Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Tenemos otro dibujo de ReyTuerto aunque a este le he metido mucho la mano.

KGS Mackensen en DeviantArt

KGS Mackensen

Los cuatro últimos portaaviones de la clase Hindenburg se construyeron con un proyecto modificado y frecuentemente son clasificados como una clase aparte. En el diseño de los Hindenburg se adoptaron soluciones constructivas japonesas para acelerar su construcción, aunque se consideraban inadecuadas por ser demasiado pesadas o estructuralmente ineficientes, y que se pretendían corregir en la segunda serie, la de los Mackensen. Inicialmente, debiera haber sido de ocho unidades que se debían construir en las gradas dejadas libres por las primeras. Sin embargo la experiencia estaba mostrando que los Hindenburg eran demasiado pequeños y finalmente se decidió anular los últimos a favor de unidades adicionales de la clase Káiser.

La quilla del Mackensen se puso en Kiel el 17 de septiembre de 1943, en la grada que había ocupado el Hindenburg, botado dos semanas antes. El barco heredaba las mejoras de los Hindenburg, incluyendo la proa cerrada, la cubierta oblicua que mejoraba la seguridad de las operaciones a bordo, y la torre de mando de grandes dimensiones, precisa para instalar el completo equipo electrónico de los buques. El casco era diez metros más largo y tenía dos más de manga, desplazando tres mil toneladas más.

El Mackensen llevaba el equipo electrónico más completo instalado hasta entonces, incluyendo el nuevo radiotelémetro de descubierta aérea FuMO 41 Salzburg, llamado «de somier» por la forma de la antena y que se instaló en un mástil aparte. Dicho equipo se convertiría en estándar de los buques del Pacto durante la década siguiente. Un radiotelémetro de onda centimétrica FuG 301c Morse 2 complementaba al Salzburg para menores distancias y para la vigilancia de superficie. También por primera vez, se incorporaba un radiotelémetro de barrido vertical para detección de cota FuG 311 Tapferkeit. Se incorporaban equipos para el seguimiento y guiado de las aeronaves, y cuatro direcciones de tiro FuMO 26b asociadas a radiotelémetros FuG 44 Weisswal que también tenía un subsistema óptico. Los Mackensen también tenían equipos electrónicos mejorados, destacando los directores de tiro para la batería antiaérea. El Mackensen y el Derrflinger contaban con sonotelémetro, pero se pensó que el equipo era redundante con los de los buques de escolta y no se instaló en la segunda pareja (Blücher y Scharnhorst).

El armamento fue modificado por completo. Los Hindenburg llevaban una combinación de cañones de 10,5 cm/65 SK C/33, 3,7 cm C/30 y 2 cm C/38, armas anticuadas y que habían sido superadas por diseños más recientes. Se contempló montar el potente cañón de 10,5 C/35, pero no podía instalarse en las ménsulas con montantes típicas de los diseños japoneses. Finalmente se resolvió unificar la batería antiaérea con dieciséis montajes automáticos Breda 7,5 cm C/41, un cañón automático basado en el tubo del antitanque Pak 40 con un sistema de recarga de carrusel. Los montajes se distribuían en cuatro grupos en los extremos del buque, controlado cada uno por uno de los directores FuMO 26b. El calibre de 7,5 cm fue escogido por ser el menor que podía disparar proyectiles con espoleta de proximidad, y resultó muy efectivo, con probabilidades de impacto superiores al 80% contra las aeronaves de la época. Los principales inconvenientes estaban en las frecuentes interrupciones (que se remediaron disminuyendo la cadencia de tiro) y en que el sistema tardaba entre cinco y quince segundos en poder adquirir un nuevo blanco, dificultando la defensa contra ataques masivos. Como esos montajes tampoco podían instalarse en las ménsulas de los Hin-denburg, se remodeló el buque con un diseño más racional que además permitía mejores arcos de fuego. Una ventaja secundaria fue que estas armas requerían menos dotación que los modelos previos, algo importante en buques que eran poco espaciosos.

Inicialmente no debían llevar otras armas, pero se pensó que una pérdida de energía eléctrica dejaría al buque indefenso (ya que los cañones Breda, si se operaban manualmente, tenían una cadencia de tiro muy baja) y se instalaron cuatro montajes cuádruples de 2 cm C/42, que contaban con estabilización en tres ejes y que también se podían operar manualmente.

Otro cambio importante fue la popa completamente cerrada, que au-mentó la capacidad interna del buque y permitió reposicionar el hangar que, aunque mantenía la misma capacidad que los modelos precedentes, tenía una disposición más racional. Se ampliaron las aperturas del hangar, que podía ventilarse naturalmente o con tiro forzado. Aunque tenían la misma capacidad aérea que los Hindenburg resultaba más sencilla la operación de las aeronaves.

Las cuatro unidades fueron entregadas antes de finalizarse el conflicto, pero solo el Mackensen llegó a participar en operaciones bélicas. En el combate de Socotora sus aviones hundieron al portaaviones Belleau Wood y averiaron al Bunker Hill y al acorazado Indiana, y su artillería derribó siete aviones y dos misiles Bat. En la posguerra, las cuatro unidades permanecieron en servicio y aunque resultaban algo pequeños para operar con reactores avanzados, apoyaron las operaciones aeronavales de los conflictos de la descolonización. En 1952 pasaron a la reserva. Cuatro años después fueron convertidos en portahelicópteros de asalto, siendo reactivados por parejas hasta su retiro definitivo a finales de los setenta. Entre 1972 y 1974 el Scharnhorst operó con una escuadrilla experimental de reactores de despegue vertical Dornier Do 629.



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Segunda parte


El once de marzo de 1938, cuando la Wehrmacht se preparaba para cruzar las fronteras de Austria, la superficie de Alemania era de 468.787 kilómetros. Cuatro años después la Unión Paneuropea, la criatura que había alumbrado Goering y que Berlín dirigía, extendía su poder sobre catorce millones de kilómetros cuadrados: cuatro millones en Europa, trece en África, uno más en Asia.

Catorce millones de kilómetros cuadrados es una extensión inimaginable. Si quisiésemos pintar cada palmo del terreno, necesitaríamos tanto tiempo como el transcurrido desde el descubrimiento de América. Aunque no nos costaría tanto pues tendríamos mucha ayuda, ya que un enorme número de almas, al menos trescientos millones, poblaban esos inmensos territorios. Almas y cuerpos que, unos fervorosamente, otros con renuencia, seguían las directrices que emanaban desde Berlín. El Imperio Alemán había alcanzado unos límites inconcebibles y aspiraba a conseguir la victoria final sobre el bando aliado, en el que aparte de unos pocos exiliados ya solo Gran Bretaña militaba.

Pero, aun siendo enorme, el Reich seguía siendo pequeño comparado con el potencial de su enemigo. El imperio británico todavía regía sobre cuatrocientos millones de personas en una superficie que doblaba a la de la Unión Paneuropea y sus colonias. La neutral pero inquietante Unión Soviética era más extensa, igualmente poblada, y disponía de imponentes recursos naturales de todo tipo. Los Estados Unidos no eran tan inmensamente grandes, apenas duplicaban posesiones europeas de la Unión, ni tampoco rivalizaban en población; pero su economía era comparable a la del resto del mundo junto, y si bien se mantenían nominalmente al margen de la guerra, se posicionaban claramente del lado de británico. Ingleses, soviético y norteamericanos, si se unían, abrumarían al Reich y a sus aliados, por grandes que fuesen.

