladoras. No muchas, por suerte, y su fuego me servía más para fijar el objetivo de mis armas que para inquietarme. Durante unos minutos seguimos disparándonos, el destructor buscándome con sus reflectores —estando iluminado por bengalas tampoco le debió importar descubrirse— y yo disparando contra la toldilla, donde debían estar los tubos lanzatorpedos. Pero el condenado destructor se reía de mis balas. Entonces recordé que esos buques se usaban como escoltas de convoyes, y debía ir cargado de cargas de profundidad. En la siguiente pasada apunté hacia la popa y solté una larga ráfaga que casi se carga mis ametralladoras. Al principio me pareció que había sido inefectiva, y me estaba resignando a dejarlo ir, cuando un fogonazo iluminó las aguas. Había debido alcanzar la caja de urgencia del cañón de popa. El fuego descubrió las filas de bidones explosivos del barco, que fueron el objetivo de mi siguiente ataque. Casi fue letal, pero para mí: nada más empezar a disparar medio barco estalló, y los fragmentos alcanzaron el ala de mi aparato. Puse rumbo hacia Beja mientras el destructor se hundía entre vapor y llamaradas.

Estoy seguro que cuando el coronel Seidemann se enteró de lo del destructor debió explotar con aun más potencia que el barco.



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Relato de Nazario Ballarín Fañanás

Los últimos tiros que disparó la Leona en la campaña de Portugal fueron en Colares, al otro lado de la sierra de Sintra. La resistencia británica se había endurecido, apoyada en las anfractuosidades de la sierra, e incluso al cuerpo de Navarra le estaba costando superar las líneas inglesas. El cuerpo del Maestrazgo había sufrido muchas bajas en Estremoz, pero la división 74 solo había combatido en las últimas fases del cerco y conservaba casi toda su potencia. Fue enviada para apoyar a los navarros, pero cuando llegó a Sintra —preciosa villa en la que por suerte apenas se había combatido— los ingleses se habían desmoronado. El cuerpo de Navarra había coronado la sierra y bajaba hacia las radas, retrasado no ya por los combates sino por los ingleses que se rendían y por los agasajos de los portugueses.

En las pocas playas que aun eran accesibles se amontonaban masas de soldados británicos que esperaban que se acercasen las lanchas que les llevarían a los destructores, mientras intentaban guarecerse de los continuos bombardeos aéreos y navales. La moral había caído hasta tal punto que más al norte miles de soldados se entregaron en la estratégica villa de Mafra, que guardaba el borde norte de la bolsa. Sin embargo en el borde sur, en la pequeña localidad de Colares, un batallón del regimiento de infantería ligera del Durham había decidido luchar hasta el final. Las casitas bajas y estrechas calles de la localidad suponían un formidable bastión que iban a tener que reducir Nazario Ballarín y sus compañeros.

La pequeña localidad se alzaba al pie de un bajo risco que era, en realidad una prolongación de la sierra de Sintra, que descendía formando amplios escalones. La posesión del cerro parecía la clave del combate, y uno batallón español lo tomó tras un duro bombardeo artillero. Ya solo quedaba ocupar las calles del pueblo. Pero era allí donde resistían los escoceses.

La compañía de Nazario iba a atacar la localidad por el este. La sección del sargento iba a entrar por un lugar muy comprometido, por donde un camino entraba en el arrabal del este, que estaba separado del resto de la localidad por un barranco. Al menos, iba a ser apoyada por un T-26 y dos Súper Pardillo que se movían por el camino. El primer obstáculo estaba en el borde mismo del pueblo: una acequia cuyos puentes habían sido volados, formando un foso no muy ancho, pero suficiente para impedir el paso de los pequeños tanques. Los carristas no se arriesgaron a quedar atrapados entre las calles, y permanecieron lejos mientras los guripas de Nazario desafiaban las ametralladoras.

Un pelotón avanzó hacia una pequeña granja, pero tuvo que detenerse cuando una ametralladora —una de esas Vickers que no se cansaban de disparar— hizo fuego contra ellos. El T-26, valientemente, se adelantó para proteger a los infantes, pero pronto empezaron a saltar chispas de su coraza, y finalmente estalló en una nube de llamas y humo.

