Crisis. El Visitante, tercera parte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Si no podía emplear los juguetitos nuevos, pues no los emplearía, pero mis órdenes seguían siendo las mismas: atacar a los barcos ingleses que se acercasen a Canarias, y según los Condor había moros en la playa, o marroquíes en la costa, o algo así que decían por aquí. Al menda le tocaba salir a por ellos y ahora tenía mis preciosos Dornier con radiotelémetro.
Monté en uno de ellos, que no todo iba a ser ametrallar. En un alarde de sentido común, considerando que era la primera vez que subía en un bicho de esos, y que de radiotelémetros apenas sabía ni de su existencia, volé de copiloto aunque con el mando táctico. Bien, vale, es cierto que quería llevar los mandos y que solo cedí cuando los demás se negaron a volar conmigo, pero tampoco era necesario contarlo todo. Hicimos cuentas sobre la posición probable de los ingleses, teniendo en cuenta el último avistamiento, su velocidad, sus costumbres, y sabiendo que iban a Gran Canaria porque nadie pensaba que estuviesen navegando por placer. Volamos bastante alto para lo que yo estilaba, unos saludables tres mil metros que nos alejaban de los picachos canarios. Tienen razón, queda el Teide que apunta aun más alto, pero yo no pensaba ir por allí, y si me perdía —mejor dicho, cuando me perdiese, que me conozco— ordenaría ascender a cuatro mil metros y todo arreglado ¿más tranquilos? Con todo, nos manteníamos a esa cota no por evitar montañas, aunque nunca venga del todo mal por aquello de sacarle partido al pellejo, sino por maximizar el rendimiento del radiotelémetro.
Bendito aparato. En la cabina había una pantalla que parecía una especie de disco, con una porrada de manchurrones en el que el operador decía poder distinguir entre islas y barcos. La verdad es que, para demostrarlo, el piloto describió un círculo y pude distinguir más o menos los contornos de Fuerteventura y Lanzarote. Bien, bien, bien. Ni un destructor se nos iba a escapar. O eso pensaba, sin recordar que los destructores son algo más pequeños que las islas y que costaría más pillarlos. Una raya recorría la pantalla como una manecilla de reloj, pero mucho más deprisa, dejando unas manchitas verdes que el operador llamaba scheisse, que quiere decir m… digo caca. No vaya a ser que me escuche Inge y se ponga como un demonio, que no le gustaba que usase lenguaje no apto para monjitas. Alguno de esos scheissen debía ser un scheisse más gorda y llena de cañones, pero a saber cuál. Esas scheisse desaparecían al acercarnos pues por lo visto se debían al reflejo de las ondas de radio en las olas, ni idea que fuese diferente al reflejo en un barco. En la práctica el alcance del trasto venía a ser de hasta veinte kilómetros, pero dependiendo de factores esotéricos como el tiempo que hacía, si el tripulante se las apañaba, si la maquinita estaba de humor, o si era jueves.
—Capitán, tenemos algo —escuché por los auriculares.
¿Algo? Una scheisse, que solo se veía eso, pero el operador insistió y poco a poco se pudo distinguir primero un punto y luego otros tres. Claramente según el buen hombre, aunque yo solo seguía viendo borrones más o menos granujientos. Pero como era lo que buscábamos ordené que se llamase a Fuerteventura mientras nos manteníamos a cierta distancia. Se suponía que al recibir el aviso despegarían los aviones ametralladores y los torpederos. Pero la operadora debía estar haciéndose la manicura y no daba línea. Hablando en serio, lo que pasaba era que lo de conectar con radio con la base había veces que sí y esta era que no. Yo ahí estaba dando vueltas en la noche, no sé si frustrado o cabreado, ordenando que se repitiesen las llamadas, mientras en la base debían estar en la piltra durmiendo la mona.
Pudimos seguir a los malditos destructores hasta el Puerto de la Luz, sabiendo donde estaban y sin tener nada mejor que bengalas que lanzarles. Tal vez si al lápiz del navegante le poníamos unas aletas podría sacar el ojo de algún incauto. Pero sabiendo que en Berlín gusta que se le dé mejor empleo al combustible y a los lápices, ordené la vuelta. La próxima vez prepararíamos mejor la operación.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Nazario Ballarín Fañanás
Tras una semana en las líneas el batallón había sido retirado de primera línea. El sargento pensaba que ya era hora, que con tantas pérdidas se rompía el espíritu de la unidad y costaba mucho más integrar a los reemplazos. Marcharon a pie hacia el interior, hacia un pueblecito que se llamaba Tejeda que era bastante bonito, todo casitas blancas repartidas ente huertos y palmeras. Claro que si uno miraba atento veía que muchas tenían los techos hundidos o estaban quemadas, y apenas había lugareños, pues los herejes los habían arrancado de sus hogares para que muriesen de hambre en el norte. El sargento pensó que de todo habría tiempo, y que ya llegaría su momento de vengarse de esos malnacidos.
Fueron llegando reemplazos. Primero un teniente habilitado, un tal Pedro Pérez, que había sido alférez provisional durante la guerra civil y entendía bastante de tiros; buen fichaje. Pero los reclutas eran otra cosa. Unos eran niños imberbes, repetición de la quinta del biberón que Nazario conocía por experiencia propia. Otros, soldados rojos recuperados de los batallones de trabajo, aprovechando que en Gran Canaria lo tendrían crudo para pasarse. El sargento esperaba hacerse con ellos, que ya se sabe, que el soldado más valiente del mundo era el español, y el segundo más valiente, el español rojo. Suponía que la mayoría de esos rojos lo eran porque les había tocado estar en ese lado durante la guerra y se podría fiar de ellos. O no, pero si se daba tal caso, él era muy rápido con el naranjero.
El teniente estuvo un buen rato hablando con Nazario. Que cómo era el terreno, qué tal la artillería hereje, si lo soldados peleaban bien y que cómo maniobraban. Viendo su interés el sargento agradeció que no le hubiese tocado el típico presuntuoso que piensa que lleva las estrellas por designio divino. También llegaron otros mandos: dos alféreces provisionales recién estampillados y media docena de sargentos que pocos tiros habían visto. Salvo el teniente, el más veterano era Nazario, que apenas se afeitaba. Mala cosa era la guerra y peor en infantería.
Al menos, las armas que llevaban merecían un diez. No eran fusiles rusos o mejicanos, sino Máuser del siete noventa y dos recién salidos de la Coruña, de los nuevos. El sargento pensaba que eran un tanto excesivos, que esos fusiles servían para cazar elefantes y de esos pocos había en las islas, pero sí muchas cuestas por las que cargar los chopos. También se habían recibido ametralladoras alemanas MG34 que le podían quitar el alma a una sección en un santiamén, y morteros del cincuenta y del ochenta y uno que no estaban mal. Munición, la suficiente. Sobrar no sobraba, que ya se sabe que en España eso de gastar dinero en entrenar es dilapidar, aunque algún ejercicio se podría hacer para que los reclutas se acostumbrasen al ruido. Comida la justa, nada de gordos en las Canarias, pero no faltaba un chusco, alguna lata de sardinas. Cuando había rancho caliente entre las alubias o los garbanzos hasta se encontraban tropezones de tocino. Vino bastante, e incluso alguna botella de coñac rasposo para aliviar los huesos de las nieblas y el frío de esos andurriales.
Lo mejor era que los herejes debían estar pasándolas putas. Pudo ver una cuerda de prisioneros que eran pellejo y huesos, y si no fuese por lo que habían hecho con los canariones, ganas daban de darles algún chusco. Pero el mando había ordenado que a los prisioneros se les diese exactamente lo mismo que ellos suministraban a los civiles en su lado: alguna sopa aguada de pieles de patatas, con dos cortezas de cerdo para cada cien. Si se quejaban, nada, y si insistían, plomo. Eso mientras marchaban a paso ligero hacia la retaguardia, azuzados por bayonetas a las que poco importaba mancharse de rojo. Una vez en el sur montaban en viejos cargueros que navegaban los primeros en los convoyes para que si encontraban minas, las disfrutasen sus propietarios. Al sargento no le parecía tan mal después de haber visto a una mujeruca con los pechos vacíos acunar a su pobre bebé muerto de hambre.
En pocos días el batallón podría volver al frente. No al completo, pero al menos con la fuerza de un par de compañías. Aunque para el veterano ojo de Nazario era evidente que para aplastar a los herejes se iban a necesitar más.
Tras una semana en las líneas el batallón había sido retirado de primera línea. El sargento pensaba que ya era hora, que con tantas pérdidas se rompía el espíritu de la unidad y costaba mucho más integrar a los reemplazos. Marcharon a pie hacia el interior, hacia un pueblecito que se llamaba Tejeda que era bastante bonito, todo casitas blancas repartidas ente huertos y palmeras. Claro que si uno miraba atento veía que muchas tenían los techos hundidos o estaban quemadas, y apenas había lugareños, pues los herejes los habían arrancado de sus hogares para que muriesen de hambre en el norte. El sargento pensó que de todo habría tiempo, y que ya llegaría su momento de vengarse de esos malnacidos.
Fueron llegando reemplazos. Primero un teniente habilitado, un tal Pedro Pérez, que había sido alférez provisional durante la guerra civil y entendía bastante de tiros; buen fichaje. Pero los reclutas eran otra cosa. Unos eran niños imberbes, repetición de la quinta del biberón que Nazario conocía por experiencia propia. Otros, soldados rojos recuperados de los batallones de trabajo, aprovechando que en Gran Canaria lo tendrían crudo para pasarse. El sargento esperaba hacerse con ellos, que ya se sabe, que el soldado más valiente del mundo era el español, y el segundo más valiente, el español rojo. Suponía que la mayoría de esos rojos lo eran porque les había tocado estar en ese lado durante la guerra y se podría fiar de ellos. O no, pero si se daba tal caso, él era muy rápido con el naranjero.
El teniente estuvo un buen rato hablando con Nazario. Que cómo era el terreno, qué tal la artillería hereje, si lo soldados peleaban bien y que cómo maniobraban. Viendo su interés el sargento agradeció que no le hubiese tocado el típico presuntuoso que piensa que lleva las estrellas por designio divino. También llegaron otros mandos: dos alféreces provisionales recién estampillados y media docena de sargentos que pocos tiros habían visto. Salvo el teniente, el más veterano era Nazario, que apenas se afeitaba. Mala cosa era la guerra y peor en infantería.
Al menos, las armas que llevaban merecían un diez. No eran fusiles rusos o mejicanos, sino Máuser del siete noventa y dos recién salidos de la Coruña, de los nuevos. El sargento pensaba que eran un tanto excesivos, que esos fusiles servían para cazar elefantes y de esos pocos había en las islas, pero sí muchas cuestas por las que cargar los chopos. También se habían recibido ametralladoras alemanas MG34 que le podían quitar el alma a una sección en un santiamén, y morteros del cincuenta y del ochenta y uno que no estaban mal. Munición, la suficiente. Sobrar no sobraba, que ya se sabe que en España eso de gastar dinero en entrenar es dilapidar, aunque algún ejercicio se podría hacer para que los reclutas se acostumbrasen al ruido. Comida la justa, nada de gordos en las Canarias, pero no faltaba un chusco, alguna lata de sardinas. Cuando había rancho caliente entre las alubias o los garbanzos hasta se encontraban tropezones de tocino. Vino bastante, e incluso alguna botella de coñac rasposo para aliviar los huesos de las nieblas y el frío de esos andurriales.
Lo mejor era que los herejes debían estar pasándolas putas. Pudo ver una cuerda de prisioneros que eran pellejo y huesos, y si no fuese por lo que habían hecho con los canariones, ganas daban de darles algún chusco. Pero el mando había ordenado que a los prisioneros se les diese exactamente lo mismo que ellos suministraban a los civiles en su lado: alguna sopa aguada de pieles de patatas, con dos cortezas de cerdo para cada cien. Si se quejaban, nada, y si insistían, plomo. Eso mientras marchaban a paso ligero hacia la retaguardia, azuzados por bayonetas a las que poco importaba mancharse de rojo. Una vez en el sur montaban en viejos cargueros que navegaban los primeros en los convoyes para que si encontraban minas, las disfrutasen sus propietarios. Al sargento no le parecía tan mal después de haber visto a una mujeruca con los pechos vacíos acunar a su pobre bebé muerto de hambre.
