Crisis. El Visitante, tercera parte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Las primeras horas fueron de esa mezcla de aburrimiento y tensión que solo se da en las guerras. El radiotelémetro del Galicia exploraba el horizonte, y los serviolas de gastaban los ojos intentando distinguir si entre las olas podían ver algún periscopio que el ojo electrónico no hubiese captado. Los oficiales, que no nos fiábamos ni un pelo de los pescadores metidos a marinos de guerra, también echábamos más de una mirada a las aguas grises que nos rodeaban. Grises, porque en invierno el Atlántico solo nos dedicaba nubarrones y olas. Así pasaron el primer día y la primera noche de nuestra aventura. Pero con los primeros rayos del sol —es un decir, que el cielo seguía gris y amenazante— llegó un moscón: un hidro Catalina de los que Roosevelt regalaba a Churchill, seguramente salido de las Azores. La presencia del moscardón significaba que los britanos sabían de nuestra salida, porque nos separaban novecientas millas de las islas portuguesas y según los informes previos no era habitual encontrar aviones enemigos tan lejos.
Era de esperar que nuestra detección significaría que desde las Azores y desde las islas nos echarían si no todo lo que flotase al menos algún gañán que nos diese p’al pelo. Guiado por los aviones podría caernos encima en un abrir y cerrar de ojos, y podría aprovechar la noche para acercarse sin hacer ruido y saludar el amanecer con andanadas. Aun tras la pérdida del Repulse, la Royal Navy tenía dos cruceros de batalla, el Hood y el Renown, que eran pintiparados para tal misión. El segundo estaba en Scapa Flow, pero el Hood, un mastodonte de cuarenta y dos mil toneladas, podría estar aparejando para darnos caza.
Pocas opciones tenía Don Francisco Regalado. Podía aumentar el andar e intentar perderse en el Atlántico, aunque a costa de buena parte del precioso fuel. La otra opción era dar la salida por abortada y volverse a casa, y fue la que aparentemente escogió el almirante. La agrupación puso rumbo franco al este y empezó a acercarse a las costas gallegas. Las dotaciones apreciaron la medida, que los alejaba de riesgos —salvo el de los submarinos, que seguramente ya se estarían acercando a la ría viguesa para esperarnos— pero al mismo tiempo quedaron un tanto desencantadas porque significaba que la agrupación había fracasado en su misión. Además un segundo avión, esta vez un Fortress, relevó al Catalina que nos seguía.
A media mañana el radiotelémetro del Galicia detectó un gran contacto que se acercaba desde el este. Era demasiado grande para ser uno de los Condor de patrulla, algo que resultó evidente cuando pudimos ver que se trataba de una escuadrilla de cazas pesados Junkers 88 C. Igual que los aviones ingleses podían conducir a los cruceros de batalla, nosotros podíamos guiar a los cazas. El cuatrimotor enemigo los vio en seguida —debían tener algún ojo de halcón en la tripulación— e intentó romper el contacto, pero no pudo evitar que los Ju 88 le cayesen encima. Desde los cruceros apenas pudimos ver nada, pero más adelante nos dijeron que el avión había resultado ser coriáceo y estar erizado de ametralladoras. No solo derribó dos Junkers, sino que consiguió mantenerse en vuelo y volverse hacia las Azores. No sabemos si llegó, pero en todo caso nos habíamos quedado sin carabina, que era de lo que se trataba. Don Francisco ordenó rumbo oeste —no iba a tomar el original— mientras que el Canarias, el buque de mayor autonomía, rescataba a dos aviadores que habían saltado de uno de los aviones alemanes. El resto del día transcurrió sin mayores incidentes, y al llegar la noche volvimos a cambiar de rumbo, esta vez al norte. Aparentemente habíamos dejado atrás a los perseguidores.
Sin embargo había indicios alarmantes. Los Condor no solo no habían conseguido localizar a la flota inglesa, sino que dos habían desaparecido al sur de Irlanda. Tal vez se debiese a algún accidente, o se debiese a malos encuentros con cazas pesados ingleses, que también los tenían y que cada vez era más frecuente que patrullasen los mares buscando a los cuatrimotores. Pero había otra posibilidad ominosa: que entre los buques ingleses que con seguridad habrían salido en nuestra persecución hubiese algún portaaviones.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Al amanecer de nuestro tercer día en la mar estábamos casi a la mitad de la distancia entre Irlanda y las islas lusas, cruzando la ortodrómica entre Galicia y Nueva York, región del océano antes muy concurrida pero ahora evitada por los barcos aliados al hallarse al alcance de los Condor. Fue por ello el lugar escogido para citarnos con uno de los petroleros que debían apoyarnos: el flamante Franken, que acababa de ser finalizado en Copenhague. El buque alcanzaba los veinte nudos, siendo uno de los petroleros más rápidos del mundo. Se unió a la agrupación y durante el día siguiente rellenó los depósitos del Trento, el que andaba más justo, los del Trieste, y luego los nuestros, los del Galicia. Nos separamos tras citarnos para unos días después, pues ya era el momento de dar un poco de mal. Tomamos rumbo noroeste y nos preparamos para cortar la vital ruta de Terranova. Pero el océano seguía prácticamente vacío. Solo a mediodía un Condor avistó un mercante a cien millas de nuestra posición, que Don Francisco rehusó perseguir pues no valía la pena desviarse por un único barco. Un mensaje enviado desde el Ferrol nos comunicó que los cruceros de Kummetz iban a faltar a la cita: al intentar salir al Atlántico por el sur de Islandia habían tenido un mal encuentro con cruceros ingleses. Tras un combate indeciso los barcos habían tenido que volver hacia Noruega tras sufrir algunas averías; el enemigo, formado por dos cruceros pesados y dos “ligeros” de esos gordos con doce cañones de quince, seguramente no había quedado mejor; pero la cuestión era que nos quedábamos sin ayuda y, peor aun, desaparecida la amenaza de Kummetz los ingleses podían mandar también al Renown en nuestra búsqueda.
Como las desgracias nunca vienen solas casi en el mismo momento que Kummetz salía trasquilado fue cuando nosotros tuvimos un encuentro desafortunado. Incluso antes que el radiotelémetro lo detectase, un serviola vislumbró una columna de humo por nuestra proa. Don Francisco intentó mantenerse a distancia mientras el Trento lanzaba un hidro que comprobase la identidad del intruso, pero no hizo falta: el barco también nos había visto y venía directamente hacia nosotros, algo que no haría un cascarón mercante. Para más desgracia, los instrumentos del Galicia empezaron a pitar: el buque disponía de su propio radiotelémetro por lo que no podríamos soñar en despistarlo por la noche, ya cercana.
Quedaba otra opción: acabar con el intruso a cañonazos. Existía el riesgo de sufrir averías en alguna unidad, pero siendo siete cruceros contra uno no costaría demasiado abrumarlo. Realmente era la única opción razonable que se le ofrecía al almirante, así que la agrupación puso proa al norte, para acercarse al contrario y de paso cortarle la ‘T’, y en los barcos se tocó a zafarrancho de combate. El radiotelémetro del Galicia empezó a cantar las distancias, y al poco habían caído a 25.000 metros. Estaban a punto de disparar los cañones del Canarias, cuando desde su torre se pudo reconocer al inoportuno: se trataba de uno de los buques más feos que jamás haya cruzado los mares —y mire que es un título con muchos aspirantes, yendo el Canarias bien situado—, es decir, el impertinente era un crucero norteamericano de la clase Omaha.
Mala papeleta. No era cuestión de liarse a pepinazos con el yanqui salvo que se quisiese provocar a los useños para que se metiesen en el charco, algo que les apetecía y para lo que solo esperaban invitación. Pero dar esquinazo a un tipo tan cargante también tendría su intríngulis porque los Omaha, a pesar de ser más feos que Picio, corrían que se las pelaban y además estaban diseñados para las vastedades del Pacífico, vamos, que el Atlántico casi les resultaba pequeño. En resumen, que nos íbamos a tener que acostumbrar a compañía de ese pesado. Pesado que, siguiendo la tradición de observar estrictamente las reglas de la neutralidad, empezó a emitir a grito pelado, se supone que para invitar a más amigos. Al menos un Condor que teníamos sobre nosotros nos dijo que no había encontrado barcos ingleses cerca. Como para fiarse mucho, pues se les había escapado un crucerillo de nada.
Con esa compañía la fiesta ya no era tan divertida y el almirante decidió volverse para casa. A fin de cuentas no iba a poder atacar a ningún convoy pues, según los cuatrimotores, el océano estaba vacío de convoyes —seguramente habían sido retenidos en Halifax y en Liverpool—, y el otro objetivo, el de hacerse notar, estaba más que cumplido. Ya no quedaba nada más por hacer. Aparte de salvar el pellejo, cuestión que para nosotros tenía cierta importancia, y mis antecedentes no auguraban nada bueno.
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Lo de volverse para casa era más fácil de decir que de hacer. Seguro que media Home Fleet había salido a cazarnos, y por si teníamos alguna duda llegó desde Vigo un mensaje intranquilizador: uno de los Condor de reconocimiento había descubierto una agrupación británica al norte de las Azores. Antes de desaparecer —probablemente a causa de un caza naval inglés— había comunicado la presencia de tres acorazados del tipo King George V, del crucero de batalla Hood, y de un portaaviones. Cuando Don Pedro nos lo comunicó nos quedamos muy pero que muy preocupados. Porque esos cuatro acorazados —los britanos no se andaban con chiquitas— no podrían darnos caza pero sí complicarnos mucho la vuelta a casa, al menos mientras siguiésemos con esa molesta carabina. Al menos que los ingleses sacasen sus acorazados a la mar significaba que se habían tragado el engaño y que temían encontrarse con nuestros buques pesados.
Siendo el crucero norteamericano un buque con tanto andar tampoco tenía sentido gastar fuel intentando dejarlo atrás, así que Don Francisco Regalado ordenó la vuelta hacia El Ferrol a velocidad económica. Suponíamos que los britanos estaban haciendo justo lo contrario, ir a toda máquina para situarse al sur de Irlanda y cortarnos el paso. Para que se hagan idea, la situación era aparecida a un juego infantil al que era muy aficionado en mis años escolares, al que llamábamos la cadena. En él dos chiquillos, cogidos de la mano, trataban de pillar a los que sueltos iban por el patio. Yendo de la mano se corre menos y se es todavía menos ágil; por eso lo que intentaban hacer era cerrar poco a poco a algún chico contra las esquinas. Para los que iban sueltos, como tenían ventaja de velocidad y de agilidad, la mejor estrategia era dejar que la cadena se acercase y en el último momento hacer un regate para dejarles plantados. Eso mismo queríamos hacer. Los Condor tenían que informarnos de los movimientos de los acorazados enemigos, y cuando estuviesen suficientemente cerca intentaríamos alguna finta para salir por pies y dejarlos con dos palmos de narices. Pero sin olvidar que en el juego infantil para una cadena era muy difícil atrapar a un chico despierto, pero si había dos cadenas darle caza estaba tirado. Ese era el riesgo, que nos encontrásemos con otra escuadra inglesa que nos atrapase.
