Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
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La Inspección de las Escuelas Aéreas

Como era previsible, la creación de un mando unificado causó una gran polémica pues las fuerzas aéreas eran renuentes a subordinar uno de sus servicios a otros países. Ya había provocado muchas discusiones la creación de mandos unificados para cada escenario bélico que integraban las fuerzas aéreas, terrestres e incluso las navales. Aunque el mando unificado de entrenamiento tendría poder limitado al no mandar fuerzas de combate, prácticamente todos los estados mayores temieron cederle demasiadas atribuciones.

Ante el atasco en las negociaciones se decidió disminuir su categoría y que pasase a ser simplemente una Inspección sin potestad efectiva sobre las escuelas. Para dirigirla se nombró al general italiano Rino Corso Foulgier, que hasta entonces dirigía el Corpo Aereo Italiano desplegado en Francia. Foulgier tenía gran experiencia pues había tenido a su cargo las escuelas de vuelo italianas en 1938. Su designación, además, mostró el cambio en la política del Pacto, pues hasta entonces habían sido jefes alemanes quienes dirigían los escenarios bélicos, aunque nominalmente estuviesen al mando de otra nación. El nuevo Inspector de las Escuelas Aéreas se vio obligado a enfrentarse con los estados mayores de casi todas las fuerzas aéreas, que preferían relegar la instrucción para destinar los magros recursos disponibles a las unidades de combate. Mérito del general italiano fue hacerles comprender que la mejor manera de administrarlos era mejorar el adiestramiento de las dotaciones, que conllevaba no solo que fuesen más eficaces sino que las pérdidas disminuyesen.

Entre las tareas de la Inspección estuvo la unificación de las tácticas a la luz de la experiencia bélica: hasta ahora, cada fuerza aérea había tenido que aprenderlas por su cuenta, llegando a ocurrir que del mismo conflicto se obtuviesen diferentes conclusiones, como pasó con alemanes e italianos en España. Los dos años de guerra transcurridos ya habían permitido ver las tácticas que funcionaban y las que no, pero esas enseñanzas no habían llegado a todas las escuelas que, en ocasiones, seguían insistiendo en maniobras anticuadas como las ineficientes formaciones o las acrobacias aéreas. Foulgier reclutó a pilotos veteranos de diferentes procedencias que efectuaron giras por las escuelas para transmitirles su experiencia y actualizar sus métodos.

La labor de Foulgier fue tan meritoria que fue ascendido primero a general de ejército y luego a mariscal. En 1944 pasó a dirigir la Regia Aeronautica, siendo sustituido en la Inspección por el general francés Jean Romatet.




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Los nuevos aviones de entrenamiento

En el nuevo sistema de formación debía tener gran importancia la sustitución de los aviones de entrenamiento por otros más modernos que además debían ser fáciles de construir y de mantener. Hasta entonces se empleaban para la enseñanza dos tipos de aviones: para la elemental avionetas de origen civil, generalmente biplanos de cabina abierta. Para la básica y avanzada se usaban aviones obsoletos retirados de los frentes de combate, algunos de los cuales eran peligrosos para sus pilotos. Por ejemplo, uno de los aparatos que la Aeronautica Militare italiana empleaba como entrenador avanzado era el IMAM Ro.41, un caza dado de baja. Era un avión noble y ágil, pero cuando llevaba dos tripulantes (alumno y profesor) la modificación de su centro de gravedad hacía que entrase con facilidad en una barrena imposible de recuperar salvo que el pasajero del asiento trasero (el profesor) saltase en paracaídas. No era el único aparato de entrenamiento peligroso hasta para pilotos expertos; debían sustituirse por nuevos tipos pero la necesidad de aviones de combate hacía que la fabricación de aparatos de enseñanza fuese a ritmo muy lento.

Tras algunas deliberaciones se decidió que se necesitaban al menos seis tipos de aviones de enseñanza: monomotores de entrenamiento elemental, básico, avanzado y de combate, más polimotores de enseñanza avanzada y de combate. Aparte se precisaban tipos especializados para funciones como el entrenamiento de la caza nocturna o del bombardeo en picado. Pero desde el primer momento las necesidades bélicas cercenaron el programa y obligaron a prescindir de los tipos especializados y de los entrenadores de combate. En esas funciones se siguieron empleando tipos anticuados: cazas Morane Saulnier MS.406 o Messerschmitt Bf 109 D, bombarderos Potez 630, Breda BR.20, o Heinkel He 50 y 111.

Un segundo inconveniente fue que la facilidad de diseño y construcción de los aviones de enseñanza dificultaba la estandarización ya que las diferentes fuerzas aéreas preferían mantener sus propios modelos; hasta las naciones con industrias aeronáuticas atrasadas querían construir sus propios entrenadores, no solo por autosuficiencia, sino para adquirir experiencia en la producción de aeronaves. Por ello, aunque se hizo un concurso para elegir los mejores modelos, se decidió no declarar ganadores sino establecer unos requisitos mínimos (relacionadas con los motores a emplear, la instrumentación, etcétera) y recomendar los que mejor se adaptasen a ellos. Entre los requerimientos estaban, por ejemplo, que los aparatos elegidos debían ser de cabina cerrada, pues eran menos susceptibles a las inclemencias del tiempo (lo que se traducía en más horas de vuelo), facilitaban la comunicación entre profesor y alumno, y permitían que el alumno se entrenase en el empleo de la radio. Otro de los requerimientos, obvio debido a la situación, fue que debían ser baratos de producir y de mantener, empleando materiales no estratégicos, y que no debían llevar equipos (especialmente motores) que se precisasen para aviones de combate. Basándose en los requerimientos se descartaron los modelos inadecuados y se recomendaron los dos o tres mejores para cada función. Los aviones escogidos no solo serían fabricados en las factorías propietarias de los diseños sino también bajo licencia en las de terceros países. A medida que fuesen entregados debían reemplazar a los modelos obsoletos hasta ahora en servicio, dejando solo algunos tipos especializados: por ejemplo, el agilísimo biplano Bücker Bü 133 se mantuvo como entrenador acrobático hasta muchos años tras el conflicto.

Los ganadores del concurso fueron los siguientes:

– Enseñanza elemental: debían ser aviones ligeros con potencia inferior a 80 HP. Fueron seleccionadas las avionetas AVIA/Lombardi FL.3 italiana y la Siebel Si 202 alemana. Como excepción, las magníficas características de la Bücker Bü 131 hicieron que se siguiese su producción en España y Bohemia, a pesar de su configuración biplana de cabina abierta. Otros modelos, como la avioneta española Huarte Mendicoa HM-1, fueron eliminados por sus vicios de vuelo.

