Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por Domper »

Schnee: nazis no. Aparte, tiene el mismo problema que muchos de los otros que propones: no son militares, y además varios estaban demasiado relacionados con el régimen monárquico anterior. No solo eso, sino que habían participado en la política en la época de Weimar (Von Lettow tuvo menor papel en ella). Otros de los candidatos simplemente habían sido alcaldes.

De la guerra en Tanganica, fue desastrosa pero no solo por lo que hicieron los alemanes sino por los aliados, que aplicaron una política de tierra quemada. Von lettow intentó evitar los territorios de las tribus que le apoyaban, y siguió siendo admirado por sus antiguos soldados.

Saludos



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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por kaiser-1 »

Cuando volvió a Tanzania a finales de los cincuenta (creo), fue calurosamente recibido no sólo por sus viejos askaris supervivientes, sino por sus antiguos rivales sudafricanos, con Jan Smuts al frente (que le proporcionaron una pequeña ayuda económica hasta su muerte).


- “El sueño de la razón produce monstruos”. Francisco de Goya.
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Mensaje por Domper »


Gerard no sabía si al general le habían molestado sus nuevos ángeles de la guarda. Schellenberg no era tonto, y pronto había visto que sus aventuras noctámbulas ya no eran solitarias. Burlón como siempre, incluso había saludado a alguno de sus escoltas y lo había citado para la noche siguiente; hasta le había encargado transmitirle sus saludos.

Mientras Gerard proseguía sus investigaciones. Parecía que las ramificaciones de la red de Johan estaban controladas, pero por las actividades de Jens sabía que no eran los únicos espías rusos en el Reich. Ya tenía algunas hebras del tejido: un ferroviario en Hungría, unos polacos indiscretos en Prusia. No sería fácil desvelar el tapiz completo, pero al menor intentaría vislumbrar el conjunto.

Aunque seguir a Johan y a los demás diplomáticos seguramente no proporcionaría nuevas pistas, Gerard iba a sugerir a Schellenberg que mantuviese la vigilancia del resto del personal de la embajada. No serviría para nada, pero era lo que los soviéticos esperaban; si veían que nadie les seguía pensarían que había gato encerrado. Mejor sería dedicar a algunos incompetentes a vigilar a los diplomáticos no fuese que echasen en falta la compañía. Sin embargo, seguía quedando pendiente la cuestión más seria: detectar las redes soviéticas de las que aun no tenía noticias. Probablemente las habría durmientes, muy difíciles de descubrir, y el resto haría de la discreción virtud. Aun así, podría tener algún golpe de suerte, como el que había permitido descubrir la red de polacos que estaban fisgoneando en las instalaciones secretas del este de Prusia. Pero a Gerard no le gustaba depender de la esquiva fortuna.

Reflexionando, pensó que el principal problema de esas redes era comunicarse con Moscú. Podrían hacerlo mediante los agentes “oficiales”, es decir, el personal de la embajada en Berlín, pero le parecía improbable que los soviets, siempre tan cautelosos, hiciesen depender todo su espionaje de unos pocos agentes que en cualquier momento podían ser expulsados. Necesitarían otro canal por si se rompían las relaciones diplomáticas o si se declaraba la guerra. Anteriormente a la guerra la manera más sencilla era utilizar supuestos turistas, viajeros que visitaban Alemania por motivos aparentemente inocentes. Pero la emergencia nacional significaba que no había turistas extranjeros, y que pocos comerciantes cruzaban las fronteras. Quedaban las embajadas que la URSS mantenía en los aliados de Alemania, y aunque Gerard no podía contar con la colaboración de esos gobiernos —si la Central no existía para los alemanes, menos para otros países— el general Schellenberg había avisado a las policías amigas. La húngara había descubierto a unos espías que vigilaban el tráfico ferroviario. Pero había sido un fruto aislado: Gerard recordaba lo difícil que había sido desvelar las actividades de Johan, a pesar de operar en el centro del Reich; sería imposible establecer una vigilancia similar en una capital extranjera.

Pero había otros métodos. Recordando los paquetes de Jens, Gerard investigó las agencias de importación y exportación, aunque no parecía probable que los rusos repitiesen el sistema: no iba descaminado pues no logró nada. Las clásicas puertas de infiltración eran los puertos, y había ordenado que el control de los marineros de mercantes neutrales fuese más estricto. Cualquier buque que atracase tenía un policía en la pasarela comprobando entradas y salidas, y cotejando fotografías. También se vigilaban los accesos a los puertos y las actividades de pescadores y contrabandistas. Para justificar el incremento de la vigilancia sin alarmar a los soviéticos, Gerard hizo que sus agentes hiciesen estallar algunas bombas en los puertos, e incluso organizó una “demostración” en la que una vieja gabarra estalló en medio del puerto de Danzing. El policía esperaba que los soviéticos creyesen que el incremento de la vigilancia se justificaba por los sabotajes.

El control de los puertos precisó de muchas fuerzas que hubo que pedir a Schellenberg; al menos esa tarea era propia de la policía y no agotó los magros recursos de la Central, que el policía destinó a otras tareas. Porque había otras maneras de cruzar las fronteras. Gerard ordenó que se le enviasen copias de los registros de entradas y salidas por las fronteras hacia Suiza y Suecia, los únicos países neutrales. No se molestó en revisarlos: ya se había hecho y aparentemente no habría movimientos sospechosos. Pero hizo que se creasen fichas de los viajeros que salían por motivos legales —eran miles, la mayoría industriales, comerciantes o ingenieros—, y tras seleccionar a los que cruzaban las fronteras con frecuencia, comparó los horarios de sus entradas y salidas con los de los trenes. Un trabajador honrado cruzaría la frontera e iría directamente al tren. Si se entretenía a saber en qué, habría diferencias importantes entre los horarios de cruce y los de los trenes. También pidió los registros de las estaciones ferroviarias. Estaban incompletos —obviamente, pues hubiese sido imposible que cada apeadero y cada revisor los cumplimentase— pero al menos con los de las grandes ciudades, en cuyas principales estaciones había controles, se podía trabajar. Gerard buscaba discrepancias: viajeros que hacían paradas prolongadas en los trasbordos, o que nunca aparecían en los registros, lo que indicaba que se bajaban del tren en estaciones secundarias o apeaderos. Como era de esperar, aparecieron centenares de discrepancias: muchos de esos honrados ciudadanos aprovechaban las salidas para echar una canita al aire. Pero había unos cuantos viajeros que demasiadas veces se perdían durante sus viajes, a tenor de los rodeos que daban, y que casi siempre lo hacían en tal o cual ciudad. En la mayor parte de los casos resultó que tenían amantes. Quedó solo una docena de casos que se investigó a fondo, pero se trataba de empresarios con negocios muy complejos que podían justificar sus movimientos.

