Un soldado de cuatro siglos
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Un soldado de cuatro siglos
Arnhem, 12 de junio de 1643
Vixconti salió a caballo para recorrer la ciudad ocupada por sus fuerzas que ahora se encontraba bajo su mando. No tardó en llegar a las viejas murallas, en las que cientos de hombres trabajaban a destajo desmontando, piedra a piedra las fortificaciones.
—Estamos desperdiciando buenas murallas mi brigadier. —comentó el coronel de caballería Carlo al recién ascendido a brigadier Luis de Vixconti.
—Son órdenes del capitán general. —respondió Vixconti. —Quiere dejar todas estas ciudades indefensas para evitar las resistencias a ultranza que han sido vistas en años anteriores.
—Pero seremos nosotros los que no podremos defender la ciudad que ahora permanece en nuestro poder.
—Tampoco lo intentaremos. Si el enemigo viene sobre nosotros evacuaremos la ciudad, reuniremos un ejército y derrotaremos el ejército en campo abierto para a continuación volver a la ciudad. Se acabaron los largos asedios que agotan a los nuestros y los enferman por igual. A partir de ahora se acabó el desperdiciar miles de hombres en tareas de guarnición, nuestros ejércitos volverán a ser plenamente ofensivos. Si el enemigo nos ataca tendrá que saber que habrá una batalla en campo abierto.
Poco después llegaron al río, donde decenas de hombres trabajaban en cargar las piedras desmontadas de la muralla en grandes gabarras fluviales que debían llevarlas lejos de allí.
—¿Cómo van los trabajos, Luca? —Preguntó Vixconti al sargento mayor de su tercio, la base de tropas de la brigada que mandaba ahora a la que se habían sumado un regimiento de caballería y varios destacamentos de infantería y artillería adicionales.
—Avanzan a un ritmo menor de lo esperado debido a que muchos villanos han preferido pagar la compensación económica en lugar de trabajar en el derribo de las murallas tres días a la semana. —respondió Luca. —Primero el saqueo y luego esto, la ciudad se va a empobrecer mucho.
—Por desgracias eso es inevitable, al menos los villanos que evacuaron la ciudad durante la tregua ya están regresando, esos al menos serán más afortunados. Temo que durante las próximas semanas aumente mucho el número de gentes en los campos, miles y miles de personas que huirán de las ciudades conforme nuestro ejército avance arrasando con todo.
—Esperemos que el general llegue a Róterdam sin contratiempos, hay varias poblaciones fortificadas en el camino y pueden suponer problemas. —comentó Carlo.
—Sí, si todo va bien en unos días debería llegar a aquella ciudad. ¡Lástima no poder estar allí! —comentó Vixconti lamentándose por perder la posibilidad de saquear otra ciudad y aumentar su bolsa. —En fin, lamentarse es inútil, Carlo, quiero que aumente las patrullas de caballería por los alrededores, especialmente hacia el Sur, por si la guarnición de Nimega intenta algo. Compruebe también que las barcazas siguen partiendo hacia el sur con regularidad y que nada interrumpe el desmantelamiento de las murallas.
Vixconti salió a caballo para recorrer la ciudad ocupada por sus fuerzas que ahora se encontraba bajo su mando. No tardó en llegar a las viejas murallas, en las que cientos de hombres trabajaban a destajo desmontando, piedra a piedra las fortificaciones.
—Estamos desperdiciando buenas murallas mi brigadier. —comentó el coronel de caballería Carlo al recién ascendido a brigadier Luis de Vixconti.
—Son órdenes del capitán general. —respondió Vixconti. —Quiere dejar todas estas ciudades indefensas para evitar las resistencias a ultranza que han sido vistas en años anteriores.
—Pero seremos nosotros los que no podremos defender la ciudad que ahora permanece en nuestro poder.
—Tampoco lo intentaremos. Si el enemigo viene sobre nosotros evacuaremos la ciudad, reuniremos un ejército y derrotaremos el ejército en campo abierto para a continuación volver a la ciudad. Se acabaron los largos asedios que agotan a los nuestros y los enferman por igual. A partir de ahora se acabó el desperdiciar miles de hombres en tareas de guarnición, nuestros ejércitos volverán a ser plenamente ofensivos. Si el enemigo nos ataca tendrá que saber que habrá una batalla en campo abierto.
Poco después llegaron al río, donde decenas de hombres trabajaban en cargar las piedras desmontadas de la muralla en grandes gabarras fluviales que debían llevarlas lejos de allí.
—¿Cómo van los trabajos, Luca? —Preguntó Vixconti al sargento mayor de su tercio, la base de tropas de la brigada que mandaba ahora a la que se habían sumado un regimiento de caballería y varios destacamentos de infantería y artillería adicionales.
—Avanzan a un ritmo menor de lo esperado debido a que muchos villanos han preferido pagar la compensación económica en lugar de trabajar en el derribo de las murallas tres días a la semana. —respondió Luca. —Primero el saqueo y luego esto, la ciudad se va a empobrecer mucho.
—Por desgracias eso es inevitable, al menos los villanos que evacuaron la ciudad durante la tregua ya están regresando, esos al menos serán más afortunados. Temo que durante las próximas semanas aumente mucho el número de gentes en los campos, miles y miles de personas que huirán de las ciudades conforme nuestro ejército avance arrasando con todo.
—Esperemos que el general llegue a Róterdam sin contratiempos, hay varias poblaciones fortificadas en el camino y pueden suponer problemas. —comentó Carlo.
—Sí, si todo va bien en unos días debería llegar a aquella ciudad. ¡Lástima no poder estar allí! —comentó Vixconti lamentándose por perder la posibilidad de saquear otra ciudad y aumentar su bolsa. —En fin, lamentarse es inútil, Carlo, quiero que aumente las patrullas de caballería por los alrededores, especialmente hacia el Sur, por si la guarnición de Nimega intenta algo. Compruebe también que las barcazas siguen partiendo hacia el sur con regularidad y que nada interrumpe el desmantelamiento de las murallas.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
- tercioidiaquez
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Un soldado de cuatro siglos
Diego miró a izquierda y derecha. Sus hombres estaban listos. Los soldados del Tercio fijo de Orán habían desarrollado una gran capacidad para moverse por la noche en silencio, sin duda, tantos años enfrentándose a los moros había hecho que se les pegara esa habilidad.
Los soldados comenzaron a descender la colina, poco a poco, sin hacer ruido. Tan solo se oyeron un par de golpes secos cuando los centinelas perdidos fueron degollados y su cuerpo depositado en el suelo muy despacio. Los jefes de pelotón pudieron deducir donde se encontraban los otros dos centinelas según la posición del ya muerto.
Las dagas cumplieron su misión con eficacia.
Minutos después el campamento de los soldados portugueses en las proximidades de Oporto ardía como la yesca. Los 20 soldados retrocedieron, ahora corriendo, colina arriba. Los disparos de los desprevenidos portugueses no encontraron blanco, pues los hacían a las sombras.
Diego sonrió, este era el primero y no sería el último.
Los soldados comenzaron a descender la colina, poco a poco, sin hacer ruido. Tan solo se oyeron un par de golpes secos cuando los centinelas perdidos fueron degollados y su cuerpo depositado en el suelo muy despacio. Los jefes de pelotón pudieron deducir donde se encontraban los otros dos centinelas según la posición del ya muerto.
Las dagas cumplieron su misión con eficacia.
Minutos después el campamento de los soldados portugueses en las proximidades de Oporto ardía como la yesca. Los 20 soldados retrocedieron, ahora corriendo, colina arriba. Los disparos de los desprevenidos portugueses no encontraron blanco, pues los hacían a las sombras.
Diego sonrió, este era el primero y no sería el último.
“…Las piezas de campaña se perdieron; bandera de español ninguna…” Duque de Alba tras la batalla de Heiligerlee.
- tercioidiaquez
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Un soldado de cuatro siglos
La fronterá hispano portuguesa ardía a ambos lados de la raya.
No había grandes batallas, pues no había muchas tropas para ello, pero menudeaban las escaramuzas a las que las propias de la guerra, se añadían las mezquindades de vecinos.
El recién proclamado rey de Portugal, Juan sufría con el padecimiento de sus conciudadanos y también de los españoles. Su carácter religioso le hacía padecer verdadero dolor por una guerra, necesaria, pero cruel.
Pero en las últimas semanas las noticias habían aumentado. Multitud de pequeños ataques, ninguno importante para reseñarse como una batalla, ni siquiera como un combate, pero que proporcionaban un goteo de muertos y heridos, aldeas saqueadas y campos quemados.
Pero las noticias eran raras pues algunos de esos ataques los habían llevado a cabo los propios soldados portugueses. No lo comprendía. Muchas revueltas, bastaba con ver a Cataluña se habían iniciado por los propios soldados, por lo que sus instrucciones habían sido tajantes. No se confiscaría nada a los campesinos. Todo se pagaría. Varias decenas de soldados portugueses habían terminado colgados como muestra de lo que ocurría al que desobedecía sus órdenes.
Por lo tanto, debían ser los españoles. Estaban haciendo creer a su pueblo que sus soldados se aprovechaban de ellos.
Se dirigió a su consejero de la guerra. Le ordenó que enviará mas tropas al norte, para intentar cazar a esos españoles. No podrían quitarlos del ejército que guarnicionaba la frontera en Extremadura, por lo tanto irían de los que quedaban en Lisboa, la única reserva que le quedaba de varios Tercios.
No había grandes batallas, pues no había muchas tropas para ello, pero menudeaban las escaramuzas a las que las propias de la guerra, se añadían las mezquindades de vecinos.
El recién proclamado rey de Portugal, Juan sufría con el padecimiento de sus conciudadanos y también de los españoles. Su carácter religioso le hacía padecer verdadero dolor por una guerra, necesaria, pero cruel.
Pero en las últimas semanas las noticias habían aumentado. Multitud de pequeños ataques, ninguno importante para reseñarse como una batalla, ni siquiera como un combate, pero que proporcionaban un goteo de muertos y heridos, aldeas saqueadas y campos quemados.
Pero las noticias eran raras pues algunos de esos ataques los habían llevado a cabo los propios soldados portugueses. No lo comprendía. Muchas revueltas, bastaba con ver a Cataluña se habían iniciado por los propios soldados, por lo que sus instrucciones habían sido tajantes. No se confiscaría nada a los campesinos. Todo se pagaría. Varias decenas de soldados portugueses habían terminado colgados como muestra de lo que ocurría al que desobedecía sus órdenes.
Por lo tanto, debían ser los españoles. Estaban haciendo creer a su pueblo que sus soldados se aprovechaban de ellos.
Se dirigió a su consejero de la guerra. Le ordenó que enviará mas tropas al norte, para intentar cazar a esos españoles. No podrían quitarlos del ejército que guarnicionaba la frontera en Extremadura, por lo tanto irían de los que quedaban en Lisboa, la única reserva que le quedaba de varios Tercios.
“…Las piezas de campaña se perdieron; bandera de español ninguna…” Duque de Alba tras la batalla de Heiligerlee.
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Un soldado de cuatro siglos
Rotterdam, 3 de julio
Los movimientos del capitán artificiero (alquimista) del regimiento de artillería, mostraban seguridad mientras rellenaba la granada de mortero de nitrato y aceite de roca, antes de cerrarlo con su tapón correspondiente. La cabaña en la que trabajaba estaba alejada del campamento español, casi en el límite del campo fortificado, y había sido rodeada por su propio muro de tierra para reducir los daños en caso de explosión, buena muestra de la peligrosidad de los materiales con los que allí se trabajaba.
Aquellas pesadas granadas de asedio eran preparadas en el propio campo de batalla para ser empleadas solo unas horas más tarde, por los mismos obuses que ahora mismo descansaban tras haber estado disparando durante toda la noche anterior. Eso no significaba que el campo se hubiese quedado en silencio, por supuesto, pues ahora había llegado el turno de abrir fuego a los cañones de bronce, que estaban disparando al máximo de su alcance, más por impedir el descanso y las operaciones de reconstrucción que por causar verdadero daño.
Pedro salió con decisión del polvorín y se dirigió a las trincheras. Al hacerlo pasó junto a las grandes cocinas instaladas junto al río, donde las gabarras de alimentos podían descargar sus cargas con facilidad. La introducción de las cocinas de unidad era todo un cambio con respecto a la costumbre anterior que dictaba que cada escuadra o cuadrilla de hom bres se apañaba como podía en lo referente a su alimentación. Ahora todo dependía mayormente de la intendencia militar, y un grupo de mujeres, principalmente viudas de soldados, habían sido contratadas como cocineras de entre las llamadas seguidoras de campamentos. Eso les procuraba un sustento digno y honroso mientras esperaban a cazar marido de nuevo.
El olor de un guiso de…¿Puerro y patata? Llegó hasta Pedro despertando su apetito. La introducción de la patata parecía haber sido del agrado de los soldados y mejorado su alimentación notablemente, por lo que ciertas enfermedades intestinales y otros problemas relacionados con la nutrición parecían haber desaparecido de los ejércitos españoles. Eso era bueno por dos motivos. El primero era por supuesto que mejoraba el estado físico y la disponibilidad de los propios soldados. El segundo y no menos importante es que junto a las pagas y las posibilidades de saqueo, actuaba como un polo de atracción para los mercenarios que habitualmente campaban por aquellas tierras, y que ahora era más probable que buscasen fortuna bajo las banderas de España que bajo las de sus enemigos.
Poco después llegó a la línea del frente. Mientras observaba las defensas de la ciudad con su catalejo, Pedro pensó que la parte buena es que los holandeses no habían tenido tiempo de inundar los campos para dificultar aún más su labor, la mala, era que la guarnición de la ciudad había sido reforzada y era muy numerosa, lo que le había obligado a demorar el asalto mientras su artillería sometía la ciudad a un castigo adicional…
Los movimientos del capitán artificiero (alquimista) del regimiento de artillería, mostraban seguridad mientras rellenaba la granada de mortero de nitrato y aceite de roca, antes de cerrarlo con su tapón correspondiente. La cabaña en la que trabajaba estaba alejada del campamento español, casi en el límite del campo fortificado, y había sido rodeada por su propio muro de tierra para reducir los daños en caso de explosión, buena muestra de la peligrosidad de los materiales con los que allí se trabajaba.
