Crisis. El Visitante, tercera parte
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Aun así el almirante Marshall insistía en que no era suficiente. Si queríamos ganar la guerra Gran Bretaña debía ser derrotada en el mar. Los submarinos podrían llevar al país a la parálisis, incluso causar una hambruna, pero llevaría demasiado tiempo y no se podía descartar una intervención norteamericana. Sin embargo, una derrota británica en el mar les resultaría calamitosa. No solo porque los grandes convoyes quedarían expuestos a nuestra flota, sino por su efecto moral. A fin de cuentas Gran Bretaña seguía pensando en Trafalgar, en esa decisiva pero lejana batalla naval que había impedido que Napoleón asaltase sus costas y que a la postre llevó a Leizpig y Waterloo, las dos grandes victorias prusianas. En la guerra anterior la Royal Navy había intentado lograr otra de estas grandes victorias pero solo consiguió el fiasco de Skagerrak y dos años más de trincheras.
Ahora todo el mundo esperaba un nuevo duelo en alta mar. La flota británica seguía siendo más potente en número y en capacidad de sus unidades; solo el Bismarck y el Tirpitz los superaban uno a uno. Aparte de los tres acorazados modernos italianos, pero dos estaban siendo reparados y al tercero aun le faltaban los últimos retoques. Peor mientras que en 1939 hubiese sido impensable una batalla naval ahora, tras dos años y medio de guerra y de pérdidas, la Royal Navy ya no gozaba de superioridad abrumadora. Si conservaban la ventaja era gracias a esos portaaviones de los que nosotros carecíamos, aunque el almirante Marschall creía saber cómo combatirlos. Ahora la flota había salido al mar, con las banderas en alto, para acabar de una vez por todas con la Union Jack.
Los resultados de ese enfrentamiento se esperaban en las cancillerías europeas. Todos recordábamos como un par de minúsculos reveses en Portugal y en Irak habían llevado a que Italia tratase de negociar una paz por separado. Ese peligro seguía estando presente, pues solo era Alemania la que se jugaba su existencia en el conflicto. Los demás países siempre podían alegar que habían sido políticos traidores y descarriados los que les habían llevado al disparadero. Si nosotros perdíamos la batalla Francia podría abominar de Romier y de los demás petainistas, y sustituirlos por el traidor De Gaulle para incorporarse al carro de los vencedores. Italia seguramente buscaría una manera de mantenerse al margen conservando sus ganancias. Es decir, de lo que pasase en el mar dependía si lo que se iba a firmar en Metz sería papel mojado o si tendría algún futuro. La futura asamblea de la Unión no pasaría de ser una representación teatral si Alemania no lograba derrotar a los ingleses; si no ganábamos los diplomáticos de nuestros queridos «aliados» aplaudirían a rabiar durante la asamblea, pero al acabar se lavarían las manos y se irían a sus casas pensando en la siguiente comedia.
Así que, mientras el Gabinete preparaba la ya muy cercana cita de Metz —a la que el regente iba a asistir también pero solo como invitado de honor— todos teníamos la mente en los mastodontes de acero que a esas horas surcaban el Atlántico.
Parecerá mentira pero en esos días tan aturullados fue cuando cambió mi vida.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Se llamaba Katrin Schultheiss y verla era como sentir el sol del verano en la piel.
La conocí gracias al regente: entre mi asistencia al gabinete y los preparativos del viaje a Metz estaba tan agobiado que me sentía a punto de estallar. Lo que quedaba de mi pie me mataba de dolor, y sentía como si me oprimiesen la cabeza con un cepo. Le comenté a Von Lettow-Vorbeck que iba a necesitar un par de aspirinas para dormir, pero el hombre, fino conocedor de la naturaleza humana, se rio y me dijo que lo que de verdad necesitaba era una noche de asueto. Le di las gracias y le dije que la aprovecharía para dormir bien, pero me lo prohibió. Lo que me recetaba no eran aspirinas sino cerveza y bailes, y no pensaba admitirme a su presencia si no llegaba con una buena resaca.
Órdenes son órdenes, y aproveché que mi viejo amigo Hans estaba también en Berlín. Hans convalecía tras haber sido herido en Mesopotamia, donde el pobre había perdido el uso de la mano izquierda a causa de un morterazo británico, apenas dos días antes de la victoria. Había sido intervenido por el doctor Sauerbruch pero los nervios estaban destruidos y nunca recuperaría la movilidad por completo. Ahora la llamaba el leño y la solía meter en el bolsillo. Pero las ganas de fiesta no le abandonaron y Hans conocía cada rincón de los tugurios berlineses. Quedé en recogerle con mi coche oficial —la cercanía a su Alteza conllevaba privilegios— y la verdad es que me relajé al ver la sonrisa con la que subió al vehículo.
—¡Pero si aquí está Don Importante! —me dijo riendo—. Ya sé de sus escarceos con las altas esferas, que cualquier día le vemos de príncipe coronado. Espero que no le espante el aspecto de este pobre plebeyo que…
Hans siempre me había hecho reír y esa vez no falló. Mi amigo dejó la pantomima pero me abroncó por mi aspecto.
—Roland, me alegra verte pero no con esa facha de cadáver reanimado. Seguro que no sales del despacho ni para mear. Pero no te preocupes, que soy monárquico hasta la médula, fiel seguidor de tu mega alteza imperial y cumpliré sus órdenes a rajatabla. Tu general tiene razón: tienes un mal que solo se pasa con alcohol y amores. Vámonos ahora mismo.
Hans pidió al conductor que nos llevase al Atlantis, uno de los locales de moda. Me dijo que había quedado con su amiga del momento, una tal Lisa, que iba a llevar a una compañera. La verdad era que ansiaba la compañía femenina tras los años de milicia, pero sabía que mi pie ortopédico no iba a ser el mejor reclamo. Le dije a Hans que no iba a poder bailar y otra vez se rio.
—Vamos, Roland, no me vengas con milongas. Para bailar no se necesitan pies sino manos y un buen sitio para agarrarse. Incluso con este madero —levantó su extremidad tullida— puedo engancharme si hay donde, y te aseguro que Lisa tiene buenos asideros.
No mentía. Lisa era regordeta pero de formas exuberantes. Dentro de la cabeza tenía una especie de ciclón que le hacía moverse, hablar y reír sin perder un instante. No me cayó mal, ni mucho menos, porque tenía esa gracia natural con la que Dios bendice a algunas mujeres. Aunque la verdad es que no recuerdo ni una palabra de lo que dijo. Solo tenía ojos para Katrin.
Era esa amiga que me había dicho Hans. Cuando pasó ante mis ojos no pude saber cómo era que no atraía las miradas, los labios y los corazones de todos los que estaban en el Atlantis. No solo por su belleza; no voy a negarlo, era muy guapa. No era una morena exuberante como Lisa, a la que no podías acercarte sin riesgo de chocar con sus defensas delanteras, sino más esbelta aunque tampoco demasiado delgada. Llevaba una chaqueta de corte entre masculino y militar —era la moda de la época— y una falda plisada oscura, más larga que la de Lisa. La chaqueta no realzaba sus curvas, pero dejaba un rincón entre las solapas que atraía la vista para, desengaño de los desengaños, solo encontrar el alto escote de una púdica camiseta. Llevaba recogida la cabellera entre rubia y castaña, y casi no vestía joyas: un collar de pequeñas perlas, que supuse artificiales, una pulsera de cadenilla, y una sortija con un diminuto zafiro. Pero no necesitaba más porque tenía sus ojos. Unos ojos del color de la miel en los que yo quería zambullirme.