– Enseñanza básica. Además de la Bücker Bü 181 ya en producción, se escogió la italiana SAIMAN 202/M. La construcción de ambos aparatos era similar, con estructura metálica de tubos de acero y revestimiento de madera y textil.

– Enseñanza avanzada. El ganador del concurso fue el Arado Ar 96, muy superior a los otros contendientes. Italia y Francia presionaron para que también fuese aceptado el Caudron CR.744, un derivado del fracasado caza ligero Caudron C.714, que incluía elementos de la avioneta de turismo Caudron C.520 Simoun. Fue descartado el Caproni C.118, que era en realidad una copia del inglés Miles Hawk Trainer, que aunque tenía buenas características aun no estaba listo para su producción en serie.

– Enseñanza avanzada en polimotores. Aunque el ganador fue el Focke Wulf Fw 58, ocurrió lo mismo que con la enseñanza avanzada, que fue preciso aceptar el francés Hanriot H.232. Curiosamente este aparato, sin ser a priori el mejor, dio tan buenos resultados que se mantuvo en servicio hasta los años sesenta (en su versión H.235 completamente metálica). Menos afortunada fue la carrera del Caproni C.315, derivado del C.308 Boreas, cuyos problemas con los motores y su pobre estabilidad aconsejaron su descarte.

En la práctica, la elección se limitó a una de dos alternativas: o un avión de diseño alemán, u otro del consorcio franco italiano. Esta alternativa solo fue posible porque estos dos últimos países, al correr el riesgo de ver sus diseños superados por los germanos, llegaron a un acuerdo para compartir sus aparatos de entrenamiento. Italia produjo las avionetas Lombardi y SAIMAN, y Francia los entrenadores Caudron y Hanriot. El aparente desequilibrio se compensó intercambiando aparatos de otros tipos: Francia proveyó de bombarderos a los italianos, recibiendo a cambio cazas de alta cota y aparatos de transporte.

La producción de los diferentes tipos empezó rápidamente en factorías de toda la Unión. Las avionetas Lombardi y Siebel se fabricaron en prácticamente toda Europa. La Bü 181 además de en Alemania lo fue en Holanda, Bohemia y Finlandia, y la SAIMAN 202 en Italia, Yugoslavia y Hungría. El Arado Ar 96, que se utilizó no solo como entrenador sino como avión de ataque ligero y de observación, se construyó en Alemania, Bohemia, Holanda, Yugoslavia y Rumania, mientras que el Caudron CR.744 lo era en Francia y España. También en Francia y España se construyó el Hanriot, mientras que el Fw 58 lo era en Alemania y Bohemia. Tras la guerra, varios de estos modelos se fabricaron en los países árabes, de Extremo Oriente o hispanoamericanos.



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Unas cuantas imágenes de aviones del «Pacto de Aquisgrán», algunas mías, otras cortesía de Reytuerto. Doy fe de que precisan mucho tiempo para dibujarlas. Están en DeviantArt. Recomiendo su visita pues hay texto adicional acompañando las imágenes. Por desgracia, por tamaño no pueden verse en el foro.

Los entrenadores del Pacto en DeviantArt

La avioneta Lombardi

La Lombardi en la Kriegsmarine

La Lombardi de la realidad, en la aviación croata

La Saiman 202/M, preservada en el Museo de Trento (real)

Dos clásicos:
Bücker Bü 131
Bücker Bü 133
Ambos llevan los colores de aviones españoles reales.

Siebel Si 202, otro avión real

La ficticia Siebel Si 202D con colores de la Kriegsmarine
Bücker Bü 181 con colores de un avión real

Caudron CR 744

Arado Ar 96

Arado Ar 96 BM-1 (Kriegsmarine)

El francés Hanriot H.232
El Hanriot H.232 de diferentes fuerzas aéreas

Focke Wulf Fw 58

Saludos



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El traslado de las escuelas de vuelo

Una seria dificultad experimentada por los franceses y sobre todo los alemanes fue la crudeza de los inviernos de los primeros años de la guerra. El de 1939-1940 fue uno de los más fríos del siglo, y el del 40-41 no resultó mucho mejor. Gran parte de Europa se vio sometida a nevadas y heladas que supusieron la casi interrupción de las operaciones aéreas y por consiguiente, de la formación de pilotos. Francia al menos disponía de la Provenza donde el tiempo era más clemente, pero Alemania tenía pocas alternativas. Sin embargo había zonas del sur de Europa con un tiempo casi primaveral que permitía más horas de vuelo y disminuía la tasa de accidentes.

La decisión obvia fue trasladar las escuelas de vuelo a dichas regiones, especialmente cuando el fin de las operaciones en el Mediterráneo dejó decenas de aeródromos disponibles. Italia llevó sus escuelas a la Campania y a Sicilia. Las francesas ya estaban en el sur del país, pero el clima en el montañoso sur de Alemania no era mucho mejor que en el norte. El invierno también era inclemente en Rumania o Hungría, y pésimo en Finlandia. Sin embargo en España, tras su guerra civil, había decenas de aeródromos que habían quedado en desuso. Tras las correspondientes negociaciones se decidió trasladar las escuelas de vuelo alemanas a los alrededores del Mar Menor, cerca de Cartagena y de Murcia, en la costa mediterránea española. La base principal fue la de San Javier, que ya había albergado una escuela de vuelo de la aviación republicana durante la guerra civil española, pero también emplearon otros aeródromos cercanos como los de Los Alcázares, Elche y El Carmolí. El empleo fue tan intenso que para evitar accidentes se necesitó distribuirlas en una extensión mayor, y a los aeródromos del Mar Menor se añadieron los cercanos a Murcia (Alcantarilla, Totana y El Palmar) y Valencia (Manises, Chivas, Solana) en lo que llegó a ser el grupo de escuelas aéreas del Levante. También la Academia del Aire española se trasladó a San Javier, y al poco lo hicieron también escuadrillas de enseñanza rumanas y finesas. Hungría, enfrentada con Rumania por Transilvania, prefirió emplear bases italianas.

