Crisis. El Visitante, tercera parte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Mientras iba disponiendo la caza del Alto, Gerard también intentó saber de dónde venía. No se engañaba; no encontraría a una novia llorosa enviando cartas a la nueva dirección del espía. Pero conociendo su origen tal vez pudiera llegar a saber algo sobre sus habilidades y su peligrosidad.
Aparentemente sería imposible. Tan solo se sabía que Joachim había organizado la cita de la Hauptbahnhof ¿Significaba que el Alto había llegado en tren? Tal vez. La cola en la que había esperado a Jenner hacía sido la de la taquilla del Metro; era razonable pensar que el Alto había pensado en enlazar ahí. Pero también era posible que hubiese llegado a cualquier otra estación y se hubiese trasladado tal vez en metro, tal vez por otros medios, hasta la estación. Incluso era posible que hubiese llegado a Berlín de otra manera. Por carretera era improbable: demasiados controles, aunque tal vez un ciclista pudiese eludirlos. Pero no era la única forma. Berlín se comunicaba con los grandes ríos de Alemania y con el Báltico mediante canales, por los que circulaban barcazas tripuladas por Dios sabe qué gentes. Hasta pudiera ser que el Alto fuese un soldado desertor del ejército alemán o de algún otro país. Lo que no creía es que resultase ser un agente durmiente. De serlo ¿a qué tantas prisas? Un agente durmiente hubiese tenido todo preparado, y tras ser activado Dios sabe de qué manera, puede que por alguno de esos mensajitos que emitía Radio Londres, hubiese pasado a la acción sin que absolutamente nadie hubiese notado nada. No, las prisas con las que había actuado Joachim no solo apuntaban a una orden perentoria de Moscú, sino a que el recién llegado era eso, un recién llegado al Reich. Además, que la cita se hubiese producido a una hora concreta hacía pensar en horarios, más concretamente en los de tren. Sería la primera posibilidad a descartar.
Tras advertir a Schellenberg, la Central inició un registro masivo de la estación. Policías uniformados la cerraron, interrogaron a todos los transeúntes y les exigieron su identificación; la redada atrapó a media docena de carteristas, a dos desertores y a algunos arrapiezos que huían de sus familias. Gerard tampoco esperaba demasiado, pero ese cierre de la estación era el pretexto para otros tipos de búsqueda. Por desgracia, no había registros de entradas y salidas, sino tan solo de movimientos de trenes, e incluso estos eran difíciles de interpretar pues en un apartado se indicaba no la hora real de llegada sino la prevista, y en otro el retraso. Además había suficientes discrepancias como para sospechar que los registros no eran completos, seguramente porque el jefe de la estación ocultaba las demoras para dar impresión de eficiencia. En definitiva, era un sistema tan confuso que no parecía alemán, y que no permitió sacar nada en claro. El Alto podría haber llegado desde cualquier rincón de Europa.
Sin embargo en una papelera se encontró una pista: un papel manchado de grasa y salsa en el que parecía adivinarse un sello oficial. El contenido de esa papelera y el de las cercanas fue rescatado y revisado minuciosamente. En varias se encontraron restos del mismo documento, un ausweiss que pudo ser reconstruido parcialmente. Correspondía a un trabajador inmigrante, pero por desgracia su nombre y parte de los datos habían sido cuidadosamente destruidos manchándolos con salsa y frotando. Pero pudo reconocerse el sello puesto en Lübeck el día anterior. A partir de ahí fue una labor de niños para las máquinas de la Central: ese puerto de Lübeck era uno de los más activos del Báltico, el que escogería un agente para infiltrarse en el Reich, y por tanto especialmente controlado. Durante la semana anterior habían llegado muchos vapores, pero ninguno llevaba trabajadores para Alemania, ni habían denunciado deserciones. Pero en tres casos el registro de salidas a tierra no concordaba con el de vueltas. En dos se trataba de barcos alemanes que se dedicaban al cabotaje. El otro era el Ada Gordon, un carguero sueco de los que llevaban el hierro tan necesario para la industria. Un hombre llamado Tuomas Riutta, finés, no se había presentado antes de que el buque zarpara. Según declaró el contramaestre, el tal Riutta iba diciendo que quería trabajar en Alemania.
La Central no pudo llegar más allá. Aun suponiendo que su existencia fuese conocida, no tenía poder para investigar en Suecia o en Finlandia. Simplemente se asignó al Ada Gordon la etiqueta de sospechoso, y en el futuro se revisaría con cuidado cualquier marinero que llegase con él. Respecto a ese Riutta, revisando el ausweiss encontrado en la Hauptbahnhof, las marcas podrían corresponder con su nombre. El agente —pues el Director estaba seguro de que era él— había debido cambiar de personalidad. No le extrañaba, pues le hubiese sorprendido que el soviético —no tenía dudas de que lo era— hubiese seguido empleando el mismo nombre.
Sabiendo el buque en el que había llegado, con todo, la Central pudo aventurar algunas hipótesis. Llegando en un mercante sueco, seguramente tendría rasgos nórdicos. Había empleado documentación finesa, pero era como no decir nada, pues el finés era una lengua extraña y los tripulantes suecos no podrían distinguir entre un finlandés nativo y alguien que lo chapurreaba. El Director aventuró que el infiltrado, yendo solo, hablaría bastante bien el alemán. También imaginó que el NKVD estaría intentando mantener en secreto la operación; eso significaba que en Rusia el agente podría hacerse pasar por cualquier otro ruso, y que por tanto dominaría bien esa lengua. Esa combinación descartaba casi con seguridad que proviniese de alguna república báltica, y apuntaba a la minoría alemana de Rusia, o tal vez a algún finés de la Carelia rusa. Menos probable sería que se tratase de un comunista exiliado al que sus amos mandaban de nuevo al Reich, pues los desterrados habían sido perseguidos por la policía estalinista, y los pocos que no estaban bajo tierra o en algún campo del Ártico, eran vigilados de cerca. Es decir, que el Alto hablaría un buen alemán aunque con bastante acento, y se haría pasar o por un emigrante que volvía —peligroso por ser demasiado sospechoso— o por un trabajador extranjero. Ya sabía lo suficiente para acotar la búsqueda.
Por desgracia para Jenner, había que rematar la operación. Joachim lo había quemado como agente con su peligrosa maniobra. Gerard había ordenado el registro público de la estación no tanto porque fuese necesario —tenía otros medios más discretos de revisar las papeleras— sino por darle el gusto a Joachim. De no haber respuesta de la policía germana hubiese podido sospechar. El escándalo que había montado en la Hauptbahnhof casi con seguridad llegaría a oídos de la embajada soviética, que al mismo tiempo que apreciasen la rapidez de la reacción germana se felicitarían pensando en que ellos habían sido más rápidos. Pero eso dejaba expuesto a Jenner. Esa misma noche la policía escenificó el asalto a su apartamento, y los vecinos, por las mirillas, pudieron ver las facciones preocupadas de su hasta entonces afable vecino. La preocupación no era fingida pues Jenner no sabía si la promesa que Gerard le había hecho de perdonarle la vida era cierta. Lo que sí sabía es que no iría a una cárcel normal en la que pudiese hablar con otros presos y delatar los tejemanejes de la Central.
Días después prisión de Landsberg recibió un nuevo inquilino. Tenía prohibida la comunicación con otros internos bajo pena de muerte.
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Quedaba otro cabo suelto que preocupaba a Gerard. Por las manos de Joli estaba pasando todo tipo de paquetería, que incluía varios carretes de fotos. Se habían atrevido a revelar uno, sustituyéndolo luego por otro oportunamente «quemado». Eran fotos de una ciudad provinciana y en una de las tomas se podía ver el cartel de una «boulangerie». Había marcas de humedad que apuntaban a algún lugar lluvioso: debía tratarse de Bélgica o el norte de Francia. Pero el fotógrafo se había entretenido en retratar calles, esquinas, edificios grises, y no había captado monumentos que pudieran dar pistas. A lo sumo, se veía que una calle estaba en cuesta. Seguramente las fotos esclarecedoras estaban en alguno de los carretes que se habían dejado pasar.
Gerard estaba preocupado pues esas tomas mostraban que había algún tipo de actividad soviética que no estaba consiguiendo rastrear. Iba a tener que arriesgarse: el siguiente carrete que llegó a Joli también se «veló». En realidad fue sustituido por uno que reproducía exactamente las marcas del original, incluyendo las señales de arrastre de la cámara. Señales que, estudiadas, demostraron que había sido una máquina Leica 1937 la empleada por el anónimo autor. De nuevo, un callejón sin salida, porque era la cámara preferida de los fotoperiodistas y de muchos aficionados por tener una óptica excepcional. Su tamaño reducido, que hacía que se pudiese llevar incluso en el bolsillo de un abrigo, era ideal para usos clandestinos, aunque sin olvidar que en medio de una guerra no sobraba la película. Esa era una pista: una o varias personas estaban usando película fotográfica, un material escaso y caro que se encontraba con dificultad. Además los carretes tenían números de serie; hasta ahora la Central no se había preocupado por ellos pero ahora iba a darse una vuelta por Agfa, a ver si tenían registros y podían localizar quién los adquiría y a qué manos habían llegado.
Además este último carrete tenía detalles interesantes. Debía ser otra parte de la ciudad porque las calles eran amplias con edificios monumentales. El fotógrafo se había entretenido en captar una y otra vez una plaza de grandes dimensiones, en cuyo centro había un gran mástil en el que ondeaba una bandera alemana.
Gerard reconoció el lugar y sintió un sudor frío.
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Nicole, muero por volver a veros, por tener a Marcel en mis brazos, por lanzarlo al aire mientras el chiquillo da gritos de alegría y temor a la vez. Pero lo que realmente adoro es volver a tenerte entre mis brazos. Quiero besarte, quiero fundirme en ti. Quiero estar contigo y cada vez te siento más próxima porque estoy logrando abrir las puertas que nos separan. Pero todavía queda una, la más fuerte, la más impenetrable: la del deber.
Nicole, algo se va a desencadenar. Los rusos, corriendo riesgos inauditos, están enviando más agentes a Alemania que todavía no he conseguido atrapar. Son hombres ladinos que evitan el contacto con las redes que ya controlo y cuando lo hacen, toman las máximas precauciones. Hasta ahora mi herramienta había sido la paciencia, preparando operaciones minuciosamente planificadas para que los enemigos caigan en mis redes sin que sus jefes lleguen a saberlo. Pero ahora los agentes soviéticos actúan tan deprisa, tan alocadamente, que han conseguido burlarme. Quiero creer que es por un cambio de sus tácticas y no porque hayan descubierto mis manejos, pero resulta que el método que han empleado me resulta dificilísimo de impedir. Los agentes contactan entre ellos a toda prisa, arriesgando a los de menos valor para que no pueda seguir a los principales. Voy a probar otros sistemas contra ellos, pero ¿recuerdas cuándo te hablaba del suplicio de Sísifo? Pues ahora estoy de nuevo al pie de la montaña, intentando subir una roca en un Berlín infestado de espías enemigos.
No solo en la capital hay espías. Me estaban preocupando los agentes enemigos que se mueven por el Reich y por Europa con total libertad. Fíjate que sigo diciendo «enemigos» pues estoy seguro de que desean la destrucción de nuestra Patria. Gracias a tremendos esfuerzos estoy consiguiendo destramar algunas redes, pero cada vez que descubro una surge otra. Acabo de descubrir indicios de la existencia de una que parece muy peligrosa, pues no está interesada ni en ejércitos ni en industrias, sino en una ciudad del norte de Francia ¿o debiera decir Alemania? Te sonará el nombre porque se celebró con alegría su reconquista. Me refiero a Metz.
¿Qué se les habrá perdido a los rusos en esa ciudad de Alsacia, pensarás? Tú no sabes la razón porque no se ha publicitado, ya que a nuestros cordiales enemigos ingleses nada les agradaría más que mandar sus bombarderos en el momento oportuno. Momento que se producirá enseguida. Te voy a contar un secreto: dentro de unos días se firmará en esa ciudad el tratado de paz y alianza entre Francia y Alemania.
Te habrás preocupado tanto como yo. Si los soviéticos están interesados en Metz justo cuando se va a celebrar una importantísima reunión, no será para enviar ramos de flores. No sé si se encargarán ellos o sus lacayos británicos, que han mostrado una desmedida afición por el magnicidio. Aunque no quiero que te alarmes en demasía: los asesinos no lo van a tener nada fácil. Tras los crímenes de Jerusalén y de Verdún, nuestros diligentes guardias duermen con la mano en la pistola, y cientos de cazas y de cañones antiaéreos protegerán los cielos de Metz. Sin embargo, las fotos que he capturado no auguran un ataque desde el aire. Un piloto no necesita conocer el trazado de las calles y la disposición de las tribunas. Un terrorista, sí.
