Un soldado de cuatro siglos
- tercioidiaquez
- Mariscal de Campo
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Un soldado de cuatro siglos
La tensión había desembocado en un conato de motín.
Parte del ejército de Wallenstein (mejor dicho sus oficiales) no secundaba su idea de pasarse de bando. Generalmente los bohemios y ajenas al Imperio habían decidido mantenerse con su general, pero también gran número de alemanes, que dudaban que el Imperio pudiera aguantar otra embestida del monarca sueco.
Los mercenarios mayoritariamente siguieron a su Comandante, al fin y al cabo él les pagaba, no el Emperador.
Las riñas y altercados no fueron a mas, debido a la decisión de Wallenstein de retirarse a pasar el invierno y a esperar noticias de Gustavo Adolfo. Había fijado sus cuarteles de invierno en Bohemia, siempre deseosos de marcar distancias con el Imperio.
Diego y su compañía mercenaria fueron con él, aunque no dejaba de rumiar la conversación con los dos enviados.
Tras varias semanas de viaje llegaron a una ciudad llamada Cheb, de unos 10.000 habitantes, con muchos refugiados de la zona como nuevos habitantes que malvivían como podían.
Los soldados fueron a ocupar las casas que les correspondían por sorteo, viviendo a expensas de los desafortunados habitantes, aunque nadie se quejó por miedo de atraer las iras del General.
Wallenstein fue recibido por el Concejo, que no dudó en doblar la espalda hasta tocar el suelo con la frente. Sumisos y serviles pensó Diego, que había sido designado como escolta "exterior", junto con una compañía de dragones ingleses. El anillo interior lo formaban soldados bohemios de toda confianza.
Por la noche se celebraba una cena en honor de Wallenstein, y los soldados compartieron parte del vino que les mandaron de las cocinas. Diego intentó que sus hombres no bebieran, pero con los ingleses como curdas dando gritos y vomitando por las calles, le fue difícil lograrlo.
Se acordaba de cierto capítulo de "Juego de Tronos" que había leido antes del "viaje", pero no lograba identificarlo. Una idea comenzó a llegarle al cerebro cuando se interrumpió debido al enorme contingente de criados portando enormes espetones con cerdos, terneros y demás animales ensartados, chorreando grasa y olor a partes iguales. Mucho habitante de Cheb pasaría hambre gracias al festín.
Diego contempló la sala, Wallenstein con su estado mayor, presidían la mesa. El condottiero, con el labio torcido acariciaba una copa, mientras sus generales reían con estrépito. Su algarabía contrastaba con las sonrisas forzadas del concejo que compartía mesa.
Varios soldados bohemios custodiaban las puertas, armados con alabardas.
Parte del ejército de Wallenstein (mejor dicho sus oficiales) no secundaba su idea de pasarse de bando. Generalmente los bohemios y ajenas al Imperio habían decidido mantenerse con su general, pero también gran número de alemanes, que dudaban que el Imperio pudiera aguantar otra embestida del monarca sueco.
Los mercenarios mayoritariamente siguieron a su Comandante, al fin y al cabo él les pagaba, no el Emperador.
Las riñas y altercados no fueron a mas, debido a la decisión de Wallenstein de retirarse a pasar el invierno y a esperar noticias de Gustavo Adolfo. Había fijado sus cuarteles de invierno en Bohemia, siempre deseosos de marcar distancias con el Imperio.
Diego y su compañía mercenaria fueron con él, aunque no dejaba de rumiar la conversación con los dos enviados.
Tras varias semanas de viaje llegaron a una ciudad llamada Cheb, de unos 10.000 habitantes, con muchos refugiados de la zona como nuevos habitantes que malvivían como podían.
Los soldados fueron a ocupar las casas que les correspondían por sorteo, viviendo a expensas de los desafortunados habitantes, aunque nadie se quejó por miedo de atraer las iras del General.
Wallenstein fue recibido por el Concejo, que no dudó en doblar la espalda hasta tocar el suelo con la frente. Sumisos y serviles pensó Diego, que había sido designado como escolta "exterior", junto con una compañía de dragones ingleses. El anillo interior lo formaban soldados bohemios de toda confianza.
Por la noche se celebraba una cena en honor de Wallenstein, y los soldados compartieron parte del vino que les mandaron de las cocinas. Diego intentó que sus hombres no bebieran, pero con los ingleses como curdas dando gritos y vomitando por las calles, le fue difícil lograrlo.
Se acordaba de cierto capítulo de "Juego de Tronos" que había leido antes del "viaje", pero no lograba identificarlo. Una idea comenzó a llegarle al cerebro cuando se interrumpió debido al enorme contingente de criados portando enormes espetones con cerdos, terneros y demás animales ensartados, chorreando grasa y olor a partes iguales. Mucho habitante de Cheb pasaría hambre gracias al festín.
Diego contempló la sala, Wallenstein con su estado mayor, presidían la mesa. El condottiero, con el labio torcido acariciaba una copa, mientras sus generales reían con estrépito. Su algarabía contrastaba con las sonrisas forzadas del concejo que compartía mesa.
Varios soldados bohemios custodiaban las puertas, armados con alabardas.
“…Las piezas de campaña se perdieron; bandera de español ninguna…” Duque de Alba tras la batalla de Heiligerlee.
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Un soldado de cuatro siglos
Madrid, 1633
—Don Pedro, bienvenido de nuevo a la corte. —Dijo el conde-duque de Olivares quien, recuperado de sus heridas, había recuperado el cargo de válido tras el reciente fallecimiento por causas naturales de Miguel Santos de San Pedro, quien le sustituyera de forma temporal tras el atentado que casi acabara con su vida. —Espero que vuestro viaje haya sido provechoso, las noticias de la victoria en Trípoli alegraron sobremanera a Su Majestad.
—Muchas gracias excelencia. —Respondió Pedro aceptando la felicitación.
—Es una felicitación merecida, Don Pedro, pero sentaos, sentaos y contadme como fue la victoria en tierra de los infieles. —Dijo el válido.
—Como vuestra excelencia sabe bien embarcamos en la Flota Real Valenciana en 7 de marzo, dirigiéndonos a Trípoli recorriendo la costa norteafricana, donde pudimos acabar con varias embarcaciones de pesca. Durante ese recorrido pudimos comprobar el duro castigo infligido unos años atrás a sus puertos. Argel aún permanece con sus murallas derruidas y no hay rastros de que estén reconstruyendo su puerto. Túnez sigue arrasado, y aunque están trabajando en La Goleta, pudimos comprobar que toda la zona muestra signos de la destrucción que causamos un lustro atrás.
El 3 de abril por fin llegamos frente a Trípoli. El puerto está a caballo de una pequeña elevación, lo que nos obligó a desembarcar para poner asedio a la ciudadela. El desembarco se llevó a cabo el día siguiente, por supuesto cada soldado llevaba consigo una dotación de veinte cartuchos y su equipo de combate, agua incluida, por lo que no nos ocurrió como en anteriores expediciones en las que la sed acabo con los nuestros.
Una vez en tierra la mitad de nuestros hombres desplegaron para proteger la zona de desembarco mientras el resto echaron mano de sus herramientas y empezaron a cavar unas fortificaciones de campaña.
—Como las que hacían los legionarios romanos…—Intervino el válido.
—Exacto, excelencia, unas fortificaciones muy similares a las de los legionarios. —Refrendo Pedro. —Como decía a su excelencia, cavamos fortificaciones y montamos un campamento en la seguridad que nos proporcionaban aquellos muros. Esa misma noche la marina empezó a desembarcar agua y alimentos para los hombres mejorando nuestras condiciones. Por fin al día siguiente se desembarcó la artillería y las municiones así como más toneles de agua.
Entonces unas inoportunas lluvias nos retrasaron unos días, aunque el regimiento de carabineros que ya había desembarcado sus caballos aprovecho para recorrer la zona, quemando varias villas y aldeas y liberando un centenar de esclavos cristianos que, agradecidos, oraron por la benevolencia de Su Majestad a quien ensalzaron como guiado por la mano de Nuestro Señor y adalid de la fe cristiana.
Por fin el día nueve pudimos acercar nuestros cañones a las murallas de la ciudad a las que castigaron con fuerza. Aquellos muros medievales no pudieron resistir los disparos de la artillería de su majestad, y se derrumbaron por varios lugares tras tres días de combates. Por fin llegó la hora del asalto, así que los batallones valencianos se desplegaron frente a las brechas, dispuestos para el asalto. Pero yo sabía que los sarracenos se habrían preparado para defender esas brechas, así que la noche anterior había enviado a los tercios de la guardia al otro lado de la ciudad, donde se ocultaron a la espera de la señal de ataque.
Al amanecer del día doce los batallones valencianos emprendieron el asalto protegidos por los disparos de nuestra artillería, atrayendo sobre si la atención de los sarracenos que se agolparon en aquella zona de la muralla. Esa fue la señal para los tercios de la guardia que salieron de la quebrada en la que se habían ocultado para asaltar, escalas en mano, aquellos muros por el oeste.
El primero en coronar la muralla fue el soldado José Martín, del tercio de guardias del Maestre Idiáquez, quien acabo con dos enemigos facilitando el asalto al resto de sus compañeros. Cuando los sarracenos supieron que habían sido engañados, sus fuerzas flaquearon y emprendieron la huida facilitando el asalto de los batallones valencianos desde oriente.
Ya dentro de la ciudad la disciplina de nuestras fuerzas, tanto las valencianas como de la Guardia fueron decisivas. El tercio de la guardia italiana, al mando del Maestre Torralbo asalto el palacio del Bey, acabando con él y con su guardia personal, lo que facilito la rendición de la ciudad que tuvo lugar poco después.
La victoria nos permitió liberar dos mil quinientos cristianos, y tras saquear la ciudad y destruir sus murallas, le prendimos fuego y embarcamos para emprender el camino de regreso…
— ¡Magnifico! ¡Magnifico! Una victoria magnifica, debéis contársela a su Majestad, con pelos y señales…ese nuevo ejército que habéis creado vos y Espínola es magnífico...y la armada, por supuesto. Tan solo espero que la Real Armada como la llamáis, resulte tan eficaz como lo ha resultado la Valenciana.
—Gracias, excelencia, y no llevéis cuidado, la Real Armada será aún más eficaz que la valenciana. Sus buques…los navíos de línea que están construyéndose para ella no tienen parangón en la mar océano.
—Eso espero, Don Pedro, eso espero, que buenos doblones nos está costando. En fin, pasemos a asuntos menos agradables. El Papa ha enviado emisarios de la inquisición para acusar a uno de vuestros protegidos, a Galileo Galilei por sus teorías copernicanas. Lo alarmante es sin embargo que uno de ellos fue asesinado unos días atrás en Valencia junto a toda su escolta.
—Me alarma escuchar tal noticia, excelencia, espero que se haya atrapado a los asesinos.
—Por desgracia no ha habido suerte, según me cuentan los bandoleros son muchos cerca de Valencia y los cadáveres aparecieron desvalijados.
—Eso es cierto, excelencia, los bandoleros son muchos, y forman dos grupos bastante diferenciados, aun peor, están relacionados con ciertas casas de la nobleza o grupos de presión según creo.
—Eso he oído, en fin, no podemos hacer nada por evitarlo. De todas formas decidme que opinión tenéis sobre Galileo.
—Excelencia, Galileo es uno de los hombres más grandes e inteligentes que conozco. ¡Debemos protegerlo! Solo así podremos aprovechar su sapiencia y mantener a la ciencia española y con ello a la propia España, en cabeza de la ciencia mundial. Permitidme deciros que la actitud de la Iglesia sobre la ciencia actual, es la misma que hizo que el concilio de Letran excomulgase la ballesta. No podemos oponernos al Santo Padre, pero deberíamos esforzarnos porque cambiase su opinión.
—Pero Galileo no ha inventado ningún arma, sí, se lo que vuesa merced va a decirme, que sus invenciones son tan importantes para nosotros como las armas…sin embargo el Papa exige que sea juzgado…
—Don Pedro, bienvenido de nuevo a la corte. —Dijo el conde-duque de Olivares quien, recuperado de sus heridas, había recuperado el cargo de válido tras el reciente fallecimiento por causas naturales de Miguel Santos de San Pedro, quien le sustituyera de forma temporal tras el atentado que casi acabara con su vida. —Espero que vuestro viaje haya sido provechoso, las noticias de la victoria en Trípoli alegraron sobremanera a Su Majestad.
—Muchas gracias excelencia. —Respondió Pedro aceptando la felicitación.
—Es una felicitación merecida, Don Pedro, pero sentaos, sentaos y contadme como fue la victoria en tierra de los infieles. —Dijo el válido.
—Como vuestra excelencia sabe bien embarcamos en la Flota Real Valenciana en 7 de marzo, dirigiéndonos a Trípoli recorriendo la costa norteafricana, donde pudimos acabar con varias embarcaciones de pesca. Durante ese recorrido pudimos comprobar el duro castigo infligido unos años atrás a sus puertos. Argel aún permanece con sus murallas derruidas y no hay rastros de que estén reconstruyendo su puerto. Túnez sigue arrasado, y aunque están trabajando en La Goleta, pudimos comprobar que toda la zona muestra signos de la destrucción que causamos un lustro atrás.
El 3 de abril por fin llegamos frente a Trípoli. El puerto está a caballo de una pequeña elevación, lo que nos obligó a desembarcar para poner asedio a la ciudadela. El desembarco se llevó a cabo el día siguiente, por supuesto cada soldado llevaba consigo una dotación de veinte cartuchos y su equipo de combate, agua incluida, por lo que no nos ocurrió como en anteriores expediciones en las que la sed acabo con los nuestros.
Una vez en tierra la mitad de nuestros hombres desplegaron para proteger la zona de desembarco mientras el resto echaron mano de sus herramientas y empezaron a cavar unas fortificaciones de campaña.
—Como las que hacían los legionarios romanos…—Intervino el válido.
—Exacto, excelencia, unas fortificaciones muy similares a las de los legionarios. —Refrendo Pedro. —Como decía a su excelencia, cavamos fortificaciones y montamos un campamento en la seguridad que nos proporcionaban aquellos muros. Esa misma noche la marina empezó a desembarcar agua y alimentos para los hombres mejorando nuestras condiciones. Por fin al día siguiente se desembarcó la artillería y las municiones así como más toneles de agua.
Entonces unas inoportunas lluvias nos retrasaron unos días, aunque el regimiento de carabineros que ya había desembarcado sus caballos aprovecho para recorrer la zona, quemando varias villas y aldeas y liberando un centenar de esclavos cristianos que, agradecidos, oraron por la benevolencia de Su Majestad a quien ensalzaron como guiado por la mano de Nuestro Señor y adalid de la fe cristiana.
Por fin el día nueve pudimos acercar nuestros cañones a las murallas de la ciudad a las que castigaron con fuerza. Aquellos muros medievales no pudieron resistir los disparos de la artillería de su majestad, y se derrumbaron por varios lugares tras tres días de combates. Por fin llegó la hora del asalto, así que los batallones valencianos se desplegaron frente a las brechas, dispuestos para el asalto. Pero yo sabía que los sarracenos se habrían preparado para defender esas brechas, así que la noche anterior había enviado a los tercios de la guardia al otro lado de la ciudad, donde se ocultaron a la espera de la señal de ataque.
Al amanecer del día doce los batallones valencianos emprendieron el asalto protegidos por los disparos de nuestra artillería, atrayendo sobre si la atención de los sarracenos que se agolparon en aquella zona de la muralla. Esa fue la señal para los tercios de la guardia que salieron de la quebrada en la que se habían ocultado para asaltar, escalas en mano, aquellos muros por el oeste.
El primero en coronar la muralla fue el soldado José Martín, del tercio de guardias del Maestre Idiáquez, quien acabo con dos enemigos facilitando el asalto al resto de sus compañeros. Cuando los sarracenos supieron que habían sido engañados, sus fuerzas flaquearon y emprendieron la huida facilitando el asalto de los batallones valencianos desde oriente.
Ya dentro de la ciudad la disciplina de nuestras fuerzas, tanto las valencianas como de la Guardia fueron decisivas. El tercio de la guardia italiana, al mando del Maestre Torralbo asalto el palacio del Bey, acabando con él y con su guardia personal, lo que facilito la rendición de la ciudad que tuvo lugar poco después.
La victoria nos permitió liberar dos mil quinientos cristianos, y tras saquear la ciudad y destruir sus murallas, le prendimos fuego y embarcamos para emprender el camino de regreso…
— ¡Magnifico! ¡Magnifico! Una victoria magnifica, debéis contársela a su Majestad, con pelos y señales…ese nuevo ejército que habéis creado vos y Espínola es magnífico...y la armada, por supuesto. Tan solo espero que la Real Armada como la llamáis, resulte tan eficaz como lo ha resultado la Valenciana.
—Gracias, excelencia, y no llevéis cuidado, la Real Armada será aún más eficaz que la valenciana. Sus buques…los navíos de línea que están construyéndose para ella no tienen parangón en la mar océano.
—Eso espero, Don Pedro, eso espero, que buenos doblones nos está costando. En fin, pasemos a asuntos menos agradables. El Papa ha enviado emisarios de la inquisición para acusar a uno de vuestros protegidos, a Galileo Galilei por sus teorías copernicanas. Lo alarmante es sin embargo que uno de ellos fue asesinado unos días atrás en Valencia junto a toda su escolta.
—Me alarma escuchar tal noticia, excelencia, espero que se haya atrapado a los asesinos.
—Por desgracia no ha habido suerte, según me cuentan los bandoleros son muchos cerca de Valencia y los cadáveres aparecieron desvalijados.
—Eso es cierto, excelencia, los bandoleros son muchos, y forman dos grupos bastante diferenciados, aun peor, están relacionados con ciertas casas de la nobleza o grupos de presión según creo.
—Eso he oído, en fin, no podemos hacer nada por evitarlo. De todas formas decidme que opinión tenéis sobre Galileo.
—Excelencia, Galileo es uno de los hombres más grandes e inteligentes que conozco. ¡Debemos protegerlo! Solo así podremos aprovechar su sapiencia y mantener a la ciencia española y con ello a la propia España, en cabeza de la ciencia mundial. Permitidme deciros que la actitud de la Iglesia sobre la ciencia actual, es la misma que hizo que el concilio de Letran excomulgase la ballesta. No podemos oponernos al Santo Padre, pero deberíamos esforzarnos porque cambiase su opinión.
—Pero Galileo no ha inventado ningún arma, sí, se lo que vuesa merced va a decirme, que sus invenciones son tan importantes para nosotros como las armas…sin embargo el Papa exige que sea juzgado…
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
- reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos
Los meses pasaron, las noticias de Barbastro eran buenas, la tapia perimetral ya estaba terminada y la casa estaba bastante avanzada. Los almácigos de las adormideras seguían creciendo y dentro de poco debería ir para supervisar su trasplante. En Madrid, seguían llegando los encargos para más Manos de Santa Bárbara, y mis ingresos eran lo suficientemente holgados como para poder adquirir una casa a pocas puertas de la de los Martínez de Luna.
La remodelación de mi casa comenzó de inmediato. La amplia entrada y aposentos antes del patio se convirtieron en mi consulta, y del patio para atrás, las áreas sociales y la cocina. Me reservaba todo el segundo piso alrededor del patio para vivir. Al fondo del solar había un terrenito que se podía habilitar como huerta y segundo patio, el patio tenia además un pozo de agua al que sabría dar buena utilidad.
Cuando Álvaro vio como estaban progresando las paredes de la consulta exclamo:
“Pero Francisco, vos estáis haciendo una iglesia o mejor dicho, una cripta! En que Demonio habéis estado pensando a la hora de forrar las paredes en mármol!”
“No en Demonios, Álvaro, sino en los Santos Cosme y Damián! Recordad lo que os dije, que donde había limpieza, había menos podredumbre. Pues eso, no deseo que mis dolientes tengan flemones después, por eso la limpieza ha de ser…”
“…De recibo, Conozco vuestro estribillo, Francisco!”.
Así pues, además de paredes y piso de mármol, pude hacer que una canaleta techada en piedra, con una pendiente generosa recorriese toda la casa, desde el fondo de la cocina, y pasando por el consultorio, salía hasta la calle hasta desembocar en el canal abierto en medio de la calzada. Era el alcantarillado incipiente de la casa.
Cuando empecé a atender, mi consulta estaba llena, por suerte, se hablaba bien de mi desde el Buen Suceso, hospital al que no deje de ir todos los jueves. Sí, es cierto, fundamentalmente hacia odontología mutiladora, (Solo Dios sabe cuánto me desagradaba haberme convertido en sacamuelas de oficio!), pero también hacia reducción de fracturas y cada vez con mayor frecuencia, remoción de caries y obturaciones de amalgama. He de confesar que el arco de joyero era difícil de manejar, lento y engorroso, por lo que tuve que tener un aprendiz, Martin, joven vivaz que ya sabía leer y escribir y que tenía una curiosidad inacabable.
Mi vida parecía bastante completa, el servicio de la casa estaba a cargo de Josefa, una de mis primeras pacientes de la ahora lejana sesión de extracciones de la venta de Ávila, que ejercía cabalmente de ama de llaves. A su cargo tenia a Leonor la cocinera, a Encarnación, jovencita que repartía su tiempo entre ayudar en la limpieza, ser pinche de cocina y servirme la comida, y a Isidro, mozalbete grande, fuerte y medio tontorrón aunque más bueno que un pan, que era el mozo de cuerda de la casa. A todos los había uniformado de negro, con mandiles blancos para las mujeres. Había una exigencia para todos, lavarse las manos apenas llegar a casa, antes de manipular los alimentos y sobre todo, antes de comer… Y la segunda que venía en camino era bañarse por lo menos una vez a la semana y lavarse los dientes todos los días. En el horizonte veía ensenar leer y escribir a todos en casa. No había comida de amos y criados, todos, desde el Cirujano y su ayudante, hasta el mozo de cuerda comíamos lo mismo y yo supervisaba personalmente que la dieta fuese balanceada. No abundaba la carne, y huevos cada dos días, pero todos los días teníamos hortalizas, legumbres, lácteos y mucha fruta, todo esto acompañado de agua con vino o vinagre en invierno, o agua de cebada en verano.
