Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Como urgía sustituir a los bous me mandaron para el Estrecho con el Gajuchi a medio entrenar, para que aprendiese las mañas sobre la marcha. A esas alturas en Portugal se batía el cobre y con ganas, y por el estrecho los aviones y submarinos britanos rondaban más de lo que nos gustaba. Atacaban hasta a los pobres pescadores; luego protestaban porque los suyos corrían peligro por las minas, pero ya se sabe que los pérfidos siempre han tenido dos varas de medir. No les salía gratis, que los cazas de Jerez daban un buen repaso a los que se acercaban y los cielos entre Sanlúcar y el Estrecho estaban razonablemente limpios.

Llegado al teatro me tocó hacer de todo. Lo misión principal era proteger la navegación costera hasta Sevilla. Para eso se organizaban pequeños convoyes con algún cañonero y dos o tres bous o, cuando estábamos nosotros, nosotros. También nos acompañaban patrulleros más pequeños como los torpederos que quedaban, las lanchas tabacaleras o los Urgull, esos pesqueritos con tanto cañón que apenas flotaban, pero que hacían su servicio. Casi siempre se nos juntaba algún barco desminador. La flotilla de dragaminas repasaba el corredor costero todas las semanas, pero los britanos lanzaban día sí y día también unas minas magnéticas de fondo con más peligro que la paella de mi suegra.

Los convoyes se pegaban a la costa todo lo que podían, aprovechando esas aguas someras malas tan malas para los submarinos. Además la Armada estaba tendiendo campos de minas para dejar un corredor seguro, y no era raro que los cazas de Jerez nos diesen protección. El convoy, realmente, funcionaba como un cercanías, parando en cada puerto, y los barcos se le sumaban o lo abandonaban según les conviniese. En la farola de Chipiona hacíamos el cambio con los barcos que venían de Sevilla. La escolta en el río ya no era cosa nuestra, que en el Guadalquivir no se metían los sumergibles —aunque alguna mina sí podía haber y los desminadores también recorrían el canal y los caños— sino de unas gabarras antiaéreas que nos habían prestado los teutones. Entonces tocaba hacer lo mismo de lo mismo pero de vuelta hacia Gibraltar. Ese servicio de escolta sería importante pero aburría hasta decir basta. Ni siquiera sufrimos ataques aéreos, aunque vimos más de una vez a los aparatos de reconocimiento enemigos. El de Tarifa no era el único corredor protegido, que la Armada había organizado otro servicio similar por la costa africana pero solo llegaba hasta Larache. Más allá eran palabras mayores, y los convoyes que partían llevaban mucha escolta, habitualmente italiana y francesa. He de decir que los submarinos ingleses los pusieron tibios. Nuestros queridos aliados nos veían como unos pedigüeños bajitos y morenos, sin recordar que nosotros llevábamos mucha mili encima y nos sabíamos los trucos, que la guerra no es solo tener armas bonitas. Así les iba, que nuestros barcos solían pasar con pocas pérdidas pero a los otros los diezmaban.

Además de escoltar hasta Chipiona, teníamos que patrullar las aguas del Estrecho aunque estaban más miradas que una corista en un cuartel. Aviones Cóndor y Dornier las sobrevolaban, los patrulleros las reconocían, y los pescadores no quitaban el ojo de cada cabrilla. Lo malo que cada vez que una tonina asomaba el morro pensaban que había periscopio escondido y nos llamaban a nosotros para que tranquilizásemos conciencias. Ni una vez vimos un inglés, pero eso no hacía el servicio menos peligroso porque eso de meterse en aguas profundas era jugársela. Yo zigzagueaba todo lo que podía y reforzaba los serviolas, pues no me fiaba del todo del retemé. En esas singladuras en solitario más de uno aprovechaba para hacer las paces con Dios y así poderle rezar para no tener un mal encuentro. Tenga en cuenta que cazar un submarino con un Noya tenía su intríngulis, pues los britanos además de torpedos calzaban un cañón como el nuestro pero con dirección de tiro y todo el monario. Eso sin mentar a los aviones que cualquier día nos daban un disgusto.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Esta entrada está fuera del hilo y puede modificarse sin previo aviso en la obra definitiva.

Lidschun, Reiner; Wollert Günter. Illustrierte Enzyklopädie der Infanteriewaffen. Siegler. Königswinter, 2008.

A principios de los años veinte la potente industria militar checoslovaca desarrolló varios tipos de armas para equipar el ejército de su país. La empresa Česka Zbrojovka de Praga desarrolló una ametralladora ligera alimentada por cargadores, que posteriormente fue fabricada por Zbrojovka Brno como ZB vz. 26 o ZB-26. Se trataba de un arma relativamente cara de fabricar, pero ligera (para la época) y muy fiable, que tuvo un gran éxito comercial, siendo fabricada bajo licencia por varias potencias. La más conocida fue la ametralladora ligera Bren británica, pero también fue construida por Japón, Japón (tipos 96, 97 y 99), Finlandia (KK 62) o España (FAO 41). Cuando se produjo la ocupación de Checoslovaquia en 1938 la producción prosiguió para el ejército alemán, que la empleó en grandes cantidades en las primeras etapas de la guerra denominándola MG 26(t). Sin embargo, acabó siendo sustituida por las MG 34 y MG 42, las primeras «ametralladoras de uso general», especie que se generalizaría en la posguerra. Sus usuarios no siempre vieron con agrado el cambio, pues las ametralladoras de la familia de la ZB-26, además de ser de las mejores armas diseñadas para emplear la anticuada munición con reborde, eran más ligeras que las ametralladoras que las sustituyeron, y su asa permitía el transporte seguro o el cambio de cañón, mientras que con otras máquinas el ametrallador debía coger el cañón al rojo con las manos (con suerte, con guantes de asbesto, pero demasiadas veces solo con unos harapos). Es curioso que muchas ametralladoras con «recambio rápido del cañón» no dispongan de asa para que el tirador pueda manejar en cañón con seguridad.

Los derivados de la ZB 26 siguieron empleándose por las fuerzas armadas del Pacto de Aquisgrán. En España, la Fábrica de Armas de Oviedo había comenzado la producción bajo licencia de un modelo mejorado, la FAO 41, apodada «Pepito» y llamada MG 41s en el sistema de denominación unificado del Pacto. Aunque requería muchas horas de trabajo y materiales de alta calidad, la FAO 41 resultó un arma aun más fiable que la original y fue muy apreciada por la tropa. Zbrojovka Brno (ahora llamada Waffenwerke Brunn) también produjo ese modelo mejorado como MG 41t.

Además de la producción española (empleada casi exclusivamente por sus propias fuerzas armadas) y eslovaca, Alemania había capturado grandes cantidades de ametralladoras ligeras Bren británicas en las campañas de 1040 y 1941. Al ser muy parecidas a las MG 26 y MG 41, se decidió adaptarlas para emplear el cartucho Máuser 7 x 92 x 51, siendo designadas MG 41e. Las MG 41s, MG 41t y MG 41e fueron empleadas por los aliados de Alemania o por unidades de segunda línea, hasta ser sustituidas por la MG 42d (la MG 42 con el nuevo sistema de denominación).

La carrera de la ZB 26, que parecía estar llegando al final, renació cuando el Pacto de Aquisgrán adoptó el muevo cartucho 6,5 x 33 Kurz. Hasta entonces la infantería del Pacto había empleado varios tipos de fusiles de cerrojo cuyo diseño procedía de principios de siglo, que empleaban cartuchos innecesariamente potentes como el Máuser 7,92 x 51 alemán, el 7,5 x 57 MAS o el 6,5 x 52 Carcano italiano. Estos cartuchos habían sido ideados a finales del siglo XIX cuando aun se pensaba en masas de fusileros que con sus armas combatiesen a la artillería, y parecían más adecuados para la caza mayor que para el campo de batalla moderno: eran letales a más de mil metros, aunque en el campo de batalla raramente se disparaba a más de 300 m, y muy pocos soldados conseguían alcanzar sus objetivos a esa distancia. Cartuchos tan potentes, aptos para cazar elefantes, requerían armas robustas y por tanto pesadas, muy engorrosas para las tropas mecanizadas. El problema se agravó cuando se intentó desarrollar armas automáticas que empleaban esos cartuchos. Por ejemplo, el Gewehr 41 alemán pesaba casi cinco kilogramos.

