Crisis. El Visitante, tercera parte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Los tanques del teniente coronel Thorsten Koertig proseguían su avance por la orilla del Golfo Pérsico. Aunque el terreno era seco, el invierno había traído algunas tormentas y los wadis desbordaban de agua, dando excelentes posiciones a los hindúes que pretendían retrasar su avance.
El teniente coronel ya había renunciado a atrapar a los últimos restos del ejército británico de Mesopotamia. Aunque el rápido avance por las orillas de los ríos había dejado rodeados a miles de soldados, y en Basora se habían capturado bastantes más —según inteligencia, la última cifra de prisioneros era de sesenta y siete mil—, lo que quedaba del ejército británico había violado la neutralidad persa y se había retirado por la costa, en dirección al puerto de Bandar Bushehr. Rommel, siguiendo órdenes de Berlín, había esperado en la frontera hasta que consiguió el permiso de Teherán; pero ya era demasiado tarde. Los tanques avanzaban con dificultad por el complicado terreno, y además Koertig tenía órdenes de no arriesgar sus blindados inútilmente. Aun así, el ejército en retirada, mandado por un tal Percival, que había sustituido a Alexander, iba dejando un rastro de rezagados que alzaban las manos en cuanto veían a las patrullas de reconocimiento.
Tampoco ayudaba a la persecución que muchos de sus mejores hombres hubiesen sido llamados a Alemania para ser los instructores de una nueva generación de tanquistas. Los reemplazos que habían llegado, formados en la escuela de tanques de Blomberg, eran voluntariosos y pensaban que conocían el oficio; pero Koertig veía que aun estaban un poco verdes. Podían llegar a ser magníficos tripulantes de panzer, siempre que no pereciesen como carne de cañón en una operación que, según pensaba el teniente coronel, probablemente fuese infructuosa. El coronel no necesitaba las órdenes de no arriesgarse, pues no pensaba perder hombres en una operación segundaria.
Al menos la aviación estaba haciendo su agosto. Operando desde Basora y Kuwait estaba martirizando a los barcos británicos que trataban de reembarcar al ejército. En las cálidas aguas del Golfo Pérsico la Royal Navy volvió a sufrir la ordalía que ya había padecido en Dunkerque, en el Mar Rojo o en Portugal. Careciendo de protección aérea —el portaaviones Hermes fue dañado por un Junkers 88 al principio de la batalla— y tras perder seis mercantes de un convoy de nueve, la evacuación tuvo que hacerse mediante cruceros y destructores. El teniente coronel pensaba que la mayor parte de las tropas escaparían, pues los británicos habían conseguido gran experiencia en operaciones de evacuación. Pero en los alrededores de Bandar Bushehr se estaba acumulando una montaña de armamento que resultaría un excelente botín.
Uno de los hombres que había dejado Irak era el teniente Ludwig Bauer. Veterano de la séptima panzer que había combatido en Habbaniya y en el Tigris, había sido reclamado para la escuela de Blomberg. No le gustó dejar atrás a sus hombres, pero por lo menos la séptima ya no combatía sino que se estaba reagrupando para ser trasladada de nuevo a Siria. Mientras Bauer tomó un coche que lo llevó a Kirkuk, donde empezó el largo viaje en tren que lo llevaría hacia su nuevo puesto.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Todo el mundo cambiaba de aires menos el alférez de navío Víctor Loreto. Maldita suerte, pensaba. Había sido muy divertido lo de mandar al fondo a los britones —su buque, el Galicia, había participado en los hundimientos del Ramillies y del Repulse, algo que pocos cruceros podían decir— pero ya le apetecía un buen permiso en tierra, a ser posible en el Ferrol, donde tenía echado el ojo a una gallegiña. Pero en la guerra naval se seguía la máxima clásica: “dar primero, dar fuerte y seguir dando” y ahora tocaba lo de seguir.
La flota del Pacto seguía en aguas atlánticas. Tras el combate de San Vicente en el que había sido hundido el Repulse y el bombardeo de Fuerteventura se había retirado a Casablanca. Santa Cruz de Tenerife estaba demasiado expuesta y, sobre todo, carecía de las instalaciones de mantenimiento necesarias que sí tenía Casablanca, una importante base naval. A Víctor le apetecía darse un garbeo para estirar las piernas e incluso zamparse un cuscús, que ya estaba un poco cansado del rancho de a bordo; pero nada de nada, pues la Armada estaba preparándose para hacerle algún otro siete a los pérfidos.
Pero si Víctor esperaba otro encuentro emocionante, como los combates de las Salvajes o el citado de San Vicente, estaba muy equivocado. La siguiente acción en la que participó el Galicia resultó de lo más aburrida, aunque no por ello menos peligrosa. Fue sosa porque todo lo que tuvo que hacer el Galicia —acompañado como era habitual por el Díaz, más el Alberico da Barbiano, otro crucero italiano que había sustituido al perdido Cadorna— fue escoltar un convoy desde el puerto marroquí hacia Tenerife: una docena de barcos, todos grandes y modernos, que llevaban las municiones y el combustible que necesitaba la cada vez más potente aviación del Pacto en la isla.
Escoltar a un convoy podría parecer una misión rutinaria, pero en aguas tan cercanas a Madeira y las Azores, que seguían en manos inglesas, significaba que a la Royal Navy le podría tentar dar un repaso a esos españolitos que habían salido respondones.
El riesgo era doble. Por una parte, los sumergibles ingleses seguían dejándose ver por esas aguas, aunque no tan frecuentemente como antes de la caída de Portugal. Tras desagradables experiencias como la experimentada por Iachino frente a Larache, la escolta del crucero era muy potente: tres destructores, dos bous y dos de los nuevos cañoneros antisubmarinos. Pero ninguno llevaba todavía radiotelémetros, que se habían revelado como la mejor arma contra los sumergibles. Iban a tener que ser los del Galicia y el del Barbiano —que había acabado su reforma unas semanas antes y llevaba un equipo similar al del Galicia— los que explorasen las aguas. Lo malo era que obligaba a los tres pequeños cruceros mantenerse cerca del convoy, algo peligroso no solo por poderse comer un torpedo, sino porque de amanecer algún chico grande les tocaría sacrificarse.
