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La Historia Militar española desde la antiguedad hasta hoy. Los Tercios, la Conquista, la Armada Invencible, las guerras coloniales y de Africa.
APVid
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Mensaje por APVid »

OSLO (NORUEGA)

-Las órdenes de Berlín son claras: resistir, general Dietl.

-Pues ya me dirá con que medios, general von Falkenhorst, la Luftwaffe ha retirado las últimas escuadrillas para defender el Reich, la Armada ha perdido todas sus unidades pesadas y los submarinos ya no pueden ni siquiera salir al Mar del Norte.

-Lo sé, lo sé, y tiene razón, de todas formas tampoco podemos enviar por mar ni por tierra nada desde las minas del norte, y aún encima me piden trasladar a Dinamarca más fuerzas para enviarlas al frente Occidental.

-Entonces damos por perdida Finnmark.

-Si el desembarco británico y noruego, protegido por todos sus portaaviones es irresistible. Alta ha caído y el resto de nuestras posiciones al norte del Círculo Polar son insostenibles. Lo mejor organizar la defensa del sur, de la Festung Norwegen.

-Donde ponemos el frente.

-Si es posible en la zona de Lyngen y la frontera con Troms. En el peor de los casos retirarnos hasta Narvik y más al sur, todo depende de la rapidez del enemigo, aunque los británicos demostraron en 1940 moverse muy lentamente por la nieve, y el invierno.

-Trataré de cumplir sus órdenes, pero pueden flanquarnos por mar en cualquier momento.


MOSCU (URSS)

Las altas esferas seguían discutiendo la decisión a tomar respecto a Europa, con agrios debates cada vez más intensos.

Defenderse o atacar era lo que se discutía en ese momento, reduciendo a dos posibilidades predominantes. La URSS tenía ya concentradas al menos 125 divisiones en el Oeste frente a unas 40 alemanas (supuestamente intactas), si bien los carros nuevos estaban saliendo a cuenta gotas y con problemas técnicos, pero tanto el rearme finés como el refuerzo japonés en Manchuria y el derrumbe de Mao había obligado a redesplegar más tropas en otros teatros.

Así que, o se seguía fortificando la línea Molotov con esas divisiones o se atacaba desde ella para penetrar por el Gobierno General y caer al mismo tiempo sobre Prusia y Eslovaquia.

Andréi Zhdánov debía tomar la decisión final, que podría no ser operativa antes de la primavera de 1942 y después de afianzarse el suelo, aunque algunos recomendaban atacar en diciembre de 1941, sobre todo si los alemanes se venían abajo.


Gaspacher
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NORUEGA

Un pequeño grupo de soldados alemanes observaba el fiordo desde lo alto de una cima cercana. A sus pies miles de soldados británicos estaban tocando tierra desde lanchas de desembarco, y tras ellas en el mar, decenas de buques británicos se arremolinaban para dar apoyo a sus fuerzas de desembarco.

— ¿Qué opinas Kurt, estamos jodidos o no? —Quiso saber un capitán de gebirsjager retirando sus prismáticos del rostro.

—Lo estamos Otto. Es imposible que podamos defendernos de esas fuerzas. —Respondió el segundo capitán que había en la cumbre.

—En realidad tenemos una oportunidad. —Dijo un tercer oficial que se encontraba en la cumbre. Un teniente de la Luftwaffe recién llegado a la zona. —Tenemos las armas milagrosas del Fuhrer.

—No estamos para armas milagrosas, Joaquim. —Dijo Kurt, aquí las únicas armas milagrosas son las españolas.

—Ah, estimado amigo, pero nosotros también hemos dispuesto de meses y meses para fabricar nuestras propias armas basadas en la tecnología del futuro. Por supuesto que no serán suficiente para destruir a los españoles, pero ellos no están aquí y esa agrupación naval es únicamente británica. No sé si ganaremos, pero les vamos a dar un buen susto.

—¿Y qué armas son esas si puede saberse? —Preguntó Otto no muy convencido.

—Lo veréis en unos minutos. —Fue la criptica respuesta. —En estos momentos una docena de camiones armados están situándose en sus posiciones y harán fuego en breve. Veremos si la tecnología británica consigue evitar este ataque…

Mientras los minutos pasaban Joaquim pensaba en los misiles antibuque desarrollados por los científicos alemanes a partir de datos, dibujos y algún que otro plano español. Gracias a las clases de historia trastemporal a las que asistió cuando fue destinado al proyecto Sagitario tras ser herido en el Mediterráneo, sabía que los científicos alemanes habían logrado grandes avances en este campo durante la guerra. Misiles o bombas dirigidas como la Fritz X y otros modelos pusieron los cimientos a todos los desarrollos de la posguerra, unos desarrollos que ahora se aceleraron en gran medida gracias a los datos obtenidos en España. Alemania tenía los científicos que crearon sus propias armas milagrosas y datos que les permitieron dar un salto de décadas, por supuesto con ello no llegaban al nivel español que tenía siete décadas de ventaja, pero los británicos podían llevarse un buen susto.

Mientras pensaba eso unas columnas de humo se elevaron en el cielo dirigiéndose a los buques británicos. Joaquim sabía que en cuestión de minutos los camiones habrían retrocedido a sus refugios camuflados para recargar sus misiles y volver a atacar.


A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Desde la puerta del helicóptero Kamov Ka-32 el sargento Antonio Arasanz veía pasar los bosques a los que apuntaba el ametrallador. Para la operación se habían reunido prácticamente todos los helicópteros de transporte que quedaban en España, y entre ellos estaban los Ka-32 que habían pertenecido a INAER y Helisureste. Solo ocho participaban, pues el resto se había reservado como fuente de repuestos; aunque se estaba considerando seriamente su copia, al ser un aparato más que adecuado para su empleo desde embarcaciones.

Delante de los Kamov volaban doce HA-30 (AS 355) de reconocimiento, veinte HA.26 de ataque (EC-135), y los seis Tigre que aun seguían en servicio. Tras los Kamov seguían medio centenar de “Hueys”, veinticuatro Super Puma y Cougar, y una docena de Chinook que transportaban la artillería. Volaban por un pasillo que había sido limpiado por dos centenares de aviones tácticos: de observación Air Tractor y Texán, de ataque Halcón, e incluso los AC-47 “Fantasma” vigilaban, prestos a disparar contra las concentraciones de tropas enemigas. Cuando era detectada la presencia de artillería antiaérea, eran las bombas guiadas lanzadas por los Boeing 737 las que abrían el camino.