—Esos cabritos tienen fusiles antitanque— se dijo Nazario. Ordenó a los dos Súper Pardillo que se mantuviesen lejos, pero que le apoyasen con sus cañones. Se arrastró con cuidado hasta ver el lugar desde el que la ametralladora disparaba: un pequeño cobertizo al lado de la granja. Nazario se volvió y señaló a los tanquistas la posición británica; unos pocos disparos de los Súper Pardillo, y ametralladora y sirvientes pasaron a mejor vida. El pelotón pudo asaltar la granja mientras los escoceses escapaban. Pero cuando los guripas intentaron seguirlos cayeron bajo el fuego de otra ametralladora que batía la acequia.

Visto estaba que expulsar a los escoceses no iba a ser tarea fácil, y que con los fusiles de sus guripas no bastaría. Envió un mensajero para pedir apoyo artillero, y avisó a los dos tanques de sus intenciones. Pronto los morterazos cayeron sobre los tejados de las casas, seguidos por una barrera fumígena. Era el momento; moviéndose por un lado de la granja —para sorprender a los defensores— Ballarín y sus soldados pudieron cruzar la zanja e internarse en las calles. Pero apenas se habían movido unos metros cuando empezaron a dispararles desde detrás. El sargento comprendió que mantenerse en las calles era suicidas, pues estaban batidas por los defensores. Con su naranjero disparó contra las bisagras de la puerta de una casa, y entró de un empellón. La vivienda había estado ocupada hasta unos momentos antes, como demostraban los casquillos que llenaban el suelo. Otros guripas entraron tras el sargento.

—Cuidado, que esos cabritos igual nos han dejado un regalo—. Se acercó a la puerta del otro lado, que estaba entreabierta. Miró con cuidado y vio que en la esquina parecía haber un objeto.

—¡Es una trampa! ¡Protegeos! —el sargento esperó a que los soldados se refugiasen en una esquina antes de disparar una ráfaga contra el artefacto; luego entró con cuidado, descubriendo una bomba de mano que una bala había deshecho. La inspeccionó y vio que habían cortado la mecha: de mover la puerta, hubiese estallado instantáneamente. En esa habitación pudo ver un agujero en el muro: por allí habían escapado los herejes, que seguramente estaban al otro lado, esperando.

—Vamos a joderles bien, chicos. Pasadme los explosivos.

El sargento preparó una carga. Entonces un guripa disparó contra la pared —las balas la atravesaron con facilidad— y Nazario colocó la bomba a un par de metros del pasadizo y prendió fuego a la mecha. Se refugió en la anterior habitación hasta que estalló; entonces volvió, disparando con el subfusil contra la brecha abierta en el tabique, y tiró dos bombas de mano; solo entonces se atrevió a pasar a la casa contigua, de la que los escoceses también habían escapado. Pero dese allí pudo ver la posición enemiga en el siguiente edificio. Envió un enlace —que tuvo que arrastrarse por las brechas de los muros, pues salir a la calle era demasiado peligroso— y momentos después un Súper Pardillo empezó a disparar. Con excelente puntería, los proyectiles entraron por la ventana de a casa ocupada por el enemigo, pero sin conseguir efectos. Nazario echó un juramento.

—Me cago en la gran puta. Llos del tanque están metiendo los cañonazos por la ventana pero salen por detrás. Paco, corre y dile a los del tanque que no tiren más a la ventana sino al muro bajo ella.

Los nuevos disparos consiguieron el efecto deseado, reventando en el tabique y lanzando escombros y metralla contra los defensores. Una escuadra corrió y limpió la casa —lo que quedaba— con granadas. A través de ella llegaron a un estrecho callejón y a una tapia, que cruzaron tras ayudarse con unos maderos. El siguiente edificio, otra casa con varios patios, estaba vacío: los hombres de Nazario habían conseguido infiltrarse tras los ingleses. Ahora se volvieron las tornas: desde las ventanas los guripas dispararon por detrás a los escoceses. Con los españoles en la espalda, el resto de los británicos que defendían el arrabal se retiró a la siguiente manzana. Pero allí estaba otra sección española, también apoyada por tanques, que había entrado siguiendo otra calle.

Se repitió el proceso contra las casas situadas al otro lado de la carretera: los cañones de los Súper Pardillos dispararon contra las paredes y abrieron brechas en los muros, por las que pasaron los guripas. Una escuadra había subido al tejado, y quitando tejas lanzó granadas contra los defensores. Algunos cayeron, otros se rindieron, y muy pocos consiguieron cruzar el riachuelo que había detrás. Pero desde el otro lado del barranco los ingleses seguían tirando.