Aquellas pesadas granadas de asedio eran preparadas en el propio campo de batalla para ser empleadas solo unas horas más tarde, por los mismos obuses que ahora mismo descansaban tras haber estado disparando durante toda la noche anterior. Eso no significaba que el campo se hubiese quedado en silencio, por supuesto, pues ahora había llegado el turno de abrir fuego a los cañones de bronce, que estaban disparando al máximo de su alcance, más por impedir el descanso y las operaciones de reconstrucción que por causar verdadero daño.
Pedro salió con decisión del polvorín y se dirigió a las trincheras. Al hacerlo pasó junto a las grandes cocinas instaladas junto al río, donde las gabarras de alimentos podían descargar sus cargas con facilidad. La introducción de las cocinas de unidad era todo un cambio con respecto a la costumbre anterior que dictaba que cada escuadra o cuadrilla de hom bres se apañaba como podía en lo referente a su alimentación. Ahora todo dependía mayormente de la intendencia militar, y un grupo de mujeres, principalmente viudas de soldados, habían sido contratadas como cocineras de entre las llamadas seguidoras de campamentos. Eso les procuraba un sustento digno y honroso mientras esperaban a cazar marido de nuevo.
El olor de un guiso de…¿Puerro y patata? Llegó hasta Pedro despertando su apetito. La introducción de la patata parecía haber sido del agrado de los soldados y mejorado su alimentación notablemente, por lo que ciertas enfermedades intestinales y otros problemas relacionados con la nutrición parecían haber desaparecido de los ejércitos españoles. Eso era bueno por dos motivos. El primero era por supuesto que mejoraba el estado físico y la disponibilidad de los propios soldados. El segundo y no menos importante es que junto a las pagas y las posibilidades de saqueo, actuaba como un polo de atracción para los mercenarios que habitualmente campaban por aquellas tierras, y que ahora era más probable que buscasen fortuna bajo las banderas de España que bajo las de sus enemigos.
Poco después llegó a la línea del frente. Mientras observaba las defensas de la ciudad con su catalejo, Pedro pensó que la parte buena es que los holandeses no habían tenido tiempo de inundar los campos para dificultar aún más su labor, la mala, era que la guarnición de la ciudad había sido reforzada y era muy numerosa, lo que le había obligado a demorar el asalto mientras su artillería sometía la ciudad a un castigo adicional…
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- reytuerto
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Un soldado de cuatro siglos
Mientras Álvaro se afanaba con sus reclutas, yo recorrí las tierras abonadas por el guano en visita de inspección. Tal como había anticipado la Condesa de Paredes, la cosecha era prodigiosa: allí donde la fanegada antes no llegaba a la tonelada y media, los campos sacados apresuradamente del barbecho y tratados con guano daban sobradamente tres toneladas y media, y en algunos cuatro toneladas castellanas de buen trigo (vamos Pedro! Apura al Maestro Galileo para tener en las Españas un sistema de medidas unificado!). El valle del Guadalquivir fue aún más generoso que las vegas del Tajo. Las misivas que Pedro me enviaba confirmaban que en Valencia y el Ebro el guano también había realizado prodigios. Pedro, siempre sagaz para los negocios, había comprado ya 5 carracas de 250 toneladas para la Compañía Santa Apolonia. Y lo mejor de todo, los pedidos de guano de las islas, a razón de medio escudo la fanegada, me estaban haciendo rico rápidamente (Pedro ya lo era)! Ya debería buscar la oportunidad de ir a ver el Perú en persona.
Acompañe a Don Gonzalo a Barbastro, después de todo, también en sus tierras y en la de los terratenientes que logro persuadir, la cosecha fue igualmente generosa. Las monjitas me recibieron alborozadas, la comunidad había crecido y en la casa parroquial ya residían 12 Jerónimas y tenían multitud de cultivos nuevos con los cuales experimentar. Para comenzar, hice depositaria a Sor Beatriz de los secretos culinarios de la papa peruana: causa limeña (plato que sería “inventado” en Lima durante las guerras de secesión americana, para la “causa” independentista), papas a la huancaína, ocopa, ajiaco, sopa de papas y otros manjares sencillos y suculentos. Pero también había que dar curso al buen maíz de Tarma y del Valle Sagrado que se habían aclimatado a Barbastro. Un choclo tierno, desgranado, con una mantequilla derretida al comino era un buen comienzo, y unas cachapas venezolanas, de maíz igualmente tierno molido, con un punto de sal, azúcar y leche, hecho a la plancha o a la sartén, con un queso fresco de Burgos era siempre una buena manera de comenzar una mañana.
La extensión de terreno cercado cultivado con adormideras se había quedado pequeña, y ya fuera del recinto amurallado, se extendían los cultivos de esta planta milagrosa. Afortunadamente, las monjas habían cuidado esmeradamente sus relaciones con las poblaciones cercanas, Güell prosperaba simbióticamente con la comunidad de Jerónimas. Don Gonzalo y yo, aparte de contribuir generosamente en metálico, llevamos ballestas y pistolas de rueda para que la Santa Hermandad de Barbastro estuviese bien dispuesta para con nosotros: tal vez las mangas verdes pudiesen llegar tarde, pero jamás para defender a las Jerónimas en el camino entre Barbastro y Güell!
Dejamos las tierras aragonesas, contentos por lo encontrado y por haber empujado el fantasma del hambre un poco más. En Madrid, lo primero que hice fue ir a ver a Álvaro, pues quería saber cómo habían recibido mis instrucciones sanitarias. Mientras Martinico se había quedado en mi gabinete atendiendo las emergencias que podrían surgir, Diego de Beria y Fray Santiago habían ido a enseñar a los nuevos reclutas sus primeras obligaciones en el acuartelamiento: lavarse las manos antes de comer y después de ocuparse, ocuparse solamente en las letrinas, las letrinas están fuera del Castillo de Aulencia, en una zanja profunda y el agua que se toma o es hervida, o esta purificada con vinagre.
Al principio, tantas regulaciones “extrañas” habían sido recibidas con algunos murmullos, pero Álvaro fue implacable y bastaron unos cuantos azotes ejemplarizadores para que todos se lavasen las manos con agua y jabón. El baño semanal lo dejaba para más adelante. Pero por el momento, se había orillado las posibilidades de epidemia gastrointestinal en un grupo de gente que recién se conocia. Aun eran meses de frio, y no se notarían en pleno la utilidad de las medidas, pero en el verano o en climas más calurosos, la norma era que la disentería hiciese estragos en los ejércitos.
Otra cosa que había adelantado bastante eran los conciertos: Ya había terminado las transcripciones y solo debía llevarlas a los músicos encargados de amenizar el un espectáculo de fuegos artificiales con los que Felipe IV mostraría su poder a la corte. Descaradamente había plagiado a Haendel, la Suite en Re Mayor de Water Music. Pensaba que para espacios abiertos, los metales se escucharían bien y el estruendo de los cohetes no apagaría su sonoridad característica. A propósito de los fuegos artificiales, cuando acepté el encargo, había prometido al rey una sorpresa especial, y tenía que tenerla a punto.
Pero una promesa aún más importante era la que había hecho a Álvaro, pues granadas de mano había ofrecido, y granadas de mano iba a tener. Pero no serían las corrientes de fundición, demasiado grandes y pesadas. Así que mire hacia Oriente algunos siglos más adelante: Las granadas de cerámica japonesas. Con el pretexto de buscar vajilla nueva para mi casa, fui a Talavera de la Reina, al alfar de renombrado ceramista Francisco Muñoz de la Ballesta, luego de conversar y hacer un importante pedido de azulejos, platos, tazas, fuentes y soperas para la casa, y de platos sencillos y frascos para el hospital de campaña, pase de inmediato a conversar acerca de las granadas:
- Maestro Francisco, VM puede hacerme unos recipientes esféricos, de paredes gruesas y boca estrecha?
- Con la arcilla casi todo es posible, Don Francisco. Decidme, en que tamaño estáis pensando?
- No muy grandes, Maestro. Deben caber con comodidad en la mano, tampoco deben de pesar demasiado.
- Y que acabado desea que tenga?
- Oh, el más sencillo posible, puede ser el color natural.
- Lo que me pedís no es el tipo de trabajos que hago en mi alfar.
- Lo se Maestro, no es mi intención menospreciar vuestro trabajo, que con justeza de admira en Toledo, Valladolid y Madrid, solo buscaba una persona de confianza. Si VM lo desea, puede remitir este trabajo a otros alfares, pero siempre bajo vuestro ojo vigilante.
- Agradezco vuestra confianza. Cuántos de esos recipientes deseáis?
- De inicio, mil.
- Mil? Muy sedientos deben estar vuestros enfermos, Don Francisco.
- No, Maestro. No son para los enfermos, es un encargo para servir a nuestra Católica Majestad, a quien Dios guarde. Si cuento con vuestra discreción, dejadme que os lo explique…
Nuevamente en Madrid pude ver los avances que habían conseguido los sargentos enviados por Pedro en los reclutas de la compañía de mosquetes, si bien aún no habían tocado un arma, las evoluciones en orden cerrado las hacían bastante bien. Álvaro se había revelado como un capitán celoso, pues estaba pendiente del entrenamiento de sus hombres desde que amanecía hasta que todos dormían. Fadrique, cuya inclusión en ese variopinto grupo de jóvenes había temido, se había adaptado bien. No era dócil, pero se afanaba como el que más en aprender, pues Álvaro le había recalcado que la compañía sería tan fuerte como el más débil de sus componentes, y ciertamente su orgullo y su origen le impedían ser el eslabón que primero se quebrase.
La escuela de cirujanos había funcionado fluidamente. Estaban perfeccionando las técnicas, y les quedaban pocas lecciones teóricas para estar expeditos. Además sabían manejar una espada, no todos eran duchos, pero no se dejarían atravesar por una pica sin dar batalla. Y Fray Santiago había velado tanto por sus almas como por su estado físico, y como la mayoría estaba acostumbrada a los rigores del campo, en el poco tiempo transcurrido ya podían rivalizar, cuando no superar en fuelle a cualquier soldado veterano de los tercios.
Así que pude dedicar unas semanas para hacer que el espectáculo pirotécnico fuese no solo del agrado del Monarca, sino que lo llegase a impresionar. La moda española del barroco consistía en armar un escenario, un “castillo” y hacer que los fuegos de artificio lo delineasen primero y después lo terminasen reventando. De hecho, en el Valle del Mantaro, allá en el Perú, aun en el siglo XXI se sigue llamando a los fuegos artificiales “quemar el castillón”. Yo quería que además del castillo, hubiese morteros, tracas y cohetes, y de estos últimos aunque ya se conocían los de rabo, yo haría volar una versión del Hale, sin vara estabilizadora, pero en lugar de las toberas curvadas que en el cohete Hale original eran de una pieza colada y luego maquinada, utilizaría aletas para imprimir al proyectil el movimiento giratorio.
Así pues, otra vez, lo que me tocaba era experimentar. Pero esta vez tenía que tener precauciones especiales. Quite todo lo potencialmente combustible del escritorio y hice traer todas las losas de mármol que habían sobrado del gabinete. Igualmente hice subir varias mantas, barreños llenos de agua, cubos con arena y sobre parte de las retortas, probetas, tubos de ensayo y alambiques del laboratorio. Lo único capaz de encenderse que quedaba era mi libreta de notas.
Sabía que hasta el siglo XIX los fuegos artificiales no tenían color y eso era algo que estaba a punto de cambiar. Obtener el verde sería lo más sencillo, añadiendo limaduras de cobre a la pólvora. Y con el carbonato de cobre, podría conseguir el azul. Tampoco me sería muy difícil llegar al naranja, partiendo del carbonato de calcio. Pero el rojo era una dificultad mayor, pues debería partir de cero a causa del desconocimiento casi absoluto de la química del estroncio.
El mineral base era la celestina, que se conseguía con relativa facilidad en Orihuela cerca de Alicante. Una carta prontamente despachada a Pedro, que estaba al tanto de las riquezas minerales de todo el Levante, con suerte me conseguiría este mineral azulino. Mientras tanto, tratando la cal con agua fuerte, ácido clorhídrico, obtuve en una noche una cantidad pequeña de carbonato de calcio. El carbonato de cobre tampoco representaba mucha dificultad, siempre y cuando pudiesen conseguir malaquita, un bonito mineral de color verde, pero que era ampliamente conocido por los pintores al óleo.
Luego de una semana de intentos, habiendo consumido casi tres libras de pólvora, había conseguido un aceptable color azul, un tanto pálido tal vez, pero azul al fin, el secreto es moler bien la malaquita, hasta reducirla a un polvo más fino que el talco. El naranja era bonito, pero debía de ser cuidadoso con la cantidad, demasiado carbonato de calcio y la explosión era débil, mejor una explosión segura que un color más brillante! El verde fue sencillo, realmente me llamaba la atención que no se hubiese hecho antes, porque incluso de casualidad, cuando se quema algo de cobre, las llamas resultantes son algo verduzcas. En fin, mejor para mí!
Un jinete llego con un par de alforjas desde Valencia. El bueno de Pedro me enviaba un par de quintales de celestina, un bonito cristal de color, justamente, celeste. Con la experiencia de la malaquita puse a Isidro, el mozo de la casa, a trozar el mineral con un martillo, y cuando estuviese de un tamaño pequeño, lo pasasen a las mujeres de la cocina para que moliesen los cristales en los morteros del laboratorio. Así estuvimos dos largos días. Lo demás fue sencillo. Mezclar el polvo de celestina, carbonato de estroncio, con agua regia, ácido nítrico, y luego de precipitada las sales, secarla por deshidratación. Los fuegos artificiales del rey ya tenían color.
Otra cosa que había notado es que a diferencia de los espectáculos pirotécnicos de mi tiempo, en donde la sucesión de fuegos era muy rápida y precisa, en el Siglo de Oro, la transición basada en mechas hacia que hubiese muchos tiempos muertos entre fuego y fuego. Y aunque disponía de una batería voltaica que me permitía cargar el móvil, no era nada prudente exponerla a la vista de todos los curiosos, por lo que no me permitiría usar el encendido eléctrico… pero la llave de un mosquete serviría, no sería igual de rápida ni tampoco tan precisa, pero reduciría mucho los lapsos.
Pero mientras yo estuviese en la corte, alguien debería estar indicando que mechas encender y cuando. Había pensado en Eustaquio, quien me ya tocaba y leia música de seguido, pero como aun le pesaba el estigma de los demonios, estaría acompañado por Martinico… por si acaso. E Isidro sería el encargado de ejecutar las ordenes. Y aquí era donde Lope de Toledo volvería a darme una mano.