Los aparatos se posaron en las pradera<s que formaban el escalón oriental de los Vosgos en lo que era la primera gran operación de los “Soberanos”. Siguiendo las instrucciones, Arasanz ordenó a sus hombres que saltasen y que corriesen hacia el perímetro de la zona de aterrizaje, mientras los helicópteros se elevaban para volver a las líneas españolas en búsqueda de refuerzos. El suboficial, empuñando su fusil CETME F, pensaba en como había cambiado todo desde que cuatro años antes se alistó, con más entusiasmo que conocimiento, en las milicias revolucionarios. Durante tres años todo habían sido frustraciones. Primero, el desalmado comportamiento de algunos que se decían compañeros pero que pensaban que la Revolución se hacía matando curas indefensos ¿Qué había hecho el párroco de su pueblo que mereciese la muerte? A Antonio no le caía simpático, con esos aires que se daba y escuchando lo que decía de las pobres crías que quedaban preñadas, pero si eso merecía el fusilamiento, se le ocurrían unos cuantos elementos de las milicias que también lo merecían.

Luego había sido la absurda guerra del Frente de Aragón, equipados con viejos fusiles mientras las mejores armas iban para las milicias comunistas; la traición de Barcelona con el pretexto de la militarización, la amarga batalla de la cabeza de puente de Balaguer, manera absurda de perder camaradas, y la retirada hacia Francia, solo para caer en un campo en el que los gendarmes franceses les trataban como a animales. Arasanz, que no tenía crímenes de sangre y había podido encontrar un aval (el hijo de su antiguo patrón, al que Jacinto, el hermano de Antonio, había protegido; lástima que hubiese muerto en el Ebro), por lo que había vuelto a España. Se había librado de lo peor pero no de repetir la mili, esta vez en África., Y ahora, esto.

Había podido volver al pueblo y no lo había conocido. Sí, la iglesia seguía estando allí, y la plaza, y las calles del centro. Pero ha no había ruinosas casas de adobe que se desmoronaban, sino airosos edificios, con lujos de detalles que ya hubiese querido para sí su antiguo patrón. Las calles estaban llenas con más coches que todos los que había en Zaragoza aquella vez que le llevaron al Pilar. Las gentes… no conoció a nadie, aunque le presentaron a los que decían ser sus sobrinos nietos. Todos eran guapos, altos, sin que hubiese bisojos ni dientes torcidos. Un poco gordos, pero eso favorecía a las chicas. Que vaya modelitos llevaban, que a Antonio le había costado Dios y ayuda recordar las advertencias que le habían dado y no piropearlas y mucho menos darles palmadas en el trasero.

Por esa nueva España, sin hambre, con escuela y medicinas para todos, sí valía la pena luchar, y Antonio había sido de los primeros en alistarse para acabar con los nazis que habían llevado la guerra a España en su tiempo. Le habían entregado unas armas que de haberlas tenido en el 36, otro galo hubiese cantado a los franquistas. Del fusil solo podía decir maravillas tras haber disparado con los gastados Máuser mexicanos. La ametralladora, un portento, y mejor aun los lanzacohetes… Los alemanes no llevaban ya Negrillos, sino otros tanques algo más potentes; igual iba a dar porque los C90 les partirían el alma si se ponían a tiro.

La compañía tomó posiciones en las colinas situadas en las afueras de Danne, que dominaban el paso de Savernes, uno de los principales que daban acceso a la llanura del Rin. No dejaron que los civiles se acercasen; aparte que muchos de esos alsacianos eran huraños (seguramente por tener a sus hijos luchando por los alemanes), se temía a los niños que los nazis usaban para sembrar el terror. Los gendarmes tendrían que limpiar la localidad antes de que fuese segura. Ahora solo quedaba esperar. Sabía que los compañeros de la división Extremadura estaban moviéndose rápidamente hacia ellos.

Más al oeste, los tanques Lince cruzaban el río Mosela por los puentes que protegían los soldados eslovacos. Las avanzadillas les llevaban varios kilómetros de ventaja: se movían a toda velocidad por carreteras protegidas por cientos de los nuevos aliados, que también impedían el acceso de civiles. En un par de pueblos se repitió el horror de los niños nazis suicidas, aunque ahora tanto la gendarmería francesa como los civiles, prevenidos, registraban a los desconocidos antes de dejarles entrar en los pueblos.

Al sur los tanques de la Guzmán el Bueno hacían su último esfuerzo. Los Leopardo 2 se enfrentaban a una carencia de repuestos cada vez mayor, y muchos habían quedado atrás, esperando unas reparaciones que no se sabía si llegarían. Un batallón había sido reequipado con carros Lince, menos potentes pero que al menos se mantenían en movimiento. Pero el poder de los tanques pesados había sido fundamental para la operación: tras superar Belfort, habían roto las últimas defensas en Mulhouse (donde de nuevo se habían enfrentado al horror de tener que combatir con una división SS formada casi exclusivamente por adolescentes) y luego se movían hacia el norte, por la suave llanura alsaciana. Estrasburgo estaba a ya solo cincuenta kilómetros.



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Mensaje por APVid »

NORUEGA

-Esto va a ser un paseo vicealmirante Pridham-Wippell, dijo el primer oficial del HMS Barham.

-Eso parece, los noruegos ya han desembarcado tropas con sus pequeños destructores y lanchas en Vardo y Nordkapp. Ahora demostraremos que nosotros podemos hacerlo incluso mejor y tomar la revancha del fracaso de Narvik.

-Cierto, ya estabamos aburridos de no tener nada que hacer ahora que la flota alemana ha desaparecido y la italiana se ha rendido. Además sin unidades de la Luftwaffe el único peligro es este maldito tiempo polar, hace un frío horroroso y las ventiscas nos han retrasado todo el camino.

-Lo lamento por la tripulación de los destructores, ellos si han tenido mucho movimiento, pero para hundir un acorazado como este y los otros se necesita más que unas tormentas polares... ¿Qué es eso?

-No lo sé, señor.



LIECHTENSTEIN

-Estimado embajador entienda nuestra situación, somos un país pequeño y en cualquier momento Alemania nos puede invadir sin necesidad de casi molestarse.

-Le comprendo, Su Serena Alteza, pero la realidad es la que hay que tomar una determinación de cara a la postguerra, sobre todo porque cierto número de empresas alemanas han trasladado a su país filiales y sedes. España no tiene ningún reparo respecto a Liechtenstein ni a que se dedique a actividades financieras, sin embargo no se admitirá la opacidad bancaria tal y como también se negocia con Suiza.

-Supongo que deberemos acceder a algún acuerdo internacional sobre ello. Por otro lado España intercederá con Checoslovaquia en relación a los futuros Decretos de Benes.

-Ciertamente, hacer una purga basada en la etnia no es algo que nos guste y en cuanto a sus propiedades se puede negociar. Aunque el asunto de Strasshof debe evitarse.