Afortunadamente Alemania tenía una alternativa: el nuevo cartucho 7,92 x 33 «kurz» (corto). Usaba el mismo proyectil que el 7,92 x 51 Máuser, con el mismo proyectil pero con un cartucho más corto de forma troncocónica, que se adaptaba mejor al diseño de armas automáticas. Alemania presionó para que el Pacto adoptase el nuevo cartucho a pesar de una deficiencia obvia: al emplear el pesado proyectil original, aunque tenía mucho poder de detención se perdía velocidad rápidamente y la trayectoria era parabólica, dificultando la puntería: las armas automáticas basadas en el 7,92 x 33 adolecían de alcance efectivo, viniendo a ser como subfusiles de media distancia pero mucho más caros y complejos. Además los miembros del Pacto tampoco veían con agrado el calibre 7,92 porque solo España lo empleaba: si tenían que sustituir la maquinaria, preferían que se diseñase un proyectil más adecuado. Por eso propusieron conservar el cartucho pero con un nuevo proyectil, estudiándose incluso calibres tan reducidos como 4 mm. Finalmente se adoptó un proyectil de 6,5 mm, aprovechando que dicho calibre ya estaba en producción por Italia. Sin embargo, el nuevo cartucho no debe confundirse con el anticuado 6,5 x 52 Carcano. El 6,5 x 33 PA (Pacto de Aquisgrán) empleaba un cartucho más corto de forma troncocónica (más adecuado para armas automáticas) con un propelente de mejor calidad, que hacía que a pesar de llevar un 35% menos de propelente su potencia solo era un 15% inferior. El proyectil era más corto que el Carcano y con diseño moderno, es decir, con forma ojival y mejor aerodinámica. Se había diseñado para que tuviese más peso en la cola, para que al impactar se desequilibrase y causase daños más graves, teniendo similar poder de detención que el 7,92 x 33 y poco inferior al 7,92 x 51, con la ventaja de poderse llevar más munición.

Para esta nueva munición se diseñaron varios tipos de armas automáticas ligeras y fiables, como el Gewehr 43 alemán (producido también en España), el Fucile Armaguerra Mod. 43 italiano o el MAS-43 francés, y que fueron ampliamente usadas en la segunda fase de la Guerra de Supremacía, multiplicando la potencia de fuego de la infantería. Sin embargo, se planteó un problema inesperado: ya no se mantenía la compatibilidad con la munición de las ametralladoras. Aunque la táctica de las fuerzas armadas del Pacto daba mayor protagonismo a las armas de apoyo, se trataba de armas excesivamente pesadas. La alemana MG 42d podía emplearse como ametralladora ligera empleando un bípode y tambores de munición, pero con su cadencia de tiro excesiva los agotaba rápidamente y además resultaba difícil de controlar. Como alternativa se diseñó un prototipo que empleaba el nuevo cartucho (la MG 44d, casi igual a la MG 42d) pero además de ser una ametralladora demasiado pesada las pruebas demostraron que era muy poco fiable.

Entonces se pensó en la antigua ZB-26. Su sistema de alimentación por gases se podía adaptar con facilidad para munición de diferentes potencias, y podía emplear los mismos cargadores que los fusiles. El FAO 43, producido por la Fábrica de Armas de Oviedo (apodada «Pepita» por los españoles), fue la primera ametralladora ligera que usó la nueva munición y mantuvo las excelentes cualidades de la FAO 41. Además algunos cambios en el diseño hacían que se emplease mayor proporción de piezas estampadas reduciendo su precio en un 40%. La FAO 43 (denominada MG 43s) fue también fabricada por la Waffenwerke Brunn; las versión checa era casi idéntica aunque fue denominada MG 43t. Alemania no adoptó el arma y prefirió mantener la MG 42d y la posterior MG45d como ametralladoras multiusos, pero Italia adquirió el diseño que fue producido como Breda modello 1944 (o MG 44i). Las MG 43s, MG 43t y MG 44i se entregaron a las escuadras de fusileros para complementar a las armas colectivas de pelotón y de sección. Al disparar cartuchos de menor potencia y emplear un cañón más macizo, se calentaban menos y solo era preciso reemplazar el cañón cada 500 disparos en fuego continuado. Se llegó a diseñar una versión alimentada por cinta, la FAO 46/MG 46s, pero se había producido en número limitado cuando finalizó el conflicto.


La FAO 42 y sus derivadas en DeviantArt

Saludos



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Si los ingleses se acercaban al Estrecho como moscas atraídas por la miel no era por esos convoyes pobretones, sino por la flota del Pacto que se estaba reuniendo en Gibraltar. La antigua base inglesa había quedado para el arrastre pero todo fue ponerse a trabajar. El hormigón es muy resistente y a los britanos no les dio tiempo para demolerlo, aparte que nuestra artillería solo empleó proyectiles pequeños contra las instalaciones. Fue cosa de quitar los escombros más visibles y resultó que el puerto estaba medio bien. Lo peor había sido el dique seco pero la parte de cemento era dura como las piedras, qué cosas, y aquí también sabíamos algo de puertas estancas y de bombas de achique. Baste con decir que cuando un submarino legionario torpedeó al crucero Cervantes en plena guerra civil, los rojos de Cartagena se las apañaron para alargar el dique de destructores hasta que cupo el crucero. Adecentar la base de Gibraltar tampoco fue para tanto, y al poco empezaron a llegar allí barquitos de todas las banderas. No necesitará que le diga lo bueno que es Gibraltar, entre las baterías de la montaña —ahí pusieron los cañones del Galicia mientras lo remozaban—, el puerto militar a resguardo de todo, la bahía de Algeciras en la que cabían todas las flotas del mundo, y el Mar de Alborán, ya por entonces limpio de polvo, paja y submarinos ingleses, ideal para hacer maniobras a gusto.

Así que las fuerzas de vigilancia del Estrecho, además de escoltar los convoyes e ir a la caza de avistamientos, teníamos que echar una mano a la flota si se terciaba. Que se terció y me tocó en medio. Cuando la malhadada salida de Iachino yo estaba haciendo un servicio de vigilancia, pues desde un avión habían visto una estela que podía ser un pez de acero con muchos torpedos y peores intenciones. Me imaginaba que sería algún marrajo despistado, pero había que hacer el paripé porque la flota iba a hacer una operación. Salí a toda prisa pero cuando al anochecer llegué al área —a diez millas al sur de Punta Camarinal— no encontré nada. Lógico, en superficie me iba a esperar y con una tacita de té por si me apetecía. Así que hice un par de pasadas y luego hice como si desistiese: puse rumbo a Cádiz con el motor bien revolucionado, para que hiciese ruido, y a medida que oscurecía fui bajando las vueltas para que sonase menos, como si me alejase. Con un poco de suerte y si el submarino —de estar— no estaba muy cerca, no podría calcular las revoluciones que metíamos al a máquina e igual lo engañaba. Ya con noche cerrada me di la vuelta y con la velocidad mínima para que el barco obedeciese al timón me puse a esperar. Es de noche cuando los submarinos salen a cargar baterías, y si había visita en cuanto asomase el hocico le daría las del pulpo. Era una táctica peligrosa, porque si nos avistaban seríamos como un pato sentado, y de noche es más fácil ver un cañonero que la silueta baja y oscura de un sumergible. Claro que tenía el retemé para que vigilase por nosotros, que alguna confianza daba.

Esa noche la dotación tuvo que acabar harta de mí porque tuve a todo el mundo en sus puestos de combate. No les gustaría, pero si se liaba no habría tiempo ni de suspirar. Yo también me la pegué en el puente, aguantando gracias al café negro que subía el cocinero, ese que llegaba de Turquía y que ayudó a soportar tantas vigilias. Pero la campana desgranó las horas sin que pasase nada. La única novedad fue cuando el retemé detectó el paso de un par de destructores muy al sur de mi posición, porque el tonto del almirante italiano, en vez de hacernos caso e ir por el corredor costero de Cádiz, había preferido barajar la costa africana. Les deseé buena suerte y los encomendé a la Virgen del Rosario, pero no debí hacerlo con suficiente devoción ya que aun no había amanecido cuando subió el radio corriendo.

—A sus órdenes, mi comandante. Un aviso urgente desde Cádiz.

Me ordenaban abandonar la búsqueda y partir a toda máquina hacia Larache, donde tenía que escoltar a un buque de guerra averiado. No decía nada más, pero si echaban mano hasta de mí me temí lo peor. Llamé al segundo —al que había dejado echar una cabezada— y al tercero, les informé de la situación, y pose proa al sur: serían apenas seis horas de navegación. Esta vez, ni zigzags ni leches, que los minutos contaban y un crucero —no quisiera Dios que fuese un acorazado el tocado— valía más que el Ga… perdón, el Motril. También ordené que la dotación descansase unas horas por guardias, y yo mismo me retiré un rato, dejando a Atienza en el puente. Que llevábamos toda la noche de juerga y el día se preparaba intenso. Ya sé lo que dijo Escaño, que en la cama del comandante solo descansan los instrumentos de navegación, pero según la experiencia, que es la madre de la ciencia, si te pegas muchas horas sin dormir luego metes la pata en el momento más inoportuno.

Poco me duró la tranquilidad. No llevaba ni un par de horas meditando cuando Atienza me reclamó al puente. Sí, ya sé que cuando pienso suelto unos ronquidos que tiemblan los mamparos, pero solo estaba reflexionando ¿vale? Un ordenanza llamó y me dijo que el señor tercero solicitaba que me acercase.

—Mi comandante, siento molestarle pero es que el retemé detecta actividad aérea.