En pocos días el batallón podría volver al frente. No al completo, pero al menos con la fuerza de un par de compañías. Aunque para el veterano ojo de Nazario era evidente que para aplastar a los herejes se iban a necesitar más.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Relato de Max Freitag
Esta sería la definitiva. Más valía que lo fuese, que Möller ya me había cantado las cuarenta amenazándome con empaquetarme para el Reich si con mis paseos nocturnos no conseguía algo más sustancioso que ventilar los aviones. Di de nuevo gracias mentales a Inge, pues tras los chorreos que me había propinado la susodicha las broncas del mando me entraban por un oído y me salían por el otro. Pero la verdad es que yo ya estaba un poco mosca y tenía ganas de darles un repaso a los ingleses. O a los herejes que decían por aquí, aunque bien pensado mis padres me llevaban a la iglesia luterana, luego yo también lo era ¿o no? Mejor no meterse en honduras teológicas y dedicarme a lo mío, que era hundir destructores. O, mejor dicho, lo que debiera ser.
Esta vez no iba a confiar en la radio. Saldríamos con todo el equipo: los dos Dornier con radiotelémetro irían delante, y cuando detectasen a los ingleses, pegarían berridos radiofónicos y, por asegurarse, también lanzarían bengalas, que de noche se ven desde muy lejos. Por allí rondaríamos con los Heinkel ametralladores y torpederos, y en cuanto pillásemos cacho, a muerte con el inglés. Vamos, que filigranas pocas.
La noche era no ya oscura sino lóbrega. Un techo de nubes a dos mil pies ocultaba las aguas de la mínima luz que pudiera dar la débil luna menguante. Había mar de fondo, malo para los torpedos, pero no llegaba a levantar cabrillas: todavía peor para los aviones torpederos a los que les costaría mantener la cota sin tener referencias en el mar. Aunque tras pasadas experiencias a uno de los pilotos se le había ocurrido un truquito: poner dos reflectores desalineados, apuntando hacia abajo, de manera que cuando su cono de luz coincidía en las aguas implicaba que volaban a treinta metros de altura, la cota máxima para lanzar torpedos. Suponiendo, desde luego, que la mar estuviese llana, que no era el caso. Las luces iban apantalladas pero aun así podrían delatar a los aparatos y servir para que los ingleses afinasen la puntería; pero no se puede tener todo.
Los Condor no habían detectado nada, pero los observadores españoles en Gran Canaria habían alertado de la llegada de una flotilla británica. Según ellos, estaba compuesta de dos cruceros y cuatro destructores ¿cruceros por estas aguas? Raro, pues solían navegar más al oeste para pegarle unos cuantos pepinazos al aeródromo de los Rodeos en Tenerife —donde descansaba el pobre Siebel del coronel— y luego salir echando mixtos. Alguna vez se habían acercado a Lanzarote, pero si esa era su intención no estarían a pocas millas de Las Palmas. Vamos, que seguro que los observadores habían visto gato en vez de ratón, pues me extrañaba que los ingleses se aventurasen con barcos tan grandes en el Puerto de la Luz. Igual era que las operaciones iban mal y tenían que bombardear a los españoles. Tampoco me quitaba el sueño, que poco iba de destructor a crucero. Más cañones pero en un barco gordo, largo y menos maniobrero; lo uno por lo otro.
La noche iba avanzando y empezaba a desesperar de encontrar a los británicos. De no hallarlos, en cuanto amaneciese tendría que suspender la misión pues mis aparatos eran excesivamente vulnerables a la luz del día. Estaba pensando en las explicaciones que daría a Inge digo a Möller, cuando a mi izquierda vi caer un rosario de bengalas. La radio, muda; bien había hecho en no fiarme del trasto. Tampoco nos iba a hacer falta porque teníamos la maniobra ensayada. A esas horas los ingleses ya habrían descargado y estarían de vuelta, hacia el norte. Así podríamos entrarles de flanco sin tener que hacer maniobras raras. Ascendí con mi avión ametrallador hasta los trescientos cincuenta metros —nunca alturas exactas, pero siempre menos de quinientos para no meterme en la cota de los aviones con radiotelémetro— mientras el otro se mantenía en reserva, y los torpederos descendieron para jugarse la vida con las olas. Uno de los Dornier seguía lanzando bengalas, y a su luz conseguí vislumbrar una forma negra. Por si tenía alguna duda el barco se iluminó con fogonazos, pues su antiaérea intentaba atrapar al delator y por suerte elusivo Dornier.
Era mi momento. Ya estaba lo suficientemente cerca como para que las bengalas mostrasen al enemigo, que parecía un destructor aunque bastante más grande de los que había visto otras noches. Empecé a describir un círculo y cuando lo tuve en la mira del costado, abrí fuego con las ametralladoras y el cañón. Las líneas de trazadoras me permitían corregir la puntería a la temblorosa luz de las bengalas que bastante por encima de mí estaba lanzando el Dornier. Disparaba ráfagas cortas para que no diese tiempo a que los de abajo me apuntasen, pero serían suficientes para entretenerles. La intención no era hundir al destructor, que mucha suerte había tenido en Peniche. Suficiente sería obligar a los artilleros a agacharse, pero más que nada lo que quería era despistarles para que no advirtiesen a los torpederos que se les echaban encima. Claro que había un problemilla: los torpederos, después de lanzar sus ingenios, tendrían que pasar casi por encima de los mástiles del destructor… justo por donde yo estaba mandando chorros de trazadoras. Eso de ser ametrallado por un compañero está muy mal visto, pero ahí entraba lo de las luces. Porque además de los dos focos hacia abajo que se habían instalado para adivinar la cota y poder volar rasante sobre el mar en plena noche, los Heinkel llevaban otro dirigido a lo alto. Estaban apantallados para que no se pudiesen ver desde la superficie, pero yo que volaba más arriba pude ver tres puntitos de luz que se acercaban. Cuando estaban a solo unos cientos de metros silencié mis armas. Los del destructor, entretenidos como estaban, ni se percataron de lo que se les venía hasta que los He 111 pasaron casi rozando sus mástiles. Segundos después, una columna de agua con resplandor verdeazulado se levantó en la popa del barquito. Luego se produjo una gran explosión y cuando las aguas se desplomaron ya solo la proa asomaba sobre las aguas.
Más chulo que un ocho iba a dar la orden de volvernos para Fuerteventura cuando vi otra hilera de guirnaldas a unos miles de metros. Ya sabíamos todos qué hacer, que para eso me había pegado todo el día repitiendo las órdenes. Como aun me quedaba munición me fui hacia el nuevo objetivo y ordené al ametrallador de reserva que me siguiese. Tres Heinkel tenían todavía torpedos, y a los Dornier les quedaban bengalas para aburrir. De nuevo las luminarias me dejaron ver el barco enemigo, y resultó que el bicho localizado por el compañero era una cosa gorda, larga, erizada de cañones y chimeneas, es decir, nada menos que un crucero. Con mi suerte seguro que sería de esos que habían convertido en antiaéreos. Si tengo algo bueno es que en esas ocasiones pienso poco —el resto del tiempo tampoco es que lo haga mucho— y me tiré a por él como si fuese un barquito de pesca. Al final mucho barco pero en comparación con los destructores, tierno como un bizcocho: tendría porradas de cañones de los gordos, a los que volando tan bajo poco les temía, y siendo tan grande era ideal para ejercitar la puntería. Lo puse tibio y tuve la satisfacción de ver una llamarada, seguramente por haberle dado a alguna caja de urgencia. Hasta vi marineros correr por la cubierta para apagar el fuego, pero no hizo falta, porque justo entonces pasaron raudos los torpederos, se produjeron dos destellos, y el pobre barco empezó a escorar. Ordené suspender el fuego pero también que el Dornier siguiese lanzando bengalas para ayudar a los náufragos, que una cosa era matarlos y otra que encima les hiciésemos daño. En pocos minutos el crucero dio la voltereta y se fue al fondo. Ahora sí, con la satisfacción del deber cumplido, ordené volver a la base. Freitag dos, ingleses cero.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Friedrich, Jörg. La guerra que hubo que ganar. Spiegel-Verlag. Berlín, 2007.
El combate del Cabo de San Vicente había resultado costoso para ambas partes. El Pacto no solo había perdido el acorazado Scharnhorst y el crucero Hipper, sino que los acorazados Littorio y Vittorio Veneto habían sufrido daños graves que requerirían muchos meses para ser reparados. A cambio, habían sido hundidos el crucero de batalla Repulse y otros dos cruceros, y dañados el portaaviones Furious, el acorazado rápido Duke of York y el modernizado Valiant. En total, en 1941 la Royal Navy había perdido tres acorazados y tres portaaviones, y buena parte del resto estaba en reparación, sin poder contar con ella a pesar de la ayuda norteamericana. Además una inspección del portaaviones Furious mostró que la bomba que había estallado en su proa no solo había causado daños en la cubierta de vuelo, sino que había afectado a la estructura del viejo barco. Las obras se iban a prolongar al menos otros tres meses. El moderno portaaviones Formidable también estaba fuera de servicio mientras se reparaban los daños causados por una mina de fondo en el Firth of Forth, y el estado de las máquinas del viejo Argus era peor de lo esperado, en parte debido a su antigüedad pero también por tratarse originariamente de un buque civil. Debido a la saturación de los astilleros británicos y a los efectos de los bombardeos (el doce de febrero el Formidable fue nuevamente alcanzado en Belfast por una bomba) se decidió que el portaaviones Argus solo fuera parcheado para que pudiera trasladarse a Nueva York, donde sería reconstruido; el viejo buque permanecería fuera de servicio por lo menos medio año.
Las escuadras del Pacto de Aquisgrán basadas en el Estrecho de Gibraltar aun disponían de tres acorazados rápidos alemanes y tres modernizados italianos, que amenazaban las rutas marítimas de las que dependía Inglaterra. Los británicos se vieron obligados a desplegar en las Azores la Fuerza H (al mando del almirante Somerville) con la mayor parte de sus buques pesados: los acorazados Duke of York y Valiant tuvieron que seguir en servicio a pesar de sus averías, y hubo que transferir al moderno portaaviones Victorious desde la Home Fleet. En Scapa Flow solo quedaron el viejo acorazado Barham, hasta poco antes destacado en Islandia, y el todavía más anticuado Resolution, sin apoyo de portaaviones.
Somerville dividió sus fuerzas de Somerville en dos agrupaciones: una rápida que contaba con los tres acorazados rápidos de la clase King George V, los cruceros de batalla Hood y Renown y los portaaviones, y otra lenta con los dos Nelson y el Queen Elizabeth. La agrupación lenta, además de reforzar a la rápida, tenía que escoltar a los convoyes más valiosos, ya que el deterioro de la situación en el Índico había obligado a enviar a ese océano a los acorazados Valiant, Malaya y Barham, y al portaaviones de escolta Archer. Como reserva solo quedaba el portaaviones Unicorn, concebido como buque de mantenimiento pero terminado como portaaviones ligero; aunque inicialmente había recibido poca prioridad, tras las graves pérdidas en Egipto se aceleró su construcción siendo entregado en enero de 1941. Aun así se trataba de un barco nuevo cuya dotación no estaba familiarizada con el buque, y con solo 24 nudos de velocidad no podía operar con los otros portaaviones rápidos (salvo afectando a su andar). Se solicitó a la US Navy que cediese alguno de sus buques de guerra, pero solo pudo transferir el portaaviones de escolta Long Island, ahora llamado Ardent, que tardaría algún tiempo en incorporarse a la flota. Con estas medidas apenas bastaba para proteger las vitales líneas marítimas de las que dependía Inglaterra, y resultaba imposible mantener el dominio de las aguas canarias, donde se dejaron solo buques ligeros y submarinos.