Me he apresurado a informar al general Schellenberg, que se ha alarmado tanto como yo al inspeccionar las imágenes. Me ha felicitado por mi esfuerzo y me ha dicho que correrá a reforzar la vigilancia en la amenazada ciudad. Con los guardias alerta, el ladrón no lo tiene fácil, y al fin he podido dormir tranquilo. Ahora volveré a mi interminable labor, a escudriñar los rincones del Reich buscando a esos espías y terroristas que Moscú nos envía.
Con todo mi amor, con toda mi pasión, te quiero, Nicole.
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Gerard plegó la carta y la puso en la bandeja, preparada para la inspección por el general. Ya sabía que las misivas no estaban llegando a esa aldea alpina que ahora la Sección mantenía bajo vigilancia; pero no pensaba cambiar sus hábitos. Prefería que Schellenberg siguiese creyendo que le tenía atrapado.
Gerard —el Director— también sabía más cosas. Una, que aunque el general le había prometido actuar inmediatamente, nada había cambiado en Metz. La ciudad y su guarnición —sus guarniciones, porque ya había llegado una fuerza francesa— seguían sus hábitos. Aparentemente daba igual, porque entre ambas se bastarían y se sobrarían para defender a las personalidades del ataque de cualquier escuadrón terrorista. Salvo por un detalle aterrador: no tenían munición. Aunque oficialmente los asesinos de Hitler, Goering y de Pétain habían sido británicos, el Director sabía que habían perecido a manos de sus guardias: un oficial renegado había hecho estallar las bombas que acabaron con Hitler y Goering, y el francés que había ametrallado a Laval y Pétain formaba parte de su Milicia. Ya Goering, en su día, había ordenado retirar las municiones a su guardia de honor en Jerusalén. Ahora ambas delegaciones habían tomado la misma decisión. Los cargadores estaban vacíos, y la munición la custodiaban unos pocos guardaespaldas de fidelidad a toda prueba. Sabiendo que era inminente un ataque soviético lo sensato sería escoger el menor de los peligros y armar a las tropas. Pero la Central, que tenía escuchas en todas partes, no había oído que se estuviesen distribuyendo las municiones.
Tal vez se fuesen a repartir en el último minuto, pero las órdenes que debían autorizarlo, casi con seguridad, no habían llegado a Metz. Al menos por vía telegráfica: aunque la Sección no tenía medios para romper la cifra de los mensajes militares —modificada recientemente y considerada inviolable— podía analizar el flujo de comunicaciones. Había aumentado, algo lógico cuando se preparaba una reunión de tal importancia, pero la guarnición no había recibido ninguno etiquetado como prioritario. También era posible que en lugar de emplear el telégrafo hubiese sido algún mensajero quien llevase la orden. Tal vez. Pero Gerard cada día dudaba más de las intenciones de Schellenberg.
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Otra causa del resquemor del Director eran los resultados de la vigilancia del piso secreto del general. La Sección había informado que se había empleado muy pocas veces: tan solo para realizar algunas llamadas telefónicas y para un par de citas. Además el análisis de los documentos de la caja de seguridad había mostrado que el general era más cauto de lo que parecía: solo contenían listas de números y cantidades difíciles de interpretar. Las conversaciones telefónicas habían sido muy cortas y tan solo se referían a montos de dinero que ni siquiera eran importantes. Más relevante había sido el destinatario de las llamadas: Wilhelm Keppler, un antiguo consejero de Goering que había sido apartado tras los Juicios de Berlín. Keppler, a pesar de sus relaciones con Müller, el antiguo jefe de la Gestapo, se había librado de ser condenado por sus buenas relaciones con el capital.
Iba a ser necesario seguir a Keppler, pero previamente el Director decidió comenzar con una investigación más detenida del piso o, mejor dicho, de sus guardianes. El escondite de Schellenberg estaba demasiado bien vigilado y olía a profesionalidad: la señora que venía a la limpieza y que tan cuidadosamente dejaba un pelo en la puerta y depositaba un hilo no era un ama de llaves cualquiera. Los vigilantes del piso de enfrente podrían ser matones de los que abundaban en los cuarteles berlineses, pero Gerard conocía demasiado bien a su jefe como para pensar que iba a depositar su seguridad en matasietes. La primera investigación de la Sección no había encontrado indicios de la existencia de una organización paralela a la central, pero Gerard empezó a creer que si no había hallado nada no era porque no existiese sino porque estaba muy bien escondida. Algo mastodóntico como la Central era imposible de ocultar, pero él mismo había creado la Sección sin que quedase la más mínima referencia en los documentos.
De hecho, ahora le parecía que el asalto al piso de Schellenberg, aunque hubiese salido bien, había sido una maniobra demasiado arriesgada. Iba a tener que meditar cuidadosamente antes de dar otros pasos. Y como antes de actuar es mejor pensar, Gerard se encerró en su despacho con una cuartilla para poner en orden sus ideas.
La primera cuestión era, obviamente, la más grave ¿Para qué querría el general otra agencia? ¿Por qué no le bastaba con la central? Que necesitase una organización secreta no era motivo suficiente, pues la Central lo era. Luego el general deseaba tener otra herramienta para confiarle misiones que no se atrevía a encomendar a la Central. Gerard sabía el motivo: su lealtad, y por tanto la de la Central, no era para Schellenberg sino para la Patria, y por eso estaba investigando al general. La misma existencia de la Sección demostraba que la Central no era completamente de fiar, al menos desde el punto de vista de Schellenberg.
Inmediatamente se le planteó a Gerard —al Director— una segunda cuestión ¿Qué misión sería esa que Schellenberg no se atrevía a confiar a la Central? Si fuese algo bueno para la Patria, Gerard hubiese sido el primero en arrimar el hombro, incluso sacrificándose de ser preciso. Ni siquiera se atrevía a pensar en lo que haría si tenía que elegir entre el deber y Nicole. Pero él mismo entendía que no era un perro fiel del general, sino un sirviente de Alemania, con una inteligencia que era libre aunque estuviese subordinado a su jefe. Schellenberg le conocía, y si no se fiaba era porque sus intenciones no eran beneficiar a la Patria sino a él mismo. Gerard conocía a su jefe y no tenía que pensar mucho para saber qué era lo que pretendía. Conociendo el motivo podía valorar los medios que podría estar empleando. Gerard había concluido que el general no se fiaba de la Central, pero le estaba dando mucha libertad; implicaba que había otros medios de control, es decir, que la Central estaba infiltrada por hombres de esa desconocida agencia. En lo sucesivo iba a tener que emplear solo la Sección, aumentando su tamaño y tomando todas las precauciones posibles para aislarla.
Pensando en lo enrevesado de la trama Gerard empezó a pensar que tal vez todo fuesen imaginaciones suyas. Pero recordó la apuesta de Blaise Pascal sobre la existencia de Dios. Si no existía, un creyente solo perdía tiempo, pero si existía, el ateo penaría con la condenación eterna. Se daba el mismo caso: si la agencia secreta no existía, los recursos invertidos en ampliar la Sección serían un desperdicio, algo que poco importaba porque ella misma estaba creando el dinero necesario. Pero si existía y no le hacía caso, tal vez la suerte de Alemania —de la Alemania de Gerard, no de la de Schellenberg— pendería de un hilo.
Tomada la decisión, sería necesario saber dónde estaba esa organización secreta, dónde se asentaba, y quiénes figuraban en ella. Tenía un extremo de hilo del que tirar: el equipo que vigilaba el piso de Schellenberg. Aunque seguirlo sería demasiado arriesgado. El general conocía los métodos que había empleado Gerard para atrapar a los espías rusos, y antes o después detectarían la vigilancia por muy cuidadosa que fuese la Sección. Pero había otras maneras. El flujo de dinero, por ahora, no había dado ninguna pista. Sin embargo tanto la limpiadora como los vigilantes tenían nombres, que seguramente figurarían en algún archivo, y caras; tan solo era preciso conectarlas.
Pensaba emplear las fotografías tomadas por la agente que tenía en la tienda, pero no hizo falta, pues fue la misma limpiadora la que se delató. Demostrando falta de profesionalidad, aprovechó una de sus visitas al piso para, a la salida, pasarse por el comercio y adquirir unas pocas patatas. Mostró una cartilla pero el nombre no importaba, porque la agente de la Sección la reconoció: se trataba de Ilse Koch, la esposa de un prominente nazi condenado en los Juicios de Berlín y que ahora estaba encarcelado en Dachau. Semejante pista permitió descubrir a los vigilantes del piso: bastó con revisar los archivos buscando nazis de medio pelo que hubiesen sido cesados. No jefes ni directores sino personajillos de baja estofa que no habían atraído la atención de los jueces pero en los que el nuevo régimen no confiaba. La suposición fue acertada y pronto pudo identificar a dos. Sin embargo, lo importante no fue conocer sus nombres, sino donde trabajaban: eran carteros.
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Gerard, o el Director como lo llamaban sus subordinados, sonrió y saludó levemente la inteligencia de Schellenberg. La oficina de correos alemana, el Reichspost, resultaba ideal para cubrir a una agencia de espionaje. Porque ¿hay algo menos sospechoso que un cartero o un furgón de correos? Los agentes, para comunicarse con Schellenberg, no precisarían de sospechosas citas clandestinas; podrían mandarse cartas. No menos importante sería el conocimiento que Correos tenía de las direcciones de los ciudadanos del Reich. Problema añadido era que ahí la Sección no podría introducir agentes con facilidad. Al ser una organización estatal su acceso estaba regulado, y aunque en tiempos de guerra las normas no eran tan estrictas, sería demasiado sospechoso plantar un agente de un día para otro. Aparte que cualquier nuevo candidato —incluso las candidatas— sería revisado a fondo y seguido de cerca. Es decir, que intentar introducir a alguien sería la mejor manera de avisar a la otra agencia de que estaba siendo vigilada. Pero había varias maneras de pescar un pez. Para controlar a cualquier organismo del Reich no se necesitaba introducir a nadie, pues ya tenían soplones en plantilla. Solo era necesario descubrirlos y reclutarlos.
El Director encomendó a la Sección que revisase las cuentas del Reichspost buscando una especie que no faltaba nunca en los procelosos ambientes creados por la maquinaria nazi: el aprovechado. Del flujo de dinero que pasaba por oficinas y ministerios se separaban arroyuelos de billetes que, por coincidencia, siempre terminaban en ciertos bolsillos. Esos ladrones, con su olfato por el vil metal, eran los mejores investigadores que nadie pudiera desear, y su corrupción los hacía vulnerables. Encontrarlos fue trivial para la Sección. Sin embargo, cuando se procedió a estudiar sus expedientes se encontró con una curiosa coincidencia: varios habían fallecido en los últimos meses. Caídas a las vías, atropellos, resbalones en escaleras, hacían que trabajar en Correos fuese una ocupación más peligrosa que bombardear Londres. Había gato encerrado, es decir, una agencia secreta que intentaba cubrir sus huellas. Que en lo sucesivo tanto Gerard como la Sección pasaron a llamarla «los carteros».
Como la epidemia accidental aun había dejado algún corrupto vivo, Herta recomendó comenzar con un jefe de la sección de correo extranjero. Se llamaba Heinz Schäfer y era un hombre con una singular capacidad económica, pues con sus magros emolumentos conseguía alimentar y vestir a una familia alemana ideal, con esposa y cinco retoños, pero también mantenía otra oficiosa que añadía un par de criaturas más. Incluso debía sobrarle algo, porque constaban un par de visitas médicas que sugerían que Schäfer se deleitaba con paseos nocturnos en busca de trabajadoras del viejo oficio. Parecía poco probable que fuese parte de la conspiración, pues no tenía antecedentes nazis salvo la adhesión al Partido, rasgo obligado para cualquier aprovechado. Aunque al final acabase siendo uno de los carteros de Schellenberg, podría presumir de ser el espía más tonto del mundo con esas actividades nocturnas que le ponían en solfa.
Unas pocas noches después Schäfer, yendo a la caza de cualquieras, se encontró con un chulo que en lugar de exigirle el pago le encañonó con un pistolón capaz de matar a un elefante. A esas alturas la plantilla del Reichspost ya estaba un tanto mosqueada por tanta muerte inesperada y Schäfer no se atrevió ni a rechistar. Entró en el coche que estaba aparcado en un callejón y dócilmente se dejó llevar a un almacén. Ni siquiera protestó cuando le ataron a una silla y le pusieron una capucha. Solo empezó a gritar al recibir el primer puñetazo.
Un par de energúmenos —que también pertenecían a la Sección, pues el contraespionaje no era un oficio de guante blanco— le repasaron la tripa y las extremidades para predisponerle a mantener una conversación relajada. La cara no se la tocaron, pues la dejaban para luego. En un momento en el que alivió el temporal de mamporros Schäfer escuchó que la puerta se abría y alguien ordenaba a los matones que se parasen.