No sé qué le dije pues las ideas no llegaban a mis labios. Ella se rio de mi torpeza y me invitó a bailar. Le señalé mi pie mutilado pero ni lo miró, sino que tomó mis manos y las puso en mi cintura.
—No te preocupes, Roland. Solo muévete a mi ritmo.
Esa noche volé.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Hola amigos:
Temo que el pobre von Hoeslin va a entrar en el proceloso mundo de las cloacas del estado...
Hasta otra.><>
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Dios con nosotros ¿Quién contra nosotros? (Romanos 8:31)
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Janusz Piekałkiewicz: Seekrieg 1939–1945. Bechtermünz Verlag. Ausburg, 1988.
Un programa particularmente exitoso nació de manera inesperada. El mayor Petersen, que estaba al mando del grupo de reconocimiento y ataque naval KG 40 basado en Lavacolla (cerca de Santiago de Compostela), preguntó si se podía desarrollar algún tipo de torpedo de largo alcance para sus Fw 200 y D 217. Petersen argumentaba que los buques británicos raramente se arriesgaban a navegar con independencia en los accesos occidentales, sino que lo hacían en convoyes de dimensiones cada vez mayores. Esas agrupaciones de buques podrían ser excelentes objetivos para los aerotorpederos, pero los aviones disponibles (especialmente el Focke Wulf 200, derivado de un avión de pasaje civil) eran excesivamente vulnerables a las armas antiaéreas. El mayor solicitaba que se desarrollase algún tipo de torpedo que se pudiese lanzar desde fuera del anillo de escoltas, es decir, que tuviera un alcance de al menos diez mil metros. La propuesta fue rechazada como imposible dado el pobre desempeño de los torpedos aéreos de la Luftwaffe. Pero poco después Petersen fue ascendido a coronel y trasladado al departamento de desarrollo de armas del Reichsluftfahrtministerium (RLM), donde se propuso desarrollar el arma que poco antes había solicitado.
Los torpedos que tenía la Luftwaffe, por desgracia, estaban muy lejos de lo que demandaba. Eran poco fiables, frágiles, relativamente lentos, y con alcance reducido; Alemania era de las potencias en conflicto la que contaba con los peores torpedos de lanzamiento aéreo. Según los técnicos, para conseguir el rendimiento necesario se requeriría el empleo de nuevas tecnologías y necesitarían al menos tres años. Sin embargo, Petersen cuestionó tales plazos, aduciendo que la marina ya tenía torpedos de muy largo alcance. Aun así le respondieron que sería imposible meter tales ingenios en un avión: el G7a pesaba tonelada y media (el doble que los F5 de la Luftwaffe) y medía siete metros.
Pero Petersen no estaba solicitando un arma para monomotores sino para aviones de gran tamaño, en el que el problema no era tanto el peso del torpedo sino sus dimensiones. También indicó que era insensato desarrollar un arma nueva, con el consiguiente retraso amén del riesgo tecnológico, cuando los torpedos de la Kriegsmarine ya cumplían las especificaciones solicitadas. El coronel encargó que se desarrollase una versión acortada de lanzamiento aéreo del torpedo G7a propulsado por vapor, que era más barato y tenía mayor alcance que el eléctrico G7e. La manera más sencilla de lograrlo fue aumentar el diámetro, aprovechando que al ser un arma de lanzamiento aéreo no había limitaciones en tal sentido. El torpedo H3a (o LT 10) tenía 60 cm de diámetro, 5,5 m de longitud y pesaba 1.200 kg. Se podía acomodar encastrado en la panza de bombarderos Do 217 modificados (Do 217 E-7) o en la bodega de los Junkers Ju 189. También podía ser transportado en un anclaje bajo el fuselaje en los Fw 200, junto a la bodega de bombas, aunque requería reforzar la estructura. Por desgracia, los modelos iniciales apenas lograban un alcance de 12.000 m a 20 nudos, en el límite de lo que Petersen buscaba. Para lograr mayor alcance se desarrolló una versión que empleaba oxígeno en lugar de aire comprimido. En su día tal posibilidad había sido desechada por la Kriegsmarine por considerar muy peligroso el manejo de oxígeno líquido en sus buques, pero se juzgó que podría hacerse con seguridad en las bases terrestres. La colaboración japonesa fue muy útil pues habían desarrollado un torpedo de este tipo en los años treinta; por ejemplo, sugirieron que el empleo de un tanque secundario con aire comprimido, que se empleaba para arrancar el motor, disminuía el riesgo de explosión. Con estos cambios el torpedo H3d lograba un alcance de 20.000 m a 25 nudos, y tenía la ventaja adicional de dejar menos estela que los de aire comprimido.
En enero de 1942 se emplearon los primeros ejemplares contra convoyes británicos en los accesos occidentales. Los primeros H3a eran frágiles y tenían que dejarse caer a baja velocidad y pocos metros de altura, pero como los lanzamientos se realizaban desde grandes distancias los aviones no se exponían a las defensas antiaéreas. Inicialmente se lograron pocos éxitos pues los torpedos eran lentos y relativamente fáciles de evitar. Los H3d sin estela resultaron más efectivos, y la letalidad aumentó cuando poco tiempo después se empleó una variante más efectiva, el H3d-Fa (o LT-10/FaT). Este torpedo tenía un dispositivo electromecánico que permitía establecer patrones preprogramados de búsqueda. Se hacía mediante un carrete con una cinta metálica en la que se practicaban perforaciones con un punzón. Luego el carrete se insertaba en el torpedo; en las versiones terrestres se hacía en las bases, pero un sistema similar incorporado a los G7a permitió hacerlo en los submarinos poco antes del lanzamiento. Un mecanismo de relojería hacía avanzar la cinta, y una célula fotoeléctrica leía las perforaciones. Así se lograba que tras determinada distancia el torpedo describiese zigzags o patrones circulares, que al ser variables no se podían predecir. Aun así la tasa de impactos siguió siendo pequeña y no superaba el 20%. Con frecuencia se emplearon en coordinación con bombarderos de alta cota Ju 189; aunque la efectividad de los bombarderos era muy pequeña (la media era de 1,3 barcos alcanzados en cada ataque) se conseguía desorganizar los convoyes haciéndolos vulnerables a bombarderos de baja cota; también fueron frecuentes las colisiones entre mercantes.
En junio de 1942 surgió una variante aun más letal, que combinaba el mecanismo Fa con una espoleta magnética que hacía que los torpedos estallasen bajo las quillas causando daños mucho mayores, y que incorporando un dispositivo acústico que hacía que el torpedo fuese atraído por la cavitación de las hélices. Con ellos la tasa de impactos aumentó al 40%, y no bajó del 30% ni cuando los aliados pasaron a usar dispositivos generadores de ruido, ya que cuando el torpedo perdía su blanco volvía a actuar el mecanismo Fa para buscar un nuevo objetivo. Cuando el Pacto desplegó aviones Ju 189 equipados con radiotelémetro que atacaban de noche, la proporción de torpedos que alcanzaban sus blancos volvió a incrementarse hasta el 40%. Estos ataques eran muy temidos no solo por las pérdidas que causaban sino porque se podían producir en cualquier momento del día o de la noche. El despliegue de cazas de largo alcance primero y luego de portaaviones de escolta consiguió disminuir el riesgo durante las horas de luz, pero no pudo impedir los ataques nocturnos.