Nazario se preparaba para un nuevo asalto que, a través del arroyo, no sería fácil, pero el capitán al mando del batallón prefirió que fuese otra compañía, que estaba fresca, la que lo efectuase. Los tanques volvieron a disparar —habían tenido que reponer las municiones— y morteros y cañones convirtieron en ruinas las casas junto al barranco, que luego cayeron con escasa resistencia. Mientras a la sección de Nazario le tocó otra tarea peligrosa: limpiar el arrabal. Hubo que revisar cada dependencia, arriesgándose en caer en trampas o a ser atrapados por los escombros; dos de sus soldados corrieron esa suerte cuando lanzaron una granada a una casa ya debilitada. Pero poco a poco fueron barriendo los edificios, y finalmente la resistencia en el barrio cedió. Unas decenas de soldados enemigos se entregaron, y el sargento avisó al teniente al mando de la compañía que ya estaba todo despejado.

—Bien, Nazario. Ahora vamos a esperar un poco, a ver si nos vuelven a necesitar.

No fue preciso. El resto del pueblo fue atacado por dos batallones —uno que partió de las casas tomadas junto al arroyo, otro que atacó por el oeste—. Los guripas ya habían aprendido, y evitaban moverse por las calles; por allí solo lo hacían los tanques, una vez que el camino estaba despejado. Los españoles abrían huecos en muros con explosivos o se infiltraban por los tejados, llamando a los carros o a los morteros cuando encontraban oposición. A mediodía, cuando ya no tenían esperanzas, los defensores escoceses capitularon.

El sargento pensaba que la división proseguiría el avance hacia la playa, pero al escuchar los motores de los panzer, pensó que les dejaba la tarea gustosamente. Los tanques alemanes avanzaron con facilidad, y dos horas después habían capturado las dos últimas playas con miles de soldados. La campaña de Portugal había finalizado.



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Ricardo de la Cierva. Franco, un siglo de España. Editora Nacional. Madrid, 1972.

La Tecnocracia

Tras los primeros compases de la Guerra de Supremacía resultó evidente para el Caudillo que el Reino Unido, tradicional enemigo de España, era un rival mucho más peligroso que la cruel pero ineficiente República Española. La nueva guerra no solo se estaba librando en los campos de batalla, sino también en las factorías. La industria española, tras medio siglo de desidia, no podía competir con la británica, que estaba apoyada por el otro gran enemigo del Nuevo Régimen, Estados Unidos, nación desleal que había pagado con traiciones la ayuda española en su guerra de independencia.

La situación de España era muy grave, devastada tras la guerra civil y sometida al bloqueo naval inglés. Aunque España había llegado a ser una importante potencia económica a principios del siglo XX, se estaban pagando la desorganización y las destrucciones de la guerra. Unidas a la carencia de materias primas, no solo hicieron que la producción de armamentos y municiones disminuyese, sino que faltasen los necesarios recursos para el sustento de la población. Para aumentar la producción militar y al mismo tiempo proveer las necesidades civiles se creó la Vicepresidencia de Economía de Guerra, que englobaba los ministerios de Industria y Comercio, Obras Públicas y Hacienda. Para presidir una entidad de tal importancia el Caudillo nombró al ingeniero naval Juan Antonio Suanzes Fernández, persona de gran capacidad a la que le unía una estrecha amistad. Suanzes era partidario de la creación de una economía española autosuficiente aunque sin los errores que habían caracterizado la política autárquica de la Italia fascista.

Bajo la dirección de Suanzes se inició la reorganización de la economía española con planes tremendamente ambiciosos, excesivos para la pobre y acosada España. Además la fuerte personalidad de Suanzes le llevó a enfrentarse con otros miembros del gabinete y con el nuevo ministro del Ejército, el general Carlos Asensio Cabanillas, así como con financieros e industriales. El ministro de Hacienda, José Larraz López, que discrepaba con la línea del vicepresidente, dimitió alegando motivos de salud. La anémica economía española, debilitada por el bloqueo, no fue capaz de llevar a cabo los ambiciosos planes de Suanzes, quedando como casi único resultado de su gestión la creación del Instituto Nacional de Industria.