Sin embargo, en estos meses, una idea me rondaba la cabeza: Pedro Llopis. No solo había inventado un barómetro, también sabía que era amigo del Maestro relojero Ignacio (otro tipo enigmático), ahora ido a orillas del Cantábrico. Fabricante de las mejores cocinas del Reino (de hecho, había comprado una para la casa) y navegante que había abierto una nueva ruta comercial, y por lo que se oía (y cuando el rio suena es porque piedras trae), poseedor de ideas sumamente modernas para la época. Era un genio polifacético del Siglo de Oro, o era como yo, otro accidente de un tiempo sin sentido del tiempo? Debería darme el tiempo y la maña para conocer a este personaje.
Cuando las obras en Barbastro estuvieron listas, tuve que estar casi un mes en Aragón. De mi propio peculio adquirí una amplia casa cerca de la Ermita de San Juan, pues consideraba que las hermanas jerónimas deberían tener una casa en el pueblo para pasar los meses de invierno. En Güell, las cosas estaban bien, la casa, los almacenes, el refectorio y capilla, modesto aunque funcional, y la tapia protegiendo todo de ojos indiscretos. Estábamos en otoño y trasplantamos los almácigos de adormidera, uno cada dos pasos, con suerte sobrevivirían al invierno y para mediados de la primavera las cabezas estarían listas para ser rajadas. Llegaron las cinco religiosas jerónimas, las hermanas Sor Teresa, Sor Juana, Sor Brígida, Sor Catalina y la mayor y de más influencia, la severa Sor Beatriz, ninguna superaba los 35 años, ninguna era de una familia particularmente rica o notable (una exigencia que había impuesto), y todas sabían que con sus oraciones y trabajo disminuiría el sufrimiento de los hombres que luchaban por el reino y por la fe. Hicimos el viaje a lomo de mula hasta Güell en tres días, a través de un camino estrecho y aislado, otra ventaja más para mantenernos lejos de los ojos indiscretos, y una vez instaladas las instruí cuidadosamente en su labor como cuidadores del primer cultivo farmacológico de las Españas.
Antes de mi regreso a Madrid, le eche una mirada a la comarca, y pensando en un futuro apunte en mi memoria el nombre del pueblo de Estada: un azud convenientemente instalado a la salida de congosto de Olvena, con una acequia de conducción de pocos kilómetros me daría el agua suficiente como para poner una serie de ingenios hidráulicos. Más complicado seria hacerlo en el mismo Barbastro, pues los Claramunt, los dueños de esas tierras, eran tan o más poderosos que el mismo Gonzalo Martínez de Luna, pero si accedían podría utilizar las aguas del azud de Pozan de Vero, que estaban por encima de las tomas de las acequias de riego, y tendría agua asegurada todo el año.
Ya en la capital, un jueves en el Buen Suceso, tuve que atender a adulto mayor, de aspecto descuidado, con un edema facial enorme, fiebre y se retorcía de dolor. Antes de examinarle la boca pude ver su abdomen distendido y multitud de arañas vasculares y lunares rojos en la piel, además había un notorio crecimiento de la parótida derecha. Cuando le abrí la boca, el tufo vinoso y el descuido de la boca eran evidentes: Estaba ante un alcohólico crónico en crisis. La caries del molar superior evidentemente había llegado a la pulpa, dañándola irreversiblemente, era obligatoria su extracción. Pero la anestesia con éter en un paciente tan comprometido era difícil, para empezar, era una paciente geriátrico (lo era? Parecía un anciano, pero cuantos años tendría en realidad?), la hemorragia seria copiosa; el metabolismo del éter, difícil; y una infección ya instalada podría convertirse en septicemia con asombrosa rapidez. No en vano, hasta bien entrado el siglo XVIII el 25% de las muertes era por infecciones odontogénicas.
Había venido solo, y nadie pudo darme más información. Llame a Martin, quien se había convertido en mi sombra y le ordene preparar el instrumental. Cuando aplique la mascarilla anestésico y comencé a contar, el efecto de éter demoraba… cincuenta… cien … ciento cincuenta … doscientos! Al llegar a doscientos hasta un caballo estaba roncando. Pero este no, este hombre comenzó a convulsionar. De inmediato le retire la mascarilla y vi para mi horror, que se llevaba las manos al pecho con un rictus de dolor, el rostro adquiría una palidez de muerto y la frente se le perlaba de gotas de sudor frio. Mierda! Un infarto! De inmediato empezamos a abanicar al paciente esperando que respirase mejor, nada!, el pulso se le debilitaba y la respiración se enlentecía, el tipo se me estaba yendo. Mande a Martin a por Don Anselmo, que llego apenas a darle la extremaunción al paciente.
“Ha muerto?” pregunto Martin.
“Si, ha muerto”. Respondí parcamente . “Tendremos que avisar a su familia, Don Anselmo, sabéis quién es?”.
“Si, Francisco. Este borrachín de mal aspecto era el primo del difunto Inquisidor General, Fray Luis de Aliaga. Os has librado de una buena. De estar vivo el dominico, las veríais negras”.
Pero ya las estaba viendo negras, era el primer paciente que se me moría. Después de todo, no es normal que un paciente se le muera a un dentista. Termine la consulta y regrese a casa. Fui a mi habitación y ordene que no se me molestase. Tenía que ordenar mis pensamientos: Tenia años anestesiando con éter, y tarde o temprano, habría de pasar lo que paso. Y si no había habido explosiones o incendios, era por el volumen pequeño de mis reservas de éter, no porque haya dejado de ser tan peligroso e inflamable como siempre había sido. Era imperativo tener morfina, o al menos, opio. Y más adelante, cocaína y cloroformo. Un muerto era ya una carga pesada.
La remodelación de mi casa comenzó de inmediato. La amplia entrada y aposentos antes del patio se convirtieron en mi consulta, y del patio para atrás, las áreas sociales y la cocina. Me reservaba todo el segundo piso alrededor del patio para vivir. Al fondo del solar había un terrenito que se podía habilitar como huerta y segundo patio, el patio tenia además un pozo de agua al que sabría dar buena utilidad.
Cuando Álvaro vio como estaban progresando las paredes de la consulta exclamo:
“Pero Francisco, vos estáis haciendo una iglesia o mejor dicho, una cripta! En que Demonio habéis estado pensando a la hora de forrar las paredes en mármol!”
“No en Demonios, Álvaro, sino en los Santos Cosme y Damián! Recordad lo que os dije, que donde había limpieza, había menos podredumbre. Pues eso, no deseo que mis dolientes tengan flemones después, por eso la limpieza ha de ser…”
“…De recibo, Conozco vuestro estribillo, Francisco!”.
Así pues, además de paredes y piso de mármol, pude hacer que una canaleta techada en piedra, con una pendiente generosa recorriese toda la casa, desde el fondo de la cocina, y pasando por el consultorio, salía hasta la calle hasta desembocar en el canal abierto en medio de la calzada. Era el alcantarillado incipiente de la casa.
Cuando empecé a atender, mi consulta estaba llena, por suerte, se hablaba bien de mi desde el Buen Suceso, hospital al que no deje de ir todos los jueves. Sí, es cierto, fundamentalmente hacia odontología mutiladora, (Solo Dios sabe cuánto me desagradaba haberme convertido en sacamuelas de oficio!), pero también hacia reducción de fracturas y cada vez con mayor frecuencia, remoción de caries y obturaciones de amalgama. He de confesar que el arco de joyero era difícil de manejar, lento y engorroso, por lo que tuve que tener un aprendiz, Martin, joven vivaz que ya sabía leer y escribir y que tenía una curiosidad inacabable.
Mi vida parecía bastante completa, el servicio de la casa estaba a cargo de Josefa, una de mis primeras pacientes de la ahora lejana sesión de extracciones de la venta de Ávila, que ejercía cabalmente de ama de llaves. A su cargo tenia a Leonor la cocinera, a Encarnación, jovencita que repartía su tiempo entre ayudar en la limpieza, ser pinche de cocina y servirme la comida, y a Isidro, mozalbete grande, fuerte y medio tontorrón aunque más bueno que un pan, que era el mozo de cuerda de la casa. A todos los había uniformado de negro, con mandiles blancos para las mujeres. Había una exigencia para todos, lavarse las manos apenas llegar a casa, antes de manipular los alimentos y sobre todo, antes de comer… Y la segunda que venía en camino era bañarse por lo menos una vez a la semana y lavarse los dientes todos los días. En el horizonte veía ensenar leer y escribir a todos en casa. No había comida de amos y criados, todos, desde el Cirujano y su ayudante, hasta el mozo de cuerda comíamos lo mismo y yo supervisaba personalmente que la dieta fuese balanceada. No abundaba la carne, y huevos cada dos días, pero todos los días teníamos hortalizas, legumbres, lácteos y mucha fruta, todo esto acompañado de agua con vino o vinagre en invierno, o agua de cebada en verano.
Sin embargo, en estos meses, una idea me rondaba la cabeza: Pedro Llopis. No solo había inventado un barómetro, también sabía que era amigo del Maestro relojero Ignacio (otro tipo enigmático), ahora ido a orillas del Cantábrico. Fabricante de las mejores cocinas del Reino (de hecho, había comprado una para la casa) y navegante que había abierto una nueva ruta comercial, y por lo que se oía (y cuando el rio suena es porque piedras trae), poseedor de ideas sumamente modernas para la época. Era un genio polifacético del Siglo de Oro, o era como yo, otro accidente de un tiempo sin sentido del tiempo? Debería darme el tiempo y la maña para conocer a este personaje.
Cuando las obras en Barbastro estuvieron listas, tuve que estar casi un mes en Aragón. De mi propio peculio adquirí una amplia casa cerca de la Ermita de San Juan, pues consideraba que las hermanas jerónimas deberían tener una casa en el pueblo para pasar los meses de invierno. En Güell, las cosas estaban bien, la casa, los almacenes, el refectorio y capilla, modesto aunque funcional, y la tapia protegiendo todo de ojos indiscretos. Estábamos en otoño y trasplantamos los almácigos de adormidera, uno cada dos pasos, con suerte sobrevivirían al invierno y para mediados de la primavera las cabezas estarían listas para ser rajadas. Llegaron las cinco religiosas jerónimas, las hermanas Sor Teresa, Sor Juana, Sor Brígida, Sor Catalina y la mayor y de más influencia, la severa Sor Beatriz, ninguna superaba los 35 años, ninguna era de una familia particularmente rica o notable (una exigencia que había impuesto), y todas sabían que con sus oraciones y trabajo disminuiría el sufrimiento de los hombres que luchaban por el reino y por la fe. Hicimos el viaje a lomo de mula hasta Güell en tres días, a través de un camino estrecho y aislado, otra ventaja más para mantenernos lejos de los ojos indiscretos, y una vez instaladas las instruí cuidadosamente en su labor como cuidadores del primer cultivo farmacológico de las Españas.
Antes de mi regreso a Madrid, le eche una mirada a la comarca, y pensando en un futuro apunte en mi memoria el nombre del pueblo de Estada: un azud convenientemente instalado a la salida de congosto de Olvena, con una acequia de conducción de pocos kilómetros me daría el agua suficiente como para poner una serie de ingenios hidráulicos. Más complicado seria hacerlo en el mismo Barbastro, pues los Claramunt, los dueños de esas tierras, eran tan o más poderosos que el mismo Gonzalo Martínez de Luna, pero si accedían podría utilizar las aguas del azud de Pozan de Vero, que estaban por encima de las tomas de las acequias de riego, y tendría agua asegurada todo el año.
Ya en la capital, un jueves en el Buen Suceso, tuve que atender a adulto mayor, de aspecto descuidado, con un edema facial enorme, fiebre y se retorcía de dolor. Antes de examinarle la boca pude ver su abdomen distendido y multitud de arañas vasculares y lunares rojos en la piel, además había un notorio crecimiento de la parótida derecha. Cuando le abrí la boca, el tufo vinoso y el descuido de la boca eran evidentes: Estaba ante un alcohólico crónico en crisis. La caries del molar superior evidentemente había llegado a la pulpa, dañándola irreversiblemente, era obligatoria su extracción. Pero la anestesia con éter en un paciente tan comprometido era difícil, para empezar, era una paciente geriátrico (lo era? Parecía un anciano, pero cuantos años tendría en realidad?), la hemorragia seria copiosa; el metabolismo del éter, difícil; y una infección ya instalada podría convertirse en septicemia con asombrosa rapidez. No en vano, hasta bien entrado el siglo XVIII el 25% de las muertes era por infecciones odontogénicas.
Había venido solo, y nadie pudo darme más información. Llame a Martin, quien se había convertido en mi sombra y le ordene preparar el instrumental. Cuando aplique la mascarilla anestésico y comencé a contar, el efecto de éter demoraba… cincuenta… cien … ciento cincuenta … doscientos! Al llegar a doscientos hasta un caballo estaba roncando. Pero este no, este hombre comenzó a convulsionar. De inmediato le retire la mascarilla y vi para mi horror, que se llevaba las manos al pecho con un rictus de dolor, el rostro adquiría una palidez de muerto y la frente se le perlaba de gotas de sudor frio. Mierda! Un infarto! De inmediato empezamos a abanicar al paciente esperando que respirase mejor, nada!, el pulso se le debilitaba y la respiración se enlentecía, el tipo se me estaba yendo. Mande a Martin a por Don Anselmo, que llego apenas a darle la extremaunción al paciente.
“Ha muerto?” pregunto Martin.
“Si, ha muerto”. Respondí parcamente . “Tendremos que avisar a su familia, Don Anselmo, sabéis quién es?”.
“Si, Francisco. Este borrachín de mal aspecto era el primo del difunto Inquisidor General, Fray Luis de Aliaga. Os has librado de una buena. De estar vivo el dominico, las veríais negras”.
Pero ya las estaba viendo negras, era el primer paciente que se me moría. Después de todo, no es normal que un paciente se le muera a un dentista. Termine la consulta y regrese a casa. Fui a mi habitación y ordene que no se me molestase. Tenía que ordenar mis pensamientos: Tenia años anestesiando con éter, y tarde o temprano, habría de pasar lo que paso. Y si no había habido explosiones o incendios, era por el volumen pequeño de mis reservas de éter, no porque haya dejado de ser tan peligroso e inflamable como siempre había sido. Era imperativo tener morfina, o al menos, opio. Y más adelante, cocaína y cloroformo. Un muerto era ya una carga pesada.
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Un soldado de cuatro siglos
Peón caminero
El peón fue en España el encargado de cuidar a pie de camino, del estado de la carretera en cada legua, unidad de distancia equivalente a unos cinco kilómetros y medio. La figura del peón caminero fue creada por Felipe IV, cuando al calor del aumento y mejora de los caminos del estado a causa de la pujanza comercial, se hizo necesario mejorar su conservación. Felipe IV aprobó su reglamento en 1634, pero los peones debían ser mantenidos por las instituciones locales, lo que retraso su implantación. Los primeros peones camineros aparecieron alrededor de Valencia en 1634, y para final de 1645 su presencia se había extendido al resto de la península, pasando al resto de territorios hispanos en las décadas siguientes.
Para la conservación continua e inmediata de los caminos, se hallaban establecidos en ellos a intervalos de una legua, unos peones con el título de camineros y uso de bandolera, que estaban encargados de practicar en la legua bajo su responsabilidad las recomposiciones necesarias. Gozaban de una dotación de cinco reales diarios, además de la casa que tenían asignada, que en los caminos nuevos estaba situada en la mitad de la legua que les era asignada. Las obligaciones de los expresados peones camineros de bandolera estaban consignadas en los títulos que se les expedían.
Funciones
Según la instrucción oficial para la conservación de los trozos de camino que se han hecho de firme, como para la composición de los malos pasos, que por considerarse buenos no se había hecho en ellos obra alguna en la parte que queda referida, tenía las siguientes funciones.
Según la instrucción oficial para la conservación de los trozos de camino que se han hecho de firme, como para la composición de los malos pasos, que por considerarse por buenos no se había hecho en ellos obra alguna en la parte que queda referida, tenía las siguientes funciones...
El peón fue en España el encargado de cuidar a pie de camino, del estado de la carretera en cada legua, unidad de distancia equivalente a unos cinco kilómetros y medio. La figura del peón caminero fue creada por Felipe IV, cuando al calor del aumento y mejora de los caminos del estado a causa de la pujanza comercial, se hizo necesario mejorar su conservación. Felipe IV aprobó su reglamento en 1634, pero los peones debían ser mantenidos por las instituciones locales, lo que retraso su implantación. Los primeros peones camineros aparecieron alrededor de Valencia en 1634, y para final de 1645 su presencia se había extendido al resto de la península, pasando al resto de territorios hispanos en las décadas siguientes.
Para la conservación continua e inmediata de los caminos, se hallaban establecidos en ellos a intervalos de una legua, unos peones con el título de camineros y uso de bandolera, que estaban encargados de practicar en la legua bajo su responsabilidad las recomposiciones necesarias. Gozaban de una dotación de cinco reales diarios, además de la casa que tenían asignada, que en los caminos nuevos estaba situada en la mitad de la legua que les era asignada. Las obligaciones de los expresados peones camineros de bandolera estaban consignadas en los títulos que se les expedían.
Funciones
Según la instrucción oficial para la conservación de los trozos de camino que se han hecho de firme, como para la composición de los malos pasos, que por considerarse buenos no se había hecho en ellos obra alguna en la parte que queda referida, tenía las siguientes funciones.
Según la instrucción oficial para la conservación de los trozos de camino que se han hecho de firme, como para la composición de los malos pasos, que por considerarse por buenos no se había hecho en ellos obra alguna en la parte que queda referida, tenía las siguientes funciones...
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Villanueva del Río
Villanueva del Río es una ciudad fundada en abril de 1634, situada en América del Norte. Sus coordenadas son 43°54´59” N, 69°49´21”O.
Historia
La ciudad de Villanueva del Río fue fundada en 1634 como parte del plan “Escudo”, el primer plan de colonización estratégica, organizado por la corona española en el Nuevo Mundo. Este plan tenía el fin de asegurar la protección las rutas marítimas españolas impidiendo que otras naciones creasen colonias y privar con ello de puertos a sus enemigos, asegurando así sus rutas oceánicas.
En marzo de 1634 partieron de España dos flotas que se dirigieron a la costa americana con la misión de establecer sendos presidios, y una tercera flota compuestas de dos galeones que se dirigieron al presidio de Naiad, establecido el año anterior al que llevaron suministros y en el que cargaron pieles y algunos productos para vender en España.
Una de las flotas se dirigió al norte, comandada por el Almirante Oquendo, quien tras adentrarse en el río que los nativos llamaban Kennebec. Tras remontarlo unas leguas la flota echo el ancla, descendiendo los nuevos moradores del presidio y parte de la tripulación de los navíos, que así pudieron sumarse a las labores de construcción del presidio conforme al modelo ensayado el año anterior en Naiad. Esto permitió una rápida construcción de las defensas y de las viviendas, así como el despejar amplios terrenos alrededor del presidio que debían servir para establecer los primeros cultivos que llegaron en forma de patatas ese mismo año.
Durante los años siguientes este presidio continuaría creciendo, convirtiéndose en una pieza fundamental de la estrategia española, que desplegó en él un bergantín con el que patrullo aquellas aguas impidiendo los asentamientos de ingleses y holandeses. Con los años la abundancia de madera, y hierro de la región permitió el establecimiento de una industria maderera y posteriormente naval en la ciudad, cuyos astilleros ganaron renombre construyendo mercantes y pesqueros muy apreciados en toda la región, incluso en lugares tan alejados como Venezuela.
Villanueva del Río es una ciudad fundada en abril de 1634, situada en América del Norte. Sus coordenadas son 43°54´59” N, 69°49´21”O.
Historia
La ciudad de Villanueva del Río fue fundada en 1634 como parte del plan “Escudo”, el primer plan de colonización estratégica, organizado por la corona española en el Nuevo Mundo. Este plan tenía el fin de asegurar la protección las rutas marítimas españolas impidiendo que otras naciones creasen colonias y privar con ello de puertos a sus enemigos, asegurando así sus rutas oceánicas.
En marzo de 1634 partieron de España dos flotas que se dirigieron a la costa americana con la misión de establecer sendos presidios, y una tercera flota compuestas de dos galeones que se dirigieron al presidio de Naiad, establecido el año anterior al que llevaron suministros y en el que cargaron pieles y algunos productos para vender en España.
Una de las flotas se dirigió al norte, comandada por el Almirante Oquendo, quien tras adentrarse en el río que los nativos llamaban Kennebec. Tras remontarlo unas leguas la flota echo el ancla, descendiendo los nuevos moradores del presidio y parte de la tripulación de los navíos, que así pudieron sumarse a las labores de construcción del presidio conforme al modelo ensayado el año anterior en Naiad. Esto permitió una rápida construcción de las defensas y de las viviendas, así como el despejar amplios terrenos alrededor del presidio que debían servir para establecer los primeros cultivos que llegaron en forma de patatas ese mismo año.
Durante los años siguientes este presidio continuaría creciendo, convirtiéndose en una pieza fundamental de la estrategia española, que desplegó en él un bergantín con el que patrullo aquellas aguas impidiendo los asentamientos de ingleses y holandeses. Con los años la abundancia de madera, y hierro de la región permitió el establecimiento de una industria maderera y posteriormente naval en la ciudad, cuyos astilleros ganaron renombre construyendo mercantes y pesqueros muy apreciados en toda la región, incluso en lugares tan alejados como Venezuela.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
- tercioidiaquez
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Un soldado de cuatro siglos
La cena transcurrió sin mas incidentes que los típicos de la profusión de vino.
Estaban ya en los postres, cuando los ayudantes de Wallenstein estaban completamente borrachos, aunque este no daba señales de nada parecido.
Diego ya había cumplido en supervisar la seguridad, aunque un ataque protestante parecía poco probable, cuando decidió salir del amplio salón.
Al abrir la puerta se encontró de bruces con el oficial de dragones inglés, Walter, que en una mezcla de su idioma y de alemán, le dijo en voz baja:
- "Es el momento".
-"¿De qué?"
-"De no hacer nada".
Diego se quedó quieto y por encima del hombro del ingles vio a varios soldados. En sus manos relucían los brillos de unas pistolas de rueda, armas caras, pero fiables. Otros portaban medias picas, aptas para las dimensiones de una habitación.
Diego se apartó y los dejó pasar, todavía confuso, recordó al hombre del anillo y su compañero, ¿Qué podía hacer? Como mucho unir su suerte a la de Wallenstein y por lo que recordaba de su anterior vida, iba a morir asesinado por sus hombres antes o después.
Los disparos se dirigieron a los guardas, que cayeron ante las miradas de los sentados en la mesa. Solo Wallenstein tuvo tiempo de levantarse. Instintivamente echó mano a su cadera, pero su espada se hallaba en su habitación.