-Bueno el campo aún no existe y los alemanes han confiscado nuestras propiedades.

...


Domper
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Tras el asalto inicial los soldados tomaron posiciones rápidamente en las colinas que rodeaban el paso. Cuando el sargento Arasanz vio la colina que su compañía iba a defender sacudió la cabeza: como elevación no era nada imponente, apenas doscientos metros respecto a la llanura alsaciana, y además las laderas eran bastante suaves. Cualquier cerro de su tierra natal daba sopas con honda a esta colinita. Pero estaba cubierta de un bosque tan espeso que la superioridad de las armas españolas quedaba anulada. Arasanz se imaginaba a los malditos boches escurriéndose por cualquier vaguada.

Como decían, el sudor ahorra sangre, y tras informar al alférez de la sección puso a todo el pelotón a cavar. Primero, unos buenos pozos de tirador, que se techaron con troncos y se ocultaron con los tepes de musgo arrancados antes de empezar a cavar. Luego, un buen trincherón que permitiese la comunicación rápida. Seguidamente se limpiaron los campos de tiro de los pozos de tirador, colocando marcas de distancia, y con las ramas se crearon barreras que impidiesen el acceso por las hondonadas. En las ramas colocaron cintas metálicas que delatasen al que quisiese superarlas, y entre estas y la trinchera, un buen surtido de minas Claymore con cables eléctricos para hacerlas detonar. Más allá de la zona defensiva situó puestos para escuchas, con un camino franco por el que retirarse. También situaron bengalas para iluminar la zona defensiva. Los morteros de la compañía también prepararon sus áreas de tiro, y tras mirar a la cubierta de ramas y hojas que les cubría, Arasanz previno a sus hombres: las ramas harían estallar las bombas en el aire, haciéndolas más letales, pero también podrían hacer que alguna cayese corta. Cuando disparasen los morteros, mucho cuidado con las cabezas.

Durante unas horas no pasó nada. Oían pasar a los aviones, que se llamaban Halcón pero les decían “Chirris”. Mal nombre que al sargento le recordó las miserias de la guerra anterior. Por lo visto, para los nuevos españoles la Guerra Civil era una batallita de las que contaban los abuelos, pero para un “Soberano” se trataba de una desgracia demasiado cercana. Ocasionalmente se escuchaban grandes explosiones: las bombas lanzadas por los aviones. Los estruendos eran excesivamente cercanos para el gusto del sargento: significaba que había alemanes cerca.

Una vez estuvo la posición consolidada el sargento salió con una escuadra para reconocer el terreno: quería saber cómo era el bosque ante la trinchera. Lo que vio no le gustó ni lo más mínimo: los árboles aun no habían perdido por completo sus hojas, y ocultarían a los atacantes desde el aire; pero lo espeso del bosque, que apenas dejaba pasar luz, hacía que el sotobosque estuviese casi limpio, y se podía andar en casi cualquier dirección sin excesivos problemas. Vamos, que si hubiese sido un alemán el que escogiese el terreno, hubiese elegido ese.

Poco después cayó la noche. Los hombres tomaron sus raciones, calentadas con los hornillos de alcohol que apenas emitían llamas, y se dispusieron a pasar la noche mal que bien. Al menos iban a gozar de las comodidades de la vida futura: una capa de un material llamado “plástico”, muy ligero y más impermeable que el hule, y una “manta térmica” que tampoco pesaba nada pero que abrigaba como una buena frazada. Hacía falta porque la noche prometía ser fría y húmeda.

Como el sargento se temía, poco después empezó a llover. Primero unas gotas, luego un torrente que caía desde las ramas de los árboles como gruesas gotas. Magnífico: las nubes impedirían la actuación de aviones y helicópteros, y el ruido de la lluvia ocultaría la aproximación de los alemanes. Por si acaso, el sargento hizo una ronda por los puestos para asegurarse que los centinelas no se dormían.



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El amanecer trajo niebla y aun más lluvia. De esa fría que cala los huesos y enfría el alma. Las gotas resbalaban por el casco, se deslizaban por la cara y caían desde la punta de la nariz. Al menos, los soldados tenían unos chaquetones impermeables que abrigaban lo suyo. El estampado de manchitas de las ropas se mimetizaba estupendamente con el suelo del bosque, y si los soldados no se movían eran casi invisibles. También había quedado muy bien camuflada la línea defensiva: habían extendido la tierra algo más allá, y colocado una cubierta de ramas y hojas que parecía casi natural. Para no delatarse, instruyó a sus soldados para que empleasen las minas de disparo eléctrico, reservándose sus armas personales para el último momento. Tan solo el tirador del pelotón (que estaba armado con un veterano Máuser con mira de aumento dispararía contra objetivos lejanos, y solo si el sargento le autorizaba.

El bosque estaba silencioso. Mal indicio, pues significaba que ya no tenían la protección de los aviones. No era de extrañar con esa neblina que apenas dejaba ver lo alto de los árboles.

De repente se escuchó una explosión cercana, seguida de ráfagas de disparos. Nadie en el pelotón se movió, y Arasanz se alegró: sus soldados estaban bien aleccionados. Se escuchó otra ráfaga, y esta vez también el crujir de las balas al pasar sobre sus cabezas. De nuevo, nadie se movió: era el truco del “reconocimiento por el fuego”, disparar para que algún imprudente responda y se delate. Pero eso colaba con pardillos y no con veteranos de tres años de Guerra Civil.

—Sargento, soy Paco —escuchó por el auricular—. Se acercan alemanes. Más de veinte.

Arasanz pensó que luego le echaría un buen rapapolvo al soldado, que esas no eran maneras de usar la radio. Por ahora le pidió que se retirase con cuidado. El sargento atisbó por la aspillera del pozo de tirador, intentando no mover ni un músculo. Usó un viejo truco de cazador: fijar la mirada en un árbol, de tal manera que los objetos en movimiento destacasen. Entonces notó algo a la izquierda con el rabillo del ojo.

—Arasanz a García, sección enemiga ante mí, referencia AC 3201, delante 200 izquierda 100. A mi orden.

A retaguardia los morteros apuntaron hacia la posición, pero aun sin disparar: esperarían la petición del sargento o a que empezase el combate, para que no se escuchase el chasquido de los morterazos.

Arasanz siguió mirando con cuidado. Eran soldados con uniformes viejos, con capotes, manchados de barro. Se habían desplegado y subían por el bosque, pero iban demasiado agrupados. Con cuidado, indicó a Romero, el francotirador, que apuntase al que llevaba una vistosa gorra. No hacía falta: ya lo tenía en la cruceta. Cuando estuvo a cien metros, le tocó el brazo y Romero disparó.