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El mísero salario que recibía Fricis apenas le daba para comer y no podía desperdiciarlo en lujos como los periódicos, pero había llegado a un acuerdo con un compañero que a cambio de unas perras le dejaba ojearlo en el rato de la comida. Los demás se reían de que alguien que apenas chapurreaba el alemán mostrase tal inquietud, pero Fricis respondía que así aprendía además del alemán hablado el escrito.
Fricis, es decir, Savely, aparentaba interesarse por las noticias que hablaban casi exclusivamente de las victorias en la guerra, de las excelentes relaciones con los aliados, sobre todo con Francia, y de las glorias militares de un tal Von Lettow-Vorbeck que según la prensa había sido el protagonista de la mayor epopeya africana de todos los tiempos. Pero lo que realmente le interesaban eran los anuncios por palabra. Un día encontró uno que decía que una viuda de guerra vendía muebles. Savely se fijó en la dirección y memorizó las palabras que salían en quinta y décima posición; como la quinta era un artículo tuvo en cuenta la sexta.
Una vez en casa buscó el librito que faltaba en pocas casas alemanas.
—Fricis ¿qué haces mirando esa colección de paparruchas? —le dijo Annelie al ver que tenía el Mein Kampf en la mano.
—Mujer yo quiera saber pensáis que los alemanes.
—Pues no te equivoques que pocos berlineses se creen esa basura —no en vano la ciudad tenía fama de roja.
Savely calló; se había descontado y tenía que volver a empezar. Volvió a multiplicar mentalmente la longitud de la palabra con una serie de números que recordaba, y fue contando las palabras del tercer capítulo hasta encontrar la que buscaba. Repitió la operación dos veces para asegurarse. Luego acudió a sus recuerdos: «nicht» era la clave que indicaba que se iba a producir una entrega en dos días. Repitió la operación con la otra palabra, esta vez en el capítulo séptimo, encontrando «bei»; indicaba uno de los lugares que había memorizado. A la mañana siguiente madrugó y en el lugar marcó la pared con una tiza. Al día siguiente volvió y fue a buscar el rincón. A esas tempranas horas la calle estaba llena de gente que iba y venía al trabajo; Savely procuró parecer uno de ellos. Andaba cansinamente y cojeando pues la piedra que había introducido en la bota le impedía apoyar el pie sin sentir dolor. Así consiguió que un par de policías con los que se cruzó no le dirigiesen ni una segunda mirada: debía tratarse de un inválido más de los muchos que producía la guerra.
Pasó por el margen de un parque y de reojo comprobó que tras un banco situado a cierta distancia parecía haber un paquete. Ni se detuvo y no se le pasó por la cabeza aproximarse. Siguió su paseo, pero cuando estuvo a unas manzanas de distancia buscó un arrapiezo y le enseñó una moneda.
—¿Que es lo que desea, señoría?— le dijo el crío con gran ceremonia. Savely no se engañó por la fingida educación, ya que si el niño estaba en la calle y no en la escuela no sería por su buen comportamiento.
—Chaval, me he dejado un paquete en el banco y la pierna me duele horrores. Te doy diez pfenning si me lo traes.
—Veinte.
—Quince. Cinco ahora y otros diez cuando me lo des.
—En un momento estaré aquí, señoría —dijo el crío tras aceptar la moneda.
En cuanto el muchacho salió corriendo Savely se apartó y se mantuvo a distancia, empleando el reflejo de un escaparate para vigilar al chaval. No pudo ver como el arrapiezo recogía el bulto, pero sí que volvía con el atado sin que nadie le molestase, y cómo miraba extrañado al ver que Savely se había ido. Lo buscó con la vista un par de veces y al no encontrarlo se decidió a abrir el envoltorio, encontrando una botella. Se fue más contento que unas pascuas, mientras Savely comprobaba que nadie lo siguiese.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Capítulo 25
Los buenos guerreros buscan la efectividad en la batalla a partir de la fuerza del ímpetu (percepción) y no dependen sólo de la fuerza de sus soldados. Son capaces de escoger a la mejor gente, desplegarlos adecuadamente y dejar que la fuerza del ímpetu logre sus objetivos.
Sun Tzu. El arte de la guerra.
Me dice el Lori que no me entretenga y que vaya al grano, pero va a tener que aguantarse, que veo a la parroquia con ganas de conocer las andanzas del Gajuchi. Estaba diciendo que nos habían sumado al segundo grupo antisubmarino con el capitán Freire al frente. Sobrará que le diga que Freire parecía un sabueso olfateando submarinos, y les organizaba unas emboscadas que ni Aníbal en sus años mozos. Pero como las excelencias de Freire tenían que contagiarse a la plebe, hicimos un par de prácticas frente a Melilla para ensayar sus tácticas. Aprovechando una recalada trajeron unas radios muy parecidas a las de los aviones: eran equipos pequeñitos que en vez de tener esas válvulas de vacío que parecían bombillas llevaban unas nuevas que eran como grajeas. Las había inventado un teutón, el profesor Lilapon, Lalialgo o como se diga. Ahora las llaman Lilivén, y ya veo que le suenan. Con esos cacharritos se hablaba como por teléfono, y por lo visto no era nada fácil detectarlos. Solo tenían unas pocas millas de alcance, pero sobraban para lo que necesitábamos.
La guerra no se detenía por nadie y en seguida nos reclamó. Esta vez teníamos que abrir paso al almirante Ciliax, que salía con la combinada rumbo hacia no se sabía dónde pero luego que se supo que a Freetown para montar un zipizape. El alemán, con mejor criterio que el italiano Iachino, prefirió seguir el seguro corredor andaluz hasta Cádiz antes de adentrarse en alta mar. Los antisubmarinos nos adelantamos por si las moscas, que durante la guerra tienen la manía de picar. Mientras los dragaminas repasaban por enésima vez la ruta costera, tres grupos de escolta (los del Júpiter, el Vulcano y el Tritón) barrimos las aguas más profundas entre Tarifa y la tacita de plata. Fue ante su preciosa bahía, que tantos recuerdos me traía, donde tuvimos el primer contacto con un submarino britano.
Caía ya la noche mientras miraba esa costa baja que tanto conocía. El oscurecimiento hacía los pueblos invisibles, y hasta las farolas estaban apagadas, aunque estaba previsto que se iluminasen mientras pasaba la flota. Motivo más que suficiente para ahuyentar mirones con torpedos y malas ideas. A esas horas los aviones de reconocimiento ingleses ya estarían de vuelta hacia su nidito, pero era el momento de sus sumergibles. Aunque Condor y Dornier habían explorado esas aguas sin encontrar nada, ya se sabe que los submarinos son como las cucarachas, que salen de noche para cometer sus fechorías. Aprovechando para cargar las baterías y ventilar un poco el barco, que con tanta gente metida en un tubo estrecho acaba hediendo a humanidad.
El Gajuchi digo Motril, a ver si me quito la mala costumbre, navegaba por la aleta de estribor del Vulcano, a unas dos mil yardas, aunque sin mantener un rumbo fijo para no ser blanco fácil. En estas el tercero, que estaba a cargo de la radio y del retemé, se llegó con un aviso.