Actividad aérea decía ¡si parecía un circo de tres pistas y con jaula de fieras! No sé cómo era que no chocaban los aviones, pues iban y venían a manta. Algunos solo los captábamos con el retemé, a otros podíamos verlas. Salvo un par de hidros ingleses de reconocimiento, todo eran aviones del Pacto, alemanes, españoles y hasta italianos. Avisé a Cádiz de los hidros enemigos —no tenía órdenes de guardar el silencio radiofónico, y echar un berrido al éter serviría para despistar a los escuchas britanos— mientras mantenía el rumbo. A las diez de la mañana el retemé detectó varios contactos de superficie que no podía ver, ya que se estaba nublando y descargaban algunos chubascos; pero viendo que detectábamos cada vez más, y que los ecos eran muy grandes, supuse que se trataba de la flota que venía de vuelta, mal indicio. Cuando me crucé con ellos, desde un destructor me ordenaron con la lámpara de señales que siguiese hacia el sur, pues había dos barcos que precisaban protección. Mientras pasaba fui contando, y con el corazón en un puño noté que faltaban un acorazado y varios cruceros pesados. Además uno de los blindados tenía la proa dañada y dejaba escapar un rastro de fuel.

En ese momento Atienza, que seguía con el retemé, se acercó con cara de preocupación.

—Mi comandante, se acercan aviones a baja altura. Al menos una docena.

Supuse que iban a por la flota y que a nosotros no nos harían caso, pero vaya usted a saber. Ordené zafarrancho de combate y que se intentase avisar a los escoltas con las lámparas de señales; aunque seguramente habrían detectado a los intrusos antes que nosotros, no pasaba nada por quedar bien.

—Mi comandante, aviones por la aleta de estribor —me dijo un serviola.

Con los prismáticos pude verlos: por lo menos una docena de biplanos, y algunos monoplanos, seguramente cazas, por encima.

—Caiga dos cuartas a babor. Que el cañón de proa dispare en cuanto esté listo.

El barco viró hasta dejar campo de tiro al cañón, que al momento bramó. Las probabilidades de acertar eran nulas, pero era el sistema de aviso más eficiente que se me ocurría para avisar a la escuadra. Claro que así también nos hacíamos ver, pero ya le he dicho que un cañonero era más barato que un acorazado aunque fuese italiano. Con los prismáticos pude ver como se separaban cuatro biplanos —torpederos Swordfish— y un par de monoplanos —cazas Fulmar—, pero siguieron sin hacernos caso porque lo que pretendían era atacar a los acorazados por las dos bandas. Yo tenía mis órdenes y, con sentimiento, puse otra vez la proa al sur sureste, dejando atrás a la flota mientras el cielo se cubría con las nubecillas negras de los antiaéreos.

Una hora después encontré mi objetivo: cuatro grandes barcos muy cerca de la costa. Al acercarme vi que dos de ellos estaban dañados: un acorazado alemán que estaba hundido de proa y al garete, y un crucero italiano bastante escorado. Los otros dos eran cruceros pesados también italianos que intentaban tomarlos a remolque. Cuatro destructores cubrían a la agrupación. Me aparté del camino de los rápidos galgos de los mares y me acerqué a los pesados, intentando darles protección cercana. Apenas había tomado posición cuando el retemé volvió a detectar la llegada de aviones. Eran otra vez torpederos, que volaban tan bajo que parecía que con sus ruedas iban a tocar las aguas. En ese momento yo había sobrepasado a los cruceros y ordené virar en redondo para interponerme en el curso de los atacantes. Los biplanos seguían acercándose, demostrando que los pérfidos serían hijos de lo que se quisiera, pero redaños tenían. El cañón de proa volvió a disparar, más por hacer ruido que otra cosa, y cuando estuvieron al alcance, las ametralladoras del dos. Pero los aviones contrarios, que iban a por los cruceros, ni se inmutaron, y tampoco se acercaron lo suficiente. El Fiume tuvo que largar el remolque para maniobrar, y pude ver como del costado del Bolzano —el crucero dañado— se elevaba una columna de agua.

—Mi comandante, también han alcanzado al acorazado —me dijo el segundo.

—Vaya desastre, Don Ramiro.

Me quedé junto a los dos lisiados. El Bolzano pudo volver a ser tomado a remolque, pero el acorazado —luego supe que era el Scharnhorst— estaba condenado. Para intentar salvarlo su comandante lo embarrancó, y luego pidió ayuda para rescatar a la tripulación, con la idea de dejar a bordo solo a los servidores de los antiaéreos ligeros. Como el calado del Motril era el más bajo de los presentes tuve que acercarme y abarloarme ¿Vio cómo las planchas de babor estaban abolladas? Son honrosas cicatrices de esa mañana. No sé cuántos hombres subieron, al menos cuatrocientos. Cuando me pareció que corríamos riesgo de dar la voltereta me separé y me acerque a la muy cercana Larache. Sin ceremonias entré en la rada, amarré en un malecón y solté mi carga humana. Aun tuve tiempo de volver a rescatar a más hombres, esta vez los servidores de la antiaérea pues se había decidido que el acorazado estaba perdido.

No había acabado la funesta jornada. Mientras yo rescataba los náufragos del Scharnhorst, los acorazados Littorio y Vittorio Veneto fueron torpedeados, aunque afortunadamente pudieron ser salvados y siguieron sobre las aguas. También se libró el Bolzano, que renqueaba hacia Gibraltar. Para reforzar su escolta salí de Larache aunque la marea estaba tan baja que la quilla rozó la arena en la barra. Luego me incorporé a la pantalla del crucero durante el día y pico que costó llegar a Gibraltar, por fortuna sin que esta vez apareciesen más ingleses. Solo cuando el Bolzano entró en el dique seco pude dar por finalizada mi misión. He de decir que la comandancia me trasladó dos oficios procedentes de la regia Marina y de la Kriegsmarine, en el que los capitanes Catalano —del Bolzano— y Hoffman —del Scharnhorst— me agradecían mis esfuerzos en el salvamento del crucero y en el rescate de los náufragos del acorazado. Las recomendaciones de los aliados siempre ayudan en la carrera ¿Ves, Lori, como se pueden sacar galones hasta de los acorazados hundidos? Aunque ahora que lo pienso a ti no tendré que enseñarte nada sobre naufragios.



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Tras el combate del Cabo San Vicente todo empezó a cambiar en las aguas del Estrecho. Por una parte, los britanos estaban a punto de salir de Lisboa con el rabo entre las piernas y sus aviones ya no amanecían por estas aguas salvo, muy de vez en cuando, algún cuatrimotor de reconocimiento que llegaba Madeira. Mirar miraban pero no se metían con nadie. Como se estaban recibiendo minas a porrillo procedentes de los almacenes italianos —ya no las precisaban en sus costas— se pudo establecer dos corredores costeros seguros, uno el que ya conoce de la costa andaluza, pero que ahora llegaba hasta Huelva y se estaba extendiendo más allá. El otro en la africana hasta la laguna de Merja Zerja, en la frontera con el Marruecos francés; luego era tarea de nuestros vecinos.

También cambió el sistema de patrullas. Hasta ahora cada barco tenía asignado un sector, disposición poco efectiva porque podías tener a casi toda la fuerza de vacaciones mientras en algún rincón uno o dos barcos no daban abasto. Al haberse establecido los pasillos seguros para los convoyes costeros, y habiendo desaparecido la amenaza aérea, su escolta pasó a los patrulleros, que los había de todo tipo y color: torpederos, las tabacaleras, bous, lanchas dragaminas, algún Uad y cada vez más Urgull. Al resto de los escoltas no nos dieron vacaciones, sino que nos organizaron en flotillas destinadas a la caza de los submarinos británicos. Seis eran españolas; estaban encabezadas por cañoneros y nutridas con los Noya que se estaban recibiendo, más algunos bous y los sufridos torpederos que no reclamaban los convoyes. También llegaron barcos italianos y franceses, aunque su responsabilidad no fue el Estrecho sino la costa portuguesa liberada y sobre todo la africana, por la que cada vez pasaban más convoyes con refuerzos al Sáhara.

Al Gajuchi digo Motril lo asignaron a la segunda flotilla que estaba encabezada por el cañonero minador Vulcano, comandado por el capitán de navío Don Jacinto Freire, que también ostentaba el mando de la agrupación. Al Motril lo acompañaban otros tres cañoneros de la misma serie: el Noya —alias el Primeraco por ser el cabeza de la clase—, el Mahón —también heredó el apodo y pasó a ser el Quesito— y el Somorrostro, más conocido como el Chapela. Es decir, una flotilla como Dios manda con cinco barcos modernos, no muy rápidos pero que tenían mucho que decir. Además el Vulcano era el mejor de los escoltas de la Armada: ya de origen había salido muy bueno y solo desmerecía por su limitada velocidad. Había tenido la no sé si mala o buena fortuna de resultar averiado por una mina, y durante las reparaciones fue transformado en buque antisubmarino, sustituyendo sus armas por otras alemanas con más capacidad antiaérea, cargando una porrada de bombas antisubmarinas —como buen minador tenía espacio de sobra— y montando un retemé aun mejor que el del Motril. Empezaba otra fase de la guerra.



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El Vulcano en DeviantArt. Incluye imagen y texto.

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De Globalpedia, la Enciclopedia Total.

Cañoneros antisubmarinos clase Noya

Los cañoneros de la clase Noya fueron construidos por encargo de la Armada Española durante la Guerra de Supremacía, que necesitaba buques de escolta que protegiesen la navegación costera. Llevaron el nombre de pequeñas poblaciones portuarias españolas.