—¿Es usted Heinz Schäfer?
—Ayúdeme, por favor, me han secuestrado.
Gerard hizo un gesto y un par de golpes más cayeron sobre el desgraciado.
—Ha cometido un error, Herr Schäfer.
—Le daré lo que quiera, tengo dinero… —el Director movió la cabeza y otro puñetazo interrumpió la súplica.
—Sigue por mal camino, Herr Schäfer. No necesito su dinero.
—¿Qué quiere? —otro golpe, aunque menos fuerte, le hizo callar.
—Tiene que aprender la primera lección, Herr Schäfer. Aquí soy yo el que pregunto y usted el que responde ¿lo entiende?
—Sí, señor, pero es que…
Un puñetazo más le hizo vomitar. Gerard se apartó asqueado pero dejó que Schäfer quedase cubierto de porquería. Entonces siguió.
—Recuerde, nada de preguntas. Solo respuestas. Pero le aclararé algunas de sus dudas. Mire, formo parte de la oficina económica del Reich, y ha llegado a mis oídos que ciertos funcionarios viven por encima de sus posibilidades ¿sabe usted algo?
—Lo siento, señor, pero creo que se equivoca —lloriqueó. Gerard ordenó que le volviesen a pegar.
—Herr Schäfer, veo que he cometido un error —paró un momento para dejarle que se ilusionase antes de que uno de los «ayudantes» le desencantase con un tortazo—. Había olvidado decirle que usted y yo estamos practicando un juego que se llama verdad o mentira. Yo pregunto y usted responde. Lo malo es que yo ya conozco las respuestas, y si miente, usted paga. Le voy a citar algunos nombres y me dice si le suenan: Giselda, Roderick, Leopold…
—¡Son mis hijos!
—Acierta, Herr Schäfer. Así me gusta. Probemos otros: Ilse, Imre.
—¡También son hijas mías!
—¿También? Resulta extraño ¿no le parece? Dos familias alemanas con un solo padre. Tal vez esos niños se sintiesen mejor en otros hogares. Hogares sanos para que no crezcan entre ladrones y adúlteros ¿Quiere volver a verlos? Dependerá si en lo sucesivo va a ser un fiel servidor de Alemania.
A esas alturas Schäfer solo pensaba en sobrevivir y cantó como un canario. Dijo que desde siempre completaba sus emolumentos sisando pequeñas cantidades o haciendo favores por dinero. Un día uno de sus subordinados, que según dijo trabajaba para Kaltenbrunner, le propuso que estuviese al tanto de algunos envíos que llegarían desde Suiza. Debía entregárselos sin que llegasen a manos del censor. El asunto olía mal, y el hedor siempre significaba dinero. En cuanto pudo, Schäfer inspeccionó uno de los sobres: no encontró mensajes secretos, sino fajos de marcos. Lo mismo que ya habían descubierto otros compañeros que, menos cautos, habían cometido el error letal de distraerlos. Schäfer no cometió ese fallo, aunque se atrevió a pedir un soborno mayor. Desde entonces no había vuelto a abrir ninguna carta, pero había anotado el origen y los destinatarios en una agenda que mantenía a buen recaudo: con el ambiente letal que se respiraba en Correos, había pensado que le serviría como seguro de vida. Era justo lo que buscaba Gerard, que le soltó una diatriba sobre la honestidad y le amenazó con enviarlo a un campo. Solo había una manera de eludir ese destino: tenía que convertirse en su hombre. Sus labores serían sencillas: por ahora seguiría controlando cuántos paquetes llegaban y de quién, pero en vez de anotarlos en una agenda informaría a la Sección. También tenía que hacer una lista de los amigos de ese subordinado y de los que últimamente habían ingresado en Correos. Asimismo debía informar si algún compañero hacía cosas raras, sobre todo si se trataba de esos recién llegados que procedían del Partido. Como guinda, Gerard colocó a un par de agentes para que se asegurasen de que nadie seguía a Schäfer.
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El pisito también estaba proporcionando información. Asaltarlo había sido arriesgado, pero su vigilancia estaba proporcionando dividendos. En primer lugar, había permitido conocer los contactos de Schellenberg con Keppler. Tras comprobar que ningún cartero le «protegía», la Sección controló sus idas y venidas. Era un negociante tan pagado de sí mismo que no creía estar bajo sospecha, y ni él ni sus interlocutores tomaban precauciones. Estos eran nada menos que el ínclito Alfred Krupp, que ya había estado implicado en la conspiración Halder, Günther Quandt de la BMW, Carl Krauch de IG Farben, y unos cuantos plutócratas más. Sería normal que Keppler, otro ricacho, tuviese relaciones con los de su calaña. Pero Gerard tenía otros indicios sospechosos: las grabaciones del micrófono. Schellenberg se había reunido en el apartamento con otros dos personajes, y en ambos casos el esquema de las conversaciones había sido el mismo: habían proferido una sarta de quejas sobre las medidas de Speer y de su gabinete que según ellos estaban destruyendo la primacía de Alemania y de su industria, mientras el general escuchaba y apenas hacía comentarios. Lo interesante fueron los interlocutores, fotografiados desde la tienda: uno era el que parecía el perejil de todas las salsas, es decir, Alfred Krupp. El otro costó más reconocerlo porque llegó de paisano. Se trataba de un antiguo protegido del general Beck y que había formado parte del Estado Mayor de Hitler y de Goering: el general Jodl.
Hasta ahí lo que el Director había encontrado era simplemente preocupante. A fin de cuentas sería extraño que Schellenberg, el alma condenada del régimen, no tuviese contacto con sus enemigos internos. Pero los paquetes de Suiza permitieron encontrar la conexión. Al principio no se consiguió encontrar el origen del dinero pues llegaba desde Suiza a través de varias sociedades ficticias; pero las anotaciones del cuaderno de la caja fuerte del pisito coincidían con las cantidades que pasaban por Correos. En el país helvético no se imprimían marcos, y tenían que llegar desde Alemania. Controlar el flujo de salida no fue tan problemático. El origen de los fondos, al final, fue otro industrial, de poca monta aunque nazi ferviente: Rudolf Dassler. De nuevo, otro imprudente que no guardaba sus espaldas, al que la Sección pudo seguir mientras acudía a varias citas: una, con Krupp. Otra, con un personaje que acababa de ser liberado del penal: el ex mariscal Wilhelm Keitel.
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Mierzejewski, Alfred C. Economía de Guerra durante la Restauración. Data Becker GmbH. Berlín, 1996.
Luces y sombras de la reordenación industrial: el caso del Fiat G.56
Un desarrollo surgido durante la guerra, el avión de caza Fiat G.56, ha sido tomado como modelo de los conflictos que supuso la política de cooperación industrial del canciller Speer.
En las dos décadas anteriores a la Guerra de Supremacía Italia había sido puntera en el desarrollo aeronáutico. El régimen fascista había utilizado la aviación como herramienta de propaganda, y se había incentivado a los constructores aeronáuticos para que produjesen aviones que superasen a los de las otras potencias. En el periodo de entreguerras aparatos italianos, unas veces experimentales, otras de serie, acapararon todo tipo de récords y se lucieron en viajes transcontinentales. En 1927 incluso se logó el prestigioso trofeo Schneider de 1927 de velocidad para hidroaviones. Estos logros tuvieron su contrapartida económica, y las factorías italianas proveyeron de aviones de combate y de pasajeros a medio mundo. Militarmente, durante la Guerra Civil Española la Aviazione Legionaria fue fundamental en la victoria de los nacionales, destacándose el caza Fiat CR.32 y el bombardero Savoia-Marchetti S.M.79.
Sin embargo ya durante ese conflicto pudieron apreciarse algunas deficiencias. Aunque el Fiat CR.32 se distinguió, no fue por las cualidades del aparato sino por la preparación de los pilotos y sobre todo gracias a la superioridad numérica, ya que técnicamente el CR.32 no era mejor que el biplano soviético Polikarpov I-15, siendo superado por el monoplano Polikarpov I-16. Para batir a los I-16 fue precisa la intervención de los Messerschmitt alemanes, más eficaces a alta cota. Otros modelos italianos como los cazabombarderos Caproni AP.1 o Breda Ba.64 resultaron tan malos que no hubiesen debido llegar a la producción en serie, demostrando que habían sido elegidos no por sus bondades sino por motivos turbios. Incluso los tipos más prometedores, como el nuevo caza monoplano Fiat G.50 o el bombardero Fiat BR.20, no superaban a sus equivalentes de origen soviético y eran peores que los Messerschmitt Bf 109 o Heinkel He 111, que volaban desde varios años antes. Como consecuencia el papel de la aviación italiana en la guerra civil se redujo a «hacer número» mientras que fueron los modernos aviones alemanes los que se encargaron de las misiones más comprometidas.
En los últimos años del decenio las principales potencias, viendo que la guerra era inminente, hicieron un gran esfuerzo para renovar sus fuerzas aéreas y equiparlas con modelos mejorados. Sin embargo Italia siguió con los tipos probados en España o a lo sumo con escasas mejoras, que al desencadenarse el conflicto se mostraron inferiores a los de británicos y franceses. Ni siquiera el fracaso de los AP.1 o Ba.64 sirvió como aviso, y señal de que proseguían de los tejemanejes entre burócratas e industriales fue el bombardero ligero Breda Ba.66, un aparato que ni siquiera era capaz de mantener la cota de vuelo cuando llevaba armamento. Igualmente grave resultó que la industria aeronáutica no pudiese incrementar su producción para cubrir las necesidades de la guerra moderna. Se han sugerido varias causas de esta situación:
– La carencia de motores de potencia suficiente. En 1940 la mayor parte de los aviones italianos eran propulsados por motores radiales de algo menos de 900 HP que carecían de un sistema de sobrealimentación eficiente. En esa época los aliados y los alemanes producían varios tipos de motores en línea o radiales que superaban los 1.000 HP y que contaban con sistemas de sobrealimentación de alto rendimiento que permitían operar a cotas superiores a los 7.000 m. Aunque en Italia se habían diseñado motores similares, su puesta en servicio se retrasó varios años (como el Piaggio P.XII) o no llegaron a ser producidos en serie (el Fiat A.75). Este fallo es llamativo porque Italia producía motores para coches deportivos, y hasta 1935 los motores de aviación italianos fueron iguales o mejores que los ingleses.
– Los graves retrasos en la entrada en servicio de los aviones. Caso paradigmático fue el del CANT Z.1018 Leone. Hubiese debido sustituir a los trimotores de bombardeo que en España ya habían mostrado su obsolescencia, pero hasta 1938 no fue encargado. Los continuos cambios en las especificaciones retrasaron el desarrollo, produciéndose además demoras injustificables: por ejemplo, se tardó año y medio en decidir si la deriva debía ser única o doble. Cuando el aparato entró en servicio ya estaba superado por los bombarderos ligeros que otras potencias tenían en servicio desde varios años antes, por lo que solo se fabricó una corta serie.
– La gran cantidad de tipos en desarrollo y en producción. Parte de los problemas del Leone se debieron a que al mismo tiempo CANT estaba desarrollando hidroaviones, bombarderos y aviones de transporte a pesar de ser proyectos de dudosa viabilidad. Algo similar ocurría con los motores, pues Italia tenía más tipos de motor en desarrollo que Alemania o Inglaterra. En lugar de centrarse en un único motor, se producían varios de características y rendimiento similares (como los radiales Fiat, Alfa Romeo y Piaggio), pero en series cortas y con defectos que por sobrecarga de los gabinetes de diseño no llegaban a ser subsanados. Algo similar ocurría con las células: cuando comenzó la guerra se estaban fabricando cinco modelos diferentes de cazas monomotores que, además, estaban anticuados. Fue habitual que cuando se convocaba un concurso ministerial, en lugar de declarar un vencedor, se seleccionasen para su producción casi todos los tipos presentados.
– La producción de modelos claramente deficientes. El caso del Ba.66 fue el más sonoro pero no el único: el avión presentaba defectos de tal gravedad que hubiesen debido detectarse en la fase de prototipo o en la preserie, llevando a su corrección o a la anulación del modelo. Sin embargo, fue producido en serie y entregado a las unidades operativas, solo para tener que ser retirado tras su primera misión de combate. Otro ejemplo fue el hidroavión CANT Z.501, que no solo tenía un rendimiento mediocre sino que un fallo estructural hacía que en caso de amerizajes en mar abierto cediesen los montantes, cayendo el motor sobre la cabina y amputando la hélice las piernas del piloto. En otros países se produjeron casos similares pero no fueron tan graves y tan frecuentes como en Italia, que demasiadas veces entregó a sus aviadores aeronaves con defectos tan graves que los hacía más peligrosos para sus dotaciones que para el enemigo.