Esos chicos grandes eran el otro peligro: expulsada de Portugal, los ingleses habían desplazado a las Azores la Fuerza H. Había sido reforzada por parte de la Home Fleet, pues en Noruega los alemanes ya no tenían acorazados modernos y ya no era necesario mantener una flota potente en esas aguas: según los informes de inteligencia y las observaciones de los Condor de reconocimiento, la Royal Navy había modificado el despliegue de sus buques, enviando a las frías aguas norteñas a los cruceros de batalla: la pérdida del Repulse había mostrado a las claras que lo de Jutlandia no era casualidad, demostrando que resultaba muy peligroso empeñar a un crucero de batalla contra un acorazado. En el Atlántico Norte la Kriegsmarine ya solo tenía a los cruceros acorazados Lutzow y Scheer, y los pesados Prinz Eugen y Seydlitz; barcos contra los que el Hood o el Renown podían enfrentarse sin correr el riesgo de irse al fondo a la primera andanada. En las Azores estaba apostado lo mejor de la Royal Navy: sus tres acorazados modernos de la clase King George V, apoyados por los más viejos pero potentes Nelson; los Queen Elizabeth habían sido relegados a misiones de escolta, aunque de ser preciso podrían unirse a la flota, especialmente el Queen Elizabeth y el Valiant, que habían sido modernizados a fondo. Los dos viejos acorazados supervivientes de la clase Revenge estaban en el Índico.
La flota del Pacto seguía siendo menos numerosa tras las pérdidas sufridas en Larache. Aunque la Regia Marina había enviado a Gibraltar a dos de sus acorazados modernizados para reemplazar al Littorio y al Veneto, el Doria y el Duilio eran aun más vulnerables que los cruceros de batalla ingleses, que ya es decir, y de velocidad andaban justitos; pero menos da una piedra. A la postre, ni reunida al completo la Fuerza H preocupaba demasiado: los acorazados viejos la lastrarían, y los más rápidos del Pacto, que le sacaban lo menos cinco nudos, podrían salir por pies; si los ingleses intentaban darles caza con sus tres acorazados modernos, quedarían en desventaja.
De hecho, esas eran las intenciones del Pacto: utilizar el convoy a Tenerife como un cebo que tentase a la Royal Navy. En las cercanías del convoy el contraalmirante Ciliax acechaba con sus dos acorazados —los italianos por ahora no se le habían incorporado— y tres cruceros pesados, esperando atrapar a algún imprudente. Pero mientras tendrían que ser los tres débiles cruceros ligeros, incluyendo al Galicia de Víctor, los que entretuviesen a los británicos, tarea más que peligrosa dada la casi total ausencia de blindaje de sus buques.
Desgraciadamente —o por suerte si era desde el punto de vista de Víctor— los británicos ya tenían cierto grado de mosqueo, y cuando vieron que los españoles salían otra vez al mar se imaginaron que había gato encerrado. Aunque un hidro de los que habían vuelto a operar desde Madeira detectó al Galicia —malo— y un Condor avisó de la salida de la Fuerza H —peor— todo quedó en agua de borrajas, pues otro hidro inglés, buscando más allá del convoy español, pudo vislumbrar a los acorazados de Ciliax. La Royal Navy interpretó que todo el asunto del convoy no era sino una añagaza para pillarles otra vez a contrapié, y decidieron dejar correr el asunto.
Sin más incidencias que el miedo que habían pasado, el convoy arribó a Santa Cruz, donde procedió a descargar a toda prisa. Luego, vuelta hacia Casablanca, otra vez con el Galicia jugándosela para escoltar a los mercantes. Pero no hubo nada más molesto que los graznidos de las gaviotas.
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- urquhart
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Otro que no cambió de destino fue ese policía que ya no existía. Meses de trabajo le había costado desenredar la compleja trama del espionaje soviético en Berlín. Para ello, lo que había empezado como una labor individual se había convertido en una tarea que implicaba a centenares de personas. El policía, ahora teniente coronel—aunque sin poder lucir las insignias— operaba casi en la clandestinidad, pues su organización sin nombre no tenía su base en ninguno de los numerosos edificios oficiales que adornaban el centro de la ciudad, sino en un edificio de apartamentos del distrito de Steglitz. Cuando rendía informes a su jefe no lo hacía en su despacho, sino que se citaba en alguno de los muchos tugurios de Berlín. Tras comprender el alcance de las redes de espionaje comunistas, el policía entendía los motivos de tales precauciones: los bolcheviques habían conseguido infiltrarse, como mínimo, en el Estado Mayor de la Luftwaffe y en la Gestapo, y tampoco parecían muy de fiar el resto de las secciones de la SD: había absorbido tanto a la Gestapo como a la Abwehr, que estaban plagadas de nazis recalcitrantes y de seguidores del golpista Canaris. Pero el policía también pensaba que la creación de su agencia se debía al interés de su jefe por mantener un área de su exclusivo poder personal. Además, eso de citarse en cervecerías y cabarets cuadraba muy bien a Schellenberg, un crápula con afición a lo rocambolesco.
Esa tarde tenía otra de esas reuniones, y previamente compuso un informe que, bien lo sabía, iba a ser intranquilizador. Los espías estaban cambiando su comportamiento y eso nunca es casual. Iba a necesitar más dinero y más personal, no solo en Berlín sino por todo el Reich.
Tras acabar el informe escribió una de esas cartas que luego guardaba, pues no se atrevía a mandarlas.
Nicole, te quiero. Te quiero tanto que te tengo que pedir que no vengas, que sigas en esa aldea aburrida pero segura en sus montañas. Quiero verte pero no quiero tenerte aquí. Deseo estar contigo, pero debo seguir en mi puesto.
Ya no tengo ninguna duda de lo que va a ocurrir. Ayer llegó un mensaje de Johan, el controlador de Jutta, y la pobre mujer, que todavía tiene metido el miedo en el cuerpo, se ha apresurado a enseñármelo ¿Te acuerdas de Jutta? Era la mujer del pobre Jürgen, ese espía traidor al que le ofrecí colaborar conmigo y seguir vivo, pero que intentó traicionarme y tuvo un encuentro con el verdugo. Jutta, que no tenía prisa por acompañar a su marido, se mostró más receptiva, aunque nunca he terminado de confiar en ella.