La presencia de la flota del Pacto en Gibraltar puso a la Royal Navy ante una peligrosa disyuntiva: si se pretendía seguir enviando refuerzos a Gran Canaria debían reunirse todas las fuerzas disponibles, pero eso abriría el Atlántico y sus vitales líneas a las incursiones enemigas. Además la creciente actividad aérea del Pacto en Marruecos y en las Canarias no solo resultaba peligrosa para los buques mayores, sino que podía causar pérdidas prohibitivas a los convoyes con suministros y refuerzos. Por el contrario, la posición del Pacto en las Canarias mejoraba gracias a la extensión de las comunicaciones ferroviarias en el norte de África: en diciembre un ferrocarril de vía única alcanzaba Sidi Ifni y en febrero Tan-Tan. A las Canarias estaba llegando un flujo creciente de hombres y suministros a pesar de las serias pérdidas sufridas a causa de los submarinos británicos en la última etapa del viaje.
El general Deverett, al frente del Estado Mayor Imperial, ante la dificultad de sostener a la guarnición, recomendó que fuese retirada. Sin embargo el Primer Ministro Churchill rechazó la sugerencia, que implicaría reconocer la derrota en uno de los pocos escenarios en el que los ejércitos ingleses seguían enfrentándose a los del Pacto. Deverett insistió, señalando las dificultades que la marina estaba afrontando para transportar suministros hasta la isla, pero Churchill adujo que abandonar la isla convertiría a las Canarias en una base del Pacto para atacar las vitales líneas marítimas de las que dependía Gran Bretaña. Deverett decidió atender solo en parte las órdenes del premier. No ordenó la retirada total pero redujo los reemplazos para los enfermos y heridos que los buques encargados de los suministros evacuaban en sus viajes de vuelta. Dado que la situación alimentaria y sanitaria era crítica, el porcentaje de enfermos era muy elevado y las fuerzas del general Roberts en Gran Canaria disminuyeron rápidamente. Al parecer la intención de Deverett era hacer que la situación se hiciese insostenible y así obligar a Churchill a que autorizase la evacuación, pero la debilidad creciente significaba que el peligro de derrumbe se incrementaba. Para poder sostenerse se necesitaban cantidades crecientes de munición, suponiendo una presión cada vez mayor para los limitados recursos navales británicos.
Las aguas canarias resultaban muy peligrosas para los barcos ingleses. Afortunadamente los grandes fondos hacían que las minas no supusiesen peligro, aunque con alguna frecuencia se lanzaban minas magnéticas sobre el Puerto de la Luz, que era preciso inactivar manualmente con gran riesgo. Pero la cercanía de las bases aéreas situadas en la costa de Marruecos, el Sáhara español, Tenerife, Lanzarote y Fuerteventura hacían que cualquier buque descubierto dentro del alcance de los aviones fuese atacado y frecuentemente hundido. Inicialmente se intentó emplear barcos rápidos pero de escaso valor militar, como correíllos del Canal de la Mancha o cañoneros, pero tras perder cinco en cuatro días el Almirantazgo prohibió la presencia naval en aguas canarias a la luz del día. Solo los buques de guerra rápidos como los cruceros y los destructores podían esquivar los ataques aéreos manteniéndose alejados durante las horas de luz, para una vez oscurecía llegar al puerto navegando a toda máquina, descargar los suministros y huir. Con este fin se organizó un puente naval que fue apodado «Cracker Line» (línea de las galletas) por la operación similar durante la Guerra Civil Norteamericana. Convoyes bien protegidos trasbordaban su carga en las Azores a destructores pequeños, muchos procedentes de la ayuda norteamericana de 1940. Estos se organizaban en pequeños grupos que tras acercarse a Madeira, donde se había reconstruido la base aérea, llegaban por la noche a Canarias. Inicialmente se descargaba en el puerto, a pesar del peligro que suponían los pecios (como el del acorazado Ramillies) y las minas, pero si la descarga se prolongaba los destructores se veían obligados a permanecer en la rada durante el día, sometidos a bombardeos aéreos y a la artillería de largo alcance del Pacto. Los cañones españoles también hostilizaban las operaciones con bombardeos nocturnos; como aun no tenían observatorios que dominasen el puerto se disparaba a ciegas, pero los bombardeos ralentizaban las operaciones y causaban bajas. Para agilizar las operaciones en los destructores se sustituyeron las embarcaciones de servicio de los destructores por lanchas cargadas de suministros, que eran botadas y abandonadas. También se habilitaron pantalanes flotantes en el rompeolas del Puerto de la Luz y en los arrecifes de la bahía del Confital, al otro lado del tómbolo. Sin embargo solo se podían emplear con buen tiempo, y los temporales del invierno obligaron a que en varias ocasiones los destructores tuviesen que volver sin poder dejar su carga. A pesar de las medidas adoptadas la capacidad de carga de los destructores era muy reducida, y hubo que reforzarlos con varios destructores modernos y con los minadores rápidos Adventure, Abdiel y Latona. Estos eran barcos veloces y con más capacidad que mejoraron sustancialmente el transporte de abastecimientos.
Para impedir la llegada de refuerzos las fuerzas del Pacto incrementaron el minado del puerto y los bombardeos, medidas poco efectivas ya que la rada se empleaba cada vez menos y los pantalanes flotantes se desplazaban todas las noches. Las operaciones nocturnas contra las lanchas fracasaron, e inicialmente tampoco consiguió mejores resultados la escuadrilla de aviones torpederos nocturnos de la Luftwaffe que estaba basada en Fuerteventura. Sin embargo las técnicas de ataque fueron depuradas y veintisiete de febrero la escuadrilla se anotó un gran éxito al detectar y atacar a una flotilla que regresaba de Canarias. El nuevo destructor Lance y el minador Adventure fueron alcanzados, hundiéndose en pocos minutos con gran pérdida de vidas, ya que ambos barcos evacuaban gran número de heridos y enfermos. Los demás buques del convoy tuvieron que abandonar a los náufragos so pena de ser descubiertos a la luz del día. Durante los días siguientes submarinos, patrulleros e hidroaviones del Pacto recogieron a ciento veinte supervivientes del Lance y a trescientos del Adventure; no se conoce cuantos soldados perecieron, pero se han aventurado cifras superiores a tres mil.
El combate del Cabo de San Vicente había resultado costoso para ambas partes. El Pacto no solo había perdido el acorazado Scharnhorst y el crucero Hipper, sino que los acorazados Littorio y Vittorio Veneto habían sufrido daños graves que requerirían muchos meses para ser reparados. A cambio, habían sido hundidos el crucero de batalla Repulse y otros dos cruceros, y dañados el portaaviones Furious, el acorazado rápido Duke of York y el modernizado Valiant. En total, en 1941 la Royal Navy había perdido tres acorazados y tres portaaviones, y buena parte del resto estaba en reparación, sin poder contar con ella a pesar de la ayuda norteamericana. Además una inspección del portaaviones Furious mostró que la bomba que había estallado en su proa no solo había causado daños en la cubierta de vuelo, sino que había afectado a la estructura del viejo barco. Las obras se iban a prolongar al menos otros tres meses. El moderno portaaviones Formidable también estaba fuera de servicio mientras se reparaban los daños causados por una mina de fondo en el Firth of Forth, y el estado de las máquinas del viejo Argus era peor de lo esperado, en parte debido a su antigüedad pero también por tratarse originariamente de un buque civil. Debido a la saturación de los astilleros británicos y a los efectos de los bombardeos (el doce de febrero el Formidable fue nuevamente alcanzado en Belfast por una bomba) se decidió que el portaaviones Argus solo fuera parcheado para que pudiera trasladarse a Nueva York, donde sería reconstruido; el viejo buque permanecería fuera de servicio por lo menos medio año.
Las escuadras del Pacto de Aquisgrán basadas en el Estrecho de Gibraltar aun disponían de tres acorazados rápidos alemanes y tres modernizados italianos, que amenazaban las rutas marítimas de las que dependía Inglaterra. Los británicos se vieron obligados a desplegar en las Azores la Fuerza H (al mando del almirante Somerville) con la mayor parte de sus buques pesados: los acorazados Duke of York y Valiant tuvieron que seguir en servicio a pesar de sus averías, y hubo que transferir al moderno portaaviones Victorious desde la Home Fleet. En Scapa Flow solo quedaron el viejo acorazado Barham, hasta poco antes destacado en Islandia, y el todavía más anticuado Resolution, sin apoyo de portaaviones.
Somerville dividió sus fuerzas de Somerville en dos agrupaciones: una rápida que contaba con los tres acorazados rápidos de la clase King George V, los cruceros de batalla Hood y Renown y los portaaviones, y otra lenta con los dos Nelson y el Queen Elizabeth. La agrupación lenta, además de reforzar a la rápida, tenía que escoltar a los convoyes más valiosos, ya que el deterioro de la situación en el Índico había obligado a enviar a ese océano a los acorazados Valiant, Malaya y Barham, y al portaaviones de escolta Archer. Como reserva solo quedaba el portaaviones Unicorn, concebido como buque de mantenimiento pero terminado como portaaviones ligero; aunque inicialmente había recibido poca prioridad, tras las graves pérdidas en Egipto se aceleró su construcción siendo entregado en enero de 1941. Aun así se trataba de un barco nuevo cuya dotación no estaba familiarizada con el buque, y con solo 24 nudos de velocidad no podía operar con los otros portaaviones rápidos (salvo afectando a su andar). Se solicitó a la US Navy que cediese alguno de sus buques de guerra, pero solo pudo transferir el portaaviones de escolta Long Island, ahora llamado Ardent, que tardaría algún tiempo en incorporarse a la flota. Con estas medidas apenas bastaba para proteger las vitales líneas marítimas de las que dependía Inglaterra, y resultaba imposible mantener el dominio de las aguas canarias, donde se dejaron solo buques ligeros y submarinos.
La presencia de la flota del Pacto en Gibraltar puso a la Royal Navy ante una peligrosa disyuntiva: si se pretendía seguir enviando refuerzos a Gran Canaria debían reunirse todas las fuerzas disponibles, pero eso abriría el Atlántico y sus vitales líneas a las incursiones enemigas. Además la creciente actividad aérea del Pacto en Marruecos y en las Canarias no solo resultaba peligrosa para los buques mayores, sino que podía causar pérdidas prohibitivas a los convoyes con suministros y refuerzos. Por el contrario, la posición del Pacto en las Canarias mejoraba gracias a la extensión de las comunicaciones ferroviarias en el norte de África: en diciembre un ferrocarril de vía única alcanzaba Sidi Ifni y en febrero Tan-Tan. A las Canarias estaba llegando un flujo creciente de hombres y suministros a pesar de las serias pérdidas sufridas a causa de los submarinos británicos en la última etapa del viaje.
El general Deverett, al frente del Estado Mayor Imperial, ante la dificultad de sostener a la guarnición, recomendó que fuese retirada. Sin embargo el Primer Ministro Churchill rechazó la sugerencia, que implicaría reconocer la derrota en uno de los pocos escenarios en el que los ejércitos ingleses seguían enfrentándose a los del Pacto. Deverett insistió, señalando las dificultades que la marina estaba afrontando para transportar suministros hasta la isla, pero Churchill adujo que abandonar la isla convertiría a las Canarias en una base del Pacto para atacar las vitales líneas marítimas de las que dependía Gran Bretaña. Deverett decidió atender solo en parte las órdenes del premier. No ordenó la retirada total pero redujo los reemplazos para los enfermos y heridos que los buques encargados de los suministros evacuaban en sus viajes de vuelta. Dado que la situación alimentaria y sanitaria era crítica, el porcentaje de enfermos era muy elevado y las fuerzas del general Roberts en Gran Canaria disminuyeron rápidamente. Al parecer la intención de Deverett era hacer que la situación se hiciese insostenible y así obligar a Churchill a que autorizase la evacuación, pero la debilidad creciente significaba que el peligro de derrumbe se incrementaba. Para poder sostenerse se necesitaban cantidades crecientes de munición, suponiendo una presión cada vez mayor para los limitados recursos navales británicos.