Más adelante fue también la Kriegsmarine la que llevó a la región su ala de formación. Inicialmente se había emplazado en Travemunde, en el Báltico, alegando que los portaaviones estaban en ese mar. Pero se enfrentó al mal tiempo de la región y finalmente se tomó una decisión parecida a la de la Luftwaffe: la escuela se trasladó al aeródromo de Benlloch, cerca de Castellón de la Plana, también en la costa mediterránea, y solo se realizó en Travemunde el cursillo de operaciones embarcadas, hasta que la Kriegsmarine adquirió dos transatlánticos españoles de la naviera Ybarra, los Cabo de Hornos y Cabo de Buena Esperanza, antiguos President Wilson y President Lincoln. Fueron transformados en portaaviones auxiliares con una conversión espartana, ya que no llevaban hangar sino tan solo cubierta de vuelo y sistema de frenado de aeronaves. Con los nombres de Kurisches Haff y Flensburger Förde, sirvieron como buques escuela para pilotos hasta el final de la guerra, tras la cual fueron devueltos a la naviera.



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El ala de demostración

Fruto del acuerdo fue la creación del Ala de Demostración del Pacto de Aquisgrán. Se trataba de una «escuela para profesores» en la que los más destacados pilotos del Pacto enseñaban sus técnicas, comprobaban el entrenamiento de las diferentes fuerzas aéreas, realizaban enfrentamientos simulados en condiciones realistas, y ensayaban nuevas tácticas. La necesidad de realizar prácticas de tiro a gran escala impidió situar la base en la zona mediterránea, pues la franja litoral estaba densamente poblada y el interior era montañoso. En su lugar se escogió la base aérea General Sanjurjo, situada a pocos kilómetros de Zaragoza, una ciudad española en la depresión del Ebro rodeada de estepas. Aunque su clima era más extremo y menos agradable que el mediterráneo, predominaban los cielos despejados y, tan importante o más, los cerros cercanos eran bajos y no suponían excesivo riesgo para la navegación aérea. En sus alrededores había otros aeródromos (Monflorite cerca de Huesca, Ablitas y Buñuel en Navarra, Cella y Caudé en Teruel) que ampliaban todavía más el campo de operaciones.

El Ala de Demostración fue creada el quince de enero de 1942, coincidiendo con las fases finales de la campaña de Portugal, y en abril fue puesta bajo el mando del español Julio Salvador Díaz-Benjumea. El teniente coronel Salvador no solo era el máximo as español (con cincuenta y dos victorias al acabar la campaña de Portugal) sino que era un excelente táctico que había ideado el llamado «vuelo de Salvador», táctica de combate tanto ofensiva como defensiva que mejoraba a la alemana del vuelo por parejas. En la unidad de Salvador fueron reunidos algunos de los mejores pilotos del Pacto de Aquisgrán, como los alemanes Steinhoff y Rudorffer, el italiano Luccini, el francés Marin la Meslée, el finés Suhonen o el rumano Cantacuzino. El ala fue equipada con todo tipo de cazas y aviones de ataque tanto del Pacto como capturados para poder probar sus ventajas y deficiencias. La labor de la unidad fue doble: por una parte, debían desarrollar de nuevas tácticas de combate. Por otra, efectuaban combates simulados con otras unidades del Pacto, de manera similar a los del campo de instrucción de Bromberg empleado por el ejército alemán. Tras las rotar por Zaragoza, las formaciones pasaban a su vez a entrenar a las demás de sus fuerzas aéreas. Los pilotos del ala de demostración también rotaban, volviendo a sus unidades originarias para ser sustituidos por otros aviadores descollantes.

Tan importante o más que el desarrollo de nuevas tácticas fue el análisis que se hizo de las ventajas y debilidades de los modelos en servicio o en desarrollo. Fruto de sus recomendaciones fue, por ejemplo, la incorporación en buen número de aviones del Pacto de cabinas de alta visibilidad, habitualmente con forma de burbuja. Las cabinas de ese tipo, inicialmente, se habían evitado por la dificultad que suponía la construcción de paneles de plexiglás, porque aumentaban la resistencia aerodinámica, y porque se pensaba que el carenado dorsal protegía a los aviadores si el avión capotaba durante el despegue. Sin embargo esas supuestas ventajas no compensaban el aumento de eficiencia que suponía el mayor campo visual. Asimismo, se vio en las pruebas que bastaba con elevar el asiento del piloto unos centímetros para que mejorase la visibilidad de los pilotos y que resultase muy difícil sorprenderlos desde cualquier dirección. Otro equipo que fue incorporado poco a poco en los aviones del Pacto fue un sistema de escape mejorado, que incluía pernos explosivos que hacían desprenderse la cabina (o un panel en el caso de los bombarderos) y un asiento propulsado por una carga de gas comprimido. El sistema, aunque inicialmente resultó muy proclive a los fallos, supuso una gran mejora sobre los métodos anteriores. Aunque el sistema de escape fue criticado por su complejidad, por el aumento de peso y por su escasa fiabilidad, consiguió imponerse gracias a las presiones del Ala de Demostración. El teniente coronel Salvador, por ejemplo, había sido derribado durante la guerra civil española, y en los primeros años del nuevo conflicto tuvo que abandonar su avión tres veces más. En 1944, cuando el sistema de escape se estaba generalizando, la tasa de supervivencia de los aviadores de los aparatos equipados con él doblaba a los que no lo tenían.

El resultado de todas estas medidas fue, en una primera fase, el incremento en la eficiencia de los cazas del Pacto de Aquisgrán. Pero consecuencias de mayor calado se tuvieron cuando las recomendaciones emanadas desde la organización llegaron a los tableros de los diseñadores. Los aviones en servicio o en proyecto fueron preparados para el combate a gran velocidad, recibiendo equipos como cabinas de gran visibilidad, armamento mejorado, radios más seguras, etcétera. Los aliados copiaron estas y otras innovaciones pero con un retraso que permitió que las fuerzas aéreas del Pacto dominasen los cielos europeos.



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Uno de los aviones modificados tras la experiencia del Ala de Demostración:

Imagen
Fiat G.56 en DeviantArt (con texto adicional)

Imagen
Fiat G.56 bis

Imagen
Fiat G.56 ter

Saludos



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Fricis, ahora Savely, se amoldó a la rutina diaria: trabajar hasta la extenuación en Pankow para luego trasegar un comistrajo en el comedor de la fábrica, y al anochecer volver al pisucho donde Annelie le esperaba con ansia. Solo cuando tuvo a la mujer comiendo de la palma de su mano le dijo que de vez en cuando iba a salir a dar una vuelta y tomar una cerveza.