Para formar esa segunda agrupación el Almirantazgo podría recurrir bien a dividir sus buques pesados, bien a echarnos encima a alguna flotilla de cruceros. Algo que tampoco tenían tan sencillo, pues entre las pérdidas sufridas durante la guerra, los que estaban esperando turno para algún remiendo, los que tenían que vigilar las salidas del Mar de Noruega —con los que Kummetz había tenido unas palabras— y los que daban caza a los corsarios por medio mundo, la Royal Navy andaba escasa de cruceros grandes. Le quedaban muchos ligeros, pero eran barcos antiguos incluso más pequeños que el Galicia y poco podían contra nuestra potente agrupación. Que no era moco de pavo, que con siete cruceros podía dar bastante faena, y el Canarias tenía merecida fama de buen tirador. Para los britones lo más fácil hubiese sido reunir al Hood y a algún crucero pesado, pero confiábamos en que la experiencia de San Vidente hiciese que los ingleses se lo pensasen dos veces antes de dividir sus fuerzas. A fin de cuentas se había visto salir a la flota combinada al Atlántico y, según los mensajes que se interceptaban, aun no sabían que se había dado la vuelta. Sin saber dónde estaban los acorazados de Ciliax, corrían el riesgo de encontrárselos de sopetón, y si el infortunado era el Hood podrían borrarlo de la lista de la Navy.
Por desgracia lo que unos años antes hubiese bastado para poder escapar, en 1942 ya no era garantía. Por una parte los britanos, igual que nosotros, empleaban con profusión sus aviones de reconocimiento, y cada vez en más número estaban dotados de radar, que es como ellos llamaban al radiotelémetro. Por otra, el enemigo ya había empleado sus portaaviones en San Vicente, y esta vez tampoco los habían dejado en casa. Con ellos se extendía el poder de las armas a doscientas millas, diez veces más que el más potente cañón. Así que lo del regate para escapar ya no era tan sencillo. Además, como cualquier marino sabe, las cosas en el mar siempre pueden ir a peor.
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Durante la noche fue imposible burlar al crucero useño; tampoco es que nos hiciésemos ilusiones pues seguramente su radar no sería peor que nuestros radiotelémetros. El amanecer fue gris pero, contrariamente a lo habitual por esas latitudes, las aguas estaban tranquilas salvo por una leve mar de fondo. La mañana pasó sin mayores incidencias, salvo por el repelús que daba ver al chivato en nuestra estela. Los equipos de escucha señalaban que el yanqui seguía gritando a los cuatro vientos nuestra posición, pero nos tranquilizó ver a un Condor que desde lo alto tenía mejores vistas que nosotros y que nos dijo que las aguas a nuestro alrededor seguían desiertas.
Habíamos acabado el rancho del mediodía, condumio que como mucho cabría calificar de nutritivo, ya que habíamos tomado lo mismo que la tripulación. El criterio de Don Pedro era que en su buque no habría privilegios. Algo que parecía lo más normal del mundo para un veterano de los submarinos, pero que no sentaba muy bien a varios de mis compañeros acostumbrados a comer por todo lo alto mientras la tripulación aguantaba con bazofia. No se puede decir en voz alta, pero en las matanzas de Cartagena la porquería que se servía a la marinería haciéndola pasar por manduca tuvo mucho que ver. El caso es que tras ingerir la sobria pitanza nos habíamos sentado en la camareta para tomar una copita de anís cuando tocaron a zafarrancho de combate. Saltamos como resortes —una copa se hizo añicos contra el suelo— mientras corríamos a nuestros puestos.
Ya recordará que el mío estaba en el director de tiro antiaéreo de los cañones automáticos. Eran piezas que se apuntaban localmente y cuando empezaban a disparar poco tenía que hacer sino procurar que no hubiese desorden, señalar los blancos a los apuntadores, y comunicarme con el mando. Además los cañones ligeros que yo mandaba tenían un alcance tan escaso que en casi cualquier tipo de combate solo estaban de adorno, y mi principal función era hacer de mirón, rezando, claro está, para que no llegase un pepino con mi nombre. Pero al llegar a mi puesto me informaron que la cosa iba conmigo: el RDT había detectado dos grupos de aviones que se dirigían hacia nosotros.
Grupos de aviones en medio del océano significaba portaaviones, un ingenio maldito que iba a revolucionar la guerra en el mar y del que el Pacto carecía. En los astilleros de Alemania, Francia e Italia se trabajaba febrilmente para compensarlo, pero por ahora solo teníamos los cañones. Al ser cosa mía la batería de dos centímetros, la más efectiva contra esos molestos abejorros, me esforcé en descubrir algo en el horizonte. Según el RDT se acercaban desde el norte. Tal vez fuesen amigos, y también podría estar llegando una tropa de arcángeles, que todo puede ser, pero lo más probable era que fuesen britanos. Entonces un serviola apuntó con el brazo, y dejándome los ojos conseguí ver unos puntitos negros. Se fueron acercando poco a poco y en pocos minutos no solo eran visibles claramente, sino que se empezó a escuchar el runrún de los motores. Los atacantes eran bastantes: unos veinte, que se mantenían a bastante altura, lo menos cinco mil metros ¿Qué pretenderían? De ser torpederos hubiesen descendido, y lanzar bombas desde tan alto es muy dañino para los oídos de los peces, pero resulta tremendamente improbable alcanzar a un barco que se mueva rápidamente.
Mientras la escuadra había aumentado su andar hasta los veintisiete nudos y se había dividido en dos grupos. Uno, el de los cruceros franceses, que adoptó una formación en flecha, apoyándose unos a otros con sus cañones pero con espacio suficiente para poder maniobrar. Los cruceros pesados hicieron lo mismo, pero en una formación más abierta, y Don Pedro llevó al Galicia hasta una banda del Canarias, pues suponía —con razón— que el famoso crucero sería el objetivo principal. Los aviones se dirigieron hacia nosotros y de repente, se dejaron caer uno a uno ¡eran bombarderos en picado, como los Stuka! El aspecto de los atacantes era anticuado, pues se trataba de biplanos, pero a las bombas les da igual que el avión sea viejo, que matan igual las tire el Barón Rojo o alguno de esos aviones cohetes alemanes de los que se hacían lenguas los fantasiosos.
Los cañones antiaéreos del diez, del diez y medio y del doce empezaron a disparar con la ineficiencia de siempre. Los del dos se elevaban al máximo para apuntar, pero los atacantes aun estaban demasiado altos. Los enemigos habían elegido sus blancos: cinco iban a por el Canarias, tres a cada uno de los dos cruceros pesados transalpinos ¡y seis a por nosotros, un humilde crucero ligero! Pero no seríamos blancos fáciles. Don Pedro maniobró con el Galicia como si fuese un esquife, efectuando cambios de rumbo en el último momento para evitar las bombas; uno de los biplanos que intentó seguirnos no pudo recuperarse y acabó cayendo al mar. Dos bombas cayeron muy desviadas, pero las otras tres nos afeitaron y la metralla repicó contra el casco. Los atacantes no se fueron de rositas y mientras uno de ellos trataba de remontarse una ráfaga del dos lo borró del cielo. El Canarias, un buque con suerte, también se libró de los artefactos. Peor le fue al Trento, barco gafado donde los haya, que recibió un artefacto en la toldilla. Afortunadamente no causó excesivos daños, aunque la metralla que barrió la cubierta causó casi cien bajas entre muertos y heridos. Ese ataque tampoco salió gratis: aparte del avión que habíamos derribado y el que se había estrellado, el Trieste hizo caer otro más.
Aun se estaba desplomando sobre el Galicia el pique levantado por la última bomba —que se derrumbó sobre el combés y me dio un buen baño de agua helada— cuando un serviola volvió a señalar al norte. Vimos un grupo de aviones, esta vez volando bajo. Al principio pensé que eran los atacantes que se agrupaban para volver a su buque, pero al mirarlos con más detenimiento vi que eran monoplanos. Tomé el interfono y grité.
—¡Don Pedro, torpederos enemigos a 60°, vienen hacia nosotros!
Los aviones, que efectivamente eran torpederos —el pez mecánico era claramente visible bajo la panza— formaron dos grupos para atacar por las dos bandas y que así no pudiésemos esquivarlos. Pero igual que no se habían coordinado con los bombarderos en picado, tampoco lo hicieron esta vez entre sí y atacaron primero por babor, luego por estribor. Para evitar los torpedos del primer grupo bastó con ofrecerles la popa: no solo era menos blanco, sino que al ser la velocidad relativa de los atacantes menor, resultaba sencillo gobernar y evitar los impactos. Además los torpedos me pareció que eran muy lentos, bastante más que aquellos del cabo San Vicente. Todos fallaron y además, al volar los aviones enemigos bastante despacio, mis antiaéreos dieron buena cuenta de dos, más otro que derribó el Canarias. Tras esquivar la primera andanada la agrupación puso la proa a los otros torpederos, pues no quedaba tiempo de nada más. Esta vez la velocidad relativa era muy superior al venir los torpedos en rumbo de encuentro, y de repente una alta columna se elevó del costado del Canarias; pero el crucero siguió adelante impertérrito: el torpedo había estallado prematuramente. Parecía que el ataque había finalizado cuando, para mi horror, vi que otro avión, seguramente pilotado por un listillo, se había acercado por estribor como quien no quiere la cosa. Lo escogí como blanco y los cañones de 2 cm dejaron el avión para el arrastre, que tuvo que amerizar algo más allá. Pero el torpedo vino directamente hacia el Galicia, recto hacia donde yo estaba. Instintivamente apreté los dientes y flexioné las piernas, pero no pasó nada. Miré hacia la otra banda y vi como el torpedo seguía inofensivamente tras haber pasado bajo nuestra quilla.
En total no habíamos salido tan mal librados. El Trento había sufrido daños y bajas pero no habían afectado a su velocidad. Nosotros teníamos seis heridos a bordo, uno muy grave —su alma lo dejó durante la noche— y un par de boquetes en el casco, todo por obra y gracia de la metralla de la última bomba. Por suerte bastaron un par de tapabalazos para contener la inundación, que era mínima. El Canarias se había salvado, y a los franceses ni les molestaron. A cambio habíamos tirado a tres bombarderos en picado y a cuatro torpederos. Uno flotaba cerca y pasamos a apenas unos metros. Pudimos ver a dos de sus tripulantes subidos a un ala, intentando botar una balsa. Don Francisco prohibió que nos detuviésemos y tan solo les lanzamos algunos salvavidas y un flotador de humo que ayudase a localizarlos. También les hicimos fotos, porque el avión era inconfundible: se trataba de un bombardero torpedero Devastator que ostentaba las escarapelas de la US Navy.