Las aguas canarias resultaban muy peligrosas para los barcos ingleses. Afortunadamente los grandes fondos hacían que las minas no supusiesen peligro, aunque con alguna frecuencia se lanzaban minas magnéticas sobre el Puerto de la Luz, que era preciso inactivar manualmente con gran riesgo. Pero la cercanía de las bases aéreas situadas en la costa de Marruecos, el Sáhara español, Tenerife, Lanzarote y Fuerteventura hacían que cualquier buque descubierto dentro del alcance de los aviones fuese atacado y frecuentemente hundido. Inicialmente se intentó emplear barcos rápidos pero de escaso valor militar, como correíllos del Canal de la Mancha o cañoneros, pero tras perder cinco en cuatro días el Almirantazgo prohibió la presencia naval en aguas canarias a la luz del día. Solo los buques de guerra rápidos como los cruceros y los destructores podían esquivar los ataques aéreos manteniéndose alejados durante las horas de luz, para una vez oscurecía llegar al puerto navegando a toda máquina, descargar los suministros y huir. Con este fin se organizó un puente naval que fue apodado «Cracker Line» (línea de las galletas) por la operación similar durante la Guerra Civil Norteamericana. Convoyes bien protegidos trasbordaban su carga en las Azores a destructores pequeños, muchos procedentes de la ayuda norteamericana de 1940. Estos se organizaban en pequeños grupos que tras acercarse a Madeira, donde se había reconstruido la base aérea, llegaban por la noche a Canarias. Inicialmente se descargaba en el puerto, a pesar del peligro que suponían los pecios (como el del acorazado Ramillies) y las minas, pero si la descarga se prolongaba los destructores se veían obligados a permanecer en la rada durante el día, sometidos a bombardeos aéreos y a la artillería de largo alcance del Pacto. Los cañones españoles también hostilizaban las operaciones con bombardeos nocturnos; como aun no tenían observatorios que dominasen el puerto se disparaba a ciegas, pero los bombardeos ralentizaban las operaciones y causaban bajas. Para agilizar las operaciones en los destructores se sustituyeron las embarcaciones de servicio de los destructores por lanchas cargadas de suministros, que eran botadas y abandonadas. También se habilitaron pantalanes flotantes en el rompeolas del Puerto de la Luz y en los arrecifes de la bahía del Confital, al otro lado del tómbolo. Sin embargo solo se podían emplear con buen tiempo, y los temporales del invierno obligaron a que en varias ocasiones los destructores tuviesen que volver sin poder dejar su carga. A pesar de las medidas adoptadas la capacidad de carga de los destructores era muy reducida, y hubo que reforzarlos con varios destructores modernos y con los minadores rápidos Adventure, Abdiel y Latona. Estos eran barcos veloces y con más capacidad que mejoraron sustancialmente el transporte de abastecimientos.
Para impedir la llegada de refuerzos las fuerzas del Pacto incrementaron el minado del puerto y los bombardeos, medidas poco efectivas ya que la rada se empleaba cada vez menos y los pantalanes flotantes se desplazaban todas las noches. Las operaciones nocturnas contra las lanchas fracasaron, e inicialmente tampoco consiguió mejores resultados la escuadrilla de aviones torpederos nocturnos de la Luftwaffe que estaba basada en Fuerteventura. Sin embargo las técnicas de ataque fueron depuradas y veintisiete de febrero la escuadrilla se anotó un gran éxito al detectar y atacar a una flotilla que regresaba de Canarias. El nuevo destructor Lance y el minador Adventure fueron alcanzados, hundiéndose en pocos minutos con gran pérdida de vidas, ya que ambos barcos evacuaban gran número de heridos y enfermos. Los demás buques del convoy tuvieron que abandonar a los náufragos so pena de ser descubiertos a la luz del día. Durante los días siguientes submarinos, patrulleros e hidroaviones del Pacto recogieron a ciento veinte supervivientes del Lance y a trescientos del Adventure; no se conoce cuantos soldados perecieron, pero se han aventurado cifras superiores a tres mil.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Savely, antes Tuoma, ahora Fricis, bajó del metro en la Reinickendorfer Strasse. Tuvo un momento de duda, pero la luz del sol orientó sus pasos hacia el canal Schifffahrts. Como llevaba semanas estudiando el plano de la capital no dudó y enseguida encontró la esquina que buscaba. Ni se acercó, sino que estuvo perdiendo tiempo por el barrio hasta que vio que alguien había tirado junto a una papelera una fruta medio mordida. Entonces se agachó para atarse el zapato, momento que aprovechó para vigilar el entorno. Había gente, pero no demasiada, y no parecía que nadie estuviese controlándolo. De todas maneras siguió de largo, rodeó la manzana y al volver a la esquina, arrugó el papel que llevaba en la mano. Buscó con la mirada una papelera donde tirarlo. Cuando la localizó cruzó la calle con cuidado, educadamente como haría un berlinés, introdujo el papel y cuidadosamente recogió un pequeño paquete.
A cien metros de distancia un ex policía metido a agente de contraespionaje se maravilló de la habilidad con la que el desconocido había dado el cambiazo. Qué pena no saber de su contenido, pero Joachim lo acababa de dejar ahí no haría ni quince minutos. Dudó si sería mejor alertar a la Central o seguir al intruso, pero viendo cómo se alejaba no tuvo más remedio que ir tras él procurando no dejarse ver. Pero el que había recogido el paquete, que como le habían dicho era un hombre alto y delgado, se dirigió a la boca de metro más cercana. El policía lo siguió aunque no de cerca; pudo ver como pasaba el torno y subía a un tren. El policía montó a otro vagón, intentando no perderle de vista, pero cuando se iban a cerrar las puertas el desconocido bajó. El hizo lo mismo, pero el hombre alto volvió a entrar con las puertas ya cerrándose. El policía perdió el convoy, y tuvo que buscar una cabina para avisar a la Central. Para entonces Savely se había perdido en el populoso barrio de Moabit.
Desde la Central el Director ordenó la caza del hombre delgado.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Un detalle, se cambia Moabit por Prenzlauer Berg.
Saludos
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Capítulo 20
Hay que morir o triunfar,
que nos enseña la Historia
en Lepanto la Victoria
y la muerte en Trafalgar
José María Pemán. Himno de la Armada Española
Relato del vicealmirante Don Víctor Loreto Leñanza
Tras el emocionante crucero por el Atlántico Norte hasta el gato del cocinero tenía ganas de estirar las piernas en tierra y dedicar algún rato a demoler tugurios o a mirar bajo las faldas de las señoritas, aunque fuesen de pago. Pero los que llevábamos coca nos imaginábamos que no era esa la intención del mando, que toda esa flota que esperaba en Alborán no se estaría dedicando a la pesca del atún rojo, por abundante que fuese por esas aguas. Aunque siempre hay algún incauto que soñaba con las tabernas de la calle Cesteiros, cualquier ilusión que le quedase se fue al garete cuando se nos abarloó una gabarra para suministrarnos el fuel gastado en perseguir fantasmas más allá de Irlanda. En treinta y seis horas la flota ya estaba a punto, y no le extrañe tal rapidez, que a Vigo se estaban acercando buques auxiliares procedentes de media Europa, aparte del tren naval que había llegado del Ferrol, más el de Cartagena que estaba al caer.
Esta vez el Trento se iba a quedar en casa. Una inspección mostró que la bomba yanqui había causado más daños de los que creíamos, y una tubería de alta mostraba unas grietas bastante sospechosas. Los maquis tenían un sano respeto al vapor sobrecalentado y no queriendo quedar desplumados como pollos insistieron en que al crucero se le hiciese una reparación en condiciones. Aun se estaban pensando en si sería mejor que el Trento volviese al nido en Génova, llevarlo a Francia, o apañarlo en el Ferrol, pero en cualquier caso iba a seguir amarrado al muelle vigués y se perdería la siguiente excursión. No creo que a sus tripulantes les importase mucho. Tampoco a nosotros, que las máquinas del crucero ya nos habían hecho una gracia cuando la del Repulse. Cierto que el Trieste era su gemelo, pero debía estar mejor hecho —al Trento lo debían haber terminado un lunes—, o mejor conservado, o lo que fuese. El caso era que las máquinas del Trieste funcionaban cuando tenían que hacerlo, que no era poco. De paso, que el Trento se quedase en el garaje hasta nos venía bien. El último informe de radio macuto decía que más de un transalpino pretendía recibir el mando de la escuadra ya que para eso ponían dos cruceros pesados. Ahora que tenían solo uno ganábamos los de casa. Estaban los gabachos con sus tres modernos cruceros, pero venían de oyentes y no protestaban. También había hecho acto de presencia una división alemana más que aparente, con cuatro destructores pesados con autonomía razonable y con cañones del quince tan potentes como los del Galicia. Mejor, que sin destructores uno se sentía con el pompis al aire. No eran los únicos de ese tipo en Vigo. Estaban los cuatro Churrucas que nos habían acompañado desde Gibraltar: el que daba nombre a la clase, el Císcar, el Galiano y el Lepanto. Ese mismo día se sumó el Díaz, al que le habían compuesto la proa después del besito que le había propinado a un submarino britano.
Seis cruceros y nueve destructores era una escuadra más que respetable y no parecía probable que el mando nos reservase para las regatas. Efectivamente, el almirante Moreno, aunque aficionado a los deportes náuticos, en esos días se decantaba más por la caza del convoy. No se cumplía el cuarto día de nuestra estancia en la bella ría gallega cuando aproamos al profundo canal del sur que de la ría sale al Atlántico. Cuatro bous nos precedieron batiendo las aguas con sus hidrófonos. El destructor alemán Z27 abría la marcha: siendo uno de los barcos alemanes más modernos, incorporaba un radiotelémetro —retemé en el argot de a bordo— tan potente como el nuestro. Tampoco era tontería que ya no fuésemos los únicos ojos de la escuadra.
Estando todos juntitos nos hicimos a la mar con la intención, confirmada por el comandante Don Pedro Nieto, de plantarnos en el Atlántico Norte para hacerles carantoñas a los convoyes británicos. Muy ordenaditos salimos con el dispositivo que más o menos empleábamos siempre: nosotros en la cabeza para ejercer de serviolas con nuestro flamante radiotelémetro. Detrás, el Canarias enarbolando el estandarte del almirante Don Francisco Regalado, y en su estela, el crucero pesado transalpino Trieste. Después, la división francesa del almirante Bourragué, con el Gloire, el Galissonière y el Vienne. Por si las moscas, destructores a ambas bandas, y al frente el Z27 que también llevaba chivato electrónico. Abría paso a la formación el flamante cañonero Luarca, un barquito recién salido de los astilleros Echevarrieta que me pareció un compendio de utilidad y economía. Hasta era bonito con su airosa torre de mando y la chimenea de moderno aspecto. El Luarca tenía que guiarnos entre los campos de minas que se estaban tendiendo para impedir visitas de los de la Jolly Roger. Por desgracia el minado aun no se había completado.
La escuadra embocó el canal sur. No sé si he dicho que la magnífica ría viguesa tenía unos encantadores centinelas, las preciosas islas Cíes, que tenía pendiente conocer. Esas islas, que aúnan el gris del granito con el verde de sus bosques y el dorado de la arena, actúan como rompeolas impidiendo que a la ría llegue el mar de fondo que por esos lares alegra la vida de los pescadores. Tres canales dejan; meter algo más grande que un yate en el del medio, el Freu Da Porta, era temerario: incluso con mar llana y en la pleamar la quilla pasaría a pocos palmos de las rocas; imagínese con mala mar y los senos de las olas acercándose al fondo, más el viento y las fuertes corrientes habituales. Por no decir que como por allí podría colarse algún submarino, habían plantado unos caramelitos por si amanecía algún simpático; regalos similares se habían sembrado en los estrechos canales que quedaban entre los bajos y piedras que había al norte y al sur de las Cíes.
Quedaban dos grandes pasos más que aptos para la escuadra, aunque no se vaya a pensar que eran como el estrecho de Gibraltar. Para mantener atentos a timoneles y serviolas a sus lados velan piedras más que dispuestas a desventrar cascos. El canal norte tenía un paso franco más que razonable, nada menos que una milla, pero exige virar tanto a la entrada como a la salida del estrecho. Fácil para un crucero capaz de revolverse en una jofaina entre la gran pala de su timón, los cuatro ejes, y sus máquinas con más caballería que el de las botas puestas. Pero hacerlo con una escuadra entera tenía más interés y los escoltas de los flancos tendrían que hacer unas pasadas a las piedras de las que quitan años de vida. Metidos en tal faena, una maniobra brusca podía causar tal lío que para desentrañarlo requeriríamos que nuestros aliados nos enviasen con urgencia unos cuantos batallones de jueces togados.