No había opciones para Alemania. Para vencer debía derrotar a los ingleses. Si aun era factible.



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Capítulo 16

Cuando se viaja en avión solamente existen dos clases de emociones: el aburrimiento y el terror.

Orson Welles


Friedrich, Jörg. La guerra que hubo que ganar. Spiegel-Verlag. Berlín, 2007.



Tras la infructuosa salida al Atlántico de la división de cruceros del almirante Regalado, en Londres se seguía debatiendo sobre cuál sería el siguiente movimiento del Pacto. Se pensaba que sería la presencia de los buques mayores italianos y alemanes la que delatase las intenciones, pero no habían conseguido localizarlos. Se los había supuesto en el Atlántico, apoyando a los cruceros, y las intercepciones de los radiogoniómetros parecían avalarlo, pero los reconocimientos realizados habían sido infructuosos. Los servicios de información habían alertado sobre la salida de Nápoles de un gran convoy de tropas que parecía dirigirse hacia Oriente. Esta posibilidad pareció realizarse cuando la escuadra francesa del almirante Laborde inició la segunda fase de las operaciones en el Mar Rojo.

El citado mar es una estrecha franja acuática que a pesar de tener dos mil doscientos kilómetros de longitud solo tiene doscientos setenta de anchura máxima. Se comunica con el Mediterráneo por el Canal de Suez, y con el Océano Índico por el estrecho de Bab-el-Mandeb, entre el extremo sur de la península arábica y Djibuti, de veintisiete kilómetros de anchura. El estrecho está dividido por la isla de Perim en dos canales, el occidental de veinticinco kilómetros de anchura y profundidad máxima de trescientos metros, y el occidental de solo dos kilómetros con sondas máximas de treinta metros.

Desde la antigüedad el Mar Rojo había permitido la conexión entre China y la India con el mundo Mediterráneo teniendo el control de sus accesos gran importancia estratégica. La apertura del Canal de Suez le dio aun mayor valor al ser la vía más rápida de conexión entre Europa y Asia, especialmente entre la metrópoli británica y su enorme colonia hindú. Por tanto se convirtió en objetivo principal del Imperio Británico el control de sus dos salidas, primero la artificial de Suez (desplazando la previa influencia francesa) y la de Bab-el-Mandeb. Pero en el mismo estrecho el terreno resultaba inhóspito: extremadamente árido y caluroso, estaba sujeto a frecuente actividad volcánica. Solo en la costa yemení había algunas aldeas de pescadores, pero en el resto no había ocupación humana permanente, ni siquiera en la estratégica isla de Perim, que carecía de fuentes de agua. Aunque la isla había sido ocupada por diferentes potencias europeas desde el siglo XVI, nunca había tenido guarniciones importantes. La base británica principal tuvo que establecerse ciento cincuenta kilómetros al este, en Adén.

Tras la entrada en guerra de Italia en 1940, las posiciones en el estrecho y en Adén resultaron imprescindibles para impedir la salida al indefenso Océano Índico de la escuadra italiana apostada en Massaua. Cuando en 1941 las fuerzas inglesas fueron expulsadas de Egipto y Palestina, y se procedió a limpiar el Canal de Suez, la amenaza ya no fue del paso de unos pocos destructores o cruceros auxiliares, sino de la potente Regia Marina. Situación que agravó la evacuación de Sudán y la pérdida de las últimas posiciones en el Mar Rojo (exceptuando las del estrecho). La posesión de Bab-el-Mandeb no solo cerraba el acceso al Índico, sino que permitía la entrada de fuerzas ligeras inglesas al Mar Rojo: mientras que el canal principal había sido minado y era batido por una batería instalada en Perim, el canal oriental, inaccesible para los italianos, permitía el paso a los submarinos ingleses.

A pesar del gran valor del enclave la guarnición era muy reducida: una compañía en Perim y algunos escuadrones de fuerzas indígenas en Ras Menheli y en la aldea de Schech Said. Tras la pérdida de Suez se decidió reforzarla, pero la llegada de fuerzas adicionales se retrasó una y otra vez. Las graves pérdidas sufridas en Irak, el temor a una invasión japonesa de Malasia y el creciente descontento en la India hicieron que las únicas fuerzas disponibles fuesen las evacuadas de Sudán: la Primera Brigada de Sudáfrica, que fue desplegada en la isla de Perim, y la 23ª brigada de Nigeria y los batallones 1/2º y 3/15º del Punjab en Ras Menheli. En el interior permanecieron fuerzas indígenas y destacamentos de la 25ª brigada del Este de África, desplegada en Adén. El general Brink tenía el mando de las tropas, que aunque nominalmente eran fuertes y numerosas, en conjunto tenían escaso valor combativo: estaban muy por debajo de sus efectivos tras haber sufrido muchas bajas en las operaciones precedentes, se carecía de material pesado, y las tropas tenían la moral baja tras las continuas retiradas. El espíritu de algunas unidades disminuyó más por las tensiones raciales: los batallones punjabíes, que ya habían tenido que retirarse dos veces tres veces (de Egipto, de Aqaba y de Sudán), fueron tachados de cobardes por los sudafricanos y obligados a trabajar en la construcción de las fortificaciones. Tuvieron que cavar trincheras bajo el fuerte sol, con el agua severamente racionada, y bajo los cada vez más frecuentes bombardeos de la aviación del Pacto que operaba desde Massaua y posteriormente desde la más próxima Assab. El malestar se extendió por las unidades a pesar de los esfuerzos de sus oficiales e incluso hubo un conato de motín.

Tras el combate de las islas Dahlak la escuadra del almirante Laborde se había retirado a Suez para repostar y reponer munición, y fue reforzada las fuerzas navales que habían participado en la invasión de Chipre. En total, Laborde disponía de dos acorazados (Strasbourg y Provence), dos cruceros pesados y seis ligeros, incluyendo al italiano Bari y al español Navarra. Las fuerzas de desembarco las proporcionaba la primera división de infantería colonial francesa y el segundo batallón paracaidista italiano, veterano de Malta.

El día 17 de febrero se hizo al mar la fuerza de invasión y el 20, coincidiendo con la salida al Atlántico de la flota combinada, comenzó el bombardeo de las posiciones británicas mientras los dragaminas despejaban los canales. Al día siguiente el 21º Regimiento de Infantería Colonial desembarcó en las playas al norte de Ras Menheli, en la costa yemení. Las baterías de la isla de Perim permanecieron en silencio: construidas para dominar el estrecho de Bab-el-Mandeb, sus arcos de tiro no cubrían las playas. Aunque el terreno volcánico hubiese permitido la resistencia, la brigada nigeriana había sido sorprendida por el bombardeo, tenía muchas bajas y se desmoronó: la mayor parte de los soldados nigerianos y punjabíes se rindieron y solo algunas unidades intentaron unirse con los africanos del interior, que también estaban debilitados por las deserciones. A las cuatro horas la península había sido asegurada. La brigada sudafricana quedó aislada en la isla de Perim, sometida a repetidos ataques aéreos y al fuego de la flota. Una bomba alcanzó el aljibe principal, que no estaba protegido, dejando a las tropas casi sin agua. La isla capituló al día siguiente, horas antes de que se produjese un asalto anfibio.

Tras la caída de Bab-el-Mandeb la primera división colonial francesa se dirigió hacia Adén. Los escasos remanentes de la fuerza del general Brink, acosados por la sed, los ataques aéreos, y por bandas de forajidos árabes, apenas presentaron resistencia y la vital ciudad cayó dos semanas después. En total, los británicos perdieron quince mil hombres (casi todos prisioneros) mientras que las bajas francesas fueron nimias.