Walter se dirigió a él, y por encima de la mesa, le atravesó el pecho de un disparo. Antes de que cayera al suelo, arrojó la pistola y asío una media con las dos manos, clavándole contra la silla de la que se había levantado.
EL resto de los dragones hicieron lo mismo con los borrachos generales del Condottiero, mientras los miembros del Concejo salieron despavoridos.
Todo terminó en menos de 30 segundos.
Walter se giró y guió un ojo a Diego.
Estaban ya en los postres, cuando los ayudantes de Wallenstein estaban completamente borrachos, aunque este no daba señales de nada parecido.
Diego ya había cumplido en supervisar la seguridad, aunque un ataque protestante parecía poco probable, cuando decidió salir del amplio salón.
Al abrir la puerta se encontró de bruces con el oficial de dragones inglés, Walter, que en una mezcla de su idioma y de alemán, le dijo en voz baja:
- "Es el momento".
-"¿De qué?"
-"De no hacer nada".
Diego se quedó quieto y por encima del hombro del ingles vio a varios soldados. En sus manos relucían los brillos de unas pistolas de rueda, armas caras, pero fiables. Otros portaban medias picas, aptas para las dimensiones de una habitación.
Diego se apartó y los dejó pasar, todavía confuso, recordó al hombre del anillo y su compañero, ¿Qué podía hacer? Como mucho unir su suerte a la de Wallenstein y por lo que recordaba de su anterior vida, iba a morir asesinado por sus hombres antes o después.
Los disparos se dirigieron a los guardas, que cayeron ante las miradas de los sentados en la mesa. Solo Wallenstein tuvo tiempo de levantarse. Instintivamente echó mano a su cadera, pero su espada se hallaba en su habitación.
Walter se dirigió a él, y por encima de la mesa, le atravesó el pecho de un disparo. Antes de que cayera al suelo, arrojó la pistola y asío una media con las dos manos, clavándole contra la silla de la que se había levantado.
EL resto de los dragones hicieron lo mismo con los borrachos generales del Condottiero, mientras los miembros del Concejo salieron despavoridos.
Todo terminó en menos de 30 segundos.
Walter se giró y guió un ojo a Diego.
“…Las piezas de campaña se perdieron; bandera de español ninguna…” Duque de Alba tras la batalla de Heiligerlee.
- reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos
Pasaron los días y las semanas y mi vida volvió a su rutina. Sin embargo no dejaba de pensar que se me había muerto un paciente. Y no es que no estuviese acostumbrado a lidiar con la muerte, pues es un hecho bastante frecuente en la emergencia de un hospital a la vera de una carretera de alta circulación de un país diz que emergente. Pero era la primera vez que el occiso estaba mi responsabilidad directa, y ciertamente me impresionó. Aunque para mi descargo podia pensar que el cuadro sistémico del paciente era paupérrimo, no dejaba de soslayar que la toxicidad del éter posiblemente lo hubiese matado, sobrecargando un hígado ya deteriorado. Debía apurar los fármacos y anestésicos.
Regrese a Barbastro semanas antes de la cosecha. El clima de Mayo era agradable y las amapolas blancas estaban perdiendo los pétalos. Instruí a las monjitas a que rajasen amablemente los bulbos y que los dejasen “sudar” toda la noche, al día siguiente que recogiesen todas las gotitas y las guardasen en frascos de vidrio. Las religiosas se mostraron diligentes y avanzábamos rápido, al mes teníamos más de una libra de opio en bruto, y aun habían plantas por cosechar. Intentamos hacer una segunda incisión, pero los resultados fueron pobres, pues las el preciado látex blanco fue escaso. Así pues que decidí dejarme de sutilezas e ir por el método inventado en el fragor de la Segunda Guerra Mundial: cortaríamos las plantas y las machacaríamos, para extraer toda la savia de los tallos y hojas, aprovechando la mayoría del alcaloide existente.
La habilidad de las monjas en la cocina se vio en esta larga y fatigosa operación. En un mortero machacaron pacientemente planta por planta, con lo que la cantidad de savia recogida excedía mucho al látex obtenido. Cuando a los dos meses terminamos la cosecha, había apenas tres libras de opio de los bulbos, pero cerca de 4 azumbres de savia. En todo ese tiempo habia estado llevando abundantes suministros de todo tipo a la casa de Guell, y lo habia compartido con bastante largueza con los villanos, que se mostraban agradecidos, tanto conmigo como con las religiosas. Eso era importante, pues el camino entre Guell y Barbastro era bastante solo y no eran infrecuentes los robos e incluso homicidios.
Regrese a Madrid contento, con aceite de vitriolo y sales amoniacales que me traerían de contrabando desde Egipto, tal vez podría hacer morfina. Sin embargo al llegar a la villa vi al menor de los Martínez de Luna acongojado.
“Álvaro, que os pasa?”
“El hijo de mi nodriza ha sido aprehendido luego de robar en una sacristía. Es reo de muerte. Ese bribón fue siempre una calamidad, pero lo estimaba, era mi hermano de leche”.
“Robar en una sacristía! A que estólido se le ocurre un robo sacrílego!”
“Pues a este insensato!, que solo ha sabido traer desdichas a su madre”.
“Podéis conmutar la pena?”
“Mi padre ya lo ha hecho. Sera perdonado por la iglesia, será confortado por la santa religión, podrá morir besando la cruz y no será arrastrado hasta el cadalso, ira en mula como un reo cualquiera, tampoco será rajado en cuartos y podrá ser enterrado entero».
“Pero vos teméis otra cosa. Que es lo que verdaderamente os acongoja?”
“Que no sepa morir” – y levantando su mirada me dijo – “y que su madre lo vea pataleando demasiado tiempo”.
“Cuando se cumplirá la sentencia?”
“En cuatro días”.
“Reconfortad a la madre. Decidle a vuestro padre que converse con su amigo el Corregidor de la Villa, que no impida las obras que yo haga al cadalso. Tenéis mi palabra que el zagal no sufrirá en el transito”.
Partí de inmediato a la Plaza Mayor. Ya estaban haciendo el patíbulo frente a la Casa de la Carnicería, la horca para los villanos. Fui a conversar con el verdugo, que se mostró muy receptivo luego de ver que los reales cambiaban de manos.
“VM, Que deseáis que haga?”
“Maestro, como os llamáis?”
“Soy Pablo Ramplón, de Segovia, para servios”.
“Deseo que ejerzáis vuestro oficio con presteza. Podéis quebrar el pescuezo del condenado?”
“No, VM. Yo los guindo, y a veces ni conmigo a hombros, mueren rápido. Nunca se desnucan”.
“Os daré medio escudo” – vi que el verdugo ponía los ojos de plato ante la cifra- “si es que hacéis el cadalso como yo os indico, y si es que despacháis al reo como yo quiero”.
“Decidme, VM, como debo guindar al condenado”.
Le explique que debía elevar el tablado del patíbulo por lo menos 4 pies más y que la soga debería tener seis varas, tal vez un poco más. La porción más externa del tablado debía ser abisagrada, retenida por dos cunas de madera que se moverían por acción de una sencilla palanca: La horca inglesa del Siglo XIX se convirtió en la horca española del Siglo de Oro.
“Practicad con un costal de arena. El condenado debe caer 5 pies y os aseguro que el pescuezo se le quebrara”.
“Si VM lo dice…”
“Maestro Ramplón, haced las cosas como os he dicho y ganareis medio escudo y mi favor”.
Seguidamente fui a preparar algo para calmar al reo. Tintura de cannabis tenia, y hacer láudano no me sería difícil partiendo del opio o su jugo, si era algo fortificado con orujo, mejor. En poco más de dos horas tuve un preparado, en el que el vino de Málaga con miel disimulaban su sabor amargo.
Salí hacia la Plaza de la Villa en donde estaba la Cárcel. El ala donde se encontraba el reo era un lugar bastante sórdido, pues había varios tipos de celdas, de acuerdo al tamaño de la bolsa de preso. Ya estaban los hermanos de la Cofradia de Caridad y Paz listos para reconfortar al reo en sus últimos días. Converse con un sacerdote jesuita, Pedro Las Heras, uno de los Padres Carceleros encargados de la salud espiritual del reo desde que entraba en capilla.
“Padre Pedro, como lo veis?”
“El mozo esta hecho un guiñapo. Es presa de la desesperación, su vientre no a resistido bocado alguno, pues ha devuelto todo lo que ha comido. De seguir asi, ha de morir mal”.
“Vos me permitís hablar con el? Tal vez tenga un medicamento capaz de confortarle en este trance”.
“Podéis intentarlo. Dadle paz al cuerpo, así yo podré procurarle paz al alma”.
Entre a la celda que estaba en penumbras y acerque una silla al jergón en donde Alonso estaba arrumado.
“Alonso, me envía Don Gonzalo. Tomad esto, le quitara las angustias…”
“No quiero.”
“Tomadlo” - dije endureciendo el tono de voz - “os queda poco tiempo, no sigáis siendo un necio”.
Me miro, y a duras penas se incorporó hasta sentarse en el suelo, apuro el láudano de la copa que le ofrecí, y volvió a acostarse. Es pobre estaba muerto de miedo. Espere sentado y en silencio hasta que el opio empezó a relajarlo. Tenía unos pocos minutos antes que se entregase a un sueño benevolente.
“Por qué, Alonso?, por qué robasteis la sacristía?. Vos sois un bribón, un truhan y un fullero, tal vez un ladronzuelo, pero no un ladrón sacrílego”
“Me dijeron que todo sería fácil, que no habría gente ni en la iglesia, ni en la sacristía. No debí haber ido después a la taberna…”
“Los alguaciles no os aprehendieron en la iglesia?”
“No, nadie me vio entrar ni salir, la Capilla del Obispo y la sacristía estaban abiertas. Debí haber ido a la Casa de Don Gonzalo, y a escondidas de mi madre, ocultar ahí el copón y la patena, pero fue tan fácil todo, ya contaba con los 350 maravedies dentro de mi bolsa, que fui a la taberna de la Aldonza. Allí estaban los alguaciles, y borracho yo me fui de boca. Ahora me van a guindar”.
Algo pintaba mal, me olia a gato encerrado, pues nada era normal ni la iglesia abierta, ni la sugerencia de llevar lo robado a casa de los Martínez de Luna.
“Decidme, quienes os incitaron a robar?”
“En el Mentidero”
“Quienes?”
“No los conocía, estaba oscuro, yo medio borracho. Solo recuerdo que algunos parecían de buena cuna y…”
“Hablad, por los clavos de Cristo, hablad”.
“… había uno que hablaba como si no tuviese huesos en la cara”.
“Alonso Cabrejos, la Divina Providencia ha querido que no llevéis la desgracia y la ignominia a la Casa de Don Gonzalo, a Don Álvaro, a vuestra madre y a mí mismo. Decidme si recordáis más y podre encontrar justicia, ya no para vos, sino para quienes han procurado vuestra perdición”.
“No, no recuerdo más”.
“Descansad ahora. Y recibid a Don Pedro y los cofrades, hacedlo por la salud de vuestra alma inmortal”.
“Gracias, buen hombre, gracias”.
Deje a los religiosos reconfortando al reo, y le encargue a los mayordomos de la Cofradía de Caridad y Paz una botella con tintura de cannabis para que le sirviesen una copa con cada comida y antes de dormir. El día del suplicio, me volvería a acercar con opio. Al salir la Cárcel de la Villa pude ver que los diligentes cofrades ya habían colocado sus huchas para recolectar la limosna que permitiría enterrar al infeliz condenado. De inmediato fui al solar de los Martínez de Luna. Era imperativo que se enterase de la conspiración, que por un descuido del ladrón y un azar de la vida, solo caería sobre la cabeza del perpetrador del robo. Don Gonzalo, como hombre poderoso tenía enemigos también poderosos. Álvaro como burlador consumado, tenía enemigos de toda catadura. Y yo tenía a los Bocangel y su entorno buscando mi mal.
Pasaron rápidamente las horas, y llego el Miércoles, el día de la ejecución. A primera hora de la mañana me acerque nuevamente a la cárcel y facilite al reo una copa de láudano rebajado, suficiente como para sumirlo en una dulce indiferencia, pero no como para hacerlo dormir, me separe con un abrazo del reo, justo cuando Álvaro y su nodriza llegaban para asistirlo en su última cabalgata.
Rápidamente me adelante hasta la Plaza Mayor y comprobé que Ramplón estuviese colgando bien al costal. Le di 4 reales prometiéndole los 4 restantes cuando hubiese terminado su faena, indicándole que pusiese el nudo del dogal debajo de la oreja y que para mayor dececencia del ejecutado, que le amarrase las piernas a la altura de rodillas y tobillos. En ese momento, escuche a lo lejos el murmullo de la procesión que se acercaba y después de un rato ya distinguía al pregonero:
“Esta es la Justicia que manda hacer nuestro Rey y en su real nombre, Francisco de Brizuelas y Cárdenas, Corregidor de la Muy Noble y Muy Leal Villa de Madrid, ha condenado a perdida de vida a Alonso Cabrejos, natural de esta villa, por robos y otros actos deducidos en el proceso. Por lo cual se ordena que cuelgue de la horca hasta que pierda su vida de manera natural. Quien tal hizo, que tal pague”.
Abría la formación 30 hombres de armas a pie de la Villa. Seguían 12 cofrades de Caridad y Paz. Luego montado sobre una mula con gualdrapas negras, el reo vestido de blanco con capucha azul, flanqueado por 4 mayordomos de la Cofradía y acompañado por el padre Pedro. Cerraban la procesión los deudos, acompañantes y curiosos. Al llegar a pie del patíbulo se pudo ver una mesa con mantel, con un crucifijo, dos velas y una bandeja con la bula de difuntos y bien doblado, el habito que le serviría de mortaja.
Allí Alonso se despidió de su madre y de Álvaro, y subió calmadamente al cadalso. Pidió decir una palabras y se le concedió la gracia: “Pido perdón a Dios, pido perdón a mi madre y pido perdón a mis prójimos. He pecado contra la Iglesia y he de ser castigado. Dios me perdone”.
Luego se dejó vendar mansamente los ojos, y ya con el dogal puesto, beso el crucifijo. Ramplón accionó la palanca y al caer se escuchó el crujido inequívoco de las cervicales que se rompían. Todo fue rápido. El zagal supo morir bien.
La plaza se fue vaciando con pocos murmullos. El mayordomo mayor ya había ido a la Parroquia de San Ginés a pagar el entierro y aunque el cadáver seguiría colgado hasta bien entrada la tarde, la venda cubría parcialmente la cara y no se había visto la agonía del reo pataleando mientras se le iba la vida. Álvaro me dio las gracias y la madre de Alonso me beso la mano. Y al caer la noche, tanto los cofrades de Caridad y Paz, como el verdugo Pablo Ramplón habían esparcido la noticia por toda la Villa que el cirujano Francisco Sánchez de Lima había ayudado a morir bien y piadosamente a un reo víctima del desasosiego, y no en pocos hogares humildes se rezaba por mi.
Regrese a Barbastro semanas antes de la cosecha. El clima de Mayo era agradable y las amapolas blancas estaban perdiendo los pétalos. Instruí a las monjitas a que rajasen amablemente los bulbos y que los dejasen “sudar” toda la noche, al día siguiente que recogiesen todas las gotitas y las guardasen en frascos de vidrio. Las religiosas se mostraron diligentes y avanzábamos rápido, al mes teníamos más de una libra de opio en bruto, y aun habían plantas por cosechar. Intentamos hacer una segunda incisión, pero los resultados fueron pobres, pues las el preciado látex blanco fue escaso. Así pues que decidí dejarme de sutilezas e ir por el método inventado en el fragor de la Segunda Guerra Mundial: cortaríamos las plantas y las machacaríamos, para extraer toda la savia de los tallos y hojas, aprovechando la mayoría del alcaloide existente.
La habilidad de las monjas en la cocina se vio en esta larga y fatigosa operación. En un mortero machacaron pacientemente planta por planta, con lo que la cantidad de savia recogida excedía mucho al látex obtenido. Cuando a los dos meses terminamos la cosecha, había apenas tres libras de opio de los bulbos, pero cerca de 4 azumbres de savia. En todo ese tiempo habia estado llevando abundantes suministros de todo tipo a la casa de Guell, y lo habia compartido con bastante largueza con los villanos, que se mostraban agradecidos, tanto conmigo como con las religiosas. Eso era importante, pues el camino entre Guell y Barbastro era bastante solo y no eran infrecuentes los robos e incluso homicidios.
Regrese a Madrid contento, con aceite de vitriolo y sales amoniacales que me traerían de contrabando desde Egipto, tal vez podría hacer morfina. Sin embargo al llegar a la villa vi al menor de los Martínez de Luna acongojado.
“Álvaro, que os pasa?”
“El hijo de mi nodriza ha sido aprehendido luego de robar en una sacristía. Es reo de muerte. Ese bribón fue siempre una calamidad, pero lo estimaba, era mi hermano de leche”.
“Robar en una sacristía! A que estólido se le ocurre un robo sacrílego!”
“Pues a este insensato!, que solo ha sabido traer desdichas a su madre”.
“Podéis conmutar la pena?”
“Mi padre ya lo ha hecho. Sera perdonado por la iglesia, será confortado por la santa religión, podrá morir besando la cruz y no será arrastrado hasta el cadalso, ira en mula como un reo cualquiera, tampoco será rajado en cuartos y podrá ser enterrado entero».
“Pero vos teméis otra cosa. Que es lo que verdaderamente os acongoja?”
“Que no sepa morir” – y levantando su mirada me dijo – “y que su madre lo vea pataleando demasiado tiempo”.
“Cuando se cumplirá la sentencia?”
“En cuatro días”.
“Reconfortad a la madre. Decidle a vuestro padre que converse con su amigo el Corregidor de la Villa, que no impida las obras que yo haga al cadalso. Tenéis mi palabra que el zagal no sufrirá en el transito”.
Partí de inmediato a la Plaza Mayor. Ya estaban haciendo el patíbulo frente a la Casa de la Carnicería, la horca para los villanos. Fui a conversar con el verdugo, que se mostró muy receptivo luego de ver que los reales cambiaban de manos.
“VM, Que deseáis que haga?”
“Maestro, como os llamáis?”
“Soy Pablo Ramplón, de Segovia, para servios”.
“Deseo que ejerzáis vuestro oficio con presteza. Podéis quebrar el pescuezo del condenado?”
“No, VM. Yo los guindo, y a veces ni conmigo a hombros, mueren rápido. Nunca se desnucan”.
“Os daré medio escudo” – vi que el verdugo ponía los ojos de plato ante la cifra- “si es que hacéis el cadalso como yo os indico, y si es que despacháis al reo como yo quiero”.
“Decidme, VM, como debo guindar al condenado”.
Le explique que debía elevar el tablado del patíbulo por lo menos 4 pies más y que la soga debería tener seis varas, tal vez un poco más. La porción más externa del tablado debía ser abisagrada, retenida por dos cunas de madera que se moverían por acción de una sencilla palanca: La horca inglesa del Siglo XIX se convirtió en la horca española del Siglo de Oro.
“Practicad con un costal de arena. El condenado debe caer 5 pies y os aseguro que el pescuezo se le quebrara”.
“Si VM lo dice…”
“Maestro Ramplón, haced las cosas como os he dicho y ganareis medio escudo y mi favor”.
Seguidamente fui a preparar algo para calmar al reo. Tintura de cannabis tenia, y hacer láudano no me sería difícil partiendo del opio o su jugo, si era algo fortificado con orujo, mejor. En poco más de dos horas tuve un preparado, en el que el vino de Málaga con miel disimulaban su sabor amargo.
Salí hacia la Plaza de la Villa en donde estaba la Cárcel. El ala donde se encontraba el reo era un lugar bastante sórdido, pues había varios tipos de celdas, de acuerdo al tamaño de la bolsa de preso. Ya estaban los hermanos de la Cofradia de Caridad y Paz listos para reconfortar al reo en sus últimos días. Converse con un sacerdote jesuita, Pedro Las Heras, uno de los Padres Carceleros encargados de la salud espiritual del reo desde que entraba en capilla.
“Padre Pedro, como lo veis?”
“El mozo esta hecho un guiñapo. Es presa de la desesperación, su vientre no a resistido bocado alguno, pues ha devuelto todo lo que ha comido. De seguir asi, ha de morir mal”.
“Vos me permitís hablar con el? Tal vez tenga un medicamento capaz de confortarle en este trance”.
“Podéis intentarlo. Dadle paz al cuerpo, así yo podré procurarle paz al alma”.
Entre a la celda que estaba en penumbras y acerque una silla al jergón en donde Alonso estaba arrumado.
“Alonso, me envía Don Gonzalo. Tomad esto, le quitara las angustias…”
“No quiero.”
“Tomadlo” - dije endureciendo el tono de voz - “os queda poco tiempo, no sigáis siendo un necio”.
Me miro, y a duras penas se incorporó hasta sentarse en el suelo, apuro el láudano de la copa que le ofrecí, y volvió a acostarse. Es pobre estaba muerto de miedo. Espere sentado y en silencio hasta que el opio empezó a relajarlo. Tenía unos pocos minutos antes que se entregase a un sueño benevolente.
“Por qué, Alonso?, por qué robasteis la sacristía?. Vos sois un bribón, un truhan y un fullero, tal vez un ladronzuelo, pero no un ladrón sacrílego”
“Me dijeron que todo sería fácil, que no habría gente ni en la iglesia, ni en la sacristía. No debí haber ido después a la taberna…”
“Los alguaciles no os aprehendieron en la iglesia?”
“No, nadie me vio entrar ni salir, la Capilla del Obispo y la sacristía estaban abiertas. Debí haber ido a la Casa de Don Gonzalo, y a escondidas de mi madre, ocultar ahí el copón y la patena, pero fue tan fácil todo, ya contaba con los 350 maravedies dentro de mi bolsa, que fui a la taberna de la Aldonza. Allí estaban los alguaciles, y borracho yo me fui de boca. Ahora me van a guindar”.
Algo pintaba mal, me olia a gato encerrado, pues nada era normal ni la iglesia abierta, ni la sugerencia de llevar lo robado a casa de los Martínez de Luna.
“Decidme, quienes os incitaron a robar?”
“En el Mentidero”
“Quienes?”
“No los conocía, estaba oscuro, yo medio borracho. Solo recuerdo que algunos parecían de buena cuna y…”
“Hablad, por los clavos de Cristo, hablad”.
“… había uno que hablaba como si no tuviese huesos en la cara”.