—Mi comandante, el Vulcano comunica que tiene un contacto en el retemé, a siete mil metros, una cuarta a babor. Ordena que formemos una línea de barrido. Nuestro retemé aun no ha detectado nada.
El amigo estaba justo al lado contrario al nuestro. Por eso no lo habíamos captado aun. Igual daba, pues ya estaba prevista la maniobra para estos casos. Ordené zafarrancho de combate y pedí más revoluciones para ponerme a la par del Vulcano. El Noya, que estaba en el extremo de estribor, hizo lo mismo, mientras que a babor el Mahón y el Somorrostro reducían su andar. Así la formación quedó orientada hacia el contacto, que podía ser cualquier cosa, desde un bote de pesca hasta un sumergible propio. Ambas posibilidades eran improbables porque la navegación en esas aguas estaba muy restringida y siempre siguiendo rutas y horarios muy estrictos; pero quien no haya cometido un error de navegación que tire la primera piedra —el Lori es muy creativo con el sextante, se lo digo por si todavía no lo sabe— y los pescadores van a lo suyo. Igual algún sanluqueño pensaba que por donde no pasan pescadores hay más peces, y si en vez de pescados encuentra minas, pues que de algo hay que morir y que lo que no mata engorda.
La formación varió su rumbo y una vez aproada al contacto aumentó su andar, aunque sin pasar de los catorce nudos para no levantar una onda de cabeza visible. Al mismo tiempo se cubrieron las piezas de artillería para intentar darle un tiento al bicho —suponiendo que fuese bicho o bicha— antes de que se sumergiese. Nada más variar el rumbo apareció un punto en la pantalla de retemé, y ordené que se informase al Vulcano para confirmar el contacto. La distancia fue cayendo mientras con los artilleros esperando tensos junto a sus piezas, pero cuando estábamos a cuatro mil metros algún tipo del submarino debió vernos, no sé si a ojo —vaya vista, que Santa Lucia se la conserve— o porque también tenían un aparatejo electrónico de esos. Los britanos, siempre tan raros, en lugar de radiotelémetro o de retemé como la gente civilizada, lo llamaban radar. Inmediatamente el Vulcano abrió fuego con su cañón de proa; no un proyectil normal, sino un iluminante que reveló entre las aguas negras una forma aun más oscura con la torre característica de los submarinos ingleses. Era de grandes dimensiones, parecido a los grandes sumergibles italianos. El enemigo nos dio la popa e intentó escapar en superficie. Ya le veo otra vez con cara rara ¿qué piensa, que los submarinos se sumergen como quien no quiere la cosa? Pues no, porque cuando van bajo la superficie dependen de las baterías y a esas alturas, habiendo pasado todo el día entre dos aguas, no andarían demasiado boyantes. Los sumergibles ingleses no es que fuesen galgos, pero de nuestro grupo tampoco se podía decir lo mismo y aunque mi Gajuchi daba dieciocho nudos el Somorrostro, que tenía una cafetera de triple expansión, apenas llegaba a los dieciséis y gracias.
El Vulcano viró a babor y con su proyector iluminó al intruso. Táctica peligrosa que revelaba su posición —como saben los espectros del almirante Vierna y los camaradas del Baleares— pero que abría campo de fuego para el cañón de popa y los antiaéreos. Los cañoneros también viramos —a saber si el britano nos había tirado algún torpedo— antes de unirnos al concierto, y el agua alrededor del submarino se llenó de piques. Malo para la puntería, porque no había manera de corregir el tiro, pero impresionante para los submarinistas, que no podían responder al fuego pues su cañón estaba a proa, igual que la mayoría de sus tubos lanzatorpedos. Aunque el submarino era veloz y la distancia empezaba a aumentar, debimos tocar al submarino o al menos algún pepino le pasó rozando, porque el comandante inglés ordenó la inmersión. Debió pensar que no podría evitar un impacto fatal antes de aumentar las distancias, pero sumergido era como lo queríamos.
El capitán Freire ordenó cambiar el dispositivo en cuanto vio que el casco del submarino inglés se deslizaba bajo las olas. El Somorrostro y el Mahón se lanzarían contra el intruso, aunque con cuidado de no comerse un torpedo. El Noya y mi Motril se tuvieron que situar por la popa del Vulcano, el Noya a estribor y nosotros a babor tras cruzar su popa —nunca cruces por la proa de un buque, aunque parezca parado, salvo que quieras ir a visitar al de los seis dedos; esas cosas dejémoslas para el Lori—. El capitán Freire dirigió el Vulcano hacia el sur: su idea era que si el enemigo se libraba de la primera pasada trataría de escapar hacia aguas abiertas y no hacia el norte, donde había bajos fondos y minas. Si lo intentaba, el Vulcano le finiquitaría y, si fallaba, pues alguno de nosotros.
Ni el Quesito ni el Chapela —ya sabe, el Mahón y el Somorrostro— consiguieron un contacto con su sonotelémetro y pasaron de largo sin malgastar explosivos; pero para Freire, que sabía hasta quién era aquel legionario, leer las ideas del britano era pan comido y había situado al Primeraco, digo al Noya, en el mejor lugar. Lo mandaba el teniente López, un tío con tanta suerte que le encargaremos que compre la lotería para las próximas navidades. El tío detectó al inglés, avisó al Vulcano y empezó a lanzar cargas. Pocos minutos después el Mahón y el Somorrostro batieron la zona, pero no encontraron nada.
Posibilidades había muchas. Una, que el Noya lo hubiese hundido a la primera; pudiera ser pero éramos mayorcitos y ya no creíamos en los Reyes Magos. Otra, que el britano estuviese escapando en inmersión. Tampoco podía descartarse que se hubiese quedado apoyado en el fondo esperando que nos aburriésemos. Todo estaba previsto y llevábamos preparada la receta: el Mahón paró sus máquinas —aunque manteniendo la presión en las calderas— y se puso a la escucha. El resto de la flotilla siguió batiendo las aguas con sus sonotelémetros: primero hacia el sur, pero al no encontrar nada, fue el Somorrostro el que se quedó a la espera. Luego fuimos al este, y fue mi turno el de hacer de boya espía. El Vulcano y el Noya volvieron al este. Nadie detectó nada, pero eso quería decir, casi con seguridad, que nuestro enemigo seguía bajo las aguas.
Faltaban dos horas para el amanecer cuando la flota combinada, oportunamente advertida, pasó muy al oeste de donde estábamos. Mi retemé los detectó y avisé al Vulcano. Luego, otra vez a esperar.
—Mi comandante, el Quesito digo el Mahón avisa de un posible contacto dirigiéndose hacia el este.
Parecía que el comandante enemigo había querido engañarnos yendo hacia Gibraltar, la ruta más improbable. Pero era lo que esperaba Freire con su sexto sentido. El Vulcano y el Noya se pusieron en marcha y encendieron los sonotelémetros. El inglés debió darse un susto de aúpa y las cargas debieron sacudirlo a base de bien. Pero de nuevo se perdió el contacto. Otra vez a esperar. Hasta el amanecer, cuando se nos unió un Dornier alemán de reconocimiento.
—Mensaje del Dornier. Ve una mancha de aceite a dos mil metros al oeste de nuestra posición.