La captura de Bab-el-Mandeb y posteriormente de Adén tuvo una grave repercusión en Londres. La primera consecuencia fue que el Mar Rojo quedó cerrado a los submarinos británicos y se convirtió, como el Mediterráneo, en un lago del Pacto. Al poder ser abastecidas directamente, las tropas expedicionarias en Abisinia, Somalia y Yemen se prepararon para actuar contra los focos del dominio británico en el Índico. La nueva derrota inglesa hundió más su prestigio ante los árabes, y el rey Ibn Saud, que hasta entonces había sido hostil al Pacto, afirmó su neutralidad al mismo tiempo que enviaba una delegación a Berlín.

Pero la principal consecuencia fue sobre el dominio inglés del Océano Índico. La noticia del ataque a Bab-el-Mandeb causó gran preocupación en el Almirantazgo. Previamente se pensaba que las restantes bases británicas en la región (Adén y la isla de Socotora) podrían bloquear la salida al océano de las fuerzas navales contrarias, pero ahora se temía que la flota no localizada del Pacto y el convoy de Nápoles se estuviesen dirigiendo hacia el Índico para atacar los dominios británicos de la costa oriental de África o incluso la India. Tras las evacuaciones de Aqaba y de Sudán las fuerzas navales en el Índico habían quedado muy debilitadas y se reducían al portaaviones Hermes y a seis cruceros pesados (cuatro de ellos anticuados) ya que el Royal Sovereign estaba siendo reparado en Triconmalee de los daños causados por un torpedo aéreo. Además el Pacto persistió en sus ataques: Adén se perdió poco después, y con él el dominio en Yemen. Socotora estaba amenazada y se vio sujeta a repetidos ataques aéreos por la aviación del Pacto, que había solucionado sus problemas logísticos. Durante la evacuación de Adén fueron hundidos el crucero Danae, el destructor Vendetta y la corbeta Azalea, y en Socotora fue hundido el destructor Encounter y dañado el crucero Emerald; ante las pérdidas se decidió dejar solo una línea de vigilancia y retirar la flota a Bombay. Incluso esa medida se reveló inadecuada cuando una flotilla de submarinos alemanes fue basada en Massaua y empezó a operar en el Golfo de Adén y el Mar Arábigo. En dos semanas fueron hundidos dos destructores, una corbeta y tres pesqueros armados, forzando a que la vigilancia tuviese que hacerse a mayor distancia. En la práctica quedó abierto el océano Índico a las incursiones de los buques del Pacto, y se facilitó el paso de buques «forzadores del bloqueo» con destino a la Indochina francesa y Japón.

La presencia en el Massaua del acorazado francés Strasbourg y la posible salida de los acorazados modernos alemanes al Índico representaban una gravísima amenaza, ya que se trataba buques veloces que podían derrotar a cualquier buque de batalla inglés (como habían demostrado las pérdidas del Revenge y del Repulse) y escapar de escuadras superiores. Peor aun, el convoy italiano podía estar dirigiéndose hacia la desprotegida costa hindú. El espectro de la pérdida de la joya de la corona corrió por Londres, y el Premier Churchill ordenó reforzar urgentemente las fuerzas del Índico, aunque fuese en detrimento de la Home Fleet. Los acorazados Valiant, Malaya y Barham, con el portaaviones de escolta Archer, aparejaron hacia el Cabo de Buena Esperanza intentando llegar a Bombay cuanto antes.



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En vez del HMS Emerald va a ser el Frobister el dañado. Siento las molestias causadas.

Saludos



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Relato de Antonio Herrera Vich

Yo esperaba que sería llegar a Tenerife y acabar con los herejes, pero estaban resultando bastante coriáceos. No en el aire, que cuando pasamos a la isla la Armada ya había dado un buen repaso a la base de Gando, dejándola ideal para sembrar patatas. Así que nada de batallas aéreas como las de Portugal. De todas maneras los britones tenían unos cuantos portaaviones y siempre era posible que viniesen a vernos. Hubiese sido de mala educación no tener nada con que recibirles. Un guasón —que nunca faltan por estos lares— hasta tenía listo un poco de té, que no sé de dónde lo habría sacado, y pedía que le mandasen algunos invitados. Dejaba a nuestra elección que llegasen en paracaídas o en caída libre, chamuscados o no. Aunque los herejes no se vieron tentados por el convite, siempre había que dejar algunos Mochos en Tenerife por si las moscas se ponían a picar.

Tampoco efectuábamos misiones de escolta. Aparte que la RAF se había despedido de las Canarias y no parecía tener intenciones de volver, la mayor parte de los bombarderos habían dejado Tenerife para pasar a Fuerteventura, pues la gran isla desértica no solo tenía lugares excelentes para las bases aéreas, sino que estando más cerca del continente era más fácil aprovisionarla. Tenerife tenía buen puerto pero para que llegase un convoy la Armada tenía que organizar una de Padre y Señor nuestro, mientras que el salto a Fuerteventura podía hacerse con correíllos escoltados por los bous. En Los Abrigos, el aeródromo al sur de Tenerife donde estábamos, solo había una escuadrilla de Heinkel 111 que habían sido adaptados para llevar torpedos. Los hidros de reconocimiento operaban desde Santa Cruz y también desde La Palma, la isla más adentrada en el océano.

Que no fuese necesario borrar herejes de los cielos, o que no hubiese que escoltar bombarderos, tampoco nos dejaba sin trabajo. Quedaba el más peligroso, que era recordar a los ingleses que mientras siguiesen en Gran Canaria vivían de prestado. Un día sí y otro también había despertarles con bombitas. Los chicharreros lo aplaudían, pues no he dicho que mientras que en Portugal la guerra había sido de caballeros —siempre que se suponga que los herejes son caballeros, que es mucho suponer—, en Canarias era a muerte. Incluso en Tenerife, que los ingleses no habían conseguido pisar —salvo algunos que llegaron esposados— se respiraba el odio por Churchill y sus secuaces. En la Gomera habían capturado bastantes, y cuando desfilaban hasta el aeródromo para montar en los Canguros, que era como llamaban por aquí a los Marsupiale, los soldados tenían que defenderlos de la multitud enfurecida. De Gran Canaria llegaban noticias aterradoras de matanzas y venganzas, y cuando empezaron a llegar los refugiados contando sus historias de hambre todos nos hicimos el propósito de aprovechar cada salida para mandar unos cuantos herejes de visita con Pedro Botero.

Saludar a los intrusos tenía su miga. Oportunidades no faltaban, pues los britanos estaban cada vez más apelotonados en el rincón norte de la isla vecina, y los Mochos eran cazabombarderos mejor que buenos. No eran tan precisos como los Stuka pero volaban tan deprisa que a la antiaérea le costaba acertarles. Menos mal, porque los herejes habían plantado ni sé yo cuántos cañones y el cielo se llenaba de nubes de humo en cuanto amanecíamos. Aparte que el mando, siempre pensando en nuestro bienestar, nos había encomendado como objetivo precisamente esos emplazamientos, faena entretenida comparable a meter la mano en un nido de víboras para hacer cosquillas a los animalitos.