Gerard creía que había sido tiempo perdido, hasta que se puso a pensar en su añorada Nicole y en los momentos felices pasados en el Schlachtensee. Imaginaba a su esposa enfundada en un escueto bañador cuando se le ocurrió una idea ¿qué mejor pretexto para un espía que visitar a una amante? No eran demasiados los viajeros que tenían queridas, pero Gerard no quería interrogarlos para no espantar a la liebre. En lugar de ello, ordenó que sus domicilios y sus puestos de trabajo fuesen inspeccionados con el máximo cuidado y sin dejar rastros. Los agentes de Gerard ni siquiera intentaron entrar: solo buscaron trampas: pelos en las puertas, objetos mal colocados… los trucos que emplearía un espía que quisiese descubrir si su domicilio era registrado.

La mala costumbre de dejar señales en la alfombrilla de su casa delató a Jarmann. Era un representante de una fábrica de instrumentos ópticos de Jena, que viajaba por toda Europa para adquirir los productos necesarios para fabricar sus famosos cristales. Aprovechaba sus desplazamientos para visitar a Joli, una amiguita que tenía en Leipzig. Joli era una chiquita muy atractiva que trabajaba en un populoso local cerca de la estación, que era visitado por viajeros procedentes de toda Europa. Joli también tenía una de esas debilidades que a Gerard tan poco le gustaba explotar pero que cada vez con más frecuencia se veía obligado a emplear: una preciosa niñita de tres años. Un día, cuando Joli fue al colegio a buscar a Elsa —así se llamaba la criatura—, se encontró con Gerard, que llevaba a la niña de la mano. Joli entendió el mensaje y se aprestó a colaborar. La chica trabajaba como buzón, recibiendo sobres que luego entregaba a Jarmann, el correo. Fue como quitar una piedra y descubrir un hormiguero: Joli conocía a media docena de traidores cuyas actividades delataron a otras tantas redes. Gerard tampoco las tocó: era mejor tenerlas vigiladas. Controlando el canal que empleaban, siempre habría tiempo de cambiar los mensajes.

En uno de los paquetes que guardaba Joli había un carrete fotográfico. Gerard decidió arriesgarse. Tomó el rollo y en un laboratorio de la Central se extrajo la película y se sustituyó por otra velada, antes de devolver el carrete: aunque los espías hubiesen anotado el número de serie no encontrarían nada extraño. Al revelar la película original el policía se encontró con fotografías de una ciudad francesa ¿Qué interés podrían tener allí los moscovitas? Decidió encomendar a uno de sus subordinados que localizase el lugar.

Luego dio cuenta de sus descubrimientos a Schellenberg, citándose donde le gustaba, en un tugurio del centro. El general le reprendió por haberle puesto vigilancia contra su voluntad, pero no le exigió que la retirase. También accedió a las demandas de ampliar aun más la Central, que se estaba convirtiendo en un sumidero de policías experimentados. Pero le dijo a Gerard que una agencia tan importante no podía ser seguir siendo dirigida por un policía con un rango tan bajo. Le dio un sobre, y le pidió que no lo abriese hasta llegar a su despacho. Gerard lo abrió en cuanto pudo: contenía una copia de la orden secreta por la que se le ascendía a coronel.



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Unión europea

El autodenominado “Unión Europea” fue un grupo de conspiradores y espías comunistas que operó en Alemania durante la Guerra de Supremacía, dirigido por Georg y Anneliese Groscurth. Otros miembros importantes fueron Herbert Richter y Paul Rentsch.

Origen y actividades

El grupo de espías fue organizado en Berlín en 1939 como una organización de “resistencia antifascista”. Los fundadores, el químico Robert Havemann y el médico Georg Groscurth, eran amigos desde 1930. En 1934 conocieron al dentista Rentsch y a su vecino, el arquitecto Richter. Al parecer los cuatro hombres inicialmente no se relacionaron por causas políticas sino por tener aficiones comunes, aunque posteriormente descubrieron que todos ellos tenían simpatías filocomunistas.

El pequeño grupo aprovechó sus relaciones con altas esferas del Tercer Reich para evitar ser llamados a filas. Havemann y Groscurth participaron en proyecto del Heereswaffenamt, el departamento que investigaba el empleo de armas químicas, pero descuidando sus obligaciones y obstaculizando el desarrollo de los proyectos. Además Groscurth tenía a Rudolph Hess y Wilhelm Keppler entre sus pacientes. Por su parte, el arquitecto Richter recibió contratos de la Reichshandwerkskammer (Cámara de Oficios) y llegó a conocer y ganarse la confianza del Reichsmarschall Hermann Goering. Por entonces Richter ya simpatizaba con el Partido Comunista, y tras conocer a través del futuro Statthalter las erróneas actividades del ala desviada del Partido liderada por Himmler, decidió organizar un grupo de resistencia.

Los cuatro conspiradores, a los que se unió Anneliese, la esposa de Groscurth, organizaron un grupo que llamaron “Unión Europea” cuyo objetivo declarado no era derribar el régimen nazi, pues creían que colapsaría por sí mismo, sino crear una estructura política que debía hacerse con el poder cuando el régimen se desmoronase. Diseñaron su grupo como una organización formada por pequeñas células, que debían entrar en contacto con las células de resistencia de trabajadores extranjeros voluntarios.

Inicialmente sus actividades se limitaron a la confección de panfletos y a ocultar judíos durante la época de la persecución de Himmler y Kaltenbrunner. Sin embargo, entre los trabajadores extranjeros voluntarios con los que contactaron había miembros de redes de espionaje comunistas, como el bohemio Paul Hatschek. La organización, que llegó a incluir varias decenas de miembros, pasó de ser inicialmente un grupo de disidencia política a integrarse en la red de espionaje soviético en el Reich.

Final

En enero de 1943 el grupo fue desarticulado por la Sección Especial del RHSA. La única fuente disponible sobre los sucesos es el libro autobiográfico que Anneliese Goscurth publicó en 1972.

Según Anneliese, el bohemio Hatschek estaba siendo vigilado por los servicios de inteligencia alemanes debido a su pasada vinculación con redes marxistas. En diciembre de 1942 fue sorprendido cuando se reunía con dos agentes lanzados en paracaídas, y tras ser interrogado delató al resto de los miembros de la célula. Dos días después la Sección Especial detuvo a todos los delatados por Hatschek, que en las semanas siguientes fueron juzgados por un tribunal secreto. Georg Goscurth pereció en prisión en circunstancias sin aclarar. Hatschek, Havemann, Rotcher y Rentsch fueron condenados a muerte y ejecutados en abril de 1943. Otros doce miembros de la trama fueron condenados a muerte. Anneliese fue condenada a cadena perpetua, pero fue liberada poco después de finalizar la guerra.