“Alonso Cabrejos, la Divina Providencia ha querido que no llevéis la desgracia y la ignominia a la Casa de Don Gonzalo, a Don Álvaro, a vuestra madre y a mí mismo. Decidme si recordáis más y podre encontrar justicia, ya no para vos, sino para quienes han procurado vuestra perdición”.
“No, no recuerdo más”.
“Descansad ahora. Y recibid a Don Pedro y los cofrades, hacedlo por la salud de vuestra alma inmortal”.
“Gracias, buen hombre, gracias”.
Deje a los religiosos reconfortando al reo, y le encargue a los mayordomos de la Cofradía de Caridad y Paz una botella con tintura de cannabis para que le sirviesen una copa con cada comida y antes de dormir. El día del suplicio, me volvería a acercar con opio. Al salir la Cárcel de la Villa pude ver que los diligentes cofrades ya habían colocado sus huchas para recolectar la limosna que permitiría enterrar al infeliz condenado. De inmediato fui al solar de los Martínez de Luna. Era imperativo que se enterase de la conspiración, que por un descuido del ladrón y un azar de la vida, solo caería sobre la cabeza del perpetrador del robo. Don Gonzalo, como hombre poderoso tenía enemigos también poderosos. Álvaro como burlador consumado, tenía enemigos de toda catadura. Y yo tenía a los Bocangel y su entorno buscando mi mal.
Pasaron rápidamente las horas, y llego el Miércoles, el día de la ejecución. A primera hora de la mañana me acerque nuevamente a la cárcel y facilite al reo una copa de láudano rebajado, suficiente como para sumirlo en una dulce indiferencia, pero no como para hacerlo dormir, me separe con un abrazo del reo, justo cuando Álvaro y su nodriza llegaban para asistirlo en su última cabalgata.
Rápidamente me adelante hasta la Plaza Mayor y comprobé que Ramplón estuviese colgando bien al costal. Le di 4 reales prometiéndole los 4 restantes cuando hubiese terminado su faena, indicándole que pusiese el nudo del dogal debajo de la oreja y que para mayor dececencia del ejecutado, que le amarrase las piernas a la altura de rodillas y tobillos. En ese momento, escuche a lo lejos el murmullo de la procesión que se acercaba y después de un rato ya distinguía al pregonero:
“Esta es la Justicia que manda hacer nuestro Rey y en su real nombre, Francisco de Brizuelas y Cárdenas, Corregidor de la Muy Noble y Muy Leal Villa de Madrid, ha condenado a perdida de vida a Alonso Cabrejos, natural de esta villa, por robos y otros actos deducidos en el proceso. Por lo cual se ordena que cuelgue de la horca hasta que pierda su vida de manera natural. Quien tal hizo, que tal pague”.
Abría la formación 30 hombres de armas a pie de la Villa. Seguían 12 cofrades de Caridad y Paz. Luego montado sobre una mula con gualdrapas negras, el reo vestido de blanco con capucha azul, flanqueado por 4 mayordomos de la Cofradía y acompañado por el padre Pedro. Cerraban la procesión los deudos, acompañantes y curiosos. Al llegar a pie del patíbulo se pudo ver una mesa con mantel, con un crucifijo, dos velas y una bandeja con la bula de difuntos y bien doblado, el habito que le serviría de mortaja.
Allí Alonso se despidió de su madre y de Álvaro, y subió calmadamente al cadalso. Pidió decir una palabras y se le concedió la gracia: “Pido perdón a Dios, pido perdón a mi madre y pido perdón a mis prójimos. He pecado contra la Iglesia y he de ser castigado. Dios me perdone”.
Luego se dejó vendar mansamente los ojos, y ya con el dogal puesto, beso el crucifijo. Ramplón accionó la palanca y al caer se escuchó el crujido inequívoco de las cervicales que se rompían. Todo fue rápido. El zagal supo morir bien.
La plaza se fue vaciando con pocos murmullos. El mayordomo mayor ya había ido a la Parroquia de San Ginés a pagar el entierro y aunque el cadáver seguiría colgado hasta bien entrada la tarde, la venda cubría parcialmente la cara y no se había visto la agonía del reo pataleando mientras se le iba la vida. Álvaro me dio las gracias y la madre de Alonso me beso la mano. Y al caer la noche, tanto los cofrades de Caridad y Paz, como el verdugo Pablo Ramplón habían esparcido la noticia por toda la Villa que el cirujano Francisco Sánchez de Lima había ayudado a morir bien y piadosamente a un reo víctima del desasosiego, y no en pocos hogares humildes se rezaba por mi.
La verdad nos hara libres
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Un soldado de cuatro siglos
Palacio Imperial de Hofburg. Viena.
La corte hervía de animación. Todo el que era alguien se encontraba presente en el salón del trono, así como algunos que quería llegar a serlo, aunque estos en las últimas filas.
En las afueras, los pregoneros anunciaban las últimas noticias. El sagrado emperador iba a tomar una decisión que finalizaría la guerra.
Dentro del salón, diego se agitaba nervioso, cuando la voz del edecán resonó anunciando a Su Majestad Imperial, Fernando II de Habsburgo, seguido de la Emperatriz Leonor Gonzaga. Detrás de ellos un reducido número de personajes, todos vestidos de negro, salvo alguna puntilla en blanco, como marcaba la ferrea y estricta etiqueta.
Todos los presentes se inclinaron, Diego incluido, que miró de reojo al embajador español, henchido como un pavo.
Cuando los monarcas se sentaron en el trono, los presentes recuperaron la verticalidad. Y el edecán de la Corte leyó una resolución:
-"Nos, en nuestro divino derecho, venimos en otorgar el mando del ejército imperial a nuestro bienamado hijo, Fernando, Rey de Hungría, Rey de Bohemia.
Es nuestro deseo y nuestra orden, que se le obedezca, se le respete y se cumpla lo que mande, como si Nos fuera quien lo mandare".
La corte quedó en silencio, y una de las figuras que había detrás del monarca se adelantó, se arrodilló delante de él y juró en voz alta que acabaría con los enemigos del Imperio.
Diego reconoció la figura, aquel que le había encomendado la misión de "no hacer nada", en lo que le había recordado el capítulo de "la boda roja" de "Canción de Hielo y Fuego".
A continuación se leyeron el nombre de todos aquellos merecedores de premios y distinciones. Uno de los primeros fue el acompañante del ahora conocido como Fernando, comandante del ejército. Se trataba del General Mathias Gallas, otro de los hombres fuertes de la corte.
Cuando dijeron su nombre, Diego se adelantó. Recibiendo de manos de su nuevo ahora Comandante en Jefe, su nombramiento como Coronel Jefe de un regimiento de mosqueteros a caballo y el título que le reconocía como Barón de Cheb, junto con la renta vitalicia por los territorios adyacentes, no pudo dejar de pensar, que los ejércitos no cambiaban nunca.
Cuanto menos hacías, mas recompensa.
La corte hervía de animación. Todo el que era alguien se encontraba presente en el salón del trono, así como algunos que quería llegar a serlo, aunque estos en las últimas filas.
En las afueras, los pregoneros anunciaban las últimas noticias. El sagrado emperador iba a tomar una decisión que finalizaría la guerra.
Dentro del salón, diego se agitaba nervioso, cuando la voz del edecán resonó anunciando a Su Majestad Imperial, Fernando II de Habsburgo, seguido de la Emperatriz Leonor Gonzaga. Detrás de ellos un reducido número de personajes, todos vestidos de negro, salvo alguna puntilla en blanco, como marcaba la ferrea y estricta etiqueta.
Todos los presentes se inclinaron, Diego incluido, que miró de reojo al embajador español, henchido como un pavo.
Cuando los monarcas se sentaron en el trono, los presentes recuperaron la verticalidad. Y el edecán de la Corte leyó una resolución:
-"Nos, en nuestro divino derecho, venimos en otorgar el mando del ejército imperial a nuestro bienamado hijo, Fernando, Rey de Hungría, Rey de Bohemia.
Es nuestro deseo y nuestra orden, que se le obedezca, se le respete y se cumpla lo que mande, como si Nos fuera quien lo mandare".
La corte quedó en silencio, y una de las figuras que había detrás del monarca se adelantó, se arrodilló delante de él y juró en voz alta que acabaría con los enemigos del Imperio.
Diego reconoció la figura, aquel que le había encomendado la misión de "no hacer nada", en lo que le había recordado el capítulo de "la boda roja" de "Canción de Hielo y Fuego".
A continuación se leyeron el nombre de todos aquellos merecedores de premios y distinciones. Uno de los primeros fue el acompañante del ahora conocido como Fernando, comandante del ejército. Se trataba del General Mathias Gallas, otro de los hombres fuertes de la corte.
Cuando dijeron su nombre, Diego se adelantó. Recibiendo de manos de su nuevo ahora Comandante en Jefe, su nombramiento como Coronel Jefe de un regimiento de mosqueteros a caballo y el título que le reconocía como Barón de Cheb, junto con la renta vitalicia por los territorios adyacentes, no pudo dejar de pensar, que los ejércitos no cambiaban nunca.
Cuanto menos hacías, mas recompensa.
“…Las piezas de campaña se perdieron; bandera de español ninguna…” Duque de Alba tras la batalla de Heiligerlee.
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Un soldado de cuatro siglos
Sierra de Guadarrama, otoño de 1633
—¿Todo un marqués viviendo en esta choza, Don Pedro? —Dijo el rey con cierta sorna refiriéndose a la reciente concesión del título de marqués del Puerto que Pedro había recibido.
—En esta cabaña, señor rey, en esta cabaña. —Respondió Pedro mientras miraba a su alrededor. —Hasta que hayan culminado las obras de mi nueva casa de campo, esta es mi cabaña de caza, y tiene todas las comodidades que uno pueda imaginar o desear.
—¿Cuáles son esas comodidades, don Pedro? —Preguntó el monarca mientras curioseaba en una mesa de trabajo que había a un lado, junto a los armeros en los que descansaban una buena colección de ballestas, mosquetes y diversas armas de fuego.
—La casa ha sido construida con gruesos troncos de roble tallados para encajar unos con otros sin precisar de un solo clavo, señor rey, y entre las uniones se ha utilizado lana y pelo de ciervo y otros animales para lograr un aislamiento perfecto. —respondió Pedro mientras mostraba su vivienda. —Eso significa que no puede entrar en la casa ni el menor atisbo de brisa pese al frío viento de la sierra.
La casa también tiene un sistema de doble ventana y doble puerta, que impide que se pierda calor a través de puertas y ventanas, por lo que se precisa muy poca leña o carbón para mantener la cabaña a una temperatura agradable.
Por supuesto en la parte de atrás hay un escusado, y dispongo de un pequeño acueducto que trae el agua hasta aquí desde un riachuelo cercano, y una bomba que me permite traer el agua directamente hasta el interior de la casa. Por supuesto también tengo una cocina económica.
—Técnicas que aprendisteis en vuestro viaje a la Siberia, ¿No es así? —volvió a preguntar el rey.
—Así es majestad, pero dudo que vuestra majestad haya viajado hasta aquí para hablar de una cabaña de caza que solo ocupo un par de semanas. —dedujo Pedro quien en realidad habitaba en aquella cabaña tanto tiempo como le era posible, pues así escapaba de la pestilente ciudad y la falta de higiene, aunque había que admitir que se había mejorado mucho en esos aspectos, en parte gracias a las medidas que se estaban extendiendo desde la corte y el ejército.
Con un suspiro el monarca de todas las Españas se dirigió al hogar, en el que ardía un agradable fuego, antes de decir. —Por desgracia no he venido por un motivo tan bucólico como visitar vuestra cabaña o el palacio que os construís al otro lado del valle, Don Pedro, aunque ver vuestros avances siempre es muy interesante.
Estáis haciendo un trabajo magnifico organizando la “Armada”. Oquendo y el Duque de Medina Sidonia están gratamente impresionados.
—Muchas gracias, Majestad, solo trato de cumplir con las órdenes que vuestra majestad impartió.
—Lo sé, Don Pedro, lo sé, y os lo agradezco… como también os agradezco la forma de implicaros junto a Espínola en la creación y el entrenamiento de las unidades de la Guardia Exterior.
—Ha sido un honor, majestad…
—Don Pedro. —Dijo el rey interrumpiendo a Pedro. —Nos deseamos que vuestra ilustrísima se encargue de organizar un “nuevo ejército” al igual que ya está organizando la “armada”. Un ejército hecho a imagen y semejanza de las unidades de la guardia exterior, que utilice esas nuevas tácticas.
—Majestad, para mí sería un honor, pero creo que Espínola está mucho más capacitado que yo para esa labor. —Respondió Pedro con rapidez.
—Decir tal cosa os honra, Don Pedro, por desgracia Espínola ya es anciano y está enfermo, y aunque el consejo de Castilla no está convencido de abandonar la pica como vos y Espínola propugnáis, estoy dispuesto a escuchar los consejos de aquellos que más victorias han otorgado a España la última década.
—Entiendo, majestad…—dijo Pedro empezando a comprender el motivo por el que el Rey había acudido a verle para hacer tal petición en lugar de llamarle a la corte en la que posiblemente ahora se diesen luchas de poder. Si aceptaba, y lo haría, debería ser consciente de los problemas que podría acarrearle esta decisión…—Pero abandonar la pica es cuestión de tiempo y es algo que ya se viene haciendo desde el siglo pasado. Solo hay que fijarse en la proporción de picas y armas de fuego hace ochenta años y como la tendencia se ha ido invirtiendo.
—¿Entonces aceptareis? —quiso saber el rey.
—Por supuesto, majestad. Para mi será un honor servir a su majestad.
—En ese caso diseñad el ejército tal y como habéis hecho con la armada. —Dijo el rey. —Presentadme un “informe” de esos que acostumbráis en cuanto sea posible, tal y como hicisteis con la armada…
—¿Todo un marqués viviendo en esta choza, Don Pedro? —Dijo el rey con cierta sorna refiriéndose a la reciente concesión del título de marqués del Puerto que Pedro había recibido.
—En esta cabaña, señor rey, en esta cabaña. —Respondió Pedro mientras miraba a su alrededor. —Hasta que hayan culminado las obras de mi nueva casa de campo, esta es mi cabaña de caza, y tiene todas las comodidades que uno pueda imaginar o desear.
—¿Cuáles son esas comodidades, don Pedro? —Preguntó el monarca mientras curioseaba en una mesa de trabajo que había a un lado, junto a los armeros en los que descansaban una buena colección de ballestas, mosquetes y diversas armas de fuego.
—La casa ha sido construida con gruesos troncos de roble tallados para encajar unos con otros sin precisar de un solo clavo, señor rey, y entre las uniones se ha utilizado lana y pelo de ciervo y otros animales para lograr un aislamiento perfecto. —respondió Pedro mientras mostraba su vivienda. —Eso significa que no puede entrar en la casa ni el menor atisbo de brisa pese al frío viento de la sierra.
La casa también tiene un sistema de doble ventana y doble puerta, que impide que se pierda calor a través de puertas y ventanas, por lo que se precisa muy poca leña o carbón para mantener la cabaña a una temperatura agradable.
Por supuesto en la parte de atrás hay un escusado, y dispongo de un pequeño acueducto que trae el agua hasta aquí desde un riachuelo cercano, y una bomba que me permite traer el agua directamente hasta el interior de la casa. Por supuesto también tengo una cocina económica.
—Técnicas que aprendisteis en vuestro viaje a la Siberia, ¿No es así? —volvió a preguntar el rey.
—Así es majestad, pero dudo que vuestra majestad haya viajado hasta aquí para hablar de una cabaña de caza que solo ocupo un par de semanas. —dedujo Pedro quien en realidad habitaba en aquella cabaña tanto tiempo como le era posible, pues así escapaba de la pestilente ciudad y la falta de higiene, aunque había que admitir que se había mejorado mucho en esos aspectos, en parte gracias a las medidas que se estaban extendiendo desde la corte y el ejército.
Con un suspiro el monarca de todas las Españas se dirigió al hogar, en el que ardía un agradable fuego, antes de decir. —Por desgracia no he venido por un motivo tan bucólico como visitar vuestra cabaña o el palacio que os construís al otro lado del valle, Don Pedro, aunque ver vuestros avances siempre es muy interesante.
Estáis haciendo un trabajo magnifico organizando la “Armada”. Oquendo y el Duque de Medina Sidonia están gratamente impresionados.
—Muchas gracias, Majestad, solo trato de cumplir con las órdenes que vuestra majestad impartió.
—Lo sé, Don Pedro, lo sé, y os lo agradezco… como también os agradezco la forma de implicaros junto a Espínola en la creación y el entrenamiento de las unidades de la Guardia Exterior.
—Ha sido un honor, majestad…
—Don Pedro. —Dijo el rey interrumpiendo a Pedro. —Nos deseamos que vuestra ilustrísima se encargue de organizar un “nuevo ejército” al igual que ya está organizando la “armada”. Un ejército hecho a imagen y semejanza de las unidades de la guardia exterior, que utilice esas nuevas tácticas.
—Majestad, para mí sería un honor, pero creo que Espínola está mucho más capacitado que yo para esa labor. —Respondió Pedro con rapidez.
—Decir tal cosa os honra, Don Pedro, por desgracia Espínola ya es anciano y está enfermo, y aunque el consejo de Castilla no está convencido de abandonar la pica como vos y Espínola propugnáis, estoy dispuesto a escuchar los consejos de aquellos que más victorias han otorgado a España la última década.
—Entiendo, majestad…—dijo Pedro empezando a comprender el motivo por el que el Rey había acudido a verle para hacer tal petición en lugar de llamarle a la corte en la que posiblemente ahora se diesen luchas de poder. Si aceptaba, y lo haría, debería ser consciente de los problemas que podría acarrearle esta decisión…—Pero abandonar la pica es cuestión de tiempo y es algo que ya se viene haciendo desde el siglo pasado. Solo hay que fijarse en la proporción de picas y armas de fuego hace ochenta años y como la tendencia se ha ido invirtiendo.
—¿Entonces aceptareis? —quiso saber el rey.
—Por supuesto, majestad. Para mi será un honor servir a su majestad.
—En ese caso diseñad el ejército tal y como habéis hecho con la armada. —Dijo el rey. —Presentadme un “informe” de esos que acostumbráis en cuanto sea posible, tal y como hicisteis con la armada…
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
PALAIS ROYAL, PARÍS
El Cardenal Richelieu despidió a su último mensajero. A continuación siguió mirando el enorme mapa que tenía en uno de los escritorios de su despacho. Era su obsesión mirar y calcular tiempos y distancias. Todo debía sincronizarse bien si quería sacar el máximo partido al esfuerzo que había derrochado.
Oro francés, ingenio sueco y carne de cañón alemana, sobre todo sajona; era la alianza que había forjado. Secreta pero alianza al fin y al cabo.
Daneses y holandeses participarían en la medida de sus posibilidades. Las de los primeros eran escasas, todavía se reponían del desastre de los primeros años del conflicto, y a duras penas habían prometido algún regimiento de mercenarios. Los holandeses tenían sus propios problemas en ultramar, debido a la renovada Armada española. Pero siempre podrían contar con alguna presión en la frontera.
Con los berberiscos no podía contar. Sus últimas derrotas habían quebrantado mas su espíritu que su fuerza, que también, pero quedaban descartados.
Con eso tendría que valer.
El Cardenal Richelieu despidió a su último mensajero. A continuación siguió mirando el enorme mapa que tenía en uno de los escritorios de su despacho. Era su obsesión mirar y calcular tiempos y distancias. Todo debía sincronizarse bien si quería sacar el máximo partido al esfuerzo que había derrochado.
Oro francés, ingenio sueco y carne de cañón alemana, sobre todo sajona; era la alianza que había forjado. Secreta pero alianza al fin y al cabo.
Daneses y holandeses participarían en la medida de sus posibilidades. Las de los primeros eran escasas, todavía se reponían del desastre de los primeros años del conflicto, y a duras penas habían prometido algún regimiento de mercenarios. Los holandeses tenían sus propios problemas en ultramar, debido a la renovada Armada española. Pero siempre podrían contar con alguna presión en la frontera.
Con los berberiscos no podía contar. Sus últimas derrotas habían quebrantado mas su espíritu que su fuerza, que también, pero quedaban descartados.
Con eso tendría que valer.
“…Las piezas de campaña se perdieron; bandera de español ninguna…” Duque de Alba tras la batalla de Heiligerlee.
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Un soldado de cuatro siglos
Mientras esperaba inspecciono la cabaña. Pese a estar en medio de la montaña estaba limpia y tenía un aspecto acogedor, un buen fuego ardía en un hogar que había en un lateral de la cabaña, proyectando su calor por toda la habitación. Frente al hogar un sofá daba un aspecto hogareño a la cabaña. No lejos del hogar había una cocina de hierro, de esas que llamaban económicas y que tanto éxito estaban teniendo, y cerca de ella una mesa de madera con varias sillas delimitaba el lugar de comida.
Justo al otro lado de la habitación había un armero en el que descansaban una docena de mosquetes, escopetas e incluso un par de ballestas, y justo al lado varias mesas cubiertas de papeles atraían su mirada. Él tenía fama de mujeriego y disoluto a la vez que estrictamente ordenado y fríamente calculador. De hecho había oído que un embajador veneciano había dicho que siempre mostraba el mismo semblante y que cumplía estrictos horarios día tras día, de forma que al levantarse ya sabía que haría en cada momento del día.
Pocos sabían sin embargo de su afición por las letras, pues era un verdadero humanista, amante de la literatura y la poesía. De hecho cada tarde gustaba de acudir a su gran biblioteca, que con más de dos mil volúmenes poco tenía que envidiar a la de los mejores humanistas, y allí pasaba horas y horas dedicado a la lectura y la traducción de textos clásicos; latines y griego.
Precisamente por ello fueron los papeles los que atrajeron su atención, así que se dirigió a las mesas en las que descansaban montones y montones de papeles. Los unos, tal vez la mayoría parecían ser correo con los maestres de la nueva armada que estaban organizando. Cartas que daban cuenta de los progresos en los arsenales de Ferrol, Cádiz y Cartagena, o en la construcción de bajeles en los diversos astilleros del país, se entremezclaban con otras que hablaban de la tala y la consiguiente reforestación, del cultivo del cáñamo o de la búsqueda de minerales de hierro y bronce para la armada. Sin duda era una tarea ingente que precisaba de una gran capacidad organizativa.