La intuición no me ha fallado. Jürgen y Jutta tenían otro amigo al que llamaré Jansen. Jutta pensaba que al callarse se guardaba una baza, pero cuando me enfrenté con la traidora inquiriéndole quién era ese Jansen por el que Johan preguntaba, la traidora se vio obligada a contarme todo lo que sabía. Que tratase de engañarme, como supondrás, no fue algo que me gustase y para manifestarle mi desagrado la llevé a Plötzensee a que viese la guillotina, diciéndole que la próxima vez no solo vería la hoja sino que la sentiría. Luego encargué a uno de mis hombres que conversase un rato con ella; su cara llevará para siempre el recuerdo de esa charla. Nicole, entiéndeme. Sabes que no disfruto con la sangre, pero consagré mi vida a defender a nuestro pueblo a nuestra patria, y Jutta es una enemiga mucho más peligrosa que el soldado que se agazapa con un fusil. En este juego mortal no caben medias tintas.
Jutta me ha explicado quién es Jansen y a qué se dedica. Ese tal Jansen es otro renegado que en su día se unió a los bolcheviques, pero que aleccionado por sus jefes permaneció en silencio. Aparentemente es un policía que cumple como el mejor, defendiendo la patria de criminales. Alardea ante sus compañeros de su amor por el régimen y por Alemania, amor que le lleva a viajar por todo el país durante sus vacaciones. Por ahora he dejado a Jansen en paz, sometiéndole a una vigilancia muy discreta. Hace pocos días tuvo un corto permiso; siguiéndole, me ha llevado a visitar los bosques que rodean nuestra querida Berlín. Una vez Jansen volvió a su casa, me hice acompañar por guardabosques hasta encontrar un rincón perdido en el que había marcas de disparos en los árboles.
Al mismo tiempo Jens, el secretario del diplomático al que estoy vigilando, ha vuelto a las andadas. Ha aprovechado su último viaje a Budapest para adquirir unos muebles para uno de sus amigos en Alemania. Como podrás imaginar, los he revisado antes de que llegasen a su destinatario, que no era otro que Jansen. En el interior encontré armas que no eran escopetas de caza. Nicole, piensa en Jansen. Es policía y tiene una pistola ¿Para qué necesitará un fusil ametrallador? No me ha durado mucho la duda porque Jutta, que ya no se atreve a guardar secretos, me ha mostrado la orden que acaba de recibir y que tiene que transmitir a Jansen: asesinar a mi jefe.
También me alarma que este no ha sido el único envío de Jens. Tenía controlada una empresa de importación y exportación, pero pensé que tal vez Jens tuviese tratos con otras empresas, y una búsqueda por los archivos me lo ha confirmado. Además de muebles, Jens también importa alfombras, cajas de vino, objetos de arte y qué sé yo, utilizando con cada empresa un nombre diferente. Precaución que de poco le ha servido, porque me ha bastado con investigar otras agencias radicadas en las ciudades que Jens visitaba. Comprobé que algunas de ellas también tenían clientes con afición a la importación, que entregaban sus paquetes coincidiendo con las visitas de Jens a las ciudades. Que no fuesen los mismos nombres no importaba, pues en mi negocio las casualidades no existen. Bastó con alguna visita nocturna a esos almacenes para comprobar que esos otros viajeros tenían la misma letra que nuestro amigo Jens. Te extrañará que mis hombres deban recurrir a métodos de ladrones, pero esas investigaciones son peligrosas pues pueden alertar a los traidores. Nicole, lo digo y parece absurdo, pero mis agentes entran en oficinas usando ganzúas como un criminal, para ver unos archivos que me hubiesen entregado con solo pedirlos. Pero si un policía como Jansen es un traidor ¿Cuántos otros Jansen podrá haber?
Tengo otro motivo para preocuparte. Aun no sé quiénes han recibido los otros paquetes de Jens, y tampoco conozco como esos traidores se comunican con sus jefes. Aunque el tiempo apremia, voy a tener que efectuar otra de esas investigaciones minuciosas, buscando deslices y cabos sueltos. Mientras voy a alertar a mi jefe. Nicole, no tengo secretos para ti y sabes que no es la piel de Schellenberg la que me preocupa. Será un servidor de la Patria, pero también es el que me ha relegado a este exilio interior que nos ha separado. Pero he estado meditando sobre los motivos que han llevado a los soviéticos a querer matarle. Schellenberg es un hombre inteligente y hábil, pero si muere no faltará quien le suceda. Asesinando a un jefe de servicios secretos poco se consigue: la red que ejecuta el magnicidio se descubre y es destruida, y a cambio solo se logra un poco de distracción: a lo sumo, unas semanas de desconcierto mientras el sucesor de la víctima se hace cargo de la situación. Por eso normalmente los espías no asesinan: su negocio es uno de aquellos en los que la pluma, es decir, el espionaje, es más valiosa que la espada.
Tal vez creas que el asesinato sea herramienta de los agentes soviéticos, pero no es así. Nicole, no sé si lo sabes, pero el espionaje ruso no es esa colección de torpes intrigantes de las películas de propaganda. Nuestro enemigo, y cuando digo esa palabra no es casualmente, es una organización controlada con mano de hierro por mentes muy competentes. Cuando asesinan es con un fin, y Schellenberg no se ha significado lo suficiente como para merecer la inquina personal de Stalin. Si quieren su muerte es para anular los servicios de inteligencia del Reich durante unas semanas, para algo que no será bueno ni para a Patria ni para nosotros. Para algo que te amenaza a ti, a Marcel, y a todos los niños alemanes.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
El siguiente capítulo ha sido cortesía del amigo Apvid, que ha tenido la paciencia (santa paciencia) de esperar a que apareciese este fragmento, que ha cambiado varias veces de sitio (en la parte no publicada e la obra) hasta que al final le ha llegado el turno.
Gracias
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Capítulo 2
Los hombres de Estado son como los cirujanos: sus errores son mortales.
François Mauriac
McGregor, Robert Stuart. De Hannover a Windsor, auge y caída de una dinastía de Robert Stuart MacGregor. Ediciones Loch. Dùn Èideann, 1963.
…. a las 15:30 terminó la reunión. El Primer Ministro Sir Winston Churchill había propuesto que se estudiase la factibilidad de un desembarco en Francia que atrajese a los reservas alemanas y aliviase la crítica situación del ejército en Portugal. Tanto el nuevo comandante del Cuartel General de Operaciones Combinadas como los demás miembros de la Royal Navy y del Ejército se opusieron a la idea, considerando que un desembarco en Francia necesitaría mayores recursos y fuerzas que las usadas en Portugal, que no estaban disponibles en el momento actual, recomendando que la operación se considerase en un momento posterior de la guerra. Se decidió que por el momento tan solo se harían planes para un futuro desembarco, y que las operaciones se limitarían a incursiones con comandos.