La misión del día iba a ser contra las baterías antiaéreas de la Isleta. Ya conocerá el lugar de los documentales, pero se lo recuerdo no sea que tenga memoria de pez. La ciudad de las Palmas está, o mejor dicho estaba, porque ya solo quedan ruinas, en la esquina nordeste de Gran Canaria. El núcleo original, la única parte que hoy sobrevive, estaba en la ladera de la montaña. Al lado había una península, la Isleta, unida a la isla principal por un tómbolo arenoso. Por la franja de arena se había extendido la ciudad, y al este estaba el puerto de la Luz, el mejor de las Canarias y ahora convertido en un cementerio de acero inglés. La Isleta tenía el relieve volcánico imposible típico de esos andurriales, con conos bastante elevados que dominaban el puerto. En esos volcanes ya había habido en su día baterías de costa españolas, y ahora los herejes plantaban ahí sus cañones automáticos. Nosotros los destruíamos pero al día siguiente habían puesto más.

No he dicho que el clima canario no ayudaba mucho a la fiesta. Quien se imagine que el sol luce sobre Las Palmas anda muy descaminado. Los vientos alisios chocan contra las montañas y forman un mar de nubes en la parte norte de las islas bajo el que está lloviznando casi continuamente y más en invierno. Que les lloviese a los herejes no sabe lo poco que me importaba, que las trincheras siempre se disfrutan más si un poco de barro las deja cual cochiqueras. Pero la dichosa panza de burra, como la llamaban por aquí, apenas se elevaba sobre los cerros, y si intentábamos atravesarla y nos desviábamos un poco podíamos estamparnos contra la montaña. Así que había que volar bajito y así apuntarnos venía a ser como un ejercicio de tiro. Últimamente nos habían cogido el tranquillo y sus cañones se quedaban callados hasta que pillaban a alguien a huevo. Yo había vuelto con el Mocho agujereado un par de veces y dos compañeros habían tenido que saltar. Otro no lo logró y en humo de gasolina subió hasta las estrellas, como decía el romance.

Harto ya de pérdidas había pensado que esta vez podríamos intentar dar un buen susto a los britanos. En lugar de aparecer por el oeste como siempre, nos la íbamos a jugar un poco. Aprovechando que sobre el manto de nubes asomaban las cimas de la montaña del interior y nos servían de referencia, la sobrevolamos, seguimos hasta el este otros veinte kilómetros y ya sobre el mar viramos al norte y descendimos poco a poco. Así no nos llevaríamos por delante ningún roque, como les decían por aquí a los peñascos. Una vez en el borde inferior de las nubes, a por las baterías.

La teoría magnífica. La práctica no salió tan bien porque justo cuando vimos el mar también divisamos un destructor de la Royal que había salido con retraso y que se puso a disparar en cuanto nos vio. No nos dio, que no pasamos cerca, pero alertó a sus amigos de más allá y cuando nos acercamos a la Isleta nos recibieron con hileras de trazadoras. El Mocho se estremeció y el motor empezó a calentarse: los simpáticos se habían cargado el ventilador del motor. Como la resistente máquina parecía aguantar, mantuve firmes los mandos y apunté a una batería en lo alto de un cráter que ya había bombardeado ni sé de veces. Solté mi regalo —un par de bombas de gasolina de las ideadas por Gallarza— y tiré de la palanca sin parar a mirar si había acertado o no. Un compañero me diría tiempo después que mis paquetes habían pasado un poco altos para caer inofensivamente en la ladera de más allá. Para entonces yo ya no estaba para historias. El motor perdía potencia, vibraba y parecía querer desmontarse, signo de que se habrían cargado algún cilindro. No iba a poder volver a Tenerife, así que tiré hacia el sur intentando llegar a Maspalomas o al menos, a las líneas propias. Pero el avión no subía y no conseguía superar las nubes. Si saltaba a saber dónde caería, si en las amorosas manos herejes —que no destacaban por su compasión por los prisioneros si eran españoles—, si en algún risco de los que hay por todas partes, o peor todavía, en el mar. Estaba volando en medio de la panza de burra, sin ver más allá de un palmo a cada lado, cuando el motor se paró. Bajé el morro para mantener la velocidad y empecé a perder altura rápidamente, pues el Mocho con esa ala pequeñita servía de todo menos para planear. Tuve suerte: de repente vi salir de entre la niebla un cerro cubierto de árboles que rebasé por pocos palmos. Luego vi la llanura y no muy lejos, Gando.

La disputada base ya estaba de nuevo en manos cristianas, pero demasiado cerca de las líneas contrarias y no se podía emplear, aunque solo fuese porque su pista estaba cubierta de cráteres. Decidí intentar posarme en un margen que veía menos malo. Mientras me acercaba di un rápido vistazo a las alas, y al ver que la derecha tenía un hermoso agujero, ni intenté desplegar el tren. Eché atrás la capota y posé el desfalleciente Mocho de panza. El avión, o lo poco que quedaba, se arrastró unos metros antes de parar de golpe en un cráter. Con el porrazo debí perder el sentido unos momentos, pero tuve suerte porque el avión, noble hasta el final, quedó deshecho pero no se incendió. Algo que siempre es un detalle cuando uno está en la carlinga, atado con el arnés y en los brazos de Morfeo. Cuando desperté y comprendí donde estaba salté del aparato y desmonté. Fui a quitarme el paracaídas pero no pude porque tenía el brazo entumecido. Medio atontado por el golpetazo, aun me quedé ahí para ver qué tal había quedado el avión, y me sorprendió haber podido llegar hasta Gando. No solo el morro estaba deshecho —ya lo imaginaba— sino que el plano derecho había encajado un proyectil de un montón de milímetros que entre otras cosas había partido la pata del tren y dañado el larguero.

Estaba yo mirando al pobre Mocho cuando llegaron dos guripas agachados y me dijeron que me alejase. Uno miró mi uniforme para conocer mi grado.

—Mi teniente, tenemos que apartarnos de aquí o los herejes nos zumbarán ¿Puede andar?

Pensando que estaba bastante entero asentí. Intenté correr pero noté que la pierna no me respondía, y el brazo izquierdo me dolía horrores. Menos mal que entre los dos me llevaron hasta una trinchera que estaba cerca, porque al poco empezaron a caer morterazos.



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Relato de Max Freitag

Volvía de otra infructuosa caza de los destructores ingleses cuando me encontré en la base de Tefia lo que menos hubiera podido imaginar: una carta de la encantadora Inge. Al hablar de encantos no se piense en belleza —aunque mona era la chica y mucho— sino en los hechizos de una bruja, que cuadraban más con el carácter de la fémina. La nota me trajo recuerdos de cuando en la escuela de vuelo me esforzaba por demostrar que era el piloto más torpe del universo conocido. Entre otros logros no se me ocurrió mejor idea que juntarme con Inge, una rubia con un envoltorio que haría pecar a San Antonio, sin pensar en los motivos que pudiera tener una mujer de bandera para mirar dos veces al cadete más tonto que había pisado Neuburg. Resultaba que Inge era una vieja conocida de la escuela porque le gustaban los uniformes azules más que a un perro los picatostes. Había pasado por más manos que un billete falso y todos se la sacudían en cuanto podían. Bastaba un atisbo de su melena rubia para que los cadetes escapasen por puertas, ventanas y chimeneas. Si se encaprichó de mí fue por eliminación y me lo agradeció colaborando con los profesores para convertir mi paso por la escuela en un infierno. Yo vivía entre bronca y bronca que no se compensaban con los ocasionales achuchones. Muy pero que muy ocasionales. Tan agradable fue la experiencia que cuando me di cuenta de con quién me estaba jugando los cuartos me esforcé en ser aun más torpe de lo habitual —mucho no me costó— hasta que Inge me despidió con viento fresco, aprovechando la llegada de nuevos cadetes, pobres pipiolos no sabían en dónde se metían.