—Annelie, hombres necesitar taberna jarras cerveza en. Yo te quiera mucho más pero deber salir por recoger fortaleza.

La casera refunfuñó pero conocía a los hombres y sus necesidades. Savely pudo dedicar los pocos minutos que tenía antes de la cena para pasear por Berlín, deteniéndose sobre todo en el distrito central. Se paraba ante los edificios con la boca abierta y expresión de palurdo admirado, mientras estudiaba cuidadosamente los ángulos de tiro y las referencias. Un par de veces dejó enganchadas en una pared pequeñas tiras de papel para ver si seguían al día siguiente.

—Director, seguimos sin tener nada. Parece como si se hubiese esfumado.

Gerard frunció el ceño. Sabía que en una gran ciudad como Berlín era muy fácil perderse, y más desde que los trabajadores llegados de Polonia y el Báltico casi habían duplicado su población.

—Ya lo habrán hecho, pero vuelvan a revisar los registros de la policía de las dos semanas posteriores a la llegada del Alto. No se preocupen por los nombres ni por las facciones, y menos por el color del pelo. Busquen a hombres altos que procedan del este.

—Como desee, Director.

Las máquinas del sótano seguían revisando miles y miles de tarjetas perforadas, cada cual correspondía a una ficha de registro. Buscaban discrepancias y coincidencias, y encontraron muchas; pero ninguna era la que buscaban.



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Capítulo 24

El verdadero paraíso no está en el cielo, sino en la boca de la mujer amada.

Théophile Gautier


Diario de Von Hoesslin


A finales de febrero se estaban librando dos grandes batallas en Europa. Una en el mar, que debía decidir la suerte del conflicto. Pero otra, menos conocida y sangrienta pero igualmente decisiva, era la que tenía que decidir el porvenir de Europa y se peleaba en las cancillerías.

El proceso de institucionalización de Alemania proseguía. Tras la designación del regente —por ahora, in pectore— se estaba reorganizando el gobierno y la administración. El canciller Speer se había instalado en el edificio de la Cancillería que era donde se celebraban las reuniones tanto del Gabinete como del gobierno en pleno. El ministro Von Papen residía su ministerio de la Wilhelmstrasse, y el mariscal Von Manstein, en el Bendlerblock. Solo el general Schellenberg seguía residiendo en un apartamento o, mejor dicho, en un piso de lujo en la Charlottenstrasse con vistas a la Gendarmenmarkt. Todos conocíamos el motivo: su faceta crápula no se acomodaba a vivir en un edificio oficial, y un piso le daba más libertad de movimientos, aunque a cambio suponía triple esfuerzo para los servicios de seguridad.

Von Lettow, que siempre sabía ver el lado oscuro de las personas —especialmente de Schellenberg, que se le había atravesado— sugirió, mientras dábamos uno de esos paseos por el jardín que hoy día tanto añoro, que el general tenía otro motivo más oscuro.

—No te equivoques, Roland, que si Schellenberg vive ahí no me parece que sea solo por ser un vividor. Me da que nuestro querido general teme por su seguridad.

—No lo entiendo, Alteza ¿Dónde se puede estar más seguro que en el ministerio en la Dorotheenstrasse, rodeado de policías?

—Roland, a veces pecas de ingenuo—me contestó—. Desde luego, si Schellenberg teme que algún nihilista le descerraje un tiro, mejor estará donde dices. Aunque mis difuntos predecesores debieron dejar muy pocos anarquistas rondando por las calles berlinesas. Pero piensa en como murieron Hitler o Goering.

—No fue en sus residencias.

—Desde luego que no. Perecieron a manos de alemanes aunque estaban rodeados de sus fieles. Recuerda también lo que pasó tras sus muertes, e imagina que se produce algún suceso… Ya puedes imaginar de qué tipo, algo inesperado y desagradable. Empezarían a correr camiones con tropas por las calles de la ciudad ¿A dónde crees que irán?

—A los ministerios, desde luego, pero no creo que se olviden de Herr Walter.

—Claro que no pero ¿apuestas algo que su cubil tiene muchas salidas?

—También las hay en los ministerios, Alteza.

—Desde luego, pero también están llenos de paniaguados a saber a sueldo de quién que pueden bloquearlas. Si se produjese un golpe de estado, Schellenberg será el único que podría escapar.

—¿Y su alteza? —pregunté, preocupado por su seguridad.

—Ya sabes que yo, en realidad, no pinto nada. He vivido muchos años y la muerte no me asusta. Así me reuniría con Rüdiger —el dolor de la pérdida de un hijo aun persistía—. Además, tendrán que venir a buscarme, y ya sabes que la caza mayor se me da bien. Arriba —dijo refiriéndose a sus dependencias— guardo algún recuerdo de África. De dos cañones. Tal vez no vuelvan todos los que vengan.



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Estas reflexiones me preocupaban pero solo los pocos minutos que mi apretada agenda me dejaba libres. Seguía asistiendo a las reuniones del Gabinete como delegado del regente, aunque sin voz ni voto; solo actuaba como testigo de las deliberaciones. Pero con la celebración de Metz aproximándose eran cada vez más frecuentes. En ellas Von Papen relataba las últimas nuevas que llegaban de París, donde Adenauer seguía discutiendo con los franceses. Speer le miraba arrobado —se había convertido en un firme defensor de la unidad— pero Von Manstein mantenía un semblante serio y Schellenberg hacía observaciones burlonas.