De acuerdo con los testimonios de los presentes, durante la despedida el almirante Bruce Fraser comentó que el HMS Kelly, el antiguo destructor de Mountbatten, se encontraba en el Clyde para realizar reparaciones tras haber sufrido algunos daños durante las operaciones en Portugal. Parece que Lord Louis Mountbatten ordenó a su chófer que efectuase un pequeño desvío antes de volver a Glasgow, posiblemente para realizar una breve visita....
Los hombres de Estado son como los cirujanos: sus errores son mortales.
François Mauriac
McGregor, Robert Stuart. De Hannover a Windsor, auge y caída de una dinastía de Robert Stuart MacGregor. Ediciones Loch. Dùn Èideann, 1963.
…. a las 15:30 terminó la reunión. El Primer Ministro Sir Winston Churchill había propuesto que se estudiase la factibilidad de un desembarco en Francia que atrajese a los reservas alemanas y aliviase la crítica situación del ejército en Portugal. Tanto el nuevo comandante del Cuartel General de Operaciones Combinadas como los demás miembros de la Royal Navy y del Ejército se opusieron a la idea, considerando que un desembarco en Francia necesitaría mayores recursos y fuerzas que las usadas en Portugal, que no estaban disponibles en el momento actual, recomendando que la operación se considerase en un momento posterior de la guerra. Se decidió que por el momento tan solo se harían planes para un futuro desembarco, y que las operaciones se limitarían a incursiones con comandos.
De acuerdo con los testimonios de los presentes, durante la despedida el almirante Bruce Fraser comentó que el HMS Kelly, el antiguo destructor de Mountbatten, se encontraba en el Clyde para realizar reparaciones tras haber sufrido algunos daños durante las operaciones en Portugal. Parece que Lord Louis Mountbatten ordenó a su chófer que efectuase un pequeño desvío antes de volver a Glasgow, posiblemente para realizar una breve visita....
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- Cabo Primero
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Gracias por volver a las andadas Domper, es estupendo tener la tercera parte ya en marcha.
Un saludo y perdón por la interrupción.
Un saludo y perdón por la interrupción.
efemeridesnavales.blogspot.com
- Urbano Calleja
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Felicidades compañero...seguimos pegaditos a la pantalla
"Qué miedo me dais algunos, rediós. En serio. Cuánto más peligro tiene un imbécil que un malvado". Arturo Pérez-Reverte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Actas del Consejo de Guerra al Mayor Maxwell Page, de los Archivos Militares Británicos de la Guerra de Supremacía, Tomo 3156, Legajo 438, Berlín.
...
Brigadier Francis Tuker: Mayor Page ¿podría entonces aclararnos cuál era la situación en los muelles de Dumbarton?
Mayor Maxwell Page: Como ya he indicado, en el puerto se encontraban varios barcos del convoy HX167, procedente de Halifax, entre ellos el Salacia y el City of Florence, cuyas cargas incluían explosivos. Durante el ataque aéreo de la noche anterior los alemanes no se dejaron engañar por las luces en las colinas Kilpatrick ni por los señuelos, y los aviones causaron ciertos daños en las instalaciones portuarias.
FT: ¿Pero aun así las instalaciones del puerto podían operar?
MP: Sí, aunque su capacidad se había visto reducida provocando retrasos en la carga de los buques y que se acumulasen los cargamentos en el muelle.
FT: Mayor, siendo así ¿no hubiera sido mejor hacer salir los barcos del Clyde?
MP: Desgraciadamente no. Los ataques a convoyes en el Canal de Bristol habían demostrado que la aviación alemana atacaba deliberadamente a los buques en aguas confinadas, donde no estaban protegidos por la artillería antiaérea, y los barcos alcanzados serían pérdidas totales por hundimiento. Además se había cursado una alerta sobre la posible presencia de minas de fondo en el estuario, ya que varios aviones alemanes habían efectuado vuelos a baja altura durante la noche. También se había alertado sobre el posible avistamiento de un submarino alemán en el Mar de Irlanda. En cualquier caso, fueron las municiones que aun no se habían cargado las que causaron el accidente.
FT: ¿Por qué se acumularon explosivos en el muelle?
MP: Al tratarse de una zona del puerto en la que habitualmente no se operaba con municiones, los estibadores exigieron que se tomasen precauciones extraordinarias que causaron algunos retrasos.
FT: Díganos, mayor ¿es práctica habitual que se almacenen explosivos y municiones en esa zona de los muelles?
MP: Habitualmente no. Pero los bombardeos de las noches anteriores habían hecho que se considerase que la carga y descarga de explosivos en Port Glasgow o en Clydebank era peligrosa. Además el ataque de la noche anterior había causado un incendio cercano al muelle dedicado a la carga de explosivos que no había podido ser completamente extinguido. Los retrasos en las operaciones de carga en un muelle que no se empleaba habitualmente con esa finalidad fueron las causantes del acúmulo de municiones.
FT: Una vez que se permitió que se almacenasen cargas en el mismo muelle que incluían explosivos ¿no se adoptaron mayores medidas de seguridad?
MP: Por desgracia el personal disponible para la vigilancia era excesivamente reducido. Aunque la marina es la que mantiene la vigilancia de las instalaciones portuarias, suele ser apoyada por la Home Guard local. Sin embargo, se había alertado respecto de la presencia de un submarino en el Mar de Irlanda, donde no habían sido detectados desde dos años antes, y se temió que se produjese una incursión con comandos, por lo que las unidades de la Home Guard fueron enviadas a vigilar las costas. También se encomendó a buena parte de los centinelas del puerto que vigilasen posibles ataques desde el mar. Finalmente, el peligro de un ataque por paracaidistas alemanes obligaba a que el personal de tierra mantuviese la vigilancia antiaérea.
FT: ¿No esperaban una amenaza en el mismo puerto?
MP: No, señor.
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Sebastian Haffner. El nacimiento de Europa. Data Becker GmbH. Berlín, 1987.
El activista irlandés Andrews O’Higgins “Ojignos” no estaba encuadrado en ningún comando operativo del IRA, ni tampoco mantenía contactos con dicha organización desde la muerte de su progenitor. Su padre, Ciaran O’Higgins, había sido un veterano del conflicto angloirlandés y de la guerra civil irlandesa, en la que había servido bajo las órdenes de Michael Collins, pero tras el asesinato de Collins se desentendió del IRA. Andrews O’Higgins no mantenía contactos con el IRA y ni siquiera con el Sinn Féin, aunque al parecer simpatizaba con sus ideas. Tampoco tenía contactos con agentes de otras potencias, y su única relación con extranjeros había sido durante la temporada en la que trabajó con pescadores de altura gallegos, que le dieron el apodo por el que era conocido.