El ruido del fusil inició el pandemónium. El oficial alemán cayó, y el resto de los soldados quedaron paralizados. Casi inmediatamente estallaron las Claymore, barriendo a la mitad de los atacantes. Segundos después estallaron los morterazos en el aire: Arasanz ya había contado con que las ramas los detendrían y por eso había ordenado disparar algo lejos. Los pocos supervivientes se arrastraron, mientras el eco del fugaz combate se extendía por el bosque. Pero entonces se escuchó otro sonido que un veterano del Ebro reconoció inmediatamente: artillería. Instintivamente el sargento se encogió mientras los proyectiles empezaban a caer sobre el bosque. Los cañones alemanes se encontraron con el mismo inconveniente que los españoles: las ramas frenaban a los proyectiles y la mayoría cayeron cortos. Los que estallaron en la posición fueron inofensivos, pues los techos detuvieron los fragmentos. Sin embargo, el sargento permaneció avisos pues se imaginaba lo que vendría detrás.

Apenas habían pasado unos segundos cuando un centenar de alemanes surgió de una vaguada situada a la derecha. Varias minas Claymore los diezmaron, y poco después, los morterazos. Pero eran demasiados. Romero empezó a disparar, escogiendo los que parecían estar al mando. Pero el resto se aproximaba, y llegaron a las marcas de los campos de tiro. Entonces dispararon las dos ametralladoras del pelotón. Con ráfagas cortas para no malgastar munición ni calentar los cañones. Poco después se escucharon los secos chasquidos de los CETMES. El asalto enemigo se agotó sin llegar a distancia de bombas de mano, y Arasanz se relajó. Pero a su derecha escuchó el ruido de otro combate: el resto de la compañía también estaba bajo ataque.

Media hora después un nuevo bombardeo artillero fue el prolegómeno de un nuevo ataque. De nuevo, los proyectiles cayeron cortos: los alemanes aun no habían localizado por completo las posiciones. Mejor. Después llegó la infantería, otra compañía, esta vez (por lo que le pareció), de hombres mayores que jadeaban por el bosque y que no sabían cubrirse. Morteros y ametralladoras los hicieron caer como bolos, pero a la izquierda un grupo se acercó tanto que tuvieron que usar bombas de mano defensivas. El asalto, de nuevo, había sido rechazado. Pero esta vez la artillería disparó para cubrir el repliegue de los atacantes, y el sargento vio como el blocao de su izquierda, en el que estaba una de las ametralladoras, desaparecía en una explosión.

Iba a ser un día largo.



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Al teniente coronel Klink no le disgustaba la lluvia. La tarde anterior había tenido que llevar al Volksturm de Offenburg hacia Estrasburgo, pues se temía un asalto español; pero finalmente resultó que solo se trataba de paracaidistas que habían atacado un paso de los Vosgos. Cruzó la ciudad pero desde las afueras pudo ver a los aparatos españoles lanzando sus bombas de gasolina. Prudentemente, esperó el ocaso dentro de las calles de la capital alsaciana. Entonces recibió órdenes: tenía que expulsar a los españoles del paso de Saverne.

Demasiado para un batallón de cuarentones armado con fusiles checos, pero le dijeron que no iba a ser el único. Además durante la noche llegarían a Estrasburgo baterías de artillería que lo apoyarían. En cuanto oscureció se puso en marcha. Un guía local (un alsaciano leal que les dijo que su hijo estaba en la Grossdeutschland) les llevó por una carretera secundaria que cruzaba aldeas con nombres indudablemente teutónicos: Oberhausbergen, Wiwersheim, Schnersheim. Cuando amaneció aun estaban en Landersheim, a buena distancia de Saverne. Pero llovía a cántaros y los aviones españoles brillaban por su ausencia. Azuzó a sus hombres, que se quejaban de estar empapados, agotados y de tener los pies cubiertos de ampollas; pero bastó con fusilar al más protestón para que los demás callasen y siguiesen sin chistar.

A medida que se acercaban encontraban signos de los combates de la víspera: los restos abrasados de soldados aniquilados por ataques aéreos, cráteres de bombas y restos de proyectiles. Los soldados los miraban con horror: se trataba de esa generación que había sido demasiado joven para luchar en la anterior guerra y demasiado mayor para esta. No habían visto aun la sangre y los restos calcinados los espantaban. De nuevo Klint tuvo que sacar la pistola para que siguiesen adelante. Más útil fue que llegó una compañía de las juventudes hitlerianas, y al ver a los jóvenes marchar con decisión, sus padres no pudieron quedarse atrás.

Cruzaron Saverne, que estaba desierta: los alsacianos se habían encerrado en sus casas y ni se atrevían a atisbar por las rendijas. Enfrente se escuchaban las explosiones, pero la neblina no dejaba ver nada. Mejor: sería el valor teutónico el que venciese a las armas futuristas españolas. Tras cruzar el canal Marne-Rin y el río Zorn se metieron por el bosque y empezaron a subir por las laderas. Allí el coronel encontró al general Gorn, comandante del sector. Indicó a Klint que su objetivo era la colina de Pendours, que tenía al frente. No pudo decirle cuántos españoles había, pero tenían morteros y armas automáticas.

Al pie de la ladera se encontró con un capitán que le dijo por dónde, más o menos, estaban los españoles. Con esa información poco podía hacer, y Klint envió una compañía para que entrase en contacto con las posiciones enemigas. Veinte minutos después escuchó el temido tronar de los aviones.



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Demasiada suerte habían tenido con el tiempo hasta ahora. Pero el clima del norte de Francia era malo, muy malo o malísimo, y viendo la cubierta de nubes que se extendía bajo el avión, pocas dudas había. El BR.23B Perico (conversión de un Boeing 737) estaba pensado para eso, pues antes o después iba a ser preciso efectuar un bombardeo táctico sin visibilidad. Con nubes tanto las bombas guiadas por láser como las buscadoras e infrarrojos eran inútiles. Hubiese sido el momento para emplear las de guía por GPS, pero los satélites del sistema se habían quedado en el futuro. Por eso el Perico llevaba además de un sistema de navegación inercial mejorado y un calculador para suponer donde iban a caer las bombas, un sistema de posicionamiento que podía emplear radiofaros terrestres para mejorar la precisión.

Lo malo era que el Perico seguía siendo un avión civil, aunque llevase veintiséis bombas de caída libre en montajes externos. No tenía la agilidad de un bombardero y por eso los vuelos en formación eran excesivamente peligrosos, salvo si se mantenían importantes distancias. Algo que, dado lo estrecho del blanco que debían atacar, era imposible: solo dos kilómetros había entre las últimas casas de Saverne y las posiciones españolas.