El canal del sur era un señor paso, el doble de amplio que el norte, aunque también con sus piedrecitas en ambos márgenes para que el personal no se despiste. Además el paso era bastante más directo. Los fondos impedían el minado, es decir, que no encontraríamos presentes dejados por los sumergibles britanos. Claro que no habiendo minas, los que podrían estar por ahí serían los sumergibles.
Habíamos rebasado la Punta Lameda, al pie del Monteferro con sus baterías costeras, y embocábamos el paso entre las islas Serralleiras y la Boeiro, cuando el Z27 alertó de un dudoso contacto al norte. Nuestro retemé no había detectado nada, pero sería porque íbamos más atrás. En ese momento el Císcar, más próximo al supuesto contacto, se pegó una virada que ni una bailarina y empezó a disparar con sus cañones proeles mientras lanzaba bengalas. Era más que obvio lo que estaba pasando, y Don Pedro ni se lo pensó.
—Todo a estribor —ordenó por el tubo—. Avante toda los ejes de babor, atrás toda los de estribor.
Los maquis se esforzaron en sus tenebrosos aposentos mientras el crucero, grado a grado, empezaba a caer hacia el norte. Era una maniobra arriesgada porque nos acercaba hacia los torpedos. Por el contrario, cayendo a babor pondríamos distancia y al ser la velocidad relativa menor, serían más fáciles de esquivar. Aunque tampoco importaría mucho, porque por ahí acabaríamos en los bajos de las Estelas y de las Serralleiras que proporcionarían deliciosas embarrancadas. Así que tocaba aproar a los torpedos, rezar y aguantar. Tras nosotros el Canarias hacía exactamente lo mismo, y también el Trieste, aunque este, más a popa, andaba menos apurado. Bourragé hizo volverse a sus tres cruceros, alejándolos de peligros, mientras que todo lo que flotaba se lanzaba a la caza del temerario sumergible inglés.
Ya mostrábamos la proa hacia el origen de la juerga cuando pasaron a nuestros flancos, rápidos como trenes expresos, dos estelas que un par de minutos después detonaron contra las islas Serralleiras. El Canarias también libro los torpedos por poco, mientras que el Trieste no llegó ni a verlos. Salvados por un pelo, Don Pedro ordenó caer a babor y luego toda máquina para alejarnos de tan peligroso paraje. Mientras el Ciscar lanzaba un rosario de cargas, y poco después lo hacía un gemelo del Luarca, el Ayamonte. Al poco vimos como emergía un submarino britano y su dotación saltaba al agua entre los piques levantados por las ametralladoras. El Ayamonte intentó enviar un trozo de abordaje, pero el inglés, que resultó ser el Unbeaten, se fue definitivamente al fondo, donde esperaría la visita de los buzos que en seguida inspeccionarían los restos.
Con el susto en el cuerpo salimos de la ría. Bourragé se nos incorporó seis horas después, y juntitos de la mano barajamos la costa gallega. Aun hubo que librar otro contacto, que por desgracia estaba suficientemente cerca como para echarnos un ojo, aunque demasiado lejos para que lo liquidase la escolta; el Luarca lo buscó inútilmente toda la noche. Antes de escapar se permitió enviar un mensaje al éter, de suponer que para chivarse a sus patronos de Londres.
Hay que morir o triunfar,
que nos enseña la Historia
en Lepanto la Victoria
y la muerte en Trafalgar
José María Pemán. Himno de la Armada Española
Relato del vicealmirante Don Víctor Loreto Leñanza
Tras el emocionante crucero por el Atlántico Norte hasta el gato del cocinero tenía ganas de estirar las piernas en tierra y dedicar algún rato a demoler tugurios o a mirar bajo las faldas de las señoritas, aunque fuesen de pago. Pero los que llevábamos coca nos imaginábamos que no era esa la intención del mando, que toda esa flota que esperaba en Alborán no se estaría dedicando a la pesca del atún rojo, por abundante que fuese por esas aguas. Aunque siempre hay algún incauto que soñaba con las tabernas de la calle Cesteiros, cualquier ilusión que le quedase se fue al garete cuando se nos abarloó una gabarra para suministrarnos el fuel gastado en perseguir fantasmas más allá de Irlanda. En treinta y seis horas la flota ya estaba a punto, y no le extrañe tal rapidez, que a Vigo se estaban acercando buques auxiliares procedentes de media Europa, aparte del tren naval que había llegado del Ferrol, más el de Cartagena que estaba al caer.
Esta vez el Trento se iba a quedar en casa. Una inspección mostró que la bomba yanqui había causado más daños de los que creíamos, y una tubería de alta mostraba unas grietas bastante sospechosas. Los maquis tenían un sano respeto al vapor sobrecalentado y no queriendo quedar desplumados como pollos insistieron en que al crucero se le hiciese una reparación en condiciones. Aun se estaban pensando en si sería mejor que el Trento volviese al nido en Génova, llevarlo a Francia, o apañarlo en el Ferrol, pero en cualquier caso iba a seguir amarrado al muelle vigués y se perdería la siguiente excursión. No creo que a sus tripulantes les importase mucho. Tampoco a nosotros, que las máquinas del crucero ya nos habían hecho una gracia cuando la del Repulse. Cierto que el Trieste era su gemelo, pero debía estar mejor hecho —al Trento lo debían haber terminado un lunes—, o mejor conservado, o lo que fuese. El caso era que las máquinas del Trieste funcionaban cuando tenían que hacerlo, que no era poco. De paso, que el Trento se quedase en el garaje hasta nos venía bien. El último informe de radio macuto decía que más de un transalpino pretendía recibir el mando de la escuadra ya que para eso ponían dos cruceros pesados. Ahora que tenían solo uno ganábamos los de casa. Estaban los gabachos con sus tres modernos cruceros, pero venían de oyentes y no protestaban. También había hecho acto de presencia una división alemana más que aparente, con cuatro destructores pesados con autonomía razonable y con cañones del quince tan potentes como los del Galicia. Mejor, que sin destructores uno se sentía con el pompis al aire. No eran los únicos de ese tipo en Vigo. Estaban los cuatro Churrucas que nos habían acompañado desde Gibraltar: el que daba nombre a la clase, el Císcar, el Galiano y el Lepanto. Ese mismo día se sumó el Díaz, al que le habían compuesto la proa después del besito que le había propinado a un submarino britano.
Seis cruceros y nueve destructores era una escuadra más que respetable y no parecía probable que el mando nos reservase para las regatas. Efectivamente, el almirante Moreno, aunque aficionado a los deportes náuticos, en esos días se decantaba más por la caza del convoy. No se cumplía el cuarto día de nuestra estancia en la bella ría gallega cuando aproamos al profundo canal del sur que de la ría sale al Atlántico. Cuatro bous nos precedieron batiendo las aguas con sus hidrófonos. El destructor alemán Z27 abría la marcha: siendo uno de los barcos alemanes más modernos, incorporaba un radiotelémetro —retemé en el argot de a bordo— tan potente como el nuestro. Tampoco era tontería que ya no fuésemos los únicos ojos de la escuadra.
Estando todos juntitos nos hicimos a la mar con la intención, confirmada por el comandante Don Pedro Nieto, de plantarnos en el Atlántico Norte para hacerles carantoñas a los convoyes británicos. Muy ordenaditos salimos con el dispositivo que más o menos empleábamos siempre: nosotros en la cabeza para ejercer de serviolas con nuestro flamante radiotelémetro. Detrás, el Canarias enarbolando el estandarte del almirante Don Francisco Regalado, y en su estela, el crucero pesado transalpino Trieste. Después, la división francesa del almirante Bourragué, con el Gloire, el Galissonière y el Vienne. Por si las moscas, destructores a ambas bandas, y al frente el Z27 que también llevaba chivato electrónico. Abría paso a la formación el flamante cañonero Luarca, un barquito recién salido de los astilleros Echevarrieta que me pareció un compendio de utilidad y economía. Hasta era bonito con su airosa torre de mando y la chimenea de moderno aspecto. El Luarca tenía que guiarnos entre los campos de minas que se estaban tendiendo para impedir visitas de los de la Jolly Roger. Por desgracia el minado aun no se había completado.
La escuadra embocó el canal sur. No sé si he dicho que la magnífica ría viguesa tenía unos encantadores centinelas, las preciosas islas Cíes, que tenía pendiente conocer. Esas islas, que aúnan el gris del granito con el verde de sus bosques y el dorado de la arena, actúan como rompeolas impidiendo que a la ría llegue el mar de fondo que por esos lares alegra la vida de los pescadores. Tres canales dejan; meter algo más grande que un yate en el del medio, el Freu Da Porta, era temerario: incluso con mar llana y en la pleamar la quilla pasaría a pocos palmos de las rocas; imagínese con mala mar y los senos de las olas acercándose al fondo, más el viento y las fuertes corrientes habituales. Por no decir que como por allí podría colarse algún submarino, habían plantado unos caramelitos por si amanecía algún simpático; regalos similares se habían sembrado en los estrechos canales que quedaban entre los bajos y piedras que había al norte y al sur de las Cíes.
Quedaban dos grandes pasos más que aptos para la escuadra, aunque no se vaya a pensar que eran como el estrecho de Gibraltar. Para mantener atentos a timoneles y serviolas a sus lados velan piedras más que dispuestas a desventrar cascos. El canal norte tenía un paso franco más que razonable, nada menos que una milla, pero exige virar tanto a la entrada como a la salida del estrecho. Fácil para un crucero capaz de revolverse en una jofaina entre la gran pala de su timón, los cuatro ejes, y sus máquinas con más caballería que el de las botas puestas. Pero hacerlo con una escuadra entera tenía más interés y los escoltas de los flancos tendrían que hacer unas pasadas a las piedras de las que quitan años de vida. Metidos en tal faena, una maniobra brusca podía causar tal lío que para desentrañarlo requeriríamos que nuestros aliados nos enviasen con urgencia unos cuantos batallones de jueces togados.
El canal del sur era un señor paso, el doble de amplio que el norte, aunque también con sus piedrecitas en ambos márgenes para que el personal no se despiste. Además el paso era bastante más directo. Los fondos impedían el minado, es decir, que no encontraríamos presentes dejados por los sumergibles britanos. Claro que no habiendo minas, los que podrían estar por ahí serían los sumergibles.
Habíamos rebasado la Punta Lameda, al pie del Monteferro con sus baterías costeras, y embocábamos el paso entre las islas Serralleiras y la Boeiro, cuando el Z27 alertó de un dudoso contacto al norte. Nuestro retemé no había detectado nada, pero sería porque íbamos más atrás. En ese momento el Císcar, más próximo al supuesto contacto, se pegó una virada que ni una bailarina y empezó a disparar con sus cañones proeles mientras lanzaba bengalas. Era más que obvio lo que estaba pasando, y Don Pedro ni se lo pensó.
—Todo a estribor —ordenó por el tubo—. Avante toda los ejes de babor, atrás toda los de estribor.
Los maquis se esforzaron en sus tenebrosos aposentos mientras el crucero, grado a grado, empezaba a caer hacia el norte. Era una maniobra arriesgada porque nos acercaba hacia los torpedos. Por el contrario, cayendo a babor pondríamos distancia y al ser la velocidad relativa menor, serían más fáciles de esquivar. Aunque tampoco importaría mucho, porque por ahí acabaríamos en los bajos de las Estelas y de las Serralleiras que proporcionarían deliciosas embarrancadas. Así que tocaba aproar a los torpedos, rezar y aguantar. Tras nosotros el Canarias hacía exactamente lo mismo, y también el Trieste, aunque este, más a popa, andaba menos apurado. Bourragé hizo volverse a sus tres cruceros, alejándolos de peligros, mientras que todo lo que flotaba se lanzaba a la caza del temerario sumergible inglés.
Ya mostrábamos la proa hacia el origen de la juerga cuando pasaron a nuestros flancos, rápidos como trenes expresos, dos estelas que un par de minutos después detonaron contra las islas Serralleiras. El Canarias también libro los torpedos por poco, mientras que el Trieste no llegó ni a verlos. Salvados por un pelo, Don Pedro ordenó caer a babor y luego toda máquina para alejarnos de tan peligroso paraje. Mientras el Ciscar lanzaba un rosario de cargas, y poco después lo hacía un gemelo del Luarca, el Ayamonte. Al poco vimos como emergía un submarino britano y su dotación saltaba al agua entre los piques levantados por las ametralladoras. El Ayamonte intentó enviar un trozo de abordaje, pero el inglés, que resultó ser el Unbeaten, se fue definitivamente al fondo, donde esperaría la visita de los buzos que en seguida inspeccionarían los restos.