De mi relación con Inge obtuve dos conclusiones. Una, que antes de mirar dos veces a una rubia hay comprobar si en su cabecita anidan pajarillos o se esconden perros rabiosos. La otra la recordé al leer la carta.

Leyendo las zalamerías de la nota —escrita en papel rosa y que aun albergaba una nota de perfume— hasta llegué a pensar que de la chica se podían decir muchas cosas menos que no fuese guapa. Pero recordando sus almohadillados delanteros me vino a la mente un permiso que pasé con la susodicha en Munich. Ella llevaba un escote que al aguantar demostraba ser una obra maestra de la ingeniería, y yo alternaba las inspecciones del plano de la ciudad con miradas de reojo a la rajita, arreglándomelas para esquivar todos y cada uno de los monumentos. Yo tomaba con las dos manos el mapa que me había agenciado y empezaba a darle vueltas, para al final señalar una calle y acabar cayendo al Isar o metido en callejones que espantarían a los vagabundos. Inge hizo gala de toda su paciencia, que duró algo así como dos o tres minutos, antes de empezar a gritarme para animarme a encontrar la dirección correcta. Escogí otra calle más o menos al azar pues mi atención estaba más pendiente de los estremecimientos de las dos colinas gemelas. Acabamos frente a un par de tugurios y un almacén que se caía a trozos, con unas lindas señoritas que apoyadas en las esquinas usaban su bolso y sus medias como distintivos de su antigua profesión, y que medían a Inge con la mirada clasificándola como camarada del oficio, no sin algo de razón. La chica solía necesitar poco para entrar en fase eruptiva y no fue de extrañar que explotase.

—¡Mira que eres tonto! ¿Quién me mandaba juntarme con un piloto que no distingue un mapa de una servilleta? ¡Pregunta a alguien, hombre de Dios, que no se te caerán los anillos ¿O es que para preguntar se necesita tener tetas? —dijo meneando sus parachoques, haciendo gala de una fina educación.

La carta hablaba de cómo me añoraba, de lo que me había querido y que suspiraba por volverme a ver, pero a esas alturas yo ya estaba vacunado y entendí que traducida al pedestre significaba que lo que de verdad le gustaba era mi cruz de caballero. Así que la carta se fue a la papelera con perfume y todo, y yo me quedé meditando en esa segunda lección aprendida en Múnich. Que venía a ser que a veces, en situaciones críticas, cuando parecen no quedar alternativas, queda una última opción desesperada: preguntar. Algo que en esta ocasión me venía de perlas, porque ya no sabía qué hacer.



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Había llegado a Canarias para probar los aviones ametralladores y la verdad era que no me estaba luciendo. Al menos no me había tocado tener que apoyar a los españoles, que en esa condenada isla cubierta de nubes con relleno de montañas era imposible. Como había demostrado la pobre tripulación de otro avión ametrallador, que se había escachado contra un risco en su tercera salida. A mí me habían endosado otra misión muy aparente, que era intentar impedir las correrías nocturnas de la marina inglesa. Como ya me había cargado un destructor en Peniche pensaban que podría repetirlo hundiendo dos o tres portaaviones, al Hood o la isla de Wight si se me ponía a tiro. No habían tenido en cuenta que al destructor de marras lo había pillado cerca de la costa y solo porque el imprudente había encendido un reflector. Como los marinos ingleses pueden ser muchas cosas pero tontos no, habían aprendido y ahora se cuidaban muy mucho de encender sus luces, y tenía que buscarlos empleando las bengalas de los Fw 189. Como si fuese fácil encontrar una aguja en un pajar, digo un destructor en un océano.

Los ingleses llegaban noche sí y noche también a Gran Canaria, pero yo solo los había encontrado cuatro veces. Ni siquiera entonces lo había hecho especialmente bien. Había frito a balazos a varios destructores pero no se habían dado por aludidos. Los torpederos se las arreglaron mejor mandando tres barcos al fondo, pero a costa de seis aparatos y la escuadrilla se estaba quedando en cuadro. Vamos, que no estaba cumpliendo las expectativas —algo que no debiera sorprender a quién me conociese— y el coronel Möller, el mandamás de la base de Tefia, torcía el morro cada vez que me veía.

Visto que pillar destructores en alta mar no se me daba bien me habían mandado a intentarlo en el Puerto de la Luz. Aunque había montañas cerca, no corría peligro si no bajaba de los quinientos metros, cosa que tampoco pensaba hacer, y si algo no me faltaría allí serían blancos. Si los destructores faltaban a la cita, siempre estaban las chalupas que empleaban para descargar o los almacenes junto al puerto. Pero se olvidaron de decirme que tampoco había sequía de antiaéreos y a las primeras de cambio le dieron a dos Fw 189 —uno pudo hacer una toma de emergencia en las líneas españolas, pero el otro cayó como una piedra— y mi Heinkel quedó como un colador. Moraleja: los aviones ametralladores y la antiaérea no se llevaban nada bien.

Así que vuelta a la casilla de salida. Había que hacer la faena en alta mar, y el problema era encontrar a esos malditos destructores. Porque una vez que los localizase, ya se me ocurriría como hundirlos. Le pregunté al coronel, un buen hombre —tenía que serlo porque aun no me había dado el pasaporte— pero tampoco se le ocurría. Al menos me dejó que me buscase la vida por mi cuenta, e incluso picó de incauto al firmar un documento que me autorizaba a curiosear un poco. Seguramente el concepto de «un poco» que tenía el coronel no incluía que me agenciase su Siebel de enlace y que me dedicase a ver mundo.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Sigo con los magníficos dibujos de ReyTuerto a quien agradezco su ayuda.

Me 218 V-2 en DeviantArt

Me 218 V-4 en DeviantArt

Messerschmitt Me 218 V-2

El Me 218 fue un caza pesado utilizado por la Luftwaffe durante la Guerra de Supremacía. Fue desarrollado por encargo del general Von Ri-chthofen tras el fracaso de Messerschmitt Me 210 y del Arado Ar 240, y para acortar plazos se partió del Messerschmitt Bf 109 F por entonces en construcción. El primer prototipo, el Me 109 Z, mostró muchos defectos y tras un accidente no fue reconstruido. El prototipo V-2 presenta la configuración definitiva, con un ala con un segmento central de cuerda constante y un tren de aterrizaje convencional con dos patas, una en cada fuselaje. Otras modificaciones incluyeron el refuerzo del larguero del ala para resistir las mayores cargas, y el alargamiento del fuselaje con la finalidad de mejorar la estabilidad longitudinal. El prototipo V-2 solo contaba con una cabina en el fuselaje izquierdo.

Messerschmitt Me 218 V-4

El Me 218 V-4 fue el prototipo de las versiones de cazabombardero con estructura reforzada y lanzabombas. Llevaba también cabina doble para piloto y para navegante/observador, que tenía también un conjunto básico de mandos y controles. El V-4 estaba armado con dos cañones MK 103 de 3 cm.


Este no es de la historia pero como es dibujo mío...