– El empleo de técnicas constructivas anticuadas. Cuando Italia se incorporó a la guerra sus bombarderos eran de construcción mixta, con estructura de acero, madera o raras veces aluminio, y recubrimiento de contrachapado o textil. Como consecuencia toleraban mal los daños en combate o la exposición a climas extremos, resultando curioso que a pesar de la experiencia en el desierto los motores careciesen de filtros de polvo adecuados. El empleo de estos materiales se ha justificado por la escasez de aluminio, pero Alemania, en situación similar, fabricaba sus modelos de combate íntegramente en metal. Aparte que esos aviones se habían diseñado en los años treinta, cuando los mercados estaban abiertos y la guerra no era inminente.
– La ineficiencia de los procesos fabriles. Los diseños italianos empleaban gran número de piezas con formas complejas o que tenían que ser torneadas manualmente, precisando muchas horas de trabajo de técnicos especializados e impidiendo acelerar la construcción. Sus aviones, aun siendo de fórmula constructiva anticuada, requerían más materiales y muchas más horas de trabajo. Por ejemplo, la célula del caza Fiat G.56 requería quince mil horas de trabajo, mientras que la del Bf 109 solo precisaba nueve mil.
Con todo, una revisión más cercana de los procesos empresariales y productivos italianos apuntaba a una causa subyacente: el sistema económico fascista. Aunque los partidos de la izquierda tradicional y especialmente la Internacional comunista acusaban al partido fascista de ser un movimiento de extrema derecha, ideológicamente el Partido Fascista se consideraba socialista y contrapuesto al liberalismo. Según su concepción el Estado debía monitorizar la economía para beneficiar a los ciudadanos, redistribuyendo la riqueza e impidiendo los abusos. Pero la consecuencia fue que las industrias no competían en el mercado libre sino que obtenían sus pedidos gracias a concursos ministeriales. La economía dirigida nunca llegó a funcionar bien, ni siquiera en Alemania, pues permitía que los intereses personales acabasen primando sobre la eficiencia. Teóricamente, como los organismos centrales establecían los precios, debieran haber sido justos, pero en la práctica se abonaban cantidades muy superiores por todo tipo de conceptos. Más importante, tanto el precio como los sobrecostes de los que dependían los beneficios empresariales se establecían por decisiones ministeriales. Si a un industrial le parecía que sus beneficios eran limitados, le resultaba más fácil lograr una rectificación de los precios que mejorar sus procesos productivos. Lógicamente, un sistema así no estimulaba la mejora. Hasta las pocas veces que se tomaban decisiones imparciales los resultados podían ser contraproducentes: los burócratas eran escogidos por su adhesión al régimen y no por sus conocimientos técnicos, siendo el valor monetario el único que entendían. En esos casos se primaba lo más barato aunque requiriese mucho mantenimiento y su vida útil fuese limitada.
Este sistema que ya era ineficiente en Inglaterra o en Alemania resultó funesto en Italia, donde eran más importantes las relaciones con las familias ampliadas o con los amigos que la fidelidad a un estado impersonal y lejano. La economía dirigida acabó siendo caldo para la corrupción y para los enfrentamientos entre camarillas. Las industrias no tenían estímulo para mejorar sus procesos o para que sus productos fuesen de mejor calidad, ya que los pedidos se lograban mediante sobornos o por acuerdos entre grupos de presión. Las camarillas, para no crearse enemistades irreconciliables (mucho peores en Italia que en Alemania), intentaban llegar a acuerdos beneficiosos para todas: un ejemplo fue el citado de los cazas monoplanos, cuando se aceptaron prácticamente todos los modelos presentados. Si una empresa no tenía apoyos difícilmente conseguía pedidos: en el caso anterior el Reggiane Re.2000, aun siendo el mejor de los cazas que concursaban, fue el fabricado en menor cantidad. Como resultado se tomaron decisiones estratégicas como mínimo dudosas. Por ejemplo, en 1940 se fabricaban ocho modelos diferentes de bombarderos, más que en Alemania e Inglaterra juntas.
Un problema concreto, también consecuencia de la ideología fascista, fue el de la autarquía. Uno de los principios del fascismo era que la economía italiana, incluyendo a su industria, debía ser autosuficiente, por lo que se empleaban siempre que era posible materiales o componentes de origen nacional aunque fuesen peores o más caros que los de otros orígenes. Probablemente fue una de las causas de mantener la construcción en acero, madera y tela. Los productores internos gozaban en la práctica de un monopolio y podían entregar partidas de pobre calidad, a sabiendas de tener asegurados los pedidos. Problemas similares, en mayor o menor medida, se produjeron en casi todas las potencias europeas de la época, pero fue en Italia donde alcanzaron su culmen.
No todas las industrias estaban en la misma situación, y resulta ilustrativa la comparación con la aeronáutica norteamericana, que se había desarrollado en un ambiente completamente diferente. Mientras que los europeos o los japoneses mantenían la producción aeronáutica mediante pedidos militares, tras la Gran Guerra Estados Unidos había vuelto a su política aislacionista. Había desmovilizado sus fuerzas armadas, que con la excepción de la flota habían quedado tan reducidas que ni siquiera superaban a las de países de segundo orden como Rumania. Con la Gran Depresión los pedidos militares se redujeron al mínimo. En Estados Unidos tampoco existían compañías aéreas «de bandera» como Lufthansa, Ala Littoria o BOAC, sino empresas privadas que debían competir en el mercado civil, reducido y muy exigente especialmente durante la Depresión. Se escogían modelos que fuesen rentables, es decir, económicos de adquirir y sobre todo de mantener. Además el público era muy selectivo al escoger los aviones en los que volaban y rechazaban hacerlo en los modelos inseguros: tras el accidente mortal de un Fokker F-10 debido al deterioro del adhesivo que unía las piezas del ala, fabricada en madera, las compañías se vieron obligadas a sustituirlos por aviones completamente metálicos. Por similares causas se abandonaron los monomotores y los fabricantes se vieron obligados a desarrollar polimotores completamente metálicos de diseño avanzado. Tales aviones eran algo más caros que sus equivalentes europeos, pero no solo eran más seguros y duraderos sino que su mantenimiento era sencillo y económico. Además los aparatos norteamericanos solo eran caros si no se tenía en cuenta la calidad. Si se comparaban aparatos de características similares, los caros eran los europeos, pues se producían en pequeñas series por compañías que al no tener competencia no se habían visto obligadas a adoptar procesos de fabricación eficientes. De no haberse iniciado el conflicto bélico, parece probable que los constructores norteamericanos hubiesen acabado desplazando a los demás del mercado civil.
Una excepción en el panorama europeo fue la holandesa Fokker, uno de los principales fabricantes de aviones de línea de los años veinte y treinta. Siendo el mercado holandés muy reducido, tanto el civil como el militar, tuvo que basar su negocio en la exportación, compitiendo con los norteamericanos. En 1935 su modelo más avanzado, el F.XXII, resultó inferior al Douglas DC-2. Entonces la factoría prefirió renunciar a sus propios diseños y adquirir la licencia del Douglas. Aunque Fokker no llegó a construir ningún DC-2 (solo ensambló aviones fabricados en Estados Unidos), posteriormente construyó el Fokker F.25, equivalente al DC-3 norteamericano, gracias a la asistencia de la compañía japonesa Nakajima, que los fabricaba bajo licencia. Sin embargo, en Italia la situación era inversa: los fabricantes dependían de contratos oficiales, tanto militares como civiles, que les permitieron sobrevivir a la depresión sin mejorar sus procedimientos, y no importaba que sus productos fuesen caros o inseguros, pues su aprobación dependía de los intereses de camarillas.
Un factor que agravó todavía más la ineficiencia italiana fue la política económica germana de finales de los treinta y de los dos primeros años de la guerra: para financiarse, Alemania emitía moneda (Reichsmark) que no estaba respalda por valores sólidos, pero cuyo cambio mantenía ficticiamente elevado mediante presiones políticas y la amenaza militar. Como consecuencia los precios se elevaron en toda Europa y las naciones que seguían una política monetaria más conservadora (incluyendo Italia y otros aliados de Alemania) sufrían una grave carestía ya que los compradores alemanes, con sus carteras rebosantes de sobrevalorados marcos, conseguían la prioridad para adquirir materias primas, petróleo o alimentos. Se llegó a tal extremo que Rumania tuvo que racionar el petróleo y el cereal aun siendo uno de los principales productores del mundo, ya que eran adquiridos por Alemania a precios que los rumanos no podían pagar. Incluso se llegaba al extremo que esos estados aliados tenían que endeudarse para adquirir las materias primas que ellos mismos producían. Tal carestía contribuyó a que Italia siguiese con su sistema autártico: simplemente, no se podían adquirir las cantidades necesarias de aluminio o de metales estratégicos.
Por desgracia para la Unión Paneuropea de Goering, la carestía impuesta por Alemania, unida a los pésimos métodos productivos, impidieron que Italia consiguiese producir los equipos que precisaba y sus ejércitos, cuyas armas ya estaban anticuadas un lustro antes, necesitaron la ayuda alemana para no ser derrotados por franceses o ingleses. Goering, el sucesor de Hitler, era consciente de tal debilidad y pretendió ampliar la cooperación, pero sin modificar las medidas monetarias que beneficiaban al Reich. Como resultado otro aliado de Alemania, España, estuvo cerca del colapso al ser atacada desde Portugal por una fuerza británica relativamente pequeña pero que disponía de armamento moderno.
Solo cuando Albert Speer se hizo cargo de la economía germana se produjo un cambio sustancial de las relaciones económicas entre los miembros de la Unión Paneuropea (luego Unión Europea). El gabinete alemán era consciente de la debilidad de los ejércitos de sus aliados. Se debía en parte a una estructura productiva anticuada, ya descrita, pero también a que se producían armas obsoletas que además no eran más baratas que las más modernas de Alemania. Las medidas de reorganización emprendidas por Speer hicieron que la producción militar germana se duplicase en menos de un año, pero apenas bastaba para las necesidades de las fuerzas armadas alemanas en expansión. Aunque algunos de los miembros de la Unión Europea, como Rumania o España, no tenían una base industrial capaz de proveer sus propias necesidades, los dos principales aliados, Francia e Italia, eran estados industriales que debían ser capaces de autoabastecerse e incluso de equipar a otros aliados menores. Pero ambas potencias, además de estar ancladas a un sistema económico ineficiente, fabricaban equipos anticuados. Para modernizar la industria de los aliados menores se les cedió la licencia de equipos modernos y se les asistió para que los produjesen, como ocurrió con el caza Focke Wulf Fw 190 que fue fabricado en varias naciones del Pacto. Pero para Francia e Italia sería más rápido escoger diseños autóctonos que pudiesen ser mejorados. Comisiones alemanas viajaron a los países aliados para estudiar los proyectos existentes y recomendar mejoras.
Italia era consciente de la inferioridad de sus aviones de caza y pretendía sustituirlos por modelos equivalentes a los alemanes o británicos. Hubiesen debido ser propulsados por el motor lineal Fiat A.75, que no consiguió superar la fase de prototipo, y como alternativa la compañía había adquirido la licencia del motor Daimler Benz DB 601. Con él se pensaba remotorizar los cazas que ya estaban en producción o en desarrollo avanzado: los Fiat CR.42 y G.50, Macchi MC-200, Reggiane 2000 y Caproni Vizzola F.6. Por entonces Daimler Benz había empezado a fabricar el más avanzado (aunque problemático) DB 605, e Italia había recibido algunos ejemplares que se probaron en esos aviones. Los miembros de la comisión alemana probaron los prototipos de los Fiat G.55, Macchi MC.205 y Reggiane 2005, y los compararon con el prototipo del Messerschmitt Bf 109 G-1, el modelo alemán más moderno. Quedaron sorprendidos: eran tan veloces como el caza alemán, pero manteniendo las características típicas de los aparatos italianos: eran muy ágiles, nobles y agradables de pilotar, careciendo de defectos a bajas velocidades o en la toma de tierra, que era un serio problema del Bf 109. El mejor con diferencia fue el G.55, que llevando un motor un 10% menos potente que el del Bf 109 G-1 lo superaba ampliamente tanto a baja como a alta cota. Tan entusiasta fue la descripción del coronel Petersen, jefe de la comisión, que el general Von Richthofen comprendió que el caza italiano podría convertirse en un avión de transición que permitiese mantener la superioridad aérea hasta que entrasen en servicio los reactores.