Tal vez habíamos tenido suerte y uno de los ataques había dañado al enemigo, que estaría dejando escapar una delatora estela de fuel. Con todo, Freire me ordenó mantener mi posición mientras enviaba a investigar la mancha al Somorrostro y al Mahón, que estaban más alejados. Magnífico, nos íbamos a quedar parados con una bicha cerca, que no es bueno para la salud del alma y menos para la del cuerpo. Reforcé los vigías con los artilleros y ordené más revoluciones del motor aunque desembragué la hélice. No era bueno para la máquina, pero más sufriría si nos torpedeaban. Me preparaba para otra espera cuando primero el hidrofonista y luego un serviola me gritaron.
—Mi comandante, hélices rápidas —dijo uno. El otro, con menos ceremonia, pegó un berrido— ¡Muchos torpedos por babor!
—¡Todo avante! ¡Caña a babor!
En Motril se comportó y casi dio un salto en el agua, mientras se movía apartándose de la trayectoria de los torpedos, que fallaron por más de cien metros. Me preparaba para cargar pero el Vulcano me negó el permiso, pues navegaría de vuelta encontrada con ellos. Se encargarían el minador y el Noya, que ya se tiraban sobre el inglés como un tren expreso. Debieron detectarlo porque lanzaron una decena de cargas cada uno. Apenas se habían derrumbado los piques y los dos barcos se volvían, cuando el mismo serviola que había visto los torpedos —al que no pensaba castigar, pues prefiero buena vista a educación— dio otro grito.
—¡Está saliendo a la superficie!
El submarino emergió a apenas a quinientos metros del Noya. En el Primeraco tenían buenos reflejos y apenas asomaba la torre cuando los del Noya ya estaban barriéndola con cañón y ametralladoras. Los ingleses trataron de cubrir su propio cañón, pues valor no les faltaba, pero un proyectil del diez y medio los vaporizó junto con la pieza y parte de la torre. Luego el Vulcano se sumó con su potente artillería y los ingleses empezaron a saltar al agua. Solo entonces cesó el fuego. El Noya se acercó a recuperar a los náufragos del sumergible, del que apenas asomaba la popa: solo treinta de los sesenta y un tripulantes del que resultó ser el Parthian pudieron ser rescatados.
Volvíamos hacia Cádiz para reponer nuestras municiones cuando el Noya se anotó otro éxito: estábamos acercándonos al canal de entrada cuando uno de sus serviolas creyó ver una estela. No necesitaron más indicios ni el teniente Don José López —el tío tenía una pinta de almirantable que se caía— ni el capitán Freire. El Noya se lanzó a investigar el contacto, y al momento empezó a tirar cargas. Entonces se produjo una gran explosión submarina y todo tipo de restos salieron a la superficie: se trataba del gran submarino minador HMS Clyde. Con dos victorias y más chulos que un ocho amarramos en la Carraca.
Los buenos guerreros buscan la efectividad en la batalla a partir de la fuerza del ímpetu (percepción) y no dependen sólo de la fuerza de sus soldados. Son capaces de escoger a la mejor gente, desplegarlos adecuadamente y dejar que la fuerza del ímpetu logre sus objetivos.
Sun Tzu. El arte de la guerra.
Me dice el Lori que no me entretenga y que vaya al grano, pero va a tener que aguantarse, que veo a la parroquia con ganas de conocer las andanzas del Gajuchi. Estaba diciendo que nos habían sumado al segundo grupo antisubmarino con el capitán Freire al frente. Sobrará que le diga que Freire parecía un sabueso olfateando submarinos, y les organizaba unas emboscadas que ni Aníbal en sus años mozos. Pero como las excelencias de Freire tenían que contagiarse a la plebe, hicimos un par de prácticas frente a Melilla para ensayar sus tácticas. Aprovechando una recalada trajeron unas radios muy parecidas a las de los aviones: eran equipos pequeñitos que en vez de tener esas válvulas de vacío que parecían bombillas llevaban unas nuevas que eran como grajeas. Las había inventado un teutón, el profesor Lilapon, Lalialgo o como se diga. Ahora las llaman Lilivén, y ya veo que le suenan. Con esos cacharritos se hablaba como por teléfono, y por lo visto no era nada fácil detectarlos. Solo tenían unas pocas millas de alcance, pero sobraban para lo que necesitábamos.
La guerra no se detenía por nadie y en seguida nos reclamó. Esta vez teníamos que abrir paso al almirante Ciliax, que salía con la combinada rumbo hacia no se sabía dónde pero luego que se supo que a Freetown para montar un zipizape. El alemán, con mejor criterio que el italiano Iachino, prefirió seguir el seguro corredor andaluz hasta Cádiz antes de adentrarse en alta mar. Los antisubmarinos nos adelantamos por si las moscas, que durante la guerra tienen la manía de picar. Mientras los dragaminas repasaban por enésima vez la ruta costera, tres grupos de escolta (los del Júpiter, el Vulcano y el Tritón) barrimos las aguas más profundas entre Tarifa y la tacita de plata. Fue ante su preciosa bahía, que tantos recuerdos me traía, donde tuvimos el primer contacto con un submarino britano.
Caía ya la noche mientras miraba esa costa baja que tanto conocía. El oscurecimiento hacía los pueblos invisibles, y hasta las farolas estaban apagadas, aunque estaba previsto que se iluminasen mientras pasaba la flota. Motivo más que suficiente para ahuyentar mirones con torpedos y malas ideas. A esas horas los aviones de reconocimiento ingleses ya estarían de vuelta hacia su nidito, pero era el momento de sus sumergibles. Aunque Condor y Dornier habían explorado esas aguas sin encontrar nada, ya se sabe que los submarinos son como las cucarachas, que salen de noche para cometer sus fechorías. Aprovechando para cargar las baterías y ventilar un poco el barco, que con tanta gente metida en un tubo estrecho acaba hediendo a humanidad.
El Gajuchi digo Motril, a ver si me quito la mala costumbre, navegaba por la aleta de estribor del Vulcano, a unas dos mil yardas, aunque sin mantener un rumbo fijo para no ser blanco fácil. En estas el tercero, que estaba a cargo de la radio y del retemé, se llegó con un aviso.
—Mi comandante, el Vulcano comunica que tiene un contacto en el retemé, a siete mil metros, una cuarta a babor. Ordena que formemos una línea de barrido. Nuestro retemé aun no ha detectado nada.
El amigo estaba justo al lado contrario al nuestro. Por eso no lo habíamos captado aun. Igual daba, pues ya estaba prevista la maniobra para estos casos. Ordené zafarrancho de combate y pedí más revoluciones para ponerme a la par del Vulcano. El Noya, que estaba en el extremo de estribor, hizo lo mismo, mientras que a babor el Mahón y el Somorrostro reducían su andar. Así la formación quedó orientada hacia el contacto, que podía ser cualquier cosa, desde un bote de pesca hasta un sumergible propio. Ambas posibilidades eran improbables porque la navegación en esas aguas estaba muy restringida y siempre siguiendo rutas y horarios muy estrictos; pero quien no haya cometido un error de navegación que tire la primera piedra —el Lori es muy creativo con el sextante, se lo digo por si todavía no lo sabe— y los pescadores van a lo suyo. Igual algún sanluqueño pensaba que por donde no pasan pescadores hay más peces, y si en vez de pescados encuentra minas, pues que de algo hay que morir y que lo que no mata engorda.