- Buenos días, Lope. Tenéis un momento?
- Albricias, Francisco! Otro de vuestros encarguitos?
- Pues, sí. Decidme, que tan largo podéis hacer un hilo de plata?
- Si la plata es bueno, pues de la longitud que queráis!
- Media milla?
- Media milla continua?
- Sí, es que pienso trocearla a voluntad.
- De que grosor queréis el hilo?
- Pues que sea lo suficientemente grueso como para que resista un tirón, pero lo suficientemente flexible como para que de vueltas sin romperse.
- Ah, hilos como para la guarnición de un espada. Necesitare media libra de plata. Supongo que querréis el trabajo para mañana, como vos acostumbráis.
- En realidad puedo esperar algo mas esta vez, pero cuanto antes, mejor.
- En tres días, Francisco!
- Ea! En tres días pues! Gracias, Lope!
Para la instalación final era necesario que el operador estuviese resguardado, pero a la vez, que pudiese recibir las órdenes de manera clara. Cuando fui a recoger las granadas en Talavera de la Reina, tenía otro encargo en mente para el Maestro Muñoz: tubos de voz. Le encargue tubos de cerámica de dos pulgadas de diámetro y una vara de largo, con el grosor suficiente como para que pudiesen soportar una pisada y un extremo en embudo para facilitar su conexión con el siguiente. Nuevamente, sin mucho convencimiento Muñoz aceptó, aunque adelantándome que los mandaría a hacer a un alfar subordinado.
Tenía todo el tiempo para dedicarme a los morteros y cohetes. Los primeros no serían difíciles de hacer, pues ni las paredes debían resistir demasiada presión, ni la carga sería demasiado potente, por lo que los hice de madera reforzada con duelas de hierro, trabajo que un tonelero hizo con facilidad. Los cohetes de varas tampoco, de hecho, me divertiría muchísimo haciéndolos! Pero para los cohetes Hale necesitaría los servicios de un maestro calderero, pues había pensado hacerlos con una lámina de cobre remachada en lugar de hacerlas de fundición de hierro. Afortunadamente, eso en la villa no fue difícil de encontrar. Durante una semana tuve a todos los caldereros y cobreros de la calle homónima. Pero obtuve a tiempo más de cien cilindros aceptablemente parejos listos para ser cargados. Reserve tres para probarlos lejos de Madrid, fui acompañado por Álvaro y Fadrique, y funcionaron bien, elevándose sin problemas aunque algo descontrolado, aunque gracias a recomendaciones de Fadrique, experto cazador con ballesta, coloque aletas más largas y algo más anguladas, para imprimirle más giro y con esto, mayor estabilidad. El tercero se elevó a más de 150 metros.
Los últimos días antes del espectáculo fueron frenéticos. Mientras hacía ensayar a la orquesta una y otra vez, Eustaquio y Martinico escuchaban atentamente mis indicaciones de cuando dar orden de fuego. El hilo de plata de Lope salió caro, pero en un entorno inflamable sería más confiable. Y con poleas de madera sencillas, no se corria el riesgo de enrredarse. La ignición funcionaba bien, Solo faltaba hacer un pozo de seguridad para Isidro cerca de la ubicación del castillo, con un tubo de voz desde donde se le indicase que hilo halar. En las noches, recordaba mi afición preferida durante el internado rural: ayudar a los pirotécnicos de Jauja a hacer sus artefactos, los cuales tenían trabajo siempre, pues no había semana en que algún pueblo del ubérrimo Valle del Mantaro no celebrase sus fiestas patronales.
El día antes armé el castillo con cañas de carrizo. No demasiado diferente a lo que se tenía acostumbrado hasta la fecha. Con 8 ruedas de fuego rodeando un retablo central, en el que habría una sorpresa. De sus extremos saldrían los cohetes de vara, junto con las “palomas”, delante estarían los morteros e inmediatamente detrás, los cohetes hale. A Eustaquio le oi varias veces decir con voz clara "Isidro, el uno", "Isidro, el dos", y ver al bueno de Isidro (que había aprendido a leer y escribir durante mi servicio) que levantaba la mano y la agitaba los números de veces que Eustaquio le indicaba, y con Fray Santiago (al que también le encantaban los fuegos artificiales) verificamos que los hilos de plata se deslizasen bien: Isidro solo tenía que estar atento a 8 hilos, los cuales dispararían 8 llaves de mosquete, que a su vez encenderían las mechas de cada sección del espectáculo. Estábamos listos para la fiesta de todos los Santos.
En la explanada del pabellón que ya se perfilaba como el Salón de los Reinos del Palacio del Buen Retiro ya estaba lo más graneado de la corte, además de las embajadas de todos los reinos amigos y no tan amigos. Era la ocasión propicia para que el Rey mostrase su poderío. Yo me mostré discreto, que era lo recomendable en medio de tantas personalidades. Don Gonzalo y su hijo me acompañaron un momento, y la Condesa de Paredes acepto mis saludos en público.
La orquesta había estado tocando de continuo, diversas piezas de sueltas, pero cuando comenzó a sonar Haendel, las fanfarrias anunciaron el inicio del espectáculo pirotécnico.
https://www.youtube.com/watch?v=1h4mAceHmrI
Luego de los primeros compases, Eustaquio inicio la secuencia y las tracas llamaron la atención de todos los presentes, seguidamente el castillo se delineo con chispas de pólvora, y después se encendieron las ruedas de fuego, con aplausos discretos, pues hasta allí, todo era conocido. Pero ni bien el castillo estaba iluminado comenzaron los morteros, un desconocido que arranco mucho más aplausos con las estrellas de polvora, pero cuando estas dieron paso al color, un murmullo de admiración se extendió por toda la explanada. Y apenas se acabaron los morteros el retablo central del castillo se ilumino en un fogonzao, y luego con fuego rojo, apareció claramente:
Philippus Rex
Alcancé a ver al monarca sonreir con satisfacción al ver su nombre, luego vinieron varias docenas de cohetes de rabo mas sencillos, y también las palomas giratorias que se elevaron vertiginosamente y estallaron en estrellas multicolores. Y mientras la fanfarria de trompas y cornetas sonaba como siempre sonaba Water Music, extraordinariamente bien, y mis dos docenas “voladores” se elevaban vertiginosamente muy por encima de las alturas alcanzadas por los cohetes de varas para explotar con una fusión de rojos, naranjas, verdes y azules jamás vistas en los cielos, el rey mando a llamar por mí y me preguntó:
- Vuestros voladores están arañando el cielo, Maestro Cirujano! Nos estamos complacidos por la sorpresa.
- Es mi privilegio poder complaceros, Majestad.
- Decidme, Don Francisco, habéis inventado esos artilugios para esta ocasión? – era obvio que el soberano quería que me explayase más en el verdadero propósito de los cohetes sin rabo.
- Si os he de ser sincero, Majestad, no.
- Seguid! Ya con la Condesa de Paredes habíamos comentado que sois un deslenguado sincero – dijo Felipe IV esbozando una sonrisa lejana.
- Majestad, que altura creéis que ha alcanzado el volador que subió mas alto?
- No podría asegurarlo, pero parecían mas de 100 varas.
- No se equivoca Majestad, es lo que he calculado. Eso es venciendo la fuerza que hace que todos los objetos caigan al suelo. Pero cuando el volador avanza horizontalmente, la resistencia se nota menos, aunque al final, siempre consiguen que el volador vuelva a suelo.
- Por lo que vuestro volador avanzara más de lo que sube.
- Exactamente, Majestad! Vos lo estáis deduciendo correctamente.
- Cuanta distancia puede salvar vuestro artilugio? -pregunto el monarca con una mirada astuta.
- Al menos una milla castellana.
- Y en lugar de llevar luces rojas…
- Fuego y metralla para vuestros enemigos, Majestad… – Me atreví a interrumpir al rey en mi emoción.
- Veo que confiáis en vuestra invención - dijo con un tenue sonrisa, aunque no exenta de aprobación - Don Francisco, el monopolio que os concedí, os está haciendo tan rico como vuestro socio, el Marques del Puerto.
- Gracias a vuestra merced, así es Majestad.
- Sé que salvasteis la vida del Sobrino de la Condesa con agua salada puesta en sus vasos. Sabed que nos estamos agradecidos.
- Es mi deber como cirujano, Majestad… y mi privilegio como vuestro servidor.
- También recordamos que aliviasteis mi dolor, y después de ser inmunizados, ningún miembro de la casa real o de la corte ha vuelto a padecer de viruelas. Os concedo desde mañana el privilegio de poder usar carruaje, el que vos deseéis comprar. Pero si el hospital salva vidas tantas vidas como vuestra inmunización, y si la compañía a la que la generosidad de Reina pertrechó y vuestros voladores vencen a los muchos enemigos que nos acechan, os recompensare con un marquesado, pequeño, pero marquesado al fin.
Acompañe a Don Gonzalo a Barbastro, después de todo, también en sus tierras y en la de los terratenientes que logro persuadir, la cosecha fue igualmente generosa. Las monjitas me recibieron alborozadas, la comunidad había crecido y en la casa parroquial ya residían 12 Jerónimas y tenían multitud de cultivos nuevos con los cuales experimentar. Para comenzar, hice depositaria a Sor Beatriz de los secretos culinarios de la papa peruana: causa limeña (plato que sería “inventado” en Lima durante las guerras de secesión americana, para la “causa” independentista), papas a la huancaína, ocopa, ajiaco, sopa de papas y otros manjares sencillos y suculentos. Pero también había que dar curso al buen maíz de Tarma y del Valle Sagrado que se habían aclimatado a Barbastro. Un choclo tierno, desgranado, con una mantequilla derretida al comino era un buen comienzo, y unas cachapas venezolanas, de maíz igualmente tierno molido, con un punto de sal, azúcar y leche, hecho a la plancha o a la sartén, con un queso fresco de Burgos era siempre una buena manera de comenzar una mañana.
La extensión de terreno cercado cultivado con adormideras se había quedado pequeña, y ya fuera del recinto amurallado, se extendían los cultivos de esta planta milagrosa. Afortunadamente, las monjas habían cuidado esmeradamente sus relaciones con las poblaciones cercanas, Güell prosperaba simbióticamente con la comunidad de Jerónimas. Don Gonzalo y yo, aparte de contribuir generosamente en metálico, llevamos ballestas y pistolas de rueda para que la Santa Hermandad de Barbastro estuviese bien dispuesta para con nosotros: tal vez las mangas verdes pudiesen llegar tarde, pero jamás para defender a las Jerónimas en el camino entre Barbastro y Güell!
Dejamos las tierras aragonesas, contentos por lo encontrado y por haber empujado el fantasma del hambre un poco más. En Madrid, lo primero que hice fue ir a ver a Álvaro, pues quería saber cómo habían recibido mis instrucciones sanitarias. Mientras Martinico se había quedado en mi gabinete atendiendo las emergencias que podrían surgir, Diego de Beria y Fray Santiago habían ido a enseñar a los nuevos reclutas sus primeras obligaciones en el acuartelamiento: lavarse las manos antes de comer y después de ocuparse, ocuparse solamente en las letrinas, las letrinas están fuera del Castillo de Aulencia, en una zanja profunda y el agua que se toma o es hervida, o esta purificada con vinagre.
Al principio, tantas regulaciones “extrañas” habían sido recibidas con algunos murmullos, pero Álvaro fue implacable y bastaron unos cuantos azotes ejemplarizadores para que todos se lavasen las manos con agua y jabón. El baño semanal lo dejaba para más adelante. Pero por el momento, se había orillado las posibilidades de epidemia gastrointestinal en un grupo de gente que recién se conocia. Aun eran meses de frio, y no se notarían en pleno la utilidad de las medidas, pero en el verano o en climas más calurosos, la norma era que la disentería hiciese estragos en los ejércitos.
Otra cosa que había adelantado bastante eran los conciertos: Ya había terminado las transcripciones y solo debía llevarlas a los músicos encargados de amenizar el un espectáculo de fuegos artificiales con los que Felipe IV mostraría su poder a la corte. Descaradamente había plagiado a Haendel, la Suite en Re Mayor de Water Music. Pensaba que para espacios abiertos, los metales se escucharían bien y el estruendo de los cohetes no apagaría su sonoridad característica. A propósito de los fuegos artificiales, cuando acepté el encargo, había prometido al rey una sorpresa especial, y tenía que tenerla a punto.
Pero una promesa aún más importante era la que había hecho a Álvaro, pues granadas de mano había ofrecido, y granadas de mano iba a tener. Pero no serían las corrientes de fundición, demasiado grandes y pesadas. Así que mire hacia Oriente algunos siglos más adelante: Las granadas de cerámica japonesas. Con el pretexto de buscar vajilla nueva para mi casa, fui a Talavera de la Reina, al alfar de renombrado ceramista Francisco Muñoz de la Ballesta, luego de conversar y hacer un importante pedido de azulejos, platos, tazas, fuentes y soperas para la casa, y de platos sencillos y frascos para el hospital de campaña, pase de inmediato a conversar acerca de las granadas:
- Maestro Francisco, VM puede hacerme unos recipientes esféricos, de paredes gruesas y boca estrecha?
- Con la arcilla casi todo es posible, Don Francisco. Decidme, en que tamaño estáis pensando?
- No muy grandes, Maestro. Deben caber con comodidad en la mano, tampoco deben de pesar demasiado.
- Y que acabado desea que tenga?
- Oh, el más sencillo posible, puede ser el color natural.
- Lo que me pedís no es el tipo de trabajos que hago en mi alfar.
- Lo se Maestro, no es mi intención menospreciar vuestro trabajo, que con justeza de admira en Toledo, Valladolid y Madrid, solo buscaba una persona de confianza. Si VM lo desea, puede remitir este trabajo a otros alfares, pero siempre bajo vuestro ojo vigilante.
- Agradezco vuestra confianza. Cuántos de esos recipientes deseáis?
- De inicio, mil.
- Mil? Muy sedientos deben estar vuestros enfermos, Don Francisco.