Los testimonios de sus compañeros marineros coinciden en que O’Higgins era un bebedor pendenciero. Al prohibirse la salida al mar del mercante Clan Macdonald, el barco en el que estaba enrolado, el marinero estuvo emborrachándose en un pub cercano al puerto. Enfurecido por su permanencia en tierra, estuvo injuriando a los ingleses hasta que fue expulsado del local, del que salió en estado de embriaguez. No se sabe cómo pudo acceder O’Higgins a los muelles, pero probablemente se debió a que la alerta ante una posible incursión alemana desde el mar hizo que se descuidase la vigilancia de los accesos terrestres. Los centinelas no detectaron a O’Higgins hasta que intentó salir llevando una caja que había sustraído.
Tanto los centinelas como O’Higgins hicieron declaraciones contradictorias sobre lo sucedido posteriormente. Según O’Higgins, había recogido unas herramientas que había dejado olvidadas. Intentó explicar a los centinelas su presencia en los muelles, pero estos le dispararon al escuchar su acento irlandés. Los dos vigilantes que sobrevivieron a la cadena de explosiones afirmaron que O’Higgins había robado una caja de municiones y que llevaba un arma con la que les disparó cuando trataron de darle el alto. El arma no fue encontrada, aunque el estado en el que quedó el muelle dificultó la investigación. Fuese cual fuese la causa, se produjo un tiroteo durante el cual el cabo Roger Rush lanzó una bomba de mano hacia el lugar en el que se había escondido O’Higgins, que causó al irlandés heridas de cierta consideración. El incidente no hubiese tenido mayor trascendencia si no hubiese sido porque en el muelle había gran cantidad de polvo de carbón, procedente de un buque que había descargado el día anterior. La granada incendió el polvo y se produjo una pequeña deflagración y un incendio, que se extendió a unas cajas de municiones que habían sido dejadas descuidadamente en el muelle. Por desgracia los daños causados por los bombarderos alemanes en Clydebank habían hecho que se descargasen explosivos y municiones en un muelle que no tenía experiencia en el manejo de sustancias peligrosas, y buen número de cajas quedaron expuestas, excesivamente cercanas unas de otras, y sin protección.
Parece ser que el vehículo de Lord Mountbatten se encontraba en las cercanías, y al ver el resplandor de las llamas el almirante se dirigió hacia los muelles para investigar lo que ocurría. Fue en ese momento cuando el incendio alcanzó las cajas de municiones, iniciándose una serie de explosiones en cadena que alcanzaron al vehículo de Mountbatten.
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Extracto de “Great Troubles” de Andrew Finegan. Editorial Rugers. Belfast, 1972.
Desde el primer momento tanto Scotland Yard como los servicios de inteligencia consideraron que la gran explosión de Dumbarton había sido accidental y que no se debía a una acción del IRA. Pero el Primer Ministro Churchill tenía una estrecha relación con el comodoro Louis Mountbatten, fallecido en la explosión, y tomó medidas que a la postre resultaron desastrosas. Al saber que se había detenido a un irlandés que podía estar relacionado con la explosión, el Primer Ministro decidió que la explosión no había sido un accidente sino un atentado del IRA, y ordenó el envío de tropas de refuerzo al Ulster sin convocar al Gabinete de Guerra ni informar al resto del gobierno.
Como la campaña de Portugal estaba reclamando la mayoría de las tropas instruidas, fueron desplazados al Ulster los batallones 6º, 9º y 10º del Loyal North Lancashire Regiment y el 2/4 batallón del South Lancashire Regiment (The Prince of Wales's Volunteers), que estaban efectuando maniobras en Cumberland. Por orden directa del Primer Ministro los cuatro batallones embarcaron en buques de la armada y llegaron a Belfast al día siguiente. Parece que el Primer Ministro solo quería hacer una demostración, y que la estancia de las tropas debía ser temporal, como se recoge en la carta que Churchill envió a John Andrews, Primer Ministro de Irlanda del Norte. La orden fue revocada a la mañana siguiente por el gobierno, y posiblemente hubiera quedado como una exhibición de la capacidad de reacción rápida frente a cualquier agresión, y de la garantía británica sobre el Ulster.
Sin embargo la apresurada selección de las tropas enviadas se reveló como un grave error. Se trataba de batallones recientemente organizados, formados con reservistas y con miembros de la Home Guard llamados al servicio activo. El traslado urgente al Ulster sin permitirles despedirse de sus familias tuvo efectos deplorables sobre la moral de las tropas. Los oficiales de los regimientos eran también reservistas con escasa experiencia en el mando de tropas. El jefe de la fuerza era el coronel Michael Willoughby, barón de Middleton, un veterano de la Primera Guerra Mundial que había dejado el ejército al acabar el conflicto, y que al comienzo de la Guerra de Supremacía se había incorporado al ejército territorial. Willoughby era un ordenancista que durante su estancia en la Cámara de los Lores había destacado por su oposición intransigente a la creación del Estado Libre Irlandés.
Ya durante el desembarco en Belfast se produjo un enfrentamiento entre algunos soldados y un campesino de Carnmoney al que los militares oyeron hablar en gaélico. Pero los incidentes más graves se produjeron en el barrio católico de Portadown. Tras la muerte de Mountbatten y los rumores que atribuían al IRA su asesinato, un grupo de orangistas, dirigidos por antiguos miembros de los Ulster Imperial Guards, atacaron varias casas en Obins Street. La respuesta de los católicos acabó en una pelea multitudinaria en la que hubo dos muertos y varios heridos, que acabó requiriendo la intervención de la policía y los bomberos.