Por eso los aviones iban a atacar en columna, en dirección norte sur, ya que la puntería en deriva era más sencilla que en alcance: si las bombas quedaban cortas o se pasaban lo que harían sería triturar parte del bosque, pero ni devastarían la ciudad ni aplastarían las posiciones propias. El avión se situó dos mil metros por detrás del que encabezaba la escuadrilla. Se estaban recibiendo las emisiones de los radiofaros que habían instalado los paracaidistas, y entonces empezó a descender: cuanto más bajo lanzase, menos dispersión, aunque tuviese que volar entre las nubes. Al entrar en ella las turbulencias empezaron a agitar el aparato, pero el piloto automático lo mantuvo en el rumbo. Al llegar al punto seleccionado las bombas se soltaron automáticamente.



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El sargento Arasanz se quitaba el polvo y las astillas de encima: los malditos aviadores habían tirado sus bombas casi encima de las posiciones españolas. Con cuidado, se asomó por la rendija del pozo de tirador, pero no pudo ver nada: montones de ramas lo tapaban. Tuvo que salir a la trinchera de comunicación y, sabiendo que se jugaba el pellejo, asomar la cabeza.

El terreno ante él, antes un frondoso bosque, se había convertido en un paisaje lunar. Las bombas debían tener espoletas instantáneas, y muchas habían estallado contra las ramas: eso había dejado los troncos más o menos intactos, y ahora señalaban al cielo como maderos ennegrecidos. Las ramas de las copas habían salido proyectadas en todas direcciones, y otros troncos habían caído sobre el terreno, formando lo que parecía una barrera impenetrable. Pero que por desgracia ofrecía magníficos escondites a los atacantes. Había que poner un poco de orden si se quería hacer algo.

—Ramón, adelántate con tu escuadra por ahí a ver que ves. Los demás, fuera todos para limpiar las aspilleras de los pozos, y luego a cubierto, que no me fío de los boches ¡Hale, que no tenemos todo el día!

El cabo Ramón volvió enseguida.

—Mi sargento, vuelven los boches. Muchos casi un batallón.

—La p*** de oros. Retírate a la línea de atrás para cubrirnos.

Apenas había salido el cabo cuando la artillería alemana volvió a disparar. No con demasiada intensidad, como si les faltasen los proyectiles. Por la rendija Arasanz pudo ver a soldados con uniformes grises que se movían entre los maderos partidos. Ni habían conseguido mantenerse cerca de la barrera de artillería, ni sabían cubrirse, y se exponían innecesariamente. Peor para ellos. Ordenó a los morteros que volviesen a disparar, y las explosiones, ahora sobre el terreno al faltar ya el dosel arbóreo, resultaron menos efectivas que antes. El tirador Romero empezó a disparar: tiros sueltos que hacían caer a los hombres de delante. Inmediatamente se le sumó la última ametralladora que quedaba.

—Esos tipos son unos pies tiernos.

Los alemanes, al recibir el fuego, se habían quedado paralizados, a pesar de estar en una zona batida, en lugar de correr hacia adelante. Mejor para los españoles, que siguieron disparando. Pero las municiones empezaban a escasear. Cuando casi no tenían, el sargento vio una compañía alemana que intentaba rebasar su flanco.

—Arasanz a Blasco. Me retiro a segunda línea, mi alférez.

—Enterado. Te cubrimos.

Los morteros pasaron a disparar bombas de humo, y los españoles, ya solo dos tercios de los que la tarde anterior se habían apostado, subieron por la ladera hasta la siguiente línea de trincheras. Más corta y por tanto más fuerte, pero ya no había donde retirarse. La artillería alemana volvió a disparar.



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SURESTE DE BÉLGICA

La formación española que regresaba a sus bases hizo contacto visual con los aviones de la RAF, se trataba de una nueva incursión al Ruhr apoyados por los nuevos Falcon de la RAF, para ellos era un paseo, toda vez que la Luftwaffe era historia, apenas algún Messerschmitt trataría de molestarlos.

Pero solo unos minutos después los Gladios recibieron un extraño mensaje de los británicos remitido desde el centro de control aéreo instalado en Troyes, diciendo algo increíble, que eran atacados por reactores, preguntando al centro de control si los españoles se habían equivocado.

De inmediato el control español ordenó dar la vuelta a los aviones para averiguar que ocurría. Al llegar vieron dos aviones parecidos a los Me 262 de los libros de Historia, habían dejado atrás a los cazas de cobertura, y mientras un Falcon caía en llamas, se lanzaban tras los bombarderos. Los Gladios se divieron para interceptarlos, pero cuando llegaron dos de los bombarderos caían con las alas destrozadas mientras uno de los aviones atacantes intentaba retirarse con su motor emitiendo llamas.

El capitán Fresno se lanzó a por el otro seguido de su punto, sin usar misiles por la proximidad de los bombarderos, pero el piloto alemán era bueno, con maniobras intentaba de eludir su fuego y trataba de virar cerrado evitando a los dos aviones. La batalla se prologó varios minutos hacia el oeste en un combate acrobático que se había reducido a un uno contra uno. Pero la diferencia entre los dos aviones era demasiado acusada y el avión alemán estaba sufriendo problemas en sus superficies derivado de la calidad de su materiales mientras sus motores se agotaban con rápidez.

Finalmente Fresno tuvo margen de tiro, y por respeto apunto al ala izquierda que se incendió perdiendo parte de su extremo, lo que obligó a saltar al piloto.

Media hora después el capitán Fresno era informado de que un pelotón español había capturado al piloto del prototipo: Hanna Reitsch.


Domper
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El teniente coronel miraba el brazo que un asistente le vendaba el brazo: mientras arreaba al batallón cuesta arriba, un fragmento de un morterazo le había rozado. Al menos lo había oído silbar y se había protegido; sus soldados no lo habían hecho y yacían despanzurrados alrededor.

No iban bien las cosas. Había perdido más de medio batallón y no había hecho nada. Primero las bombas habían volatilizado a una compañía; luego, los reservistas orondos que le habían dado que habían quedado paralizados al escuchar los disparos y habían caído como bolos. Luego no se querían mover y Klint había tenido que disparar a varios; menos mal que una compañía de las juventudes les había ayudado. Habían conseguido desalojar a los españoles de sus posiciones avanzadas, pero no ocuparlas, pues estaban batidas desde la segunda línea. Esos cab***** sabían fortificar.

Pero en el honor de Klint iba tomar la maldita colina antes que lo hiciesen los de las juventudes. Sus soldados iban a avanzar aunque tuviese que patear cada uno de sus gordos traseros. En quince minutos la artillería volvería a disparar; en ese momento atacarían.



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Si a alguien le gustaba ver llover era a él, pensaba el capitán Santamaría. Porque si estaba nublado, no se podían efectuar operaciones aéreas, y menos si caían chuzos de punta como los de la noche pasada.