- No, Maestro. No son para los enfermos, es un encargo para servir a nuestra Católica Majestad, a quien Dios guarde. Si cuento con vuestra discreción, dejadme que os lo explique…
Nuevamente en Madrid pude ver los avances que habían conseguido los sargentos enviados por Pedro en los reclutas de la compañía de mosquetes, si bien aún no habían tocado un arma, las evoluciones en orden cerrado las hacían bastante bien. Álvaro se había revelado como un capitán celoso, pues estaba pendiente del entrenamiento de sus hombres desde que amanecía hasta que todos dormían. Fadrique, cuya inclusión en ese variopinto grupo de jóvenes había temido, se había adaptado bien. No era dócil, pero se afanaba como el que más en aprender, pues Álvaro le había recalcado que la compañía sería tan fuerte como el más débil de sus componentes, y ciertamente su orgullo y su origen le impedían ser el eslabón que primero se quebrase.
La escuela de cirujanos había funcionado fluidamente. Estaban perfeccionando las técnicas, y les quedaban pocas lecciones teóricas para estar expeditos. Además sabían manejar una espada, no todos eran duchos, pero no se dejarían atravesar por una pica sin dar batalla. Y Fray Santiago había velado tanto por sus almas como por su estado físico, y como la mayoría estaba acostumbrada a los rigores del campo, en el poco tiempo transcurrido ya podían rivalizar, cuando no superar en fuelle a cualquier soldado veterano de los tercios.
Así que pude dedicar unas semanas para hacer que el espectáculo pirotécnico fuese no solo del agrado del Monarca, sino que lo llegase a impresionar. La moda española del barroco consistía en armar un escenario, un “castillo” y hacer que los fuegos de artificio lo delineasen primero y después lo terminasen reventando. De hecho, en el Valle del Mantaro, allá en el Perú, aun en el siglo XXI se sigue llamando a los fuegos artificiales “quemar el castillón”. Yo quería que además del castillo, hubiese morteros, tracas y cohetes, y de estos últimos aunque ya se conocían los de rabo, yo haría volar una versión del Hale, sin vara estabilizadora, pero en lugar de las toberas curvadas que en el cohete Hale original eran de una pieza colada y luego maquinada, utilizaría aletas para imprimir al proyectil el movimiento giratorio.
Así pues, otra vez, lo que me tocaba era experimentar. Pero esta vez tenía que tener precauciones especiales. Quite todo lo potencialmente combustible del escritorio y hice traer todas las losas de mármol que habían sobrado del gabinete. Igualmente hice subir varias mantas, barreños llenos de agua, cubos con arena y sobre parte de las retortas, probetas, tubos de ensayo y alambiques del laboratorio. Lo único capaz de encenderse que quedaba era mi libreta de notas.
Sabía que hasta el siglo XIX los fuegos artificiales no tenían color y eso era algo que estaba a punto de cambiar. Obtener el verde sería lo más sencillo, añadiendo limaduras de cobre a la pólvora. Y con el carbonato de cobre, podría conseguir el azul. Tampoco me sería muy difícil llegar al naranja, partiendo del carbonato de calcio. Pero el rojo era una dificultad mayor, pues debería partir de cero a causa del desconocimiento casi absoluto de la química del estroncio.
El mineral base era la celestina, que se conseguía con relativa facilidad en Orihuela cerca de Alicante. Una carta prontamente despachada a Pedro, que estaba al tanto de las riquezas minerales de todo el Levante, con suerte me conseguiría este mineral azulino. Mientras tanto, tratando la cal con agua fuerte, ácido clorhídrico, obtuve en una noche una cantidad pequeña de carbonato de calcio. El carbonato de cobre tampoco representaba mucha dificultad, siempre y cuando pudiesen conseguir malaquita, un bonito mineral de color verde, pero que era ampliamente conocido por los pintores al óleo.
Luego de una semana de intentos, habiendo consumido casi tres libras de pólvora, había conseguido un aceptable color azul, un tanto pálido tal vez, pero azul al fin, el secreto es moler bien la malaquita, hasta reducirla a un polvo más fino que el talco. El naranja era bonito, pero debía de ser cuidadoso con la cantidad, demasiado carbonato de calcio y la explosión era débil, mejor una explosión segura que un color más brillante! El verde fue sencillo, realmente me llamaba la atención que no se hubiese hecho antes, porque incluso de casualidad, cuando se quema algo de cobre, las llamas resultantes son algo verduzcas. En fin, mejor para mí!
Un jinete llego con un par de alforjas desde Valencia. El bueno de Pedro me enviaba un par de quintales de celestina, un bonito cristal de color, justamente, celeste. Con la experiencia de la malaquita puse a Isidro, el mozo de la casa, a trozar el mineral con un martillo, y cuando estuviese de un tamaño pequeño, lo pasasen a las mujeres de la cocina para que moliesen los cristales en los morteros del laboratorio. Así estuvimos dos largos días. Lo demás fue sencillo. Mezclar el polvo de celestina, carbonato de estroncio, con agua regia, ácido nítrico, y luego de precipitada las sales, secarla por deshidratación. Los fuegos artificiales del rey ya tenían color.
Otra cosa que había notado es que a diferencia de los espectáculos pirotécnicos de mi tiempo, en donde la sucesión de fuegos era muy rápida y precisa, en el Siglo de Oro, la transición basada en mechas hacia que hubiese muchos tiempos muertos entre fuego y fuego. Y aunque disponía de una batería voltaica que me permitía cargar el móvil, no era nada prudente exponerla a la vista de todos los curiosos, por lo que no me permitiría usar el encendido eléctrico… pero la llave de un mosquete serviría, no sería igual de rápida ni tampoco tan precisa, pero reduciría mucho los lapsos.
Pero mientras yo estuviese en la corte, alguien debería estar indicando que mechas encender y cuando. Había pensado en Eustaquio, quien me ya tocaba y leia música de seguido, pero como aun le pesaba el estigma de los demonios, estaría acompañado por Martinico… por si acaso. E Isidro sería el encargado de ejecutar las ordenes. Y aquí era donde Lope de Toledo volvería a darme una mano.
- Buenos días, Lope. Tenéis un momento?
- Albricias, Francisco! Otro de vuestros encarguitos?
- Pues, sí. Decidme, que tan largo podéis hacer un hilo de plata?
- Si la plata es bueno, pues de la longitud que queráis!
- Media milla?
- Media milla continua?
- Sí, es que pienso trocearla a voluntad.
- De que grosor queréis el hilo?
- Pues que sea lo suficientemente grueso como para que resista un tirón, pero lo suficientemente flexible como para que de vueltas sin romperse.
- Ah, hilos como para la guarnición de un espada. Necesitare media libra de plata. Supongo que querréis el trabajo para mañana, como vos acostumbráis.
- En realidad puedo esperar algo mas esta vez, pero cuanto antes, mejor.
- En tres días, Francisco!
- Ea! En tres días pues! Gracias, Lope!
Para la instalación final era necesario que el operador estuviese resguardado, pero a la vez, que pudiese recibir las órdenes de manera clara. Cuando fui a recoger las granadas en Talavera de la Reina, tenía otro encargo en mente para el Maestro Muñoz: tubos de voz. Le encargue tubos de cerámica de dos pulgadas de diámetro y una vara de largo, con el grosor suficiente como para que pudiesen soportar una pisada y un extremo en embudo para facilitar su conexión con el siguiente. Nuevamente, sin mucho convencimiento Muñoz aceptó, aunque adelantándome que los mandaría a hacer a un alfar subordinado.
Tenía todo el tiempo para dedicarme a los morteros y cohetes. Los primeros no serían difíciles de hacer, pues ni las paredes debían resistir demasiada presión, ni la carga sería demasiado potente, por lo que los hice de madera reforzada con duelas de hierro, trabajo que un tonelero hizo con facilidad. Los cohetes de varas tampoco, de hecho, me divertiría muchísimo haciéndolos! Pero para los cohetes Hale necesitaría los servicios de un maestro calderero, pues había pensado hacerlos con una lámina de cobre remachada en lugar de hacerlas de fundición de hierro. Afortunadamente, eso en la villa no fue difícil de encontrar. Durante una semana tuve a todos los caldereros y cobreros de la calle homónima. Pero obtuve a tiempo más de cien cilindros aceptablemente parejos listos para ser cargados. Reserve tres para probarlos lejos de Madrid, fui acompañado por Álvaro y Fadrique, y funcionaron bien, elevándose sin problemas aunque algo descontrolado, aunque gracias a recomendaciones de Fadrique, experto cazador con ballesta, coloque aletas más largas y algo más anguladas, para imprimirle más giro y con esto, mayor estabilidad. El tercero se elevó a más de 150 metros.
Los últimos días antes del espectáculo fueron frenéticos. Mientras hacía ensayar a la orquesta una y otra vez, Eustaquio y Martinico escuchaban atentamente mis indicaciones de cuando dar orden de fuego. El hilo de plata de Lope salió caro, pero en un entorno inflamable sería más confiable. Y con poleas de madera sencillas, no se corria el riesgo de enrredarse. La ignición funcionaba bien, Solo faltaba hacer un pozo de seguridad para Isidro cerca de la ubicación del castillo, con un tubo de voz desde donde se le indicase que hilo halar. En las noches, recordaba mi afición preferida durante el internado rural: ayudar a los pirotécnicos de Jauja a hacer sus artefactos, los cuales tenían trabajo siempre, pues no había semana en que algún pueblo del ubérrimo Valle del Mantaro no celebrase sus fiestas patronales.
El día antes armé el castillo con cañas de carrizo. No demasiado diferente a lo que se tenía acostumbrado hasta la fecha. Con 8 ruedas de fuego rodeando un retablo central, en el que habría una sorpresa. De sus extremos saldrían los cohetes de vara, junto con las “palomas”, delante estarían los morteros e inmediatamente detrás, los cohetes hale. A Eustaquio le oi varias veces decir con voz clara "Isidro, el uno", "Isidro, el dos", y ver al bueno de Isidro (que había aprendido a leer y escribir durante mi servicio) que levantaba la mano y la agitaba los números de veces que Eustaquio le indicaba, y con Fray Santiago (al que también le encantaban los fuegos artificiales) verificamos que los hilos de plata se deslizasen bien: Isidro solo tenía que estar atento a 8 hilos, los cuales dispararían 8 llaves de mosquete, que a su vez encenderían las mechas de cada sección del espectáculo. Estábamos listos para la fiesta de todos los Santos.
En la explanada del pabellón que ya se perfilaba como el Salón de los Reinos del Palacio del Buen Retiro ya estaba lo más graneado de la corte, además de las embajadas de todos los reinos amigos y no tan amigos. Era la ocasión propicia para que el Rey mostrase su poderío. Yo me mostré discreto, que era lo recomendable en medio de tantas personalidades. Don Gonzalo y su hijo me acompañaron un momento, y la Condesa de Paredes acepto mis saludos en público.
La orquesta había estado tocando de continuo, diversas piezas de sueltas, pero cuando comenzó a sonar Haendel, las fanfarrias anunciaron el inicio del espectáculo pirotécnico.
https://www.youtube.com/watch?v=1h4mAceHmrI
Luego de los primeros compases, Eustaquio inicio la secuencia y las tracas llamaron la atención de todos los presentes, seguidamente el castillo se delineo con chispas de pólvora, y después se encendieron las ruedas de fuego, con aplausos discretos, pues hasta allí, todo era conocido. Pero ni bien el castillo estaba iluminado comenzaron los morteros, un desconocido que arranco mucho más aplausos con las estrellas de polvora, pero cuando estas dieron paso al color, un murmullo de admiración se extendió por toda la explanada. Y apenas se acabaron los morteros el retablo central del castillo se ilumino en un fogonzao, y luego con fuego rojo, apareció claramente:
Philippus Rex
Alcancé a ver al monarca sonreir con satisfacción al ver su nombre, luego vinieron varias docenas de cohetes de rabo mas sencillos, y también las palomas giratorias que se elevaron vertiginosamente y estallaron en estrellas multicolores. Y mientras la fanfarria de trompas y cornetas sonaba como siempre sonaba Water Music, extraordinariamente bien, y mis dos docenas “voladores” se elevaban vertiginosamente muy por encima de las alturas alcanzadas por los cohetes de varas para explotar con una fusión de rojos, naranjas, verdes y azules jamás vistas en los cielos, el rey mando a llamar por mí y me preguntó:
- Vuestros voladores están arañando el cielo, Maestro Cirujano! Nos estamos complacidos por la sorpresa.
- Es mi privilegio poder complaceros, Majestad.
- Decidme, Don Francisco, habéis inventado esos artilugios para esta ocasión? – era obvio que el soberano quería que me explayase más en el verdadero propósito de los cohetes sin rabo.
- Si os he de ser sincero, Majestad, no.
- Seguid! Ya con la Condesa de Paredes habíamos comentado que sois un deslenguado sincero – dijo Felipe IV esbozando una sonrisa lejana.
- Majestad, que altura creéis que ha alcanzado el volador que subió mas alto?
- No podría asegurarlo, pero parecían mas de 100 varas.
- No se equivoca Majestad, es lo que he calculado. Eso es venciendo la fuerza que hace que todos los objetos caigan al suelo. Pero cuando el volador avanza horizontalmente, la resistencia se nota menos, aunque al final, siempre consiguen que el volador vuelva a suelo.
- Por lo que vuestro volador avanzara más de lo que sube.
- Exactamente, Majestad! Vos lo estáis deduciendo correctamente.
- Cuanta distancia puede salvar vuestro artilugio? -pregunto el monarca con una mirada astuta.
- Al menos una milla castellana.
- Y en lugar de llevar luces rojas…
- Fuego y metralla para vuestros enemigos, Majestad… – Me atreví a interrumpir al rey en mi emoción.
- Veo que confiáis en vuestra invención - dijo con un tenue sonrisa, aunque no exenta de aprobación - Don Francisco, el monopolio que os concedí, os está haciendo tan rico como vuestro socio, el Marques del Puerto.
- Gracias a vuestra merced, así es Majestad.
- Sé que salvasteis la vida del Sobrino de la Condesa con agua salada puesta en sus vasos. Sabed que nos estamos agradecidos.
- Es mi deber como cirujano, Majestad… y mi privilegio como vuestro servidor.
- También recordamos que aliviasteis mi dolor, y después de ser inmunizados, ningún miembro de la casa real o de la corte ha vuelto a padecer de viruelas. Os concedo desde mañana el privilegio de poder usar carruaje, el que vos deseéis comprar. Pero si el hospital salva vidas tantas vidas como vuestra inmunización, y si la compañía a la que la generosidad de Reina pertrechó y vuestros voladores vencen a los muchos enemigos que nos acechan, os recompensare con un marquesado, pequeño, pero marquesado al fin.