Con todo, la planta motriz elegida, el DB 605, no era del agrado de la Luftwaffe, que la consideraba un motor «enfermo», con problemas de difícil solución. En su lugar prefería el DB 603, que era un DB 601 a mayor escala que prometía mantener la fiabilidad de su predecesor pero con el doble de potencia. El DB 603 no podía montarse en la reducida célula del Bf 109 (una de las causas de que finalizase su producción) pero sí en el caza de Fiat. El prototipo del Fiat G.56 superó las expectativas, resultando el mejor caza de alta cota del Pacto de Aquisgrán y siendo capaz de llegar a los 12.000 de altura, la cota a la que se pensaba que operaría el superbombardero norteamericano B-29. Rápidamente se firmó un acuerdo para fabricar el motor DB 603 en Italia como Fiat RC.63I. Pero la ineficaz organización italiana amenazaba con mantener la producción del Fiat G.56 en niveles exiguos.
Las exigencias de la guerra ya habían obligado a la adopción por la industria alemana de sistemas más eficientes, y bajo la presión de Speer y con la anuencia del conde Ciano (sucesor del Duce Mussolini) técnicos germanos se trasladaron a Italia para apoyar la reconversión industrial. Concretamente, se estudió el diseño del caza para abaratar su construcción: unos pocos cambios hicieron que las quince mil horas de trabajo necesarias se redujesen a once mil. Se logró que se empleasen más eficientemente los materiales y hubiese menos desperdicio de aleaciones de aluminio. Se inició la producción no solo en la factoría de Fiat sino también en las de Macchi, Reggiane y Caproni, a las que se obligó a renunciar a sus propios proyectos. Asimismo se recibió la licencia de producción de diferentes equipos necesarios para el caza, como cañones automáticos, radios, giróscopos, etcétera. Medidas similares se tomaron en otras industrias italianas, y se cancelaron multitud de programas en favor de otros muy necesarios como los transportes S.M. 82 y Piaggio P.108T. Dado que los proyectos de bombarderos italianos eran poco prometedores, Alemania favoreció un acuerdo según el cual la Regia Aeronautica recibiría bombarderos italianos o alemanes y a cambio suministraría cazas o aparatos de transporte.
Sin embargo, la transferencia tecnológica causó una crisis en Alemania ya que los industriales veían amenazados sus negocios. Hasta la aplicación de las políticas de Speer habían vivido un ambiente similar al italiano, con contratos estatales a precio fijado que les dejaban amplio margen de beneficios, y disfrutando de las ventajas de un Reichsmark fuerte que les permitía comprar materias primas a precios irrisorios. Pero Speer había cambiado la política de precios para estimular la producción, estableciendo incentivos y sancionando a los fabricantes menos eficientes. La finalización de las medidas monetarias, además, había encarecido las materias primas y abaratado los productos germanos, disminuido aun más los beneficios. Cuando Speer les obligó a ceder las licencias de producción los empresarios germanos temieron que desapareciese su ventaja tecnológica y que tuviesen que competir en igualdad de condiciones con otros fabricantes de la Unión Europea. Hay que señalar que en el sistema de economía dirigida que había seguido Alemania hasta entonces los desarrollos tecnológicos raramente habían sido emprendidos por las empresas con sus propios recursos, sino que habían sido financiados por el Estado, a pesar de lo cual los industriales los consideraban de su propiedad. Ni siquiera tuvieron en cuenta que la cesión tecnológica les estaba beneficiando, pues no solo recibían sustanciosas compensaciones sino también la participación en las industrias aliadas. Pero los empresarios germanos lo que temían era un despertar de la atrasada economía de los países aliados que en un futuro podría llegar a rivalizar con ellos. Como consecuencia…
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Por cortesía de Don Francisco de Lima digo...
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Saludos
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Fricis Smite, antes Savely Serguéyevich Tretyakov, estableció su rutina como trabajador inmigrante. Se acercó a la factoría de BMW de Pankow y mostró unos papeles según los cuales se le había ofrecido trabajo como tornero. En la fábrica necesitaban mano de obra tan desesperadamente que apenas miraron los documentos; poco hubiese importado pues eran tan buenos como los originales. El mejor certificado que podía aportar era su técnica, y para comprobarla le pidieron a Savely que reprodujese una pieza en el torno; el agente lo hizo a la perfección, pues no en vano había trabajado en la fábrica número 183 de Járkov antes de unirse a las fuerzas especiales. Satisfechos, lo presentaron al encargado del taller que le asignó una máquina.
—¿Fricis Smite? ¿Me enseñas tu permiso?
—No tenero, herr encargado. Deber que salir Letonia. Rusos matar.
—Pero es que sin papeles no te puedo contratar.
—¿Conseguir papeles? ¿Usted podrás hacer?
—Tal vez, pero hasta entonces solo te podré pagar la mitad.
—Parecer bien, herr.
El encargado le dio un puñado de marcos y algunos cupones para poder subsistir. Los dos sabían que se quedaría el resto del salario. Savely supo imitar la expresión de un pobre refugiado humillado y resignado, aunque en su interior sonreía: ese rufián no le daría de alta y la policía no llegaría a saber de su existencia. Con la cartilla y los marcos en el bolsillo buscó un figón donde ingerir un comistrajo que pretendía ser gulasch pero que parecía hecho con serrín. Con malos modos el mesero le pidió un cupón de la cartilla; Savely se encogió de hombros y se lo entregó. No le importaba porque entre los documentos que había recibido se incluían vales suficientes para calmar el hambre de un regimiento.
Ya era noche cerrada cuando volvió al piso. Annelie le esperaba para cenar: una clara sopa de col y un embutido hecho con cartílagos y pellejo a partes iguales. Savely le entregó la cartilla reservándose solo unos pocos cupones para comer, y se retiró, sin dejar de notar como la mujer lo miraba de reojo.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Capítulo 22
Salve, estrella de los mares,
de los mares iris de eterna ventura
salve fénix de hermosura
madre del Divino Amor.
Salve marinera. Oración de la Armada Española
Relato del vicealmirante Don Víctor Loreto Leñanza
El Galicia descansaba en el arenal del Puntal de Somo, pero con la varada no acabaron las tribulaciones del pobre. Supongo que conocerán la preciosa bahía cántabra, y viéndola la juzgarán al abrigo de vientos y tempestades, pero solo es cierto en parte. Efectivamente, la península de la Magdalena y el arenal del Puntal cierran el paso a las grandes olas que levantan los temporales del norte. Sin embargo, ya he dicho que la bahía está muy expuesta a un fenómeno meteorológico infrecuente pero peligroso y tan típico del lugar como los sobaos pasiegos: las suradas. Son unos temporales del sur que se levantan cuando las borrascas atlánticas llegan a la costa. Las montañas cantábricas actúan como una barrera que separa la meseta, con altas presiones, de la costa, en la que el barómetro se derrumba. Las bajas presiones aspiran el aire del centro de España, que al descender por los valles se encañona y pierde su humedad, soplando en la costa con fuerza increíble un viento cálido y seco. Se cumplía el año desde que un temporal de enorme magnitud había provocado rachas que tal vez superaron los ciento ochenta kilómetros por hora; nadie lo sabe, porque se llevó los anemómetros. Por desgracia, también hizo que un pequeño fuego se extendiese por toda Santander y la arrasase. Los esqueletos negros de las fachadas recordaban ese funesto día.
Las suradas habían llenado la bahía de Santander de pecios, restos de barcos lanzados por el vendaval contra la ciudad o contra la Magdalena; no lejos de las aguas que rodeaban al Galicia yacían los restos de la fragata Lealtad, perdida en 1834 durante un temporal del sur. Incluso en una bahía tan pequeña vientos tan fuertes eran capaces de levantar olas de cierto porte. Parecerá que un barco de acero de ocho mil toneladas podría reírse de unas pocas olitas, pero sumadas a la marea ciclónica y a la pleamar bastarían para levantar al crucero de su inestable asiento y, como poco, dejarlo en seco donde no pudiese ser recuperado, eso si no se partía la debilitada quilla, lo que significaría su fin. Era más que urgente rescatar al crucero del arenal; hasta entonces habría que intentar que el casco asentase bien sobre la arena.
Como la varada se había producido durante la pleamar de una marea viva, con la bajamar quedó el barco casi en seco, con la proa completamente al aire. El segundo pudo bajar por una escala de gato y a pie seco reconocer los daños que había causado el torpedo. Por lo que le contó al comandante, lo sorprendente era que no nos hubiésemos ido a pique. A la altura de la primera chimenea había una brecha de cinco metros de anchura, y en la popa un segundo boquete bajo el montaje Y, cuyos cañones estaban caídos sobre la cubierta como inclinados ante lo inevitable. Era de solo tres metros pero debilitaba peligrosamente la mitad posterior, que no estaba apoyada sino que flotaba en precario. Eran esas cargas asimétricas las que podían dar al traste con el crucero.
Para entonces había llegado una pléyade de lanchas: un par del Churruca, que había enviado un trozo de reparaciones, otra de la comandancia del puerto, la del práctico, y varias de pescadores que se acercaban a ver si podían echar una mano; aunque en el Galicia no faltasen, la ayuda sería bienvenida. Don Pedro Nieto —el comandante—, que seguía en el puente en una especie de silla alta que le habían apañado los carpinteros, conferenció con el segundo, Don Eduardo, sobre la mejor manera de salvar al crucero. Luego enviaron a tierra al tercero, Don León, para organizar el rescate: el hombre aprovechó esa vocecilla capaz despertar muertos que le había dado Dios para llamar a una lancha del Churruca. Con ella se acercó a la capital a buscar al comandante del puerto. Mientras la marea ya estaba subiendo y las aguas volvían a lamer el casco del Galicia, permitiendo que las lanchas se abarloasen y empezase el barqueo de los heridos más graves que fueron llevados hasta el hospital de la ciudad. Por desgracia, una decena de abrasados perecieron en los días siguientes; los médicos solo pudieron aliviar sus sufrimientos.
Mientras se habían iniciado las obras. El buzo del crucero ya estaba en el fondo, revisando la popa y el timón, pues Don Pedro temía los efectos del torpedo de popa sobre la estructura del barco. Había signos ominosos: en cubierta se escuchaban los crujidos del metal torturado que indicaban que la popa se flexionaba y se podía partir en cualquier momento; incluso saltaron algunos remaches, indicio de pésimo pronóstico. A toda prisa se retiraron pesos de la popa, vaciando los pañoles accesibles y trasbordando la munición a las barcas —nada más peligroso que un barco amarrado repleto de proyectiles— mientras que los mecánicos desmontaban o cortaban todo lo que encontraban y sin más ceremonia lo tiraban por la borda; menos mal que un marinero vigilaba la posición del buzo o le hubiesen caído unas cuantas toneladas de acero. Al mismo tiempo se abrían los grifos del fondo para inundar compartimentos con la cantidad justa de agua para que la proa no se flexionase. Solo entonces el metal dejó de chillar.
También llegaron un par de gasolineras para retirar el fuel de los tanques. Corría prisa, pues estaba escapando por las brechas y empezaba a rodear al barco, envenenando a los hombres y corriendo el peligro de inflamarse. Al subir la marea, además, volvió a entrar agua en las salas de máquinas. Dándolas por perdidas, hubo que proteger calderas y turbinas de la corrosión llenándolas de fuel.
Tras una tarde y una noche de agobios ya parecía que el crucero se había estabilizado y pude ir a la enfermería, que por suerte aun seguía por encima del agua, a que me curasen la mano. El médico, que ya había apañado a los demás heridos, me hizo un remiendo y me la vendó, me puso la vacuna del tétanos y me mandó fuera con viento fresco. Al volver a la cubierta ya apuntaban las primeras luces. Entonces unos estampidos me alarmaron: el cañón antiaéreo del Churruca, que estaba fondeado en medio de la bahía, había empezado a disparar.
No lo habíamos visto —habíamos tenido una tarde como para mirar al cielo y el retemé sin potencia eléctrica no es que funcionase muy bien— pero un avión de reconocimiento britano había observado nuestros apuros. Ya se sabe que la guerra nunca ha sido un asunto de caballeros, y a los heridos no se les cuida sino que se les remata; con esa intención salieron varias escuadrillas, que despegaron de madrugada para sorprendernos a la amanecida. Cuando se acercaron pude reconocerlos, pues no en vano como oficial de los antiaéreos había estudiado las tarjetas de identificación: eran de lo más moderno que tenían, unos bichos cuatrimotores llamados Halifax que podían lanzar una porrada de bombas. Estaban demasiado altos para los cañones de 2 cm del Galicia, y tan solo los cañones de la capital y el del Churruca —un cañoncito del siete sesenta y dos— podían alcanzarlos. Como era de esperar no les hicieron ni cosquillas, y no pudieron impedir que un rosario de bombas cayese hacia nosotros. Don Pedro ordenó a todo el mundo que se refugiase y solo el permaneció a pie firme o, mejor dicho, a muletas firmes, que el carpintero le había perfilado un par. Hubo suerte y ninguna bomba nos acertó de lleno, aunque una que cayó a pocos metros de la proa la ametralló y causó un par de bajas. Por desgracia, dos barcas de pescadores quedaron volatilizadas. Lo malo era que aunque el crucero no había sufrido daños, las explosiones habían creado grandes socavones en la arena que amenazaban el apoyo del barco.