Con el susto en el cuerpo salimos de la ría. Bourragé se nos incorporó seis horas después, y juntitos de la mano barajamos la costa gallega. Aun hubo que librar otro contacto, que por desgracia estaba suficientemente cerca como para echarnos un ojo, aunque demasiado lejos para que lo liquidase la escolta; el Luarca lo buscó inútilmente toda la noche. Antes de escapar se permitió enviar un mensaje al éter, de suponer que para chivarse a sus patronos de Londres.
Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Despedimos a los cañoneros y patrulleros mientras manteníamos el rumbo oeste suroeste, para despistar, y ya oscurecía cuando la flota puso proa al noroeste, de nuevo con intención de pasar por el sur de Irlanda. Casi era noche cerrada cuando el retemé del Z27 detectó otro contacto pero bastante alejado; además ya en mar abierto teníamos cancha para darle esquinazo. De Vigo salieron un par de cañoneros en su búsqueda —infructuosa, por lo que sé— y nosotros seguimos adentrándonos en aguas que hubiesen debido ser solitarias y que sin embargo encontramos concurridas. Pues apenas empezaba a asomar el disco solar cuando el radiotelémetro localizó un contacto que, para variar, acabó siendo un gran cuatrimotor con escarapelas inglesas. Era de un tipo que cada vez se veía más y que llamaban Halifax, un bicho con ala alta y una deriva doble como la de los Bacalao. El pajarito se mantuvo a distancia, pero los equipos de escucha del Galicia parecían un concierto de pito indicando que el Halifax tenía su propio radiotelémetro, o radar como lo llamaban ellos. Significaba que no podríamos soñar con eludir su vigilancia.
Esperábamos que, como en la salida anterior, los cazas ahuyentasen al molesto moscón, pero no hubo suerte; luego dijeron que un inoportuno chaparrón había dejado impracticables los campos gallegos. Aun así mantuvimos el rumbo que nos debía llevar hacia el Atlántico, confiando en que los Condor que volaban por nuestra proa nos guardasen de todo mal. Durante un día y una noche la escuadra mantuvo el rumbo, pero a media mañana del día siguiente, justo cuando estábamos pensando en dar suelta a parte de nuestros destructores —los Churruca no eran de patas cortas pero tampoco estaban pensados para visitar Terranova— nos llegó desde un avión alemán un aviso electrizante: había detectado una formación inglesa con dos grandes buques que parecía proceder de las Azores y que en lugar de ir directamente hacia la escuadra, demostraba sus malas intenciones aproando a Galicia, intentando cortarnos la retirada. Un par de horas después no solo se confirmó el avistamiento sino que nos anunciaron la identidad de los barcos enemigos. No eran dos sino tres: un acorazado moderno del tipo Jorge quinto, el crucero de batalla Renown —sin confusión posible porque el Canarias ya había finiquitado a su gemelo Repulse—, y un portaaviones del tipo Illustrious. Visto estaba que los ingleses seguían sin fiarse de lo que pudiesen esconder las nubes y los humos, y no se atrevían a enviar acorazados en solitario. Lo malo era que los teníamos a trescientas cincuenta millas y que en pocas horas podrían lanzar contra nosotros a sus aviones torpederos.
No solo sería imposible atacar los convoyes del Atlántico, sino que escapar sin dejarse pelos en la gatera podía tener su gracia, porque los perseguidores eran de los que corrían un rato. Nuestros barcos también, pero los destructores, los famosos galgos de los mares, solo lo eran con las aguas en plan piscina y no con el mar de fondo que suele estilarse por esas latitudes y que precisamente ese día se estilaba. Los barquitos resbalaban por las olas con riesgo de cruzarse y dar la voltereta, algo muy divertido montado en un neumático pero no tanto en un bicho de dos mil toneladas. Hubo que moderar y rezar para que a los ingleses no se les ocurriese dejar de zigzaguear y plantarse en nuestro vecindario de una estrepada. Además los guapitos no estaban en nuestra estela sino a estribor, acortando la distancia con cada milla. Bastaba con poner la carta sobre la mesa y sacar el compás para ver que si bien era difícil que los aviones enemigos nos atacasen antes del ocaso, casi con seguridad nos saludarían el alba. Entonces bastaría con que averiasen a cualquier buque para que tuviese que saborear los pepinos del quince del Renown y los del catorce del Jorgito. Seguro que los britanos se estarían frotando las manos pensando que al día siguiente, por fin, podrían hacer sangre al Canarias.
No era esa la intención de Don Francisco Regalado. El curso que seguían los ingleses les permitiría interceptarnos si intentábamos regresar a Vigo, pero había muchos otros puertos en el Cantábrico. Ya puestos, algunos decían que Brest era la mar de bonito y a cubierto de los torpederos. No era mala maniobra, porque la escuadra inglesa estaba muy bien posicionada para interceptar nuestra derrota a Vigo, pero mucho menos si íbamos hacia Bretaña, pues al verse obligados a dar un resguardo a nuestra costa gallega —que nosotros también teníamos aviones— tendrían mucho más difícil alcanzarnos. Lo malo era que el Halifax nos siguió y era de suponer que transmitiese la nueva al Almirantazgo. También era de prever que alistarían todo lo que volase o flotase para lanzarlo contra nosotros, pero buenos iban. Nosotros mantuvimos el rumbo hasta que empezó a oscurecer y el Halifax de las narices tuvo que hacer mutis. Entonces Don Francisco hizo otra jugada al ordenar caer al suroeste. Según los Cóndor, los britanos no se enteraron del regate hasta medio día, cuando ya estábamos acercándonos a Santander, ciudad que debió ser bonita pero que un maldito incendio había arrasado apenas hacía unos meses. Iba a conocer su maravillosa bahía con más detenimiento del que hubiese deseado.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
La bahía de Santander no me traía buenos recuerdos, pues la última vez que había estado cerca tuve que saltar al destructor Velasco desde el «abuelo» digo el acorazado España, que se iba a pique tras comerse una mina. Pocas ganas me dieron de apreciar el paisaje y tanto daba, porque la costa estuvo cerrada por una niebla de las de no verse la punta de la nariz. Sin embargo un compañero me había recomendado visitar el lugar: un pedazo terso de mar entre colinas verdes, con una preciosa ciudad que se miraba en ella. Ahora la ciudad no debía ser sino un montón de ruinas ennegrecidas, y como el tiempo no estaba muy católico, de las colinas tampoco esperábamos ver mucho. Además, para disfrutar de ese pedazo terso de mar primero teníamos que llegar, que tenía su miga.
La entrada a la bahía era bastante estrecha. Entre el Cabo Mayor y la isla de Santa Marina, todo acantilados, se formaba un embudo que cerraba el arenal del Puntal, que bloquea casi por completo la entrada a la bahía. Guardando el canal de entrada estaba el islote de Mouro con su faro. Faro que, como todos los de la costa, ahora solo servía de adorno pues durante la guerra estaba apagado. Al acercarse al islote era necesario virar para dejarlo a estribor y así embocar el estrecho paso que quedaba entre el Puntal y la península de la Magdalena con sus piedras. Apenas tres cables de los que solo el centro permitía el paso franco durante la marea alta y sin muchas alegrías. Entonces se entraba en el puerto, amplio y bien protegido de los vientos del norte y del o este, o se podía amarrar en el amplio estuario. Aunque no convenía olvidar las «suradas», deliciosa característica meteorológica del lugar que consistía en tormentas de viento del sur con rachas que podían superar los cien nudos y que lanzaban los barcos contra la costa. Buenas anclas y buenas cadenas se necesitaban para resistir, aunque al menos el fondo, de fango y arena, permitía que las uñas de las áncoras agarrasen bien. Pero la bahía aun estaba lejos y lo que ahora nos importaba era que con tan estrecho paso había que entrar en fila india y despacito so pena de escoger entre piedra o arenal.
Ir en columna tampoco me disgustaba recordando la mala experiencia del España, ya que significaba que de haber minas se las encontrarían los chicos de los destructores que pasarían primero. Allá ellos si tenían que apechugar, que bastante tenían con la envidia que me daban los de esos preciosos barquitos que más parecían coches de carreras. Así que nos fuimos organizando, delante el Z27, seguido de los demás destructores alemanes y luego nosotros, que íbamos con el retemé a todo trapo, que cualquiera se fía de la fauna marina que pudiera haber en los aproches de los puertos. Detrás del Galicia iban el Canarias, el Trieste, y luego Bourragé con sus tres cruceros. Los demás destructores tenían que esperar turno para entrar al final y se mantenían al pairo mientras los íbamos rebasando. Esa mañana yo estaba en el puente alto, comunicando al comandante las observaciones del retemé.
Estábamos sobrepasando al Díaz cuando una nube de humo negro salió por su chimenea y el barco pareció saltar en el agua: con buen criterio debían llevar bastante presión en las calderas y habían dado paso al vapor a las turbinas. El destructor empezó a moverse mientras hacía señales como loco. No hacía falta que nos explicasen su significado: torpedos.
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El Galicia también notó el empujón del vapor y aun teniendo más caballería, desplazaba mucho más y la inercia es la inercia. El comandante ordenó caer a babor, pero a pesar de los juegos con hélices y timones el barco viraba mucho más despacio de lo que quisiéramos. En eso se levantó del costado del Díaz una alta columna de agua, y al momento otra más. El barco se estremeció, empezó a echar vapor —pobres fogoneros— y humo por todas partes, y se dio la vuelta en tan poco tiempo que no pudieron ni echar las balsas. Pero no lo vi porque para entonces nosotros teníamos otra ocupación más inmediata.
—¡Torpedos a estribor! —gritó un serviola.
Yo mismo pude ver las estelas: nada menos que cuatro. Más otras dos hacia el Canarias, que se movía por nuestra popa. El gran crucero tuvo tiempo de mostrarles la popa y gobernarlos. Nosotros lo teníamos más difícil pero el Galicia era más ágil y con suerte lo lograríamos. Vi como por lo menos dos de los peces mecánicos iban a fallar, pero entonces sentí un tremendo golpe, como si un gigante hubiese dado un martillazo justo bajo la cubierta. La conmoción me lanzó al aire y caí como pude, con la suerte de no dejarme ningún hueso; no pudo decir lo mismo Don Pedro Nieto que debía estar apoyado mal y la sacudida le rompió los dos tobillos; aun hubo desgraciados que salieron peor parados. Estaba caído en el puente alto cuando un segundo mazazo, menos fuerte, sacudió al crucero. Me levanté como pude pero al ver al comandante caído me acerqué hacia él.
—Teniente —me dijo Don Pedro desde el suelo —¿Puede apreciar los daños? —a pesar del dolor lo que le preocupaba era el barco.
Me acerqué a la borda y al apoyarme me corté la mano: un pedazo de metralla había rebanado el pasamanos dejándolo como una hoja de afeitar. Sin embargo viendo el final del Díaz, del que apenas asomaba la quilla, ni me enteré. Nuestro pobre barco también estaba para el arrastre. El vapor escapaba por las chimeneas pitando como un chifle gigante. A pocos metros detrás del puente, tras la primera chimenea, la cubierta tenía una grieta de la que brotaba humo, y a popa salía humo marrón por las escotillas. El montaje del quince apuntaba a estribor y tenía los tubos caídos, ominoso síntoma de lo que hubiera podido pasar en las entrañas. Se lo comuniqué al comandante.
—Ayúdeme a levantarme, Don Víctor, que tirado poco puedo hacer.
Entre un señalero y yo lo incorporamos y dejamos que se apoyase en el pasamanos. Debía sufrir tremendos colores pero era el comandante. Miró hacia un lado y entendí lo que quería: los tubos acústicos. Pero de poco servían, pues de varios salía humo y los otros debían estar aplastados. Se necesitarían mensajeros. El comandante, reconociendo que no podría moverse, encomendó al segundo que dispusiese el control de los daños. Yo estaba un tanto conmocionado y me quedé junto a Don Pedro, hasta se dio cuenta de que estaba allí y me dirigió la palabra.