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Curiosamente fue el ataque aéreo el que nos libró del molesto Omaha. El motivo por el que Don Francisco Regalado prohibió recoger a los náufragos no fue la crueldad, sino para obligar a los norteamericanos a hacerlo. Don Francisco emitió varios radiomensajes en claro, tanto en español como en inglés, indicando que había supervivientes en el agua. Uno de los Condor que como señoritas de compañía nos acompañaban permaneció orbitando durante casi una hora, lanzando más señales de humo para guiar al crucero norteamericano, que no tuvo otra opción que desviarse y detenerse para salvar a los aviadores. En ese tiempo nuestros cruceros, moviéndose a treinta nudos, ya habían desaparecido tras el horizonte.
No por ello nos libramos de la vigilancia pues un pequeño hidroavión, de los embarcados en buques, nos siguió durante un par de horas. Pero las cortas horas de luz en esas latitudes nos salvaron de otro ataque aéreo, y el crucero tipo Omaha había quedado por la popa. Cuando anocheció Don Francisco ordenó un cambio de rumbo, cayendo hacia el este. Dirección que nos alejaba de Vigo pero también del portaaviones. Además como lo lógico hubiese sido ir al sur, pues dada la dirección en la que habían llegado los aviones presumíamos que el portaaviones norteamericano estaba al norte, debimos sorprenderles y nos debieron buscar por todas partes menos por ahí. Funcionó: al día siguiente la mar estaba desierta, y nuestros Condor —no sé qué hubiésemos hecho sin ellos— descubrieron un portaaviones de tipo Lexington a trescientas millas al noroeste. Mantuvimos el rumbo durante todo el día, ahora a unos cómodos y económicos veinte nudos, y ya de noche Don Francisco ordenó rumbo sur y luego sureste, hacia España. Al día siguiente, con el horizonte vacío, volvimos a encontrarnos con el Franken, que se unió a la agrupación. Dedicamos los dos días siguientes a rellenar los depósitos, hasta que los detectores identificaron tráfico radiofónico hacia el oeste, no lejos de nuestra posición. Despedimos al petrolero, que iba a intentar volver a España por su cuenta, y aproamos hacia Vigo.
Por entonces los ingleses llevaban ya en el mar una semana, patrullando a cierta distancia de la costa gallega. Habían sido avistados varias veces por aviones de reconocimiento y por submarinos; lamentablemente ninguno fue capaz de conseguir una buena posición de tiro. Luego supimos que la presencia de esos sumergibles formaba parte de la trampa, pero igual que los submarinos ingleses habían fallado, los alemanes también lo hicieron. Mientras nosotros lidiábamos con el Omaha los britanos se movían por aguas lo suficientemente lejanas a la costa para evitar ataques de nuestros bombarderos basados en Galicia, pero no tanto como para no poder interceptarnos: siguiendo con la analogía del juego de la cadena, estaban tapando la puerta del patio. Pero nuestra visita a Vigo los había despistado ya que olvidaron que había más salidas. Nosotros estábamos más al sur de lo que creían en el Almirantazgo, y aunque la derrota nos acercaba demasiado a las Azores, era la que menos esperaban nuestros enemigos. Como era de esperar, un hidro inglés —un Catalina— nos localizó a cuatrocientas millas al noroeste de São Miguel cuando todavía quedaba un día de navegación hasta la costa española. Pero pillamos a los ingleses a contrapié pues estaban bastante al norte, a demasiada distancia para lanzar un ataque aéreo desde sus portaaviones. Don Francisco, además, ordenó un regate de último momento: durante el día, mientras el Catalina nos seguía, aproó directamente hacia Vigo, como si quisiese llegar a la ría yendo a toda máquina y así adelantarse a los ingleses; pero en cuanto oscureció cayó de nuevo al sur hasta llegar al paralelo del Cabo San Vicente, momento en el que pusimos rumbo este para cubrir la última etapa. El día siguiente fue de tensión, con los cruceros, ya cortos de fuel, intentando llegar a la cobertura aérea terrestre antes que los temidos torpederos enemigos aparecieran en el horizonte; por eso suspiramos de alivio cuando una escuadrilla de Me 110 nos sobrevoló. Ya sin temor a los portaaviones ingleses volvimos al norte, barajando la costa portuguesa hasta que al mediodía siguiente llegamos a Vigo, tras diez días en medio del océano esquivando aviones.
El resultado de la misión aparentemente había sido nulo. No habíamos hundido ni un barco, y aunque habíamos derribado cinco aviones, había sido a costa de los daños en el Trento. También resultaba más que evidente que la aviación naval, tanto la de base terrestre como la embarcada, había cambiado las reglas del juego, y que en lo sucesivo habría que ser muy cauto. Sin embargo nuestra salida no había sido en vano: durante la semana que habíamos permanecido al oeste de Irlanda tuvo que suspenderse la navegación por el Atlántico Norte, salvo por unos pocos convoyes bien protegidos. Más importante, habíamos logrado sobradamente los objetivos de la primera parte de la operación.
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Gerhard Koop y Klaus-Peter Schmolke. Deutsch Flugzeugträger Kriegsführung Vorherrschaft. Bernard & Graefe Verlag. Bonn, 1997.
El programa Hilfsflugzeugträger 40
El programa Hilfsflugzeugträger 40 se desarrolló durante la Guerra de Supremacía y estuvo destinado a proveer a la marina alemana de portaaviones en el menor plazo posible. Produjo un grupo heterogéneo de unidades que recibieron los nombres de grandes ríos navegables o de estuarios. Aunque eran de grandes dimensiones, el origen civil y lo apresurado de la conversión hizo que la capacidad de estos buques fuese limitada, siendo empleados principalmente para la instrucción y para el ensayo de técnicas aeronavales.
Origen
Durante los años treinta el Grossadmiral Raeder, artífice de la reconstrucción de la marina alemana, había prestado escasa atención al componente aeronaval de la flota. Solo en 1938 se inició la construcción de dos unidades, el Graf Zeppelin y el Flugzeugträger B. Este último nunca recibió nombre debido a la costumbre alemana de nombrar los buques solo cuando eran botados, aunque probablemente hubiese sido bautizado Peter Strasser, en memoria del jefe del servicio de dirigibles de la marina imperial alemana que murió en acción en 1918. Las obras de ambos buques se detuvieron cuando en 1939 se desencadenó la Guerra de Supremacía, siendo el segundo desguazado en grada; el primero fue terminado a finales de 1941 pero sufrió graves daños por una mina y solo pudo emplearse para la enseñanza.
En 1940 el almirante Marschall sustituyó al Grossadmiral Raeder, que pidió el retiro por cuestiones de salud. Marschall estaba convencido de la importancia de la aviación naval a pesar de haber conseguido una gran victoria al hundir al portaaviones británico Glorious en Noruega. Con asistencia japonesa se inició un gran programa de construcción que incluyó nuevas unidades (las clases Káiser y Hindenburg) y la transformación de buques de guerra en obras (clase Berthold). Sin embargo resultaba evidente que el programa no daría sus primeros frutos antes de tres años, y como medida de emergencia se decidió la transformación de buques civiles ya existentes en portaaviones auxiliares. Se seleccionaron varios barcos de pasaje que en tiempos de paz cubrían las líneas transatlánticas y que no tenían empleo durante la guerra, siendo convertidos en portaaviones auxiliares once buques entre 1941 y 1944. La mayoría dieron mal resultado por ser inadecuados para su conversión, y porque sus máquinas, diseñadas para la navegación civil, resultaron propensas a las averías causadas por los frecuentes cambios de ritmo necesarios en una unidad de combate. Solo se consiguió el rendimiento esperado con la subclase Rhein, construida ex profeso partiendo de buques tanque.
Inicialmente se pensó emplear esos portaaviones en misiones secundarias, como la escolta de convoyes (papel en el que eran mucho menos necesarios que sus contrapartes ingleses o norteamericanos) o el apoyo a las operaciones anfibias. Sin embargo, pronto resultó evidente que su principal función iba a ser el entrenamiento. En esa misión tuvieron un meritorio papel adiestrando a las primeras promociones de pilotos navales alemanes y posteriormente también a franceses, italianos y españoles. También participaron en maniobras destinadas al desarrollo de las tácticas de cooperación aeronaval.
Subclase Putziger
Los tres barcos de la subclase fueron el resultado de un programa de emergencia destinado a proveer a la Kriegsmarine de portaaviones en un plazo de doce meses. Dada la urgencia y también debido a la inexperiencia se decidió que la remodelación fuese muy sencilla: se limitaría a la remoción de las superestructuras, a la retirada de los materiales inflamables (muy abundantes al ser transatlánticos de lujo) y a la instalación de una cubierta de vuelo. Los buques escogidos fueron los Cordillera (redenominado Putziger), Berlin (Frisches) y Robert Ley (Dollart). Los tres eran buques de grandes dimensiones y apreciable velocidad, lo que permitiría el apontaje de las aeronaves aun sin tener sistema de detención.
Las dos primeros, el Putziger y el más pequeño Frisches, fueron entregados a la marina en noviembre y diciembre de 1941. En los dos se había retirado la estructura instalando en su lugar una cubierta de vuelo a nivel de la segunda de pasaje, que se extendía hacia proa y popa mediante montantes. El puente de mando, de reducidas dimensiones, estaba a babor, bajo cubierta. Se esperaba que la cubierta de vuelo, de 150 metros de longitud, fuese suficiente a pesar de la carencia de hangar o de sistema de frenado. Como medida de seguridad se instaló una barrera para aeronaves a proa que se elevaba durante las operaciones de apontaje; debía impedir que los aviones rebasasen la cubierta y cayesen al agua.
El Putziger fue entregado en noviembre de 1941 y el más pequeño Frisches un mes después. El 7 de enero de 1942 el Putziger pasó a la historia cuando vez un aparato de entrenamiento Arado 96 DM apontó y seguidamente despegó del buque, por primera vez en la Kriegsmarine y adelantándose por cuatro días al Graf Zeppelin.