Miron Broser, uno de los implicados que solo cumplió una pena de cinco años de prisión y que tras ser liberado se exilió en Cuba, acusó a Anneliese tras la publicación de sus memorias de haber actuado como una agente doble que facilitó la captura del resto de los conspiradores. La cuestión sigue en el aire, porque los documentos policiales sobre la investigación permanecerán en secreto hasta 2043, según la Ley de Documentos Secretos.



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JLVassallo
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por JLVassallo »

Mi estimado Domper, la verdad es un placer leer tu historia. Acabó de pasarme 8 días leyendola (desde el Sabado de la semana pasada). En cada momento que pude le pegaba una leída, fue espectacular revivir las campañas, batallas, el espionaje, etc., muy buena historia.
Muchas gracias otra vez.
Saludos.


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Mensaje por Domper »

Gracias por los elogios.

Saludos



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Capítulo 8

El modo de dar una vez en el clavo es dar cien veces en la herradura.

Miguel de Unamuno



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La Batalla del Atlántico

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El invierno negro

La retirada de Portugal resultó desastrosa para la Royal Navy. Las operaciones del otoño habían resultado cada vez más costosas, especialmente desde que los aviones y submarinos del Pacto iniciaron sus ataques contra los buques de escolta. Estos operaban en solitario en la periferia del convoy y quedaban expuestos a ser atacados sin que los submarinos tuviesen que superar la barrera defensiva; solo tras hundir uno o varios escoltas los U-Bootes pasaban a atacar a los barcos mercantes, que habían quedado casi indefensos. Inicialmente el cambio de tácticas hizo que el número de mercantes hundidos disminuyese, pues con cierta frecuencia los convoyes atacados fueron reforzados o se dispersaron, salvándose de ulteriores ataques. Pero las pérdidas acumuladas de escoltas acabaron trastocando todo el sistema de convoyes: por una parte, el número de escoltas, que hasta entonces había ascendido, empezó a disminuir, especialmente los de los tipos más valiosos que los submarinos solían atacar con preferencia, como los destructores y los “sloop” (cañoneros). Por otra, en tres meses se perdieron la cuarta parte de las dotaciones veteranas, abortando el desarrollo de las tácticas de cooperación que se empezaban a emplear. Fue habitual que uno de los primeros escoltas hundidos fuese el del jefe del grupo de escoltas, descoordinando la protección del convoy. Cada vez fue más frecuente tener que recurrir a la dispersión de los convoyes, aunque luego la aviación de largo alcance se cebase contra los barcos que navegaban en solitario.
Estas nuevas tácticas alemanas fueron extendidas al Atlántico Norte donde fueron muy efectivas, y cada vez más convoyes tenían que dispersarse o navegar sin casi protección. Aunque la Royal Navy alistó varias decenas de buques de pesca como escoltas, los mejores ya habían sido armados el año anterior, y los nuevos “trawlers” (pesqueros de arrastre) antisubmarinos resultaron tener capacidad muy limitada, tanto por su escaso armamento como por su velocidad, que no les permitía alcanzar a submarinos en superficie. Además la incorporación de un número cada vez mayor de aviones de reconocimiento de largo alcance Fw 200, la mayoría provistos de radiotelémetros, permitió detectar y atacar a los convoyes en medio del Atlántico sin tener que recurrir a las engorrosas líneas de vigilancia de submarinos.

A finales de enero la Royal Navy sufrió una seria derrota cuando el convoy HX 169 fue atacado por el grupo de submarinos Umbau al sur de Islandia. En una batalla que duró cinco días, fueron hundidos dos destructores, un “sloop” (cañonero antisubmarino) y tres corbetas, más diecinueve mercantes, a cambio de un sumergible. Cuatro días después el SC 67 sufrió un desastre similar, perdiendo cuatro escoltas y quince mercantes a costa de tres U-Boot. En el mes de enero se hundieron catorce buques de escolta, más otros veintidós en aguas portuguesas. El Almirantazgo informó al gobierno que solo podría mantener semejante ritmo de pérdidas durante tres o cuatro meses más. Además, los barcos mercantes que navegaban con independencia eran detectados y atacados con regularidad, hasta tal punto que en enero y febrero fue hundida la cuarta parte de los buques que intentaron el cruce del Atlántico en solitario. A las pérdidas había que añadir la disrupción del sistema de convoyes que supusieron la incursión del Tirpitz y del Bismarck en el Atlántico, la de los cruceros pesados Hipper, Scheer y Lutzow, que atacaron al convoy ON 62 el 29 de enero, las necesidades de buques que conllevó la retirada de Portugal, y los ataques aéreos a los puertos de Gran Bretaña. Asimismo la Luftwaffe reinició la campaña de minado de los puertos ingleses, utilizando nuevos tipos de minas de fondo (acústicas, de inducción o mixtas) que obligaron al cierre temporal del Canal de Bristol.

Como consecuencia Gran Bretaña sufrió un desabastecimiento cada vez mayor. Las prospecciones petrolíferas habían paliado en parte el déficit de fuel, pero Inglaterra era deficitaria en casi todos los productos básicos para la producción industrial; la falta de mineral de hierro y de aluminio obligó a disminuir la producción de carros de combate y de aviones. En los astilleros británicos se acumulaban millones de toneladas de barcos mercantes pendientes de reparación, que no podían emprenderse por carecerse de espacio, mano de obra y de acero. El desastre de Freetown agravó aun más la situación de la marina mercante.

No solo estaban disminuyendo las importaciones, sino que Inglaterra se enfrentó a serios problemas con la distribución. El minado de las aguas costeras había hecho que la navegación de cabotaje se redujese al mínimo, sobrecargando la red ferroviaria, que estaba sufriendo ataques continuos de la Luftwaffe: los ataques iniciales contra puentes y túneles se habían relevado poco eficaces, pero ahora las estaciones y los patios de carga eran atacados repetidamente. Cada vez con mayor frecuencia los aviones de caza alemanes, tras finalizar sus misiones de escolta, sobrevolaban las líneas férreas a la búsqueda de trenes que atacar. El ligero armamento de los cazas, habitualmente, solo conseguía causar averías más o menos serias a las locomotoras; pero los talleres de reparación se vieron sobrecargados, y el número de máquinas disponibles disminuyó apreciablemente. La escasez y las dificultades de distribución hicieron que las condiciones de vida de la población se deteriorasen sensiblemente. Por ejemplo, aunque la producción de carbón en Gran Bretaña sobraba para cumplir las necesidades tanto de la industria como de la población, durante ese invierno las ciudades se vieron sin medios para calentar los hogares.