Si el correo oficial cubría aquella mesa escritorio, en otra mesa más pequeña junto a la primera parecía haber misivas de cariz más personal. Una breve mirada basto para darse cuenta que Pedro parecía estar manteniendo correspondencia con varios matemáticos y humanistas como Galileo Galilei, Juan de Caramuel, y varios otros, especialmente con matemáticos con los que parecía mantener un abundante intercambio de ideas.
Y si esto era interesante un tercer escritorio, este inclinado a modo de escribanía o atril, lo era aún más. En este atril una hoja de grandes dimensiones, sujeta con pinzas, mostraba un diseño que no tardo en reconocer como un arma, posiblemente un mosquete. Sin embargo este parecía estar preparado para cargarse por detrás, y disponía de un curioso sistema de percusión…aunque el dibujo aun distaba mucho de estar finalizado.
Justo al otro lado de la habitación había un armero en el que descansaban una docena de mosquetes, escopetas e incluso un par de ballestas, y justo al lado varias mesas cubiertas de papeles atraían su mirada. Él tenía fama de mujeriego y disoluto a la vez que estrictamente ordenado y fríamente calculador. De hecho había oído que un embajador veneciano había dicho que siempre mostraba el mismo semblante y que cumplía estrictos horarios día tras día, de forma que al levantarse ya sabía que haría en cada momento del día.
Pocos sabían sin embargo de su afición por las letras, pues era un verdadero humanista, amante de la literatura y la poesía. De hecho cada tarde gustaba de acudir a su gran biblioteca, que con más de dos mil volúmenes poco tenía que envidiar a la de los mejores humanistas, y allí pasaba horas y horas dedicado a la lectura y la traducción de textos clásicos; latines y griego.
Precisamente por ello fueron los papeles los que atrajeron su atención, así que se dirigió a las mesas en las que descansaban montones y montones de papeles. Los unos, tal vez la mayoría parecían ser correo con los maestres de la nueva armada que estaban organizando. Cartas que daban cuenta de los progresos en los arsenales de Ferrol, Cádiz y Cartagena, o en la construcción de bajeles en los diversos astilleros del país, se entremezclaban con otras que hablaban de la tala y la consiguiente reforestación, del cultivo del cáñamo o de la búsqueda de minerales de hierro y bronce para la armada. Sin duda era una tarea ingente que precisaba de una gran capacidad organizativa.
Si el correo oficial cubría aquella mesa escritorio, en otra mesa más pequeña junto a la primera parecía haber misivas de cariz más personal. Una breve mirada basto para darse cuenta que Pedro parecía estar manteniendo correspondencia con varios matemáticos y humanistas como Galileo Galilei, Juan de Caramuel, y varios otros, especialmente con matemáticos con los que parecía mantener un abundante intercambio de ideas.
Y si esto era interesante un tercer escritorio, este inclinado a modo de escribanía o atril, lo era aún más. En este atril una hoja de grandes dimensiones, sujeta con pinzas, mostraba un diseño que no tardo en reconocer como un arma, posiblemente un mosquete. Sin embargo este parecía estar preparado para cargarse por detrás, y disponía de un curioso sistema de percusión…aunque el dibujo aun distaba mucho de estar finalizado.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
- reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos
Al llegar a casa aún estaba pensando en lo brutal y magnifica que era la sociedad del Siglo de Oro, capaz de seguir con el corazón alborozado un Auto de Fe con judíos abjurando de la religión de sus mayores (so pena de ser relajados y entregados al brazo secular para ser quemados) y de emocionarse hasta las lágrimas cuando un reo mostraba humildad ante Dios y gallardía ante los hombres en los instantes previos a que le quebrasen el pescuezo.
Alonso había pagado con su vida su cándida estupidez. La sacristía abierta era solo una celada. Pero, quien podría abrir la sacristía de la capilla de los Vargas, una de las familias más poderosas de España desde antes de los Trastámara? El Mentidero era un hervidero de la gente más diversa, desde duques sinvergüenzas y sanguijuelas de oficio, hasta Quevedo y Lope de Vega. Si, el ahorcado había mencionado a uno que hablaba de forma extraña, pero que quiso decir con “sin huesos en la cara”? Para un castellano de la meseta, el portugués o el gallego son bastante “deshuesados”; tal vez podría ser un francés, o era alguien al que se le escapaba el aire por la boca. Un desdentado parcial?, especialmente uno reciente. Sí, podía ser Bocangel. Ya averiguaría quienes eran los demás.
Volví a la rutina. Tenía opio en bruto, tenía ácido sulfúrico, éter, alcohol, cal viva y cal apagada (ah! el viejo y querido hidróxido de calcio!) y ahora tenía sales de amoniaco, además de un poco de tierra de diatomeas de La Mancha que me servirían para filtrar. Lo primero sería convertir los 4 azumbres de jugo de adormidera en opio. Así pues, lentamente, y a bañomaría empecé a evaporar el jugo que se fue reduciendo hasta que quedo un líquido viscoso oscuro. Lo probé y tenía el amargor característico. Seguí calentando, con mucha paciencia cuidando que el agua no se metiese a la cocción, hasta que quedo una masa pegajosa e igualmente oscura. Ya tenía opio refinado, que junto con el látex de las cabezas (el cual, una vez seco, había mermado bastante) serían unos analgésicos utilísimos, así que reserve una porción importante del opio para darlos oralmente, que después de todo, era la manera más inocua de administración.
Ahora iría por la morfina. Afortunadamente, había podido leer los tratados de Farmacología que le sirvieron a mi padre y a mi tío abuelo, e invariablemente relataban las peripecias y desventuras de los químicos precursores, pero aun mas importante, describían con pelos y señales, los procedimientos utilizados. Así pues, solo tuve que imitar a Serturner: No pasaría por el vía crucis del ensayo y error! Cuando Serturner aisló la morfina por primera vez, había secado la pasta de opio sin hacerla hervir, que fue exactamente lo que hice, luego en un mortero convertí al opio seco en polvo, al que seguidamente mezcle con éter, diluí con un poco de alcohol, y finalmente precipite con amoniaco y quedo al fondo del recipiente unos cristales oscuros, sabía que ya tenía morfina base; así que repetí el procedimiento triture los cristales, mezcle, diluí y precipite, para luego evaporar todo el líquido, y descubrir nuevamente en el fondo unos cristales, ya no oscuros sino blanquecinos. Era morfina, en un 80 a 90%. Ahora, necesitaba el medio para poder administrarla parenteralmente.
Recurrí otra vez a las habilidosas manos de Lope de Toledo, necesitaba una aguja hipodérmica con dos siglos de adelanto:
“Dios con vos este día, Maestro orfebre”.
“Y con vos, Maestro cirujano” me devolvió el saludo, y con una sonrisa agrego, “Deseáis que el día de hoy os haga un autómata que os acompañe cuando tocáis flauta?”
“No, Don Lope, para eso prefiero todavía la compañía de una dama. Pero lo que vengo a solicitaros es tan difícil como lo que me nombrasteis”.
“Vive Dios, Don Francisco!, ya me habéis intrigado. Hablad.”.
“Deseo que me hagáis una docena de agujas, muy delgaditas, en plata”.
“Eso no es difícil, decidlo todo”.
“Las agujas son deben ser huecas”.
“Sois un impenitente con vuestros deseos, sabía que no podía ser una aguja cualquiera!”
“Y debe poseer una cazoleta también de plata, e igualmente hueca”
“Redonda?”
“Si, redonda. Ya os indicare el ancho. Podréis hacerlas?”.
“Sí, sí. Podre hacerlas. Solo a vos se os ocurren semejantes necedades. Volved en una semana!”.
Ahora debía ir a una fábrica de botellas, o a un vidriero, y en el Madrid de los Austrias el mejor lugar para encontrar una cosa u otra era Cadalso de los Vidrios, así que como quien va a Ávila a encargar más instrumental para el consultorio, pase por esa localidad. Me lleve una decepción: la fabricación de vidrio para la Corte había decaído mucho desde que finalizó el pedido para El Escorial, hacía ya 20 años largos. Por suerte, un funcionaban algunos hornos, ahora habría que ver si es que aún quedaban maestros vidrieros competentes.
Pregunte si quedaban artesanos que habían trabajado con el afamado vidriero Domenico, o mejor dicho, Domingo Barovier y para mi suerte y pese a los lustros transcurridos desde la muerte del maestro veneciano, aún quedaba un taller, el de Diego Laínez, que habia trabajado con Barovier.
“Maestro Laínez, vos trabajasteis con el Maestro Barovier?”
“Fui su aprendiz, Don Francisco”.
“Por eso es que se os ve joven, cuando el maestro vidriero italiano llego a España ya no era un muchacho. Decidme, vos trabajasteis algún encargo de la Botica de El Escorial?”.
“Si”, dijo con orgullo el vidriero, “El Maestro Domingo y otros maestros del pueblo los Espinoza, Galcerán y Díaz. Había mucho afán y gente industriosa en Cadalso, Don Francisco. Pero ahora apenas hay encargos de la Corte, y nuestros colores no son tan intensos como antes, y el vidrio es un poco más turbio. Para más inri, muchos de nuestros mejores maestros y aprendices han marchado a Valencia».
«A Valencia?».
«Sí, VM. A la Fábrica de espejos de Don Pedro Llopis».
Otra vez Pedro Llopis! Es que este hombre tenía mil caras? Ahora también una fábrica de espejos en Valencia?
“Deseo haceros un encargo especial, Maestro Laínez”
“Decidme”
“Ved este esquema. Deseo que hagáis un tubo de vidrio, del grosor de una copa, abierto por atrás y casi cerrado por adelante, pero con un pico hueco, vedlo aquí”, al ver el interés del artesano, explique con mucho detalle como quería que me hiciese la inyectadora, haciendo hincapié en que el embolo debía deslizarse con suavidad, pero también con un buen ajuste.
“Cuántos de estos aparatos queréis?”
“Diez, diez para comenzar. Cuando los podréis tener?”.
“Dadme tres días para el primero, una vez que haya dominado sus malas mañas, podré hacer el resto en un día o dos”.
“Tenéis el encargo!, Volveré en cinco días, Maestro Laínez. Dios os guarde!”
“Y a vos, Dios lo guarde también”.
Regrese el día de mercado, Laínez había seguido mis ideas, pero al ser productos artesanales, no había dos iguales. La jeringa que evidentemente había sido el prototipo, era bastante tosca y grande, la utilizaría en el primer pavo que hornease, pero habían dos, las más pequeñas, que eran bastante gráciles, de unos 20 cc. Sin embargo, el embolo en todas funcionaba, y lo que es más importante, a ojo de buen cubero, todas las boquillas eran iguales: Las conexiones de Lope deberían poder engarzarse con firmeza. Satisfecho, pague sin chistar los 12 reales que me costaron.
De vuelta a Madrid, y luego de saludar a los Martínez de Luna, fui al taller del orfebre. Lo encontré trabajando aun en las agujas.
“Vos me habéis encargado una tarea imposible”
“No para vuestra habilidad, Maestro”
“Hacer las agujas huecas es muy difícil, no tanto doblar la lámina de plata alrededor de un alambre, sino soldar el borde, porque VM seguramente quería los bordes lisos”
“No os equivocáis, Don Lope. Lisos, pulidos y estancos”.
“Y ahora, como querréis las cazoletas?”
Le mostré las jeringas hechas en Cadalso de los Vidrios, y le deje el prototipo.
“Os dejo esta para que os sirva de guía. Recordad que mientras más delgada sea la aguja, más me alegrareis”.
“No estaréis tan alegre cuando sepáis cuantos reales me deberéis dejar, Don Francisco”
“A fe mía que no lo dudo, Don Lope!, Ea!, prestadme una segueta muy finita y una balanza con adarmes y tomines”
Ya en casa, debí poner en orden mi cabeza para graduar las jeringas y establecer las dosis. En mal tiempo había caído! Los sistemas de medidas eran absolutamente irracionales: La libra castellana no era igual a la libra gallega, asturiana o andaluza, de hecho la libra vallisoletana y matritense era diferente a la libra burgalesa. Lo mismo para capacidades, distancias y áreas, un caos!.
“A ver, Francisco, un adarme es la dieciseisava parte de una onza, y la onza castellana es más pesada que la onza avoirdupois a la que estás acostumbrado” al no tener referencias exactas le di arbitrariamente el valor de 28.5 g, “o sea, 28.5 entre 16, redondeando 1.8 g, y tres tomines hacen un adarme, o sea 0.6 g. Bien, ahora recuerda las medidas de mama: un mililitro son 20 gotas, una cuchara sopera son 15 mililitros, una cucharita de te son 5 mililitros. Vamos a ver cómo nos apañamos con estas medidas!”
Con una pluma hice marcas a cada mililitro, solo para descubrir que la tinta se borraba con mucha facilidad del vidrio. Por lo que volví a hacer la primera marca, y con la segueta hice una raya a la jeringa, luego la siguiente y así hasta completar los 5 cc. Pacientemente (Ah! la Paciencia! En el Siglo XVII había encontrado un nuevo significado para esa palabra!) procedí de igual forma con las 5 inyectadoras más pequeñas y de funcionamiento mas fluido. Teniendo en mente siempre la dosis mortal de 2 gramos, diluí un tomín en un par de cucharaditas de té, tenía 600 mg de morfina en 10 cc! Ahora veríamos que tan bien funcionaba.
“Isidro, id prestamente al mercado, traedme un marrano de unas 60 libras, traédmelo vivo, que venga a casa por su propio pie. Id como el viento! Recordad, traedlo vivo!”
“VM, no estamos aún en Matanza”
“Y?”
“Los gorrinos aun no tienen buen peso, no desea VM varios lechones?”
“No, Isidro!” - Sonreí por el razonamiento cabalmente simple del mozo de la casa -“Necesito un cerdo de 60 libras, vivo, aunque como bien me lo recordáis, aun no esté en su mejor peso”.
Al día siguiente, Lope trajo las agujas con los pabellones (a los que seguíamos llamando “cazoletas”) instalados. Algunas agujas irían junto con la primera jeringa directamente a la cocina de Leonor de lo gruesas que estaban, pero habían 6 de un calibre aceptable. Eso sí, el trabajo del orfebre era impecable, pues las agujas estaban bien rematadas y con filo, ninguna perdía liquido ni por el pabellón, ni por los costados. Aún faltaba un mes para Noviembre, pero al gorrino ya le había llegado su San Martin.
“A ver! 600 mg en 10 cc, 300 mg en 5 cc, 60 mg en 1 cc! Mierda! No he calculado bien las diluciones! La próxima vez en lugar de 10 cc deberán ser por lo menos 20 mililitros, para hacer más manejables las dosis. Creo que me voy a cargar a este chancho”.
En efecto, la dosis terapéutica para un hombre de unos 80 kilos era de 15 mg, el bonito gorrino negro salamentino que trajo Isidro apenas pasaba de las 2 arrobas, o sea unos 23 kilos, por lo que 60 mg estaba bastante por encima de la dosis normal. Inyecte el cc de morfina en el jamón del cerdo y a esperar. Y vaya! No tuve que esperar demasiado. A los tres minutos, el animal estaba inquieto, y parecía querer vomitar, pero fue una alteración transitoria pues antes de los 10 minutos estaba tranquilamente atontado. Para esto, le había pedido a Leonor que calentase un cuchillo en un brasero con el fuego avivado gracias al continuo abaniqueo de Isidro. Cuando el cuchillo empezó a ponerse rojo, limpie con alcohol el rabo del animalito y conté las vértebras, hasta llegar al espacio intervertebral entre la segunda y tercera vertebra caudal, con el rabo apoyado en un lienzo embebido en orujo, realice la caudectomía con rapidez, el animal apenas se inmutó. Al menos como analgésico mi morfina funcionaba. A seguir esperando para ver si el paciente sobrevivía, o perecía por insuficiencia respiratoria. A las cuatro horas, la respiración del gorrino se hizo más pesada. Llame a Martín y le explique lo que estaba pasando:
“Ea, Martinico! Mirad bien estos signos, que en esto le va la vida, Mirad los ojos del gorrino, que veis?”
“La niña de los ojos, está muy pequeña Don Francisco”
“Bien! Pupila puntiforme. Ahora escuchad”- Le pase las orejas de San Lucas, tanto con membrana como con campana- “Que escucháis, Martin?”
“El corazón, Don Francisco. Late lento”
“Bien, que más escucháis?”
“También respira lento”
“Bien, zagal. Eso es lo que pasa. El corazón y de los bofes se aquietan, si damos demasiada medicina, para siempre.”
“Don Francisco, podéis arrancar al gorrino de la muerte?”
“A veces se puede, y esta vez lo haréis vos”
“Yo?” – me miro con enorme sorpresa.
“Vos. Si es que hacéis lo que os diga” - Le dije con calma – “Hoy es un gorrino, mañana puede ser la vida de vuestro hermano. Aprended y hacedlo bien”.
Así pues, me dispuse a dar respiración asistida al chancho.
“Tapad el hocico del animal, y luego soplad por las narinas. Ved las costillas, se deben inflar si es que el aire llega a los bofes. Luego esperad, contad hasta diez, y repetid. Ved como lo hago”
“Maestro, decidme, hasta cuando debo seguir soplando?”
“Hasta que veáis que el gorrino puede respirar por si mismo, o hasta que lo tengamos que entregar a Leonor para que lo hornee”.
En realidad, el pobre cerdo no estaba en las ultimas, con clorhidrato de morfina se necesitan unos 5 mg por kilo para que la dosis se acerque a la letalidad, algo mas con un preparado que no era tan refinado. Así que solo tenía encima poco menos de la mitad de la dosis que lo convertiría en viandas. Pero era importante que Martín supiese como asistirme en caso de necesitad, por lo que siguió insuflando al animal por una hora más.
“Consolaos, Martinico! Sabed que si fuese una dama, le taparíais la nariz y soplaríais por la boca!” - al ver que el muchacho se volvía para replicar, lo pare con una sonrisa cómplice” - No me contestéis aún, seguid soplando en las narinas de vuestro paciente!”.
El gorrino sobrevivió. Isidro y las mujeres de la cocina se divertían haciendo chanzas del pobre Martín, que había asistido a porcino hasta que regularizó su respiración. La plaza (o mejor dicho, yo) pedía indulto:
“Isidro, decidme buen hombre, ese gorrino será buen verraco?”
“Cuando crezca, Don Francisco. Es salamantino negro de pelo, buena raza.”
“No lo sacrificaremos, deseo que sea semental”.
“Habrá que ponerle nombre, Don Francisco. Unas yugadas de encinares en la dehesa, unas marranas y tendréis vuestra piara”.
“Ya nos ocuparemos de eso. Se llamara Henry the Eighth”.
“Disculpe VM, como se llamara el gorrino?”
“Jenri-di-eit, como el rey hereje de Inglaterra. Espero que se ponga igual de gordo”. Dije riéndome, aunque por el rabillo del ojo pude ver a Isidro santiguándose.
Así pues comencé a utilizar la morfina para todo tratamiento que implicase tocar nervios. Aunque me había sido imposible conseguir gutapercha o algún sucedáneo, Lope de Toledo se mostró sumamente hábil en hacerme conos de plata y de oro para la obturación definitiva de los conductos radiculares, y también mostro su habitual diligencia en hacer una limadura de plata con contenido de cobre aumentado. Paralelamente, los instrumentos que Sebastián me hacía en Ávila cada vez eran más depurados, de hecho, con mucha paciencia y aún más suerte podía entrar en los conductos mesiales y vestibulares de los molares. También había conseguido hacer eugenol, machacando y filtrando clavo de olor, por lo que era un compuesto caro, pero al menos era un útil desensibilizante, y lo que es más importante, era el líquido con el que mezclaba el óxido de zinc para obtener un cemento dental útil. El óxido de zinc lo había obtenido gracias a los hojalateros y fabricantes de cornos y trompetas, pues era un subproducto del calentamiento del zinc para alearlo con cobre, que vendían para hacer ungüentos diversos. Mi practica se estaba enderezando: no era exclusivamente mutiladora.
Así entramos en Diciembre, hacia frió y de la Sierra bajaba un viento gélido. Ya habíamos cenado y mientras todo el servicio estaba recogido, yo estaba intentando transcribir las partituras de “La Primavera” de Vivaldi. No era difícil, pues tenía en el Smartphone (que más que teléfono era una tableta, pues nunca me había gustado tener que leer con la ayuda de una lupa) una memoria extraíble de 16 megas en donde había desde novelas, hasta partituras para flauta, piano y violín, e incluso cuartetos y varias obras orquestales, pasando por la Enciclopedia Britanica y El Senor de los Anillos. El problema es que la pila se estaba acabando, pese a que había sido extraordinariamente parco en el uso de la maquina en todos estos años. Era cerca de la medianoche cuando tocaron la puerta con premura.
“El coñ* de tu madre!, la Inquisición” - fue lo primero que pensé. Mientras Josefa abría la puerta y yo me esmeraba en apagar, quitar las pilas y ocultar el teléfono en un falso cajón del armario. Grande fue nuestra sorpresa cuando vimos a Álvaro en uniforme de Guardia Español, junto con una tropa vestida de amarillo.
“Álvaro! Por el amor de Dios, decidme que pasa?”
“Francisco, es de Palacio. Se os requiere con urgencia”
“El Rey?”
“El Rey. Preparad vuestro instrumental y decidle a Isidro que prepare vuestro caballo”.
“Necesito que Martin venga conmigo”
“Pues despertadlo, Vivo, vivo Francisco!”
Desperté a mi ayudante. Hice rápidamente una lista y conforme iba dictando, Martin envolvía en paño el frasco o el instrumento y lo introducía en un arcón pequeño:
“Polvo de opio (morfina)”
“Inyectadora y aguja”
“Éter y mascara”
“Arco de joyero, fresas redondas de varios tamaños”
“Limas de conducto”
“Conos de plata, conos de oro”
“Platina de vidrio y espátula”
“Elixir de clavo de olor (eugenol) y polvo blanco de latonero”
“Botadores y escalpelos”
“Fórceps recto, angulado y raigonero”
“Pinzas, espejos, sondas”
“Portaagujas, tijeras”
“Agujas y suturas de seda negra”
“Orejas de San Lucas”
“Medidor de fiebres”
“Aguardiente de orujo”
“Algodón y gasas cocidas (estériles)”
“Algodón y gasas crudas”
“Paños, cofias y tapabocas”
Y por supuesto, mi licencia de cirujano, otorgada por el Alcalde Examinador del Real Tribunal de Protomedicato (que además de amigo de Don Gonzalo, también me había abierto la boca) hace ya varios años. Nunca se sabe por dónde saltaran los leguleyos!