La formación varió su rumbo y una vez aproada al contacto aumentó su andar, aunque sin pasar de los catorce nudos para no levantar una onda de cabeza visible. Al mismo tiempo se cubrieron las piezas de artillería para intentar darle un tiento al bicho —suponiendo que fuese bicho o bicha— antes de que se sumergiese. Nada más variar el rumbo apareció un punto en la pantalla de retemé, y ordené que se informase al Vulcano para confirmar el contacto. La distancia fue cayendo mientras con los artilleros esperando tensos junto a sus piezas, pero cuando estábamos a cuatro mil metros algún tipo del submarino debió vernos, no sé si a ojo —vaya vista, que Santa Lucia se la conserve— o porque también tenían un aparatejo electrónico de esos. Los britanos, siempre tan raros, en lugar de radiotelémetro o de retemé como la gente civilizada, lo llamaban radar. Inmediatamente el Vulcano abrió fuego con su cañón de proa; no un proyectil normal, sino un iluminante que reveló entre las aguas negras una forma aun más oscura con la torre característica de los submarinos ingleses. Era de grandes dimensiones, parecido a los grandes sumergibles italianos. El enemigo nos dio la popa e intentó escapar en superficie. Ya le veo otra vez con cara rara ¿qué piensa, que los submarinos se sumergen como quien no quiere la cosa? Pues no, porque cuando van bajo la superficie dependen de las baterías y a esas alturas, habiendo pasado todo el día entre dos aguas, no andarían demasiado boyantes. Los sumergibles ingleses no es que fuesen galgos, pero de nuestro grupo tampoco se podía decir lo mismo y aunque mi Gajuchi daba dieciocho nudos el Somorrostro, que tenía una cafetera de triple expansión, apenas llegaba a los dieciséis y gracias.
El Vulcano viró a babor y con su proyector iluminó al intruso. Táctica peligrosa que revelaba su posición —como saben los espectros del almirante Vierna y los camaradas del Baleares— pero que abría campo de fuego para el cañón de popa y los antiaéreos. Los cañoneros también viramos —a saber si el britano nos había tirado algún torpedo— antes de unirnos al concierto, y el agua alrededor del submarino se llenó de piques. Malo para la puntería, porque no había manera de corregir el tiro, pero impresionante para los submarinistas, que no podían responder al fuego pues su cañón estaba a proa, igual que la mayoría de sus tubos lanzatorpedos. Aunque el submarino era veloz y la distancia empezaba a aumentar, debimos tocar al submarino o al menos algún pepino le pasó rozando, porque el comandante inglés ordenó la inmersión. Debió pensar que no podría evitar un impacto fatal antes de aumentar las distancias, pero sumergido era como lo queríamos.
El capitán Freire ordenó cambiar el dispositivo en cuanto vio que el casco del submarino inglés se deslizaba bajo las olas. El Somorrostro y el Mahón se lanzarían contra el intruso, aunque con cuidado de no comerse un torpedo. El Noya y mi Motril se tuvieron que situar por la popa del Vulcano, el Noya a estribor y nosotros a babor tras cruzar su popa —nunca cruces por la proa de un buque, aunque parezca parado, salvo que quieras ir a visitar al de los seis dedos; esas cosas dejémoslas para el Lori—. El capitán Freire dirigió el Vulcano hacia el sur: su idea era que si el enemigo se libraba de la primera pasada trataría de escapar hacia aguas abiertas y no hacia el norte, donde había bajos fondos y minas. Si lo intentaba, el Vulcano le finiquitaría y, si fallaba, pues alguno de nosotros.
Ni el Quesito ni el Chapela —ya sabe, el Mahón y el Somorrostro— consiguieron un contacto con su sonotelémetro y pasaron de largo sin malgastar explosivos; pero para Freire, que sabía hasta quién era aquel legionario, leer las ideas del britano era pan comido y había situado al Primeraco, digo al Noya, en el mejor lugar. Lo mandaba el teniente López, un tío con tanta suerte que le encargaremos que compre la lotería para las próximas navidades. El tío detectó al inglés, avisó al Vulcano y empezó a lanzar cargas. Pocos minutos después el Mahón y el Somorrostro batieron la zona, pero no encontraron nada.
Posibilidades había muchas. Una, que el Noya lo hubiese hundido a la primera; pudiera ser pero éramos mayorcitos y ya no creíamos en los Reyes Magos. Otra, que el britano estuviese escapando en inmersión. Tampoco podía descartarse que se hubiese quedado apoyado en el fondo esperando que nos aburriésemos. Todo estaba previsto y llevábamos preparada la receta: el Mahón paró sus máquinas —aunque manteniendo la presión en las calderas— y se puso a la escucha. El resto de la flotilla siguió batiendo las aguas con sus sonotelémetros: primero hacia el sur, pero al no encontrar nada, fue el Somorrostro el que se quedó a la espera. Luego fuimos al este, y fue mi turno el de hacer de boya espía. El Vulcano y el Noya volvieron al este. Nadie detectó nada, pero eso quería decir, casi con seguridad, que nuestro enemigo seguía bajo las aguas.
Faltaban dos horas para el amanecer cuando la flota combinada, oportunamente advertida, pasó muy al oeste de donde estábamos. Mi retemé los detectó y avisé al Vulcano. Luego, otra vez a esperar.
—Mi comandante, el Quesito digo el Mahón avisa de un posible contacto dirigiéndose hacia el este.
Parecía que el comandante enemigo había querido engañarnos yendo hacia Gibraltar, la ruta más improbable. Pero era lo que esperaba Freire con su sexto sentido. El Vulcano y el Noya se pusieron en marcha y encendieron los sonotelémetros. El inglés debió darse un susto de aúpa y las cargas debieron sacudirlo a base de bien. Pero de nuevo se perdió el contacto. Otra vez a esperar. Hasta el amanecer, cuando se nos unió un Dornier alemán de reconocimiento.
—Mensaje del Dornier. Ve una mancha de aceite a dos mil metros al oeste de nuestra posición.
Tal vez habíamos tenido suerte y uno de los ataques había dañado al enemigo, que estaría dejando escapar una delatora estela de fuel. Con todo, Freire me ordenó mantener mi posición mientras enviaba a investigar la mancha al Somorrostro y al Mahón, que estaban más alejados. Magnífico, nos íbamos a quedar parados con una bicha cerca, que no es bueno para la salud del alma y menos para la del cuerpo. Reforcé los vigías con los artilleros y ordené más revoluciones del motor aunque desembragué la hélice. No era bueno para la máquina, pero más sufriría si nos torpedeaban. Me preparaba para otra espera cuando primero el hidrofonista y luego un serviola me gritaron.
—Mi comandante, hélices rápidas —dijo uno. El otro, con menos ceremonia, pegó un berrido— ¡Muchos torpedos por babor!
—¡Todo avante! ¡Caña a babor!
En Motril se comportó y casi dio un salto en el agua, mientras se movía apartándose de la trayectoria de los torpedos, que fallaron por más de cien metros. Me preparaba para cargar pero el Vulcano me negó el permiso, pues navegaría de vuelta encontrada con ellos. Se encargarían el minador y el Noya, que ya se tiraban sobre el inglés como un tren expreso. Debieron detectarlo porque lanzaron una decena de cargas cada uno. Apenas se habían derrumbado los piques y los dos barcos se volvían, cuando el mismo serviola que había visto los torpedos —al que no pensaba castigar, pues prefiero buena vista a educación— dio otro grito.