La carencia más grave fue la de alimentos. A pesar de las medidas tomadas para incrementar la producción local, en Inglaterra solo se producían dos tercios de los alimentos que necesitaba su población. En la preguerra había sido Argentina el principal exportador de carne y alimentos al Reino Unido, pero en el invierno de 1941 a 1942 la amenaza de la flota del Pacto basada en España y las actividades de los corsarios hicieron que desde Sudamérica solo llegasen alimentos intermitentemente. Aunque Estados Unidos intentó incrementar los envíos de carne y cereales, en febrero fue preciso establecer un racionamiento mucho más estricto, que suponía apenas 2.200 calorías diarias para obreros y soldados, y 1.500 para el resto. El hambre y el frío debido a la carencia de carbón para calefacción incrementaron la mortalidad de las enfermedades respiratorias en niños y sobre todo en ancianos. Tanto por las derrotas militares como por el hambre el invierno de 1942 fue recordado como “el invierno negro”.



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El Mendel batía las agitadas aguas que rodeaban la isla de Monteagudo con su sonoscopio. Esas costas estaban acostumbradas a las patrullas de los bous que, alistados de nuevo por la Armada, vigilaban esas importantes aguas. Pero el Mendel no llevaba la rojigualda, sino que en su popa ondeaba orgullosamente la bandera de la Kriegsmarine. Pues el abrigado puerto de Vigo se había convertido en la principal base de submarinos del sur de Europa. La ría gallega estaba peor comunicada que los puertos franceses, ya que los ferrocarriles españoles no parecían propios de una potencia europea. Pero Vigo tenía la doble ventaja de estar en el punto más occidental de Europa, y de estar lejos de Gran Bretaña y sus aeródromos. Más importante, para Alemania era políticamente comprometido mantener bases navales en Francia, país ahora aliado pero solo tras haberlo sometido, mientras que España era un aliado fiel del Reich que se alegraba de acoger a los buques germanos.

Desde hacía varias semanas habían cesado las inoportunas visitas de los bombarderos ingleses. La entrada de España en la guerra trajo incursiones ocasionales, pero tras la invasión de Portugal los bombardeos se habían hecho casi diarios. Aunque los escuadrones de caza hispanos y alemanes habían conseguido expulsar a los ingleses de los cielos diurnos, los bombarderos nocturnos habían convertido las noches viguesas en pesadillas. Pocas bombas caían en los muelles, pero buena parte de los edificios de la ciudad mostraban las cicatrices de la metralla. Pero la contraofensiva hispanoalemana en Portugal que había puesto a los británicos contra las cuerdas, también había arrasado los aeródromos desde los que partían los bombarderos. Ahora los cielos gallegos estaban limpios y los vigueses dormían tranquilos.

Aunque el Mendel llevase bandera alemana, sus líneas era las mismas que las de los cada vez más numerosos cañoneros antisubmarinos de la clase Noya española: a pesar de que fuesen la Armada y el Ejército del Aire españoles quienes garantizasen la seguridad de los submarinos, la Kriegsmarine deseaba tener unidades propias en sus bases, y finalmente se había llegado a un acuerdo según el cual España cedió a Alemania varios de sus “bous” de los tipos Noya y Urgull, a cambio de submarinos tipo VII. A popa del Mendel navegaba la pesada mole del Sperrbrecher 47, un mercante provisto de un equipo de inducción que producía un intenso campo magnético, con el que se pretendía hacer detonar las minas de influencia. Otro pequeño patrullero, el Buciero, que llevaba bandera española, se había unido a la comitiva para guiarla entre los campos de minas defensivos. Pero el motivo de tal movimiento estaba a popa: apenas asomando sobre las olas se veía la baja y esbelta silueta del U-217. El sumergible, que iba a efectuar su segunda patrulla y la primera de combate, era uno de los primeros submarinos del novísimo tipo VIIE que entraba en servicio. El tipo derivaba del VIID, un submarino minador que no había dado el resultado apetecible, a su vez basado en el exitoso tipo VII.

Durante 1941 la Kriegsmarine había desarrollado nuevos equipos electrónicos que prometían transformar la guerra submarina: el radiotelémetro FuG 310 Schwertwal permitía detectar buques a veinte millas y aviones a cuarenta, y que también podía funcionar, con alcance reducido, operando en inmersión. Un segundo radiotelémetro FuG 413 Tümmler, de onda milimétrica, podía ser empleado para realizar ataques sin visibilidad. El radiodetector FuMB 9 Java alertaba de los impulsos de los radiotelémetros enemigos, y el equipo de interferencia FuMS/T 9 Elbing permitía cegarlos si el sumergible era detectado. Aunque los nuevos equipos, que empleaban las novedosas válvulas de Lilienfeld, eran tamaño reducido, entre todos requerían bastante espacio y necesitaban personal para su manejo, que apenas cabían en el atestado interior de los submarinos de tipo VIIC. En los VIIE se había empleado el espacio que en los VIID se destinaba para estibar las minas para ampliar la cámara de combate y dar cobijo a los equipos electrónicos.

El U-217 también llevaba otro equipo que prometía ser revolucionario: el “snchorchel”, copiado del submarino holandés O-25, que había sido capturado en 1940 cuando estaba casi finalizado. Se trataba de un tubo que se elevaba como un periscopio y que permitía utilizar los motores diésel a cota periscópica. Sin embargo, a la dotación del U-217 el instrumento no le terminaba de agradar: cuando funcionaba eran habituales los cambios bruscos de presión que torturaban los oídos de los submarinistas. Esperaban que el kapitanleutnant Reichenbach-Klinke lo usase solo en emergencias.

No acababan ahí diferencias con los anteriores del tipo VIIC. El casco era algo más resistente permitiendo sumergirse a cotas mayores de lo que creían los británicos, cuyas cargas de profundidad estallasen inofensivamente por encima del submarino. Además el sumergible tampoco llevaba cañón de cubierta: la experiencia de los últimos meses de guerra demostraba su utilidad era mínima, no solo porque los ingleses estaban usando cada vez más sus propios radiotelémetros, sino porque la inmensa mayoría de los mercantes habían sido armados, y en un duelo al cañón el submarino tenía las de perder. A cambio, uno de los cañones antiaéreos de 2 cm había sido sustituido por otro automático de 3,7 cm que no solo era más eficaz contra aviones, sino que permitía combatir a las embarcaciones ligeras enemigas.

En conjunto, el U-217, que iba a efectuar su segunda patrulla de combate, era un formidable instrumento bélico que permitiría derrotar de una vez a la debilitada pero aun desafiante Inglaterra. Pero solo si conseguía salir del puerto: durante lo que iba de guerra casi la mitad de las pérdidas de submarinos se había producido en las proximidades de las bases, plagadas de minas y acechadas por los sumergibles ingleses.