—Teniente, si no tiene nada mejor que hacer siga al segundo y vea lo que ha pasado en las salas de máquinas.
—A sus órdenes —grité y bajé corriendo. Una vez en la cubierta principal fui hacia una escotilla que estaba abierta. Salían hombres escaldados, con la piel que les caía a tiras. Me crucé con ellos —primero el barco, luego los heridos— y me introduje en el interior. Era un pandemónium. El torpedo había debido estallar bajo la quilla y había reventado la sala de calderas de proa. Las calderas habían saltado antes de romperse y difundir su mortal vapor por toda la sala; lo único que tal horror había tenido de bueno era que había apagado cualquier llama. No había electricidad y lo poco que se veía era con los rayos de las linternas y por la poca luz que entraba por la escotilla. Partes de las calderas, tuberías retorcidas que aun escupían vapor, pasarelas derribadas y planchas caídas formaban un laberinto de metal. No había fuego, no solo por el vapor, sino porque uno de los maquis, con la piel de las manos saliéndose como guantes, había cortado la llave de paso del fuel y seguramente había salvado al barco. Al menos de momento, ya que el nivel del agua subía por momentos.
—Víctor —me volví y vi al capitán de fragata Don Eduardo Cisneros, el segundo—. Voy a popa que parece que hay un fuego importante. Usted quédese aquí. Esta sala está perdida pero vigile la integridad de los mamparos.
Ordené a cuatro hombres que me siguiesen, subí a cubierta y bajé al compartimento inmediatamente a proa. Como bien temía el capitán Cisneros, la explosión también lo había afectado y por varias grietas entraban chorros de agua. Peor aun, en la parte más baja el mamparo se estaba combando. Si se rompía no solo anegaría el compartimento y comprometería al buque, sino que nosotros podríamos darnos por aviados, que de ahí no saldría ni el gato. De tratarse de una unidad mercante lo correcto hubiese sido hacer mutis y pedir plaza en algún bote, pero en la Armada se esperaba algo más de dedicación. De todas maneras hablo a posteriori porque en el momento ni nos lo pensamos: había que apuntalar. Porque en un buque de guerra, aunque siendo de acero, se guardan maderos y tablones para reforzar aquello que lo necesite. Trabajamos contra reloj, colocando puntales y tapando las grietas con cuñas, mientras mirábamos de reojo a la plancha que no terminaba de decidir si se rompía o no. Ese día me sonrió la suerte y al final aguantó. Aunque tal vez, en lugar de fortuna, era el de los siete dedos que debió pensar que no me quería con él, que le servía mejor yendo de barco en barco para organizar naufragios. Poco a poco la inundación quedó contenida. Dejé a un cabo para que la vigilase y volví al puente. Allí estaba el capitán Cisneros informando al comandante.
—Don Pedro, el barco aguanta pero por las justas. La sala de calderas de proa está deshecha y la de turbinas se está inundando. Las de popa aguantan pero han saltado los seguros y se han quedado sin vapor. He ordenado que enciendan un calderín para que tengamos electricidad, pero no sé si se conseguirá antes que esa sala también se anegue.
—Inténtelo, Don Eduardo —respondió. Sin las bombas no vamos a tener nada que hacer ¿Y el torpedo de popa?
—En el peor sitio. La deflagración ha alcanzado al pañol de municiones pero la misma brecha lo ha inundado y no ha saltado.
—Ya lo suponía o a estas horas estaríamos con los peces. Pero dice que el impacto es malo.
—Así es, mi comandante. El torpedo ha estallado en las hélices de estribor y las ha deshecho. Los túneles de las hélices están abiertos al mar y está entrando agua en la sala de turbinas de popa. Lo único que parece que funciona es el timón. El servo está dañado pero aun puede gobernarse manualmente.
Entendí lo que decía el segundo. El Galicia estaba listo. Con las salas de calderas y de turbinas de proa inundadas, y la de popa llenándose, no nos quedaba mucho tiempo a flote. Al menos nos manteníamos adrizados, aunque con cierto asiento a popa, y no era necesario contrainundar.
—¿Cuánto tiempo nos queda?
—Dependerá de si conseguimos hacer que funcionen las bombas, mi comandante. Con ellas aguantaremos bastante. Sin ellas, apenas una hora, dos a lo sumo.
Don Pedro Nieto meditó un momento antes de ordenar—: No nos vamos a dar por perdidos. Santander está cerca y podremos llegar. Don Eduardo, ordene que la dotación suba a la cubierta. Solo quiero por debajo a los trozos de reparaciones y a los que trabajan en el calderín o en el timón. Don León —dijo dirigiéndose al tercer oficial, que también había llegado—, vamos a necesitar un remolque. Don Víctor, a usted lo necesitaré aquí.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
El oficio de la Armada son los imprevistos y para evitar que se conviertan en catástrofes hay que ensayar una y otra vez para que el cuerpo responda aunque la mente no. Al citar la palabra remolque todo el mundo supo lo que hacer. Los cruceros se habían dado la vuelta, pero el Churruca se nos acercaba a ver si necesitábamos ayuda o, en el peor de los casos, para rescatar a la dotación. Echándole un par de narices, que no se olvide que había un submarino cerca repleto de torpedos. Aunque el Galiano y el Lepanto le estaban dando caza, el britano podría volver para rematar la faena.
El capitán de corbeta Don León Astigarriaga, que con ese apellido era, obviamente, cañaílla hasta la médula, tomó la bocina y profiriendo unos alaridos que debieron escucharse en Londres indicó al comandante del Churruca nuestra situación. Desde el destructor lanzaron un cabo guía y un grupo de marineros empezó a tirar, pasando primero un cabo más grueso y luego otro aun más resistente que amarraron al combés. Con un marinero a su lado, equipado con un hacha por lo que pudiera pasar. Los cuarenta y pico mil caballos del destructor empezaron a tirar y poco a poco el Galicia empezó a moverse. A popa el segundo había conseguido hacer una reparación de fortuna y el timón respondía, permitiendo que, renqueando, el Galicia pudiese seguir al destructor. Una satisfacción fue notar las vibraciones que significaban que las bombas se habían puesto en marcha: aun teníamos alguna oportunidad. Yarda a yarda, cable a cable, nos acercamos a la isla de Mouro, ya con el arenal a babor. Yo lo miraba deseando que hubiese servido para resguardar al barco, pero estaba abierto a las galernas del norte. Teníamos que entrar en la bahía para conseguir la salvación. El calado aumentaba y, por lo que pudiera pasar, Don Pedro ordenó al timón —con un mensajero— que nos acercásemos a tierra, que no era cuestión de hundirnos en medio del canal. Sobrepasamos la punta y ya me imaginaba en el muelle cuando noté un estremecimiento que no me gustó ni un pelo. Para confirmar mi presentimiento, llegó corriendo el cabo que había dejado vigilando.
—Mi comandante, el mamparo está fallando.
—Don Víctor —ordenó— acérquese a ver qué pasa.
Salté más que bajé por la escala y entré en el compartimento. Como volvía a haber luz eléctrica no tuve que acercarme para ver como los puntales se estaban agrietando: al moverse el crucero el agua entraba a raudales por la brecha abierta por el torpedo, y la presión en aumento estaba hundiendo el ya debilitado mamparo. Salí pitando —cuando se cediese el lugar se convertiría en ratonera— y estaba llegando a la cubierta cuando escuché como uno de los puntales se partía con un estallido como de petardo.
—Mi comandante —dije entre resuellos— el mamparo ha cedido.
Sabíamos lo que significaba. En el estado del crucero, un compartimento inundado más significaba el final. Ya solo quedaba escoger el mejor lugar para hundirse. Pero aun quedaba una opción.
—Señalero, indique al Churruca que nos lleve hacia Pedreña.
Pedreña, situado enfrente de Santander, era una aldea de pescadores. Tenía un nimio canal que serpenteaba dando paso a los barcos de pesca, pero quedaba claro que la intención del comandante era otra. El Churruca aumentó la potencia aun a riesgo de romper el remolque, y el Galicia fue virando, situándose por babor del destructor. Cuando el comandante juzgó que ya tenía suficiente arrancada dio un avisó al Churruca y ordenó cortar el remolque. La arrancada que tenía el crucero le permitió seguir virando hacia el puntal, hasta que notamos como la quilla rozaba el fondo. Entonces se dio todo el timón a la banda para que la popa derivase y quedase el barco paralelo a la costa. Por fin el Galicia quedó apoyado en un lecho de arena y barro.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
De Globalpedia, la Enciclopedia Total.
Patrulleros antisubmarinos clase Urgull
La clase de patrulleros Urgull fue construida para la Armada Española durante la primera fase de la Guerra de Supremacía para para la vigilancia costera y la lucha antisubmarina. Llevaron nombre de colinas y sierras próximas al mar.
Historia
El pobre papel que durante la Guerra de Supremacía estaban teniendo los bous, que eran pesqueros civiles militarizados, llevó al diseño de los cañoneros antisubmarinos (llamados posteriormente corbetas) de la clase Noya. Sin embargo, eran demasiado caros y no se podían construir al ritmo preciso para cumplir todas las necesidades, además que las misiones de vigilancia no requerían barcos de tanto porte. La Armada deseaba patrulleros rápidos, similares a los Guardacostas «Tipo 20» que se habían construido poco antes de la Guerra Civil para México en la factoría Euskalduna de Bilbao. Los «Tipo 20» eran naves de pequeñas dimensiones (apenas 180 toneladas) pero veloces y con pesado armamento. La Armada consideraba que precisaba unidades similares para protegerlas costas y solicitó cuarenta. Pero consideraciones tanto militares como económicas hicieron que el proyecto fuese abandonado. Por una parte, los barcos mexicanos eran guardacostas con armamento artillero y sin medios de lucha antisubmarina, que era dudoso que se pudiesen instalar en buques pequeños que ya estaban sobrecargados; más adelante supimos que México, siempre a remolque de Estados Unidos, acabó haciéndolo y logró un buen quebradero de cabeza al quedar afectada la estabilidad. Por otra, el Ministerio de Industria, Comercio y Armamentos, que cada vez tomaba mayor papel en las decisiones referentes al equipamiento militar, señaló que esas unidades precisaban astilleros especializados que ya estaban ocupados con los Noya, y recomendó que se escogiese un diseño menos ambicioso.
La solución más sencilla y rápida era que se construyesen patrulleros basados en los pesqueros de altura, pues al ser un tipo de barco muy conocido las demoras serían mínimas y no se correrían riesgos tecnológicos. Aunque serían barcos parecidos a los bous, al formar una serie homogénea su mantenimiento sería más sencillo; las desventuras padecidas por los bous se debían a su empleo en mar abierto, misión que no se pensaba encomendar a las nuevas construcciones. Tras estudiar varios proyectos, se escogió uno propuesto por los astilleros Santodomingo de Gijón. Se trataba de un pequeño barco de solo 219 toneladas de desplazamiento, con casco de madera y propulsado por un motor diésel. Hubo ciertas diferencias entre las diferentes unidades, debidas a los astilleros de procedencia —que empleaban plantillas con pequeños cambios— y sobre todo por la motorización, pues en lugar del diésel y según la disponibilidad acabaron llevaron todo tipo de máquinas. El armamento, inicialmente, procedía de los almacenes o era el desembarcado de los bous, y solía consistir en un varadero para cargas de profundidad, un cañón de 10,2 cm y varias ametralladoras. Con todo, el cañón, además de ser excesivamente pesado, se acabó considerando innecesario, siendo sustituido por un cañón automático ligero y ametralladoras antiaéreas adicionales. A partir de 1943 el varadero fue sustituido en muchas unidades por un lanzacohetes antisubmarino. Los Urgull disponían de hidrófono y de sonotelémetro de casco pero no llevaban radiotelémetro.
Su sencillez hizo que fuesen producidos en gran número, no solo en astilleros costeros, sino también en algunos interiores. Mayores dificultades se encontraron con los motores, y por ello algunas unidades los llevaron de gasolina o de automoción (cuatro motores de camión acoplados, como en el Volcán de Coronas) que no dieron buen resultado y tuvieron que ser sustituidos en cuanto fue posible. El principal problema fue la disponibilidad de madera curada. Para algunos se emplearon maderas de calidad deficiente que fueron atacadas por insectos y por la broma, obligando a darlos de baja en poco tiempo. Aunque se importó madera de Francia, las últimas unidades (la subclase Tibidabo) llevaron casco de acero.