Tras la muerte del canciller alemán Von Brauschitsch, su sucesor decidió dar un gran impulso a la Unión Paneuropea. La Unión era una organización multinacional que pretendía conservar las tradiciones del occidente cristiano, amenazadas por el capitalismo rapaz anglosajón y por el bolchevismo. Entre sus objetivos estaba la integración económica de los estados miembros, para convertirla en un gigante industrial capaz de plantar cara a las plutocracias; esta nueva política era incompatible con la autosuficiencia buscada por Suanzes. Alemania envió una comisión de coordinación, presidida por Rudolf Wolters, que como era de esperar se enzarzó en una dura disputa con el viceministro. Alemania presentó una protesta formal ante el Caudillo, sugiriendo que se nombrase a una personalidad más dialogante.

Más que las presiones alemanas fue el fracaso de las medidas económicas de Suanzes las que obligaron al Caudillo a cesar al vicepresidente. Suanzes continuó como colaborador cercano de Franco al pasar a dirigir la Empresa Nacional Bazán de Construcciones Navales Militares, integrada en el Instituto Nacional de Industria. Desde ese puesto tuvo un papel crucial en la reconstrucción de la Armada Española.

Como sustituto en la vicepresidencia de Economía de Guerra fue nombrado su antiguo rival, José Larraz López. Suanzes lo había apartado enviándolo como asesor comercial a la embajada de Berlín, donde se relacionó con la cúpula económica alemana. Tras el cese de Suanzes, el Caudillo llamó a Larraz para la vicepresidencia.

Larraz era un jurista, economista e intelectual católico que había sido colaborador de José Calvo Sotelo. Cuando se produjo el Alzamiento Nacional estaba en Madrid, y logró salvar su vida refugiándose en la embajada de Chile. Tras conseguir pasar a la zona nacional, fue nombrado director de Banca, Moneda y Cambio, consiguiendo mediante sus gestiones que Francia devolviese el oro español que quedaba en París, que los exiliados republicanos pretendían enviar a Rusia. Larraz fue ministro de Hacienda en el segundo gobierno de Franco, procediendo a la reorganización de la Hacienda española y a normalizar los presupuestos. Sus discrepancias con Suanzes hicieron que presentase la dimisión, pero el recuerdo de su capacidad hizo que el Caudillo le llamase para sucederle en la vicepresidencia de Economía de Guerra.

La formación económica de Larraz era limitada salvo en aspectos relacionados con la banca, pero supo rodearse de un equipo de colaboradores en el que destacaban los jóvenes financieros Alberto Ullastres y Mariano Navarro Rubio, que a su vez buscaron la colaboración de técnicos prometedores. Ullastres y Navarro Rubio fueron los autores del Plan de Estabilización, que con notable éxito consiguió lanzar la economía española. A muchos miembros del Ejército, especialmente a falangistas como el general Yagüe, les disgustaba la nueva línea económica, tan alejada de los ideales del Movimiento que deseaban. Tampoco agradaba a los militares más tradicionalistas, como el general Varela, quien acuñó el término “Tecnocracia” para denigrarles. La palabra hizo fortuna y pasó a definir el nuevo estilo de gobierno, en el que se daba mayor importancia a la formación técnica e intelectual que a la trayectoria política o a la adhesión al Movimiento Nacional.

Larraz era partidario no solo de la liberalización económica (dentro de lo posible dada la situación) sino también de la política, lo que lo enfrentó al bando de los “azules”, los más próximos a la Falange. Aunque Falange había sido integrada en el Movimiento Nacional, seguía habiendo una facción más próxima a las tesis de José Antonio. Disconforme con la política liberalizadora de Larraz, los falangistas buscaron el auxilio de militares como Yagüe, e intentaron repetidamente que el Caudillo reprobase a Larraz. Según los rumores que corrieron por Madrid, llegaron a conseguir que Franco aceptase el cese del vicepresidente, pero Larraz se apoyó en los sectores monárquicos y tradicionalistas (los antiguos carlistas), a los que disgustaba el extremismo de los falangistas. Probablemente el apoyo de los monárquicos no hubiese bastado para mantener a Larraz en su puesto, pero recibió una ayuda inesperada procedente de Berlín. El nuevo ministro de Economía y Armamentos, Rudolf Wolters, había conocido a Larraz durante su estancia en Berlín y no solo lo consideraba muy capaz, sino un aliado de la nueva política alemana. Wolters consiguió que el Canciller enviase un mensaje personal al Generalísimo instándole a mantener a Larraz en su puesto…



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Capítulo 50

Una mirada del agente bastó para que el radioperador comprendiese que no era ningún juego. Revisó el mensaje y lo cifró.