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En la torre del U-217 el Oberfähnrich zur See (alférez) Dieter Oster escudriñaba las aguas con sus prismáticos. Aunque varios serviolas vigilaban el horizonte, y los radiotelémetros del patrullero y del submarino mantenían su imperturbable vigilia, se temía que el fino periscopio de un submarino enemigo pasase desapercibido a los equipos electrónicos, por lo que el capitán había enviado a la torre a todo el personal disponible. Al lado del capitán estaba Dieter, que se forzaba la vista con sus propios prismáticos. Bajo cubierta el segundo de a bordo permanecía en la cámara de combate atento a las indicaciones de los equipos. Afortunadamente, en esta ocasión la salida al mar solo se vio perturbada por las grandes olas y no por la acción enemiga. Unas millas al oeste de las islas Cíes el Mendel envió un mensaje con su lámpara de señales: “buena suerte y buena caza”. Luego se volvió hacia la ría, mientras el U-217 se perdía en el tormentoso Atlántico.

El U-boot siguió en superficie, cabalgando las enormes olas mientras seguía moviéndose hacia el oeste. El capitán, más tranquilo desde que la costa ya no estaba a la vista, dejó la torre, siendo sustituido por el segundo, al que Dieter relevó al frente del radiotelémetro. La fina proa del sumergible macheteaba las grandes olas, de tales dimensiones que casi cubrían la torre. Pero a pesar del peligro de entrar en una ola y no salir, el capitán Reichenbach-Klinke prefirió mantenerse en superficie, porque el mal tiempo, que impedía la vigilancia de los aviones británicos, permitía que el U-217 devorase millas hacia su destino: las aguas cercanas a Islandia por las que se movían los convoyes. Pues ahora que la campaña de Portugal estaba finalizando, los submarinos estaban siendo enviados de nuevo contra los mercantes que llevaban las mercancías que Inglaterra precisaba para intentar mantener la resistencia. Los submarinos de largo alcance, por lo general, no operaban desde Vigo sino desde Cádiz, para poder alcanzar las aguas más alejadas del Atlántico Sur. Pero para los más pequeños como el U-217 era preferible la adelantada posición de Vigo.

El temporal fue amainando aunque quedó una mar de fondo que levantaba grandes olas. Con los cielos claros el peligro inglés era mayor, y en una ocasión el equipo Java detectó las emisiones de un radiotelémetro enemigo a corta distancia. El capitán ordenó la inmersión, permaneciendo bajo las aguas durante tres horas. Luego asomó la antena del radiotelémetro y, tras un barrido que mostró que el cielo estaba despejado, el U-217 pudo emerger y seguir tragando millas. Fue el único encuentro, y una vez se adentró en el Atlántico Central, el U-217 pudo seguir su curso sin más interrupciones.

Tras dar un amplio resguardo a Irlanda el U-217 se dirigió hacia el norte. La ruta de los convoyes transatlánticos no seguía la ortodrómica entre Halifax y Bristol: no solo pasaba demasiado cerca de las bases de submarinos gallegas, sino que el mar Céltico (el que quedaba entre la costa sur de Irlanda y Cornualles) estaba dentro del alcance de los aviones basados en Bretaña, que ya habían atacado a algún convoy. Para intentar alejarse del peligro, en verano los convoyes británicos daban un gran rodeo, siguiendo la costa canadiense hasta el cabo Spear de Terranova, para luego seguir hacia el Farewell, el extremo sur de Groenlandia. Luego seguían hacia Islandia para luego acercarse a las islas Feroes y entrar en el mar de Irlanda por el canal del Norte. La ruta era más larga, pero durante buena parte de su recorrido se mantenía cerca de las bases para aviones antisubmarinos que los ingleses tenían en todos esos lugares; solo Groenlandia, donde los norteamericanos aun estaban construyendo pistas de aterrizaje, estaba sin protección. Sin embargo, en invierno era frecuente encontrar hielos, y las largas noches ocultaban las posibles salidas de los buques de superficie del Pacto basados en Noruega, obligando a los convoyes a trasladar su derrota más al sur. Hacia esas aguas se dirigía el U-217.

La campaña de Portugal, que tan pródiga estaba siendo en prisioneros, también lo era en información, y ahora la Kriegsmarine sabía que los ingleses no solo habían roto las claves de la máquina Enigma, sino que usaban unos goniómetros de gran precisión que permitían descubrir la situación de los submarinos alemanes. Los submarinos habían tenido que modificar sus tácticas, hasta entonces muy eficaces pero que implicaban ser controlados desde tierra mediante el empleo intenso de la radio.

Dado que la cada vez mayor eficiencia de los aviones de reconocimiento alemanes en el Atlántico hacían innecesarias las largas líneas de vigilancia, Doenitz ya no formaba “manadas de lobos” estables, sino que dirigía grupos de submarinos contra unos u otros convoyes, indicándoles tan solo la ruta del convoy y el día en el que se debía producir el ataque coordinado. El contacto con los convoyes tampoco lo mantenían los submarinos, sino los Condor. Labor muy peligrosa porque los ingleses habían comprendido que eran esos aparatos los responsables de sus recientes reveses. Por el momento, solo disponían de un portaaviones de escolta, que había tenido que ser asignado a la Fuerza H; pero habían equipado varios mercantes con catapultas, desde las que se lanzaban viejos aviones de caza que tenían como misión derribar los peligrosos pero también vulnerables cuatrimotores alemanes. Ya se habían apuntado seis derribos y ocho aviones más se habían salvado por poco. Más ominosamente, las fotografías aéreas de los astilleros británicos mostraban que los ingleses estaban instalando cortas cubiertas de vuelo en varios mercantes durante sus obras de reparación.

El riesgo que corrían los Condor les había obligado a ser mucho más prudentes. Ya solo realizaban ataques a baja altura contra buques que navegasen independientemente. Cuando se encontraba un convoy, y tras emitir un informe de contacto, el avión se arriesgaba a inspeccionarlo visualmente, para conocer el número aproximado de buques que lo componían y, sobre todo, el de escoltas; pero luego se alejaba. A partir de entonces los Condor se mantenían alejados y volando a gran altura; cada varias horas volvían a establecer contacto pero solo mediante el radiotelémetro. Más alejados de los convoyes, corrían menos peligro, y la tasa de pérdidas disminuyó. El número creciente de aviones de reconocimiento de largo radio de acción —ya estaban operando más de trescientos Condor desde bases en Noruega, Francia y España— y la disminución de la tasa de pérdidas habían permitido mantener la vigilancia del océano. Gracias a los peligros que corrían los pilotos de la Luftwaffe se había facilitado la misión de los submarinos. Ya no era necesario formar largas líneas de vigilancia, ni mantenerse en las proximidades del convoy para mantener el contacto: se había visto que esos sumergibles, que tenían que usar la radio continuamente, era blancos frecuentes de ataques. Ahora los submarinos se dirigían hacia la zona de intercepción guiados directamente por los Fw 200, que habían sido equipados con radios de corto alcance capaces de comunicarse con las de los U-bootes.