La verdad nos hara libres
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Un soldado de cuatro siglos
Lisboa
—¿Ocurre algo en la calle? —preguntó Marcelo al escuchar el clamor que llegaba de las calles al abrirse la puerta para dar paso a Luis, uno de sus amigos.
—¿Cómo, no se ha enterado vuesa Merced? No se puede ser tan despistado Don Marcelo…
—Sabéis bien que tengo trabajo y no puedo distraerme, Don Luis. Las necesidades de los ejércitos del rey son muchas y hay que atenderlas, y para ello precisamos dinero.
—Pues será mejor que vuesa merced busque bien. ¿Sabéis a que se debe ese griterío en la calle? Se debe a qué los españoles acaban de capturar un galeón que traía especias de las Indias justo frente al puerto. —Esas palabras provocaron un respingo en el por lo demás, comedido Marcelo, que dejo los papeles en los que trabajaba y se volvió por fin hacia Luis, toda su atención volcada en él. Por fin tras unos segundos preguntó.
—¿Cómo ha sido, Don Luis? Contadme que ha ocurrido por Dios.
—A primera hora de la mañana empezaron a oírse cañonazos procedentes del mar de tanto en tanto, así que muchos de los lisboetas corrieron a buscar un lugar desde el que tratar de ver que estaba ocurriendo. Pronto se corrió la voz que uno de nuestros galeones de Indias estaba tratando de romper el bloqueo español, y estaba a punto de lograrlo. Como sabeis bien durante la noche la flota española se aleja un tanto de nuestras costas, y sea por suerte o por pericia, el maestre del galeón había aprovechado esto para acercarse a puerto rompiendo el bloqueo.
—Sería por suerte Don Luis, ese galeón debe llevar al menos dos años fuera de Portugal, así que es incluso difícil que conozcan las noticias de la restauración…
—Es muy posible, sin embargo la gente habla de ello en las calles. Como fuere, el galeón estaba cada vez más cerca de Lisboa, y los navíos españoles no parecían capaces de darle caza. Pero justo entonces como salida de la nada, se sumó a la persecución una de esas fragatas que dicen copiaron de los de Dunquerque. Os juro que esos malnacidos abordaron a nuestro galeón justo en la entrada al puerto. Tan cerca de él que desde las playas podíamos ver las coletas de los marineros.
Ante esas palabras Marcelo agarró bien fuerte los reposabrazos de su butaca, tanto que sus manos se pusieron blancas. —¿Qué valor podía tener ese galeón? ¿Lo sabemos? —preguntó con lágrimas en los ojos. Sabía que si los buques que traían especias seguían siendo interceptados y capturados por los españoles, el rey jamás sería capaz de financiar la reconstrucción de las fortalezas de la frontera y organizar un ejército con el que asegurar la independencia.
—Dependería de la carga que llevase, pero era un galeón de cerca de mil toneladas, Don Marcelo, sí, habéis oído bien, mil toneladas. —respondió Luis que en su fuero interno empezaba a temer haber apostado a un caballo perdedor…tal vez iba siendo hora de empezar a cortar lazos con el nuevo gobierno portugués…
No muy lejos de allí, a bordo de la fragata León (de San Marcos), el capitán Guillermo Aguirre contemplaba la ciudad de Lisboa, viendo como la muchedumbre que se había congregado en las playas abandonaba el lugar lentamente, casi arrastrando los pies.
—Mi comandante, hemos comprobado la carga del galeón. Principalmente son especias, con algo de porcelana y sedas de la China. La carga alcanzara un buen precio en el mercado de Sevilla.
—Gracias Don Bartolomé. Enviad el galeón a puerto con una dotación de presa adecuada.
—¿El guardiamarina Felipe os parece bien, mi comandante? —preguntó el primer oficial proponiendo a uno de los tres guardiamarinas del buque. —El viaje es sencillo y le vendrá bien para foguearse en el mando.
—Umm, buena elección, pero dadle un buen timonel y algunos marineros de primera para el viaje. —respondió Guillermo, pues quería asegurarse de tener buena gente de mar a bordo para que ayudasen al inexperto guardiamarina. Con un último vistazo a la ciudad se volvió y empezó a impartir órdenes para regresar a su posición de patrulla preguntándose qué estarían pensando los lisboetas al haber visto como capturaban aquel galeón frente a sus narices. Algo no muy bueno, suponía, y es que dejar pasar al galeón para luego capturarlo a la vista de la ciudad había sido muy arriesgado, pero por lo que había visto al mirar los rostros de las gentes que se habían acercado a la costa, había valido la pena.
—¿Ocurre algo en la calle? —preguntó Marcelo al escuchar el clamor que llegaba de las calles al abrirse la puerta para dar paso a Luis, uno de sus amigos.
—¿Cómo, no se ha enterado vuesa Merced? No se puede ser tan despistado Don Marcelo…
—Sabéis bien que tengo trabajo y no puedo distraerme, Don Luis. Las necesidades de los ejércitos del rey son muchas y hay que atenderlas, y para ello precisamos dinero.
—Pues será mejor que vuesa merced busque bien. ¿Sabéis a que se debe ese griterío en la calle? Se debe a qué los españoles acaban de capturar un galeón que traía especias de las Indias justo frente al puerto. —Esas palabras provocaron un respingo en el por lo demás, comedido Marcelo, que dejo los papeles en los que trabajaba y se volvió por fin hacia Luis, toda su atención volcada en él. Por fin tras unos segundos preguntó.
—¿Cómo ha sido, Don Luis? Contadme que ha ocurrido por Dios.
—A primera hora de la mañana empezaron a oírse cañonazos procedentes del mar de tanto en tanto, así que muchos de los lisboetas corrieron a buscar un lugar desde el que tratar de ver que estaba ocurriendo. Pronto se corrió la voz que uno de nuestros galeones de Indias estaba tratando de romper el bloqueo español, y estaba a punto de lograrlo. Como sabeis bien durante la noche la flota española se aleja un tanto de nuestras costas, y sea por suerte o por pericia, el maestre del galeón había aprovechado esto para acercarse a puerto rompiendo el bloqueo.
—Sería por suerte Don Luis, ese galeón debe llevar al menos dos años fuera de Portugal, así que es incluso difícil que conozcan las noticias de la restauración…
—Es muy posible, sin embargo la gente habla de ello en las calles. Como fuere, el galeón estaba cada vez más cerca de Lisboa, y los navíos españoles no parecían capaces de darle caza. Pero justo entonces como salida de la nada, se sumó a la persecución una de esas fragatas que dicen copiaron de los de Dunquerque. Os juro que esos malnacidos abordaron a nuestro galeón justo en la entrada al puerto. Tan cerca de él que desde las playas podíamos ver las coletas de los marineros.
Ante esas palabras Marcelo agarró bien fuerte los reposabrazos de su butaca, tanto que sus manos se pusieron blancas. —¿Qué valor podía tener ese galeón? ¿Lo sabemos? —preguntó con lágrimas en los ojos. Sabía que si los buques que traían especias seguían siendo interceptados y capturados por los españoles, el rey jamás sería capaz de financiar la reconstrucción de las fortalezas de la frontera y organizar un ejército con el que asegurar la independencia.
—Dependería de la carga que llevase, pero era un galeón de cerca de mil toneladas, Don Marcelo, sí, habéis oído bien, mil toneladas. —respondió Luis que en su fuero interno empezaba a temer haber apostado a un caballo perdedor…tal vez iba siendo hora de empezar a cortar lazos con el nuevo gobierno portugués…
No muy lejos de allí, a bordo de la fragata León (de San Marcos), el capitán Guillermo Aguirre contemplaba la ciudad de Lisboa, viendo como la muchedumbre que se había congregado en las playas abandonaba el lugar lentamente, casi arrastrando los pies.
—Mi comandante, hemos comprobado la carga del galeón. Principalmente son especias, con algo de porcelana y sedas de la China. La carga alcanzara un buen precio en el mercado de Sevilla.
—Gracias Don Bartolomé. Enviad el galeón a puerto con una dotación de presa adecuada.
—¿El guardiamarina Felipe os parece bien, mi comandante? —preguntó el primer oficial proponiendo a uno de los tres guardiamarinas del buque. —El viaje es sencillo y le vendrá bien para foguearse en el mando.
—Umm, buena elección, pero dadle un buen timonel y algunos marineros de primera para el viaje. —respondió Guillermo, pues quería asegurarse de tener buena gente de mar a bordo para que ayudasen al inexperto guardiamarina. Con un último vistazo a la ciudad se volvió y empezó a impartir órdenes para regresar a su posición de patrulla preguntándose qué estarían pensando los lisboetas al haber visto como capturaban aquel galeón frente a sus narices. Algo no muy bueno, suponía, y es que dejar pasar al galeón para luego capturarlo a la vista de la ciudad había sido muy arriesgado, pero por lo que había visto al mirar los rostros de las gentes que se habían acercado a la costa, había valido la pena.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
8 de julio
—No hay señales de fuerzas enemigas en leguas a la redonda, mi general. —explicaba el coronel Jakob de Broncq, comandante de un regimiento de caballería ligera en proceso de transformación en húsares. —La información recogida parece sugerir que están teniendo problemas para reclutar tropas para enfrentarnos.
—Nuestros espías confirman eso último, mi general. —explicó Salvador, su hombre de confianza desde tantos años atrás, ahora convertido en una suerte de jefe de espias a su nombre. —Debido a las recientes victorias los mercenarios tienen una clara predilección por las armas españolas, al fin y al cabo pagamos bien y a tiempo, y se tienen unas respetables probabilidades de saqueo, por lo que existen posibilidades de enriquecerse que no tienen con los holandeses. De todas formas he de indicar que el reclutamiento de fuerzas por las Provincias Unidas solo se ha ralentizado no detenido.
Pedro miro a su Estado Mayor durante unos segundos antes de hablar. —Por desgracia en cierto modo era de esperar que ocurriese tal cosa. Es una lástima, me hubiese gustado atrapar a un ejército holandés para destruirlo antes de la llegada del invierno. Pero no estoy dispuesto a esperar más. ¡Preparad a vuestros hombres! ¡Asaltaremos la ciudad esta noche! —ordenó Pedro antes de despedir a sus comandantes.
Con ello el destino de la ciudad, que en esos momentos tendría unos veinticinco mil habitantes más una guarnición de seis a ocho mil soldados, quedaba sellado. Mañana entraría en la ciudad y concedería unos días de saqueo a sus fuerzas. Era duro de ver como arrasaban con los bienes de la población, pero era la costumbre de la época, y lo menos que podía hacer por aquellos soldados que se jugaban la piel por España, era premiarlos como merecían…
Al menos varios miles de habitantes de la ciudad habían accedido a abandonarla durante la tregua que dio al llegar a ella.
—No hay señales de fuerzas enemigas en leguas a la redonda, mi general. —explicaba el coronel Jakob de Broncq, comandante de un regimiento de caballería ligera en proceso de transformación en húsares. —La información recogida parece sugerir que están teniendo problemas para reclutar tropas para enfrentarnos.
—Nuestros espías confirman eso último, mi general. —explicó Salvador, su hombre de confianza desde tantos años atrás, ahora convertido en una suerte de jefe de espias a su nombre. —Debido a las recientes victorias los mercenarios tienen una clara predilección por las armas españolas, al fin y al cabo pagamos bien y a tiempo, y se tienen unas respetables probabilidades de saqueo, por lo que existen posibilidades de enriquecerse que no tienen con los holandeses. De todas formas he de indicar que el reclutamiento de fuerzas por las Provincias Unidas solo se ha ralentizado no detenido.
Pedro miro a su Estado Mayor durante unos segundos antes de hablar. —Por desgracia en cierto modo era de esperar que ocurriese tal cosa. Es una lástima, me hubiese gustado atrapar a un ejército holandés para destruirlo antes de la llegada del invierno. Pero no estoy dispuesto a esperar más. ¡Preparad a vuestros hombres! ¡Asaltaremos la ciudad esta noche! —ordenó Pedro antes de despedir a sus comandantes.
Con ello el destino de la ciudad, que en esos momentos tendría unos veinticinco mil habitantes más una guarnición de seis a ocho mil soldados, quedaba sellado. Mañana entraría en la ciudad y concedería unos días de saqueo a sus fuerzas. Era duro de ver como arrasaban con los bienes de la población, pero era la costumbre de la época, y lo menos que podía hacer por aquellos soldados que se jugaban la piel por España, era premiarlos como merecían…
Al menos varios miles de habitantes de la ciudad habían accedido a abandonarla durante la tregua que dio al llegar a ella.
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Un soldado de cuatro siglos
Las murallas de la ciudad parecían fuertes y estaban construidas según el patrón moderno, pero no podía decirse que se tratase de una traza italiana, pues los bastiones y revellines brillaban por su ausencia. Como complemento a la muralla, toda la ciudad que vivía del comercio marítimo y fluvial estaba surcada de canales y un amplio foso conectado al río rodeaba la ciudad, proporcionando una protección adicional. Era o debía ser sin duda, un hueso duro de roer, y eso era algo que los defensores sabían muy bien.
Desde la muralla los centinelas holandeses veían con claridad los trabajos de trinchera que estaban realizando los españoles a media legua de la ciudad. una larga zanja que desde el oeste de la ciudad trazaba una línea hasta el estuario del río. Se trataba sin duda de una obra que tendría la finalidad última de desviar el curso del río para facilitar el asalto de las murallas. Por supuesto si únicamente desviaban el río lo único que conseguirían sería que el mar invadiese el cauce, por lo que las obras eran completadas por un rompeolas que estaban construyendo en el estuario, por el simple método de verter en él toda la tierra y piedra retirada de las obras de trinchera.
Mientras tanto la nueva artillería española continuaba bombardeando las murallas de la ciudad desde aquellas lanchas blindadas que habían empezado a utilizar los españoles, y que actuaban principalmente por la noche. Su pequeño tamaño y el blindaje que utilizaban había convertido la tarea de destruirlas en un gasto inútil de pólvora, y todas las risas sobre ellas hacía ya mucho que se habían desvanecido.