Salimos, en la puerta tranquilice a Josefa y previniendola de tener la casa cerrada a cal y canto hasta mi regreso. Como Martín no sabía montar, fue llevado a grupas por uno de los guardias. Salimos hacia el Convento de los Jerónimos al que llegamos tras una cabalgata como perseguidos por mil diablos. Entramos al Cuarto Real, allí Álvaro nos dejó y volvió a sus funciones de vigilancia, pero nos esperaban los tres médicos reales: Francisco de Herrera, Miguel Polanco y Alonso Romano de Córdoba.
“Dios con vos, Cirujano”, me saludo secamente de Herrera, “Su Majestad se encuentra con un terrible dolor, y la hinchazón le deforma la cara. Tiene fiebres”.
“El antiguo protomédico real, Nicolás Bocangel practicó unas sangrías hoy” - agregó Romano de Córdoba - “aunque poco o nada ha mejorado Su Majestad”.
“Ha empeorado, y no permite que se le toque. Decidnos cirujano, creéis que su vida peligre?” – pregunto Polanco.
“VMs, os seré sincero, hoy uno de cada cuatro cristianos se reúne con su Creador por culpa de un diente podrido. Nuestro Rey, como buen creyente, puede sucumbir a las fiebres y a la pus” – respondí pausadamente, pero sintiendo la amenaza del frió de un acero en mi garganta. Tal vez la justicia real pueda perdonar a un médico real, pero no tendrán muchos miramientos a un cirujano aparecido de Dios sabe dónde – “Dejadme ver a Su Majestad”.
Cuando vi al joven monarca, no pude distinguir al Rey Planeta, tan solo a un hombre delgado y palido de entre veinte y treinta años retorciéndose de dolor, con la cara deformada por un edema que empezaba a cerrarle el ojo. Eso debe ser un premolar con una pulpa necrosada!
“Cirujano, aliviad mi dolor”.
“Majestad, disculpadme. Descubríos el brazo izquierdo, hasta el hombro y permitidme oír vuestro corazón”
El pulso estaba acelerado y la temperatura superior a los 39 grados. Pedí a Martin una gasa embebida en aguardiente y desinfecte el real hombro. Luego tanto yo y mi ayudante nos lavamos las manos hasta arriba del codo largamente y con cepillo ante los ojos del rey que nunca había visto tanta parafernalia. Finalmente nos enjuagamos con orujo y nos secamos las manos. A falta de guantes, era lo mejor que podíamos hacer.
Diluí un tomín de morfina en 50 cc de agua destilada -podía darme sustos con Henry pero no con Felipe- o lo que es igual, en 2 cc de solución tendría 24 mg de morfina. Cargue la inyectadora y luego de una palmada para sobrecargar sensorialmente al hombro, administre 1.5 militros intramuscularmente. A los diez minutos, le pregunte al Rey
“Majestad, os duele?”
“No, no duele”
“Me permitís trabajar?”
“Trabajad”.
Rápidamente examine la boca real, muchísimo sarro, encías inflamadas, placa blanda y restos alimenticios recientes. Si, la higiene oral no era buena incluso en la cima de la sociedad. Además, había apiñamiento dentario y no pocas caries. Empecé a percutir y cuando llegue al premolar responsable pregunte:
“Majestad, os duele?”
“Si, algo, pero no me importa”.
Gracias a Dios! La indiferencia y la analgesia estaban funcionando!
“Enjuagaos la boca con esta copita de orujo, Majestad”
Luego, y enfundados con gorros y tapabocas, empezamos a trabajar. Mientras yo sostenía y guiaba la fresa, Martin (muy nervioso, todo hay que decirlo) accionaba el arco. Rápidamente llegamos a la dentina cariada y con igual rapidez, pese a la lentitud del instrumental utilizado, llegamos a la cámara pulpar. Realice la remoción del nervio, y lave con orujo, vinagre y salmuera a falta de otro irrigante. La lima más delgada bajo unas once líneas (ah! como extraño mis milímetros!) o lo que es igual, 21 mm, lo que caía dentro de la normalidad estadística. A falta de lima de pasaje, sondee con un alambre de plata más allá de las once líneas, y nuevamente Gracias a Dios, empezó a fluir una pus amarilla y fétida.
“Majestad, oled! Esto es lo que causaba vuestro sufrimiento!”
Instrumente el conducto varias veces, irrigando con agua destilada, vinagre, salmuera y orujo. Seque con una torunda de algodón, y deje otra embebida en elixir de clavos. Puse una generosa tapa de cemento. Y deje al monarca descansar.
A la mañana siguiente Felipe IV volvía a ser el Rey de las Españas. Aunque el edema facial persistía, era mucho más discreto. La fiebre había casi desaparecido. Y el dolor era solamente un mal recuerdo. Ordene que el monarca descansase, que tomase sopa de pollo, y un jarabe de miel, limón, ajo, cebolla y brandy (lo que no mata, engorda!, ignoro si el limón, el ajo o la cebolla son los tan alabados antibióticos naturales, pero el efecto placebo si es importante en el siglo XXI, también lo será en el Siglo de Oro!).
Al tercer día, el rey estaba bien. Esa sesión fue de limpieza. El monarca sangro bastante, pues sus encías estaban muy inflamadas por la cantidad de sarro acumulada. Seguidamente empecé mi perorata de higiene oral y la conveniencia de repetir el procedimiento cada seis meses. Finalmente, al quinto día, procedí a obturar el real conducto. Nuevamente inyecte morfina, esta vez en el brazo derecho, y cuando el rey ya había caído bajo el efecto del opiáceo, quite el cemento y la torunda. Nuevamente lave con agua destilada y alcohol, y repase una vez más con la última lima utilizada. Volví a lavar. Seque con algodón. Tome un cono de plata y sentí que ajustaba bien, a la medida adecuada, prepare el cemento y listo. La próxima semana debería regresar para obturar el diente con amalgama de plata. Pero de momento, el tratamiento endodontico estaba concluido.
El rey había vuelto a ser el rey. Lejano, pausado, grave. Reprimiendo ante los ojos de sus súbditos las debilidades de un hombre de carne y hueso, ocultando sus dudas, sus temores, la soledad enorme de sus decisiones. Debiendo subordinar su pasión por la música, el teatro y la pintura a las tareas de gobernar un Imperio. Solo se permitía disfrutar algo más visiblemente de la caza, los toros y las mujeres.
“Deseáis algo, cirujano”.
“El privilegio de estar a vuestro servicio, Majestad”
“Estamos satisfechos de vuestros servicios. Sois tan bueno como dicen las gentes de la Corte y la Villa. Os hemos de llamar cuando os necesitemos. Tenéis el privilegio de ser llamado Cirujano y Dentista Real. Pero si deseáis algo pedídnoslo. Dios nos ha concedido la gracia de ser agradecidos”.
“Majestad, es menester que ya no dispongáis de los servicios de Nicolás Bocangel. Al hacerle una sangría con fiebres y la pus dentro de su boca, ese facultativo puso en riesgo vuestra vida”.
“Lo haremos, cirujano. Pero esa dadiva no es para beneficio vuestro”.
“Majestad. He compuesto un concierto a la moda italiana, en tres movimientos”
“Vos sabéis de música, cirujano?” pregunto sorprendido el rey “el Maestro Mateo Romero, nuestro profesor de composición y viola de gamba, no era muy favorable a la moda italiana”.
“Cierto es, Majestad. Pero incluso en Maestro Capitán utiliza la música acompañada, muy parecido a lo que maestros italianos de Venecia llaman bajo continuo”.
“Deseáis que nos la escuchemos en la Corte?”
“Si, Majestad”
“Nos os lo concedemos. No deseáis otra cosa?”
“Majestad. Los heridos de vuestros ejércitos muchas veces mueren por falta de cirujanos. Deseo un hospital para vuestros hombres”.
“Vos os encargareis de ello. Podréis dirigir el hospital?”
“Si, Majestad. Os lo agradezco”
“Cirujano, nada de lo que habéis pedido es para vos. Nos deseamos recompensaos”.
“Majestad. Solo os pido un monopolio, por encima de las atribuciones de la Casa de Contratación de Sevilla”.
“Un monopolio en las Indias? Decidnos, de que se trata?”
“El monopolio de las deyecciones de las aves de las islas del Reino del Perú”.
“Cirujano, os burláis de nos? Pedís un monopolio de mierda de pájaros?”
“Si, Majestad. Os lo agradecería mucho”.
“Sois extraño, cirujano. Las voces del mentidero son ciertas!”- Dijo el rey con un levísimo, casi imperceptible, atisbo de sonrisa – “Os lo concedemos. Tendréis el monopolio de mierda más grande de las Indias”.
Alonso había pagado con su vida su cándida estupidez. La sacristía abierta era solo una celada. Pero, quien podría abrir la sacristía de la capilla de los Vargas, una de las familias más poderosas de España desde antes de los Trastámara? El Mentidero era un hervidero de la gente más diversa, desde duques sinvergüenzas y sanguijuelas de oficio, hasta Quevedo y Lope de Vega. Si, el ahorcado había mencionado a uno que hablaba de forma extraña, pero que quiso decir con “sin huesos en la cara”? Para un castellano de la meseta, el portugués o el gallego son bastante “deshuesados”; tal vez podría ser un francés, o era alguien al que se le escapaba el aire por la boca. Un desdentado parcial?, especialmente uno reciente. Sí, podía ser Bocangel. Ya averiguaría quienes eran los demás.
Volví a la rutina. Tenía opio en bruto, tenía ácido sulfúrico, éter, alcohol, cal viva y cal apagada (ah! el viejo y querido hidróxido de calcio!) y ahora tenía sales de amoniaco, además de un poco de tierra de diatomeas de La Mancha que me servirían para filtrar. Lo primero sería convertir los 4 azumbres de jugo de adormidera en opio. Así pues, lentamente, y a bañomaría empecé a evaporar el jugo que se fue reduciendo hasta que quedo un líquido viscoso oscuro. Lo probé y tenía el amargor característico. Seguí calentando, con mucha paciencia cuidando que el agua no se metiese a la cocción, hasta que quedo una masa pegajosa e igualmente oscura. Ya tenía opio refinado, que junto con el látex de las cabezas (el cual, una vez seco, había mermado bastante) serían unos analgésicos utilísimos, así que reserve una porción importante del opio para darlos oralmente, que después de todo, era la manera más inocua de administración.
Ahora iría por la morfina. Afortunadamente, había podido leer los tratados de Farmacología que le sirvieron a mi padre y a mi tío abuelo, e invariablemente relataban las peripecias y desventuras de los químicos precursores, pero aun mas importante, describían con pelos y señales, los procedimientos utilizados. Así pues, solo tuve que imitar a Serturner: No pasaría por el vía crucis del ensayo y error! Cuando Serturner aisló la morfina por primera vez, había secado la pasta de opio sin hacerla hervir, que fue exactamente lo que hice, luego en un mortero convertí al opio seco en polvo, al que seguidamente mezcle con éter, diluí con un poco de alcohol, y finalmente precipite con amoniaco y quedo al fondo del recipiente unos cristales oscuros, sabía que ya tenía morfina base; así que repetí el procedimiento triture los cristales, mezcle, diluí y precipite, para luego evaporar todo el líquido, y descubrir nuevamente en el fondo unos cristales, ya no oscuros sino blanquecinos. Era morfina, en un 80 a 90%. Ahora, necesitaba el medio para poder administrarla parenteralmente.
Recurrí otra vez a las habilidosas manos de Lope de Toledo, necesitaba una aguja hipodérmica con dos siglos de adelanto:
“Dios con vos este día, Maestro orfebre”.
“Y con vos, Maestro cirujano” me devolvió el saludo, y con una sonrisa agrego, “Deseáis que el día de hoy os haga un autómata que os acompañe cuando tocáis flauta?”
“No, Don Lope, para eso prefiero todavía la compañía de una dama. Pero lo que vengo a solicitaros es tan difícil como lo que me nombrasteis”.
“Vive Dios, Don Francisco!, ya me habéis intrigado. Hablad.”.
“Deseo que me hagáis una docena de agujas, muy delgaditas, en plata”.
“Eso no es difícil, decidlo todo”.
“Las agujas son deben ser huecas”.
“Sois un impenitente con vuestros deseos, sabía que no podía ser una aguja cualquiera!”
“Y debe poseer una cazoleta también de plata, e igualmente hueca”
“Redonda?”
“Si, redonda. Ya os indicare el ancho. Podréis hacerlas?”.
“Sí, sí. Podre hacerlas. Solo a vos se os ocurren semejantes necedades. Volved en una semana!”.
Ahora debía ir a una fábrica de botellas, o a un vidriero, y en el Madrid de los Austrias el mejor lugar para encontrar una cosa u otra era Cadalso de los Vidrios, así que como quien va a Ávila a encargar más instrumental para el consultorio, pase por esa localidad. Me lleve una decepción: la fabricación de vidrio para la Corte había decaído mucho desde que finalizó el pedido para El Escorial, hacía ya 20 años largos. Por suerte, un funcionaban algunos hornos, ahora habría que ver si es que aún quedaban maestros vidrieros competentes.
Pregunte si quedaban artesanos que habían trabajado con el afamado vidriero Domenico, o mejor dicho, Domingo Barovier y para mi suerte y pese a los lustros transcurridos desde la muerte del maestro veneciano, aún quedaba un taller, el de Diego Laínez, que habia trabajado con Barovier.
“Maestro Laínez, vos trabajasteis con el Maestro Barovier?”
“Fui su aprendiz, Don Francisco”.
“Por eso es que se os ve joven, cuando el maestro vidriero italiano llego a España ya no era un muchacho. Decidme, vos trabajasteis algún encargo de la Botica de El Escorial?”.
“Si”, dijo con orgullo el vidriero, “El Maestro Domingo y otros maestros del pueblo los Espinoza, Galcerán y Díaz. Había mucho afán y gente industriosa en Cadalso, Don Francisco. Pero ahora apenas hay encargos de la Corte, y nuestros colores no son tan intensos como antes, y el vidrio es un poco más turbio. Para más inri, muchos de nuestros mejores maestros y aprendices han marchado a Valencia».
«A Valencia?».
«Sí, VM. A la Fábrica de espejos de Don Pedro Llopis».
Otra vez Pedro Llopis! Es que este hombre tenía mil caras? Ahora también una fábrica de espejos en Valencia?
“Deseo haceros un encargo especial, Maestro Laínez”
“Decidme”
“Ved este esquema. Deseo que hagáis un tubo de vidrio, del grosor de una copa, abierto por atrás y casi cerrado por adelante, pero con un pico hueco, vedlo aquí”, al ver el interés del artesano, explique con mucho detalle como quería que me hiciese la inyectadora, haciendo hincapié en que el embolo debía deslizarse con suavidad, pero también con un buen ajuste.
“Cuántos de estos aparatos queréis?”
“Diez, diez para comenzar. Cuando los podréis tener?”.
“Dadme tres días para el primero, una vez que haya dominado sus malas mañas, podré hacer el resto en un día o dos”.
“Tenéis el encargo!, Volveré en cinco días, Maestro Laínez. Dios os guarde!”
“Y a vos, Dios lo guarde también”.
Regrese el día de mercado, Laínez había seguido mis ideas, pero al ser productos artesanales, no había dos iguales. La jeringa que evidentemente había sido el prototipo, era bastante tosca y grande, la utilizaría en el primer pavo que hornease, pero habían dos, las más pequeñas, que eran bastante gráciles, de unos 20 cc. Sin embargo, el embolo en todas funcionaba, y lo que es más importante, a ojo de buen cubero, todas las boquillas eran iguales: Las conexiones de Lope deberían poder engarzarse con firmeza. Satisfecho, pague sin chistar los 12 reales que me costaron.
De vuelta a Madrid, y luego de saludar a los Martínez de Luna, fui al taller del orfebre. Lo encontré trabajando aun en las agujas.
“Vos me habéis encargado una tarea imposible”
“No para vuestra habilidad, Maestro”
“Hacer las agujas huecas es muy difícil, no tanto doblar la lámina de plata alrededor de un alambre, sino soldar el borde, porque VM seguramente quería los bordes lisos”
“No os equivocáis, Don Lope. Lisos, pulidos y estancos”.
“Y ahora, como querréis las cazoletas?”
Le mostré las jeringas hechas en Cadalso de los Vidrios, y le deje el prototipo.
“Os dejo esta para que os sirva de guía. Recordad que mientras más delgada sea la aguja, más me alegrareis”.
“No estaréis tan alegre cuando sepáis cuantos reales me deberéis dejar, Don Francisco”
“A fe mía que no lo dudo, Don Lope!, Ea!, prestadme una segueta muy finita y una balanza con adarmes y tomines”
Ya en casa, debí poner en orden mi cabeza para graduar las jeringas y establecer las dosis. En mal tiempo había caído! Los sistemas de medidas eran absolutamente irracionales: La libra castellana no era igual a la libra gallega, asturiana o andaluza, de hecho la libra vallisoletana y matritense era diferente a la libra burgalesa. Lo mismo para capacidades, distancias y áreas, un caos!.
“A ver, Francisco, un adarme es la dieciseisava parte de una onza, y la onza castellana es más pesada que la onza avoirdupois a la que estás acostumbrado” al no tener referencias exactas le di arbitrariamente el valor de 28.5 g, “o sea, 28.5 entre 16, redondeando 1.8 g, y tres tomines hacen un adarme, o sea 0.6 g. Bien, ahora recuerda las medidas de mama: un mililitro son 20 gotas, una cuchara sopera son 15 mililitros, una cucharita de te son 5 mililitros. Vamos a ver cómo nos apañamos con estas medidas!”
Con una pluma hice marcas a cada mililitro, solo para descubrir que la tinta se borraba con mucha facilidad del vidrio. Por lo que volví a hacer la primera marca, y con la segueta hice una raya a la jeringa, luego la siguiente y así hasta completar los 5 cc. Pacientemente (Ah! la Paciencia! En el Siglo XVII había encontrado un nuevo significado para esa palabra!) procedí de igual forma con las 5 inyectadoras más pequeñas y de funcionamiento mas fluido. Teniendo en mente siempre la dosis mortal de 2 gramos, diluí un tomín en un par de cucharaditas de té, tenía 600 mg de morfina en 10 cc! Ahora veríamos que tan bien funcionaba.
“Isidro, id prestamente al mercado, traedme un marrano de unas 60 libras, traédmelo vivo, que venga a casa por su propio pie. Id como el viento! Recordad, traedlo vivo!”
“VM, no estamos aún en Matanza”
“Y?”
“Los gorrinos aun no tienen buen peso, no desea VM varios lechones?”
“No, Isidro!” - Sonreí por el razonamiento cabalmente simple del mozo de la casa -“Necesito un cerdo de 60 libras, vivo, aunque como bien me lo recordáis, aun no esté en su mejor peso”.
Al día siguiente, Lope trajo las agujas con los pabellones (a los que seguíamos llamando “cazoletas”) instalados. Algunas agujas irían junto con la primera jeringa directamente a la cocina de Leonor de lo gruesas que estaban, pero habían 6 de un calibre aceptable. Eso sí, el trabajo del orfebre era impecable, pues las agujas estaban bien rematadas y con filo, ninguna perdía liquido ni por el pabellón, ni por los costados. Aún faltaba un mes para Noviembre, pero al gorrino ya le había llegado su San Martin.
“A ver! 600 mg en 10 cc, 300 mg en 5 cc, 60 mg en 1 cc! Mierda! No he calculado bien las diluciones! La próxima vez en lugar de 10 cc deberán ser por lo menos 20 mililitros, para hacer más manejables las dosis. Creo que me voy a cargar a este chancho”.
En efecto, la dosis terapéutica para un hombre de unos 80 kilos era de 15 mg, el bonito gorrino negro salamentino que trajo Isidro apenas pasaba de las 2 arrobas, o sea unos 23 kilos, por lo que 60 mg estaba bastante por encima de la dosis normal. Inyecte el cc de morfina en el jamón del cerdo y a esperar. Y vaya! No tuve que esperar demasiado. A los tres minutos, el animal estaba inquieto, y parecía querer vomitar, pero fue una alteración transitoria pues antes de los 10 minutos estaba tranquilamente atontado. Para esto, le había pedido a Leonor que calentase un cuchillo en un brasero con el fuego avivado gracias al continuo abaniqueo de Isidro. Cuando el cuchillo empezó a ponerse rojo, limpie con alcohol el rabo del animalito y conté las vértebras, hasta llegar al espacio intervertebral entre la segunda y tercera vertebra caudal, con el rabo apoyado en un lienzo embebido en orujo, realice la caudectomía con rapidez, el animal apenas se inmutó. Al menos como analgésico mi morfina funcionaba. A seguir esperando para ver si el paciente sobrevivía, o perecía por insuficiencia respiratoria. A las cuatro horas, la respiración del gorrino se hizo más pesada. Llame a Martín y le explique lo que estaba pasando:
“Ea, Martinico! Mirad bien estos signos, que en esto le va la vida, Mirad los ojos del gorrino, que veis?”
“La niña de los ojos, está muy pequeña Don Francisco”
“Bien! Pupila puntiforme. Ahora escuchad”- Le pase las orejas de San Lucas, tanto con membrana como con campana- “Que escucháis, Martin?”
“El corazón, Don Francisco. Late lento”
“Bien, que más escucháis?”
“También respira lento”
“Bien, zagal. Eso es lo que pasa. El corazón y de los bofes se aquietan, si damos demasiada medicina, para siempre.”
“Don Francisco, podéis arrancar al gorrino de la muerte?”
“A veces se puede, y esta vez lo haréis vos”
“Yo?” – me miro con enorme sorpresa.
“Vos. Si es que hacéis lo que os diga” - Le dije con calma – “Hoy es un gorrino, mañana puede ser la vida de vuestro hermano. Aprended y hacedlo bien”.
Así pues, me dispuse a dar respiración asistida al chancho.
“Tapad el hocico del animal, y luego soplad por las narinas. Ved las costillas, se deben inflar si es que el aire llega a los bofes. Luego esperad, contad hasta diez, y repetid. Ved como lo hago”
“Maestro, decidme, hasta cuando debo seguir soplando?”
“Hasta que veáis que el gorrino puede respirar por si mismo, o hasta que lo tengamos que entregar a Leonor para que lo hornee”.
En realidad, el pobre cerdo no estaba en las ultimas, con clorhidrato de morfina se necesitan unos 5 mg por kilo para que la dosis se acerque a la letalidad, algo mas con un preparado que no era tan refinado. Así que solo tenía encima poco menos de la mitad de la dosis que lo convertiría en viandas. Pero era importante que Martín supiese como asistirme en caso de necesitad, por lo que siguió insuflando al animal por una hora más.