También había sido necesario modificar la seguridad radiofónica. La inseguridad de Enigma había supuesto un serio problema para el ejército y la fuerza aérea, que tenían miles de máquinas de cifrado, pero no para la marina, que habitualmente solo tenía unas decenas de barcos en el mar. Aunque los patrulleros y las embarcaciones auxiliares seguían usando sus antiguas Enigma de cuatro rotores, aunque con frecuentes cambios de rotores, los submarinos y los buques de la flota habían sido equipados con un dispositivo ideado por el profesor Hackleber que, aunque era de empleo engorroso, resultaba completamente seguro. En Berlín se había construido una máquina que creaba largas secuencias aleatorias de letras usando una serie de bombos que contenían veintiséis letras. La máquina perforaba cintas de teletipo empleando el código Baudot, haciendo dos copias: una se enviaba al puesto de mando de Doenitz, situado en el Ferrol del Caudillo, y otra se entregaba a los barcos que iban a salir al mar. Cada buque salía al mar con un gran paquete de cintas, con al menos una para cada día de operaciones previsto.

Para crear un mensaje el operador del Ferrol escribía el mensaje, que era precedido y seguido con frases sin sentido: así se evitaba que ciertas combinaciones de letras, como el grado naval del destinatario, apareciesen en posiciones fijas. Luego lo transcribía con una máquina que perforaba una cinta de teletipo. Después seleccionaba un carrete de cinta de los asignados al barco destinatario del radiotelegrama, e introducía las dos cintas en una máquina calculadora, que a su vez perforaba otra cinta que contenía la suma de las letras del mensaje y las de la clave. Se añadía un grupo de cuatro letras que identificaba al buque destinatario, y otro que señalaba el carrete que se había empleado. Ambos grupos eran codificados con un libro de códigos. Los cortos mensajes con el código del barco destinatario y de la cinta se emitían varias veces por un canal auxiliar.

El buque receptor estaba permanentemente a la escucha por el canal auxiliar —en el caso de los submarinos, cuando estaban en superficie—. Una máquina, que tenía un panel de conexión que se modificaba cada día, “escuchaba” los grupos de letras y alertaba al operador cuando recibía el aviso de que tenía un mensaje pendiente. El operador entonces buscaba en su libro de códigos, donde encontraba dos: uno con el que debía modificar el panel de conexiones del teletipo conectado a la radio, y otro con el que indicaba que ya estaba preparado para recibir el mensaje. Este último era muy corto y se emitía con un sistema mecánico. Así se dificultaba la labor de los radiogoniómetros enemigos, y se evitaba que los servicios de escucha pudiesen identificar los patrones de los radiotelegrafistas, método que habían empleado los ingleses para vigilar los movimientos de la flota.

Una vez en el Ferrol se recibía el código que indicaba que el destinatario estaba preparado, se emitía el texto cifrado, precedido y terminado por grupos de letras que indicaban el comienzo y el fin. Se hacía mecánicamente, a velocidad muy superior a la que pudiese alcanzar cualquier operador humano, lo dificultaba la tarea de los equipos de intercepción británicos, operados manualmente. El teletipo del equipo receptor detectaba automáticamente los códigos de comienzo y de fin y perforaba una cinta con el texto cifrado. Entonces el radiooperador realizaba la tarea inversa a la hecha en el Ferrol: introducía en su máquina criptográfica el mensaje recibido y la cinta con la que descifrarlo, y se imprimía el texto ya descifrado. Luego destruía las cintas empleadas. En caso necesario, la operación podía hacerse manualmente. Cuando el barco quería enviar un mensaje —situación mucho menos común pues ahora y por lo general los buques permanecían en silencio, o se comunicaban con los aviones Condor con equipos de corto alcance— el procedimiento era el inverso.

Había precauciones adicionales. Por una parte, el mensaje cifrado no solo contenía el mensaje que se quería enviar, sino también partes sin sentido, destinadas a impedir que determinadas palabras, como las que identificaban el rango del destinatario o el nombre de la unidad, apareciesen en posiciones fijas en los mensajes. Además la estación del Ferrol emitía continuamente tanto por el canal principal —el de los mensajes— como por el auxiliar —el de los códigos de identificación—. Tenía su propia máquina generadora de secuencias aleatorias (esta no era con bombos sino con un sistema mecánico menos fiable pero suficiente para lo que se deseaba) y esos textos sin sentido se intercalaban entre los mensajes. De tal manera que los ingleses que permanecían a la escucha no podían identificar cada mensaje sino que se veían obligados transcribir las más de cien mil letras que se emitían cada día, tarea de chinos que resultaba prácticamente imposible de hacer a mano.




En el buque receptor el equipo de radio iba unido a un panel de conexiones que se modificaba diariamente según el libro de códigos. Cuando se recibía un mensaje con el código del barco, se activaba un relé que conectaba automáticamente una máquina de teletipo. Esta perforaba una cinta con el mensaje. El radiotelegrafista del buque enviaba un mensaje codificado, muy corto, confirmando la recepción. De hecho, no lo emitía manualmente, sino que lo hacía otro equipo: así se evitaba que los ingleses pudiesen reconocer los “estilos” de los radiooperadores, y así controlar los movimientos de la flota. Luego el operador seleccionaba un carrete con la clave del día, lo metía en la máquina descifradora junto a la cinta del teletipo, y se realizaba la operación inversa para descifrar el texto. Finalmente el operador del buque destruía la cinta de clave ya usada y la del mensaje cifrado, quedándose solo con el texto claro.

Los equipos eran propensos a los fallos, y no era raro que un mensaje tuviese que enviarse varias veces. Además cuando se daba una orden a varios barcos, había que repetirla para cada destinatario, aunque siempre con la precaución de modificar las frases de relleno. Pero al ser un sistema de cifrado de libro único era imposible de romper, y aunque los ingleses capturasen una máquina y las cintas con las claves, solo podrían leer los mensajes destinados a ese barco.

El profesor Hackleber seguía trabajando en una “Súper Enigma” que empleaba cinta magnética y que tenía doce rotores en dos bancadas: una efectuaba la sustitución del texto y otra controlaba los movimientos de las ruedas. Esa máquina prometía ser tan segura como el método de clave única, y mucho más sencilla de usar; pero el engorroso sistema actual al menos garantizaba que los ingleses ya no fuesen capaces de leer las comunicaciones alemanas.