Entre todas, las más peligrosas resultaron ser las que llevaban “bombardas”, y lanzaban sus mortíferos proyectiles en trayectorias parabólicas que caían sobre y tras las murallas. Aquellos proyectiles no eran los habituales bolaños de hierro, sino proyectiles cargados de una sustancia explosiva y provistos de una mecha, que explosionaban causando destrucción y muerte allí donde caían. Por ello los defensores habían aprendido pronto a temerlos y mayoritariamente se apartaban de la zona del río en cuanto caía la noche, dejando únicamente las tropas necesarias para la guardia del muro.
Lejos de allí Pedro comprobó los pontones que había preparado para salvar el foso que rodeaba la ciudad. Pequeñas barcas que serían transportadas a hombros y echadas en el foso, donde serían atadas con fuerza para mantenerlas en su sitio por gruesas maromas. Sobre ellas se colocarían las pasarelas necesarias para que la infantería salvase el foso y accediese a los muros, facilitando así la conquista de la ciudad.
Esperaba que las obras en el río hubiesen servido para desviar la atención de los holandeses sobre sus verdaderas intenciones. En breve un aerostato se elevaría sobre los cielos de la ciudad, y si era posible y el viento lo permitía, lanzaría varios artefactos incendiarios sobre ella durante la noche. Herramientas todas para desviar la atención del verdadero asalto que habrían de realizar de madrugada…
Desde la muralla los centinelas holandeses veían con claridad los trabajos de trinchera que estaban realizando los españoles a media legua de la ciudad. una larga zanja que desde el oeste de la ciudad trazaba una línea hasta el estuario del río. Se trataba sin duda de una obra que tendría la finalidad última de desviar el curso del río para facilitar el asalto de las murallas. Por supuesto si únicamente desviaban el río lo único que conseguirían sería que el mar invadiese el cauce, por lo que las obras eran completadas por un rompeolas que estaban construyendo en el estuario, por el simple método de verter en él toda la tierra y piedra retirada de las obras de trinchera.
Mientras tanto la nueva artillería española continuaba bombardeando las murallas de la ciudad desde aquellas lanchas blindadas que habían empezado a utilizar los españoles, y que actuaban principalmente por la noche. Su pequeño tamaño y el blindaje que utilizaban había convertido la tarea de destruirlas en un gasto inútil de pólvora, y todas las risas sobre ellas hacía ya mucho que se habían desvanecido.
Entre todas, las más peligrosas resultaron ser las que llevaban “bombardas”, y lanzaban sus mortíferos proyectiles en trayectorias parabólicas que caían sobre y tras las murallas. Aquellos proyectiles no eran los habituales bolaños de hierro, sino proyectiles cargados de una sustancia explosiva y provistos de una mecha, que explosionaban causando destrucción y muerte allí donde caían. Por ello los defensores habían aprendido pronto a temerlos y mayoritariamente se apartaban de la zona del río en cuanto caía la noche, dejando únicamente las tropas necesarias para la guardia del muro.
Lejos de allí Pedro comprobó los pontones que había preparado para salvar el foso que rodeaba la ciudad. Pequeñas barcas que serían transportadas a hombros y echadas en el foso, donde serían atadas con fuerza para mantenerlas en su sitio por gruesas maromas. Sobre ellas se colocarían las pasarelas necesarias para que la infantería salvase el foso y accediese a los muros, facilitando así la conquista de la ciudad.
Esperaba que las obras en el río hubiesen servido para desviar la atención de los holandeses sobre sus verdaderas intenciones. En breve un aerostato se elevaría sobre los cielos de la ciudad, y si era posible y el viento lo permitía, lanzaría varios artefactos incendiarios sobre ella durante la noche. Herramientas todas para desviar la atención del verdadero asalto que habrían de realizar de madrugada…
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Un soldado de cuatro siglos
Esa misma noche la ciudad cayó en manos españolas. Mientras los morteros arrojaban su mortífera carga sobre las murallas como las noches precedentes, un grupo de voluntarios se acercó en completo silencio a las murallas con los elementos necesarios para construir los puentes de pontones. Las tareas se realizaron con mucha rapidez pues cada escuadra de soldados estaba aleccionada para una tarea concreta con rapidez y eficacia. Por supuesto fueron descubiertos y pronto sonaron los primeros disparos de los centinelas, pero ahora todo sucedía muy rápido y el caos aún se extendería cuando el aerostato lanzó un gran barril con alcohol de boj que creo un importante incendio en la ciudad.
Los pontoneros colocaron grandes anclas con sirgas en diagonal a los puentes que iban a construir. Con ello evitaron perder tiempo clavando estacas para anclar aquellas estructuras provisionales de los puentes. Sin solución de continuidad, otras escuadras que habían seguido corriendo hacia el foso, lanzaron en el las balsas sobre las que descansarían los travesaños. Ahora la mitad de los hombres utilizaba sus mosquetes para proporcionar cobertura mientras el resto iba colocando las barcas formando una línea, que era fijada con las sirgas que las unían a las anclas a la vez que utilizaban travesaños para unirlas entre sí.
Ahora eran ya muchos los defensores que estaban llegando a las murallas, pero también el ejército había pasado al asalto y las formaciones de soldados se acercaban con rapidez a las murallas, mientras frente a estas los voluntarios continuaban construyendo los puentes colocando grandes pasarelas que ya habían traído hechas, sobre los pontones. En pocos minutos una docena de puentes habían sido construidos y por ellos corrieron los soldados para saltar sobre los muros de la ciudad, que fue incapaz de defenderse.
Tres días después, y tras el saqueo preceptivo, Pedro reunió a su ejército frente a la ciudad. una ciudad en la que había promovido medidas similares a las tomadas en Arnhem, las murallas serían destruidas por los propios habitantes de la ciudad, y sus materiales enviados por vía fluvial a los fuertes que el mismo estaba construyendo en zona leal. Ahora en cambio tenía asuntos más urgentes que atender.
—¡Caballeros! —gritó Pedro para que todos los soldados formados en la plaza le oyesen. —En tiempos del Imperio Romano al primer soldado en superar las murallas de una fortaleza enemiga le era concedida la “corona muralis”, una corona de oro con una forma que se asemejaba a las puertas de la ciudad que se sujetaba en la frente con una cinta. Una condecoración o premio militar cuya importancia solo era superada por la “corona cívica”, que se otorgaba a quien salvaba la vida de un ciudadano romano, siendo esta un cerco de ramas de roble.
Dos distinciones militares romanas, la muralis de oro, y la cívica de roble, importantes no por su material, sino por el honor que significaban para los poseedores. Tanto era su honor que el propio Julio César, el gran emperador romano, siempre era representado con la corona cívica en su cabeza.
Nosotros no tenemos ese tipo de condecoraciones, pero a cambio tenemos nuestras propias condecoraciones, con las que distinguimos a los soldados valerosos. Algunas, las cruces de guerras y las medallas militares que todos conocemos las puede conceder el comandante del ejército, que en este caso soy yo. Otras son automáticas, como las medallas al sufrimiento que se reciben al ser heridos en combate. Por ultimo están las más importantes de ellas, las que el comandante solo puede proponer y es una comisión la encargada de valorar si el soldado es merecedor de ella.
Esta condecoración es la Orden de Jaime I, la pequeña cruz de lapislázuli que otorga el reino de Valencia a aquellos soldados que luchan bajo las banderas de su Majestad que se han distinguido en combate con actos verdaderamente heroicos. Actos como el llevado a cabo por el soldado Alejandro Troitiño, perteneciente al tercio viejo de Sicilia, que fue el primer soldado en superar las murallas de la ciudad, encabezando el asalto que nos dio la victoria.
Por ello tengo el honor de promover al soldado Alejandro al empleo de sargento, al mismo tiempo que he cursado una orden para solicitar para él la Orden de Jaime I. El sargento Alejandro es un ejemplo a seguir para todos los integrantes de este ejército, y para cualquier hombre que se precie de ser soldado…
Los pontoneros colocaron grandes anclas con sirgas en diagonal a los puentes que iban a construir. Con ello evitaron perder tiempo clavando estacas para anclar aquellas estructuras provisionales de los puentes. Sin solución de continuidad, otras escuadras que habían seguido corriendo hacia el foso, lanzaron en el las balsas sobre las que descansarían los travesaños. Ahora la mitad de los hombres utilizaba sus mosquetes para proporcionar cobertura mientras el resto iba colocando las barcas formando una línea, que era fijada con las sirgas que las unían a las anclas a la vez que utilizaban travesaños para unirlas entre sí.
Ahora eran ya muchos los defensores que estaban llegando a las murallas, pero también el ejército había pasado al asalto y las formaciones de soldados se acercaban con rapidez a las murallas, mientras frente a estas los voluntarios continuaban construyendo los puentes colocando grandes pasarelas que ya habían traído hechas, sobre los pontones. En pocos minutos una docena de puentes habían sido construidos y por ellos corrieron los soldados para saltar sobre los muros de la ciudad, que fue incapaz de defenderse.
Tres días después, y tras el saqueo preceptivo, Pedro reunió a su ejército frente a la ciudad. una ciudad en la que había promovido medidas similares a las tomadas en Arnhem, las murallas serían destruidas por los propios habitantes de la ciudad, y sus materiales enviados por vía fluvial a los fuertes que el mismo estaba construyendo en zona leal. Ahora en cambio tenía asuntos más urgentes que atender.
—¡Caballeros! —gritó Pedro para que todos los soldados formados en la plaza le oyesen. —En tiempos del Imperio Romano al primer soldado en superar las murallas de una fortaleza enemiga le era concedida la “corona muralis”, una corona de oro con una forma que se asemejaba a las puertas de la ciudad que se sujetaba en la frente con una cinta. Una condecoración o premio militar cuya importancia solo era superada por la “corona cívica”, que se otorgaba a quien salvaba la vida de un ciudadano romano, siendo esta un cerco de ramas de roble.
Dos distinciones militares romanas, la muralis de oro, y la cívica de roble, importantes no por su material, sino por el honor que significaban para los poseedores. Tanto era su honor que el propio Julio César, el gran emperador romano, siempre era representado con la corona cívica en su cabeza.
Nosotros no tenemos ese tipo de condecoraciones, pero a cambio tenemos nuestras propias condecoraciones, con las que distinguimos a los soldados valerosos. Algunas, las cruces de guerras y las medallas militares que todos conocemos las puede conceder el comandante del ejército, que en este caso soy yo. Otras son automáticas, como las medallas al sufrimiento que se reciben al ser heridos en combate. Por ultimo están las más importantes de ellas, las que el comandante solo puede proponer y es una comisión la encargada de valorar si el soldado es merecedor de ella.
Esta condecoración es la Orden de Jaime I, la pequeña cruz de lapislázuli que otorga el reino de Valencia a aquellos soldados que luchan bajo las banderas de su Majestad que se han distinguido en combate con actos verdaderamente heroicos. Actos como el llevado a cabo por el soldado Alejandro Troitiño, perteneciente al tercio viejo de Sicilia, que fue el primer soldado en superar las murallas de la ciudad, encabezando el asalto que nos dio la victoria.
Por ello tengo el honor de promover al soldado Alejandro al empleo de sargento, al mismo tiempo que he cursado una orden para solicitar para él la Orden de Jaime I. El sargento Alejandro es un ejemplo a seguir para todos los integrantes de este ejército, y para cualquier hombre que se precie de ser soldado…
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Róterdam, 26 de julio
Pedro regreso a su tienda tras pasar revista al campamento del ejército construido extramuros de la ciudad. Durante la inspección había prestado especial atención a las condiciones de higiene y salubridad de las tropas, inspeccionando desde las letrina y baños, hasta las cocinas y comedores.
De momento las medidas sanitarias instauradas en el ejército estaban funcionando muy bien. La temida disentería no había aparecido entre las tropas españolas, algo en lo que sin duda tenía mucho que ver las grandes depuradoras portátiles que formaban parte de la dotación de las cocinas. Estas depuradoras eran carromatos en los que con la ayuda de mangueras y una bomba, el agua era succionada del río para pasar por una serie de barriles con filtros de piedras y tierra de diversos tamaños, algodón, carbón activo y seda, para por ultimo quedar expuesta al sol durante al menos media hora en un recipiente de cristal. Eso sin duda debía acabar con la mayor parte de los microorganismos que pudiese contener el agua, y la potabilizaba antes de su consumo.
Tan importante como lo anterior eran las medidas de higiene personal. Ahora todos los integrantes del ejército, desde el general a las lavanderas y las posibles seguidoras del campamento, estaban obligados a seguir un reglamento de higiene muy estricto. El baño era obligatorio una vez a la semana. Por supuesto bañarse en verano con agua fría era posible, pero en invierno sería totalmente contraproducente. Para solucionarlo se habían levantado unas grandes tiendas-baño en varios lugares del campamento. En ellas en lugar de emplear bañeras, que tendrían que ser compartidas empeorando la higiene, se había instalado una sauna y una caldera que calentaba el agua, que los hombres recogían en cubos. De esta forma podían lavarse de forma eficaz e individualizada con relativamente poca agua.
También se había asegurado de que había suficientes letrinas en el campamento. Estas letrinas se construían con rapidez cavando un agujero de al menos cinco varas de profundidad, sobre los que se instalaba una tarima de madera con una letrina, protegida por una tienda de campaña o una caseta de madera. Por supuesto tanto la letrina como la caseta debían tener ventilación para evitar los malos olores, y dentro de la caseta había un dispensador de papel higiénico, cuyo uso se había extendido como la espuma provocando problemas de abastecimiento (tenía que ir pensando en ampliar las fábricas de este papel). El sistema se completaba con un cubo de arena y otro de cal, con los que se cubrían los excrementos tras el uso de la letrina.
Por supuesto también había medidas de higiene diaria. El lavado de manos tras acudir a las letrinas era obligado. También era obligado el que tanto de los comensales como de las cocineras se lavasen las manos antes de tocar los alimentos. Los propios alimentos también se lavaban, y las cocineras debían asegurarse de hervir al menos durante veinte minutos los alimentos que cocinaban. Incluso se había instaurado un servicio de “veterinaria”, en el que un cirujano del ejército debía inspeccionar el estado de los alimentos antes de su consumo.