Historia

Durante la Guerra Civil Española los nacionales habían utilizado con buenos resultados gran número de «bous», es decir, barcos de pesca de altura, muchos de ellos bacaladeros diseñados para navegar por el duro Atlántico Norte. Al finalizar la guerra fueron devueltos a sus armadores, pero fueron de nuevo militarizados cuando España entró en la Guerra de Supremacía. Se los destinó a proteger las costas españolas y especialmente la navegación costera en el Cantábrico, de gran importancia para el transporte del carbón asturiano que necesitaba la industria siderúrgica vizcaína.

Aun siendo unidades de circunstancias, se esperaba que diesen tan buen servicio como en la guerra civil, pero en el nuevo conflicto su rendimiento fue peor. Por una parte, se trataba de un grupo de barcos muy heterogéneo con las consiguientes dificultades para operar conjuntamente (al tener velocidades económicas o radios de giro diferentes) y de mantenimiento. Al haber sido diseñados para la pesca, se trataba de unidades excesivamente estables y resultaban malas plataformas de tiro. Además carecían casi por completo de armamento antiaéreo, siendo presa fácil de los bombarderos británicos. Su velocidad limitada (que no superaba los 11 nudos) y la carencia de sistemas de detección modernos les impedían dar caza a los submarinos enemigos, y su armamento no podía compararse al de los destructores. En pocos meses se perdió una decena sin que lograsen causar daños al enemigo. Pero la Armada Española no tenía otros buques que pudiesen efectuar las misiones de los bous: disponía de buen número de buques ligeros pero de capacidades muy limitadas (como los supervivientes de la clase de torpederos T-1, o las lanchas de persecución del contrabando), y de unos pocos cañoneros que tampoco eran adecuados para la lucha antisubmarina, como demostró la pérdida del Eolo en el Golfo de Cádiz. Fue preciso mantener las flotillas de bous en el Cantábrico hasta que pudiesen ser sustituidos por buques especializados.

La Armada, conocedora de las deficiencias de los citados buques auxiliares, solicitó a la industria nacional la construcción de unidades especializadas en la lucha antisubmarina y en la protección del tráfico mercante. Por exigencia del Ministerio de Industria, Comercio y Armamentos los nuevos escoltas no debían ser construidos en astilleros militares, que se reservarían para barcos de mayor porte, sino por la industria civil. Esta ya tenía alguna experiencia tras la construcción de cañoneros y guardacostas para México. Los nuevos buques debían basarse en los bacaladeros, no solo por su proverbial buen comportamiento con mala mar, sino por su facilidad de construcción y pensando en transformación en pesqueros tras la guerra. La Armada exigió una velocidad superior a 16 nudos, la mínima para poder luchar contra los submarinos enemigos.

Los astilleros Echevarrieta y Larrinaga presentaron el proyecto de un buque de escolta de sesenta metros de eslora y mil toneladas, con propulsión diésel aunque podía admitir otras plantas motrices. Aunque inicialmente se dijo que se basaba en un bacaladero, posteriormente se supo que estaba inspirado en las corbetas antisubmarinas inglesas de la clase Flower, algunas de las cuales estaban siendo construidas en Francia y a cuyos planos había tenido acceso Horacio Echevarrieta, que buscaba hacerse perdonar las relaciones que había mantenido con los partidos de izquierdas durante la época republicana. Incluso el armamento de las nuevas unidades era similar a las Flower. Las principales diferencias estaban en el tamaño, algo mayor (mejorando ostensiblemente su comportamiento), en la superestructura y en la propulsión, ya que debían estar movidas por motores diésel más compactos, en lugar de llevar las plantas de vapor de las corbetas Flower. Sin embargo, las dificultades en el suministro de los motores hicieron que parte de los cañoneros construidos fuesen movidos por máquinas de triple expansión. Dependiendo del tipo de propulsión y del estado de los motores la velocidad variaba entre 15 y 17 nudos. También sufrió modificaciones el armamento según la disponibilidad, y algunas unidades llevaron cañones de 10,2 cm recuperados de otras unidades de la flota, como el acorazado Jaime I. Los nuevos buques fueron construidos en un plazo muy breve, y el Noya fue entregado a la Armada el 11 de agosto de 1941, siendo destinado a las fuerzas de vigilancia del Estrecho de Gibraltar.

Los Noya, al contrario que las corbetas Flower, resultaron ser barcos cómodos y marineros, apreciados por sus dotaciones. Su llegada al Estrecho de Gibraltar se acompañó de repetidos éxitos: el 17 de noviembre de 1941 los cañoneros Noya y Villajoyosa hundieron al submarino inglés P32 frente a Tarifa. En el Cantábrico, su pesado armamento les permitió combatir a las lanchas cañoneras británicas o a los aviones del Mando Costero. A medida que entraban en servicio nuevas unidades fueron empleados en otras misiones, como lucha contra minas (hasta que fueron sustituidos por los dragaminas de las clases Guadiaro y Muga) o la vigilancia costera. A partir de 1943 se sustituyó el armamento en las unidades nuevas y en algunas de las antiguas para aumentar la capacidad antiaérea y antisubmarina. Se reemplazó el cañón de 10,5 cm por un montaje doble de 3,7 cm y se instalaron lanzacohetes antisubmarinos del tipo «Alicante». También fueron equipadas con radiotelémetros y con equipos mejorados de detección submarina.

Aunque las características de estas unidades fuesen modestas su construcción acabó siendo el programa más ambicioso al que se había enfrentado la industria nacional y requirió un gran esfuerzo organizativo, similar al que en otro campo llevó a la creación de la Industria Nacional Santa Bárbara. Se creó la Empresa Nacional de Astilleros Españoles, de capital mixto, en la que se agruparon empresas como astilleros González-Llanos, Echevarrieta, Armada, Euskalduna, Vulcano y otros. Se procedió a la construcción de nuevas gradas y a la ampliación de las existentes, así como a la formación de personal técnico. La dirección de la nueva compañía fue encomendada a Don José Luis Aznar y Zavala, miembro de una familia de navieros y constructores navales. Las medidas de reorganización permitieron aumentar el ritmo de construcción que paso de seis unidades en 1941 a treinta y cuatro en 1944, sin olvidar los torpederos de la segunda serie de la clase García de los Reyes. Tal actividad constructiva excedió las capacidades de la industria siderúrgica española siendo preciso importar grandes cantidades de acero y metales no férricos de Francia y Alemania.

El buen resultado de los cañoneros de la clase Noya llevó a que la Kriegsmarine solicitase un lote de veinticuatro unidades, que fueron entregadas a lo largo de 1943 y 1944 a cambio de ocho submarinos oceánicos. Las unidades alemanas llevaban motores diésel y fueron empleadas en la costa atlántica y en el Mar del Norte. La Kriegsmarine quedó más satisfecha de los Kanonenboot 42 (como fueron conocidos los Noya en Alemania) que de los PA-1, las corbetas francesas de la clase Flower (constituyeron inicialmente la clase Arquebuse) que habían sido intercambiadas por submarinos del tipo VII. En 1944 la Kriegsmarine adquirió doce unidades adicionales directamente a la Armada Española, canjeándolas por el crucero antiaéreo Emden, que fue bautizado Blas de Lezo. Tras la guerra los barcos alemanes que quedaban fueron empleados como guardacostas hasta mediados de los años cincuenta. Ocho fueron transferidos a la marina finesa.

Al finalizar la guerra sobrevivían cuarenta y cuatro unidades. La Armada conservó las dieciocho en mejor estado empleándolas como patrulleros. El resto fueron vendidas a armadores civiles, que las utilizaron como buques de recreo, pequeños cargueros o incluso para el contrabando. Muy pocas fueron convertidas en pesqueros, a pesar de lo inicialmente planeado, porque su potente maquinaria las hacía antieconómicas en este papel.

Características

Longitud: 60 m (en la flotación).

Manga: 9,4 m.

Calado: 2,7 m.

Desplazamiento: 1.025 Tn a plena carga.

Propulsión: 1 motor diésel MAN, 2.500 HP, una hélice.

Velocidad: 16 nudos.

Autonomía: 4.000 millas náuticas a 12 nudos.

Dotación: 57 hombres.

Armamento: Original: Un cañón de 10,5 cm, 6 de 2 cm. Dos varaderos de cargas de profundidad con 20 cargas. Modificado: Dos cañones de 3,7 cm, cuatro cañones de 2 cm. Un lanzacohetes antisubmarino. Dos varaderos de cargas de profundidad con 24 cargas.


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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Savely se separó jadeando. Se arrebujó bajo las mantas con cuidado pero no el suficiente: unas manos ansiosas recorrieron su abdomen hasta encontrar su sexo, y lo acariciaron hasta que respondió. Media hora después una sudorosa Annelie abrazaba a su inquilino.

—Fricis, mi Fricis ¿Qué te trajo a Berlín?

—¿Podrás guardarme un secreto? —respondió en un alemán vacilante.

—¿Secreto? ¿Qué ocultas? ¿Huyes de algo?

—Sí, Annelie. Huyo de una mujer. Una arpía que me acusó de ladrón porque un día la rechacé.

—Aquí en Berlín no podrá hacerte nada.

—Sí, Annelie, hasta aquí llega su mano. Era una rusa que llegó con los comunistas. Tu país y Rusia son amigos. Si la policía se entera de que me buscaban en Letonia me deportarán y allí me matarán.