La eficacia del sistema quedó revelada cuando los ingleses construyeron una enorme instalación destinada a interferir con el Ferrol, emitiendo “ruido”. Sin embargo, estas interferencias raramente conseguían ensordecer a los receptores, salvo en las proximidades de las islas. Además, si era necesario, se contaba con un sistema adicional: los aviones de reconocimiento. Los Condor no contaban con un sistema de cifrado tan potente pero podían llevar las cintas ya cifradas y emitirlas en las proximidades del destinatario. Como última medida, también disponían de radioteléfonos de corto alcance. La Luftwaffe, por su parte, contribuyó a la guerra de las ondas, bombardeando repetidamente las instalaciones emisoras de interferencias; tuvieron que desplazarlas a Escocia, donde estaban fuera del alcance de nuestros aviones, a costa de ser menos eficaces.



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Domper
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por Domper »

Como veréis, he intentado “inventar” un sistema de cifrado completamente seguro que pudiese funcionar con los medios disponibles en 1942, aprovechando que se empiezan a emplear “válvulas de Lilienfeld”, es decir, transistores. Que el sistema es engorroso lo sé, y que la capacidad es limitada; aunque se podrían tener varios canales, uno para los submarinos en el Atlántico, otro para la flota, etcétera. Al ser un sistema de libro único con código aleatorio, resulta completamente indescifrable. De ahí lo de los bombos; no es lo mismo que un código pseudoaleatorio que se puede generar con mucha más facilidad pero que es más fácil de atacar.

Saludos



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JLVassallo
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por JLVassallo »

Pues te lo pensaste bien Domper. Muchas gracias por la historia, como siempre una joya.
Encima la que se esta armando con los rusos a fuego lento entre espionajes y fuerzas armadas ocultas. :thumbs:
Saludos.


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reytuerto
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por reytuerto »

El nuevo sistema es engorroso? Sí, es cierto. Pero mucho mas seguro. Tal vez, su empleo sea menos flexible sobre todo cuando hayan más buques del Pacto en la mar, pero es una medida interina a la esprera de la gross enigma :guino: . Saludos.


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Domper
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Crisis. El Visitante, tercera parte

Mensaje por Domper »


Cuando el U-217 llegó a los 55°N recibió un mensaje que le indicaba la posición y el rumbo de un convoy enemigo. Reichenbach-Klinke ordenó confirmar la recepción y luego permaneció en silencio radiofónico, que solo debía romper cuando fuese a efectuar el ataque. A partir de entonces permaneció a la escucha de las indicaciones de los Condor que lo guiaban. Aunque el convoy hizo varios cambios de rumbo, los aviones los detectaron y advirtieron al U-217. Cerca ya de la posición de ataque el Java detectó las emisiones de otros radiotelémetros alemanes; entonces empleó un radioteléfono de corto alcance para ponerse en contacto con sus vecinos, que resultaron ser los submarinos U-155, U-158, U-162 y U-558. Los sumergibles se distribuyeron los flancos por los que iban a atacar y esperaron la llegada del convoy.

Finalmente el Java del U-217 detectó emisiones de un radiotelémetro inglés: debía ser el de alguno de los escoltas del convoy. El capitán ordenó enviar un informe de contacto, y luego que se apagase el radiotelémetro propio, para evitar que le delatase. Atendiendo a las señales inglesas interceptadas, se mantuvo unas millas ante su objetivo, pero fuera de la vista. Cuando oscureció el capitán llevó al U-217 hacia el convoy. El radiotelémetro se encendía a intervalos irregulares: si se emitían unos pocos pulsos era improbable que fuese detectado, y en cualquier caso precisaba conocer la situación y disposición del convoy. La pantalla mostró una gran masa de buques que se confundían entre sí, pero también un eco más cercano y más pequeño: un escolta que iba a convertirse en el primer objetivo. El sumergible disminuyó su andar a doce nudos para no dejar estela, mientras seguía acercándose.

El capitán estaba en la torre, intentando ver algo en la negra noche, mientras el segundo estaba en la cámara de combate, controlando el sumergible. Dieter, encargado de los instrumentos electrónicos, informaba al capitán por el intercomunicador.

—El objetivo se mantiene en rumbo 240 a catorce nudos. Distancia siete quinientos. El Java no detecta emisiones.

La distancia fue cayendo hasta que el capitán consiguió ver el objetivo. Fue informando a la dotación con el intercomunicador, para que conociese sus intenciones.

—El blanco es un destructor pequeño o un cañonero. No parece habernos visto. Dieter, dame una distancia.

—Dos mil ochocientos metros, señor —dijo el teniente tras emitir unos pulsos con el radiotelémetro Tümmler.

El capitán dejó que la distancia disminuyese, pero cuando era solo de mil ochocientos metros veía tan claramente a su presa que decidió disparar. Apuntó el binocular de la dirección de tiro hacia el barco inglés.

—Preparen tubos uno y tres. Tiro de velocidad. —Apuntó a la proa del enemigo—. Marcación. —Luego hizo lo mismo con la popa. En la cámara de combate el segundo introdujo la velocidad estimada del blanco en la dirección de tiro principal, que ya había recibido las marcaciones de la del puente. Según las indicaciones del computador de tiro se regularon los sistemas de dirección de los torpedos.

—Fuego el uno, fuego el tres.

Los dos torpedos salieron de los tubos de proa. El submarino no apuntaba a su blanco, pero eso no era problema para las armas alemanas: cada torpedo tenía un sistema giroscópico, y tras salir del tubo describió una curva hasta quedar encaminado hacia el objetivo. El U-217 había disparado dos modernos G7e/T3, con espoleta magnética, que no necesitaban impactar para estallar sino que lo hacían bajo la quilla de los barcos enemigos. Los dos torpedos siguieron con rumbos ligeramente divergentes, sin dejar estela al tener propulsión eléctrica.

Un fogonazo mostró que el barco enemigo les había visto y estaba disparando, pero el cañonazo se perdió.

—Timonel, caiga 40° a babor —ordenó el capitán—. Deiter, enciende el radiotelémetro —el sigilo era la inútil—. El blanco está virando pero ya es tarde.

Segundos después una columna de agua se elevó en la proa del barco enemigo, que quedó muerto sobre el agua. El U-217 permaneció en las proximidades, pero el barco enemigo parecía negarse a hundirse. Reichenbach-Klinke decidió rematarlo.

—Preparen tubo tres para tiro de velocidad. Marcación. Fuego el tres.

El torpedo desapareció en las aguas. El submarino esperó, pero pasaron unos minutos sin que pasase nada.

—Maldición. Preparen tubo cuatro. Tiro de velocidad. Marcación ¡fuego el cuatro!

Esta vez el torpedo funcionó correctamente, y segundos después el barco enemigo se partía en dos al estallar la cabeza de combate de 280 kilos de Hexanita bajo la quilla.