—¡Está saliendo a la superficie!
El submarino emergió a apenas a quinientos metros del Noya. En el Primeraco tenían buenos reflejos y apenas asomaba la torre cuando los del Noya ya estaban barriéndola con cañón y ametralladoras. Los ingleses trataron de cubrir su propio cañón, pues valor no les faltaba, pero un proyectil del diez y medio los vaporizó junto con la pieza y parte de la torre. Luego el Vulcano se sumó con su potente artillería y los ingleses empezaron a saltar al agua. Solo entonces cesó el fuego. El Noya se acercó a recuperar a los náufragos del sumergible, del que apenas asomaba la popa: solo treinta de los sesenta y un tripulantes del que resultó ser el Parthian pudieron ser rescatados.
Volvíamos hacia Cádiz para reponer nuestras municiones cuando el Noya se anotó otro éxito: estábamos acercándonos al canal de entrada cuando uno de sus serviolas creyó ver una estela. No necesitaron más indicios ni el teniente Don José López —el tío tenía una pinta de almirantable que se caía— ni el capitán Freire. El Noya se lanzó a investigar el contacto, y al momento empezó a tirar cargas. Entonces se produjo una gran explosión submarina y todo tipo de restos salieron a la superficie: se trataba del gran submarino minador HMS Clyde. Con dos victorias y más chulos que un ocho amarramos en la Carraca.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
El ahora mayor Parpagnoli todavía se extrañaba de las vueltas que daba la vida. Había hecho su carrera en los alpini, las tropas de montaña italianas, pero el destino le había llevado al agua salada. La tercera división Julia había sido creada como unidad de alpini, los soldados italianos especializados en la guerra de montaña. Pero su equipo ligero, que podía ser llevado a brazo o mediante vehículos pequeños —o con mulas, pero no era el caso— resultaba ideal para las operaciones anfibias. Parpagnoli no había pegado ni un tiro en los Alpes, pero ya era un veterano de Como, Malta y Creta. Había acabado por resignarse a pasar el resto de la guerra arrastrándose por la arena mojada de las playas.
Habían llegado a Creta en lancha pero se irían en barcos de lujo. En la bahía de Suda, el gran puerto natural del norte de Creta, se habían reunido varios de los buques de pasaje que en tiempos más felices cubrían las rutas transatlánticas. Los mastodontes de los mares, con nombres tan evocadores como Duilio, Saturnia o Victoria, habían sido convertidos en transportes de tropas. Destacaban dos gigantes: el Rex y el Comte de Savoia. Tan grandes y valiosos solo ahora que el Mediterráneo se había convertido en un lago del Pacto se habían incorporado a la milicia. Habían entrado en puerto para que se les retirase la ornamentación que los había hecho célebres, y sus antes lujosos camarotes estaban ahora abarrotados con literas metálicas: donde antes disfrutaba una pareja rica ahora se amontonaba un pelotón. Los botes habían sido sustituidos por pequeñas lanchas de motor, y decenas de balsas de corcho atestaban las cubiertas, para intentar dar alguna esperanza si el barco sufría las iras del enemigo. Ni con ellas sería fácil escapar en caso de desastre, porque cada buque podía llevar en cada viaje ocho mil soldados, y más si el viaje era corto. Con esa carga partían de Génova o Nápoles con destino a Haifa y Alejandría, para volver con heridos o soldados de permiso.
Ahora iban a efectuar una misión en la que se expondrían al enemigo por primera vez. Los soldados accedieron a los grandes buques en lanchones, se aglomeraron en las cabinas —Parpagnoli compartía con otros jefes un camarote en una cubierta alta, que al menos podía ventilarse— y tras los dos días que duró el embarque, los buques zarparon y se perdieron en el Mediterráneo, siguiendo una ruta que les alejó de costas e islotes. El valiosísimo convoy era escoltado por dos cruceros y seis destructores: aunque en teoría no hubiese peligro, en los estrechos podían quedar minas que aun no hubiesen sido dragadas. Pasaron el de Sicilia de noche, con los destructores a la cabeza barriendo las aguas con sus paravanes, y al amanecer se volvieron a encontrar en un mar casi vacío. No por completo, porque en varias ocasiones se encontraron con pesqueros o con pequeños buques de cabotaje. En todos los casos un destructor los detenía y embarcaba en ellos una dotación de presa con la que volvían a puerto: los vigilantes se aseguraban de que llegasen a sus puertos de destino —para que no se emprendiesen búsquedas que delatasen el paso del convoy— pero que luego los tripulantes permaneciesen a bordo sin contacto con tierra. El mayor problema se produjo tras el encuentro con el Mayakovsky, un buque soviético que navegaba hacia Marsella. El barco no seguía las rutas marítimas asignadas y rechazó ser inspeccionado incluso cuando el crucero Muzio Attendolo disparó por su proa. Hubo que ametrallar sus superestructuras para que se detuviese. El examen del barco inicialmente no halló nada, pero fue conducido hasta Pantellaria, una isla pequeña y aislada, para una inspección más detenida. Mucho más adelante Parpagnoli supo que se había encontrado una bodega secreta con armas suficientes para una compañía. No se sabía para quién estaban destinadas, pero siendo la dotación del Mayakovsky excesivamente numerosa, seguramente algunos de esos marineros tendrían otra ocupación en sus ratos de ocio. Más adelante el barco fue considerado buena presa y confiscado con sus mercancías, legales e ilegales.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Los alemanes sentíamos el sur de Europa como una primavera casi perpetua —aun no habíamos «disfrutado» de sus veranos— y viniendo de Noruega el puerto de Gibraltar era una gran mejora respecto a Trondheim. Incluso en invierno el tiempo era seco y soleado, con temperaturas propias del Báltico en verano. Por desgracia la ciudad estaba arrasada por la guerra, pero bastaban unos minutos en tren para llegar a las localidades españolas de La Línea o de Algeciras. No es que fuesen muy atractivas, menos aun La Línea, gravemente dañada por los combates, pero tenían suficientes tugurios para acoger los ocios de la flota combinada. Además existía esa otra especie que siempre seguía a la flota: las señoritas que en las esquinas o en los patios con farolas rojas ofrecían otro tipo de diversión que los marineros sabían apreciar.
Los de los acorazados llevábamos tres meses de actividad casi continua y a la vuelta de Freetown esperábamos disfrutar de un buen descanso. La desagradable sorpresa fue que tuvimos que ponernos a trabajar como esclavos para poner los barcos a punto; yo me libré porque los de la antiaérea, por orden de Ciliax, teníamos que tener al menos la mitad de las piezas cubiertas y listas para disparar. Aunque habían instalado un radiotelémetro en lo alto del Peñón y otro en Punta Europa, resultaba muy difícil detectar a cualquier avión que volase a menos de mil metros de altura, y tras lo de Tarento todos los marinos del Pacto tenían un sano respeto a los aerotorpederos. Mas todavía en una base que aun no tenía suficientes redes antitorpedos. Por suerte la amenaza no se materializó, pero con tanta vigilancia casi no pudimos bajar a tierra. El resto de la dotación tampoco lo tuvo mucho mejor y solo salieron pequeños grupos que tomaban el tren hacia Algeciras para aliviarse.