La catástrofe del Frisches
El Frisches (llamado así por una laguna costera de Prusia Oriental) había sido entregado después que el cabeza de clase, pero tuvo que relevar al Putziger que había sufrido una avería en las máquinas. Tras embarcar ocho aparatos Arado 96 DM y dos Ju 87 EM, partió hacia el Gran Belt para ensayar despegues y apontajes. El 14 de febrero de 1942 uno de los Ju 87 resbaló por la cubierta al intentar apontar y se estrelló contra los aparatos aparcados, que estaban cargados de combustible. Se desencadenó un incendio muy intenso que inicialmente pareció haberse contenido, pero la gasolina ardiente, que había caído cobre la cubierta inferior, penetró en el barco a través de las ventilaciones. Las llamas se extendieron por el interior y pronto el incendio se hizo incontrolable. Dos horas después el barco tuvo que ser embarrancado en la cercana costa de Fiona, donde ardió durante tres días. Ciento noventa y seis marinos y aviadores perecieron en el accidente y el posterior incendio.
Mientras se investigaban las causas del accidente se suspendieron las operaciones aéreas en el Putziger y en el Graf Zeppelin, y se detuvieron las obras en los portaaviones en construcción o transformación; al parecer el mariscal Von Manstein estuvo considerando abandonar el programa de portaaviones, y solo se consiguió disuadirlo haciéndole ver que se perdería la gran inversión realizada hasta la fecha. Se formó un comité de investigación dirigido por el capitán de navío Hoffmann, antiguo comandante del Scharnhorst, que un mes después emitió sus conclusiones. La pérdida del Frisches se había debido a varios factores:
– La defectuosa disposición de la barrera de detención a proa, que hacía que ningún lugar de la cubierta fuese seguro durante las operaciones aéreas.
– La carencia de hangar que obligó a estacionar los aviones en zonas inseguras de la cubierta.
– Que los aparatos estacionados tenían los depósitos de combustible llenos de gasolina.
– La inflamabilidad de muchos elementos del Frisches debido a su origen civil: aunque se habían removido algunos como el mobiliario y las moquetas, la cubierta principal seguía forrada de madera de teca, y tanto la pintura como los aislamientos eléctricos (de gutapercha) ardieron intensamente.
– El deficiente aislamiento de las conducciones de combustible.
– El fallo de los mamparos que hubiesen debido contener el incendio, pues las llamas se propagaron por los conductos para electricidad al quemarse la gutapercha.
– La mala preparación de la dotación para combatir los fuegos a bordo.
La comisión emitió como consecuencia una serie de recomendaciones, especialmente en lo referente la mejora de los sistemas de seguridad en los buques civiles convertidos, y a la mejora del entrenamiento de los trozos de control de daños. Pero la principal conclusión fue que los barcos con el diseño del Frisches eran intrínsecamente inseguros. Eran inútiles para las operaciones de combate y la única manera segura de operar era sin estacionar aeronaves en su cubierta, es decir, que los aparatos debían apontar y despegar. En caso de tenerse que estacionar aviones, debían ser vaciados de combustible antes de continuar con las operaciones aéreas.
Como resultado de la investigación el Putziger volvió a los astilleros para retirar los elementos inflamables. Se pensó que cualquier otra modificación sería antieconómica por lo que en lo sucesivo el Putziger solo fue empleado como buque de instrucción: las aeronaves apontaban y despegaban para calificar a los pilotos. Curiosamente, en esas fechas la marina norteamericana decidió transformar dos buques de paletas del lago Michigan para emplearlos de la misma manera.
Dollart
La tercera unidad de la primera serie estaba aun en obras cuando se produjo la catástrofe del Frisches, y se decidió modificarla para impedir accidentes similares. La Kriegsmarine estaba probando un sistema de cables de frenado en Stralsund, pero aun no funcionaba correctamente, por lo que finalmente no fue instalado. Para mejorar la seguridad de los aviones estacionados se elevó la cubierta de vuelo y se instaló un ascensor, quedando el espacio a proa del puente (debajo de la cubierta de vuelo) disponible para estacionar aeronaves. El improvisado hangar tenía capacidad para veinticuatro aviones, pero la disposición se reveló insatisfactoria, pues la cubierta estaba abierta, expuesta a las inclemencias del tiempo y de la mar, y resultaba imposible trabajar de noche ya que las luces podían delatar al buque. Se instalaron paneles de protección que solo resolvieron parcialmente el problema y además disminuyeron la capacidad del hangar a nueve aviones.
Al no haberse instalado los cables de frenado el barco resultaba insatisfactorio para el combate, pues era preciso despejar la cubierta antes de cualquier apontaje, lo que retrasaba las operaciones aéreas e imposibilitaba recoger varios aviones a la vez. Por ello el buque acabó siendo empleado en el mismo papel que el Putziger y el hangar solo se empleó para guardar los aviones que sufrían averías.
Subclase Wesser
La siguiente transformación fue la de los buques de pasaje Der Deutsche (Wesser) y Sierra Cordoba (Oder). Tras el accidente del Frisches fueron transformados de manera similar al Dollart, pero instalando un sistema de cables de frenado de aviones similar al original del Graf Zepelin, con cuatro cables transversales que estaban muy separados y resultaron poco eficaces. Otro defecto era que se conservaba el hangar abierto en la proa. El principal problema, sin embargo, estaba en la antigüedad de las naves empleadas, que sufrían frecuentes averías de máquinas y raramente conseguían sobrepasar los 15 nudos, teniendo dificultades para operar con aparatos de altas prestaciones salvo con fuertes vientos. Aun así fueron los primeros portaaviones operativos de la Kriegsmarine y se emplearon intensamente en maniobras para mejorar la cooperación aeronaval. Las limitaciones de los barcos les impidieron operar con aparatos de combate, empleando en su lugar los Arado de entrenamiento; aun así proporcionaron una valiosísima experiencia.
Subclase Jade
Simultáneamente a los Wesser se transformó a los barcos de pasaje Gneisenau (renombrado Jade) y Postdam (Stettiner) con un diseño alternativo. Reflexionando sobre el informe final del accidente del Frisches, el almirante Fuchs, al que Marschall había designado para dirigir el programa de portaaviones, concluyó que un suceso similar podría reproducirse en cualquier portaaviones incluso en los dotados de cables de frenado y barreras de protección. La única manera segura de operar sería con la cubierta de vuelo despejada, pero eso interfería con las operaciones aéreas.
Fuchs consideró varias alternativas, incluyendo un portaaviones tipo catamarán con una pista de despegue central y amplias zonas de estacionamiento en las bandas. Pero un barco de ese diseño además de ser grande y costoso, resultaría muy vulnerable a los daños asimétricos por minas o torpedos, y no podría parar por el canal de Kiel ni ser acogido en los diques secos existentes. Como alternativa se pensó en instalar cubiertas escalonadas, como en el Furious o en el diseño original de los Akagi. Pero el sistema requería barcos de grandes dimensiones, y los consejeros japoneses lo desaconsejaron ya que disminuía el espacio disponible en el hangar y la carrera de despegue resultaba excesivamente corta.
Parece que la idea de la cubierta oblicua se produjo por accidente, cuando cayó al suelo un modelo de madera que se empleaba en estudios de Estado Mayor y se torció la placa de la cubierta de vuelo. Uno de los presentes, el Doctor Koehler, se inspiró en la maqueta dañada para desarrollar una propuesta de un barco con una cubierta con un ángulo de 10°. La ventaja era que la proa quedaba libre para instalar una catapulta (que se podría utilizar al mismo tiempo que se recogían aviones) o para estacionar aparatos. Inicialmente una barrera de frenado debía estar en la parte delantera de la cubierta oblicua, hasta que se pensó que en caso de fallo del apontaje mejor que ser frenadas para las aeronaves sería más seguro dar potencia y despegar. Incluso en caso de accidente no se afectaría la parte proel de la cubierta de vuelo, que estaba protegida por otra barrera.
Fuchs aprobó el diseño de Koehler y ordenó la transformación de dos buques con esa modificación. El Jade fue entregado en agosto de 1942, pero no justificó las esperanzas depositadas. La cubierta oblicua era demasiado corta para operar sin cables de frenado y obligó a reinstalar la barrera de detención. Más adelante el barco tuvo que volver al astillero para instalar un sistema de frenado derivado del que llevaba el japonés Akagi. Con ellos la cubierta oblicua demostró sus ventajas disminuyendo la tasa de accidentes y permitiendo acelerar las operaciones aéreas. Pero el reducido tamaño de los buques hizo que la pista siguiese siendo demasiado corta y solo los aviones ligeros podían despegar por sus medios; los pesados hubiesen requerido una catapulta que finalmente no se había instalado. Además los barcos, debido a su origen civil, tenían una maquinaria muy problemática, que sufría averías frecuentes (aun más que los Wesser) quedando en la práctica limitada su velocidad a un máximo de catorce nudos. Estas limitaciones hicieron que el Jade, como las clases predecesoras, solo pudiese ser empleado para la instrucción, operando conjuntamente con los Wesser. El Stettiner se utilizó como buque experimental probándose el despegue asistido con cohetes, el lanzamiento de misiles, y también fue el primer barco de alemán en operar con helicópteros. Igual que los buques de las clases previas, las dos unidades fueron dadas de baja y desguazadas al finalizar la guerra.
Clase Rhein
Contrariamente a los anteriores, los Rhein no fueron producto de la conversión de buques de pasaje sino que fueron buques derivados de los petroleros de la Armada de la clase Ermland, una mejora de la Dithmarschen. La Kriegsmarine consideraba urgente equiparse con portaaviones y Marschall, aconsejado por Fuchs, autorizó la transformación de cuatro unidades que estaban en obras. El diseño de estas unidades, que recibieron el nombre de grandes ríos alemanes (Rhein, Weichsel, Donau y Elbe), fue muy parecido a los portaaviones de escolta norteamericanos de la clase Sangamon.
Los Ermland resultaron mucho mejor elección que los barcos de pasaje: aunque en teoría eran más lentos al ser su velocidad máxima de 23 nudos, la planta motriz (seis motores diésel MAN de nueve cilindros con 29.000 caballos de potencia), que estaba diseñada para su empleo militar, resistía mucho mejor los cambios de régimen que las de buques civiles. Al ser la misma que la de los Ermland y los Dithmarschen se facilitaba el mantenimiento. La gran compartimentación propia de ese tipo de buques los hizo resistentes a los daños submarinos. Al ser unidades construidas como portaaviones y no mercantes convertidos, se pudo instalar un hangar y dos ascensores. Tenían un sistema de frenado con seis cables, de diseño japonés, y la barrera de detención pudo situarse a la mitad de la eslora, permitiendo tener aparatos estacionados en la zona proel mientras se recogían aviones. En los Rhein se instaló una catapulta a proa, necesaria para el despegue de bombarderos a plena carga. Al ser aptos para operaciones de combate fueron equipados con una batería antiaérea con ocho montajes dobles automáticos de 3,7 cm M41/3. Los sistemas electrónicos eran similares a los de los destructores de la clase 1936b, con un radar de exploración aérea y de superficie FuMO 301b Morse asociado a un FuME-4 de identificación de contactos, y dos directores de tiro antiaéreo FuMO 26b para la artillería antiaérea.