Henschel Hs 129 en DeviantArt

Saludos



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La primera parada fue en la vecina Lanzarote, pero en la base de San Bartolomé andaban tan peces como yo. Incluso de día les estaba costando encontrar a los ágiles galgos ingleses, que aprovechaban la cobertura de las nubes para acercarse. De noche ni lo intentaban. Así que visita en balde y vuelta para Fuerteventura. Expliqué al coronel que los vecinos tampoco se las apañaban —se me olvidó explicar cómo había ido hasta allí— y en cuanto miró hacia otro lado le volví a birlar el Siebel y di otro salto, esta vez hasta Tenerife, lugar donde volví a dejar rastro de mi buen hacer. Ocurría que en mis mapas estaba el aeropuerto de los Rodeos pero no el nuevo que se había construido al sur de la isla. Tampoco ponía que, según las malas lenguas, Los Rodeos tenía una curiosa historia. Al parecer hubo una comisión encargada de buscar lugares adecuados para construir un aeródromo, que iba marcando en el mapa con cruces. Llegaron a un sitio cercano a la ciudad de La Laguna con unos llanos muy atractivos, pero en el que se echaba la niebla tantas veces y tan deprisa que señalaron el lugar con tinta roja para que a nadie se le ocurriese poner ahí ni una pajarera. Ni que decir tiene que cuando llegó un coronel y vio toda la isla con marcas negras y una roja, ordenó que allí se construyese el aeropuerto.

No sabía si era verdad o leyenda, que los españoles mienten más que hablan y más si pueden tomar el pelo a inocentes como yo. Lo que puedo atestiguar es lo del tiempo. Me las veía tan felices rumbo a Tenerife con sus guapas tinerfeñas —y tan satisfecho de haber esquivado a los antiaéreos, pues había olvidado un nimio detalle, que entre Fuerteventura y Tenerife había una isla ocupada por los ingleses— cuando me metí en una especie de puré de guisantes en el que no se veían ni las puntas de las alas del avión.

Lo sensato hubiese sido elevarme, dejarlo para otro día y volverme, pero eso hubiese implicado haber tenido la inteligencia de llevar suficiente combustible. Como no era el caso, llamé por radio a ver si podían ayudarme. Los españoles, siempre tan ocurrentes, no habían pensado que operando la Luftwaffe por Canarias sería útil tener alguien que chapurrease el alemán, y la conversación por radio fue un diálogo de besugos del que no saqué nada. El indicador de gasolina estaba en la marca roja, así que tuve que probar lo del aterrizaje a ciegas, que teniendo la costumbre de volar de noche se me estaba empezando a dar bien. Me apreté el arnés, tomé los mandos con fuerza, y siguiendo las indicaciones del goniómetro y lo que marcaba el altímetro hice tan buena aproximación y aterrizaje que merecía que los espectadores se pusiesen en pie y me vitoreasen. Estoy seguro que lo hubiesen hecho de haber alguien.

Sin embargo nadie se acercó para ver quién era ese atontado que llegaba a los Rodeos sin avisar, y mucho menos para darme instrucciones sobre donde aparcar el Siebel. Al tomar tierra había vislumbrado algunas sombras entre la niebla así que ahí llevé el avión con las últimas gotas de gasolina. Aun nadie. Bajé de la carlinga y entonces me di cuenta que los otros aparatos no tenían muy buen estado de conservación, aunque solo fuese por faltarles partes —a este un motor, a ese un ala— que habían reemplazado con paneles de madera, y por estar hechos un colador por la metralla. En esto llegó un centinela español zarrapastroso, con el fusil oxidado, el uniforme sucio y remendado y, de remate, la camisa abrochada coja. Culminaba su atuendo una colilla apagada no sé si colgada o pegada en la comisura de la boca. A nadie le extrañará que el aguerrido vigilante no tuviera ni idea de alemán, y con las cuatro palabras de español que sabía me fue imposible entenderme. Lo más que conseguí es que fuese a buscar alguien más enterado, lo que hizo con andar cansino que anunciaba que me iba a comer las uvas en ese aeródromo fantasma. Ya era de noche cuando llegó un coche de enlace con un enlace de la Luftwaffe.

—¿Qué hace usted aquí? ¿No sabe que Los Rodeos está cerrado?

—No lo ponía en mi mapa.

—¿Qué mapas ni qué niño muerto? ¿Es que antes de venir no sabe preguntar?

Mentalmente di la razón a Inge mientras seguía discutiendo. Según me contó el colega, el pésimo tiempo había hecho que en cuanto se terminó una pista en el sur de la isla se trasladase ahí toda la actividad aérea. En Los Rodeos no quedaba nada, ni siquiera combustible, y habría que esperar uno o dos días hasta que lo trajesen. Dije que no entendía que siguiesen en marcha la radiobaliza que me había guiado, pero me respondió que los ingleses no eran tontos del todo y si se quería que creyesen que Los Rodeos funcionaba había que hacer algún esfuerzo. No entendí que tenían que ver los ingleses en todo este asunto y pregunté si había algún alojamiento en la base, y el tipo se rio de mí. Ya había oído que en Tenerife hacían risas de todo, pero nunca agrada que se carcajeen en la cara. Luego me lo explicó.

—Alojamientos aquí no quedan muchos y no se los recomiendo. Mejor venga conmigo.

—¿Y el avión? ¿Quién lo va a vigilar?

—No se preocupe, que ya se encargará la Royal Navy. Sígame, que han avisado que están al caer.

Un poco mosca me subí en el coche que salió zumbando como alma que lleva el diablo, mientras el oficial —Fellner se llamaba— me decía que los ingleses le habían cogido el gusto a bombardear Los Rodeos, y mientras los destructores se llegaban al Puerto de la Luz no era raro que algún crucero se acercase a pegar cañonazos. Mejor hubiese sido disparar al nuevo aeródromo de los Abrigos, el del sur, o a los de Lanzarote o Fuerteventura, pero no solían arriesgarse tan lejos para que no los pillase la amanecida. Se contentaban con gastar un poco de pólvora contra el antiguo aeropuerto. Para que pareciese que merecía la pena los españoles iban moviendo los derrelictos de los aviones como si hubiese actividad, tenían las radiobalizas conectadas, y de vez en cuando mandaban mensajes al éter quejándose de los efectos de los bombardeos y pidiendo más aviones. Con lo bien que se les daba mentir seguro que los ingleses se lo tragaban. Aunque lo de pedir más aviones igual iba en serio, que a esos tipos les puede salir la comida por el gaznate y lloran por más que a saber qué puede pasar mañana.

Esa noche me alojaron en una ciudad cercana y muy bonita, La Laguna, pero al poco de llegar las ventanas retumbaron con los cañonazos. Como era de esperar el pobre Siebel pasó a formar parte de la colección de señuelos de Los Rodeos de cómo lo dejó la metralla. Estando sin montura tuve que valerme del documento firmado por Möller para hacerme con una plaza en un Condor de los que iban a España llevando heridos y refugiados y volvían con provisiones. Me dejaron en la base aérea de Jerez. Como ya había pensado hacer una visita al lugar hasta me vino bien, y probando los vinillos del lugar dejé de pensar en las explicaciones que tendría que darle al coronel por su Siebel. Además fue allí donde encontré la perla que andaba buscando.



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En una esquina de la base vi que estaban aparcados varios Dornier pintados de negro. Me sorprendió porque pensaba que ahí no necesitaban bombarderos nocturnos, y dispuesto a no repetir la torpeza pregunté por ellos —¿ves cómo sí que sé, Inge?—. Me dijeron que eran aviones antisubmarinos.