Lo cierto era que las conversaciones avanzaban a buen ritmo. Ya se había llegado a un consenso sobre los principales puntos del tratado de paz, según el cual Francia decía ser una potencia engañada por las tramas británicas —eso no se lo creían ni ellos pero si les satisfacía escribirlo, mejor— y ahora se convertía en aliada del Reich; a fin de cuentas, los ingleses se lo habían ganado a pulso atacando a traición a la flota francesa. También había acuerdo en el espinoso asunto de Alsacia, Lorena y la soberanía compartida, ya que el premio que iban a recibir, comerse toda Valonia, hacía que el sapo que se iban a tragar fuese menos indigesto. Otra cuestión problemática era la de las colonias: Romier quería que Alemania asegurase que tras la victoria se les serían restituidas íntegramente, y que Alemania colaboraría en la reconquista de las que se habían unido al rebelde De Gaulle o de las tomadas por los angloamericanos. Sobre la segunda cuestión no teníamos ningún inconveniente, aunque señalábamos lo complejo que sería intervenir en África Ecuatorial o Tahití. Sobre el primer punto teníamos nuestras reservas, ya que otro de nuestros aliados, el Generalmínimo —la ocurrencia era de Von Manstein y siempre despertaba carcajadas— ambicionaba con quedarse media África. Algo habría que darle, y Von Papen recomendaba que se quedasen con Fez en Marruecos y Orán en Argelia, pero se trataba de posesiones francesas. No iba a ser fácil compaginar las dos exigencias, pero al final Romier aceptó que Francia tendría la palabra final en cualquier acuerdo, y que en caso de tener que hacer cesiones serían adecuadamente compensadas con colonias británicas. Me imagino que a la memoria del francés llegó el incidente de Fachoda cuando Lord Kitchener expulsó del Nilo a una expedición francesa.



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Otra cuestión difícil había sido la del material capturado en 1940. En aquella campaña el ejército francés había perdido la mayor parte de su equipo que ahora estaba en nuestras manos. Tal afluencia de armas se recibió como agua de mayo, pues las factorías del Reich no eran capaces de producir la inmensa cantidad de armas que necesitaban nuestros ejércitos. Desde luego, las formaciones de elite, sobre todo las de tanques, recibieron el material germano de mejor calidad. Pero quedaban muchas unidades de infantería que eran poco más que una masa de hombres armados con fusiles. Faltaban blindados, vehículos y cañones que en Francia se capturaron por miles y fueron distribuidos rápidamente. No solo entre nuestros hombres, pues algunos de nuestros aliados, especialmente los españoles, recibieron importantes cantidades. He de decir que los hispanos quedaron más que satisfechos: mientras que algunas armas francesas eran decepcionantes —como los tanques— su artillería no envidiaba en nada a la nuestra. Además varios de nuestros aliados habían estado empleándola en los años previos, y sus factorías producían munición de esos calibres. No es de extrañar que los nuevos usuarios estuviesen encantados.

Incluso con los materiales de peor calidad ocurrió algo parecido. Los mediocres aviones de caza Morane Saulnier MS.406, aun siendo deficientes, permitieron renovar la caza española hasta que pudieron recibir cazas Messerschmitt. Buen número de los mal diseñados tanques fueron convertidos en cañones de asalto, como los famosos «Tejones» españoles.

El problema fue cuando Francia decidió, por fin, incorporarse al Pacto de Aquisgrán y declarar la guerra a los ingleses. Aunque se trataba principalmente de una batalla aeronaval, el mando galo empezó a planear la reconquista de las colonias traidoras o de las ocupadas por los ingleses. También estaban participando fuerzas francesas en las operaciones del Mediterráneo oriental y del Mar Rojo. El problema era que el armisticio de Compiegne apenas les había permitido conservar armamento pesado, y ahora necesitaban mucho más. Por suerte, las factorías francesas trabajaban a pleno rendimiento y además fabricaban tipos mejorados. Por ejemplo, los tanques SOMUA S.41, Renault R.41 y Hotchkiss H.41—fabricados mientras se daban los últimos toques a los tanques Jaguar y Lince— incorporaban por fin una torre de mayor tamaño que los hizo más eficaces. También habían reanudado la producción de artillería, incluyendo un par de modelos de 10,5 cm que incluso eran mejores que los nuestros. Por desgracia, tales equipos salían de las factorías a ritmo lento. Hasta que todas sus tropas pudiesen rearmarse precisaban armas que solo podían proceder de los almacenes alemanes.

Parecía que habría que escoger entre desarmar a los alemanes o chasquear a los galos, pero la fortuna intervino. En las campañas de 1940 y 1941 habíamos capturado cantidades ingentes de material británico y norteamericano con el que se pudo reequipar a las formaciones de reserva e incluso ceder un poco a nuestros aliados. Ventaja añadida fue que el equipo norteamericano, en buena parte, derivaba de diseños franceses y era compatible con lo que ya empleaban algunos países del Pacto. Asimismo, la reorganización industrial promovida por el doctor Speer había impulsado la industria del Reich: en 1941 casi se había duplicado la producción, y la de 1942 prometía alcanzar cotas increíbles. Buena parte del material ahora en nuestras manos volvió a sus antiguos propietarios, y el que nos quedamos —por ejemplo, muchos cañones del siete y medio, ahora convertidos en antitanques— fue pagado con petróleo de Mosul. También llegaron a manos francesas patentes que relanzaron su industria militar. La colaboración armamentística, simbolizada por la devolución de las armas capturadas, impulsó la joven amistad francoalemana.



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Algunos vehículos y armas:

Imagen
Los nuevos tanques franceses

Imagen
Chenillette Bren

Imagen
Nuevos cañones antitanque

En los enlaces de DeviantArt está la descripción de las armas y otros datos adicionales. Gracias a ReyTuerto por su colaboración.

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Solucionadas las cuestiones de fondo quedaban los escollos más puntiagudos: las apariencias. Un problema fue, por ejemplo, el de las banderas. A los franceses les parecía muy bien todo aquello de la soberanía compartida —aunque poniendo todos los inconvenientes del mundo al censo de 1910, en el que queríamos basarnos— pero querían imponer una condición: que la bandera francesa tenía que seguir ondeando no solo en la Lorena y en Alsacia, sino también en Valonia —lógico— ¡y hasta en el Sarre! A cambio, la alemana solo podría izarse en los territorios que se decantasen por Alemania, y siempre debajo de la francesa. De la belga, obviamente, ni mención.

Que la pretensión gala era inaceptable no hará falta ni hablar; el regente, una vez se le pasó el enfado por el desbarre de los vecinos, casi se muere de risa mientras le describía los diferentes tonos de las facciones de Von Manstein. Hubo que pararles los pies, y Adenauer recibió la orden de recordar a los franceses quienes habían ganado y quienes habían perdido. Con toda la delicadeza del mundo, desde luego. Al final se llegó a un acuerdo según el cual dos banderas ondearían en todas esas regiones, gozando preeminencia aquella que hubiese recibido más adhesiones.