Al día siguiente se repitieron los altercados, que coincidieron con el paso de los batallones británicos que se dirigían hacia Armagh. El coronel Willoughby, a pesar de las instrucciones que tenía de mantenerse al margen, ordenó a sus hombres que se desplegasen por la ciudad en apoyo de la policía y de los unionistas. Los disturbios fueron ganando en intensidad, y varios comercios católicos de Garvaghy Road fueron saqueados e incendiados. Parece que algún propietario católico intentó defender su propiedad con una escopeta de caza. Al oír los disparos, Willoughby ordenó que se respondiese al fuego. En una serie de confusos incidentes los bisoños soldados abrieron fuego contra la multitud e incluso se dispararon unos a otros. Lo que había comenzado como una algarada pasó a convertirse en una matanza cuando unos radicales unionistas condujeron a una sección de soldados a la iglesia de Saint John the Baptist, en la que se estaba celebrando el funeral por los fallecidos el día anterior. Incitados por los radicales, que decían que en la iglesia se refugiaban los asesinos de Mountbatten, los soldados entraron en el templo y dispararon indiscriminadamente contra los feligreses. Hubo al menos veintitrés muertos (parece que varios fueron rematados a bayonetazos), incluyendo el sacerdote que oficiaba la ceremonia, y decenas de heridos.
Aunque el gobierno del Ulster intentó ocultar el alcance de la matanza, los rumores sobre los saqueos y la masacre se extendieron. Algunos sectores de la sociedad norirlandesa, sobre todo los protestantes, reaccionaron con incredulidad o acusaron a los católicos de ser los responsables. Pero la comunidad católica protestó violentamente contra la violencia unionista y británica. Manifestantes católicos se enfrentaron con manifestantes protestantes o con las fuerzas del ejército. La policía (de mayoría protestante) y el ejército, desbordados por la magnitud de los altercados, reaccionaron violentamente, produciéndose tiroteos en Belfast y Derry con el resultado de otros diez católicos muertos y varias decenas de heridos.
Parece que el IRA también fue sorprendido por los acontecimientos. Aunque algunos de sus miembros se alinearon con los manifestantes católicos, inicialmente la organización no fue capaz de una respuesta organizada. Pero un pequeño grupo de activistas hizo detonar un camión cargado de combustible y explosivos al paso de una patrulla británica, en las cercanías de Omagh. Los oficiales perdieron el control de sus asustadas e inexpertas tropas, que estaban sufriendo muchas bajas, la mayoría por fuego propio. Los soldados reaccionaron brutalmente, y el conflicto se extendió por Irlanda del Norte, en lo que sería llamada la “Semana Negra de Portadown” que culminaría en Lifford.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Sullivan Clark. El final de las Magdalenas. Republic Editions. Dublín, 1993.
… La República de Irlanda seguía al margen de la situación que se vivía en Irlanda del Norte. En la ciudad irlandesa de Lifford, cercana a la frontera, se estaba celebrando la inauguración de la Lavandería de Lifford, una dependencia del Asilo de las Magdalenas de la localidad. Durante la celebración, a la que asistían los dignatarios locales y el obispo Harris de Raphoe, se estaba grabando un documental con el objetivo de recaudar fondos. El obispo pronunció un discurso en favor de las trabajadoras, pero la superiora de la congregación y varias de las “madres” (monjas a cargo de las internas) hicieron comentarios despectivos sobre las acogidas. Sus palabras fueron recogidas por los micrófonos y tuvieron gran repercusión tras los sucesos posteriores.
A mediodía se produjo en la cercana localidad de Strabane, en el Ulster, un atentado del IRA. Una bomba estalló al paso de una compañía, que sufrió varias bajas. Un comando de insurgentes disparó contra los supervivientes, pero los soldados repelieron la agresión y salieron en persecución de los guerrilleros nacionalistas, que intentaron refugiarse cruzando la frontera irlandesa, a solo unos centenares de metros. Los soldados ingleses cruzaron la línea fronteriza y llegaron a la cercana Lifford. Dos policías irlandeses intentaron detener a los británicos, que les dispararon. Los policías respondieron con sus armas antes de caer abatidos. Parece que el tiroteo hizo creer a los ingleses que se estaban enfrentando a los guerrilleros del IRA, y los soldados se adentraron en las calles de la población disparando indiscriminadamente. Algunos viandantes se refugiaron en el asilo, y una patrulla lo asaltó, pensando que allí se escondían los miembros del IRA.
Las cámaras grabaron la entrada de los soldados británicos en la lavandería y como las “madres” salieron corriendo, atropellando al obispo, internas y niños. Una interna, Anna R. O’Brian, una madre soltera cuya familia acababa de enviarla al asilo, se dirigió hacia la puerta de dos hojas y la mantuvo cerrada aunque los ingleses dispararon a través de la madera, causándole graves heridas. A pesar de ello Anna se mantuvo apoyada, bloqueando la puerta hasta que fue volada por una carga explosiva. Algunos asistentes que no habían podido escapar fueron fusilados por los británicos, que incendiaron el local antes de salir. Un cámara consiguió rescatar la cinta en la que se recogió la tenaz resistencia de Anna y su heroica muerte. Los minutos ganados por esa “mujer perdida” (como poco antes la habían llamado las “madres” ante las cámaras) permitieron la salvación de decenas de internas y de expósitos.
La difusión del documental no solo causó una gravísima crisis entre Irlanda y el Reino Unido, sino que provocó un brusco cambio en la imagen que de la mujer y de la Iglesia había en toda Irlanda. La publicación de testimonios de abusos sufridos por madres solteras desacreditó a las Hermanas de la Misericordia, obligando a la intervención del gobierno de la República y llevando finalmente al cierre de la red de asilos.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
De Globalpedia, la Enciclopedia Total.
Aunque la figura del Primer Ministro Churchill todavía conservaba su prestigio ante el hombre de la calle, que lo seguía considerando el líder que dirigía la nación en el momento más difícil de su historia, cada vez tenía menos crédito no solo en ambas cámaras sino en el ejército.
Se acusaba al Primer Ministro de ser el responsable de los desastres a los que habían llevado sus iniciativas personales. Algunas decisiones de Churchill, como la de intervenir en Grecia, la negativa a la retirada en Palestina o la malhadada invasión de Portugal, habían sido la causa de la sucesión de derrotas que estaban sufriendo las fuerzas imperiales. De manera contradictoria también se acusaba a Churchill de haber ordenado un repliegue innecesario en Sudán. La destitución de los generales Brooke, Wavell, Alexander o Wilson, más las acusaciones de cobardía de Churchill contra el general Simonds y su intento de llevarlo ante un consejo de guerra, empañaron aun más la imagen del Primer Ministro ante el ejército. La inesperada crisis irlandesa, que había sido desencadenada por una decisión personal, agotó la escasa autoridad que Churchill aun pudiera conservar. En el Partido Conservador había cada vez más voces discrepantes que apoyaban las tesis de Lord Halifax, partidario de llegar a un entendimiento con la Unión Paneuropea.