La escuadrilla seguía moviéndose tras los tanques, y llevaba apenas tres días en la base aérea de Montbéliard, cerca de Belfort. Además los alemanes habían tenido la cortesía de reparar y asfaltar la pista, sobre la que se podía operar con cualquier tiempo. El sistema de navegación de los Chirris, aunque no permitía efectuar aterrizajes sin visibilidad, facilitaba encontrar la base en medio del mar de nubes. Pero como no se podrían encontrar los objetivos, daba igual. Con lluvia y niebla, lo que tocaban eran vacaciones.

El día anterior habían apoyado el asalto en Saverne, pero luego había empezado a llover a cántaros, y los pilotos habían conseguido permiso para visitar el castillo de la ciudad, uno de esos castillos-palacio típicos de Francia, que un amable vejete les había enseñado. También les había obsequiado con unos caldos de las bodegas, que según decía reservaba para la liberación. El capitán pensaba que por la tarde podrían dar un paseo por el pueblo, aprovechando que llovía menos. Pero habían tocado a generala.

—Los Soberanos las están pasando p**** en Saverne y nosotros vamos a ver si podemos echar una mano. Un Boeing dice que se están abriendo claros en las nubes. Nosotros vamos a salir a ver qué se puede hacer.

Cada aparato fue cargado con cuatro bombas frenadas de 100 kilos: ligeras pero así los aviones tendrían más autonomía. También iban a llevar un misil Estoque: estando tan cerca de la frontera alemana, la Luftwaffe había vuelto a aparecer de vez en cuando. Dos días antes un par de Messerschmitt habían estado acosando a un HA.30 hasta que los cazas Águila los ahuyentaron. Se había reforzado la cobertura con otro radar aerotransportado Atalaya, y se iba a mantener continuamente una patrulla aérea de combate con dos Flecha. Pero aun así había que estar prevenido. No es que disgustase a Santamaría, al que le apetecía llegar a ser un as.
Los aviones despegaron y se metieron en la capa de nubes: se había elevado y estaba a seiscientos metros de altura. Una porquería, porque las cimas de los Vosgos, en el paso, pasaban de cuatrocientos metros. Iban a tener que volar muy bajo, y los alemanes les tirarían con todo lo que tuviesen.

La escuadrilla voló hacia el norte, sobrevolando el río Rin por encima del mar de nubes, que no ofrecía ninguna brecha. Poco antes de llegar a Estrasburgo (o al menos ahí aseguraban los del Atalaya que estaban) empezaron a descender: en esa zona el valle estaba a menos de doscientos metros y había menos riesgo de comerse un cerro. Se metieron entre las nubes y la visibilidad se redujo a pocos metros; cada aparato bajaría individualmente para evitar colisiones. El parabrisas se llenaba de gotas de agua que la velocidad apenas apartaba, pero poco después el panorama se abrió: el Chirri ya estaba por debajo de la capa blanca, rugiendo sobre el paisaje alsaciano. A Santamaría le pareció que las nubes estaban mucho más bajas de lo que le habían dicho. Iba a procurar mantenerse por donde pudieran ver.

—Atalaya cinco a Chirri rojo —el indicador de la escuadrilla—. Petición de apoyo aéreo cuadrícula 8505.

En el HUD del caza se iluminó un símbolo que marcaba el lugar designado. Desde el Atalaya siguieron informándoles: se trataba de la posición de unos cañones alemanes que habían estado martirizando a los Soberanos, que estaban a las afueras de Saverne. Los aparatos se abrieron y se prepararon para atacar. Santamaría miró a su punto: el teniente Entrena Klett, un as de otra época que se había unido al nuevo Ejército del Aire. Luego disminuyó los gases el motor de su avión para intentar que su ataque fuese más preciso, y se mantuvo muy bajo, a la altura de los árboles: si no iba a poder gozar de la seguridad que da la altitud, procuraría esconderse tras el terreno; aunque fuese una maceta, le serviría.

El capitán vio un destello al frente, en la posición marcada por el HUD: los cañones. Quitó el seguro de bombas y cañones, y tras elevarse unos pocos metros, lanzó los artefactos. Casi al mismo tiempo lo hizo Entrena, y los dos aviones se elevaron. En cuanto llegasen a las nubes estarían seguros, pero poco antes de meterse en la niebla Santamaría notó ruido como de granizo, y su Chirri empezó a sacudirse. Miró hacia los lados, y vio como el revestimiento de ala derecha, muy dañado, se estaba desprendiendo. El avión respondía cada vez peor a los mandos y tendía a caer hacia la derecha.

—Miguel, me han dado, voy a saltar.

Con cuidado, intentó virar hacia el oeste, donde estaban sus compatriotas,. pero entonces vio como media ala se desprendía. Casi automáticamente Santamaría tiró de la pera del mando de expulsión Justo a tiempo: la cabina se desprendió cuando el Chirri empezaba a girar y el asiento salió disparado hacia un lado.

Santamaría sintió el golpe como si le hubiese coceado un percherón. Desorientado, vio que salía de las nubes y caía hacia el verde de lso prados, pero entonces notó un segundo tirón: el paracaídas, que se había desplegado cuando apenas le quedaban unos metros para llegar a tierra. El piloto cayó de brices y rodó por el terreno. Inmediatamente se liberó de las correas. Miró a su alrededor: estaba en una pradera cerca de un bosquecillo, y no se veía a nadie. No se lo pensó: tomó el paquete de supervivencia, desenfundó la automática, y cojeó más que corrió hacia el bosque. Una vez allí encendió su baliza de emergencia.

Casi inmediatamente después pasó un Chirri que sacudió las alas: era el de Entrena, que había visto que estaba bien. El avión siguió y ametralló unos restos humeantes que se veían hacia el norte: los del fiel Chirri de Santamaría, que había que destruir para proteger los secretos tecnológicos. Mientras Santamaría se adentró en la arboleda aunque sin alejarse de la linde, buscando algún refugio.



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Del batallón del Volksturm no quedaba ni una compañía. Los reservistas habían seguido las órdenes atacando la posición española, pero cuando escucharon explosiones a su espalda, y la artillería cesó de disparar, se habían echado a tierra negándose a moverse. Los españoles habían contratacado, y muchos de los soldados de Klint se habían entregado. Esos reservistas barrigones apreciaban más su propia vida que la patria. El teniente coronel había escapado por poco, cruzando la zona devastada por las bombas como había podido, perseguido por disparos y morterazos. Al pie de la colina solo había podido reunir a unos pocos de sus hombres: los de menor edad (aunque seguían siendo talluditos, pues los más jóvenes estaban en el ejército), los que tenían menos cargas familiares, y unos cuantos fieles nazis que sabían que se estaba decidiendo el destino de su raza.