—Mi pobre Fricis ¿Qué necesitas que haga?

Savely la besó con pasión fingida y luego dijo —Annelie, no quiero meterte en problemas. Jamás.

Annelie rio—. Savely, no serás el primero que se esconda en Moabit ¿Bastará con que no diga a la policía que te he alojado? Ya sabes que el chivato del cuartel no dirá nada.

Savely rio para sus adentros; sabía que Annelie sobornaba al informante con algunas tardes tórridas, y si no había declarado su huésped no era pro amos sino para evitar pagar impuestos. Aun así, mientras le besaba el cuello, le preguntó —¿Harías eso por mí, mi amor?



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Capítulo 23

El espíritu agresivo, la ofensiva, es el factor que prima en cualquier aspecto de la guerra y el aire no es la excepción.

Barón Manfred von Richthofen


Relato de Franz Kinau


Aun siendo invierno el frío día era luminoso, y los catorce Bf 109 F-7/B2 aceleraron sus motores en la pista de Sint-Denijs. Los seis primeros se elevaron rápidamente, pero los de las otras dos «rotte», la mía y la del alférez Kléin, necesitamos una carrera mucho más larga, pues los aparatos estaban pesadamente cargados.

Durante el mes de febrero la guerra aérea sobre Gran Bretaña seguía con la misma o mayor intensidad. Solo el mal tiempo daba algún respiro a los ingleses, pero cuando las condiciones meteorológicas lo permitían, el cielo se llenaba con miles de aviones. En esa fase la guerra alineábamos contra los británicos casi cinco mil aparatos: dos mil cazas, mil quinientos bombarderos, un millar de cazabombarderos y de bombarderos en picado, y varios centenares de aviones de reconocimiento, de guerra de radio, transporte o rescate. No estábamos solos porque otro millar de aviones italianos y franceses cooperaban en poner a los ingleses de rodillas.

Sometida a presión abrumadora, la RAF había desaparecido del cielo. Los aeródromos del sur de Inglaterra eran impracticables, no solo por los bombarderos sino porque los mismos británicos, dándolos por perdidos, habían inutilizado las pistas con grandes zanjas: debían temer que en cualquier momento se produjese un asalto con paracaidistas y habían preferido destruirlas. Más al norte, Londres era sobrevolada día y noche. Las restricciones que nos habíamos autoimpuesto la libraban de bombardeos indiscriminados, pero las zonas señaladas como objetivos de valor militar recibían miles de bombas, y también eran machacadas las posiciones de la artillería antiaérea. No eran ataques terroristas porque se advertía a la población del riesgo que corría, tanto mediante retransmisiones radiofónicas como lanzando panfletos sobre las zonas amenazadas. Avisar antes de atacar nunca es buen consejo, y aparentemente permitía que los ingleses trasladasen ahí sus antiaéreos móviles. Pero una cosa es ser considerado y otra insensato. Los folletos advertían de ataques que podían producirse a lo largo de los siguientes quince días, pero sin avisar del momento concreto, ni si serían por un avión o por mil. Los servicios de espionaje decían que esas advertencias causaban grandes desbandadas de civiles aterrados ante un enemigo tan superior que podía permitirse anunciar sus intenciones. Esas evacuaciones espontáneas causaban tal disrupción en las industrias —pues muchas estaban situadas en barrios populares— que el criminal primer ministro Churchill estaba exhortando a los londinenses a que permaneciesen en sus viviendas como manera de demostrar la voluntad británica de resistencia. En realidad, el objetivo del primer ministro, que hacía gala del desdén que por sus inferiores sentía la aristocracia, era mantenerlos cerca de sus oficios y que no se perdiesen horas de trabajo.

Por desgracia para los inconscientes que escucharon sus palabras, la aviación del Pacto lanzó tres terribles bombardeos contra zonas industriales del este y del sur de la ciudad. Ataques similares sufrieron algunas de las principales ciudades costeras inglesas, especialmente la ciudad de Newcastle, que padeció un bombardeo incendiario como el que meses antes había arrasado Sheffield; la única diferencia fue que en esta ocasión se advirtió con antelación a sus habitantes. También fueron aplastadas por las bombas Plymouth, Southampton y Chatham; las cuatro desgraciadas ciudades fueron escogidas por sus grandes astilleros. En esos momentos, ya sabíamos que si Inglaterra aun resistía era por el mar. Tenían tal necesidad de buques mercantes y de escolta que habían paralizado las obras en buques de guerra enormemente necesarios, fuesen acorazados, portaaviones o cruceros. Algunas instalaciones se estaban dedicando casi exclusivamente a los buques averiados; aun así calculábamos que dos millones de toneladas esperaban a ser reparadas.

En el centro de las desafortunadas ciudades no había astilleros, pero sí oficinas de administración, almacenes y centenares de pequeños talleres en los que se producían componentes. Afortunadamente para los locos que se quedaron en las malhadadas localidades, el estilo de construcción inglés con extensos barrios de casitas bajas era menos susceptible al fuego que los centros medievales de las viejas ciudades continentales. Aun así, en Southampton y en Newcastle se declararon furiosos incendios que arrasaron gran parte de sus cascos históricos.



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Esta vez nuestros aviones no llevaban bombas convencionales, sino una AB 250 bajo el fuselaje y dos AB 23 en los montantes subalares. Eran ingenios peligrosos porque de caer al suelo las cargas se activaban con suma facilidad, y podían convertir al avión y a su piloto en una nube de humo, esquirlas y sangre. Aun así, eran un gran adelanto respecto a los dispensadores de bombetas que todos odiábamos.

Desde bastante antes de que comenzase el conflicto se sabía que las bombas pesadas no siempre eran la mejor arma para un avión. Eran necesarias para destruir un edificio, un barco o un búnker, pero contra tropas al descubierto resultaban mucho más eficaces cinco bombas de cincuenta kilos adecuadamente repartidas que una de doscientos cincuenta. Todavía más si se atacaban fortificaciones, aunque fuesen de campaña, pues estaban pensadas para limitar el efecto de las explosiones de bombas o proyectiles pesados. En la práctica, si lanzábamos un artefacto contra una trinchera no hacía ningún efecto salvo que cayese a pocos metros; incrementar su potencia, es decir, el peso, solo servía para hacer un cráter más grande y malgastar explosivos.

Siempre al quite, los ingenieros militares habían ideado pequeñas bombetas con la idea de esparcirlas por los campos de batalla. Las SD-1, de un kilogramo, eran poco más que granadas de mano. Las SD-4 levaban carga hueca y eran ideales contra tanques, y las más peligrosas eran las SD-2, unos ingenios endemoniados. Parecían pequeñas latas pero al ser lanzadas la envoltura se abría formando una especie de alas de las que colgaba la carga explosiva. Esas bombas se dispersaban más que las de otros modelos, y se enganchaban con suma facilidad en ramas y cables. La gracia era que no siempre llevaban espoletas de contacto, sino que podían incorporar un retardo que las convertía en letales minas, prestas a estallar ante cualquier vibración.

Pero la diversión estaba en lanzarlas. Mis camaradas me habían contado como durante las primeras semanas de la guerra civil española se usaron Ju 52 de transporte con un soldado en la puerta tirando las cargas una a una. Algo más que peligroso porque el viento hacía girar las hélices que liberaban los seguros, y luego la corriente podía reintroducirlas dentro del avión. En Varsovia el general Von Richthofen había ordenado hacer lo mismo, y demasiada suerte tuvo al no perder ningún aparato.

En los Junkers había sitio de sobra para llevar ayudantes que suplan los lanzabombas, pero el sistema no servía para los cazas ni reclutando a todos los enanos del Reich. Si quedaban, claro, que habían corrido rumores bastante desagradables. Para suplirlos los ingenieros habían diseñado unos dispensadores que eran como cepillos de alambre en los que se insertaban las bombetas. Para lanzarlas se volaba bajo aunque no rasante, y cuando se estaba a punto de pasar sobre el enemigo se tiraba del mando que liberaba los ingenios. Las cargas iban cayendo y se distribuían por más superficie.

Eso era la teoría. La práctica resultaba bastante más arriesgada. Las bombetas tenían un seguro muy primitivo y se activaban al soltarlas. No había retardo, y con que cayese una al suelo desde el ala de un avión estacionado se iniciaba la cadena de explosiones que deshacía el avión, a su piloto y a los mecánicos que anduviesen cerca. Además la presión aerodinámica hacía que las cargas no se soltasen con facilidad, y no era raro que los aviones volviesen de la misión con algunas bombetas enganchadas. Entonces bastaba el topetazo que se producía al tomar tierra para que se desprendiesen y estallasen. Mejor aun, desde la cabina no se podía ver si quedaba alguna carga y cuando se llevaban era necesario que los aviones se revisasen unos a los otros antes de aterrizar. Si alguna bombeta no se había soltado tocaba hacer maniobras alocadas para que se desprendiesen. Hubo un compañero que ni así lo logró, y tuvo que efectuar una toma a alta velocidad para que las cargas que cayesen explotasen por detrás del Messerschmitt; salió vivo del apuro porque el tren de aterrizaje no falló, pero sin ganas de repetir la experiencia.