Los patrulleros Urgull, que empleaban el casco de los pesqueros del tormentoso Cantábrico, eran bastante marineros, sobre todo cuando se disminuyó el armamento, aunque su velocidad y autonomía limitadas les impedía operar en mar abierto. Fueron tripulados por reservistas y rindieron un meritorio servicio complementando a los Noya en el Estrecho de Gibraltar y en la vigilancia de puertos y ensenadas. El Sierra de Aitana (perteneciente a la segunda serie, con casco de acero) se anotó un gran éxito al hundir al submarino norteamericano Finback en la bocana de la ría de Vigo. Mientras que las unidades con casco de acero resultaron más durables, las que lo tenían de madera se revelaron muy útiles en la lucha contra minas. A medida que entraban en servicio unidades de mayor porte, los Urgull y los Tibidabo fueron relegados a misiones secundarias, como la lucha contra minas, la vigilancia costera o la defensa de puertos.
Al finalizar la guerra la Armada solo conservó algunos barcos de la subclase Tibidabo, que operaron como patrulleros hasta los años sesenta. De los dados de baja, los que estaban en peor estado fueron desguazados, y se transformó en pesqueros al resto. El Monte del Toro, que fue utilizado como pesquero de arrastre con base en Málaga, fue restaurado a su estado original y se conserva como monumento en el Arsenal de Cartagena.
Características (Monte del Toro)
Longitud: 32 m (en la flotación).
Manga: 5,7 m.
Calado: 1,95 m.
Desplazamiento: 211 Tn (a plena carga).
Propulsión: 1 motor diésel MAN, 400 HP, una hélice.
Velocidad: 11,5 nudos.
Autonomía: 1.000 millas náuticas a 12 nudos.
Dotación: 29 hombres.
Armamento: 1 cañón de 10,2 cm, dos cañones de 2 cm. Un varadero de cargas de profundidad con 20 cargas (1941). Dos cañones de 2 cm, dos ametralladoras y un lanzacohetes antisubmarino (1944).
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Crisis. El Visitante, tercera parte
La guerra había cambiado a Berlín. Las familias pudientes, las que tenían medios y propiedades, habían decidido que los aires campestres resultaban mucho mejores para la salud que los humos de la capital. Desde luego, como eran alemanes valientes no pesaba en su decisión el temor a las bombas británicas. Pero por cada familia que salía a visitar a sus allegados del campo, llegaban cincuenta trabajadores de todos los confines del Reich para trabajar en las industrias de guerra. Ni siquiera las medidas del ahora canciller Speer, que había prohibido el servicio doméstico y reclutado a las mujeres jóvenes como mano de obra, bastaban para cubrir las ingentes necesidades bélicas. Miles y miles de trabajadores acudían desde todos los rincones de Europa atraídos por las promesas de buenos sueldos en moneda fuerte. Esos miles luego buscaban aposento en unos barrios en los que ya no cabía ni un alfiler.
Sin embargo, la guerra también había dejado otros huecos. Los de tantos hombres que habían partido para tierras lejanas, muchos para no volver. Demasiadas esposas necesitadas, unas de dinero, otras de cariño, abrían sus puertas a los recién llegados. A Savely, ahora Fricis, le bastó con leer los carteles en los portales para hallar alojamiento en el apartamento de una viuda cuyo marido había perecido en Mesopotamia. Antes de admitirle, Annelie revisó la cédula de Fricis, su permiso de estancia, y su cartilla de racionamiento. Sobre todo, estudió minuciosamente el puñado de marcos que le dio el inquilino antes de abrirle la puerta.
El departamento era tan malo como Savely esperaba. Un piso minúsculo en una casa vieja de estructura de madera que retemblaba con los pasos. Solo tenía dos dependencias, una cocina astrosa y un rudimentario retrete. Las ventanas dejaban entrar corrientes de aire gélidas, y los desconchones de las paredes eran señal de desidia y de pobreza. A Savely le gustó: aunque había recibido dinero de sobra, no venía a buscar comodidad sino discreción, y un trabajador letón levantaría sospechas si se atrevía a vivir en algo mejor que un tugurio. Quedaron con las condiciones: cama, desayuno y algo para cenar, aunque Annelie necesitaría su cartilla de racionamiento. Savely aceptó y le entregó unos manoseados billetes. La mujer cogió los billetes rozando como por casualidad la mano del agente. Savely sonrió: su casera, aunque rolliza, tenía un buen ver, y se notaba que la desconsolada viuda tenía ganas de hombre.
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Capítulo 21
A quién le dices tu secreto le vendes tu libertad.
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Gerard sentía en sus huesos que el juego estaba cambiando. Hasta el momento lo había dominado, pero ahora una pieza se movía sin control ¿Sería un peón o una reina?
Hasta el momento Johan y Joachim habían sido muy escrupulosos con sus contactos. Johan más que el imprudente de Joachim, pero parecía que los dos entendían las reglas del juego, entre las que estaban que el maestro de espías defiende a sus agentes hasta el final. Repentinamente Joachim había salido y tras intentar esquivar a sus seguidores con los intentos torpes de siempre —sin tener en cuenta que la mitad de los policías de Berlín ya conocían de memoria sus facciones— había dejado un mensaje en el buzón de Jenner en el que le indicaba que al día siguiente le entregaría un sobre. Hasta ahí, todo normal; un tanto arriesgado, pero el sistema de dejar los envíos en las cisternas de los baños de tugurios tenía sus limitaciones. Materiales delicados era mejor entregarlos si no en mano, sí de forma que sufriesen lo menos posible. Pero esta vez Joachim no se había limitado a pasarle algo a Jenner —que obedientemente lo hubiese llevado a la Central para su inspección— sino que le había ordenado entregar el envío a un hombre alto en la Hauptbahnhof, al que reconocería porque estaría en una cola ajustándose la gorra. Jenner solo tenía tiempo para llegar a la estación sin poder tomar precauciones, y hacerse el encontradizo con el hombre alto que allí le esperaría.
Joachim tenía que saber que estaba poniendo a Jenner en una situación muy peligrosa, pero había preferido correr el riesgo de perder a su agente con esa maniobra. Les había salido bien: no habían tenido tiempo de desplegar más efectivos, y la descripción que Jenner había hecho del hombre al que había entregado el paquete no podía ser más sucinta: un hombre alto y delgado de aspecto nórdico, como si hubiese pocos así en Berlín. Tampoco había podido acceder a los documentos, pero ya los imaginaba: cédulas de identidad, cartillas de racionamiento, pases, tan reales como si acabasen de salir de la oficina del Reich.
Apenas habían pasado un par de horas cuando le alertaron de otra salida de Joachim. Esta vez no había citado a nadie, sino que se dirigió casi directamente a una papelera junto a la que dejó un paquete, dejando caer también restos de una fruta al suelo. Gerard imaginaba las miradas de desaprobación que habría recibido el incívico. Al Director le importaba muy poco la educación del agente ruso, pero le inquietaban esas salidas a toda velocidad que no daban tiempo a montar operaciones. Había pasado lo mismo que en la estación: Al momento de irse Joachim llegó alguien, un hombre alto y delgado, que había manipulado la papelera mientras recogía el paquete, para luego perderse en el Metro con una maniobra que Gerard hubiese admirado. Por lo que había relatado el frustrado policía que había intentado seguirle, el hombre alto había hecho la pantomima de cambiar de vagón con un aplomo que hubiese levantado una tempestad de aplausos en un teatro, de natural que fue su gesto de indecisión.
A Gerard le había sorprendido que Joachim hubiese preparado dos citas tan cercanas en el tiempo ¿Qué contendría el paquete que no lo había podido entregar Jenner? Tal vez en el primer encuentro simplemente le había dado una nota con el lugar de la siguiente cita. Tampoco era demasiado importante; lo que alarmaba al Director era que un agente soviético se moviese libremente por las calles berlinesas. Un agente de gran importancia, a juzgar por la frialdad con la que Joachim había sacrificado a Jenner. Pero lo más preocupante era la posibilidad de que el Alto revelase el pastel. Que llegase a descubrir que el espionaje soviético en Alemania había sido infiltrado tan profundamente que casi nada se movía sin el conocimiento del Director. Ni del general Schellenberg.
A quién le dices tu secreto le vendes tu libertad.
James Howell
Gerard sentía en sus huesos que el juego estaba cambiando. Hasta el momento lo había dominado, pero ahora una pieza se movía sin control ¿Sería un peón o una reina?
Hasta el momento Johan y Joachim habían sido muy escrupulosos con sus contactos. Johan más que el imprudente de Joachim, pero parecía que los dos entendían las reglas del juego, entre las que estaban que el maestro de espías defiende a sus agentes hasta el final. Repentinamente Joachim había salido y tras intentar esquivar a sus seguidores con los intentos torpes de siempre —sin tener en cuenta que la mitad de los policías de Berlín ya conocían de memoria sus facciones— había dejado un mensaje en el buzón de Jenner en el que le indicaba que al día siguiente le entregaría un sobre. Hasta ahí, todo normal; un tanto arriesgado, pero el sistema de dejar los envíos en las cisternas de los baños de tugurios tenía sus limitaciones. Materiales delicados era mejor entregarlos si no en mano, sí de forma que sufriesen lo menos posible. Pero esta vez Joachim no se había limitado a pasarle algo a Jenner —que obedientemente lo hubiese llevado a la Central para su inspección— sino que le había ordenado entregar el envío a un hombre alto en la Hauptbahnhof, al que reconocería porque estaría en una cola ajustándose la gorra. Jenner solo tenía tiempo para llegar a la estación sin poder tomar precauciones, y hacerse el encontradizo con el hombre alto que allí le esperaría.
Joachim tenía que saber que estaba poniendo a Jenner en una situación muy peligrosa, pero había preferido correr el riesgo de perder a su agente con esa maniobra. Les había salido bien: no habían tenido tiempo de desplegar más efectivos, y la descripción que Jenner había hecho del hombre al que había entregado el paquete no podía ser más sucinta: un hombre alto y delgado de aspecto nórdico, como si hubiese pocos así en Berlín. Tampoco había podido acceder a los documentos, pero ya los imaginaba: cédulas de identidad, cartillas de racionamiento, pases, tan reales como si acabasen de salir de la oficina del Reich.
Apenas habían pasado un par de horas cuando le alertaron de otra salida de Joachim. Esta vez no había citado a nadie, sino que se dirigió casi directamente a una papelera junto a la que dejó un paquete, dejando caer también restos de una fruta al suelo. Gerard imaginaba las miradas de desaprobación que habría recibido el incívico. Al Director le importaba muy poco la educación del agente ruso, pero le inquietaban esas salidas a toda velocidad que no daban tiempo a montar operaciones. Había pasado lo mismo que en la estación: Al momento de irse Joachim llegó alguien, un hombre alto y delgado, que había manipulado la papelera mientras recogía el paquete, para luego perderse en el Metro con una maniobra que Gerard hubiese admirado. Por lo que había relatado el frustrado policía que había intentado seguirle, el hombre alto había hecho la pantomima de cambiar de vagón con un aplomo que hubiese levantado una tempestad de aplausos en un teatro, de natural que fue su gesto de indecisión.
A Gerard le había sorprendido que Joachim hubiese preparado dos citas tan cercanas en el tiempo ¿Qué contendría el paquete que no lo había podido entregar Jenner? Tal vez en el primer encuentro simplemente le había dado una nota con el lugar de la siguiente cita. Tampoco era demasiado importante; lo que alarmaba al Director era que un agente soviético se moviese libremente por las calles berlinesas. Un agente de gran importancia, a juzgar por la frialdad con la que Joachim había sacrificado a Jenner. Pero lo más preocupante era la posibilidad de que el Alto revelase el pastel. Que llegase a descubrir que el espionaje soviético en Alemania había sido infiltrado tan profundamente que casi nada se movía sin el conocimiento del Director. Ni del general Schellenberg.
Tu regere imperio fluctus Hispane memento
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