Sin embargo todos esos argumentos de poco habían servido a Klint. Había tenido que aguantar que un coronel le echase una bronca que hubiese sido la envidia de un sargento. Le repitió diez veces que valía menos que una cagarru**, y le amenazó veladamente con tener que dar cuenta a los perros de presa, los feldgendarmes, que ya habían llegado a Saverne con sogas y la orden de castigar a los cobardes. El coronel iba a darle una última oportunidad: cerca de ahí se había visto caer un paracaídas. Tenía que encontrarlo, capturarlo y, si podía, emboscar a las aeronaves españolas que seguramente intentarían rescatarlo. De anteriores enfrentamientos ya se sabía que los enemigos hacían grandes esfuerzos, llegando a organizar operaciones militares en masa, para rescatar a sus pilotos.

A Klint le quedaban cuarenta hombres armados con fusiles checos, una ametralladora Spandau sobrante de la Gran Guerra y seis Faustpatrone: como para detener un ejército. Pero tenía que cumplir la orden o acabaría pagando el fracaso del asalto a la colina. Le habían dado indicaciones muy vagas sobre el paradero del piloto. Al norte se veía la fogata en que se había convertido el aparato enemigo, y seguramente el aviador estaría por allí. Hizo que sus hombres se desplegasen formando una larga línea, y empezó a recorrer los campos.

No iba a ser tarea fácil. El terreno ofrecía escondites de todo tipo: los campos estaban labrados (se habían hecho ya las labores otoñales) con surcos profundos, que no dejaban ver a un hombre hasta que estuviese prácticamente encima*. En las lindes entre las pardelas había setos, y los aldeanos, por motivos que a Klint se le escapaban, habían dejado pequeñas arboledas en medio de los campos. También se veían pequeñas granjas y establos que habría que revisar.

Además la tarea podía ser peligrosa. Aunque el cielo seguía cubierto y lloviznaba intermitentemente, la niebla se había despejado, y las nubes estaban más altas, permitiendo ver las cimas de los Vosgos. Como confirmación, apenas había emprendido la búsqueda cuando un avión desgarbado, como una avioneta de cabina muy elevada, empezó a sobrevolarles. A sus reservistas no se les ocurrió mejor idea que dispararle, demostrando que eran bisoños que aun no sabían que esos aviones estaban blindados. El avión había virado pero segundos después un par de Mustang habían hecho una pasada de ametrallamiento (**).

Klint sabía que los pilotos españoles llevaban una radio con la que pedían ayuda, y era más que probable que el avión de observación estuviese localizándolo y revisando si el rescate era factible, e incluso podía estar ya en camino una misión de rescate. El teniente coronel tomó precauciones: situó a su ametralladora junto a un par de arbolitos, que la ocultaban sin taparle el campo de tiro, y desplegó por los setos a los soldados con Faustpatrone, ordenándoles que solo disparasen cuando las aeronaves españolas (helicópteros, las llamaban) se posasen en tierra. Klint ya sabía que los Faustpatrone apenas arañaban la dura piel de los panzer enemigos, pero harían un destrozo con la frágil estructura necesaria para volar.

No iba desencaminado. Un rato después escuchó el sonido creciente de muchas aeronaves. Apenas había tiempo para que sus soldados se cubriesen cuando un par de Mustang pasaron rugiendo sobre sus cabezas. Detrás iba otro de esos aviones de observación, y luego media docena de aeronaves rechonchas y gordas, los helicópteros. Se dirigían directamente hacia su posición: señal que el piloto estaba cerca. Si sus solados tenían presencia de ánimo, Klint aun podría sacar una Cruz de Hierro del desastre.

Pero no. Lo más difícil para un novato temeroso es aguantar si disparar, y cuando un helicóptero (bastante pequeño) pasó a baja altura, se vieron un par de nubes de humo, y dos Faustpatrone se elevaron agitando su cola, y pasaron inofensivamente por detrás del aparato español. Inmediatamente después una línea blanca pasó bajo el helicóptero. Klint masculló ¡había dado orden de no emplear trazadoras! Además los ceporros de la Spandau no habían corregido la elevación, fallando a un blanco que estaba cantado. No habría segunda oportunidad: un par de Mustang lanzaron bombas sobre los arbolitos.

Klint ya pensaba que la misión iba a ser un fracaso, y que iba a tener que buscar una manera de dejarse capturar antes que los feldgendarmes la tomasen con él. Entonces escuchó el ruido agudo de más motores de aviación, y los soldados empezaron a agitar sus gorros: había llegado la Luftwaffe.


(*) En el norte de Francia, uy húmedo, el problema no es regar sino drenar el agua, y por eso se labra con arados de vertedera que hacen surcos más profundos que los que solemos ver por España. La idea es crear “cerros” y que el agua drene por los surcos.

(**) El avión desgarbado es un Air Tractor, que como se dijo admite llevar mucha carga y se les ha blindado la cabina y en parte el motor. Los “Mustang” son los “Halcón”: el Martin Baker MB.5 es difícil de distinguir del Mustang incluso para los que tienen algunos conocimientos de aviación.



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Miguel Entrena Klett era de los pocos pilotos de la España anterior a la Fractura que se habían integrado en el nuevo Ejército del Aire. Ya inicialmente eran apenas un puñado: en las bases aéreas del Protectorado y del Sáhara solo había unas decenas de aviadores. Varios de sus compañeros se habían negado a colaborar con una decadente democracia. Pero a Entrena lo que le apasionaba era volar, y además una breve visita a la nueva Melilla (muy cercana a la base de Nador) le demostró que esa España era el sueño de Joaquín Costa. Mejor, porque al pan y las escuelas que pedía el insigne grausino se añadía la salud y el bienestar.

Hubo cosas que le chocaron. Lo primero, que tanto el Partido Comunista como la CNT, los grandes enemigos de su época, hubiesen desaparecido. Había un partido con símbolos morados, que ni se atrevía a enarbolar la hoz y el martillo, que a los revolucionarios de los años treinta solo hubiese parecido una pandilla de niños burgueses. Seguía existiendo el Partido Socialista, pero ahora no lo reconocería nadie con esos aires de ciudadanos de bien que tenían sus líderes. Pero los partidos de la supuesta derecha no estaban llenos de plutócratas y aristócratas como los de su juventud. Es decir, que la nueva España era como la Suecia de su época, o aun mejor. Algo por lo que valía la pena luchar.