Ya solo quedaban esas minucias protocolarias que eran las que habitualmente eternizaban las negociaciones. Pero teníamos fecha límite, pues ya solo quedaban unos días para la ceremonia de Metz, que estaba programada para el primero de marzo. Como nadie quería repetir el paseíllo bajo las balas de Douaumont se decidió que las dos delegaciones, tras la firma, marcharían en paralelo hasta el gran mástil en el que ahora ondeaba la bandera alemana y al que sería izada la enseña francesa.



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Domper
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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La firma del tratado de Metz no era la única cuestión que nos preocupaba. Para un par de semanas después estaba programada esa asamblea de la Unión Paneuropea que debía haberse celebrado en Jerusalén y que el magnicidio del hotel rey David había dejado pendiente. La reunión debía tener muchas diferencias con la previa. Lo que se había programado en Jerusalén debía ser un coro de loas a la figura del gordo Statthalter, mientras que la próxima debía liquidar la Unión Paneuropea —construcción nacida bajo la bota germana— para formar la Unión Europea, una unión entre iguales que encabezarían Alemania y Francia. De ahí la importancia del tratado de Metz: con él, la Unión Europea sería un hecho. Sin él, estaba condenada al fracaso.

Hubiese sido propio del gordo que restregase el tratado con Francia por los morros de los delegados europeos, pero ahora no queríamos presumir de una victoria diplomática sino que deseábamos poner los cimientos de la paz. Paz que no necesitaba opresión sino amistad o, al menos, confianza, y eso significaba que los enviados de nuestros aliados tendrían que saber a qué y dónde venían, y que el acuerdo que iban a firmar ya se hubiese negociado entre todos. Aunque, lógicamente, las demandas de Bulgaria no tuviesen excesivo peso en los acuerdos.

Durante los preparativos no se estaban produciendo problemas con Francia —no en vano era uno de los firmantes del tratado de Metz— ni con España y Portugal, que todavía sufrían la opresión británica en su territorio. Con los estados del este y de los Balcanes, tampoco, pues les tocaba bailar al son de la música militar alemana. Solo fue necesario recordar a la pléyade de reyes y regentes que si se mantenían en el trono era gracias al ejército alemán; sin él era cuestión de tiempo que alguna facción de sus ejércitos los destituyese y, con un poco de mala suerte, los descabezase. Algo que ocurriría no en un futuro indefinido sino en semanas o a lo sumo meses. Así que tampoco fue necesario hacer muchas concesiones a los sátrapas de Bratislava, Budapest, Bucarest, Belgrado o Sofía. Otro país que estaba ansioso por subirse a nuestro carro era Finlandia, temerosa del ogro ruso que parecía tener otra vez un apetito desmedido. Por el contrario, no esperábamos mucho de Suecia, que se empeñaba en mantener su neutralidad y recelaba del asunto noruego. Con Suiza, lógicamente, nadie contaba.

Los problemas los estaba planteando Italia. Se debían creer que estaban en los tiempos gloriosos de Roma, que su minirey era Trajano redivivo, y que Ciano era Mario, César y Augusto en una pieza. Oyéndolos hablar parecía que para su ejército bastaba con toser para que Gran Bretaña se derrumbase —el regente se preguntó que por qué no estornudaban de una vez— y que eran sus bersaglieri los que habían sacado las castañas del fuego a los panzer. Debatir sobre tales figuraciones no valía la pena; lo que realmente importaba era que Italia fuese un socio firme en la nueva Unión.

En Roma tampoco querían romper las relaciones y la prueba fue la invitación al regente. Además aun se recordaba la estancia de Von Manstein en tierras transalpinas; el mariscal, además de genio militar, derrochaba simpatía y buen hacer diplomático. Pero el buen regusto que pudo haber dejado el mariscal no influía sobre las negociaciones. Los italianos exigían nada menos que la paridad con Alemania y la preeminencia sobre Francia. Así no se iba a ninguna parte, y hubo que recordárselo a Ciano por canales extraoficiales. Al final se llegó a una solución que satisfizo a todos: en la nueva alianza Alemania, Francia e Italia tendrían el mismo número de delegados, es decir, el mismo poder, y los tres países dispondrían de asiento y derecho de veto en la comisión permanente. Lo que olvidamos decir a los vecinos de abajo era que todo eso sería para la galería, pero que las decisiones importantes se iban a cocinar entre Berlín y París. Roma solo estaría para dar lustre a los acuerdos. Se dejaría que se creyesen el fiel de la balanza, pero si pensaban que iban a dominar Europa, allá ellos, que de ilusión también se vive.



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Mientras se negociaba se estaba librando el combate que debía determinar si las conversaciones llegarían o no a buen fin, ya que las flotas del Pacto estaban saliendo a los mares de medio mundo para buscar y destruir a las escuadras enemigas. En esa fase de la guerra si Gran Bretaña se sostenía era casi exclusivamente por la Royal Navy, pues su ejército había sufrido tantos desastres que se había quedado casi sin cuadros: según los informes que presentaba el general Schellenberg, en el Reino Unido apenas quedaban varones que reclutar. Para resucitar las unidades destruidas en Egipto, Palestina o Mesopotamia habían tenido que extender la recluta a los mineros y a los obreros especializados. Esa decisión, como todos sabíamos, era pan para hoy y hambre para mañana. Resultaba difícil saber el efecto económico pudieran tener, ya que eran muchos los factores que estaban acabando con la economía británica, pero todos los signos indicaban que la parálisis se extendía por el país.

No podíamos saber si los ingleses se resentían a consecuencia de la guerra submarina, que había disminuido drásticamente las importaciones, o por la campaña de bombardeos contra instalaciones petrolíferas, contra las comunicaciones terrestres o la industria, pero los signos eran inequívocos: aunque su supervivencia dependía de mantener el dominio de los mares, la construcción naval estaba casi detenida. Según los reconocimientos aéreos —confirmados por los informes de los irlandeses y por alguna incursión realizada por los Brandenburger— las obras en los buques de guerra se habían parado y solo se trabajaba en corbetas y fragatas. También se estaban ralentizando tanto la construcción como la reparación de barcos mercantes, aunque se había puesto la quilla a buen número de embarcaciones de cierto porte con casco de madera o de hormigón.