“Consolaos, Martinico! Sabed que si fuese una dama, le taparíais la nariz y soplaríais por la boca!” - al ver que el muchacho se volvía para replicar, lo pare con una sonrisa cómplice” - No me contestéis aún, seguid soplando en las narinas de vuestro paciente!”.
El gorrino sobrevivió. Isidro y las mujeres de la cocina se divertían haciendo chanzas del pobre Martín, que había asistido a porcino hasta que regularizó su respiración. La plaza (o mejor dicho, yo) pedía indulto:
“Isidro, decidme buen hombre, ese gorrino será buen verraco?”
“Cuando crezca, Don Francisco. Es salamantino negro de pelo, buena raza.”
“No lo sacrificaremos, deseo que sea semental”.
“Habrá que ponerle nombre, Don Francisco. Unas yugadas de encinares en la dehesa, unas marranas y tendréis vuestra piara”.
“Ya nos ocuparemos de eso. Se llamara Henry the Eighth”.
“Disculpe VM, como se llamara el gorrino?”
“Jenri-di-eit, como el rey hereje de Inglaterra. Espero que se ponga igual de gordo”. Dije riéndome, aunque por el rabillo del ojo pude ver a Isidro santiguándose.
Así pues comencé a utilizar la morfina para todo tratamiento que implicase tocar nervios. Aunque me había sido imposible conseguir gutapercha o algún sucedáneo, Lope de Toledo se mostró sumamente hábil en hacerme conos de plata y de oro para la obturación definitiva de los conductos radiculares, y también mostro su habitual diligencia en hacer una limadura de plata con contenido de cobre aumentado. Paralelamente, los instrumentos que Sebastián me hacía en Ávila cada vez eran más depurados, de hecho, con mucha paciencia y aún más suerte podía entrar en los conductos mesiales y vestibulares de los molares. También había conseguido hacer eugenol, machacando y filtrando clavo de olor, por lo que era un compuesto caro, pero al menos era un útil desensibilizante, y lo que es más importante, era el líquido con el que mezclaba el óxido de zinc para obtener un cemento dental útil. El óxido de zinc lo había obtenido gracias a los hojalateros y fabricantes de cornos y trompetas, pues era un subproducto del calentamiento del zinc para alearlo con cobre, que vendían para hacer ungüentos diversos. Mi practica se estaba enderezando: no era exclusivamente mutiladora.
Así entramos en Diciembre, hacia frió y de la Sierra bajaba un viento gélido. Ya habíamos cenado y mientras todo el servicio estaba recogido, yo estaba intentando transcribir las partituras de “La Primavera” de Vivaldi. No era difícil, pues tenía en el Smartphone (que más que teléfono era una tableta, pues nunca me había gustado tener que leer con la ayuda de una lupa) una memoria extraíble de 16 megas en donde había desde novelas, hasta partituras para flauta, piano y violín, e incluso cuartetos y varias obras orquestales, pasando por la Enciclopedia Britanica y El Senor de los Anillos. El problema es que la pila se estaba acabando, pese a que había sido extraordinariamente parco en el uso de la maquina en todos estos años. Era cerca de la medianoche cuando tocaron la puerta con premura.
“El coñ* de tu madre!, la Inquisición” - fue lo primero que pensé. Mientras Josefa abría la puerta y yo me esmeraba en apagar, quitar las pilas y ocultar el teléfono en un falso cajón del armario. Grande fue nuestra sorpresa cuando vimos a Álvaro en uniforme de Guardia Español, junto con una tropa vestida de amarillo.
“Álvaro! Por el amor de Dios, decidme que pasa?”
“Francisco, es de Palacio. Se os requiere con urgencia”
“El Rey?”
“El Rey. Preparad vuestro instrumental y decidle a Isidro que prepare vuestro caballo”.
“Necesito que Martin venga conmigo”
“Pues despertadlo, Vivo, vivo Francisco!”
Desperté a mi ayudante. Hice rápidamente una lista y conforme iba dictando, Martin envolvía en paño el frasco o el instrumento y lo introducía en un arcón pequeño:
“Polvo de opio (morfina)”
“Inyectadora y aguja”
“Éter y mascara”
“Arco de joyero, fresas redondas de varios tamaños”
“Limas de conducto”
“Conos de plata, conos de oro”
“Platina de vidrio y espátula”
“Elixir de clavo de olor (eugenol) y polvo blanco de latonero”
“Botadores y escalpelos”
“Fórceps recto, angulado y raigonero”
“Pinzas, espejos, sondas”
“Portaagujas, tijeras”
“Agujas y suturas de seda negra”
“Orejas de San Lucas”
“Medidor de fiebres”
“Aguardiente de orujo”
“Algodón y gasas cocidas (estériles)”
“Algodón y gasas crudas”
“Paños, cofias y tapabocas”
Y por supuesto, mi licencia de cirujano, otorgada por el Alcalde Examinador del Real Tribunal de Protomedicato (que además de amigo de Don Gonzalo, también me había abierto la boca) hace ya varios años. Nunca se sabe por dónde saltaran los leguleyos!
Salimos, en la puerta tranquilice a Josefa y previniendola de tener la casa cerrada a cal y canto hasta mi regreso. Como Martín no sabía montar, fue llevado a grupas por uno de los guardias. Salimos hacia el Convento de los Jerónimos al que llegamos tras una cabalgata como perseguidos por mil diablos. Entramos al Cuarto Real, allí Álvaro nos dejó y volvió a sus funciones de vigilancia, pero nos esperaban los tres médicos reales: Francisco de Herrera, Miguel Polanco y Alonso Romano de Córdoba.
“Dios con vos, Cirujano”, me saludo secamente de Herrera, “Su Majestad se encuentra con un terrible dolor, y la hinchazón le deforma la cara. Tiene fiebres”.
“El antiguo protomédico real, Nicolás Bocangel practicó unas sangrías hoy” - agregó Romano de Córdoba - “aunque poco o nada ha mejorado Su Majestad”.
“Ha empeorado, y no permite que se le toque. Decidnos cirujano, creéis que su vida peligre?” – pregunto Polanco.
“VMs, os seré sincero, hoy uno de cada cuatro cristianos se reúne con su Creador por culpa de un diente podrido. Nuestro Rey, como buen creyente, puede sucumbir a las fiebres y a la pus” – respondí pausadamente, pero sintiendo la amenaza del frió de un acero en mi garganta. Tal vez la justicia real pueda perdonar a un médico real, pero no tendrán muchos miramientos a un cirujano aparecido de Dios sabe dónde – “Dejadme ver a Su Majestad”.
Cuando vi al joven monarca, no pude distinguir al Rey Planeta, tan solo a un hombre delgado y palido de entre veinte y treinta años retorciéndose de dolor, con la cara deformada por un edema que empezaba a cerrarle el ojo. Eso debe ser un premolar con una pulpa necrosada!
“Cirujano, aliviad mi dolor”.
“Majestad, disculpadme. Descubríos el brazo izquierdo, hasta el hombro y permitidme oír vuestro corazón”
El pulso estaba acelerado y la temperatura superior a los 39 grados. Pedí a Martin una gasa embebida en aguardiente y desinfecte el real hombro. Luego tanto yo y mi ayudante nos lavamos las manos hasta arriba del codo largamente y con cepillo ante los ojos del rey que nunca había visto tanta parafernalia. Finalmente nos enjuagamos con orujo y nos secamos las manos. A falta de guantes, era lo mejor que podíamos hacer.
Diluí un tomín de morfina en 50 cc de agua destilada -podía darme sustos con Henry pero no con Felipe- o lo que es igual, en 2 cc de solución tendría 24 mg de morfina. Cargue la inyectadora y luego de una palmada para sobrecargar sensorialmente al hombro, administre 1.5 militros intramuscularmente. A los diez minutos, le pregunte al Rey
“Majestad, os duele?”
“No, no duele”
“Me permitís trabajar?”
“Trabajad”.
Rápidamente examine la boca real, muchísimo sarro, encías inflamadas, placa blanda y restos alimenticios recientes. Si, la higiene oral no era buena incluso en la cima de la sociedad. Además, había apiñamiento dentario y no pocas caries. Empecé a percutir y cuando llegue al premolar responsable pregunte:
“Majestad, os duele?”
“Si, algo, pero no me importa”.
Gracias a Dios! La indiferencia y la analgesia estaban funcionando!
“Enjuagaos la boca con esta copita de orujo, Majestad”
Luego, y enfundados con gorros y tapabocas, empezamos a trabajar. Mientras yo sostenía y guiaba la fresa, Martin (muy nervioso, todo hay que decirlo) accionaba el arco. Rápidamente llegamos a la dentina cariada y con igual rapidez, pese a la lentitud del instrumental utilizado, llegamos a la cámara pulpar. Realice la remoción del nervio, y lave con orujo, vinagre y salmuera a falta de otro irrigante. La lima más delgada bajo unas once líneas (ah! como extraño mis milímetros!) o lo que es igual, 21 mm, lo que caía dentro de la normalidad estadística. A falta de lima de pasaje, sondee con un alambre de plata más allá de las once líneas, y nuevamente Gracias a Dios, empezó a fluir una pus amarilla y fétida.
“Majestad, oled! Esto es lo que causaba vuestro sufrimiento!”
Instrumente el conducto varias veces, irrigando con agua destilada, vinagre, salmuera y orujo. Seque con una torunda de algodón, y deje otra embebida en elixir de clavos. Puse una generosa tapa de cemento. Y deje al monarca descansar.
A la mañana siguiente Felipe IV volvía a ser el Rey de las Españas. Aunque el edema facial persistía, era mucho más discreto. La fiebre había casi desaparecido. Y el dolor era solamente un mal recuerdo. Ordene que el monarca descansase, que tomase sopa de pollo, y un jarabe de miel, limón, ajo, cebolla y brandy (lo que no mata, engorda!, ignoro si el limón, el ajo o la cebolla son los tan alabados antibióticos naturales, pero el efecto placebo si es importante en el siglo XXI, también lo será en el Siglo de Oro!).
Al tercer día, el rey estaba bien. Esa sesión fue de limpieza. El monarca sangro bastante, pues sus encías estaban muy inflamadas por la cantidad de sarro acumulada. Seguidamente empecé mi perorata de higiene oral y la conveniencia de repetir el procedimiento cada seis meses. Finalmente, al quinto día, procedí a obturar el real conducto. Nuevamente inyecte morfina, esta vez en el brazo derecho, y cuando el rey ya había caído bajo el efecto del opiáceo, quite el cemento y la torunda. Nuevamente lave con agua destilada y alcohol, y repase una vez más con la última lima utilizada. Volví a lavar. Seque con algodón. Tome un cono de plata y sentí que ajustaba bien, a la medida adecuada, prepare el cemento y listo. La próxima semana debería regresar para obturar el diente con amalgama de plata. Pero de momento, el tratamiento endodontico estaba concluido.
El rey había vuelto a ser el rey. Lejano, pausado, grave. Reprimiendo ante los ojos de sus súbditos las debilidades de un hombre de carne y hueso, ocultando sus dudas, sus temores, la soledad enorme de sus decisiones. Debiendo subordinar su pasión por la música, el teatro y la pintura a las tareas de gobernar un Imperio. Solo se permitía disfrutar algo más visiblemente de la caza, los toros y las mujeres.
“Deseáis algo, cirujano”.
“El privilegio de estar a vuestro servicio, Majestad”
“Estamos satisfechos de vuestros servicios. Sois tan bueno como dicen las gentes de la Corte y la Villa. Os hemos de llamar cuando os necesitemos. Tenéis el privilegio de ser llamado Cirujano y Dentista Real. Pero si deseáis algo pedídnoslo. Dios nos ha concedido la gracia de ser agradecidos”.
“Majestad, es menester que ya no dispongáis de los servicios de Nicolás Bocangel. Al hacerle una sangría con fiebres y la pus dentro de su boca, ese facultativo puso en riesgo vuestra vida”.
“Lo haremos, cirujano. Pero esa dadiva no es para beneficio vuestro”.
“Majestad. He compuesto un concierto a la moda italiana, en tres movimientos”
“Vos sabéis de música, cirujano?” pregunto sorprendido el rey “el Maestro Mateo Romero, nuestro profesor de composición y viola de gamba, no era muy favorable a la moda italiana”.
“Cierto es, Majestad. Pero incluso en Maestro Capitán utiliza la música acompañada, muy parecido a lo que maestros italianos de Venecia llaman bajo continuo”.
“Deseáis que nos la escuchemos en la Corte?”
“Si, Majestad”
“Nos os lo concedemos. No deseáis otra cosa?”
“Majestad. Los heridos de vuestros ejércitos muchas veces mueren por falta de cirujanos. Deseo un hospital para vuestros hombres”.
“Vos os encargareis de ello. Podréis dirigir el hospital?”
“Si, Majestad. Os lo agradezco”
“Cirujano, nada de lo que habéis pedido es para vos. Nos deseamos recompensaos”.
“Majestad. Solo os pido un monopolio, por encima de las atribuciones de la Casa de Contratación de Sevilla”.
“Un monopolio en las Indias? Decidnos, de que se trata?”
“El monopolio de las deyecciones de las aves de las islas del Reino del Perú”.
“Cirujano, os burláis de nos? Pedís un monopolio de mierda de pájaros?”
“Si, Majestad. Os lo agradecería mucho”.
“Sois extraño, cirujano. Las voces del mentidero son ciertas!”- Dijo el rey con un levísimo, casi imperceptible, atisbo de sonrisa – “Os lo concedemos. Tendréis el monopolio de mierda más grande de las Indias”.
La verdad nos hara libres
- tercioidiaquez
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Un soldado de cuatro siglos
REAL ALCÁZAR DE MADRID.
La Corte hervía de noticias. Los rumores primero y las noticias después habían confirmado, que el rey hereje de la lejana Suecia, había vuelto a la campaña. Pero esta vez pondría toda la carne en el asador. Ya fuera por espías, o por simples mercaderes, se sabía que el objetivo era la propia capital imperial. Viena sería la llave que abriría el Imperio para los suecos y sus aliados sajones y alemanes.
Se sabía que mensajeros de la corte imperial habían llegado pidiendo ayuda, y que el Consejo Real había estado reunido, aunque los primeros días sin la presencia del Rey Planeta, que todavía se recuperaba de unos dolores en la boca.
Su Majestad se encontraba ahora en el trono, acompañado de la Reina Isabel. Ambos del riguroso negro del protocolo. La Reina, francesa mostraba su talante aburrido y ausente, el Rey se rebullía nervioso, mientras oía a diversos embajadores y dignatarios.
Espínola sacudió la cabeza, habían pensado como dar la noticia, y aunque ya se había tomado la decisión, se debía guardar el protocolo y que Su Majestad asumiera el papel que le correspondía.
Giró la cabeza y la asintió en dirección a uno de sus ayudantes, que se giró e hizo una seña por la puerta.
Instantes después, , un hombre vestido con gran boato y seguido de un soldado con botas de caballería entraron en el salón del trono, adelantando a todos los presentes.
De no haber estado todo preparado los Guardias no hubieran permitido el pequeño tumulto que se originó por los empujones y los cuchicheos.
El embajador del Imperio, pues de él se trataba se puso delante del Rey, y tras la reverencia de rigor comenzó a hablar, pronunciando con fuerza las erres.
-"Majestad, me llegan noticias de vuestro pariente, el Sagrado Emperador de Romanos. Los herejes avanzan hacia Viena. Reforzados por hombres de la lejana Caledonia, de Sajones, de la Carelia y de muchos súdbitos desleales, peligra nuestra religión. Nuestros hombres presentarán batalla, pero Su Majestad Imperial, solicita que su pariente, le ayude. Unidos, Dios reinará sobre Europa".
Espínola miró al Rey que se había quedado quieto. Por menos de un segundo sus miradas se cruzaron. Finalmente, el Rey se levantó muy despacio, mientras toda la corte miraba. Lentamente pero con voz rotunda se oyó su voz.
-"Enviad los Tercios".
Los presentes prorrumpieron en gritos de alborozo.
La Corte hervía de noticias. Los rumores primero y las noticias después habían confirmado, que el rey hereje de la lejana Suecia, había vuelto a la campaña. Pero esta vez pondría toda la carne en el asador. Ya fuera por espías, o por simples mercaderes, se sabía que el objetivo era la propia capital imperial. Viena sería la llave que abriría el Imperio para los suecos y sus aliados sajones y alemanes.
Se sabía que mensajeros de la corte imperial habían llegado pidiendo ayuda, y que el Consejo Real había estado reunido, aunque los primeros días sin la presencia del Rey Planeta, que todavía se recuperaba de unos dolores en la boca.
Su Majestad se encontraba ahora en el trono, acompañado de la Reina Isabel. Ambos del riguroso negro del protocolo. La Reina, francesa mostraba su talante aburrido y ausente, el Rey se rebullía nervioso, mientras oía a diversos embajadores y dignatarios.
Espínola sacudió la cabeza, habían pensado como dar la noticia, y aunque ya se había tomado la decisión, se debía guardar el protocolo y que Su Majestad asumiera el papel que le correspondía.
Giró la cabeza y la asintió en dirección a uno de sus ayudantes, que se giró e hizo una seña por la puerta.
Instantes después, , un hombre vestido con gran boato y seguido de un soldado con botas de caballería entraron en el salón del trono, adelantando a todos los presentes.
De no haber estado todo preparado los Guardias no hubieran permitido el pequeño tumulto que se originó por los empujones y los cuchicheos.
El embajador del Imperio, pues de él se trataba se puso delante del Rey, y tras la reverencia de rigor comenzó a hablar, pronunciando con fuerza las erres.
-"Majestad, me llegan noticias de vuestro pariente, el Sagrado Emperador de Romanos. Los herejes avanzan hacia Viena. Reforzados por hombres de la lejana Caledonia, de Sajones, de la Carelia y de muchos súdbitos desleales, peligra nuestra religión. Nuestros hombres presentarán batalla, pero Su Majestad Imperial, solicita que su pariente, le ayude. Unidos, Dios reinará sobre Europa".
Espínola miró al Rey que se había quedado quieto. Por menos de un segundo sus miradas se cruzaron. Finalmente, el Rey se levantó muy despacio, mientras toda la corte miraba. Lentamente pero con voz rotunda se oyó su voz.
-"Enviad los Tercios".
Los presentes prorrumpieron en gritos de alborozo.
“…Las piezas de campaña se perdieron; bandera de español ninguna…” Duque de Alba tras la batalla de Heiligerlee.
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Un soldado de cuatro siglos
Valencia, enero de 1634
—¡Bienvenido a bordo, señor Marqués! —Dijo el almirante Oquendo al recibir a Pedro a bordo del nuevo navío de 60 cañones Bahama.
—Muchas gracias, almirante, pero aquí no soy marques, mientras dure la campaña soy únicamente un general. —Respondió Pedro acompañando a Oquendo en la revista de los marineros del navío, viendo muchas caras conocidas entre la marinería, deteniéndose de tanto en tanto para saludar a algún marinero que unos años atrás formase parte de su propio buque almirante. —Decidme, Don Oquendo ¿Está la flota preparada para la campaña de este año?
—Por supuesto, general, vuesa excelencia puede comprobar que los seis navíos de sesenta cañones y ocho fragatas de treinta están ya alistados, y que decir de los navíos y jabeques de la flota Real de Valencia comandada por Urquiza.
—Magnifico, almirante, si vuesa excelencia hace el favor, me gustaría comprobar los estadillos de personal, y los informes de suministros de inmediato.
—Lo imaginaba, Don Pedro, haced el favor de acompañarme.
Segundos más tarde estaban en la cámara del almirante. En la campaña participarían los seis navíos y ocho fragatas recién construidos para la Armada Española, a los que se sumaría la Armada Real de Valencia con sus cinco Man-o-war y unos veinte jabeques. Curiosamente, o no tanto, las tripulaciones estaban completas e incluso había cierto número de aventureros alistados como extranumerarios, algo que en los últimos años venía ocurriendo con frecuencia pues eran muchos los que buscaban la fortuna en aquellas campañas.
En cuanto a las armas, todos los navíos de la armada estaban ya equipados con las nuevas piezas de bronce comprimido, ahorrando hasta sesenta toneladas de peso con respecto a un bajel similar armado con las tradicionales piezas de bronce o hierro. Aun mejor, aquellos cañones disparaban proyectiles troncocónicos, logrando un mejor aprovechamiento de los vientos y mayores alcances y capacidad de penetración.
Otros veinte bajeles les acompañarían en esta ocasión para transportar las tropas de invasión. La infantería estaría formada por tres tercios de infantería de la Guardia Exterior, un tercio de irlandeses, y cuatro batallones valencianos, todos armaros y entrenados conforme a las nuevas tácticas de líneas de mosquetes. La caballería estaría formada por los escuadrones del regimiento de carabineros de la Guardia y cuatro escuadrones de la milicia valenciana, y la artillería por tres baterías de seis cañones de 12 libras de bronce comprimido, también de dicha milicia.
Pero esto era lo sencillo. Bastaron unos pocos minutos para comprobar estadillos de personal de cada uno de los navíos de la flota y las unidades del ejército. Lo verdaderamente importante y casi tan vital como lo anterior, fue el comprobar el estado de los suministros. Pólvora y balas para los cañones de la flota. Cada buque debía llevar una reserva completa de cien a doscientos disparos dependiendo del calibre del cañón, y cada soldado veinte disparos encima, junto a una reserva de doscientos disparos en el buque. Agua para treinta días, comida para sesenta.
Esto se repartía buque por buque, incluyendo los transportes de tropas. Además los seis buques de carga deberían llevar reservas de municiones de todo tipo y comida para otros sesenta días de todo el ejército. Incluso se habían preparado dos buques aljibe, destinados en exclusiva al transporte de barriles de agua, de forma que no se pudriese. Estos buques de suministros llegado el caso, deberían hacer viajes entre la zona de operaciones y algún puerto amigo en el que cargar agua, comida, o municiones.
—¡Bienvenido a bordo, señor Marqués! —Dijo el almirante Oquendo al recibir a Pedro a bordo del nuevo navío de 60 cañones Bahama.
—Muchas gracias, almirante, pero aquí no soy marques, mientras dure la campaña soy únicamente un general. —Respondió Pedro acompañando a Oquendo en la revista de los marineros del navío, viendo muchas caras conocidas entre la marinería, deteniéndose de tanto en tanto para saludar a algún marinero que unos años atrás formase parte de su propio buque almirante. —Decidme, Don Oquendo ¿Está la flota preparada para la campaña de este año?