Para finalizar las medidas de higiene, o en este caso de policía, se inspeccionaban las ropas de los soldados periódicamente, asegurándose de que siempre vistiesen ropas limpias y en buen estado. De esta forma y gracias a los tratamientos a que las ropas eran sometidas en la lavandería, en la que eran rociadas con aguas de cidronela y algunas otras hierbas y plantas anti insectos, trataban de evitar la proliferación de pulgas y mosquitos, dos de los principales problemas que podían afectar a un ejército y que derivaban habitualmente en la proliferación de enfermedades como la malaria, el vómito negro, o el tifus…
Al entrar en la tienda de mando Salvador, su oficial de inteligencia, le estaba esperando. —Acaba de llegar un mensaje procedente de Bruselas comunicando que recibieron nuestra paloma. —explicó Salvador. —Está datado cinco días atrás, así que a estas alturas el general de la Cueva ya debe estar marchando con su ejército sobre Bolduque.
—Bien, bien, nuestros planes marchan según lo previsto. A partir de ahora nuestra misión será mantener el frente en este río, impidiendo que los holandeses marchen hacia el sur para auxiliar a sus ciudades que irán cayendo una a una en manos de Albuquerque. —respondió Pedro. —Ordenad a la caballería que se mantenga alerta, inspeccionando una y otra vez toda la zona para evitar sorpresas, y alertad también a todos vuestros agentes.
—Por supuesto, mi general. ¿Ordenáis alguna cosa más? —preguntó el viejo veterano.
—Sí, ya que estamos, averiguad si hay algunas aguas termales por la zona. —dijo Pedro.
Pedro regreso a su tienda tras pasar revista al campamento del ejército construido extramuros de la ciudad. Durante la inspección había prestado especial atención a las condiciones de higiene y salubridad de las tropas, inspeccionando desde las letrina y baños, hasta las cocinas y comedores.
De momento las medidas sanitarias instauradas en el ejército estaban funcionando muy bien. La temida disentería no había aparecido entre las tropas españolas, algo en lo que sin duda tenía mucho que ver las grandes depuradoras portátiles que formaban parte de la dotación de las cocinas. Estas depuradoras eran carromatos en los que con la ayuda de mangueras y una bomba, el agua era succionada del río para pasar por una serie de barriles con filtros de piedras y tierra de diversos tamaños, algodón, carbón activo y seda, para por ultimo quedar expuesta al sol durante al menos media hora en un recipiente de cristal. Eso sin duda debía acabar con la mayor parte de los microorganismos que pudiese contener el agua, y la potabilizaba antes de su consumo.
Tan importante como lo anterior eran las medidas de higiene personal. Ahora todos los integrantes del ejército, desde el general a las lavanderas y las posibles seguidoras del campamento, estaban obligados a seguir un reglamento de higiene muy estricto. El baño era obligatorio una vez a la semana. Por supuesto bañarse en verano con agua fría era posible, pero en invierno sería totalmente contraproducente. Para solucionarlo se habían levantado unas grandes tiendas-baño en varios lugares del campamento. En ellas en lugar de emplear bañeras, que tendrían que ser compartidas empeorando la higiene, se había instalado una sauna y una caldera que calentaba el agua, que los hombres recogían en cubos. De esta forma podían lavarse de forma eficaz e individualizada con relativamente poca agua.
También se había asegurado de que había suficientes letrinas en el campamento. Estas letrinas se construían con rapidez cavando un agujero de al menos cinco varas de profundidad, sobre los que se instalaba una tarima de madera con una letrina, protegida por una tienda de campaña o una caseta de madera. Por supuesto tanto la letrina como la caseta debían tener ventilación para evitar los malos olores, y dentro de la caseta había un dispensador de papel higiénico, cuyo uso se había extendido como la espuma provocando problemas de abastecimiento (tenía que ir pensando en ampliar las fábricas de este papel). El sistema se completaba con un cubo de arena y otro de cal, con los que se cubrían los excrementos tras el uso de la letrina.
Por supuesto también había medidas de higiene diaria. El lavado de manos tras acudir a las letrinas era obligado. También era obligado el que tanto de los comensales como de las cocineras se lavasen las manos antes de tocar los alimentos. Los propios alimentos también se lavaban, y las cocineras debían asegurarse de hervir al menos durante veinte minutos los alimentos que cocinaban. Incluso se había instaurado un servicio de “veterinaria”, en el que un cirujano del ejército debía inspeccionar el estado de los alimentos antes de su consumo.
Para finalizar las medidas de higiene, o en este caso de policía, se inspeccionaban las ropas de los soldados periódicamente, asegurándose de que siempre vistiesen ropas limpias y en buen estado. De esta forma y gracias a los tratamientos a que las ropas eran sometidas en la lavandería, en la que eran rociadas con aguas de cidronela y algunas otras hierbas y plantas anti insectos, trataban de evitar la proliferación de pulgas y mosquitos, dos de los principales problemas que podían afectar a un ejército y que derivaban habitualmente en la proliferación de enfermedades como la malaria, el vómito negro, o el tifus…
Al entrar en la tienda de mando Salvador, su oficial de inteligencia, le estaba esperando. —Acaba de llegar un mensaje procedente de Bruselas comunicando que recibieron nuestra paloma. —explicó Salvador. —Está datado cinco días atrás, así que a estas alturas el general de la Cueva ya debe estar marchando con su ejército sobre Bolduque.
—Bien, bien, nuestros planes marchan según lo previsto. A partir de ahora nuestra misión será mantener el frente en este río, impidiendo que los holandeses marchen hacia el sur para auxiliar a sus ciudades que irán cayendo una a una en manos de Albuquerque. —respondió Pedro. —Ordenad a la caballería que se mantenga alerta, inspeccionando una y otra vez toda la zona para evitar sorpresas, y alertad también a todos vuestros agentes.
—Por supuesto, mi general. ¿Ordenáis alguna cosa más? —preguntó el viejo veterano.
—Sí, ya que estamos, averiguad si hay algunas aguas termales por la zona. —dijo Pedro.
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Un soldado de cuatro siglos
Mientras tanto al sur
—He estado hablando con los hombres y sepa vuesa excelencia que están muy animados, y se muestran seguros de la victoria.—estaba diciendo uno de los hombres de confianza del Duque de Albuquerque.
—El tratamiento correcto en armas es, ¡Mi general! Recordad que así es como os debéis dirigir a mí utilizando las nuevas fórmulas militares, Don Hipólito. Si no damos ejemplo le hacemos un flaco favor al ejército de su majestad. —respondió el duque, convertido en el comandante del 2º cuerpo de ejército.
—Si mi general, como vuesa excelencia ordene. —obedeció el caballero.—Es la falta de costumbre.
—No pasa nada, pero tratad de acostumbraros. ¿Decíais que la moral está alta?
—Sí exce…perdón otra vez, mi general. Sí, decía que el desánimo de los hombres que sufrieron estos soldados cuando el general Llopis no los seleccionó para su ejército y se vieron obligados a quedarse atrás, ha desaparecido. Ahora todo el ejército sabe que vamos a asaltar las ciudades herejes y esperan ansiosos la oportunidad de saqueo que eso supondrá.
—¿No los intranquiliza el que no sea el Lobo quien los manda en esos asaltos? —quiso saber el duque de Albuquerque.
—Confían en vuesa excelencia, mi señor… perdón, mi general. —Al fin y al cabo fuisteis seleccionado por el propio general Llopis para esta labor, y este ejército también forma parte de las fuerzas del general Llopis, por lo que confían en que las ciudades tampoco supongan un obstáculo para vos.
—Me alegra oír tal cosa, Don Hipólito, prestad atención a las inquietudes de las tropas. —respondió el duque. —El general Llopis ha creado una barrera para nosotros en el Lek, según sus palabras “creando una bolsa”. Ahora es nuestra tarea ir destruyendo las ciudades que han quedado aisladas en ella, una a una… Solo espero que podamos hacerlo igual de bien que el primer cuerpo de ejército.
—lo haremos, mi general. Con la ayuda de esos morteros…
—He estado hablando con los hombres y sepa vuesa excelencia que están muy animados, y se muestran seguros de la victoria.—estaba diciendo uno de los hombres de confianza del Duque de Albuquerque.
—El tratamiento correcto en armas es, ¡Mi general! Recordad que así es como os debéis dirigir a mí utilizando las nuevas fórmulas militares, Don Hipólito. Si no damos ejemplo le hacemos un flaco favor al ejército de su majestad. —respondió el duque, convertido en el comandante del 2º cuerpo de ejército.
—Si mi general, como vuesa excelencia ordene. —obedeció el caballero.—Es la falta de costumbre.
—No pasa nada, pero tratad de acostumbraros. ¿Decíais que la moral está alta?
—Sí exce…perdón otra vez, mi general. Sí, decía que el desánimo de los hombres que sufrieron estos soldados cuando el general Llopis no los seleccionó para su ejército y se vieron obligados a quedarse atrás, ha desaparecido. Ahora todo el ejército sabe que vamos a asaltar las ciudades herejes y esperan ansiosos la oportunidad de saqueo que eso supondrá.
—¿No los intranquiliza el que no sea el Lobo quien los manda en esos asaltos? —quiso saber el duque de Albuquerque.
—Confían en vuesa excelencia, mi señor… perdón, mi general. —Al fin y al cabo fuisteis seleccionado por el propio general Llopis para esta labor, y este ejército también forma parte de las fuerzas del general Llopis, por lo que confían en que las ciudades tampoco supongan un obstáculo para vos.
—Me alegra oír tal cosa, Don Hipólito, prestad atención a las inquietudes de las tropas. —respondió el duque. —El general Llopis ha creado una barrera para nosotros en el Lek, según sus palabras “creando una bolsa”. Ahora es nuestra tarea ir destruyendo las ciudades que han quedado aisladas en ella, una a una… Solo espero que podamos hacerlo igual de bien que el primer cuerpo de ejército.
—lo haremos, mi general. Con la ayuda de esos morteros…
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
- tercioidiaquez
- Mariscal de Campo
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Un soldado de cuatro siglos
La "Santa que"...
-Compaña, la Santa Compaña. Así es como en el norte llaman a esos españoles.
-¿Porque?-pregunto el monarca portugués.
-Nadie les ve, tan solo de noche cuando atacan y quemas cosechas, campamentos etc...No son mas que sombras en la oscuridad.
-¿Y dice que no han matado a ninguno?
El Maestre de campo portugués respondió visiblemente enfadado al rey. Ya se lo había explicado varias veces.
-Claro que hemos matado a alguno, pero se llevan los cuerpos. Hemos encontrado restos de sangre pero no dejan sus cuerpos a la vista. Eso hace que los campesinos los tengan por soldados con poderes sobrehumanos.
-¿Y en el resto de la frontera?
-No se ven nuevas aglomeraciones de tropas en Extremadura. No parece que los españoles tengan hombres para invadirnos, de momento...
-¿Recibiremos alguna ayuda?
-Los holandeses bastante tienen con lo suyo, lo mismo que los franceses. Los ingleses han prometido enviarnos algún regimiento. Pero nos costará caro y con el comercio interrumpido, me temo que vamos a tener que hipotecarnos por muchos años Majestad.
-Compaña, la Santa Compaña. Así es como en el norte llaman a esos españoles.
-¿Porque?-pregunto el monarca portugués.
-Nadie les ve, tan solo de noche cuando atacan y quemas cosechas, campamentos etc...No son mas que sombras en la oscuridad.
-¿Y dice que no han matado a ninguno?
El Maestre de campo portugués respondió visiblemente enfadado al rey. Ya se lo había explicado varias veces.
-Claro que hemos matado a alguno, pero se llevan los cuerpos. Hemos encontrado restos de sangre pero no dejan sus cuerpos a la vista. Eso hace que los campesinos los tengan por soldados con poderes sobrehumanos.
-¿Y en el resto de la frontera?
-No se ven nuevas aglomeraciones de tropas en Extremadura. No parece que los españoles tengan hombres para invadirnos, de momento...
-¿Recibiremos alguna ayuda?
-Los holandeses bastante tienen con lo suyo, lo mismo que los franceses. Los ingleses han prometido enviarnos algún regimiento. Pero nos costará caro y con el comercio interrumpido, me temo que vamos a tener que hipotecarnos por muchos años Majestad.
“…Las piezas de campaña se perdieron; bandera de español ninguna…” Duque de Alba tras la batalla de Heiligerlee.
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Un soldado de cuatro siglos
Valencia, 28 de agosto de 1643
—Cada vez que vengo a la ciudad, esta está irreconocible. —dijo el Rey Felipe III de Valencia, y IV de las Españas.
—La ciudad cambia día a día, majestad. —respondió el Virrey Rodrigo Ponce de León, duque de Arcos. —Cada día se abren nuevos negocios, se inicia la construcción de nuevas casas o la reforma de las antiguas, y cada día llegan decenas de personas de toda Europa dispuestas a probar suerte en la ciudad…y no todos son bienhechores.
El monarca había viajado a Valencia para reunirse con el Gran Maestre de la Orden de Malta, Juan de Lascaris Castellar y Ventimiglia, quien debía llegar cualquier día de aquellos. El viaje del monarca desde Madrid había sido más rápido de lo esperado gracias a las nuevas calzadas y las postas que se estaban construyendo por toda la península, y eso le daba al monarca la oportunidad de visitar y disfrutar de la ciudad, especialmente de su vida nocturna.
—¿Algún problema que deba preocuparnos?—preguntó el rey con un dejo de preocupación.
—Como bien sabéis, en el reino de acumulan muchos de los mayores avances de nuestros tiempos. La porcelana europea, el cristal (de gran tamaño) y los espejos, los relojes y cronómetros marinos, las manufacturas de metal como los quinqués, cocinas económicas, máquinas de coser y artillería moderna, y eso solo en cuanto a máquinas que los enemigos de vuestra majestad ansían conocer, porque a esto se sumarían los estudios que desarrolla la universidad de Valencia. —explicó el Virrey mientras el carruaje recorría la Avenida Real de regreso a Palacio. De esa forma pudieron contemplar los nuevos edificios de gobierno construidos por el hijo del Greco, Jorge Manuel Theotocópuli. Entre ellos el palacete en el que se alojaría el Gran Maestre Juan de Lascaris.
—¿Estáis diciendo que hay espías que van tras esos inventos? —preguntó el monarca para confirmar la espinosa noticia.
—La ciudad está repleta de ellos, la mayoría trabajan para gobiernos extranjeros, pero os sorprendería cuantos aventureros y artesanos vienen por cuenta propia para probar fortuna.
—¿Haréis algo por controlarlos?