La primera unidad de la clase, el Rhein, fue entregada en febrero de 1943 y entró en servicio en mayo del mismo año. La velocidad limitada de los buques les impidió operar con la flota, pero rindieron meritorios servicios apoyando las operaciones anfibias en el Mar Negro y en el Océano Índico.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
KGS Elbe
La cuarta unidad de la clase Rhein tenía una batería antiaérea potenciada ya que montaba dos montajes dobles SK C/33 Dop. L. C/37de 10,5 cm desmontados del acorazado Bismarck. El Elbe fue entregado en noviembre de 1943 y entró en servicio en marzo de 1944, operando en misiones antisubmarinas en el Mar de Noruega. El 27 de julio de 1944 fue alcanzado en la proa por un torpedo del submarino USS Apogon, pero pudo volver a Bergen y posteriormente llegar a Kiel, donde fue reparado. Volvió al servicio en febrero de 1945, operando hasta el final de la guerra en aguas noruegas.
KGS Elbe
Por cortesía de ReyTuerto. Espero que no haya problemas con las imágenes (Photobucket está haciendo el mono).
Saludos
La cuarta unidad de la clase Rhein tenía una batería antiaérea potenciada ya que montaba dos montajes dobles SK C/33 Dop. L. C/37de 10,5 cm desmontados del acorazado Bismarck. El Elbe fue entregado en noviembre de 1943 y entró en servicio en marzo de 1944, operando en misiones antisubmarinas en el Mar de Noruega. El 27 de julio de 1944 fue alcanzado en la proa por un torpedo del submarino USS Apogon, pero pudo volver a Bergen y posteriormente llegar a Kiel, donde fue reparado. Volvió al servicio en febrero de 1945, operando hasta el final de la guerra en aguas noruegas.
KGS Elbe
Por cortesía de ReyTuerto. Espero que no haya problemas con las imágenes (Photobucket está haciendo el mono).
Saludos
Última edición por Domper el 03 Jul 2017, 09:35, editado 1 vez en total.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Buenas Domper, la imagen pude verla sin problemas desde 2 pc´s distintas con win 7. Calculo que los demás no tendran problema.
Como siempre gracias por la historia.
Slds.
Como siempre gracias por la historia.
Slds.
- reytuerto
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Hola:
Creo que la maquina lo acomoda al tamaño aceptado por el foro.
Les pongo un enlace para que pueda verse, en tiny pic, mejor: http://i66.tinypic.com/11jpwk2.jpg
Saludos.
PS: Se nota la asesoría nipona !
Creo que la maquina lo acomoda al tamaño aceptado por el foro.
Les pongo un enlace para que pueda verse, en tiny pic, mejor: http://i66.tinypic.com/11jpwk2.jpg
Saludos.
PS: Se nota la asesoría nipona !
La verdad nos hara libres
- tacuster
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Buenas
A probado con http://www.tumblr.com
Yo al menos no he tenido problemas para hacer hotlink a lo bestia tipo; boton derecho>dirección de la imagen> link. Hasta embebido en blog y foros.
Saludos.
A probado con http://www.tumblr.com
Yo al menos no he tenido problemas para hacer hotlink a lo bestia tipo; boton derecho>dirección de la imagen> link. Hasta embebido en blog y foros.
Saludos.
"Tirale un pedazo de carne a un perro, Y siempre se lo zampara. Dale poder a un hombre... Y se convertirá en una bestia"
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Capítulo 14
Quien no me comprenda no comprenderá el rugido del tigre.
Aimé Césaire
Diario de Von Hoesslin
Aun no había sido proclamado regente cuando Von Lettow inició una serie de visitas a las unidades de las fuerzas armadas cercanas a Berlín. El objetivo era obvio: conseguirle el aprecio del ejército, algo que no resultaría muy difícil pues quien más y quien menos lo veía como una figura mítica. No voy a decir que siempre fuese recibido con guirnaldas de flores, pues la admiración que Von Lettow despertaba en los jóvenes no se extendía a algunos veteranos de la Gran Guerra, ahora en lo más alto del ejército. Más de uno pensaba que él mismo podría haber sido regente. Incluso los monárquicos como Von Rundstedt se debatían entre su aprecio por el imperio y la lealtad a los Hohenzollern.
Razón de más para emprender la gira, porque en ella Von Lettow no solo trataba con mariscales sino con los que realmente contaban, es decir, con brigadieres y coroneles. Habían sido oficiales subalternos durante la Gran Guerra, y más de uno se había imaginado sirviendo en Tanganika bajo el mando del ahora regente. Eran esos oficiales profesionales los que con peores ojos habían visto la soberbia nazi, y que en Alemania se restableciese la legalidad les reconfortaba. Además, si algo tenía el regente era que aunaba la capacidad de reconocer a las personas de un vistazo con la de causar devoción a su persona. Costó algún tiempo pero esas visitas consiguieron para Von Lettow el apoyo incondicional del ejército.
Había otro motivo, y era la genuina curiosidad que el regente tenía por los adelantos bélicos. Él mismo reconocía que llevaba muchos años apartado del desarrollo técnico. Su carrera en África había sido heroica con campañas propias del siglo anterior, y luego había sido apartado del ejército. Apenas conocía de aviones, tanques y cañones más de lo que se veía en las películas, y decía que necesitaba ponerse al día para poder valorar la situación militar.
Una de las primeras visitas que realizó fue a un lugar muy especial: la escuela Panzer de Bromberg. Tanto porque Von Lettow quería conocer al general Guderian, el inventor de las fuerzas acorazadas que nos habían dado la victoria, como por saber qué nuevas tácticas se estaban cociendo. Llegamos justo a tiempo, porque por una vez la “víctima propiciatoria” no era el segundo batallón del regimiento 1001, como era habitual, sino el recién formado batallón pesado 501.
La escuela de Bromberg, tal como la había concebido el general Guderian, tenía asignado permanentemente un regimiento de dos batallones. El primero era el de los profesores y el segundo de instrucción. El personal de este último no era fijo, sino que estaba formado por los alumnos procedentes de otras unidades, que intentaban derrotar al primero. Digo intentar porque en ese primer batallón de profesores el general Guderian había reunido lo más granado de la Panzerwaffe, con héroes de guerra como el capitán Barkmann. Al mando estaba el teniente coronel Von Peter, otro héroe del Sinaí. Últimamente había llegado un núcleo de veteranos de Irak, y aprovechando la visita Von Lettow iba a imponer unas merecidas cruces de caballero.
Normalmente los alumnos tripulaban los tanques Panzer III y IV de dotación la escuela, uno u otro modelo dependiendo de la unidad de procedencia. Tanto estos como los de los profesores estaban modificados pues en la escuela, intentando lograr el máximo realismo, algunas maniobras se hacían con fuego real. Para ello se habían sustituido los cañones por otros de 20 mm que disparaban munición inerte fragmentable, aunque dejando fuera unos tubos de metal ligero para que siguiesen pareciendo tanques. Los profesores emplearon inicialmente Panzer II, pero resultaron tan pequeños que afectaban a la operatividad, y pocas semanas tras comenzar los “cursos” habían sido sustituidos por Panzer III similares a los de sus alumnos, conservando solo unos pocos del modelo II para el reconocimiento. Los carros de combate de los profesores, con todo, habían sido modificados situando planchas en su exterior que los asemejaban a tanques rusos. Había más cambios: todos los carros habían recibido una cúpula modificada para los jefes de los tanques, con un escudo de protección, pues dos de las lecciones aprendidas habían sido la importancia que tenía ver antes que el enemigo, y que la munición de prácticas, aunque no pudiese perforar una coraza, era mortal para cualquiera que se expusiese.
Con todo pocas maniobras eran con esa munición. Cuando se empleaban eran tremendamente realistas, con los tanques disparándose y la artillería lanzando proyectiles fumígenos que simulaban las explosiones. Pero en esas maniobras no podían participar ni la infantería ni los cañones antitanque. Por eso era más frecuente que se emplease munición de fogueo que producía un satisfactorio fogonazo. Los blindados también tenían generadores de humo: si un árbitro decidía que un vehículo había sido alcanzado, daba una orden por radio y el objetivo supuestamente destruido se paraba y empezaba a humear. Es decir, que se intentaba que todo pareciese lo más real posible. El coronel general Guderian, que acompañó al regente durante su visita, le indicó algunas de las perrerías que tenían preparadas: por ejemplo, cuando los árbitros daban por dañado un tanque, la dotación tenía que abrir un sobre en el que se decía si el carro había sido averiado o si se habían sufrido bajas; evidentemente, sus compañeros tenían que actuar en consecuencia, intentando rescatar el blindado y a sus tripulantes. Otras veces los árbitros decidían que tal o cual unidad estaba sufriendo fuego de artillería y que tenía bajas, o que se había metido en un campo de minas (a veces simulado con petardos), y mil y un detalles más que hacían que los campos de maniobras se asemejasen en lo posible a un campo de batalla. Salvo que, claro está, nadie moría; o mejor dicho, casi nadie, que los accidentes no eran raros pero se aceptaban como un doloroso pero necesario peaje.
Frutos de esas prácticas tan auténticas habían sido valiosas lecciones. Una era que la infantería montada en camiones no era capaz de acompañar a los carros de combate por terreno irregular, y menos si había artillería enemiga; como consecuencia se había dado gran impulso a la producción de transportes de tropas. Otra, que las armas antitanque no solo carecían de movilidad sino que resultaban demasiado vulnerables: el batallón de profesores acababa sistemáticamente con los antitanques enemigos empleando una combinación de carros, infantería y apoyo artillero. Por eso se estaba intentando remediar las deficiencias de los antitanques. La movilidad se había logrado adaptando motocicletas a sus cañones. Mejorar la protección era más complejo, pues se precisaba un blindado y todavía seguía el debate sobre si era mejor construir solo tanques, o tanques y cañones autopropulsados. Todo esto lo fue contando el coronel general aunque su puesto era el de inspector de fuerzas acorazadas; pero la escuela era su criatura, de la que estaba justamente orgulloso, y además Guderian, a pesar de su arrogancia, no perdía ocasión para acercarse a los poderosos.