Resultaba que la base aérea de Jerez estaba próxima a las aguas más estratégicas de Europa: el estrecho de Gibraltar, que cerraba el Mediterráneo. Como habíamos echado a los ingleses de sus orillas, el viejo Mare Nostrum era precisamente eso, un mar de nuestra propiedad en el que las flotas podían entrenarse y navegar con seguridad. Pero solo tenía dos salidas y tontos hubiesen sido los ingleses si no las hubiesen vigilado. Según me dijeron, en cuanto España entró en guerra los sumergibles británicos llegaron a manadas e hicieron bastantes tropelías. La marina española hacía lo que podía pero no había conseguido expulsarlos de sus aguas, y al final fue necesario traer a aeródromos como el de Jerez aviones con equipos especializados capaces de detectar a un submarino.

Al escuchar lo de los equipos especializados se me erizó el bigote, y empecé a importunar exigiendo que me contasen de qué iba eso. Un incauto me lo explicó. Aunque se supone que los sumergibles hacen eso, ir sumergidos, son como las ballenas y a ratos tienen que salir a tomar aire y toser un poco. Aprovechaban las noches pues coincidía que a esas horas se veía bastante poco y los ingleses, siempre tan educados, habían pintado de negro las torres de sus submarinos para no hacerse notar. Pero algún genio había conseguido encajar en el morro de los Dornier 217 un radiotelémetro al que poco le importaba que fuese de noche o de día. La idea era detectar a los submarinos y tirarles algún petardo justo cuando asomaban el morro, aunque me dijeron que el sistema aun no andaba muy fino porque cuando el avión se acercaba la señal del radiotelémetro se perdía y los ataques se hacían a ciegas. Iban a probar con aviones volando por parejas, con uno que detectaría al inglés y lo iluminaría con bengalas y el otro que lo hundiría.

Si ya tenía el bigote tieso, al oír la palabra «bengala» empezó a echar chispas, y me empeñé en tomar prestado uno de esos juguetitos para probarlo en Lanzarote. Total, tantos que había no se notaría que faltase alguno. Pero tuve la mala pata de topar con otro coronel, compañero de promoción de Seidemann, el que me había empurado por la tontada de mezclar cerveza con avionetas. El tal se empeñó en que esos aviones llevaban equipos ultrasecretos y que ni se me ocurriese acercarme. Yo le decía que no se preocupase por que cayesen en manos enemigas, que más probable sería que me estrellase, pero no hubo manera. Pero entonces se me ocurrió una idea que le resultó más interesante al amiguete de Seidemann. Le recordé como mi antiguo coronel había hecho suya la idea de los aviones ametralladores —se me olvidó contarle que la broma había acabado con un Junkers lleno de agujeros— y que tal vez podría mandar uno de sus Dornier a Canarias para que ensayase la detección nocturna de buques de superficie, que allí teníamos buen surtido. Si tenía órdenes de perseguir submarinos, también podría hacerlo por las Canarias, que por allí se dejaban ver, y así mataba dos pájaros de un tiro. Aun no lo había convencido del todo cuando un ayudante le cuchicheó algo. Entonces las reticencias desaparecieron y el coronel me dijo que no le parecía tan mala mi ocurrencia, que tenía encomendada la vigilancia de las aguas del Estrecho y que con un poco de imaginación podrían llegar hasta Canarias. Muy melosamente siguió diciendo que si a mi coronel Möller no le importaba podría destacar un Rotte a Fuerteventura algún tiempo. Desde luego seguirían dependiendo del gruppe de Jerez, pero puestos a buscar submarinos podrían hacerlo por donde yo les dijese y si también había algún destructor, mejor que mejor. Me rogaba que procurase no arañarle los Dornier, señal de que no sabía con quién estaba hablando. Al final me preguntó si me molestaría ensayar unos cacharrillos nuevos que habían llegado de Alemania y que aun no había tenido ocasión de usar.

Con el permiso no solo me hice con los dos Dornier que me parecieron más majos sino que los llené con bengalas. Cuando aterricé en Lanzarote me encontré con un comité de recepción encabezado por el coronel Möller que preguntaba no sé qué sobre su Siebel. Viendo que a cambio me traía dos Dornier pensó que salía ganando con el cambio, y más contento se quedó cuando al día siguiente llegaron varios Junkers con esos trastos que me habían pedido que probase.



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Antonio Herrera Vich

Al final el porrazo había sido fuerte pero se había quedado en unos pocos moratones que se remediaron con un par de aspirinas y un lingotazo de ronmiel, que me estaba aficionado a la mezcla. Como podía andar me dijeron que me evacuase por mi cuenta hasta Maspalomas para tomar un avión. Allí encontré uno de los Savoia que estaban haciendo los servicios entre islas, y también el encargo de acercarme a Cabo Juby a recoger un Mocho de respeto.

En aeródromo saharaui me esperaban cuatro cazas nuevecitos recién llegados de la fábrica. Llegaban con sus pilotos, tres eran españoles y el otro un asesor alemán que al saber que yo andaba por allí aprovechó para volverse para casa unos días antes de lo previsto. Antes me explicó que esos aviones eran del nuevo modelo A-3 con motor más potente. Había más cambios: se habían retirado las ametralladoras de las alas dejando solo los dos cañones de 20 mm, sustituyendo a cambio las del fuselaje por unas pesadas de 13 mm, y se habían reforzado los anclajes para armas. Además tanto el punto central como los de las alas permitían llevar no solo bombas sino grandes tanques de combustible. No es que lo necesitásemos para llegar a Tenerife, pero en vuelos sobre el mar llevar gasolina de reserva nunca es mala idea.

Hicimos el salto directo a Los Abrigos y ni siquiera nos molestamos en esquivar Gran Canaria. Una vez en la isla, el comandante Salvador me abrazó —las primeras noticias habían sido de que me habían derribado— y me ordenó que descansase un poco. De paso aprovechó para adjudicar a los recién llegados los baqueteados Mochos A-2 que quedaban y quedarse uno de los nuevos. A mí me dejó el que había traído, que no en vano yo ya era un triple as. Yo estaba contento de volver con mis compañeros y en lugar de enclaustrarme en el barracón apuntarme a la misión del día siguiente: para variar, un ataque contra la Isleta. Buena ocasión para probar el Mocho nuevo. Como se esperaba mejor tiempo podríamos lanzar las bombas desde mayor altura, pero a cambio los ingleses podrían apuntar con comodidad. Podrá imaginarse la ilusión que me hacía ese servicio. Pero entonces llegó el comandante en el mismo plan que la caballería en las películas del oeste.

—Tenemos órdenes nuevas, Chiquitín. Se suspenden los bombardeos hasta nueva orden.



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Para entretener al persona al durante el puente tenemos otro avión. Esta vez no es obra de ReyTuerto sino mía; aunque ya me gustaría dibujar como él.

En la página está el texto.

Arado Ar 96 BM-3

Saludos
Última edición por Domper el 14 Oct 2017, 23:15, editado 1 vez en total.



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Tenemos otro avión mío. Nótese la nueva librea de los aviones.

Messerschmitt Me 109 EM-1

Saludos



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Justo Miranda y Paula Mercado. Aviones en la Guerra de Supremacía 1939-1946. Agualarga editores. Madrid, 1999.