Esos dispensadores eran herramientas de ataque a tierra, tarea desagradable y peligrosa que mi gruppe, mandado por el recién ascendido mayor Quasthoff, tenía que hacer con cada vez mayor frecuencia. Proseguíamos los ametrallamientos de carreteras y ferrocarriles, en los que disparábamos contra todo lo que se movía, exceptuando tan solo los carromatos tirados por caballos, claramente civiles, o los trenes sanitarios, de fácil identificación al estar pintados de blanco con cruces rojas. Era lícito atacar a todo lo demás, ya que el racionamiento cada vez más severo de gasolina —nuestro bombardeo de las instalaciones de extracción de petróleo inglesas de diciembre había sido demoledor, y se volvían a machacar periódicamente— hacía que solo se moviese por las carreteras el tráfico oficial. Sabíamos que con esos ametrallamientos creábamos graves problemas con la distribución de alimentos, pero no había manera de distinguir los camiones con hortalizas de los cargados de municiones. Aparte que la hambruna que Churchill había provocado en Canarias dejaba sin argumentos a los que lamentaban la penuria que estaba padeciendo Inglaterra.

De todas maneras a los vehículos solo los atacábamos si los veíamos y no por buscarlos, porque nuestro principal objetivo eran los trenes. Contra ellos el armamento de nuestros ligeros cazas no era el mejor ya que la dura piel de acero de las calderas no se afectaba por los proyectiles explosivos del cañón de nuestros Friedrich. Eso no quiere decir que se fuesen de rositas, porque la piel de fogoneros y maquinistas era menos resistente. Para mejorar la eficacia de nuestro fuego acabamos cargando una mezcla de proyectiles perforantes y explosivos, aun a sabiendas de que eran mucho menos eficaces en el combate aéreo. Pero en el sur de Inglaterra era excepcional ver aviones británicos, y en cuanto amanecía algún caza inglés era atacado por decenas de alemanes, un poco como los indios rodean las caravanas en las películas de vaqueros.

Contra los vagones de los trenes no siempre disparábamos. Los de pasajeros los respetábamos ya que aunque pudieran llevar tropas era bastante probable que su pasaje estuviese compuesto por mujeres en busca de algún alimento que llevar a sus hogares. Aunque estábamos autorizados a ametrallar los de carga, no solíamos molestarlos ya que una ráfaga poco afectaría a las cajas aunque fuesen de municiones. Solo intentábamos destruirlos cuando llevábamos bombas. Desde luego que castigábamos a muerte a los convoyes claramente militares y más aun si cometían el error de intentar defenderse con fusiles o ametralladoras. Eso sí, reconocíamos que para esa labor era mejor el pesado armamento de los Me 110. Incluso se había formado una escuadrilla especial cuyos aviones llevaban potentes cañones de tres centímetros letales para las locomotoras.

También seguíamos con las misiones de minado, sembrando los diabólicos artefactos por costas, estuarios y ríos, combinando las minas con las bombas trampa que hacían peligrosísimas esas aguas; casi nos lamentábamos por los pobres diablos encargados de limpiarlas. Incluso volvimos a atacar algún canal aunque con cierta prevención pues eran demasiado fáciles de defender. Además habíamos empezado a recibir unas nuevas minas que mantenían la forma de bomba, pero con una ojiva más ahusada que terminaba en un disco plano. Esas minas no rebotaban en el agua y podían ser lanzadas a más velocidad y desde mayor altura. Ya se sabe que en el aire velocidad por altura equivale a vida, y lógicamente recibimos con alegría el nuevo modelo.



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De vez en cuando teníamos tareas mucho más sencillas: tanto la Luftwaffe como las fuerzas aéreas italiana y francesa estaban mostrando un especial interés en atacar a la pléyade de cabos, peñones y faros aislados que había por toda la costa británica. Lógicamente, todos ellos tenían su pequeña guarnición, que en algunos casos, como el de las islas Sorlingas (Scilly para los británicos) era considerable. No todas esas posiciones tenían el mismo valor: en algunos casos, como la isla de Portland junto a Weymouth, eran soberbios emplazamientos para la artillería costera británica, pero en otros casos se trataba de peñones aislados que no servían ni para plantar la bandera. Pero estos ataques contra rocas perdidas tenían su motivo: formaban parte de la estrategia dirigida a debilitar y desmoralizar a los defensores ingleses.

Ya en el lejano 1940 se habían iniciado los ataques contra puntos seleccionados de la costa, que en ocasiones lograron magníficos botines, siendo el mejor el de los radiotelémetros ingleses en Bawdsey Manor. A medida que la guerra proseguía los ingleses habían proseguido con la fortificación de sus costas, y realizar golpes de mano similares ya no eran tan sencillo. Aun así prosiguieron los ataques, buscando puntos débiles de las defensas británicas. Normalmente no se iba contra los objetivos más obvios como las playas de invasión o posiciones artilleras, sino contra puestos aislados en acantilados, costas arenosas o cabos. Las incursiones se realizaban a veces desde el aire, mediante planeadores o paracaidistas, y otras empleando embarcaciones como las socorridas lanchas rápidas. Se intentaba que las operaciones fuesen rápidas, es decir, golpear y huir antes que llegasen las reservas. Por desgracia no siempre se lograba y las bajas entre las valientes fuerzas especiales eran altas. Pero a cambio los que vivían junto a la costa lo hacían con el alma en vilo, esperando que cualquier crujir no se debiese al viento sino a un paracaidista equipado con una Schmeisser. Fue en esas operaciones cuando se probaron nuevos sistemas de infiltración y recuperación. Los planeadores parecían ideales pero las praderas cercanas a la costa se estaban erizando de postes y alambradas; por eso se pasó al empleo de paracaidistas con paracaídas especiales que permitían dirigirlos en parte, aunque se emplearon sobre todo lanchas y botes. Una vez cumplida la misión los soldados reembarcaban, pero en otras ocasiones despejaban el terreno y esperaban a la mañana siguiente, cuando eran recogidos por aparatos ligeros mientras la Luftwaffe les cubría. Incluso se pensó en emplear los prototipos de Focke-Achgelis de aeronaves sin alas. Por desgracia no estaban disponibles pero al apreciarse su necesidad se dedicaron impor-tantes fondos a su desarrollo.

Lo lógico para el enemigo hubiese sido abandonar a su suerte esos rincones perdidos, aceptando pérdidas ocasionales, pero para los ingleses no cabía esa opción. No solo por cuestión de orgullo, sino porque en cual-quier momento alguna de esas incursiones podría ser de mayor magnitud y formar una cabeza de playa en su costa. Tuvieron que destinar barcos de guerra, desde pequeñas lanchas a destructores pequeños, para intentar impedir las incursiones, e incrementaron las guarniciones que luego sometíamos día tras día a un diluvio de bombas. En seguida aprendieron a agazaparse y todos esos promontorios y salientes se llenaron de trincheras y refugios. Debían sufrir pocas pérdidas pero a costa de vivir como ratas, pues una y otra vez se descolgaba algún avión del cielo con el sol a las espaldas para recordarles que la costa de Inglaterra estaba en guerra.



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Esta iba a ser otra misión de ataque pero con un objetivo especialmente peligroso: la antiaérea. Con la RAF desaparecida de los cielos el sur de Inglaterra solo estaba defendido por los cañones antiaéreos, que los ingleses instalaban cada vez en mayor número. Rodeaban Londres varios anillos de cañones de siete, diez y trece centímetros cuyas barreras de fuego hacían pagar un doloroso peaje a los bombarderos. Contra nosotros los grandes cañones rara vez disparaban, pero causaban tandas bajas a nuestros camaradas que teníamos que hacer algo.

A los cazas, esas tremendas armas poco miedo nos daban. Bastaba con maniobrar un poco o cambiar de altura para evitar su fuego, y si bajábamos de los tres mil metros podíamos ignorarlos pues no eran capaces de seguirnos y aunque llegasen a apuntar y disparar, apenas daba tiempo para que la espoleta de tiempo se activase. Solo si descendíamos de los mil metros nos exponíamos a las armas automáticas que casi acabaron conmigo en Colchester. Para eludirlas durante las peligrosas misiones de minado, aparte de usar las minas de morro plano, se estaban adaptando a los artefactos pequeños paracaídas que permitían lanzarlos desde alturas seguras. Caían con menos precisión, pero en un estuario poco importaban cien metros aquí o allá. Solo cuando los objetivos eran pequeños canales había que jugarse el tipo. Por desgracia, tales medidas no protegían a los bombarderos. Si intentaban esquivar a los cañones antiaéreos pesados volando bajo se exponían a los cazas de la RAF y, sobre todo, al serlos polimotores lentos, grandes y poco maniobreros eran blancos sencillos para los antiaéreos ligeros.