—Por supuesto, general, vuesa excelencia puede comprobar que los seis navíos de sesenta cañones y ocho fragatas de treinta están ya alistados, y que decir de los navíos y jabeques de la flota Real de Valencia comandada por Urquiza.
—Magnifico, almirante, si vuesa excelencia hace el favor, me gustaría comprobar los estadillos de personal, y los informes de suministros de inmediato.
—Lo imaginaba, Don Pedro, haced el favor de acompañarme.
Segundos más tarde estaban en la cámara del almirante. En la campaña participarían los seis navíos y ocho fragatas recién construidos para la Armada Española, a los que se sumaría la Armada Real de Valencia con sus cinco Man-o-war y unos veinte jabeques. Curiosamente, o no tanto, las tripulaciones estaban completas e incluso había cierto número de aventureros alistados como extranumerarios, algo que en los últimos años venía ocurriendo con frecuencia pues eran muchos los que buscaban la fortuna en aquellas campañas.
En cuanto a las armas, todos los navíos de la armada estaban ya equipados con las nuevas piezas de bronce comprimido, ahorrando hasta sesenta toneladas de peso con respecto a un bajel similar armado con las tradicionales piezas de bronce o hierro. Aun mejor, aquellos cañones disparaban proyectiles troncocónicos, logrando un mejor aprovechamiento de los vientos y mayores alcances y capacidad de penetración.
Otros veinte bajeles les acompañarían en esta ocasión para transportar las tropas de invasión. La infantería estaría formada por tres tercios de infantería de la Guardia Exterior, un tercio de irlandeses, y cuatro batallones valencianos, todos armaros y entrenados conforme a las nuevas tácticas de líneas de mosquetes. La caballería estaría formada por los escuadrones del regimiento de carabineros de la Guardia y cuatro escuadrones de la milicia valenciana, y la artillería por tres baterías de seis cañones de 12 libras de bronce comprimido, también de dicha milicia.
Pero esto era lo sencillo. Bastaron unos pocos minutos para comprobar estadillos de personal de cada uno de los navíos de la flota y las unidades del ejército. Lo verdaderamente importante y casi tan vital como lo anterior, fue el comprobar el estado de los suministros. Pólvora y balas para los cañones de la flota. Cada buque debía llevar una reserva completa de cien a doscientos disparos dependiendo del calibre del cañón, y cada soldado veinte disparos encima, junto a una reserva de doscientos disparos en el buque. Agua para treinta días, comida para sesenta.
Esto se repartía buque por buque, incluyendo los transportes de tropas. Además los seis buques de carga deberían llevar reservas de municiones de todo tipo y comida para otros sesenta días de todo el ejército. Incluso se habían preparado dos buques aljibe, destinados en exclusiva al transporte de barriles de agua, de forma que no se pudriese. Estos buques de suministros llegado el caso, deberían hacer viajes entre la zona de operaciones y algún puerto amigo en el que cargar agua, comida, o municiones.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
- reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos
Hala! Pues soy el dentista del Rey! Creo que no me hubiese imaginado que la buena fortuna me sonriese tanto. Sin embargo, estaba metido en un aprieto. Debia organizar un hospital militar desde cero. Debia crear procedimientos en una época en que el instrumental quirúrgico se parecía mas al de un carpintero que al de un traumatólogo. Y sobre todo, debía entrenar un cuadro de cirujanos competentes que por lo menos se lavasen las manos antes de cada amputación.
Pero primero debía llegar a casa, pues el personal de servicio debía estar aterrado pensando en lo que me hubiese podido pasar luego de tan atropellada partida. Josefa estaba en la puerta y apenas se enteró de lo ocurrido se fue alborozada a compartir la nueva con los demás. La detuve brevemente.
“Después deseo que compréis 100 escudillas de calabaza y 100 cucharas de madera en el mercado”
“Como vos dispongáis, Don Francisco. Os puedo preguntar para que destinareis las escudillas?”
“Pues para lo que se usan, Josefa! Para servir comida!”
“Comeremos en escudillas de calabaza, Don Francisco?”
“No Josefa, pero el invierno será duro. Y es de cristianos compartir la buenaventura con los más pobres. Todos los viernes, el día de la muerte de Nuestro Señor, daremos de comer a 100 pobres. Ese día también comprareis 25 panes que cortareis en cuartos”
“Oh, Don Francisco! Dios os bendiga!”
“Como será trabajo adicional, recibiréis vos, Leonor, Encarnación e Isidro unos maravedíes más”.
“Donde daréis de comer a los pobres?, Sera aquí en casa?”
“No os preocupéis, Josefa!, No lidiareis con 100 hambrientos aquí! Llevaremos la comida a una iglesia, ya veré a cual!”
Y así, en Diciembre de 1629 comencé a llevar a la Iglesia de la Santa Cruz, de los dominicos, todos los viernes, 100 raciones de sopa, generalmente con judías o garbanzos, y pan. No era mucho, pero esperaba que los notables de la villa me imitasen.
La otra noticia agradable de esos días fue que ¡al fin!, la corona había prescindido de los servicios de Nicolas Bocangel. Álvaro vino con la noticia, y aunque yo hubiese esperado una expulsión sin más, al veterano facultativo se le “jubiló” honrosamente. Gabriel Bocangel había perdido su más poderosa baza de influencia.
Debía hacer dos viajes a la costa. El primero era al Cantábrico, pues necesitaba conseguir las algas marrones de sus aguas frías, primer y fundamental paso para obtener alginato, no para las sutilezas dignas de la cocina de Adriá, pero ciertamente indispensables para una impresión odontológica.
Pero el viaje al Mediterráneo era más importante. En primer lugar debía encontrar un puerto, y luego un terreno grande, y barato, capaz de almacenar el guano. Me gustaba la idea de Valencia, con el auge renovado que había alcanzado gracias a Pedro Llopis.
Pedro Llopis! No solo inventor, también navegante, marino osado y victorioso, comerciante sagaz y por lo que había escuchado en palacio, político avezado. Pareciese ser la piedra que inicia el alud. Sería otro mortal varado en un siglo ajeno? Eso no lo averiguare sentado! Si iba a Valencia, llevare un regalo digno del personaje polifacético que tanto me intrigaba.
Para ese fin, fui a la calle de las Chispas, al taller del maestro arcabucero Juan Sánchez de Miruela, y le encargue un 2 juegos de pistolas, uno seria para Llopis, el otro para mí. El de Llopis damasquinado, el mío sencillo, al igual que una pistola suelta adicional. Pero ambos juegos constituirían de 2 pistolas de arzón y una de bolsillo. Llave a la española, caña de tres secciones, como le gustaba al Maestro Sánchez, estriada en las pistolas grandes, lisa en las pequeñas. Cachas de palisandro, pues eran las armas de un marino, baqueta de acero y molde para balas, en un estuche de madera igualmente noble (pero no tan cara como el palisandro, bueno es culantro pero no tanto!). La pistola adicional era idéntica a mis armas largas, pero con la empuñadura de nogal: era para Álvaro. El precio fue muy “cariñoso”, 1800 reales de vellón para mis armas y 2500 para las de Llopis, El coñ* de su madre! Por el encargo de una sinfonía, solo me habían pagado 1000 reales! Eso sí, las armas estarían listas para el día de San Valentín.
Pero mi carta de presentación seria otra, más alejada del ruido de sables y mucho más cercana al crujir de tripas, ¡Ándeme yo caliente!. Así que me hice una buena provisión de habas de cacao. Afortunadamente en mi años mozos había pasado unas vacaciones en una hacienda cacaotera de Ocumare de la Costa y recordaba bastante bien el procedimiento de obtención de chocolate. Primero tostar y pelar la almendra, luego pasarla por el batán hasta convertirla en una masa pastosa y de un sabor amargo característico y desagradable: ya tenía el licor de cacao!
Ahora viene la parte difícil! Debía mezclar el mencionado licor de cacao con azúcar y leche hasta obtener una pasta fluida y uniforme. Y eso fue mucho más fácil decirlo que hacerlo. La textura era granulosa, y el sabor, indiferente. Probamos con mayor temperatura, menos leche, leche de cabra y de oveja, vainilla y canela. Al final, jugando un poco con el calor al bañomaría, una mezcla de leche de vaca y oveja, azúcar morena, y las especias obtuve un chocolate rico. Vamos! No ganaría ningún concurso de repostería, pero era un chocolate que podía ser comido con gusto, tal vez todavia sin la textura fina, pero definitivamente ya habia perdido la sensacion de tierra en la boca. Ahora solo faltaba adecentarlo un poco más. Pero eso debía esperar un poco más, ahora debía terminar “mi concierto”.
Y si, bien tenia las partituras en la memoria, lo que ya no tenía era pila para verlas. Y existía un problema adicional, una cosa era Vivaldi con instrumentos modernos, y otra muy diferente Vivaldi con instrumentos antes de Vivaldi. Escogí la estación que más tenía a mano, el invierno. Sería un concierto para solista y una orquesta barroca de seis violines y tres violas de brazo Pero habría una variación importante, no sería el violín concertino quien llevase todo el peso del solista, sería ayudado por una flauta dulce tenor. Como la viola de gamba “llena” menos que el cello, agregué una más. Para hacer vernácula la cosa, en lugar de oboes utilizaría chirimías. Y por supuesto, el clavecín para el continuo, ayudado por un archilaud.
https://www.youtube.com/watch?v=8w2oF1xeCpA
No solo había preparado “El Invierno”, también me apoyaría en una fanfarria gabacha, de Charpentier, contaría con el refuerzo de 2 trompetas , 2 cornos, un bajón reemplazando al fagot, y timbales (ah, como se echa de menos la percusión en la música de esta época!). El Preludio y Te Deum sonaban bien, y los utilizaría para la entrada de Rey.
https://www.youtube.com/watch?v=EDbzB9hjzPA
Fui varias veces al Real Alcázar de Madrid a ensayar con los músicos de la corte, pues el soberano quería escuchar el concierto para la Epifanía de 1630. Los maestros eran hábiles, y como buenos músicos del barroco lo que no entendían, lo improvisaban. La notacion de la época dejaba muchos vacios que se iban llenando sobre la marcha. Ademas, las Cuatro Estaciones eran las Cuatro Estaciones, y Vivaldi, Vivaldi, así lo toquen 95 años antes! Por lo que no fue de extrañar que Felipe IV quedase satisfecho de los reales gastados en mí. Me pidió una nueva obra y se la prometí para la primavera.
Tenía entonces el tiempo para hacer un chocolate digno de Llopis: un turrón de chocolate, con naranjas confitadas, arroz inflado, almendras tostadas y pasas borrachas. Cuando estaba perfeccionando la receta y presentación, vino a casa Lope de Toledo en una visita que era tanto social como de trabajo.
“Lope, Dios con vos!”
“Y con vos, Francisco. He oído que vuestra música ha gustado en la Corte y el mismo rey esta aprendiendo a tocarla. Enhorabuena cirujano!”
“Nuestra Majestad es buen músico aficionado, aprenderá a no dudarlo”.
“Pero no me habéis hecho venir a vuestra casa a hablar de música, decidme Francisco, que deseáis”.
“Lope, me conocéis bien… deseo probar una invención en vos”
“No hablareis en serio…”
“Absolutamente en serio” - dije mientras agitaba una campanita y entró Encarnación con una bandeja y el turrón encima - “deseo probar en vos esta pócima”.
“Mala cara no tiene, tampoco mal olor”.
“Ah, Lope! Me creeríais si os digo que conozco un brebaje que huele a almendras que lo pondría ante su creador en un pestañear de ojos?”, respondí divertido.
“Para qué sirve vuestra medicina?”
“Es la panacea! Los reyes herejes de la Nueva España decían que daba juventud y vigor con las mozas, un corazón fuerte y alegre, rapidez de pensamiento, buen ánimo para cualquier tarea que acometáis y una vida más larga que la de Matusalén!’.
“Pues dadme vuestro veneno!”
“Servíoslo a gusto”.
Vi a Lope cortar una porción recatada y llevársela la boca.
“Válgame el cielo, Francisco! Ni los emperadores de Roma yantaron esta delicia! Habéis inventado una comida de reyes. Nunca había comido el chocolate, solamente lo tomaba en taza”.
“Como todo los mortales hasta ahora, buen Lope. Sabéis las hazañas del almirante Llopis?”.
“Si, por Dios Francisco, toda la villa y la corte conoce del conquistador de Túnez. Vos lo conocéis?”
“No lo conozco, pero creo que le gustara este turrón de chocolate, y vos estáis aquí para ayudarme a la presentación”
“Deseáis una tarjeta de plata?”
“No es mala idea, pero vos creéis que se podría poner un sello como para grabar un nombre?”
“Eso es sencillísimo, Francisco. Solo será menester escribir vuestro nombre al revés”
“No, no Lope, no deseo que escribáis mi nombre”.
“No? , entonces?”
“Entre dos líneas horizontales escribiréis una única palabra: Hacendado”.
Pero primero debía llegar a casa, pues el personal de servicio debía estar aterrado pensando en lo que me hubiese podido pasar luego de tan atropellada partida. Josefa estaba en la puerta y apenas se enteró de lo ocurrido se fue alborozada a compartir la nueva con los demás. La detuve brevemente.
“Después deseo que compréis 100 escudillas de calabaza y 100 cucharas de madera en el mercado”
“Como vos dispongáis, Don Francisco. Os puedo preguntar para que destinareis las escudillas?”
“Pues para lo que se usan, Josefa! Para servir comida!”
“Comeremos en escudillas de calabaza, Don Francisco?”
“No Josefa, pero el invierno será duro. Y es de cristianos compartir la buenaventura con los más pobres. Todos los viernes, el día de la muerte de Nuestro Señor, daremos de comer a 100 pobres. Ese día también comprareis 25 panes que cortareis en cuartos”
“Oh, Don Francisco! Dios os bendiga!”
“Como será trabajo adicional, recibiréis vos, Leonor, Encarnación e Isidro unos maravedíes más”.
“Donde daréis de comer a los pobres?, Sera aquí en casa?”
“No os preocupéis, Josefa!, No lidiareis con 100 hambrientos aquí! Llevaremos la comida a una iglesia, ya veré a cual!”
Y así, en Diciembre de 1629 comencé a llevar a la Iglesia de la Santa Cruz, de los dominicos, todos los viernes, 100 raciones de sopa, generalmente con judías o garbanzos, y pan. No era mucho, pero esperaba que los notables de la villa me imitasen.
La otra noticia agradable de esos días fue que ¡al fin!, la corona había prescindido de los servicios de Nicolas Bocangel. Álvaro vino con la noticia, y aunque yo hubiese esperado una expulsión sin más, al veterano facultativo se le “jubiló” honrosamente. Gabriel Bocangel había perdido su más poderosa baza de influencia.
Debía hacer dos viajes a la costa. El primero era al Cantábrico, pues necesitaba conseguir las algas marrones de sus aguas frías, primer y fundamental paso para obtener alginato, no para las sutilezas dignas de la cocina de Adriá, pero ciertamente indispensables para una impresión odontológica.
Pero el viaje al Mediterráneo era más importante. En primer lugar debía encontrar un puerto, y luego un terreno grande, y barato, capaz de almacenar el guano. Me gustaba la idea de Valencia, con el auge renovado que había alcanzado gracias a Pedro Llopis.
Pedro Llopis! No solo inventor, también navegante, marino osado y victorioso, comerciante sagaz y por lo que había escuchado en palacio, político avezado. Pareciese ser la piedra que inicia el alud. Sería otro mortal varado en un siglo ajeno? Eso no lo averiguare sentado! Si iba a Valencia, llevare un regalo digno del personaje polifacético que tanto me intrigaba.
Para ese fin, fui a la calle de las Chispas, al taller del maestro arcabucero Juan Sánchez de Miruela, y le encargue un 2 juegos de pistolas, uno seria para Llopis, el otro para mí. El de Llopis damasquinado, el mío sencillo, al igual que una pistola suelta adicional. Pero ambos juegos constituirían de 2 pistolas de arzón y una de bolsillo. Llave a la española, caña de tres secciones, como le gustaba al Maestro Sánchez, estriada en las pistolas grandes, lisa en las pequeñas. Cachas de palisandro, pues eran las armas de un marino, baqueta de acero y molde para balas, en un estuche de madera igualmente noble (pero no tan cara como el palisandro, bueno es culantro pero no tanto!). La pistola adicional era idéntica a mis armas largas, pero con la empuñadura de nogal: era para Álvaro. El precio fue muy “cariñoso”, 1800 reales de vellón para mis armas y 2500 para las de Llopis, El coñ* de su madre! Por el encargo de una sinfonía, solo me habían pagado 1000 reales! Eso sí, las armas estarían listas para el día de San Valentín.
Pero mi carta de presentación seria otra, más alejada del ruido de sables y mucho más cercana al crujir de tripas, ¡Ándeme yo caliente!. Así que me hice una buena provisión de habas de cacao. Afortunadamente en mi años mozos había pasado unas vacaciones en una hacienda cacaotera de Ocumare de la Costa y recordaba bastante bien el procedimiento de obtención de chocolate. Primero tostar y pelar la almendra, luego pasarla por el batán hasta convertirla en una masa pastosa y de un sabor amargo característico y desagradable: ya tenía el licor de cacao!
Ahora viene la parte difícil! Debía mezclar el mencionado licor de cacao con azúcar y leche hasta obtener una pasta fluida y uniforme. Y eso fue mucho más fácil decirlo que hacerlo. La textura era granulosa, y el sabor, indiferente. Probamos con mayor temperatura, menos leche, leche de cabra y de oveja, vainilla y canela. Al final, jugando un poco con el calor al bañomaría, una mezcla de leche de vaca y oveja, azúcar morena, y las especias obtuve un chocolate rico. Vamos! No ganaría ningún concurso de repostería, pero era un chocolate que podía ser comido con gusto, tal vez todavia sin la textura fina, pero definitivamente ya habia perdido la sensacion de tierra en la boca. Ahora solo faltaba adecentarlo un poco más. Pero eso debía esperar un poco más, ahora debía terminar “mi concierto”.
Y si, bien tenia las partituras en la memoria, lo que ya no tenía era pila para verlas. Y existía un problema adicional, una cosa era Vivaldi con instrumentos modernos, y otra muy diferente Vivaldi con instrumentos antes de Vivaldi. Escogí la estación que más tenía a mano, el invierno. Sería un concierto para solista y una orquesta barroca de seis violines y tres violas de brazo Pero habría una variación importante, no sería el violín concertino quien llevase todo el peso del solista, sería ayudado por una flauta dulce tenor. Como la viola de gamba “llena” menos que el cello, agregué una más. Para hacer vernácula la cosa, en lugar de oboes utilizaría chirimías. Y por supuesto, el clavecín para el continuo, ayudado por un archilaud.
https://www.youtube.com/watch?v=8w2oF1xeCpA
No solo había preparado “El Invierno”, también me apoyaría en una fanfarria gabacha, de Charpentier, contaría con el refuerzo de 2 trompetas , 2 cornos, un bajón reemplazando al fagot, y timbales (ah, como se echa de menos la percusión en la música de esta época!). El Preludio y Te Deum sonaban bien, y los utilizaría para la entrada de Rey.
https://www.youtube.com/watch?v=EDbzB9hjzPA
Fui varias veces al Real Alcázar de Madrid a ensayar con los músicos de la corte, pues el soberano quería escuchar el concierto para la Epifanía de 1630. Los maestros eran hábiles, y como buenos músicos del barroco lo que no entendían, lo improvisaban. La notacion de la época dejaba muchos vacios que se iban llenando sobre la marcha. Ademas, las Cuatro Estaciones eran las Cuatro Estaciones, y Vivaldi, Vivaldi, así lo toquen 95 años antes! Por lo que no fue de extrañar que Felipe IV quedase satisfecho de los reales gastados en mí. Me pidió una nueva obra y se la prometí para la primavera.
Tenía entonces el tiempo para hacer un chocolate digno de Llopis: un turrón de chocolate, con naranjas confitadas, arroz inflado, almendras tostadas y pasas borrachas. Cuando estaba perfeccionando la receta y presentación, vino a casa Lope de Toledo en una visita que era tanto social como de trabajo.
“Lope, Dios con vos!”
“Y con vos, Francisco. He oído que vuestra música ha gustado en la Corte y el mismo rey esta aprendiendo a tocarla. Enhorabuena cirujano!”
“Nuestra Majestad es buen músico aficionado, aprenderá a no dudarlo”.
“Pero no me habéis hecho venir a vuestra casa a hablar de música, decidme Francisco, que deseáis”.
“Lope, me conocéis bien… deseo probar una invención en vos”
“No hablareis en serio…”
“Absolutamente en serio” - dije mientras agitaba una campanita y entró Encarnación con una bandeja y el turrón encima - “deseo probar en vos esta pócima”.
“Mala cara no tiene, tampoco mal olor”.
“Ah, Lope! Me creeríais si os digo que conozco un brebaje que huele a almendras que lo pondría ante su creador en un pestañear de ojos?”, respondí divertido.
“Para qué sirve vuestra medicina?”
“Es la panacea! Los reyes herejes de la Nueva España decían que daba juventud y vigor con las mozas, un corazón fuerte y alegre, rapidez de pensamiento, buen ánimo para cualquier tarea que acometáis y una vida más larga que la de Matusalén!’.
“Pues dadme vuestro veneno!”
“Servíoslo a gusto”.
Vi a Lope cortar una porción recatada y llevársela la boca.
“Válgame el cielo, Francisco! Ni los emperadores de Roma yantaron esta delicia! Habéis inventado una comida de reyes. Nunca había comido el chocolate, solamente lo tomaba en taza”.
“Como todo los mortales hasta ahora, buen Lope. Sabéis las hazañas del almirante Llopis?”.
“Si, por Dios Francisco, toda la villa y la corte conoce del conquistador de Túnez. Vos lo conocéis?”
“No lo conozco, pero creo que le gustara este turrón de chocolate, y vos estáis aquí para ayudarme a la presentación”
“Deseáis una tarjeta de plata?”
“No es mala idea, pero vos creéis que se podría poner un sello como para grabar un nombre?”
“Eso es sencillísimo, Francisco. Solo será menester escribir vuestro nombre al revés”
“No, no Lope, no deseo que escribáis mi nombre”.
“No? , entonces?”
“Entre dos líneas horizontales escribiréis una única palabra: Hacendado”.
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