La sociedad también había cambiado por completo. Triunfaba el amor libre, algo que al piloto le sorprendía más que le disgustaba. Sin embargo un compañero se buscó un lío cuando se le ocurrió piropear a una chica que vestía como una corista. Peor le fue al rijoso de la escuadrilla. Buscando casas de leocinio, encontró una casita llena de luces de neón (apagadas), que estaba vacía: tanto el proxeneta como las pupilas eran, por lo visto, extranjeras, y habían desaparecido con el salto temporal. A ese tonto, desesperado por encontrar mujeres complacientes, no se le había ocurrido mejor idea que arrimarse más de la cuenta a una mujer que iba desvestida y pintarrajeada, que resultó ser una madre de familia. Un inocente pellizquito y una oferta de dinero (seguro que poco respetuosa) había llevado al imbécil a la cárcel y a la expulsión del Ejército del Aire.

A Miguel las mujeres le gustaban pero primero iba la educación y el respeto. Le costaba apartar los ojos de sus piernas y de algún escote, pero no se iba a meter en ningún lío, menos cuando el premio era volar uno de los modernísimos aviones del futuro. Algo que habían corrido a ofrecerle, aunque fuese uno de los pilotos más recientes de la escuadrilla: por lo visto en el futuro se sabía algo de lo que Miguel estaba convencido, que era un piloto excepcional. Sin embargo no le había gustado tanto ser enviado a una escuadrilla de Halcones, aviones de hélice que por su aparente obsolescencia apodaban Chirris. Los motivos los entendió. Según parecía, España tenía capacidad sobrada para fabricar reactores, pero en el porvenir estaba aliada con Inglaterra, Italia y Alemania (quién iba a decirlo) y fabricaban los aviones entre los cuatro países. Construir los componentes de origen inglés o alemán iba a llevar tiempo, mientras que diseñar un caza de hélice era banal. Menuda banalidad, pensó, cuando en su propia época lo único de diseño nacional eran las avionetas Loring.

Además el Chirri (tras haber aprendido en los biplanos Fiat se le hacía extraño el apodo) le enamoró desde un primer momento. Las líneas recordaban a las elegantes de su He 112, pero eran aun más finas. La cabina también se parecía, pero la posición del piloto era más alta y Miguel descubrió que veía mejor que en un biplano. Hasta la visibilidad frontal era aceptable pues el morro era bajo. Los instrumentos eran rarísimos, con una pantalla que mostraba los indicadores, y pocos mandos, pues el aparato tenía un sistema automático que regulaba tanto la mezcla como las revoluciones y el paso de la hélice. El piloto solo tenía que dar gases sin preocuparse de nada más. También tenía unos flaps automáticos como los del Messer, lo que prometía una excelente visibilidad. La radio era una maravilla, y muy curioso era lo del HUD, un cristal sobre el que se proyectaba el punto de mira e información, incluyendo la enviada desde otros aviones: no tenía que apartar la vista del frente. La guinda estaba en el asiento eyectable: si el avión era dañado, bastaba con tirar de una pera para salir expulsado de la cabina. Le habían dicho que el sistema funcionaba hasta con al avión parado en tierra. Entrena pensó en cuantas vidas hubiese salvado de tenerse durante la guerra.

El comportamiento de aparato en el aire era mejor de lo que parecía en tierra. Brioso y al mismo noble, duplicaba la velocidad de los Chirris (los de verdad, los CR-32) o los Chatos, y superaba por doscientos kilómetros a su antiguo He 112. No resultaba fácil meterlo en barrena, y salía con simplemente soltar los mandos. No era tan ágil como un biplano, sino que estaba más en la línea del Messer; pero la potencia del motor le permitía ascender casi como un cohete y combatir en el plano vertical. El avión llevaba un buen par de cañones, pero también se podía cargar todo tipo de armas incluyendo “misiles”, unos cohetes buscadores que revolucionaban el combate aéreo.



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BERLÍN (ALEMANIA)

La reunión se alargaba durante horas, pero Speer explicaba a los mandos de la Wehrmacht la situación de Alemania.

En cuanto a la economía estaba claro: el Reichsmark no valía nada, ninguna nación lo quería, ni la población lo aceptaba, apenas era más que papel higiénico continuamente reestampado ante la hiperinflación que recordaba a la de los años 20.
Lo único que había de valor eran las obras de arte, las joyas y los metales valiosos, pero tampoco eso servía; los tratantes internacionales habían recibido listas de España con la amenaza de considerarlos colaboradores de Alemania y las naciones neutrales como Suiza o de los Balcanes también lo rechazaban y solo aceptaban oro que pudiese acreditar su origen último en las reservas alemanas anteriores a 1933 lo que era imposible.
Solo la URSS aceptaba en pago maquinaria y algunos productos industriales, pero también rechazaba otro tipo de pagos.

El comercio exterior estaba totalmente paralizado, y las reservas de minerales estratégicas eran mínimas, apenas llegaba de la URSS algo, pero las redes de comunicaciones estaban tan destrozadas que no podía enviarse a las fábricas.

Las fábricas también estaban paralizadas, sin suministro eléctrico, combustible o materiales para trabajar, los talleres del Ruhr o de Silesia apenas trabajaban unas pocas horas de día a pensar de imponer la jornada continua. Peor era que los obreros estaban abandonando los centros fabriles, saboteando la producción y al borde de la huelga general al llevarse a sus hijos para la guerra, y el Reich no tenía casi fuerzas de seguridad para sofocar una revuelta como la de 1919.

El petróleo y combustible era peor, las reservas eran escasas y casi no las podían trasladar, lo único que se conseguía era la llamada "gasolina del Mosela" de forma artesanal. Salvo las fuerzas del este, que tenían reservas, en 2 o 3 semanas se agotarían el suministro de carburante para las unidades militares.

En cuanto a las armas nuevas, había cierto número de "misiles", de cohetes de largo alcance, dos o tres docenas de reactores pero con posibilidades de realizar como mucho dos o tres salidas ante los problemas de los motores y la escased de combustible, además de que si tenían media docena de pilotos entrenados para ellos sería un milagro.

La única ventaja de todo era que al retirarse las líneas de suministro se habían acortado lo que permitía que las tropas del oeste tuvieran municiones y alimentos, pero tampoco era suficiente.

Ante la pregunta de uno de los generales de cuanto resistiría Alemania, Speer eludió la respuesta pero señaló que no se celebraría el cumpleaños del Führer y que incluso probablemente tampoco el año nuevo.


BERLÍN (ALEMANIA)

Desde hace días los embajadores de EE.UU. Suecia, Suiza, Portugal y diversas naciones balcánicas y suraméricanas, tenían que preocuparse por un problema adicional a la falta de alimentos, suministro y electricidad de la capital.

Decenas de jerarcas del régimen se estaban haciendo los encontradizos con ellos, incluso representantes de Göering y de Himmler, para tantearles.


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