Para facilitarles la vida nos ordenaron atacar los emplazamientos aunque no eran objetivos fáciles. Los ingleses no eran tontos y sabían que antes o después los bombardearíamos, y tras año y medio de acoso habían convertido las posiciones de la antiaérea en verdaderos fortines. Las armas estaban en fosos resguardados, a veces por parapetos de sacos terreros pero cada vez más frecuentemente por muros de hormigón que los resguardaban de todo salvo de los impactos directos. Las municiones se almacenaban bajo tierra, y los sirvientes tenían refugios subterráneos o al menos trincheras con paredes de piedra o de hormigón. Además en las proximidades de las baterías la campiña inglesa estaba erizada de ametralladoras, cañones del dos y del tres con siete, pom pom de cuatro centímetros y los mortales Bofors también del cuatro. Ni en condiciones ideales era fácil para un caza meter una bomba en un emplazamiento, salvo para los virtuosos de los Stuka, claro está. Con el cielo lleno de humo y de trazadoras, casi imposible.

Como tantas veces fue la técnica la que llegó al rescate. Como ya he dicho, se necesitaba un impacto directo para destruir un emplazamiento; incluso una bomba pesada que cayese a cuatro o cinco metros causaría pocos daños. Supongamos que la probabilidad de que un bombardero acierte es de una entre veinte, que es mucho suponer salvo para los Stuka; pues aunque parezca increíble, las matemáticas dicen que tras veinte ataques una tercera parte de los emplazamientos seguirán indemnes. Que haga cuentas quién lo dude. Pero si un único avión pudiera lanzar veinte bombas, aunque fuesen menos precisas, la tasa de destrucción se dispararía. No era nada nuevo, pues los italianos lo hacían desde hacía varios años antes. Sus Savoia eran de origen civil y llevaban las bombas estibadas verticalmente, de tal manera que al voltearse en el aire se desequilibraban y caían donde Dios les daba a entender; no nos echemos las manos a la cabeza, que a los Heinkel 111 les pasaba lo mismo. Nuestros aliados, sabiendo que darle a algo era cuestión de fortuna y no de puntería, preferían cargar un montón de bombetas con la esperanza de que alguna se metiese en las trincheras.

La Luftwaffe no iba a ser menos, y las bombetas serían ideales contra los emplazamientos antiaéreos: bastaría con hacer pasadas a alta velocidad e ir soltándolas. Desde antes de empezar la guerra las formaciones de asalto ya tenían dispensadores de bombetas, pero eran tan peligrosos para nuestros aviones como para el enemigo. Venían a ser una especie de cepillo gigante con las cargas ensartadas en los alambres, y al soltarlas resbalaban y se liberaban. Eso funcionaba muy bien… con el avión en tierra. Pero en el aire y a alta velocidad, era habitual que la presión aerodinámica hiciese que las cargas se quedasen enganchadas. Lo mejor era, como ya he contado, al aterrizar: entre la mejor velocidad y el topetazo las bombetas que siguiesen enganchadas caían y deshacían al avión y al piloto. Por eso antes de aterrizar era necesario mirar que no quedase ninguna agarrada —algo que tenía que hacer otro avión— y si era así, tocaba hacer cabriolas sobre alguna zona segura a ver si había suerte y se soltaban. Si no era así, o se saltaba en paracaídas y se aguantaba la mala cara del coronel que solo pensaba en el avión perdido, o se intentaba un aterrizaje a alta velocidad para que si se soltaban, estallasen por detrás. Los mecánicos tampoco veían esos artefactos con buenos ojos porque luego ellos tenían que remover las que aun quedasen, a sabiendas que se desprendían con mirarlas y que no llevaban seguro. Para los técnicos la solución era sencilla: vuelen despacio, nos decían y así caerán todas. Me hubiese gustado ver como lo hacían mientras un Bofors les disparaba. En resumidas cuentas, dispensadores y bombetas dormían en el rincón más apartado de los aeródromos.

Afortunadamente los ingenieros eran conscientes del problema, y a nuestros aeródromos acababan de llegar unos ingenios que solventaban del problema: eran dos tipos de bombas llamados AB 23 y AB 250 —el número se refería al peso— que eran, en realidad, unos contenedores con aletas en cuyo interior iban las bombetas. Una vez lanzados —lo que podía hacerse desde mayor altura— una pequeña carga los abría y los explosivos se dispersaban. Así se combinaba la eficiencia de lanzar muchas bombetas con la seguridad de las bombas convencionales. Eran mortales contra objetivos «blandos» como soldados o cañones, y acertaban con más probabilidad a los emplazamientos fortificados o a los tanques. Todo tipo de aviones podía llevar esos contenedores, incluso los bombarderos, pero éramos los cazas los que con más frecuencia los usábamos.



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Con la pesada carga ascendimos poco a poco hasta llegar a los cuatro mil metros; los cazas del mayor Quasthoff subieron más para proporcionarnos protección. En esa zona el Canal es estrecho y apenas habíamos llegado a la altura de crucero cuando sobrepasamos los rompientes de la costa británica: la casi total ausencia de la RAF ya no hacía indispensable alcanzar la cota de vuelo antes de adentrarnos en territorio inglés, y tomando altura sobre el Canal ahorrábamos combustible.

Nuestro objetivo era una batería situada en Romford, un villorrio al este de Londres. Las fotografías mostraban que iba a ser difícil: se trataba de una batería pesada con seis cañones del once y medio, los más temidos por nuestros bombarderos. Sus emplazamientos estaban cavados en tierra y protegidos con cemento o placas de piedra, no se apreciaba con seguridad en las fotos. Había refugios dentro de los emplazamientos, trincheras de conexión y un polvorín subterráneo. En las fotografías se apreciaban al menos dos pom pom del cuatro y cuatro ametralladoras antiaéreas; seguramente habría muchas más que no veíamos.

Ya sabíamos que no podríamos contar con la sorpresa. No solo por sus radiotelémetros. Hacíamos ímprobos esfuerzos para destruirlos, pero ahora estaban empleando unos equipos móviles que cambiaban de posición cada día. Intentábamos cegarlos con los aviones emisores de ruido electrónico y lanzando tiras de aluminio que degradaba su rendimiento, pero no había manera de anular su otro sistema de vigilancia: los ingleses habían desplegado miles de vigilantes aéreos, que desde puntos elevados —acantilados en la costa, cerros, campanarios— oteaban los cielos. Solo necesitaban unos binoculares y un teléfono, y en cuanto veían pasar un avión avisaban al centro coordinador. Inicialmente debieron ser todo falsas alarmas, pero ahora ya tenían mucha experiencia y cometían pocos errores, aparte que había tantos observadores que podían esperar a la confirmación. Entonces avisaban desde la central a las baterías antiaéreas de la zona para que nos esperasen con el cuchillo en los dientes digo con los cañones cargados. Desde luego, el sistema solo funcionaba cuando los cielos estaban medianamente despejados, algo infrecuente sobre Inglaterra, pero los ataques de precisión como el que íbamos a realizar precisaban visibilidad, y si nosotros veíamos el objetivo, ellos también nos verían.

Además también empleaban otro sistema no por rudimentario menos efectivo: cuando desde una batería veían pasar aviones —no uno sino una escuadrilla— pegaban un cañonazo, no con intención de acertar, aunque lo intentaban, sino para alertar a las cercanas. La siguiente hacía lo mismo, y así sabían si nos acercábamos aunque no se recibiese la alerta del centro coordinador. Centro que, además, habían trasladado desde las colinas de Dover a algún punto en la periferia de Londres que no habíamos conseguido identificar. Así que no podíamos soñar con conseguir la sorpresa, como habían aprendido por las malas algunas escuadrillas cuando intentaron efectuar ataques rasantes.



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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Desde lo alto no siempre era fácil identificar los blancos, ni siquiera tras haber estudiado las fotografías aéreas; en poco se parece una imagen en blanco y negro a un paisaje en el que todo era verde sobre verde, cubierto por bosquecillos y aldeas todas iguales, y tachonado de nubes bajas que ocultaban las referencias. Pero el estuario del Támesis proporcionaba la mejor guía. Nos mantuvimos sobre el agua hasta llegar al primer meandro, y luego seguimos con rumbo noroeste, atentos al cronómetro. En pocos minutos estábamos sobre el objetivo que resultó más fácil de divisar de lo que esperábamos: las obras de fortificación habían creado una cicatriz en el paisaje que unas pocas ramas apenas disimulaban. Además ellos mismos se delataron cuando pasó la escuadrilla, pues dispararon creyendo que íbamos más allá. Mantuve el rumbo y dejé el objetivo a mi derecha; tras hacerme idea de la disposición le avisé al mayor que nos íbamos a atener al plan inicial: seguimos rodeando el objetivo hasta situarnos al suroeste —con el sol detrás— e iniciamos un suave picado.