Con todo el día por delante mala papeleta teníamos. Ya no teníamos el apoyo del resto de la escuadra, que había hecho mutis y a esas alturas, como supe luego, ya estaba entrando en el Ferrol. Mejor para ellos pero no para nosotros pues no gozábamos de la protección de sus cañones. Tampoco teníamos fumígenos que nos ocultasen, y siendo un blanco inmóvil era cuestión de tiempo que alguna bomba nos acertase. Aun así ni nos llegamos a preocupar porque no nos daba tiempo: ahora era la proa la que quería flotar por su cuenta, cortesía de los bombazos, y hubo que hacer lo mismo que con la proa, descargarla a toda prisa mientras la inundábamos lo justo. A las diez y pico llegó a la orden de detener los trabajos y refugiarnos: venían más bombarderos. Afortunadamente, cuando los britanos estaban a la vista —esta vez eran bimotores— llegó la caballería en forma de una escuadrilla de cazas que derribó cinco y ahuyentó al resto. Esa misma mañana se emplazaron en el Puntal cañones antiaéreos recién llegados desde Bilbao. Por la tarde se pudieron instalar generadores de humo que nos ocultarían y de paso nos atufarían con su olor sulfuroso que se pegaba a la ropa; apestaríamos pero ya no estábamos indefensos.
También tuvimos otro tipo de auxilio: en cuanto subió lo suficiente la marea la draga del puerto depositó toneladas y más toneladas de tierra y arena, primero en la popa, luego en la proa, para reforzar el lecho en el que descansaba el crucero. Hubo otra ayuda que no esperábamos, y que había sido idea de Don Félix Sánchez, el capitán de navío retirado que estaba a cargo de la comandancia del puerto. Aprovechando que en Santander había un cargadero de mineral, el de Orconea, Don Félix ordenó que llenasen de rocas y tierra un par de cascarones tan viejos que incluso en esa época de penurias esperaban el desguace; baste decir que uno, el Mina Bedabo, tenía más de setenta años sobre sus cuadernas. Los cargaron escombros hasta que casi quedaron sin francobordo, y luego un remolcador los acercó al Puntal hasta que tocaron el fondo, a unas decenas de metros del Galicia. Para más seguridad abrieron los Kingston y así los dos viejos barcos se convirtieron en un rompeolas artificial. La draga, que ya había acabado con la popa del Galicia, llevó unas cuantas cargas más para afirmar los cascajos. Ahora el Galicia estaba protegido hasta de los temporales del sur y con más calma podía afrontar el rescate.
Otra barcaza provista de grúa se acercó para retirar los elementos más pesados: la artillería y los mástiles se desmontaron, y lo que no que pudo aflojar se cortó: los sopletes chispeaban por toda la superestructura arrancando trozos de metal que se llevaban a tierra. Los buzos terminaron de vaciar de proyectiles los pañoles e incluso empezaron a tapar agujeros colocando grandes tableros de madera que atornillaron a los costados. No es que se pretendiese tapar así los boquetes de los torpedos, sino que servirían como encofrados: otra barcaza empezó a verter toneladas de cemento en las entrañas del Galicia para obturar las brechas. Los agujeros más pequeños se cerraban con cuñas de madera —los socorridos tapabalazos— y se apuntalaban con más maderos. Al mismo tiempo se soldaban vigas a la cubierta para aumentar su resistencia. Las agotadoras tareas, además, se hicieron bajo ataques aéreos continuos: durante el día las estelas de los cazas y de los bombarderos se cruzaban, y de noche ladraban los antiaéreos. Incluso volvió a tocarnos una bomba que cayó en la toldilla. Por fortuna, la espoleta debía ser defectuosa y estalló con el contacto, lanzando un viento de metralla que hirió a pocos pues en esas ocasiones nos refugiábamos bajo cubierta. El peor susto fue a los cuatro días: me acababa de levantar con el zafarrancho de la amanecida y deambulaba como un sonámbulo cuando el rugir de motores y unos tremendos estampidos me despejaron: un bimotor inglés —cuando mis neuronas se despertaron lo reconocí como un Wellington— había llegado volando a pocos metros sobre el agua, y había lanzado un rosario de bombas con la intención de que rebotasen como las piedras con las que jugábamos en los ríos. Querían que chocasen con el costado del Galicia y lo deshiciesen. Pero los ingleses, en la media luz del amanecer, no habían advertido los dos vapores herrumbrosos que actuaban como rompeolas. Las bombas reventaron las tripas del Bedabo pero el Galicia quedó incólume.
Solo después de tres semanas de extenuantes trabajos se juzgó que el buque era suficientemente estanco. Con la marea baja empezaron a trabajar las bombas, y al llegar la pleamar el crucero volvió a flotar. La draga había cavado un canal en la arena, y un remolcador empezó a tirar del Galicia hasta que se liberó, entre los vítores de los presentes. Entonces el crucero fue remolcado hasta el Real Astillero de Guarnizo. El dique seco no tenía suficiente capacidad pero se estaba obrando a toda prisa para ampliarlo; unos días después se cerraron las portas tras el buque y se empezó a trabajar en serio para hacer que el Galicia resistiese en traslado hasta el Ferrol, donde dieciocho meses llevaron las obras de reconstrucción. Pero para entonces yo ya no estaba en el barco.
Salve, estrella de los mares,
de los mares iris de eterna ventura
salve fénix de hermosura
madre del Divino Amor.
Salve marinera. Oración de la Armada Española
Relato del vicealmirante Don Víctor Loreto Leñanza
El Galicia descansaba en el arenal del Puntal de Somo, pero con la varada no acabaron las tribulaciones del pobre. Supongo que conocerán la preciosa bahía cántabra, y viéndola la juzgarán al abrigo de vientos y tempestades, pero solo es cierto en parte. Efectivamente, la península de la Magdalena y el arenal del Puntal cierran el paso a las grandes olas que levantan los temporales del norte. Sin embargo, ya he dicho que la bahía está muy expuesta a un fenómeno meteorológico infrecuente pero peligroso y tan típico del lugar como los sobaos pasiegos: las suradas. Son unos temporales del sur que se levantan cuando las borrascas atlánticas llegan a la costa. Las montañas cantábricas actúan como una barrera que separa la meseta, con altas presiones, de la costa, en la que el barómetro se derrumba. Las bajas presiones aspiran el aire del centro de España, que al descender por los valles se encañona y pierde su humedad, soplando en la costa con fuerza increíble un viento cálido y seco. Se cumplía el año desde que un temporal de enorme magnitud había provocado rachas que tal vez superaron los ciento ochenta kilómetros por hora; nadie lo sabe, porque se llevó los anemómetros. Por desgracia, también hizo que un pequeño fuego se extendiese por toda Santander y la arrasase. Los esqueletos negros de las fachadas recordaban ese funesto día.
Las suradas habían llenado la bahía de Santander de pecios, restos de barcos lanzados por el vendaval contra la ciudad o contra la Magdalena; no lejos de las aguas que rodeaban al Galicia yacían los restos de la fragata Lealtad, perdida en 1834 durante un temporal del sur. Incluso en una bahía tan pequeña vientos tan fuertes eran capaces de levantar olas de cierto porte. Parecerá que un barco de acero de ocho mil toneladas podría reírse de unas pocas olitas, pero sumadas a la marea ciclónica y a la pleamar bastarían para levantar al crucero de su inestable asiento y, como poco, dejarlo en seco donde no pudiese ser recuperado, eso si no se partía la debilitada quilla, lo que significaría su fin. Era más que urgente rescatar al crucero del arenal; hasta entonces habría que intentar que el casco asentase bien sobre la arena.
Como la varada se había producido durante la pleamar de una marea viva, con la bajamar quedó el barco casi en seco, con la proa completamente al aire. El segundo pudo bajar por una escala de gato y a pie seco reconocer los daños que había causado el torpedo. Por lo que le contó al comandante, lo sorprendente era que no nos hubiésemos ido a pique. A la altura de la primera chimenea había una brecha de cinco metros de anchura, y en la popa un segundo boquete bajo el montaje Y, cuyos cañones estaban caídos sobre la cubierta como inclinados ante lo inevitable. Era de solo tres metros pero debilitaba peligrosamente la mitad posterior, que no estaba apoyada sino que flotaba en precario. Eran esas cargas asimétricas las que podían dar al traste con el crucero.
Para entonces había llegado una pléyade de lanchas: un par del Churruca, que había enviado un trozo de reparaciones, otra de la comandancia del puerto, la del práctico, y varias de pescadores que se acercaban a ver si podían echar una mano; aunque en el Galicia no faltasen, la ayuda sería bienvenida. Don Pedro Nieto —el comandante—, que seguía en el puente en una especie de silla alta que le habían apañado los carpinteros, conferenció con el segundo, Don Eduardo, sobre la mejor manera de salvar al crucero. Luego enviaron a tierra al tercero, Don León, para organizar el rescate: el hombre aprovechó esa vocecilla capaz despertar muertos que le había dado Dios para llamar a una lancha del Churruca. Con ella se acercó a la capital a buscar al comandante del puerto. Mientras la marea ya estaba subiendo y las aguas volvían a lamer el casco del Galicia, permitiendo que las lanchas se abarloasen y empezase el barqueo de los heridos más graves que fueron llevados hasta el hospital de la ciudad. Por desgracia, una decena de abrasados perecieron en los días siguientes; los médicos solo pudieron aliviar sus sufrimientos.
Mientras se habían iniciado las obras. El buzo del crucero ya estaba en el fondo, revisando la popa y el timón, pues Don Pedro temía los efectos del torpedo de popa sobre la estructura del barco. Había signos ominosos: en cubierta se escuchaban los crujidos del metal torturado que indicaban que la popa se flexionaba y se podía partir en cualquier momento; incluso saltaron algunos remaches, indicio de pésimo pronóstico. A toda prisa se retiraron pesos de la popa, vaciando los pañoles accesibles y trasbordando la munición a las barcas —nada más peligroso que un barco amarrado repleto de proyectiles— mientras que los mecánicos desmontaban o cortaban todo lo que encontraban y sin más ceremonia lo tiraban por la borda; menos mal que un marinero vigilaba la posición del buzo o le hubiesen caído unas cuantas toneladas de acero. Al mismo tiempo se abrían los grifos del fondo para inundar compartimentos con la cantidad justa de agua para que la proa no se flexionase. Solo entonces el metal dejó de chillar.
También llegaron un par de gasolineras para retirar el fuel de los tanques. Corría prisa, pues estaba escapando por las brechas y empezaba a rodear al barco, envenenando a los hombres y corriendo el peligro de inflamarse. Al subir la marea, además, volvió a entrar agua en las salas de máquinas. Dándolas por perdidas, hubo que proteger calderas y turbinas de la corrosión llenándolas de fuel.
Tras una tarde y una noche de agobios ya parecía que el crucero se había estabilizado y pude ir a la enfermería, que por suerte aun seguía por encima del agua, a que me curasen la mano. El médico, que ya había apañado a los demás heridos, me hizo un remiendo y me la vendó, me puso la vacuna del tétanos y me mandó fuera con viento fresco. Al volver a la cubierta ya apuntaban las primeras luces. Entonces unos estampidos me alarmaron: el cañón antiaéreo del Churruca, que estaba fondeado en medio de la bahía, había empezado a disparar.
No lo habíamos visto —habíamos tenido una tarde como para mirar al cielo y el retemé sin potencia eléctrica no es que funcionase muy bien— pero un avión de reconocimiento britano había observado nuestros apuros. Ya se sabe que la guerra nunca ha sido un asunto de caballeros, y a los heridos no se les cuida sino que se les remata; con esa intención salieron varias escuadrillas, que despegaron de madrugada para sorprendernos a la amanecida. Cuando se acercaron pude reconocerlos, pues no en vano como oficial de los antiaéreos había estudiado las tarjetas de identificación: eran de lo más moderno que tenían, unos bichos cuatrimotores llamados Halifax que podían lanzar una porrada de bombas. Estaban demasiado altos para los cañones de 2 cm del Galicia, y tan solo los cañones de la capital y el del Churruca —un cañoncito del siete sesenta y dos— podían alcanzarlos. Como era de esperar no les hicieron ni cosquillas, y no pudieron impedir que un rosario de bombas cayese hacia nosotros. Don Pedro ordenó a todo el mundo que se refugiase y solo el permaneció a pie firme o, mejor dicho, a muletas firmes, que el carpintero le había perfilado un par. Hubo suerte y ninguna bomba nos acertó de lleno, aunque una que cayó a pocos metros de la proa la ametralló y causó un par de bajas. Por desgracia, dos barcas de pescadores quedaron volatilizadas. Lo malo era que aunque el crucero no había sufrido daños, las explosiones habían creado grandes socavones en la arena que amenazaban el apoyo del barco.