El grupo de ejércitos Sud está siendo reforzado con veteranos de Portugal que se están integrando en la 27ª división panzer. Tras las grandes maniobras el grupo de ejércitos se ha retirado a sus acuartelamientos mientras se recupera y pone a punto sus vehículos.

Clavius informa que corre el rumor según el cual llegará próximamente a Salónica una división acorazada procedente de Portugal. Se están construyendo varias pistas y se preparan refugios para aviones.

Horacio ha sabido que la producción en serie del Heuschrecke 41 y del Sturmhaubitze StuH 41 ha sido aprobada y que se espera que las unidades de preserie sean entregadas antes de marzo. Se está apremiando a las empresas para que aceleren la producción de los vehículos ofreciendo suculentas primas si consiguen acortar los plazos.

Willi inspeccionó el mensaje original, el cifrado, y el método empleado, antes de permitir que el radioperador lo enviase al éter.



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El teniente era conocido por su dedicación. Trabajaba hasta altas horas de la noche, mostrando su devoción inquebrantable al Reich… pero por la noche visitaba clandestinamente el despacho de su capitán, en cuya mesa encontraba análisis operativos que eran la delicia de sus jefes reales.

El análisis de las operaciones aéreas sobre Portugal muestra que se ha sobreestimado el valor de los enfrentamientos a alta cota, confirmando la experiencia de la Guerra Civil Española y de las campañas de Francia, de los Balcanes y de Oriente Medio.

Un análisis de los combates aéreos muestra que el 65% de los combates entre cazas se produjeron a menos de 5.000 metros de altura, y el 75% de los derribos fueron por debajo de los 3.000 metros. Esta cifra asciende al 85% cuando se trata de bombarderos enemigos derribados. Un 60% de los derribos fueron conseguidos por cazas Me 109 y Me 110 con motores ajustados para el combate a esas alturas. Por el contrario las escuadrillas equipadas con aviones de alta cota han sufrido un 50% más de pérdidas.

Creemos que los resultados de los combates sobre Inglaterra, donde un 40% de los derribos se consiguieron entre 5.000 y 7.000 m de altura, se deben a que Gran Bretaña está cubierta frecuentemente de nubes bajas que obligan a volar sobre ellas. Pero este hecho no se ha repetido cuando la visibilidad es adecuada.

En las operaciones sobre Inglaterra y sobre Portugal también se ha comprobado que cuando los bombarderos lanzan desde cotas superiores a los cinco mil metros, la dispersión de las bombas supera los 1.000 metros y en algunos modelos de avión, como ocurre con el Dornier 217, supera los 3.000. Sin embargo la dispersión se reduce a solo 100 metros si el lanzamiento se produce a 2.000 metros de altura. A esa cota los bombarderos son inmunes a las ametralladoras antiaéreas, y poco vulnerables a los cañones pesados antiaéreos. Las dotaciones no requieren oxígeno ni calefacción. Por ello se ha decidido que en lo sucesivo los motores de los bombarderos se ajusten para volar a menos de 3.000 metros de altura, y se prescinda de los equipos de oxígeno y de los sistemas de calefacción eléctricos.



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Las grandes unidades se habían trasladado a sus cuarteles, mientras los analistas revisaban el resultado de las maniobras y los mecánicos ajustaban las máquinas.

Los batallones de tanques estaban sustituyendo sus últimos tanques T-26 y T-37 por las tanquetas T-60. Sin embargo las tanquetas habían mostrado algunas deficiencias cuando operaban en terreno abrupto, por lo que se había decidido que fuesen sustituidas por el nuevo tanque ligero T-70, que tenía el mismo armamento que el T-50 pero que era mucho más barato de producir. Sin embargo los primeros prototipos del T-70 habían mostrado serias deficiencias debido a un defectuoso diseño del motor y la transmisión. El fallo era tan grave que solo podía ser consecuencia de un sabotaje, crimen contra el Estado que el ingeniero traidor ya había pagado con su vida.

En un cuartel cercano los mecánicos descubrieron que sus tanques BT iban a ser retirados y sustituidos por un tanque completamente nuevo, una mejora del tipo 34. No conocían al nuevo blindado, no sabían repararlo, ni se les había suministrado piezas de repuesto. Les iba a ser imposible mantenerlo en servicio. Pero las personas inteligentes saben callar, y en esa época las personas inteligentes habían aprendido que el silencio alarga la vida.