El efecto de la asfixia al que estaba siendo sometida Inglaterra se manifestaba en todos los campos. La RAF prácticamente había desaparecido de los cielos, y solo mantenía su fuerza en las pocas partes de Gran Bretaña que estaban más allá del alcance de nuestros cazas; incluso allí los aviones que se veían eran casi todos de origen norteamericano. Apenas se veían bombarderos, y un análisis de los numerales de los aviones derribados señalaba que la construcción de polimotores había disminuido al mínimo, señal de que debían estar concentrándose en los cazas. De hecho, solo ocasionalmente volvían los cuatrimotores sobre Alemania y se los veía casi exclusivamente sobre el mar. Los únicos aviones que de vez en cuando volaban sobre nuestras ciudades eran esos bombarderos rápidos que llamaban «Mosquito»; poco más que una molestia pues apenas llevaban un par de bombas, y la precisión de sus bombardeos dejaba mucho que desear. Además la Luftwaffe los perseguía con saña. Era muy difícil interceptarlos —aunque estaban casi listos aviones capaces de hacerlo— pero nuestros cazas nocturnos rondaban los campos de los que despegaban, que inmediatamente se convertían en objetivo de los bombarderos. Según rumores que corrían y que habían llegado a nosotros mediante los irlandeses, la aparición de esos Mosquitos en cualquier campo era odiada por el personal de tierra pues implicaba que casi inmediatamente sería arrasado por un diluvio de bombas.

Sus fuerzas terrestres también estaban de capa caída. Las fuerzas que tenían en Irán se retiraban a toda prisa hacia la India, donde se habían producido motines cuando algunas unidades de su ejército se negaron a embarcar hacia ultramar. De Somalia se habían retirado y solo mantenían una cortina de fuerzas en el sur de Sudán y en Kenia, donde cavaban a toda prisa obras defensivas; por suerte para ellos, estaban demasiado lejos y tardaríamos algún tiempo en organizar una ofensiva que, además, tampoco estaba entre nuestras prioridades. Muestra de su debilidad era que tampoco estaban molestando a las colonias que permanecían fieles a Romier, y en el golfo de Guinea los ingleses, que aparte de sus colonias de Nigeria y Camerún mantenían enclaves en la costa, no trataban de extenderse hacia el interior. En esos escenarios las unidades inglesas se estaban complementando con otras indígenas, pero parecía que los reclutas no estaban excesivamente entusiasmados por servir bajo la Union Jack y desertaban por miles. Tantos que habían tenido que hacer operaciones de limpieza persiguiendo a las bandas de huidos. En la India se habían producido motines entre unidades del ejército que no querían ser destinadas a ultramar. Respecto a los dominios blancos, y según relataban los prisioneros, en Canadá también había muchos problemas con el reclutamiento, sobre todo entre los francoparlantes, y el país se estaba sumiendo en una crisis política tan seria o peor que la de la anterior guerra. Australia y Nueva Zelanda miraban a Japón y se resistían a enviar más tropas, y en Sudáfrica el enfrentamiento crónico entre bóeres, ingleses e indígenas era tan serio que Smuts había decidido no enviar más formaciones militares.

Casi el único punto al que aun enviaban refuerzos era a Gran Canaria Gran Canaria pero en cantidades decrecientes. Eso sí, que hubiesen dejado las operaciones periféricas no se debía solo a la falta de hombres y de equipos, sino a que la mayor parte de su ejército estaba siendo desplegado en las costas inglesas para detener una posible invasión.

Tan solo en el mar la Royal Navy seguía teniendo un poder aunque cada vez más amenazado, pues las flotas del Pacto estaban dispuestas para arrebatárselo. La mayoría de nuestros buques de guerra seguía agazapada en Gibraltar prestos a saltar sobre los convoyes británicos. Una agrupación francesa se preparaba para hacer lo mismo en el Índico. En Noruega se reparaban a toda prisa las averías del Lutzow y del novísimo Seydlitz; afortunadamente una inspección mostró que solo el Scheer tendría que volver a Kiel para reparar los daños sufridos en las Feroés. Antes de quince días esperábamos que los tres cruceros pesados volviesen al Atlántico norte.

Además de los barcos de guerra, una pléyade de corsarios de superficie alemanes y españoles —había que reconocer que nuestros aliados hispanos se estaban cubriendo de gloria en el mar— atacaban la navegación inglesa en los confines del mundo. Los cruceros auxiliares ya no podían operar en el Atlántico norte, en el que la vigilancia, en parte británica y sobre todo norteamericana, era más estrecha. Asimismo los corsarios tenían dificultades en el Atlántico central, en el que dos españoles y un alemán habían sido hundidos tras ser detectados y seguidos por aviones. Pero más allá del paralelo de Río de Janeiro reinaban los cruceros auxiliares, hasta tal punto que los ingleses habían tenido que resignarse a emplear convoyes también en esas aguas. No eran tan nutridos como los que iban y venían a América, y solían componerse de media docena de mercantes escoltados por algún crucero auxiliar, es decir, un paquebote armado con cañones sobrantes del conflicto anterior. Los corsarios, que no podían correr el riesgo de ser averiados, solían rehuir a estos pequeños convoyes, aunque el alemán Orion había conseguido hundir al crucero auxiliar HMS Wolfe al sur de Madagascar para luego acabar con tres de los barcos que escoltaba.

En el Canal de la Mancha y en las costas inglesas también se combatía. No con cruceros y acorazados sino con toda clase de buques ligeros. Los tripulantes de las lanchas rápidas derrochaban valor en sus incursiones contra la navegación costera británica, enfrentándose a los destructores y a las lanchas rápidas con las que los británicos intentaban proteger su cabotaje. Estábamos orgullosos de esas unidades no solo por el valor de sus hombres sino por las cualidades de las embarcaciones, mucho mejores que las inglesas. No solo las torpederas peleaban, sino que las flotillas de dragaminas desempeñaban una meritoria labor limpiando la costa de minas y defendiendo los convoyes costeros de las acometidas británicas. En ese escenario los combates no solo eran navales: a pesar del pésimo tiempo las unidades especiales de Brandenburger seguían realizando incursiones a pequeña escala contra la costa enemiga. Algunas eran clandestinas, únicamente pare recoger información: nos interesaba conocer si las defensas costeras eran reales o tan solo artificios, pues los ingleses eran duchos en el arte del engaño. También hicieron algunas visitas —muy arriesgadas— a los astilleros británicos no para sabotearlos sino para investigar su actividad. Obviamente solo accedieron a alguno de los pocos que eran accesibles desde el mar. Por desgracia, los más importantes estaban en estuarios muy vigilados. Aun así, los nadadores proporcionaron información de enorme valor. Por ejemplo, unos recortes de metal que trajeron indicaron que el acero era de mala calidad, seguramente por falta de determinados minerales. En estas misiones se distinguieron los buzos italianos, verdaderos maestros en estas operaciones, a los que se unió una unidad especial alemana —la Kleinkampfmittel-Verband— que de su mano estaba aprendiendo las técnicas de la lucha silenciosa en el mar.