Los Mochos españoles

El Generalísimo Franco tenía vivo interés en potenciar la industria armamentística española, y fruto de su intención había sido la multitud de programas iniciados inmediatamente tras la Victoria en la Guerra Civil, que por desgracia abortaron al iniciarse la Guerra de Supremacía y producirse la agresión británica. La industria nacional, lastrada por los años de abandono durante el periodo republicano y sufriendo las destrucciones de la guerra, no era capaz de atender a la urgente necesidad de reequipar a las Fuerzas Armadas, obligando a acudir a Alemania. En primera instancia la Luftwaffe solo cedió equipos desfasados, pero tras la invasión británica de Portugal los alemanes entregaron grandes cantidades de armas modernas comparables a las mejores inglesas.

También llegaron vientos nuevos a la industria militar. El intento inglés de invasión de España había demostrado a la cúpula germana que la debilidad militar de algunos de los miembros de la Unión podía ser explotada por los enemigos de Europa. Causa de dicha debilidad era en algunos casos la anticuada estructura de las fuerzas armadas de ciertos países, pero más todavía la carencia de equipo militar moderno. Sin embargo la industria alemana no era capaz de suministrarlo, y las de sus aliados estaban entregando armas obsoletas de valor militar casi nulo. El canciller y antiguo ministro de Armamentos Speer pensaba que se trataba de un despilfarro, pues el precio de esas antiguallas, considerando no solo el monetario sino también el coste en materias primas y mano de obra, era parecido al de equipos modernos.

El canciller preparó un plan según el cual los miembros de la Unión Europea recibirían ayuda para modernizar tanto sus estructuras productivas como los diseños fabricados. El grado de asistencia varió según el país destinatario. Por ejemplo, el Reino de Italia tenía una potente industria aeronáutica aunque lastrada en parte por la desorganización y el clientelismo, y en parte por la falta de motores adecuados. Rumania, por el contrario, era una nación agraria con mínima base industrial que fue preciso desarrollar. El plan, además, preveía la racionalización de la producción fabril, pretendiendo que la industria de cada país se especializase en uno u otro equipo. Fruto fueron programas cooperativos de gran éxito, como el tanque Jaguar, que llevó a la creación del gran consorcio industrial Europanzer, o los cruceros de la clase Stadt/Baleares.

Speer tuvo que superar las reticencias de los industriales alemanes, temerosos de perder sus beneficios. Paradójicamente, el desarrollo de los equipos cuyas patentes pretendían retener había sido financiado por el gobierno; además parecía evidente que cualquier regalía que pudieran obtener se evaporaría si se perdía la guerra. Aun así, parece que la oposición empresarial estuvo implicada en varios movimientos de resistencia y particularmente en la conspiración Halder. Finalmente se consiguió superar su desconfianza haciéndoles partícipes de los beneficios y promoviendo la creación de grupos empresariales multinacionales en los que fueron accionistas mayoritarios.

España disponía de una industria aeronáutica de cierta entidad que según el Plan Speer tenía que centrarse en modelos de baja tecnología: avionetas de entrenamiento básico Bücker 131 y de entrenamiento avanzado Arado 96, aviones de transporte Fieseler 168 y Junkers 52. Otros aliados debían fabricar otros modelos de aviones de bajas prestaciones, mientras que Alemania se reservaba la fabricación de cazas y bombarderos modernos. Obviamente ni los aliados ni España vieron con buenos ojos el Plan. En parte, por cuestiones estratégicas: aunque era evidente que salvo Italia o Francia, ninguno de los aliados de Alemania podrían emprender programas de armamento de manera independiente, temían ser postergados y recibir equipos de utilidad dudosa. Concretamente, en España había causado pésima impresión que en lugar de cazas de primera línea Alemania hubiese suministrado los anticuados Morane Saulnier 406 (procedentes de capturas o de almacenes franceses) o los Messerschmitt 109 C, que los germanos solo empleaban para escuela. No era cuestión menos importante el prestigio que se asociaba a la tecnología avanzada.

Tanto Francia como Italia prefirieron seguir con sus propios desarrollos aeronáuticos, aunque beneficiándose de la tecnología avanzada de los motores alemanes. Francia, por ejemplo, construyó el caza Bloch 160, que llevaba el motor radial BMW 801, el Dewoitine D.600, con motor lineal Daimler Benz 605, y el Potez 730, con dos Daimler Benz 603. Este mismo motor llevó el que ha sido descrito como mejor caza de motor de émbolos, el italiano Fiat G.56, mientras que el cazabombardero Reggiane 2002 montó un radial BMW 801.

Las dos potencias antedichas pudieron basarse en diseños previos a la guerra. Sin embargo las naciones con menos capacidad industrial, como España, estaban afrontando proyectos cuyo desarrollo prometía eternizarse y que estarían anticuados cuando pudiese empezar la producción. Destinar recursos a programas con tan pobres perspectivas significaba dilapidar los limitados recursos de la Unión. Ere preferible anularlos, pero la fragilidad de la alianza europea obligaba a satisfacer las ambiciones de sus miembros. Para intentar compensar sus aspiraciones, Alemania decidió licenciar la producción de uno de sus modelos de caza más avanzados, el Focke Wulf 190. Múltiples motivos pesaron en la decisión:

– Contrariamente al Messerschmitt 190, el Fw 190 estaba iniciando su carrera y prometía tener gran capacidad de desarrollo.

– En sus primeras pruebas el avión se había revelado no solo un buen caza sino ser un cazabombardero muy eficaz, lo que le auguraba un mayor tiempo de permanencia en las escuadrillas que la de los cazas puros. Aunque hubiese demoras seguiría siendo un aparato competitivo cuando se empezasen a entregar los ejemplares no alemanes.

– La demanda del nuevo avión era mayor que la capacidad de producción de las factorías alemanas.

– El aparato empleaba técnicas de construcción avanzadas que impulsarían el desarrollo de la industria aeronáutica de los aliados de Alemania.

– Inicialmente solo Alemania podría suministrar algunos componentes de alta tecnología, lo que haría que las industrias de los aliados dependiesen de la cooperación germana durante un largo periodo, impidiendo las veleidades antieuropeas de los miembros menos fiables de la alianza

– Alemania estaba a punto de iniciar la producción de aviones más avanzados (los reactores) por lo que la preeminencia germana no resultaba amenazada.

Aunque cuando se tomó la decisión ya se había empezado a contemplar la posibilidad de instalar un motor lineal (que conducirían al desarrollo del Fw 190C con el motor DB 603, y del todavía más potente Fw 190D con el Jumo 214), se prefirió licenciar las versiones de motor radial (A, F y G) por considerarlas más aptas para las misiones de asalto.

En España se había estado estudiando un modelo de Dewoitine, el Hispano Suiza HS.50, que posteriormente sería desarrollado en Francia siendo denominado D.600. La propuesta germana, gracias a la prometida asistencia técnica, parecía mucho más viable que el modelo francés, y además el Ejército del Aire había recibido cierto número de Fw 190 (apodados «Mochos») que habían causado excelente impresión. Se anuló el HS.50 e Hispano Aviación pasó a construir el Fw 190 con la denominación HS.90, recibiendo Focke Wulf como contraprestación el 33% de las acciones de empresa. Se amplió la fábrica de Sevilla y con asistencia alemana se instalaron las máquinas herramienta precisas para producir los componentes del avión, aunque en una primera fase a Hispano solo se le encomendó el montaje de los aviones construidos en la planta Focke Wulf de Marienburg. La primera unidad finalizada fue entregada al Ejército del Aire en noviembre de 1942, y en junio de 1944 se celebró la salida de la línea de montaje del primer Mocho completamente español, aunque en realidad el motor y ciertos componentes clave (como la radio o el visor giroscópico) seguían siendo de origen alemán.



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