—Capitán, buque enemigo a 90° y a 3.700 metros en rumbo de colisión. Alta velocidad, la estimo en más de veinticinco nudos —dijo Dieter: el radiotelémetro había localizado a un buque que se lanzaba contra el submarino y que aun no era visible. Tenía que tratarse de otro escolta, que intentaba auxiliar a su compañero ya condenado, y que se dirigía hacia el U-217.

—Timonel, 30° a estribor. A toda máquina.

El submarino intentaba alejarse del escolta que se hundía, para que el otro barco inglés no les descubriese. Vana esperanza, porque el radiotelémetro mostró que el recién llegado modificaba su curso.

—Capitán, el nuevo contacto está emitiendo con su radiotelémetro.

—¡Inmersión de emergencia! —ordenó el capitán. Si el enemigo tenía radiotelémetro de nada servía intentar escapar en superficie, ya que eran superados en velocidad y armamento, y los tubos de proa estaban vacíos. El segundo ordenó abrir los lastres, pasar a motores eléctricos, y poner los hidroplanos en máxima depresión, para que la velocidad del submarino lo impulsase bajo las aguas. El U-217 ya había sumergido la proa cuando el capitán, el último en dejar la torre, se dejó caer por la escotilla y la aseguró. Con los motores eléctricos a máxima potencia el submarino se hundió rápidamente.

Ya en la cámara el capitán se hizo cargo del buque. Siguió vigilando el indicador de profundidad, y cuando pasó de 40 metros ordenó navegación silenciosa y virar hasta ofrecer la proa al barco atacante. El enemigo, que con esa velocidad solo podía ser un destructor, estaba tan cerca que la dotación del U-217 podía escuchar el batir de sus hélices. Pero la maniobra ordenada por el capitán resultó efectiva: estando de proa el ASDIC del barco inglés no consiguió un retorno suficientemente potente. El comandante del destructor, al perder el contacto con el U-217, debió creer que era porque el sumergible estaba bajo la capa de inversión térmica. Aun así desde el submarino se apreció como el destructor pasaba a corta distancia, y poco después se vieron sacudidos por las explosiones de doce cargas de profundidad, que estallaron no tan cerca como para causar daños pero sí para sacudir al sumergible.

—Sigan descendiendo hasta los 120 metros. Rumbo 180°.

El submarino viró hasta apuntar de nuevo con la proa en la dirección en la que estaba el destructor enemigo. Este se acercó, utilizando su ASDIC para buscar al submarino. En algún momento debió notar algo porque lanzó otro rosario de cargas, que estallaron inofensivamente a varios cientos de metros del U-217.

—Capitán, dos explosiones lejanas —el operador de los hidrófonos había detectado algo: probablemente otros submarinos alemanes se habían sumado al ataque. Aun así el destructor se mantuvo sobre el U-217 durante una hora: probablemente no trataba de hundirlo, pues resultaba improbable que retomase el contacto, sino para obligarlo a que siguiese en inmersión y no pudiese dar caza al convoy. Poco después los hidrófonos detectaron el cambio de régimen de las hélices: el enemigo se alejaba.

El capitán esperó otra media hora antes de ordenar subir a cota periscópica: era posible que hubiese algún otro barco que los buscase y que estuviese vigilando con sus hidrófonos. Una vez cerca de la superficie elevó el periscopio de observación, pero no consiguió ver nada.

—Dieter, eleva la antena del Java y haz un barrido.

La antena afloró sobre las aguas y empezó a emitir pulsos. Inmediatamente apareció en la pantalla el eco de un barco enemigo.

—Capitán, contacto a tres mil metros.

—Abajo el Java. Periscopio de ataque arriba.

El capitán miró en la dirección indicada por el radiotelémetro y por fin consiguió ver algo: la pobre luz del amanecer empezó a dibujar un objeto triangular con dos surtidores de espuma a cada lado: un barco que, navegando a toda máquina, trataba de pasar por ojo al sumergible: el destructor enemigo había permanecido a la espera, había detectado la antena del U-217, y ahora intentaba embestirle.

—Viene a por nosotros, pero no le va a ser sencillo. Tubos uno a cuatro, tiro de velocidad. Timonel, rumbo 230°.

El submarino apuntó a su nuevo enemigo. La distancia disminuyó rápidamente: dos mil, mil quinientos, mil metros. Cuando estaba a solo ochocientos metros ordenó disparar.

—Fuego tubos uno a cuatro. Periscopio abajo. A toda máquina y todo a babor. Inmersión profunda.

El submarino estaba empezando a descender cuando los hidrófonos recogieron dos explosiones, seguidas de una tercera tan potente que el U-217 se agitó.

—Ruidos de hundimiento, capitán.

El sumergible volvió de nuevo a cota periscópica, a tiempo de ver los últimos momentos del “cuatro chimeneas”, uno de los destructores viejos que Estados había cedido a Inglaterra al principio de la guerra. Hizo un nuevo barrido con el radiotelémetro que no detectó más visitantes inesperados. Entonces el U-217 salió a la superficie. Lamentablemente, no iba a poder auxiliar a las balsas en las que parte de los tripulantes del infortunado destructor intentaban sobrevivir: tan cerca del convoy era más probable que algún otro buque de escolta ya estuviese en camino. El submarino puso rumbo sur y luego este, para alejarse del lugar del combate y luego intentar alcanzar de nuevo al convoy, aunque ya solo le quedase la mitad de sus torpedos. Sin embargo los informes de otro Condor señalaron que el convoy se había alejado más de cien millas durante las horas en las que el U-217 había sido atacado. Navegando a toda máquina necesitaría un día entero para volver a quedar en posición de ataque y sería a costa de un gran gasto de combustible. El capitán redactó un breve informe y esperó la respuesta de Doenitz, que era la que esperaba: el U-217 tenía que renunciar a dar caza al convoy. Permanecería en esas aguas a la espera de nuevas órdenes.



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Mensaje por Domper »

No; esa táctica era la usada en el Pacífico por los norteamericanos. Desde más lejos el destructor puede evitar los torpedos, y el submarino queda "vendido".

Este enlace habla algo: Por la garganta pero mejor es leer el libro del capitán Beach "Submarine!"

Saludos
Última edición por Domper el 17 Oct 2016, 22:21, editado 1 vez en total.



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Mensaje por reytuerto »

La escena del torpedo dud es muy realista, claro que si fuese un sub americano por las mismas fechas seria mucho mas desesperante :green: , y aunque los torpedos germanos eran mas sofistifcados que los estadounidenses (aunque ignoro la tasa de fallos de la espoleta magnetica germana), los minutos de angustia entre saber que te ha fallado el torpedo y confirmar el impacto salvador, deben ser terribles. Mas, pro favor.


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