Incluso entre la población civil, que había adorado a Churchill, empezaban a levantarse protestas a consecuencia de los bombardeos aéreos, el desabastecimiento y los cortes de electricidad. Además el cambio político en la Unión Paneuropea y sobre todo en Alemania hacía sospechar a amplias capas de la población que la guerra ya no tenía motivación ideológica, sino que era tan solo una pelea por la supremacía y los mercados del mundo. Paradójicamente, solo el Partido Laborista siguió apoyando al Primer Ministro, probablemente influenciado por su ala más extremista, que recibía instrucciones secretas de Moscú.
La oposición a Churchill empezó a concretarse aprovechando el regreso del Duque de Windsor a Londres para el funeral de su primo Louis Mountbatten. Varias personalidades solicitaron al duque que intermediase ante Jorge VI, pues deseaban que el monarca presionase al Gabinete para que modificase su política exterior y tratase de reanudar los contactos que se habían mantenido con el ministro de exteriores alemán Von Papen en Estocolmo.
Algunos historiadores han denominado este movimiento la “Nueva Rebelión de los Barones”, y la han considerado el desencadenante de la serie de acontecimientos que llevó a la disolución del Imperio Británico.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Capítulo 3
Es fácil esquivar la lanza, mas no el puñal oculto.
Proverbio chino
Jules Bayac era un luchador por la libertad.
Hijo de una familia de obreros, aun llevaba calzones cortos cuando entró a trabajar en la mina, donde pronto se significó como un luchador contra la tiranía y la opresión. El 1933 había conseguido el carnet del Partido, y en 1936 escuchó la llamada de la Internacional para acudir a España, combatiendo durante dos años en el batallón Louise Michel. Había llegado a teniente, siendo considerado uno de los mejores y más concienciados hombres del batallón, excelente comandante y mejor comunista. Pero al volver a Francia había roto con sus antiguos camaradas. No había vuelto a reunirse con sus compañeros, no se presentaba en las reuniones del Partido, al que finalmente renunció, y se le dejó de ver. Ni su familia, ni sus antiguos amigos, a los que repugnaba el comportamiento de Jules tras su vuelta de España, habían mantenido contacto con el ex brigadista, que parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.
Nadie sabía dónde estaba Jules Bayac, porque ya no se llamaba así. El Partido le había ordenado que pasase a la clandestinidad y le había proporcionado nueva documentación. Ahora se llamaba Jacques Lernel, y trabajaba en una fábrica de cerveza en la pequeña ciudad de Saint-Dizier. Allí tampoco tenía amigos y no se relacionaba con mujeres. Hasta había sido considerado un esquirol por desoír las órdenes del Partido de oponerse a la participación en la guerra. Sin embargo, el supuesto belicista, como buen traidor, había conseguido eludir la movilización aduciendo una enfermedad pulmonar: se había entrenado en toser muy convincentemente, y un pequeño corte le había ayudado a escupir sangre. Conseguida la exención, había seguido trabajando en la fábrica durante la guerra y tras el armisticio.
Jules, ahora Jacques, se había convertido en un empleado de confianza que recorría las localidades cercanas para adquirir el cereal y el lúpulo que aromatizaba la bebida. Tarea que le iba que ni pintada, porque solo se le conocía una afición: recorrer las carreteras cercanas a Saint-Dizier con su baqueteada bicicleta. Hiciese el tiempo que hiciese, los domingos dejaba a primera hora el cuartucho en el que vivía como realquilado, llevando un zurrón con un poco de pan, queso y vino, y no volvía hasta el anochecer.
Lo que nadie sabía era que muchas de sus excursiones finalizaban en los extensos bosques que había al sur de la ciudad. Una vez en la espesura, tomaba un mal camino, realmente un antiguo cortafuegos cubierto de maleza, hasta llegar a una granja en la linde de la espesura. Ahí le recibía Pierrot, un hombre entrado en años al que Jacques no conocía, pero al que suponía un pasado parecido al suyo. Como también lo tendrían los otros ex brigadistas —a varios de los cuales Jacques conocía de España, habiendo recomendado al Partido su selección— que también habían recibido la orden de pasar a la clandestinidad, y que los días festivos acudían a la granja. Jacques, a pesar de su juventud, era el líder de la célula, que se entrenaba en el bosque en luchar con armas y sin ellas, en el sabotaje y en el empleo de explosivos. Al final del día dejaban las armas ocultas en un hueco bajo el piso de una leñera, y tras dejar marcas que les alertarían de visitas intempestivas, se despedían hasta la semana siguiente.
Un buen día Jacques llegaba de su recorrido por las granjas de las cercanías, tras haber pasado el día discutiendo con campesinos que ponían precios imposibles a la cebada que tenían en sus graneros. Pasaba por delante de la cantina —en la que raramente se detenía— cuando un desconocido le saludó.
—Jacques ¿cómo puedes pasar sin saludarme? ¿No te acuerdas de mí? Soy André Courteline. Fui tu compañero en la escuela.
El interpelado detuvo su bicicleta y saludó alegremente a André.
—André, perdóname porque no te había visto, pero es que con tan poca luz ¿Cómo no iba a reconocer a mi amigo de Dijon? Qué tiempos los de la escuela…
—Volvemos a juntarnos los de la Champolion —dijo André. Jacques siguió la insustancial charla, pero asintió silenciosamente. Los nombres de la ciudad y de la escuela eran las claves con las que reconocería a los enviados del Partido. Los dos entraron en la cantina y tras tomar un Pernod, el llamado André le invitó a visitarlo en el hotelito en el que se encontraba con el pretexto de ser un vendedor de vinos.
—Camarada —dijo el emisario tras comprobar que no había oídos indiscretos—, se acerca el momento de la verdad. Mañana llegará otro compañero al que debes buscar un alojamiento seguro. Llevará una radio e instrucciones para actuar.
Es fácil esquivar la lanza, mas no el puñal oculto.
Proverbio chino
Jules Bayac era un luchador por la libertad.