Yo iba en cabeza. Tomé como referencia un punto situado quinientos metros más allá con el visor de las ametralladoras, mirando al mismo tiempo el altímetro. Como imaginaba, un chorro de fuego surgió de los emplazamientos de los dos pom pom, pero también de otras posiciones que no habíamos visto antes. Los proyectiles trazadores parecían acercarse hacia mí para desviarse en el último momento: aun estaba demasiado alto para la antiaérea ligera y los proyectiles, aunque llegaban a nuestra cota, habían perdido velocidad y seguían trayectorias parabólicas por lo que de acertar sería más cuestión de suerte que de puntería. Eso sí, bastaría un solo impacto para que el avión —y su piloto, o sea, yo— pasase a mejor vida. Por eso tenía que evitar bajar mucho: en cuanto estuve a mil quinientos metros de altura estabilicé el avión —ya con trazadoras siguiéndome por todas partes— y en cuanto el punto de referencia pasó por el visor lancé las bombas. Inmediatamente tiré de la palanca y di un pisotón al pedal del timón, primero a un lado y luego al otro, para que el avión se deslizase en el aire sin exponer su panza a las ráfagas. Los artefactos cayeron hasta abrirse cinco segundos después y dispersar su letal carga. Creo que me quedé un poco corto, pero mis compañeros que iban detrás tuvieron más puntería. Era curioso, pero desde arriba el efecto de las mortíferas bombetas se parecía al de las inocentes tracas de feria o a los buscapiés con los que juegan los niños; pero al poco, mientras seguía virando, vi una gran explosión, señal que al menos un almacén de proyectiles había detonado. Seguí rodeando el objetivo, buscando cañones que hubiesen quedado incólumes, y al no verlos ordené a la rotte del teniente Klein que atacase un bosquecillo cercano que estaba unido al emplazamiento por un caminillo: probablemente habían escondido ahí los almacenes. A esas alturas ya no nos disparaban: si quedaban sirvientes vivos debían estar intentando refugiarse en lo más profundo de sus pozos; no mucho después supimos que los ingleses estaban gratificando a los artilleros antiaéreos por considerar su labor muy peligrosa.

No acababa allí la operación. Queríamos destruir las armas, acabar con el emplazamiento y finiquitar a los artilleros. Nuestras ligeras bombas bastaban para dejar fuera de servicio la batería, pero los cañones podían repararse. Por eso nos seguía una escuadrilla de bombarderos Junkers 88, que ya sin oposición pudo apuntar con tranquilidad, convirtiendo el lugar donde estaba la batería en un paisaje lunar.



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Domper
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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Vimos muchos aviones durante la misión, pero ni uno enemigo: el cielo del sur de Inglaterra, en los días claros, vibraba como un enjambre de abejas enfurecidas. Miles de motores atronaban los cielos y todos eran del Pacto. La ausencia de oposición había empeorado los sufrimientos de los ingleses porque ahora los cazas de escolta, tras acompañar a los bombarderos, podían descender a baja cota para ametrallar todo lo que se moviese. Era un decir, porque teníamos órdenes de respetar a la población civil, pero teníamos permiso para disparar contra cualquier cosa a motor, salvo las ambulancias. De todas maneras se había hecho infrecuente ver coches, camiones o incluso motos: al parecer se movían solo de noche intentando encontrar el camino con la tenue rendija de luz de sus faros. Seguían llegando trenes: por desgracia para Churchill, su país no era capaz de producir todo el alimento que necesitaba y menos aun la gran aglomeración civil e industrial de Londres. Aunque seguían llegando barcos con provisiones —cada vez menos—, estos descargaban en el norte, fuera del alcance de nuestras bombas, pero luego los alimentos tenían que ser llevados al sur por tren. Aunque intentaban efectuar la parte más peligrosa de su recorrido de noche, la red inglesa estaba al borde del colapso. Habían sido bombardeados muchos puentes, aplastadas las instalaciones de reparación, y cada vez que se producía un ataque nocturno contra alguna estación, decenas de trenes quedaban bloqueados hasta la mañana siguiente, expuestos a los cazas que como urracas buscaban todo lo que brillase. Las locomotoras dañadas tenían que ser apartadas para no bloquear el tráfico, convirtiéndose en objetivos para nuestros aparatos, ya que cuando las localizábamos las seguíamos atacando una y otra vez hasta destruirlas por completo. Según los informes que llegaban desde Irlanda, los ingleses se les estaban aca-bando las locomotoras, y sin ellas los estantes de las tiendas de Londres quedarían vacíos.

La situación debía ser tan grave que los británicos tuvieron que volver a la navegación de cabotaje, empleando pequeñas embarcaciones que intentaban llegar al estuario del Támesis dando saltos nocturnos de puerto en puerto. Se enfrentaron a las minas que estábamos lanzando cada vez en mayor cantidad, y si trataban de eludirlas alejándose de la costa, se las veían con nuestras lanchas torpederas, pequeñas embarcaciones tripuladas por valientes que cada noche se jugaban el tipo. El cabotaje enemigo tampoco estaba seguro en los puertos, pues habían sido declarados objetivos lícitos y eran machacados día tras día. Los pequeños amarraderos de las costas occidental y oriental, rodeados de ruinas, se estaban llenando de pecios. También fracasó un intento con un importante convoy de treinta barcos, escoltado por una docena de destructores, corbetas y hasta un crucero: atrajo a bombarderos y torpederos como las moscas a la miel, y tuvo que volverse cuando apenas había llegado al Canal de San Jorge después de perder catorce mercantes, dos corbetas y tres destructores. El fracaso hizo que Londres pasase frío y hambre mientras las provisiones que los londinenses necesitaban desesperadamente se acumulaban en los puertos del norte.

Parecía que iba a bastar un leve empujón para poner a Churchill de rodillas. Por eso nos extrañó tanto la orden que recibimos. Acabábamos de llegar del ataque a Romford cuando el mayor Quasthoff nos ordenó acudir a la sala de reuniones, sin tiempo ni para estirar las piernas.

—Todo el mundo a hacer las maletas. El grupo se traslada mañana al amanecer.



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Manfred Griehl. 1935 - 1985, 50 años de la Luftwaffe. Bernard&Graefe. Koenisberg, 2007.

Las medidas de reorganización industrial impulsadas por el Ministro de Armamentos y posteriormente canciller Albert Speer consiguieron multiplicar la producción aeronáutica, que en un año pasó de novecientos aparatos mensuales a dos mil trescientos. A esta cifra debe añadirse la producción de los aliados (especialmente Francia e Italia) que sumaban otros mil aparatos mensuales. La recepción de tal número de aviones nuevos permitió la expansión de la fuerza aérea del Pacto de Aquisgrán, pero también requirió gran número de pilotos entrenados, que las escuelas de vuelo tenían dificultades para proporcionar.

Hasta entonces cada país había mantenido sus propias escuelas, sistema que era muy ineficiente. En primer lugar, el entrenamiento en algunas fuerzas aéreas no era bueno. Por ejemplo, mientras que los pilotos fineses lograron grandes éxitos contra los aviones soviéticos a pesar de pilotar aviones anticuados, la aviación italiana tenía serios problemas para imponerse a la débil fuerza aérea helénica. Se debía a que la Regia Aeronautica, tras los buenos resultados conseguidos por el ágil biplano Fiat CR.32 en la guerra civil española, seguía haciendo hincapié en el combate evolucionante y la acrobacia aérea, mientras que los fineses, que seguían la doctrina germana, se entrenaban en el combate a alta velocidad, las formaciones flexibles y el tiro aire aire. La actualización de las doctrinas seguidas por las diferentes fuerzas aéreas del Pacto llevaría a un aumento de su eficiencia independientemente del aumento de la producción aeronáutica.

Otro inconveniente del sistema anterior era que para la enseñanza se empleaban aviones de muchos tipos que habitualmente eran aparatos obsoletos inútiles para el combate. Se calcula que en 1941 en las escuelas del Pacto de Aquisgrán había más de cincuenta modelos diferentes, algunos de ellos con defectos que los hacían peligrosos para pilotos noveles. Tal heterogeneidad complicaba el mantenimiento de los aviones, era causa de frecuentes accidentes, y hacía que la formación de los pilotos que llegaban a las escuelas de entrenamiento avanzado fuese desigual. Su sustitución por otros estandarizados mejoraría la formación de los alumnos y su seguridad. También permitiría racionalizar la producción aeronáutica, ya que por lo general los aviones de enseñanza tenían requisitos constructivos más laxos que los de combate y podrían ser construidos en factorías con medios limitados.

Inmediatamente tras la constitución de la Unión Europea (sucesora de la Unión Paneuropea de Goering) el Pacto de Aquisgrán, que era su rama militar, inició una serie de programas de homogeneización. Uno de ellos afectó al entrenamiento. Desde el principio se descartó la creación de una escuela de vuelo unificada; no solo por las dificultades idiomáticas sino porque ninguna nación quería perder el control de la formación de sus pilotos: incluso potencias menores como Hungría o Eslovaquia insistieron en conservar sus escuelas de vuelo. Pero al menos se lograron varios acuerdos clave:

– Establecer un mando unificado.

– Unificar la doctrina impartida en las escuelas. Una comisión plurinacional analizó lo mejor de cada cual y produjo un manual de entrenamiento basado sobre todo en la práctica alemana con algunas modificaciones recomendadas por fineses, españoles, franceses e italianos.

– Estandarizar los tipos de aviones de enseñanza, dando de baja los modelos anticuados o inadecuados.

– Trasladar las principales escuelas de vuelo al área mediterránea, donde el tiempo clemente permitía volar más horas.

– Establecer encuentros periódicos entre las distintas fuerzas aéreas para comprobar el estándar de formación de los cadetes y pulir las deficiencias encontradas.

– Crear un organismo plurinacional destinado al desarrollo de tácticas de combate mejoradas.

No todas las medidas tuvieron el mismo éxito, pero en conjunto supusieron un gran cambio en los métodos de instrucción y por consiguiente en la eficacia de las fuerzas aéreas del Pacto de Aquisgrán.



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