—Nuestros propios agentes tratan de seguir a los espías enemigos, y las factorías tienen su propio servicio de seguridad. —respondió el virrey.
—Entiendo que con agentes os referís a ese “Servicio Secreto” que creo el marqués del puerto mientras fue Virrey.
—A ellos, y también a la policía que creo el conde de Mayalde, Fernando de Borja. —explicó el virrey. Unos actúan desde las sombras contra vuestros enemigos, sean agentes extranjeros, herejes o traidores, mientras tanto la policía persigue a quienes cometen delitos, sean comunes o de lesa majestad.
—Cada vez que vengo a la ciudad, esta está irreconocible. —dijo el Rey Felipe III de Valencia, y IV de las Españas.
—La ciudad cambia día a día, majestad. —respondió el Virrey Rodrigo Ponce de León, duque de Arcos. —Cada día se abren nuevos negocios, se inicia la construcción de nuevas casas o la reforma de las antiguas, y cada día llegan decenas de personas de toda Europa dispuestas a probar suerte en la ciudad…y no todos son bienhechores.
El monarca había viajado a Valencia para reunirse con el Gran Maestre de la Orden de Malta, Juan de Lascaris Castellar y Ventimiglia, quien debía llegar cualquier día de aquellos. El viaje del monarca desde Madrid había sido más rápido de lo esperado gracias a las nuevas calzadas y las postas que se estaban construyendo por toda la península, y eso le daba al monarca la oportunidad de visitar y disfrutar de la ciudad, especialmente de su vida nocturna.
—¿Algún problema que deba preocuparnos?—preguntó el rey con un dejo de preocupación.
—Como bien sabéis, en el reino de acumulan muchos de los mayores avances de nuestros tiempos. La porcelana europea, el cristal (de gran tamaño) y los espejos, los relojes y cronómetros marinos, las manufacturas de metal como los quinqués, cocinas económicas, máquinas de coser y artillería moderna, y eso solo en cuanto a máquinas que los enemigos de vuestra majestad ansían conocer, porque a esto se sumarían los estudios que desarrolla la universidad de Valencia. —explicó el Virrey mientras el carruaje recorría la Avenida Real de regreso a Palacio. De esa forma pudieron contemplar los nuevos edificios de gobierno construidos por el hijo del Greco, Jorge Manuel Theotocópuli. Entre ellos el palacete en el que se alojaría el Gran Maestre Juan de Lascaris.
—¿Estáis diciendo que hay espías que van tras esos inventos? —preguntó el monarca para confirmar la espinosa noticia.
—La ciudad está repleta de ellos, la mayoría trabajan para gobiernos extranjeros, pero os sorprendería cuantos aventureros y artesanos vienen por cuenta propia para probar fortuna.
—¿Haréis algo por controlarlos?
—Nuestros propios agentes tratan de seguir a los espías enemigos, y las factorías tienen su propio servicio de seguridad. —respondió el virrey.
—Entiendo que con agentes os referís a ese “Servicio Secreto” que creo el marqués del puerto mientras fue Virrey.
—A ellos, y también a la policía que creo el conde de Mayalde, Fernando de Borja. —explicó el virrey. Unos actúan desde las sombras contra vuestros enemigos, sean agentes extranjeros, herejes o traidores, mientras tanto la policía persigue a quienes cometen delitos, sean comunes o de lesa majestad.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
—Espero que vuestro alojamiento sea de vuestro agrado. —dijo el monarca cuando por fin se reunió con el Gran Maestre Juan de Lascaris.
—El palacio que nos ofreció el marques es perfecto, Majestad, no dudéis en comunicarle nuestro agradecimiento. —respondió el gran maestre refiriéndose a uno de los palacios que el marqués del Puerto tenía en la zona noble de la ciudad y que había ofrecido al gran maestre para la ocasión.
La reunión empezó con buen pie. La visita del gran maestre obedecía a la proyectada conquista de los santos lugares, que había entrado en hiato a causa de la tregua con el sultán que había permitido a las fuerzas armadas españolas concentrarse en el continente europeo. Por desgracias esas guerras absorbían el grueso de las fuerzas de la monarquía, con decenas de miles de soldados en armas en Flandes, Italia y la propia España, donde se luchaba en tres frentes. A esto se sumaban las fuerzas desplegadas en campañas en Ultramar, con miles de hombres destacados en una campaña de conquistas de las posesiones portuguesas y holandesas en las Indias.
—El turco ha contratado carpinteros ingleses y holandeses y está rehaciendo su armada con rapidez, y no galeras, sino que está construyendo grandes galeones en gran cantidad. —explicaba el gran maestre Juan de Lascaris refiriéndose a las decenas de naves mancas, naos y galeones principalmente que se estaban construyendo y armando en los puertos turcos. —Si no lo impedimos, en unos años perderemos todo el terreno ganado en los últimos lustros.
—Lo que decís es sumamente preocupante, excelencia. —respondió el monarca. —Sin duda me gustaría apoyaros, pero ahora mismo el Consejo me comunica que no estamos en disposición de hacerlo. No tenemos suficientes tropas, y tampoco los dineros necesarios para contratarlas ya equiparlas.
—Majestad. Prometisteis vuestro apoyo para la reconquista de los Santos Lugares. —contraatacó de Lascaris.
—Y mantengo mi promesa. —esquivo el monarca. —Es nuestro deseo que el Santo Sepulcro regrese a manos cristianas y pondremos todo nuestro empeño en ello. Pero necesitamos tiempo para prepararnos para ello.
—¿Qué hay que preparar? Majestad, al Santo Padre le disgustó especialmente la tregua con el Sultán, y ha manifestado su interés en que volváis vuestros ojos hacia el Mediterráneo una vez más. —volvió a atacar el gran maestre.
—Excelencia. El Consejo de Estado y de Guerra ha preparado un informe cifrando las necesidades para conquistar Palestina. —respondió el rey de las Españas, sin contar que el Consejo de Estado se había mostrado totalmente en contra de atacar Palestina y aún romper la tregua hasta que no solucionasen el problema en el norte. —os entregaremos el informe para que lo estudiéis y aportéis vuestra opinión. Sí, el turco se está rearmando, pero nosotros hacemos lo mismo, por desgracia la guerra con Francia y en Flandes consume demasiados de nuestros recursos.
El Gran Maestre miró brevemente el mencionado informe que le entregó uno de los escribientes. —tomaos vuestro tiempo excelencia. Nos gustaría contar con el apoyo de La Religión para esta empresa, no solo con vuestro valor que conocemos de antiguo, pues hemos luchado codo con codo en numerosas ocasiones, la última de ellas en Egipto, sino también con vuestro apoyo pecuniario.
—¿Cuál sería ese apoyo, Majestad? —preguntó Juan de Lascaris.
—Ayudadnos a adquirir armas y abastecimientos para completar esa lista, excelencia. Entre vos, los Estados Pontificios, y nos, podemos rehacer la Liga Santa Alianza con ese objetivo, y cuantos más aliados atraigamos a la causa antes seremos capaces de hacerlo.
—El palacio que nos ofreció el marques es perfecto, Majestad, no dudéis en comunicarle nuestro agradecimiento. —respondió el gran maestre refiriéndose a uno de los palacios que el marqués del Puerto tenía en la zona noble de la ciudad y que había ofrecido al gran maestre para la ocasión.
La reunión empezó con buen pie. La visita del gran maestre obedecía a la proyectada conquista de los santos lugares, que había entrado en hiato a causa de la tregua con el sultán que había permitido a las fuerzas armadas españolas concentrarse en el continente europeo. Por desgracias esas guerras absorbían el grueso de las fuerzas de la monarquía, con decenas de miles de soldados en armas en Flandes, Italia y la propia España, donde se luchaba en tres frentes. A esto se sumaban las fuerzas desplegadas en campañas en Ultramar, con miles de hombres destacados en una campaña de conquistas de las posesiones portuguesas y holandesas en las Indias.
—El turco ha contratado carpinteros ingleses y holandeses y está rehaciendo su armada con rapidez, y no galeras, sino que está construyendo grandes galeones en gran cantidad. —explicaba el gran maestre Juan de Lascaris refiriéndose a las decenas de naves mancas, naos y galeones principalmente que se estaban construyendo y armando en los puertos turcos. —Si no lo impedimos, en unos años perderemos todo el terreno ganado en los últimos lustros.
—Lo que decís es sumamente preocupante, excelencia. —respondió el monarca. —Sin duda me gustaría apoyaros, pero ahora mismo el Consejo me comunica que no estamos en disposición de hacerlo. No tenemos suficientes tropas, y tampoco los dineros necesarios para contratarlas ya equiparlas.
—Majestad. Prometisteis vuestro apoyo para la reconquista de los Santos Lugares. —contraatacó de Lascaris.
—Y mantengo mi promesa. —esquivo el monarca. —Es nuestro deseo que el Santo Sepulcro regrese a manos cristianas y pondremos todo nuestro empeño en ello. Pero necesitamos tiempo para prepararnos para ello.
—¿Qué hay que preparar? Majestad, al Santo Padre le disgustó especialmente la tregua con el Sultán, y ha manifestado su interés en que volváis vuestros ojos hacia el Mediterráneo una vez más. —volvió a atacar el gran maestre.
—Excelencia. El Consejo de Estado y de Guerra ha preparado un informe cifrando las necesidades para conquistar Palestina. —respondió el rey de las Españas, sin contar que el Consejo de Estado se había mostrado totalmente en contra de atacar Palestina y aún romper la tregua hasta que no solucionasen el problema en el norte. —os entregaremos el informe para que lo estudiéis y aportéis vuestra opinión. Sí, el turco se está rearmando, pero nosotros hacemos lo mismo, por desgracia la guerra con Francia y en Flandes consume demasiados de nuestros recursos.
El Gran Maestre miró brevemente el mencionado informe que le entregó uno de los escribientes. —tomaos vuestro tiempo excelencia. Nos gustaría contar con el apoyo de La Religión para esta empresa, no solo con vuestro valor que conocemos de antiguo, pues hemos luchado codo con codo en numerosas ocasiones, la última de ellas en Egipto, sino también con vuestro apoyo pecuniario.
—¿Cuál sería ese apoyo, Majestad? —preguntó Juan de Lascaris.
—Ayudadnos a adquirir armas y abastecimientos para completar esa lista, excelencia. Entre vos, los Estados Pontificios, y nos, podemos rehacer la Liga Santa Alianza con ese objetivo, y cuantos más aliados atraigamos a la causa antes seremos capaces de hacerlo.
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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Un soldado de cuatro siglos
Róterdam, 2 de octubre
Como todas las noches Pedro leía los informes de operaciones para hacerse una composición de la situación general en el frente. Una costumbre que le permitía tomar las decisiones necesarias cada noche, anticipándose a sus enemigos de forma que fuese capaz de sorprenderlos y mantener la iniciativa española.
Durante las últimas semanas eran varias las localidades que habían caído ante el cuerpo de ejército puesto bajo el mando del Duque de Alburquerque, de forma que las bolsa que había quedado tras él estaba siendo suprimida de forma lenta pero constante. Todo parecía ir según los planes, y los pocos intentos de socorro holandeses habían sido bloqueados por las maniobras de su propio cuerpo de ejército. Tal era la situación que de seguir a ese ritmo, esperaba haber controlado toda la zona al sur del río Lek antes de la próxima primavera, quedando entonces en disposición de reemprender las operaciones ofensivas sobre el norte.
Sin embargo ahora tenía otro motivo de preocupación, y este era la enfermedad. Según la información que obraba en su poder, todo había empezado en Inglaterra ese mismo año. La isla sufría una fiebre epidémica de la que pocos estaban escapando, y se comentaba que empezaban a aparecer los primeros síntomas pestilentes…(su memoria fallaba, pero ¿no hubo una peste en Londres por esas fechas? y luego un incendio…o tal vez fue al revés…a estas alturas más que por los libros de historia recordaba unas historias gráficas de “El Corsario de Hierro” en las que se mencionaba)…
Como fuere, aquella fiebre epidémica había saltado con facilidad a unas Provincias Unidas debilitadas por la guerra, posiblemente en alguno de los barcos costeros que hacían negocios con Inglaterra, uno de los pocos lugares en los que aún eran capaces de comerciar. Aquello suponía un serio problema pues debía asegurarse en la medida de lo posible, de que la enfermedad no saltase a sus propias filas.
Debía plantearse que medidas tomar…
Como todas las noches Pedro leía los informes de operaciones para hacerse una composición de la situación general en el frente. Una costumbre que le permitía tomar las decisiones necesarias cada noche, anticipándose a sus enemigos de forma que fuese capaz de sorprenderlos y mantener la iniciativa española.
Durante las últimas semanas eran varias las localidades que habían caído ante el cuerpo de ejército puesto bajo el mando del Duque de Alburquerque, de forma que las bolsa que había quedado tras él estaba siendo suprimida de forma lenta pero constante. Todo parecía ir según los planes, y los pocos intentos de socorro holandeses habían sido bloqueados por las maniobras de su propio cuerpo de ejército. Tal era la situación que de seguir a ese ritmo, esperaba haber controlado toda la zona al sur del río Lek antes de la próxima primavera, quedando entonces en disposición de reemprender las operaciones ofensivas sobre el norte.
Sin embargo ahora tenía otro motivo de preocupación, y este era la enfermedad. Según la información que obraba en su poder, todo había empezado en Inglaterra ese mismo año. La isla sufría una fiebre epidémica de la que pocos estaban escapando, y se comentaba que empezaban a aparecer los primeros síntomas pestilentes…(su memoria fallaba, pero ¿no hubo una peste en Londres por esas fechas? y luego un incendio…o tal vez fue al revés…a estas alturas más que por los libros de historia recordaba unas historias gráficas de “El Corsario de Hierro” en las que se mencionaba)…
Como fuere, aquella fiebre epidémica había saltado con facilidad a unas Provincias Unidas debilitadas por la guerra, posiblemente en alguno de los barcos costeros que hacían negocios con Inglaterra, uno de los pocos lugares en los que aún eran capaces de comerciar. Aquello suponía un serio problema pues debía asegurarse en la medida de lo posible, de que la enfermedad no saltase a sus propias filas.
Debía plantearse que medidas tomar…
A todo hombre tarde o temprano le llega la muerte ¿Y cómo puede morir mejor un hombre que afrontando temibles opciones, defendiendo las cenizas de sus padres y los templos de sus dioses?" T. M.
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