Lo primero que hizo el regente al llegar a Bromberg fue pasar revista. Inspeccionó los medios del primer batallón, resultando más que evidente que estaban sometidos a intenso uso. La coraza mostraba marcas de los impactos de los proyectiles de prácticas, y algunas de las planchas adosadas para modificar la silueta estaban abolladas y sujetas de cualquier manera. Guderian nos dijo que mucho peor estaban los tanques del segundo batallón, que esta vez no íbamos a ver. También estaban alineados los pequeños cañones antitanque de origen francés, enganchados a motocicletas cada una de un tipo diferente, los semiorugas de los granaderos panzer y los tractores de artillería. Todos los vehículos estaban pintarrajeados para camuflarlos con una pintura lavable que por lo visto era fácil de aplicar y de retirar. Conseguía buenos resultados salvo en la estética, porque al ver el aspecto de los blindados ganas daban de mandar al pintor a limpiar letrinas.
El otro batallón imponía más. Al principio me pareció que los tanques eran Panzer IV de cañón largo, pero luego pude ver que se trataba del nuevo modelo pesado, el Tiger. El blindado que venía el regente a ver, aunque me estaba dando cuenta que le estaba interesando bastante el funcionamiento de la escuela. Guderian nos fue indicando las características del Tiger, que yo ya conocía fruto de mis servicios con el mariscal Von Manstein. El coronel general obvió decir que el tanque había salido así a causa de las maquinaciones del inefable doctor Ferdinand Porsche. Era un asunto oscuro: por lo visto Porsche tenía intereses comunes con Krupp —se supone que metálicos— y habían llegado a un acuerdo por el que la empresa construiría el modelo de Porsche. Pero como era un trasto infumable, se declaró vencedor al modelo de Henschel, aunque con la torre de Krupp. Pero el buen doctor había olvidado pasar las especificaciones necesarias para que el tanque llevase el cañón Flak 41, que era el que se había exigido, ya que Krupp estaba desarrollando su propia versión del cañón. En su lugar se acabó montando el también formidable pero menos potente Kwk 36. He de decir que los desvelos de Herr Ferdinand tuvieron su justa recompensa cuando Alfred Krupp resultó estar implicado en la conspiración Halder. Krupp lo pagó con una dura sanción, y a Porsche se le apartó de su gabinete de diseño y se le advirtió que no se volviese a acercar a un tanque. A partir de ahora se dedicaría al diseño de coches y camiones, que se le daban mejor.
A pesar de estos trapicheos el aspecto de los Tiger era impresionante, con su gran tamaño y el imponente cañón. Esas bestias pesaban cincuenta y seis toneladas y su coraza podía resistir a prácticamente todo, salvo a nuestro potente cañón Flak 41, o a los grandes cañones de la marina. Eran lentos, lógico dado su tamaño, y necesitaba repostar cada poco, pero se esperaba que su presencia dominase los campos de batalla.
Quien no me comprenda no comprenderá el rugido del tigre.
Aimé Césaire
Diario de Von Hoesslin
Aun no había sido proclamado regente cuando Von Lettow inició una serie de visitas a las unidades de las fuerzas armadas cercanas a Berlín. El objetivo era obvio: conseguirle el aprecio del ejército, algo que no resultaría muy difícil pues quien más y quien menos lo veía como una figura mítica. No voy a decir que siempre fuese recibido con guirnaldas de flores, pues la admiración que Von Lettow despertaba en los jóvenes no se extendía a algunos veteranos de la Gran Guerra, ahora en lo más alto del ejército. Más de uno pensaba que él mismo podría haber sido regente. Incluso los monárquicos como Von Rundstedt se debatían entre su aprecio por el imperio y la lealtad a los Hohenzollern.
Razón de más para emprender la gira, porque en ella Von Lettow no solo trataba con mariscales sino con los que realmente contaban, es decir, con brigadieres y coroneles. Habían sido oficiales subalternos durante la Gran Guerra, y más de uno se había imaginado sirviendo en Tanganika bajo el mando del ahora regente. Eran esos oficiales profesionales los que con peores ojos habían visto la soberbia nazi, y que en Alemania se restableciese la legalidad les reconfortaba. Además, si algo tenía el regente era que aunaba la capacidad de reconocer a las personas de un vistazo con la de causar devoción a su persona. Costó algún tiempo pero esas visitas consiguieron para Von Lettow el apoyo incondicional del ejército.
Había otro motivo, y era la genuina curiosidad que el regente tenía por los adelantos bélicos. Él mismo reconocía que llevaba muchos años apartado del desarrollo técnico. Su carrera en África había sido heroica con campañas propias del siglo anterior, y luego había sido apartado del ejército. Apenas conocía de aviones, tanques y cañones más de lo que se veía en las películas, y decía que necesitaba ponerse al día para poder valorar la situación militar.
Una de las primeras visitas que realizó fue a un lugar muy especial: la escuela Panzer de Bromberg. Tanto porque Von Lettow quería conocer al general Guderian, el inventor de las fuerzas acorazadas que nos habían dado la victoria, como por saber qué nuevas tácticas se estaban cociendo. Llegamos justo a tiempo, porque por una vez la “víctima propiciatoria” no era el segundo batallón del regimiento 1001, como era habitual, sino el recién formado batallón pesado 501.
La escuela de Bromberg, tal como la había concebido el general Guderian, tenía asignado permanentemente un regimiento de dos batallones. El primero era el de los profesores y el segundo de instrucción. El personal de este último no era fijo, sino que estaba formado por los alumnos procedentes de otras unidades, que intentaban derrotar al primero. Digo intentar porque en ese primer batallón de profesores el general Guderian había reunido lo más granado de la Panzerwaffe, con héroes de guerra como el capitán Barkmann. Al mando estaba el teniente coronel Von Peter, otro héroe del Sinaí. Últimamente había llegado un núcleo de veteranos de Irak, y aprovechando la visita Von Lettow iba a imponer unas merecidas cruces de caballero.
Normalmente los alumnos tripulaban los tanques Panzer III y IV de dotación la escuela, uno u otro modelo dependiendo de la unidad de procedencia. Tanto estos como los de los profesores estaban modificados pues en la escuela, intentando lograr el máximo realismo, algunas maniobras se hacían con fuego real. Para ello se habían sustituido los cañones por otros de 20 mm que disparaban munición inerte fragmentable, aunque dejando fuera unos tubos de metal ligero para que siguiesen pareciendo tanques. Los profesores emplearon inicialmente Panzer II, pero resultaron tan pequeños que afectaban a la operatividad, y pocas semanas tras comenzar los “cursos” habían sido sustituidos por Panzer III similares a los de sus alumnos, conservando solo unos pocos del modelo II para el reconocimiento. Los carros de combate de los profesores, con todo, habían sido modificados situando planchas en su exterior que los asemejaban a tanques rusos. Había más cambios: todos los carros habían recibido una cúpula modificada para los jefes de los tanques, con un escudo de protección, pues dos de las lecciones aprendidas habían sido la importancia que tenía ver antes que el enemigo, y que la munición de prácticas, aunque no pudiese perforar una coraza, era mortal para cualquiera que se expusiese.
Con todo pocas maniobras eran con esa munición. Cuando se empleaban eran tremendamente realistas, con los tanques disparándose y la artillería lanzando proyectiles fumígenos que simulaban las explosiones. Pero en esas maniobras no podían participar ni la infantería ni los cañones antitanque. Por eso era más frecuente que se emplease munición de fogueo que producía un satisfactorio fogonazo. Los blindados también tenían generadores de humo: si un árbitro decidía que un vehículo había sido alcanzado, daba una orden por radio y el objetivo supuestamente destruido se paraba y empezaba a humear. Es decir, que se intentaba que todo pareciese lo más real posible. El coronel general Guderian, que acompañó al regente durante su visita, le indicó algunas de las perrerías que tenían preparadas: por ejemplo, cuando los árbitros daban por dañado un tanque, la dotación tenía que abrir un sobre en el que se decía si el carro había sido averiado o si se habían sufrido bajas; evidentemente, sus compañeros tenían que actuar en consecuencia, intentando rescatar el blindado y a sus tripulantes. Otras veces los árbitros decidían que tal o cual unidad estaba sufriendo fuego de artillería y que tenía bajas, o que se había metido en un campo de minas (a veces simulado con petardos), y mil y un detalles más que hacían que los campos de maniobras se asemejasen en lo posible a un campo de batalla. Salvo que, claro está, nadie moría; o mejor dicho, casi nadie, que los accidentes no eran raros pero se aceptaban como un doloroso pero necesario peaje.
Frutos de esas prácticas tan auténticas habían sido valiosas lecciones. Una era que la infantería montada en camiones no era capaz de acompañar a los carros de combate por terreno irregular, y menos si había artillería enemiga; como consecuencia se había dado gran impulso a la producción de transportes de tropas. Otra, que las armas antitanque no solo carecían de movilidad sino que resultaban demasiado vulnerables: el batallón de profesores acababa sistemáticamente con los antitanques enemigos empleando una combinación de carros, infantería y apoyo artillero. Por eso se estaba intentando remediar las deficiencias de los antitanques. La movilidad se había logrado adaptando motocicletas a sus cañones. Mejorar la protección era más complejo, pues se precisaba un blindado y todavía seguía el debate sobre si era mejor construir solo tanques, o tanques y cañones autopropulsados. Todo esto lo fue contando el coronel general aunque su puesto era el de inspector de fuerzas acorazadas; pero la escuela era su criatura, de la que estaba justamente orgulloso, y además Guderian, a pesar de su arrogancia, no perdía ocasión para acercarse a los poderosos.
Lo primero que hizo el regente al llegar a Bromberg fue pasar revista. Inspeccionó los medios del primer batallón, resultando más que evidente que estaban sometidos a intenso uso. La coraza mostraba marcas de los impactos de los proyectiles de prácticas, y algunas de las planchas adosadas para modificar la silueta estaban abolladas y sujetas de cualquier manera. Guderian nos dijo que mucho peor estaban los tanques del segundo batallón, que esta vez no íbamos a ver. También estaban alineados los pequeños cañones antitanque de origen francés, enganchados a motocicletas cada una de un tipo diferente, los semiorugas de los granaderos panzer y los tractores de artillería. Todos los vehículos estaban pintarrajeados para camuflarlos con una pintura lavable que por lo visto era fácil de aplicar y de retirar. Conseguía buenos resultados salvo en la estética, porque al ver el aspecto de los blindados ganas daban de mandar al pintor a limpiar letrinas.