Con todo el día por delante mala papeleta teníamos. Ya no teníamos el apoyo del resto de la escuadra, que había hecho mutis y a esas alturas, como supe luego, ya estaba entrando en el Ferrol. Mejor para ellos pero no para nosotros pues no gozábamos de la protección de sus cañones. Tampoco teníamos fumígenos que nos ocultasen, y siendo un blanco inmóvil era cuestión de tiempo que alguna bomba nos acertase. Aun así ni nos llegamos a preocupar porque no nos daba tiempo: ahora era la proa la que quería flotar por su cuenta, cortesía de los bombazos, y hubo que hacer lo mismo que con la proa, descargarla a toda prisa mientras la inundábamos lo justo. A las diez y pico llegó a la orden de detener los trabajos y refugiarnos: venían más bombarderos. Afortunadamente, cuando los britanos estaban a la vista —esta vez eran bimotores— llegó la caballería en forma de una escuadrilla de cazas que derribó cinco y ahuyentó al resto. Esa misma mañana se emplazaron en el Puntal cañones antiaéreos recién llegados desde Bilbao. Por la tarde se pudieron instalar generadores de humo que nos ocultarían y de paso nos atufarían con su olor sulfuroso que se pegaba a la ropa; apestaríamos pero ya no estábamos indefensos.
También tuvimos otro tipo de auxilio: en cuanto subió lo suficiente la marea la draga del puerto depositó toneladas y más toneladas de tierra y arena, primero en la popa, luego en la proa, para reforzar el lecho en el que descansaba el crucero. Hubo otra ayuda que no esperábamos, y que había sido idea de Don Félix Sánchez, el capitán de navío retirado que estaba a cargo de la comandancia del puerto. Aprovechando que en Santander había un cargadero de mineral, el de Orconea, Don Félix ordenó que llenasen de rocas y tierra un par de cascarones tan viejos que incluso en esa época de penurias esperaban el desguace; baste decir que uno, el Mina Bedabo, tenía más de setenta años sobre sus cuadernas. Los cargaron escombros hasta que casi quedaron sin francobordo, y luego un remolcador los acercó al Puntal hasta que tocaron el fondo, a unas decenas de metros del Galicia. Para más seguridad abrieron los Kingston y así los dos viejos barcos se convirtieron en un rompeolas artificial. La draga, que ya había acabado con la popa del Galicia, llevó unas cuantas cargas más para afirmar los cascajos. Ahora el Galicia estaba protegido hasta de los temporales del sur y con más calma podía afrontar el rescate.
Otra barcaza provista de grúa se acercó para retirar los elementos más pesados: la artillería y los mástiles se desmontaron, y lo que no que pudo aflojar se cortó: los sopletes chispeaban por toda la superestructura arrancando trozos de metal que se llevaban a tierra. Los buzos terminaron de vaciar de proyectiles los pañoles e incluso empezaron a tapar agujeros colocando grandes tableros de madera que atornillaron a los costados. No es que se pretendiese tapar así los boquetes de los torpedos, sino que servirían como encofrados: otra barcaza empezó a verter toneladas de cemento en las entrañas del Galicia para obturar las brechas. Los agujeros más pequeños se cerraban con cuñas de madera —los socorridos tapabalazos— y se apuntalaban con más maderos. Al mismo tiempo se soldaban vigas a la cubierta para aumentar su resistencia. Las agotadoras tareas, además, se hicieron bajo ataques aéreos continuos: durante el día las estelas de los cazas y de los bombarderos se cruzaban, y de noche ladraban los antiaéreos. Incluso volvió a tocarnos una bomba que cayó en la toldilla. Por fortuna, la espoleta debía ser defectuosa y estalló con el contacto, lanzando un viento de metralla que hirió a pocos pues en esas ocasiones nos refugiábamos bajo cubierta. El peor susto fue a los cuatro días: me acababa de levantar con el zafarrancho de la amanecida y deambulaba como un sonámbulo cuando el rugir de motores y unos tremendos estampidos me despejaron: un bimotor inglés —cuando mis neuronas se despertaron lo reconocí como un Wellington— había llegado volando a pocos metros sobre el agua, y había lanzado un rosario de bombas con la intención de que rebotasen como las piedras con las que jugábamos en los ríos. Querían que chocasen con el costado del Galicia y lo deshiciesen. Pero los ingleses, en la media luz del amanecer, no habían advertido los dos vapores herrumbrosos que actuaban como rompeolas. Las bombas reventaron las tripas del Bedabo pero el Galicia quedó incólume.
Solo después de tres semanas de extenuantes trabajos se juzgó que el buque era suficientemente estanco. Con la marea baja empezaron a trabajar las bombas, y al llegar la pleamar el crucero volvió a flotar. La draga había cavado un canal en la arena, y un remolcador empezó a tirar del Galicia hasta que se liberó, entre los vítores de los presentes. Entonces el crucero fue remolcado hasta el Real Astillero de Guarnizo. El dique seco no tenía suficiente capacidad pero se estaba obrando a toda prisa para ampliarlo; unos días después se cerraron las portas tras el buque y se empezó a trabajar en serio para hacer que el Galicia resistiese en traslado hasta el Ferrol, donde dieciocho meses llevaron las obras de reconstrucción. Pero para entonces yo ya no estaba en el barco.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Por obra y gracia de los comités, en el treinta y seis el escalafón de la Armada había sido objeto de una limpieza forzosa que la había dejado casi sin mandos. No estaba el panorama como para tener en Santander oficiales veteranos vacacionando, y en cuanto el Galicia quedó amarrado en Astillero, incluso antes de que pudiese bajar a tierra —que llevaba un mes sin pisar— llegó un mensajero con una orden del Estado Mayor y un pasaporte para Cádiz. Apenas tuve tiempo para persignarme ante la Virgen del Mar agradeciendo el haber salido con la piel intacta. Casi intacta, mejor dicho, pues el zurcido que el matasanos me había hecho en la mano no solo me había dolido horrores sino que me dejó buen recuerdo. Apenas me detuve en Santander, que herida por el gran incendio tampoco estaba para fiestas, y tomé un cochambroso tren que en un viaje de tres días me dejó en la Isla de San Fernando. Ahí me esperaba mi nuevo barco del que me enamoré nada más verlo: el Gajuchi digo el Motril. Le veo la extrañeza en la cara, pero ya tendría que saber cómo es la Armada para los motes. La historia es, como siempre, traída por los pelos, y bastante es que se sepa de donde salía. Se dice que en San Fernando aterrizó un gitano granaíno que hablaba más caló que cristiano, que iba pidiendo «gajuchi» para el café hasta que alguien cayó en que significaba azúcar en su parla. La juerga que se corrieron mis paisanos, que otra cosa no pero guasa tienen una jartá, como dicen, se la pueden imaginar. En estas va y llega al Arsenal de la Carraca el Motril. Resulta que al pueblo granaíno del que viene su nombre le ha dado por la caña de azúcar, y no hará falta contar más.
El Gajuchi, perdón, el Motril, era un cañonero antisubmarino. No ponga cara rara, que yo ya sé que hundir un submarino a cañonazos tiene cierta dificultad, pero todo tiene explicación. En la Armada y durante todo el siglo XIX a las unidades de menor porte, encargadas de enseñar la bandera, vigilar las aguas y apoyar al ejército en sus trifulcas —fuese con mambises, moros filipinos o rifeños— se las llamaba cañoneros. Ahora ya no, que como los britanos resucitaron durante la guerra la palabra corbeta se ha puesto de moda. Que conste que lo de corbeta no le hubiese sentado mal al Gajuchi, pues en su día llamaban así a una especie fragatas pequeñas porque daban saltos en las olas como las corvetas de los caballos, y el Motril pegaba unos brincos cuando había mala mar que hacían justicia al nombre. Pero me estoy adelantando y será mejor que le describa como era el barquito.
Ya sabrá de la esforzada labor que durante el Alzamiento habían hecho los bous, pero la guerra contra el britano les quedaba un poco grande y cayeron como moscas. Lo mejor sería tener destructores y a eso se puso la Armada, pero montarlos no era trabajo de cuatro días y mientras se necesitaba algún barquito más o menos apañado que diese el pego. El almirante Moreno preguntó a Echevarrieta, el de los astilleros, si podría construir alguna especie de bou militar para proteger nuestras costas, y el vasco presentó el proyecto de un barco más que aparente. No sabíamos que había pirateado un diseño inglés, el de las corbetas de la clase floripondio, que no sé a quién se le ocurre bautizar a barcos de guerra como florecillas. Digo que pirateó pero a medias, porque los planos —sustraídos de un arsenal francés— no le terminaron de gustar y metió la mano en ellos y menos mal, pues las Flor, o Flower, que queda más digno, eran barcos abominables que cabeceaban en una piscina, mientras que los Noya, que así los llamamos aquí, eran buques marineros y todo lo cómodos que pueden ser los cascarones de mil toneladas con mala mar.
El Motril era bonito de verdad, con un casco con proa alta y lanzada de aspecto moderno, y con una superestructura bastante más bonita que lo que se estilaba. Recuerde que los ingenieros navales españoles, que Satanás tenga en su gloria, habían decidido que la mejor manera de dar a conocer sus productos era que pareciesen adefesios y de ahí el espanto digo superestructura que le habían clavado al pobre Canarias, a los minadores o al «sigamos a la flota», es decir, al crucero Navarra. Otra vez no me entiende: el Navarra tenía problemas de máquinas y siempre se quedaba atrás; por esas fechas los americanos habían estrenado la película «Sigamos a la flota» y si tengo que seguir explicándole más mejor que le enseñe primero como hacer la «O» con un canuto. Volviendo al Motril, las formas que tenía eran más de yate que de barco de guerra, siempre que se obviase el pedazo de cañón que calzaba. Por encima del puente estaba erizado de hierros y antenas, signo del toque de la modernidad, incluyendo una especie de somier que le habían endosado y que era la antena del radiotelémetro. Detrás, una chimenea pequeñita que denotaba su propulsión por diésel, una bendición para los sufridos «maquis». Mejor que mejor, porque la penuria, la maldita penuria, había hecho que muchos de los hermanos del Gajuchi llevasen todo tipo de engendros, y algunos padecían plantas de vapor que debían proceder de cascajos como el Mina Bedabo. La popa era redonda y lanzada, con un vistoso lanzacargas y un trasto nuevo que aun no había visto, y que era otro sistema de tirar bombas de profundidad con una especie de mortero. Por todas partes, cañones y cañones: uno del diez y medio alemán a proa que era una pocholada, y ametralladoras del dos en la popa. Yo ya sabía que semejante panoplia tampoco era como para echar cohetes, que los cañones del dos podían derribar cualquier avión inglés siempre que tuviese la cortesía de volar bajito, despacio, y no muy lejos. Pero con las armas apuntando a todos los puntos cardinales, al Gajuchi digo al Motril daba gusto verlo. En esos días de miseria era una fortuna caer en un barco aparejado en dulce. No escapó a mi ojo experimentado que el casco tenía buenos bollos y que necesitaba una mano de pintura, y que la que cubría los tubos de los cañones estaba llena de ampollas: el Motril había peleado y mucho, en la que fue llamada la segunda mayor ocasión que vieron los siglos, que me había perdido con mis desventuras en el Galicia.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
No tuve el honor de participar en la batalla pero al menos pude enterarme de segundas de lo que había ocurrido, pues me habían llamado para relevar al que resultó ser un compañero y amigo. Tenía que sustituir al alférez de navío Juan Bautista Malagamba Herrera, un compañero de la Escuela Naval dos promociones mayor que yo pero al que conocía de antes. No es que fuese cañaílla, que tenía la desgracia de haber nacido cartagenero, pero su padre había sido destinado a la escuela y el Bautí —como le llamábamos los amigos— y yo habíamos dado muchos tumbos por la bahía. Su carrera había sido bastante menos accidentada que la mía: cuando se produjo el Alzamiento —aquí, entre nosotros, no voy a llamarlo glorioso, pues amén de ser chapucero trajo muchas desgracias a nuestra pobre patria—, Bautí estaba en el en el cañonero Canalejas, esos días en Canarias. No creo que le importase saltarse las sangrías de Cartagena y de Mahón, para beneficio de su carrera y de su piel. Luego pasó al Ciudad de Mahón cuando aparejó hacia Fernando Poo, y como segundo del Mahón —el Quesito para los amigos, ya sabe lo de los motes— sirvió durante toda la guerra en las fuerzas de bloqueo. Llegó a la paz con el empleo de teniente de navío habilitado y permanente de alférez de navío. Cuando lo del Bellver embarcó en el Canarias participando en las incursiones en el Atlántico, hasta que logró las vueltas de teniente, ya definitivas. Entonces fue destinado al Motril, que acababa de ser entregado por la Unión Naval.