Otras incursiones estaban destinadas a causar alarma en la costa enemiga. Los ingleses ya no cometían el error de dejar equipos electrónicos accesibles a los ataques anfibios o aerotransportados, pero seguían quedando infinidad de puntos mal defendidos en su costa: faros aislados en promontorios, pequeñas islas, etcétera. De vez en cuando alguno de estos enclaves sufría un ataque coordinado y bien planificado en el que cooperaban la Luftwaffe, la Kriegsmarine y las fuerzas especiales del ejército. Por lo general eran poco costosos y tenían un efecto desproporcionado porque los británicos se veían obligados a responder enviando unidades militares a rincones remotos conde no tenían nada más que hacer que observar las gaviotas, aguantar el mal tiempo y soportar algún que otro ataque aéreo, aprovechando que las defensas antiaéreas en esos rincones brillaban por su ausencia. Algunos prisioneros declararon que el servicio en esos enclaves era especialmente temido por los soldados ingleses, pues era un sin vivir, de día temiendo a los aviones y de noche a los comandos.

Obviamente los británicos también atacaban y en ocasiones con mucho éxito, como cuando asaltaron las islas Lofoten y destruyeron a la pequeña guarnición. Al canciller Speer el asalto le preocupó mucho y pidió a Von Manstein que reforzase esas guarniciones, a lo que el mariscal se negó: ya había demasiadas fuerzas protegiendo la larga costa europea. Era mejor aguantar algunos picotazos que hacerles el juego a los ingleses.



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En el Atlántico norte nuestros submarinos seguían diezmando a los barcos ingleses. La Royal Navy, a pesar de dedicar la mayor parte de sus recursos a la escolta, no conseguía responder a nuestras nuevas tácticas coordinadas entre submarinos y aviones. Además nuestros sumergibles habían cambiado sus objetivos. Mientras que antes intentaban hundir barcos mercantes —sin hacer ascos a cualquier destructor que se pusiese a tiro— ahora eran los buques de escolta los objetivos prioritarios. Ellos mismos se ponían en peligro navegando en la periferia de los convoyes. Aunque se trataba de objetivos poco agradecidos, pues al ser buques pequeños y ágiles demasiadas veces evitaban las salvas de torpedos, y era necesario gastar más peces mecánicos para hundirlos que para finiquitar a los lentos y torpes cargueros. Por tanto, el cambio de táctica trajo como resultado que en un primer momento el tonelaje hundido disminuyese. Pero en poco tiempo los británicos sufrieron una grave crisis de la que supimos gracias al espionaje y al interrogatorio de los prisioneros. Aunque de los astilleros seguían saliendo barcos de escolta, aunque habían recibido un nuevo lote de destructores viejos norteamericanos, aunque estos fabricaban escoltas a los ingleses, sus dotaciones eran bisoñas pues los veteranos desaparecían en el mar. El servicio de escolta, que antes era extenuante en esos barquitos que se movían como corchos, ahora resultaba aterrador, pues en cualquier momento un torpedo partía el alma de los barquichuelos. Además, una vez los convoyes perdían parte de su protección se convertían en presa para los grupos de submarinos. Para intentar contrarrestar la nueva táctica los británicos estaban organizando convoyes cada vez mayores, de ochenta o más buques, ya que eran más económicos en escoltas, que al ser más numerosos podían operar en parejas para apoyarse unos a otros; pero ordenar esas inmensas masas de buques suponía un trastorno porque las esperas lo convertían en un sistema menos eficiente.

Aparte que estábamos desarrollando armas específicas contra esos convoyes, que a fin de cuentas se trataba de blancos muy bien defendidos pero lentos, de gran tamaño e incapaces de cambiar de curso. La primera medida fue modificar algunos de los viejos torpedos G7a para que tuvieran carreras muy prolongadas a baja velocidad, llegando a los veinte kilómetros a veinticinco nudos. Así los submarinos podían atacar al convoy desde más allá de la cortina de escoltas, y dependiendo el ángulo de lanzamiento no resultaba demasiado difícil lograr algún blanco. Lo malo era que esos torpedos dejaban una visible estela de vapor y no eran muy difíciles de eludir, aunque, a cambio, desorganizasen las columnas de buques. Eran mucho más letales cuando se emplearon de noche, disparados bien mediante observación o más habitualmente con los datos del radiotelémetro. Además se había comenzado a emplear una variante llamada Federapparattorpedo o FaT, que tenían un sistema que hacía que tras cierta distancia el ingenio empezase a describir curvas; si había sido bien regulado lo haría dentro del convoy. Lógicamente, la mayor parte de esos torpedos se perdían, pero los pocos que lograban impactar no solo herían a los buques sino que aterraban a los marinos mercantes, que sabían que los convoyes podían ser atacados en cualquier momento del día o de la noche. También se había desarrollado una variante de esos torpedos para la Luftwaffe. Se trataba de torpedos problemáticos pues no solo eran grandes y pesados —de tal manera que solo los Do 217 o los Fw 200 podían llevarlos— sino que eran muy estrictos con los parámetros del lanzamiento. Si se lanzaban a velocidad o altura excesiva se dañaban. Pero los aviones torpederos, como atacaban desde fuera del anillo de escoltas, no corrían demasiados riesgos, y estos torpedos supusieron un terror más para los atribulados marinos ingleses, porque ahora la aviación de largo alcance también podía atacar a los convoyes. Debo aclarar que la polémica sobre si los Fw 200 tenían que emplearse para el bombardeo o el reconocimiento se había solucionado ya que las fábricas estaban entregando cada vez más aviones, y además era inminente la entrada en servicio del Junkers Ju 189. De tal manera que se pudo organizar escuadrillas que atacaban a los convoyes británicos cuando se acercaban a la costa, en esas aguas en las que los submarinos ya no se arriesgaban a entrar pero que estaban demasiado lejos para que las cubriera la caza terrestre. De nuevo, los ingleses se vieron obligados a responder destinando sus preciosos Beaufighter y Mosquito —sus mejores aviones de largo alcance— para escoltar a los mercantes en las últimas millas de sus viajes.



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