El otro batallón imponía más. Al principio me pareció que los tanques eran Panzer IV de cañón largo, pero luego pude ver que se trataba del nuevo modelo pesado, el Tiger. El blindado que venía el regente a ver, aunque me estaba dando cuenta que le estaba interesando bastante el funcionamiento de la escuela. Guderian nos fue indicando las características del Tiger, que yo ya conocía fruto de mis servicios con el mariscal Von Manstein. El coronel general obvió decir que el tanque había salido así a causa de las maquinaciones del inefable doctor Ferdinand Porsche. Era un asunto oscuro: por lo visto Porsche tenía intereses comunes con Krupp —se supone que metálicos— y habían llegado a un acuerdo por el que la empresa construiría el modelo de Porsche. Pero como era un trasto infumable, se declaró vencedor al modelo de Henschel, aunque con la torre de Krupp. Pero el buen doctor había olvidado pasar las especificaciones necesarias para que el tanque llevase el cañón Flak 41, que era el que se había exigido, ya que Krupp estaba desarrollando su propia versión del cañón. En su lugar se acabó montando el también formidable pero menos potente Kwk 36. He de decir que los desvelos de Herr Ferdinand tuvieron su justa recompensa cuando Alfred Krupp resultó estar implicado en la conspiración Halder. Krupp lo pagó con una dura sanción, y a Porsche se le apartó de su gabinete de diseño y se le advirtió que no se volviese a acercar a un tanque. A partir de ahora se dedicaría al diseño de coches y camiones, que se le daban mejor.
A pesar de estos trapicheos el aspecto de los Tiger era impresionante, con su gran tamaño y el imponente cañón. Esas bestias pesaban cincuenta y seis toneladas y su coraza podía resistir a prácticamente todo, salvo a nuestro potente cañón Flak 41, o a los grandes cañones de la marina. Eran lentos, lógico dado su tamaño, y necesitaba repostar cada poco, pero se esperaba que su presencia dominase los campos de batalla.
Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Después el regente se reunió con los oficiales de la escuela. El director era el general Von Senger und Etterlin, un hombre callado —dejaba hablar a Guderian— pero eficiente, que fue introduciendo a los presentes.
—Alteza, le presento al teniente coronel Von Peter, que está al mando del primer batallón.
—A sus órdenes.
—Es al mismo tiempo un honor y un pacer conocer al héroe de Suez.
Todos sabíamos quién era Von Peter, considerado uno de mejores jefes de tanques de Alemania. Había mandado un kampfgruppe en Suez con el que había derrotado a una brigada acorazada británica, solventando una situación muy comprometida. Luego había cercado a otra división inglesa. Su unidad había capturado treinta enemigos por cada uno de sus soldados, sufriendo además mínimas pérdidas. Von Peter había estado entre los condecorados en la famosa ceremonia de Jerusalén que había acabado con la muerte de Goering. Era un hombre muy apuesto, y yo sabía por mis sobrinas que la mitad de las colegialas alemanas atesoraban su fotografía.
Su impresionante palmarés no había finalizado en el Sinaí, pues su desempeño en Bromberg había sido tan bueno o mejor. Cierto que tenía una excelente materia prima, ya que su batallón era el que más condecoraciones tenía de todo el ejército, incluyendo otra cruz del caballero, la del as de los panzer Barkmann. Pero Von Peter no solo era un gran conductor de hombres sino un excelente táctico que conseguía derrotar una y otra vez a sus alumnos. Hasta tal punto que se decía que si el batallón 501 había sido enviado a la escuela era no solo para probar los Tiger, sino para bajarle los humos a Von Peter.
Luego Von Senger nos presentó a otro jefe que también ostentaba la Cruz de Caballero.
—Alteza, el teniente coronel Thorsten Koertig, un veterano de Mesopotamia que ahora manda el batallón 501.
—A sus órdenes.
—También me alegra conocerle. Lo único que lamento es no haber sido yo quien le impuso su bien ganada condecoración.
Thorsten Koertig agradeció el comentario. El regente siguió.
—Teniente coronel ¿Qué tal está siendo su estancia en Bromberg? ¿Le trata bien el general Von Senger?
—Aprendemos mucho, alteza.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Thorsten Koertig, sin querer, rememoró su experiencia hasta el momento, que no había sido especialmente agradable. No le había sorprendido del todo ser llamado a Alemania pues el frente de Irán estaba tranquilo y los ingleses estaban a cientos de kilómetros de las avanzadas alemanas. El ejército persa, aunque no contaba más que un cero a la izquierda, vigilaba a los británicos y se esperaba que al menos avisase de cualquier movimiento enemigo. La calma se estaba aprovechando para distribuir a los oficiales más experimentados entre las formaciones que se estaban organizando y que tenían menos experiencia. Koertig pensaba que iba a ser enviado a alguna nueva división panzer, pero al llegar a Berlín se le había informado que su misión iba a ser organizar el primer batallón equipado con los nuevos tanques pesados. Algo que le sorprendió, pues se suponía que iban a ser distribuidos a las divisiones acorazadas. Pero el nuevo modelo de panzer tenía unos requisitos de mantenimiento muy exigentes, y con su velocidad limitada casaba poco con las rápidas panzerdivisiones. Se había preferido reunirlos en formaciones independientes para facilitar el mantenimiento. El papel de esos batallones sería actuar como el ariete que rompe las puertas y abre paso a los otros tanques. Tras la ruptura, tendrían que enfrentarse a las masas acorazadas enemigas, que el enemigo lanzaría contra la ruptura, y derrotarlas decisivamente, requisito que se consideraba imprescindible para lograr la victoria.
Los hombres de los que dispuso eran veteranos de Francia, de los Balcanes y de África, lo que le alivió en buena parte de su tarea. Incluso había más hombres que también habían estado en Mesopotamia, como el capitán Ludwig Bauer, que se había distinguido en Habbaniya y en Kirkuk. Sin embargo el problema estuvo en los tanques. Acostumbrados a los fiables Panzer III y IV, los Panzer VI resultaron una pesadilla mecánica. Su relación peso potencia era muy desfavorable obligando a forzar los motores, pero si el conductor se pasaba de vueltas era casi matemático que el motor o la transmisión se rompiesen. La suspensión funcionaba muy bien, pero era frágil; como se le ocurriese al conductor pivotar podía cargársela, y sustituir una simple rueda era una tarea ímproba porque estaban intercaladas. Mientras que en el Panzer IV era una tarea que podía nacerse en un par de horas, en el Panzer VI era preciso desmontar media suspensión para acceder a la rueda dañada. Incluso con todo el cuidado del mundo las averías del Tiger eran muy frecuentes. Habían hecho una marcha de prueba de cien kilómetros que finalizado con la mitad de los tanques en la cuneta. Koertig temblaba solo de pensar en lo que sería una retirada con esos monstruos.
A cambio todos estaban encantados con el cañón. Potentísimo y enormemente preciso, podía batir a los tanques enemigos a tres mil metros o incluso más. Nada más llegar a Bromberg habían ido al polígono de tiro, pues según sus resultados luego los árbitros dirían si en las batallas simuladas acertaban o no. Los resultados fueron tan buenos que se les había asignado un impresionante 50% de probabilidades de impacto a la primera cuando disparaban a mil metros contra blancos móviles. Impresionante para los parámetros de Bromberg, donde pocas unidades habían conseguido alcanzar el 25% y ninguna el 40%. Con tan buenos resultados el batallón había ido al campo de maniobras pensando que se iban a comer los panzer de los profesores con patatas… solo para salir trasquilado.
En el primer enfrentamiento, que también fue la primera actuación del nuevo batallón pesado, los profesores habían rehuido el combate retirándose a toda velocidad. Tanta que solo pudo mantener el contacto la sección de reconocimiento y Koertig tuvo que enviar en su apoyo a la compañía de Panzer III, pues el batallón tenía dos de Tiger y otra del modelo III que estaba destinada a combatir a la infantería. Los veinte Tiger habían intentado seguir a los tanques ligeros pero se fueron quedando poco a poco atrás, y tres sufrieron averías mecánicas. Justo entonces avisó el capitán de los Panzer III que estaban bajo fuego antitanque, y luego las comunicaciones se cortaron. Los Tiger siguieron adelante para rescatarlos, pero al pasar una loma vieron que todos los Panzer III estaban humeando, y que solo un par de «enemigos» lo hacía. Entonces otro aviso llegó de la retaguardia: los Tiger averiados estaban siendo acosados por otra compañía de tanques que había salido de no se sabe dónde. Los Tiger se volvieron y consiguieron «destruir» a otros tres enemigos, pero no a tiempo de impedir que los Tiger averiados fuesen «destruidos». Entonces volvió el resto de batallón de profesores y les pilló por detrás. Cuando acabó el ejercicio, Koertig se quedó muy disgustado: había perdido trece Panzer III y once Tiger —el suyo, uno de ellos; según el sobre que tuvo que abrir, toda la dotación había muerto— a cambio de siete tanques enemigos y dos antitanques.
En los siguientes enfrentamientos la tónica fue parecida. Los profesores conocían el terreno al dedillo, sabían aprovechar cada ondulación para resguardarse, y empleaban las vaguadas para situarse en la retaguardia de los Tiger. Cuando Koertig las puso bajo vigilancia, el primer batallón empleó como pantalla un par de colinas bajas. En la siguiente «batalla» mandó a una sección de Panzer III y a otra de Tiger a ocupar las dos elevaciones, pero fueron «emboscados» por antitanques. El teniente coronel Koertig acabó por creer que su rival, Von Peter, tenía ojos hasta en el cogote.
Poco a poco fue descubriendo algunos trucos. El primero, que era crucial conocer los movimientos contrarios: tanto que los profesores solían cebarse primero en la unidad de reconocimiento, sacrificando algunos de los sus tanques de ser preciso. Koertig también vio que la diferente velocidad de los Panzer III y VI era una debilidad que los contrarios intentaban explotar para separar a los tanques ligeros de los pesados. Además descubrió que si sus resultados siempre eran malos se debía a que los hombres de von Peter consideraban objetivo prioritario a los Tiger averiados, fuese por fallo mecánico o por ser «dañados» en combate. Había intentado rescatarlos, pero Von Peter empleaba su artillería contra los tanques averiados, y bastaba con que los semiorugas SdKfz 9 de recuperación apareciesen para que los árbitros los diesen por destruidos, pues no tenían blindaje. Al final había pedido que se le cediesen dos Panzer IV, de los empleados por el segundo batallón, para usarlos para rescatar a los Tiger bajo el fuego.
El batallón pesado 501 había pulido sus peores fallos. Ahora Koertig pensaba que tenía una estrategia ganadora contra los dichosos profesores.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
El general Guderian ofreció al regente presenciar un combate simulado. Von Lettow aceptó encantado, y casi se disgustó cuando supo que iba a ser sin fuego real. Es decir, peligro no habría. Comodidad tampoco, porque los árbitros empleaban semiorugas SdKfz 251, estrechos, con duros banquillos de madera y que se sacudían como batidoras. Para evitar confusiones estaban pintados con bandas rojas y negras, como los avispones; lógicamente eran apodados Hornisse. Normalmente un par de semiorugas iban con cada batallón, y algunos más se distribuían por el terreno de las maniobras. El general Von Senger invitó a Von Lettow al suyo. Guderian también subió, y como quedaba un puesto libre, el regente me hizo un gesto, explicando a Von Senger que yo también era un veterano de Egipto.