Hijo de una familia de obreros, aun llevaba calzones cortos cuando entró a trabajar en la mina, donde pronto se significó como un luchador contra la tiranía y la opresión. El 1933 había conseguido el carnet del Partido, y en 1936 escuchó la llamada de la Internacional para acudir a España, combatiendo durante dos años en el batallón Louise Michel. Había llegado a teniente, siendo considerado uno de los mejores y más concienciados hombres del batallón, excelente comandante y mejor comunista. Pero al volver a Francia había roto con sus antiguos camaradas. No había vuelto a reunirse con sus compañeros, no se presentaba en las reuniones del Partido, al que finalmente renunció, y se le dejó de ver. Ni su familia, ni sus antiguos amigos, a los que repugnaba el comportamiento de Jules tras su vuelta de España, habían mantenido contacto con el ex brigadista, que parecía haber desaparecido de la faz de la tierra.
Nadie sabía dónde estaba Jules Bayac, porque ya no se llamaba así. El Partido le había ordenado que pasase a la clandestinidad y le había proporcionado nueva documentación. Ahora se llamaba Jacques Lernel, y trabajaba en una fábrica de cerveza en la pequeña ciudad de Saint-Dizier. Allí tampoco tenía amigos y no se relacionaba con mujeres. Hasta había sido considerado un esquirol por desoír las órdenes del Partido de oponerse a la participación en la guerra. Sin embargo, el supuesto belicista, como buen traidor, había conseguido eludir la movilización aduciendo una enfermedad pulmonar: se había entrenado en toser muy convincentemente, y un pequeño corte le había ayudado a escupir sangre. Conseguida la exención, había seguido trabajando en la fábrica durante la guerra y tras el armisticio.
Jules, ahora Jacques, se había convertido en un empleado de confianza que recorría las localidades cercanas para adquirir el cereal y el lúpulo que aromatizaba la bebida. Tarea que le iba que ni pintada, porque solo se le conocía una afición: recorrer las carreteras cercanas a Saint-Dizier con su baqueteada bicicleta. Hiciese el tiempo que hiciese, los domingos dejaba a primera hora el cuartucho en el que vivía como realquilado, llevando un zurrón con un poco de pan, queso y vino, y no volvía hasta el anochecer.
Lo que nadie sabía era que muchas de sus excursiones finalizaban en los extensos bosques que había al sur de la ciudad. Una vez en la espesura, tomaba un mal camino, realmente un antiguo cortafuegos cubierto de maleza, hasta llegar a una granja en la linde de la espesura. Ahí le recibía Pierrot, un hombre entrado en años al que Jacques no conocía, pero al que suponía un pasado parecido al suyo. Como también lo tendrían los otros ex brigadistas —a varios de los cuales Jacques conocía de España, habiendo recomendado al Partido su selección— que también habían recibido la orden de pasar a la clandestinidad, y que los días festivos acudían a la granja. Jacques, a pesar de su juventud, era el líder de la célula, que se entrenaba en el bosque en luchar con armas y sin ellas, en el sabotaje y en el empleo de explosivos. Al final del día dejaban las armas ocultas en un hueco bajo el piso de una leñera, y tras dejar marcas que les alertarían de visitas intempestivas, se despedían hasta la semana siguiente.
Un buen día Jacques llegaba de su recorrido por las granjas de las cercanías, tras haber pasado el día discutiendo con campesinos que ponían precios imposibles a la cebada que tenían en sus graneros. Pasaba por delante de la cantina —en la que raramente se detenía— cuando un desconocido le saludó.
—Jacques ¿cómo puedes pasar sin saludarme? ¿No te acuerdas de mí? Soy André Courteline. Fui tu compañero en la escuela.
El interpelado detuvo su bicicleta y saludó alegremente a André.
—André, perdóname porque no te había visto, pero es que con tan poca luz ¿Cómo no iba a reconocer a mi amigo de Dijon? Qué tiempos los de la escuela…
—Volvemos a juntarnos los de la Champolion —dijo André. Jacques siguió la insustancial charla, pero asintió silenciosamente. Los nombres de la ciudad y de la escuela eran las claves con las que reconocería a los enviados del Partido. Los dos entraron en la cantina y tras tomar un Pernod, el llamado André le invitó a visitarlo en el hotelito en el que se encontraba con el pretexto de ser un vendedor de vinos.
—Camarada —dijo el emisario tras comprobar que no había oídos indiscretos—, se acerca el momento de la verdad. Mañana llegará otro compañero al que debes buscar un alojamiento seguro. Llevará una radio e instrucciones para actuar.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Era una ciudad demasiado pequeña para semejante acontecimiento. Como tantas otras capitales provincianas, solo contaba con unos pocos hoteles más apropiados para viajantes de comercio que para diplomáticos. Había algunas mansiones señoriales pero no eran ni por asomo los palacetes a los que estaban acostumbrados las personalidades que se iban a dar cita en la pequeña urbe.
Pero el honor que se hacía a la localidad era demasiado grande y no podía ser rechazado. Durante unos días iba a ser el centro de Europa y, si sabía cumplir con lo que se le pedía, a la ciudad se le ofrecía un futuro esplendoroso. Con la promesa de la prosperidad futura poco costó al alcalde convencer a sus conciudadanos para que cediesen sus mejores casas: las delegaciones que en ellas se alojarían darían a conocer la ciudad por un motivo mejor que la muerte.
No solo eran precisos alojamientos sino también un local que pudiera admitir a la asamblea. Aunque inicialmente se había pensado en el teatro, resultaba demasiado pequeño. Tras inspeccionar algunos otros edificios se escogió el palacio episcopal, que ya no mostraba las cicatrices de los grandes obuses que poco más de veinte años antes habían martirizado la ciudad. Carecía de una sala de dimensiones adecuadas, pero la catedral adyacente, que estaba comunicada con el palacio, sería el mejor marco para la asamblea. Hubo que superar las reticencias del obispo, que se iba a quedar sin alojamiento y sin sede. Que la conferencia que se iba a celebrar fuese a traer la paz a Europa no fue suficiente: se precisó que el presidente Romier, un hombre religioso pero que no era un meapilas de los que solo veían a través del báculo, hablase con el arzobispo de Lyon, cardenal primado de Francia.
La ciudad se llenó de delegados que inspeccionaban los alojamientos que el alcalde les ofrecía. Los que representaban a las potencias más pudientes buscaban no ya alquilar sino adquirir propiedades que en un futuro pudieran ser embajadas, ofreciendo cantidades tan importantes que el valor de las viviendas se multiplicó.
Algunos de los delegados que pululaban por la pequeña urbe llevaban cámaras con las que fotografiaban los edificios que creyeron interesantes. Tenían que mostrárselas a sus jefes, que aprobarían o no las adquisiciones. Sin embargo, más de una foto encontró un destino insospechado.
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