Recibir un barco nuevecito es un mando que cualquiera envidiaría a pesar del papelón que supone alistarlo y entrenar a su dotación, y más con la prisa que había. Mal que bien, el Gajuchi se incorporó en octubre a las fuerzas del Estrecho para perseguir submarinos britanos, teniendo la fortuna de participar en los combates de San Vicente y de Mogador. Lo acababan de ascender a capitán de corbeta habilitado para fragata, e iba a ser destinado, otra vez de segundo, al novísimo destructor Álava. Era la última unidad de la serie Churruca, que acababa de ser entregado con un diseño modificado para actuar como escolta antiaéreo. Otra vez destinado a un barco recién acabado con la misión de prepararlo para la guerra. Los hay con suerte.
Se me olvida decir que yo iba a sustituir a Bautí al mando del Motril. Demasiado para un alférez aunque fuese de navío, pero es que en la Isla me esperaba un notición. Mis peripecias en el Nadir, el Park y el Mowinckel no habían pasado desapercibidas, y en el Arsenal me esperaba una orden ministerial por la que se me concedía la Orden del Mérito Naval con distintivo rojo y, sobre todo ¡se me habilitaba para teniente de navío! Así que no iba a ir como segundo al Motril sino de comandante. Luego supe que no había sido yo el designado, que todavía había quién recordaba mi periplo por la flota republicana, pero el candidato tuvo la fortuna —para mí, no para él— de pillarse una apendicitis de caballo de la que salió por los pelos. Por los pelos y por las manos del cirujano, a cada uno lo suyo. Ya he dicho que oficiales no sobraban y menos con experiencia, así que de una puñetera vez dieron carpetazo a la parte menos lucida de mi expediente y me recompensaron con un mando que me merecía, o al menos eso pensaba yo.
Así que hicimos la ceremonia de transferencia del mando y Bautí desembarcó del Motril. Me hice cargo del mando y tuve el gozo de encontrar como segundo a otro conocido, el alférez de navío Don Ramiro Guillén Sánchez, que aun estaba en la Escuela Naval cuando la sublevación. Había navegado primero en el destructor Ceuta —suponiendo que flotar en esa antigualla sea navegar— y luego en los bous. Ver al del tercer oficial me complació todavía más, pues se trataba del alférez de fragata Don Salvador Atienza, al que conocía del Nadir y sabía de su competencia. Con Atienza se cubría además un puesto imprescindible en cualquier navío que se precie: ya se sabe lo imprudente que es hacerse a la mar sin tener un alférez de fragata al que cargarle el mochuelo. De los suboficiales, el contramaestre Gracia, veterano de la pesca de altura, también tenía buena pinta. López, el jefe de máquinas, que también había hecho campañas en Terranova, era una enciclopedia sobre motores. El resto de la dotación, sin embargo, tenía sus luces y sus sombras. La expansión de la marina hacía que nada más tocar puerto el Gajuchi desembarcase media dotación. Los novatos habían llegado a rebullón, y tenía demasiados pazguatos de tierra adentro que se mareaban con mirar al horizonte y a los que habría que meter la sal en las venas.
Recorrí luego el cañonero con la satisfacción de observar que estaba todo brillante como una patena, signo del buen hacer del Bautí y de Guillén, que ya se sabe que en un barco el comandante está en el Olimpo y es el segundo al que le toca apretar las tuercas a la canalla de proa. A lo sumo necesitaba una mano de pintura y tomé nota mental de encomendársela al segundo. Luego me puse a trabajar con la porrada de documentos que me esperaba, pues desde siempre la Armada Española flotaba más en tinta que en agua salada. Cuando acabé me acerque a la comandancia y luego al minador Vulcano, para rendir mis respetos al mando de la flotilla. Al final tuve un rato para una charla con el Bautí, que tenía que contarme los intríngulis del Motril y, más que nada, relatarme lo del cabo Mogador. Yo no había podido estar pero al menos me enteraría por boca de un amigo.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Relato del comandante de navío Don Juan Bautista Malagamba Herrera.
La verdad es que había sido una alegría ver al gafe más gafe de la Escuela. Hablo del Lori, como no ¿Quién es el Lori? Pues quién iba a ser, el Víctor Loreto Leñanza aquí presente, que no sé qué se le pasaba por la cabeza a su padre cuando le clavó ese nombre tan lleno de aristas que solo pasa con un buen chato de manzanilla y una chulla de jamón. Del bueno, oiga. Aunque el Lori no fuese de mi promoción sabía de su bien ganada fama de ser capaz de hundir un acorazado con solo plantar sus cenizos pies en cubierta. No vaya a creer que exagero, que lo conocía desde zagal y salí alguna vez a navegar con él a la bahía, hasta que se impuso mi afecto por la vida y preferí cultivar mi intelecto en el futbolín. Aquí el amigo tenía una querencia por el agua que parecía un salmonete, y en cuanto podía se iba al fondo a ser posible con barquito incorporado, que bastaba que a un bote le pusiesen una vela para que le diese la voltereta. Para mí que la única forma de que no volcase sería en un tentetieso, y tengo mis dudas. Toda la bahía conocía su habilidad menos los de la Escuela Naval, que cometieron la imprudencia de admitirlo. Ahí intentó comportarse pero ya se sabe que la cabra tira al monte y la sardina al fondo, y para el fondo que se fue aquella gabarra cuando… Veo que me pone mala cara y me lo callaré, pero que sepan que es verdad y de la buena, palabrita del niño Jesús. Con un guardiamarina al que tanto le gustaba chapotear el mando tenían una de dos, o no sacarlo del agua la siguiente vez, o mandarlo a los submarinos, donde lo de hundirse está bien visto y si luego se vuelve a flote, miel sobre hojuelas.
El Lori debió disfrutar con el B-4, todo el día para arriba y para abajo, pero al final debió saberle a poco y con eso de ya era la guerra, que los barcos nacionales no nos poníamos a tiro —porque puntería mucha no tenía pero si iba por medio lo de hundir a alguien cualquiera se arriesga— el tío decidió que además de hundir su submarino y ya que le venía de paso, podría desfondar a un mercante noruego. Pero el carguero le salió tozudo y se resistió, y el perjudicado fue el pobre sumergible. El B-4 fue la primera unidad agraciada con un periplo al desguace por obra y gracia del Lori, pero le adelanto que no fue la última. Por aquí se dijo que aquí el compadre se había jugado la vida para dejar a la República sin uno de sus sumergibles, pero los que lo conocíamos sabíamos que ni patriotismo ni leches, le había podido su afición a llenar de chatarra el fondo de los mares. El Lori se pasó de bando porque los rojos lo buscaban con malas intenciones, se ve que lo del B-4 no les terminó de gustar. Lo lógico hubiese sido devolvérselo para que siguiese agraciando a los barcos de la flota de los rogelios con paseos subacuáticos, pero a algún iluminado se le ocurrí que haría mejor papel en el Abuelo, es decir, en el España. No sé si porque creyeron que siendo tan grande ni semejante malasombra podría con el acorazado, o porque les hacía duelo verlo con tantos años y a flote. El Lori no falló y lo finiquitó, y después desapareció del mapa algún tiempo. Se dice pero no diga que lo he dicho yo que lo mandaron de tapadillo a Cartagena a ver qué podía hacer por el Jaime I, pero ya me estoy yendo de la lengua otra vez. Dejémoslo en que dio más trabajo al desguace.
No se piense que el amigo dejó la costumbre. Con la paz no tuvo muchas ocasiones y además, conociéndole, le mandaron a un despacho ya que los escritorios no naufragan con facilidad, pero en cuanto los pérfidos vinieron a molestar debió pensar que era ocasión ideal para darse otro baño y se embarcó en el Eolo justo a tiempo para que lo torpedeasen. Sigo sin entender por qué no lo dejaron en el agua para que disfrutase como el merluzo que es. Lo curioso es que el susto de la penúltima debió dejarlo con la pata cambiá y aunque lo mandaron al Nadir, el barco logró mantenerse a flote aun teniendo a mi amigo rondando por sus cubiertas. Como el Nadir se empeñaba en seguir flotando, el mando debió creer que se le había pasado el gafe y lo trasladó al Galicia, que se podrá imaginar cómo acabó. Me imagino al Lori tan contento, añadiendo el crucero que descansaba en el fondo de la bahía de Santander a su palmarés en el que ya figuraban dos acorazados. Lo tendrían que haber traspasado a la Royal Navy para que se la merendase en un santiamén. Pero ya se sabe que en plena guerra los traslados de un bando al otro no terminan de estar bien vistos, y ahí lo tenían sin saber qué hacer con él. Lo lógico hubiese sido destinarlo al arsenal, que siempre es más difícil hundir un edificio que un barco, aunque conociéndolo seguro que pondría empeño. Pero ya se sabe que los almirantes son los únicos animales que tropiezan tres o cuatro veces en la misma piedra y van y me lo mandaron para el pobre Gajuchi. Dejaré que sea luego el Lori quién lo cuente, porque me está diciendo que relate lo del cabo Mogador, y como en ese berenjenal tuve mucho que decir, pues allá que voy.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Como ya les habrá contado mi paso por el Canarias así que se la aliviaré y diré solo lo del Gaju... del Motril. Era un cañonero antisubmarino, un tipo de barco que se inventó Don Horacio Echevarrieta… ¿También se lo ha largado ya? Pues poco me deja a mí. Al menos, le diré que el Motril era de los buenos, de los que llevaban motor diésel que eso era ventaja y de las gordas, que esos motores eran pequeños, resistentes hasta decir basta y se pueden meter en cualquier alacena. No como los pobres que tuvieron que cargar con caldera y planta de triple expansión, que no dejaban sitio dentro del barco ni para estornudar a gusto. El Ga…, el Motril también fue de los primeros en llevar el retemé alemán. Si lo viera ahora le parecería una chapuza, con esa antena que parecía un somier encaramado en la guinda de un mástil y que amenazaba en independizarse cada vez que el barco daba un bandazo más fuerte de la cuenta. No se ría que es verdad, que el eje en el que estaba ensartado se desajustaba a poco que se sacudiese el barco y había que mandar un propio con una mandarria para convencer a la antena de lo bueno que es seguir girando.
De armamento bien, gracias. Hasta llevaba un cañón del diez y medio, que otros cañoneros calzaban lo que podían, lo mismo uno del doce de algún corsario desarmado que del diez con dos rescatado del Jaime I, y más de uno llevó cañón de alguna presa, que aquí se aprovecha todo. Desde luego que el del diez y medio era bastante mejor que toda esa chatarra, aunque como antiaéreo, y ahora que no me oyen, le diré que era un churro, pero qué se le va a hacer. También llevaba unas cuantas ametralladoras del dos para desgraciar a los aviones britanos imprudentes. De los submarinos también nos acordábamos y entre el sonotelémetro —vaya palabreja— y el montón de latas llenas de trilita de popa, como pillase alguno quedaba aviao.
Tuve la fortuna de recibir el barquito recién salido del escaparate como quien dice. Un poco cochino lo habían dejado los del astillero, pero fue cosa de poner a los reclutas con el lampazo, que con el fregote se adquieren dotes marineras. También hubo que ajustarlo, pues el motor no había manera de que tirase. Los del Arsenal se hacían los longuis: llegaban, apretaban dos tuercas y vuelta a fallar. Menos mal que aterrizó en el Motril como jefe de máquinas Don Santiago Peñalba, que llevaba toda la vida en los bacaladeros, y de tanto trastear con esas cafeteras asmáticas que llevaban le bastó con echar un vistazo al MAN para ver que habían colocado una válvula al revés. No sé quién se le ocurre diseñar una válvula que pueda montarse mal, pero fue cambiarla y tirar como los ángeles. Avisé al mando para que revisasen los otros cañoneros, y a Don Santiago le cayó una cruz al mérito naval con distintivo blanco que aunque no esté pensionada abre muchas puertas. Tras pasar por sus sabias manos el diésel subía a las dos mil revoluciones como si nada, aunque al principio procuré no pasarme mientras se rodaba. Cuando estuvo fino el Motril casi llegaba a los dieciocho nudos, uno y pico más que de diseño. Bien no, mejor. Además gastaba como un mechero y así a ojo llevaba fuel suficiente para para cruzar el charco. Solo para el viaje de ida, no se crea, que para la vuelta habría que encontrar algún cayo con gasolinera. Con todo, de sobra para lo que necesitábamos, que con suerte nos llegaríamos hasta Villa Cisneros y ya sería mucho.
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