Íbamos a acompañar al batallón 501. Su misión iba a ser romper las líneas “enemigas” y luego avanzar hacia Bromberg. Era terreno casi llano salvo algunas ondulaciones, y estaba cubierto por pequeños bosquecillos y campos de cultivo abandonados. Desde el primer momento el batallón de Koertig adoptó una formación muy poco habitual: dividió sus Tiger en secciones de cuatro tanques —no de cinco como era habitual—, acompañándolos con infantería e ingenieros montados en semiorugas, y con cañones remoldados; pues el teniente coronel había dicho que su batallón estaba ideado para operar siempre en conjunto con otras armas, e insistió hasta que le proporcionaron un par de compañías de infantería, procedentes de otro regimiento que venía a Bromberg a pasar por la piedra. Delante se movían los vehículos de reconocimiento, que eran motocicletas y semiorugas, siempre cuidando con no distanciarse más de mil metros. Detrás de la línea principal estaban los vehículos antiaéreos, los auxiliares y otra sección de Tiger, que debían cubrir las espaldas. La compañía de Panzer III estaba en esa línea, también dividida en secciones. Lo realmente llamativo era la gran separación entre los grupos, nada menos que mil metros.
Se movían a saltos: primero las patrullas de reconocimiento se aseguraban que el terreno estuviese libre y que podía soportar el peso de los tanques. Si era necesario, empleaban un curioso truco: un soldado subía encima de otro y si el suelo no se hundía, indicaba que era apto para tanques pesados. Luego dos secciones de Tiger se adelantaban precedidas por los infantes y protegidas por cañones antitanques; las otras secciones se mantenían a cubierto tras alguna ondulación o bosquetes, prestas para intervenir y apoyar a las que avanzaban con sus cañones de largo alcance. Una vez «tomado» el punto —algún otro lugar donde cubrirse— se repetía el proceso. El avance, lógicamente, era lento, pero los Tiger no estaban diseñados para echar carreras.
Durante un par de horas el ejercicio fue de lo más monótono, y hasta fatigaba ver como Koertig tomaba grandes precauciones contra un enemigo que seguía sin verse. Hasta que las patrullas encontraron a las avanzadas de Von Peter. Entonces las cuatro secciones de Tiger —había otra con la reserva, detrás— se mantuvieron ocultas. Las patrullas intentaron atraer a los contrarios al fuego de largo alcance de los tanques pesados, pero los profesores no se dejaron engañar.
Koertig había recibido la noticia del avistamiento del enemigo, pero no terminaba de fiarse. Que se hubiese localizado a las patrullas enemigas no quería decir que allí estuviesen sus tanques. Decidió enviar una única sección —una de las dos centrales— mientras seguía esperando con las otras. Como era de esperar, las patrullas contrarias se retiraron. Las patrullas de Koertig, apoyadas por la sección de cuatro Tiger, las siguieron a distancia, hasta «caer» en una cortina de fuego antitanque. Un semioruga resultó «destruido», pero entonces los Tiger se adelantaron y además de proteger el rescate de los tripulantes, «suprimieron» los cañones contracarro disparando desde lejos. Luego emplearon sus cañones de largo alcance —figuradamente— para acabar con las patrullas enemigas que se ponían a la vista.
Rechazados los elementos de reconocimiento enemigos, Von Koertig seguía in albis. Su rival Von Peter andaba por algún sitio pero no sabía dónde. No se atrevía a enviar sus propias patrullas pues sabía lo que les ocurriría si se alejaban mucho. Podía quedarse a esperar, pero su misión no era acampar sino llegar a Bromberg. Seguro que Von Peter se estaba preparando para caer sobre él y moviéndose se lo ponía más fácil, pero no tenía otro remedio. Ordenó a las secciones de los flancos que se separasen aun más —la línea del batallón ya cubría más de dos kilómetros— y siguió avanzando a saltos. Hasta que por fin se recibió una alerta: un grupo de tanques estaba intentando desbordarle por la izquierda, pero no contaban con que la línea del 501 estuviese tan extendida y se toparon con el pelotón de Tiger del flanco. Tras «perder» cuatro blindados los profesores se retiraron. El avance del 501 prosiguió mientras el batallón contrario parecía haber desaparecido. Pero Koertig imaginaba que más allá habría alguna sorpresa. Es más, estaba seguro que los profesores mantenían alguna unidad presta a caer sobre algún despistado. Era el momento de preparar la trampa.
En primer lugar el teniente coronel miró hacia los dos lados, pensando en cual podría esconder un contrataque. Decidió que el oeste no lo era pues había varios campos de cultivo amplios que le permitían ver a casi tres mil metros. Una pequeña aldea y algunas arboledas podían tapar algún elemento enemigo, y dio a su artillería orden de batirlos. Fue de nuevo algo figurado: tan solo envió un mensaje por radio, y minutos después un vehículo de los árbitros lanzó bombas de humo para simularlo.
Al este, el terreno aun parecía menos favorable para un contrataque. Pero el ojo experto de Koertig le mostró que un par de vaguadas que había a dos mil metros podían ser más profundas de lo que parecía, y que los pocos arbustos podían albergar alguna sorpresa con cañón. Decidió que la fuerza principal de Von Peter se había metido ahí, pero que estaba demasiado lejos para que un ataque la atrapase. Tenía que cebar el anzuelo.
Ordenó que la sección del flanco derecho avanzase, como si por ahí no hubiese nada, pero al mismo tiempo dispuso que la sección de reserva se adelantase hacia el flanco, pero resguardada por una arboleda. Entonces comenzó la comedia: uno de los Tiger más adelantados se detuvo y pidió ayuda por la radio. Los otros Tiger siguieron adelante, y el averiado quedó separado tanto de los otros tres de su sección como del resto de la línea. Para rescatar al tanque inmovilizado, Koertig envió a sus dos Panzer IV de recuperación escoltados por una sección de Panzer III.
Al principio no pasó nada. Los Panzer III formaron un diamante para proteger a los demás, y los dos Panzer IV de recuperación llegaron y empezaron a trabajar. Fue entonces cuando surgieron dos compañías de tanques de los profesores, saliendo de ese barranco que había hecho sospechar a Koertig, creyendo que el Tiger averiado, los dos blindados de recuperación y los Panzer III serían objetivos fáciles… Pero el tanque averiado resucitó y empezó a disparar. La sección de reserva también se adelantó y disparó —con fogueo— contra los profesores desde dos mil metros, mientras los tres Tiger adelantados se volvían. Entonces las otras tres secciones de Tiger y las dos de Panzer III restantes, formando una larga línea, hicieron una conversión hacia el este. El fuego de larga distancia impedía que los tanques de Von Peter saliesen de la depresión, donde estaban parcialmente resguardados, pero al final, cuando los Tiger estaban ya cerca del borde, intentaron escapar a toda prisa. El alcance de los cañones Tiger no les permitió retirarse y al poco todos humeaban.
—General Von Senger, me parece que esta vez el teniente coronel Koertig se la ha jugado bien a Von Peter.
—Desde luego, Alteza, pero solo gracias al gran alcance del cañón de sus tanques.
Entonces intervino Guderian—. Desde luego que ha sido crucial, pero fíjense en la formación que ha adoptado Koertig y como maximiza la potencia de fuego. No es una táctica ortodoxa. Me gustaría hablar con ese teniente coronel.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Más adelante, ya en la escuela y alrededor de una mesa bien provista, el teniente coronel Koertig explicó como había llegado a desarrollar la nueva táctica. Comentó que en Mesopotamia había empleado las formaciones convencionales, con los tanques actuando en masa, pero que uno de sus oficiales, el capitán Bauer, había estado con la séptima panzer en Habbaniya. La base, que había sido asediada por los británicos, tenía un perímetro demasiado grande y no podía ser cubierto por las magras fuerzas de la 7ª división panzer. Por ello habían adoptado un despliegue diferente, en el que los carros y pequeñas fuerzas de infantería se dispersaban en largas líneas, no aislados sino por parejas o en pelotones de cuatro, y cuidando no separarse tanto que no pudiesen prestarse apoyo en unos minutos.
Koertig dijo que él en Mesopotamia había mandado un regimiento panzer con tanques del modelo IV de cañón largo, y ya le había parecido que las formaciones habituales no aprovechaban el gran alcance de sus armas. Los combates simulados en Bromberg le habían confirmado en la opinión, y tras escuchar el relato de las experiencias de Bauer en Habbaniya pensó que para derrotar a los profesores bastarían uno o dos pelotones, por lo que no tenía sentido agrupar los Tiger. Por el contrario, al extender su línea podría impedir que Von Peter hiciese la jugada habitual, es decir, rodearle y caer sobre su retaguardia. De paso, como cada Tiger podría moverse a su ritmo se producían menos averías.
El teniente coronel también contó que se imaginaba que los profesores, tan cucos como eran, una vez que viesen la larga línea evitarían choques frontales. Incluso era posible que se retirasen y abandonasen el combate, algo que a fin de cuentas era ortodoxo porque pocos objetivos compensan perder un batallón de tanques. Así que había dispuesto un cebo, es decir, un Tiger que había simulado una avería mientras tenía a los demás apostados a distancia. La añagaza era obvio que había resultado, aunque era improbable que funcionase más veces. Pues el teniente coronel reconoció que Von Peter era un maestro moviendo los tanques.
El aludido felicitó a Koertig; era la primera vez que un alumno le vencía en una «batalla». También dijo que iba a probar esos despliegues lineales en la escuela; no le parecían buena táctica ofensiva pero podían ser excelentes en la defensiva.
El general Guderian mostró su extrañeza. Dijo que, según su concepto, los tanques estaban para atacar, y que de la defensa se debía encargar la infantería. Entonces el teniente coronel Koertig se atrevió a contradecirle, pues debía sentirse muy seguro de sí mismo tras haber ganado el combate simulado. Dijo que en principio estaba de acuerdo, y que él mismo había empleado los panzer en Mesopotamia siempre a la ofensiva, contratacando los flancos ingleses. Pero su experiencia le decía que los tanques ahorraban sangre, y que una pequeña unidad blindada podía hacer lo mismo que un regimiento de infantería, con un coste económico superior, cierto, pero despilfarrando menos vidas. Guderian aceptó la sugerencia —era más inteligente que arrogante— y felicitó a Koertig.
El regente se unió a los parabienes, dirigidos no solo a los dos jefes, sino también al general Von Senger por el excelente funcionamiento de la escuela, y sobre todo a Guderian, por haber tenido una idea tan buena. Así no solo se entrenaba el ejército, sino que se aprendían lecciones sin que tuviese que impartirlas el enemigo. Animó a todos a seguir adelante antes de brindar por el ejército alemán.
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