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A 160 kilómetros del Círculo Polar Ártico las temperaturas eran gélidas, pero los prisioneros tuvieron que esperar a pie firme. Algunos cayeron para no levantarse, pero otros oyeron unas palabras que podían cambiar su vida.

—¡Criminales! —gritó un teniente de la NKVD—. Aunque solo sois unos malhechores, víboras desagradecidas que muerden la mano que os alimenta, el Estado va a ofrecer una oportunidad a los que quieran aunarse a la lucha del proletariado mundial. Esta tarde encontraréis unas listas en el despacho del administrador. Aquellos que constéis en ellas podréis ofreceros voluntarios para una misión en la que redimiréis vuestras culpas.

El teniente se retiró, y los helados presos se agolparon junto al edificio de la administración. Un preso leía la lista. Unos hombres, al escuchar su nombre se alegraban, aun a sabiendas que podría ser una sentencia de muerte. Otros, al no escucharlo, comprendieron que habían sido condenados.

Al día siguiente los prisioneros voluntarios fueron trasladados a la estación y subidos a vagones para ganado. El resto tuvo que esperar de nuevo a pie firme, mientras unos guardias los vigilaban y otros los seleccionaban. Aquellos que eran llamados entraban en una cabaña de troncos. No salían.



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El nuevo caza se elevó del campo, pero mientras tomaba altura el motor empezó a ratear. El aparato siguió elevándose con dificultad. Había descrito un par de círculos sobre el aeródromo cuando, inexplicablemente, entró en vuelo invertido y se estrelló.

El diseñador intentó escapar pero dos hombres con abrigos oscuros lo apresaron y lo llevaron hasta la valla del campo.



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Más al este, en medio de los bosques, trabajadores forzados se esforzaban en quitar la nieve de las pomposas pero débiles construcciones. La nevada había hundido varios tejados, pero los hombres con uniformes verdes se encogieron de hombros, y exigieron a los obreros que las reconstruyesen y las dejasen como estaban antes de la tormenta.

Uno de los prisioneros, un burgués venido a menos pero que en su día gozó de educación, recordó los pueblos que según la leyenda un favorito construía para impresionar a su emperatriz. Ahora, con esas casas que realmente no eran sino armadijos de troncos y bastidores, estaban haciendo lo mismo.



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Mucho más al oeste, otros obreros se afanaban en las grandes granjas que se estaban construyendo en el Gobierno General. Aunque los trabajadores polacos eran empleados en la mejora de las carreteras y de los ferrocarriles, no se les permitía el acceso a las granjas. Desde lejos solo veían bajos cobertizos de grandes dimensiones.

Henryk Kuczynski había recibido órdenes del jefe de su célula: tenía que infiltrarse en uno de los complejos y comprobar lo que se hacía ahí. Durante varias noches había cavado una trinchera en la nieve que había cubierto con ramas y más nieve, formando un túnel superficial. Esperó hasta que se produjo un gran temporal, con la cellisca azotando los árboles y la alambrada: cuando volviese derrumbaría el pasadizo, y la nevada cubriría cualquier rastro de su paso. Henryk se arrastró por el túnel, y al llegar a la base de la alambrada cortó un agujero con los alicates que llevaba. Luego cavó al otro lado de la valla, hasta salir a la superficie. Se puso en pie, se colgó un palo del hombro, y anduvo con calma hasta el cobertizo más cercano: la ventisca le ocultaba, y cualquiera que pudiese atisbar algo creería ver un centinela.

Al llegar al cobertizo empezó a rodearlo hasta que encontró una puerta. Se apoyó con cuidado y se sorprendió al notar que estaba abierta. El gélido interior estaba oscuro como la boca de un lobo, pero Henryk no se atrevió a encender ni una cerilla. Usó el palo como bastón de ciego hasta tropezarse con una gran masa metálica. La rodeó con cuidado, mientras la palpaba intentando reconocerla. Por fin se decidió: había que arriesgarse: encendió un fósforo y vio que estaba de pie junto a un tanque. El cobertizo estaba repleto de tanques, hasta donde la temblorosa luz conseguía despejar las tinieblas.

Apagó la cerilla y volvió hacia la puerta. La franqueó con cuidado y empezó a buscar las huellas que había dejado antes. Al llegar a la alambrada se agachó para meterse en el túnel… y notó que algo frío y duro se apoyaba en su espalda.

—¿Ves cómo sí que había un curioso, Karl? Ven, chiquito —dijo mientras empujaba a Henryk con el fusil—. Mi jefe quiere hablar contigo.



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