Ese mismo ferrocarril, que había sido recién tendido para enlazar Gibraltar con la red española y europea, traía los pesados proyectiles que reemplazaron los usados en Freetown o en Gran Canaria. Petroleros franceses e italianos rellenaban los tanques, mientras los mecánicos terminaban de recorrer las calderas y turbinas y los buzos revisaban los fondos. Rápidamente la flota volvió a estar a punto.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Lo malo de hacer las cosas bien es que la gente se acostumbra. El coronel Möller me felicitó, pero con ese tono que venía a decir «Freitag, ya iba siendo hora que hicieses algo de provecho; para la próxima noche quiero que me traigas tres cruceritos bien cocidos» como si cargarse un barco tan gordo fuese cosa de todos los días. Peor aun, al poco empezaron a correr rumores por la base que decían que eso no había sido un crucero sino un minador y de los pequeños, de los que se hunden con un estornudo. Yo me enteraba porque siempre hay algún malintencionado que me venía con el cuento para malquistarme con los compañeros; como si a un licenciado de la academia Inge le hicieran mella los dimes y diretes. No he contado que esa pajarita entre otras virtudes tenía la de ser una envidiosa de tomo y lomo, y le bastaba con ver a cualquier amiga —suponiendo que las tuviese— colgada del brazo de un galán para que quisiese arrebatárselo. No solo Inge disfrutaba de tal cualidad, que era otra de las deliciosas costumbres hispánicas que se nos estaba pegando de tanto estar por Canarias. Pero cuando digo envidia no piensen en la sana que lleva a emular los éxitos de los demás, sino en la verdosa y rastrera que desea el mal para el vecino aun a costa del propio. Me contaron un dicho que corre por aquí: un pescador encontró una botella de la que salió un genio que le dijo que haría por él lo que fuese, pero que tuviese en cuenta que a su vecino le daría el doble; el tipo pidió que le saltase un ojo. Qué carácter más amable el de los españoles, que prefieren el mal del vecino al bien propio. Afortunadamente eran los ingleses los que ahora se estaban deleitando con las facetas más atractivas del carácter español, pero tomé nota de no meterme en líos por estos lares. Mejor dicho, intentaría no meterme en demasiados líos.
La cuestión era que tras lo del Adventure, que así se llamaba el crucero minador —atentos a lo que he dicho, era un minador y además crucero ¿de acuerdo?— los ingleses faltaron durante unos días a su cita nocturna. Las malas lenguas dijeron que no era por mi escuadrilla sino por unas lanchas torpederas que habían llegado a Gran Canaria y que también se lo pasaban bomba cuando oscurecía, gustando del entretenido deporte de ametrallar botes y pantalanes del enemigo. Tanto disfrutaban que me ordenaron identificar claramente los blancos antes de ponerme a disparar; menos mal porque en una de esas salidas lo que iluminaron las bengalas fue una columna de esas valientes barquichuelas, que bastante tenían con pelear a bordo de unas cosas hechas de maderitas y gasolina como para que mi avión ametrallador les pusiese a caldo.
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El traslado rápido era una maniobra que habíamos ensayado tantas veces que todos la ejecutamos casi mecánicamente. En cuanto el capitán Quasthoff nos dio la orden los pilotos acudimos a nuestros alojamientos, para reunir nuestros efectos personales, colocando los más necesarios o valiosos —mudas, recuerdos familiares— en una mochila, y el resto en un saco petate. La mochila la llevamos a nuestros cazas, mientras que los ordenanzas reunían el resto de las cargas y las llevaban al Tante Ju que teníamos asignado. Los mecánicos hicieron lo mismo cargando repuestos y municiones en otros Junkers y en varios planeadores. Unas pocas horas de descanso y antes del amanecer tuvimos una corta reunión en la que se nos informó del plan de vuelo el grupo: los aparatos de menor alcance iríamos en varios saltos, mientras que los Tante Ju, más lentos pero con mayor autonomía, se saltarían algunas escalas. Solo nos acompañarían los que llevaban a los mecánicos y los repuestos más necesarios. Los planeadores, remolcados, como no, por Junkers 52, tendrían que hacer todavía más paradas. Luego el grupo despegó. Cuatro horas después aterrizamos en Burdeos, en el sur de Francia, donde descansamos un momento mientras el personal de mantenimiento, que había llegado en los aviones de transporte, repostaba y revisaba nuestros aparatos. Al mediodía despegamos para el segundo salto, que implicaba superar los Pirineos; no pude verlos pues estaban cubiertos de nubes, pero al llegar al lado español los cielos se abrieron. Mantuvimos la altura, pues al contrario que en Francia en la Península había varias cimas que superaban los dos mil quinientos metros, hasta sobrevolar Madrid; luego tomamos tierra en el cercano aeródromo de Getafe, donde nos esperaban varios de los Ju 52. No hicimos el viaje solos: pude ver centenares de aviones que seguían un curso similar. Yo suponía que coordinar semejante masa habría costado un gran esfuerzo, aunque solo fuese por la necesidad de designar decenas y decenas de campos para que pudiesen acoger a tantos aviones.
Otra corta noche de descanso y al aire. Algunas escuadrillas se desviaron hacia el norte, donde al parecer había un crucero español en dificultades. Pero la gran masa continuó hacia el sur. Primero a Larache, en el Marruecos español. Por la tarde, agotados pero felices de haber hecho tal viaje en solo cuarenta y ocho horas, tomamos tierra en un campo de tierra apresuradamente establecido en Taboulaouante, un villorrio de nombre impronunciable no muy lejano a Esauira, la antigua Mogador.
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No hubo avisos de que la flota combinada iba a salir; simplemente, un buen día no se permitió que los francos de servicio descendiesen a tierra. Los marineros que iban llegando desde Algeciras, fuese descansados o con ojeras, iban directamente a sus puestos de combate. Salvo los que presentaban excesiva inestabilidad producto de la cata de caldos finos y licores, que pasaban al sollado para dormir la mona. A mediodía empezaron a salir los barcos al mar: primero las divisiones de cruceros —si había minas que fuesen ellos los primeros en probarlas—, luego los acorazados italianos, finalmente los alemanes. Desde mi puesto en la dirección de tiro el espectáculo era impresionante. Los mastodontes, encabezados por el Tirpitz en el que servía, salieron del puerto militar. Recorrimos la preciosa bahía de Algeciras mientras mirábamos con aprensión al Peñón. Ya sabíamos que había sido el chivatazo de un observador lo que había propiciado el revés de Larache y la pérdida del Scharnhorst. Tal vez no quedasen más ojos vigilantes en la Roca, pero seguro que la costa bullía de espías pagados por los ingleses. Por si había alguna duda los sistemas del Tirpitz detectaron las emisiones de varias radios de baja potencia. No se pasó el aviso a la costa pues seguramente ya estaban a la caza de los espías; pero todo indicaba que los ingleses sabrían de nuestra salida.
Los barcos se adentraron en el golfo de Cádiz, alejándose de la costa. Pero en cuanto se hizo de noche una tras otra las divisiones viraron para dirigirse de nuevo al Estrecho, que cruzamos en medio de la oscuridad. Al amanecer estábamos cerca del islote de Alborán, una roca deshabitada situada entre Málaga y Melilla. Ahí nos dispusimos a esperar.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Luis de la Sierra. La Guerra de Supremacía en el Atlántico. Ed. Juventud. Madrid, 1976.
La batalla de Mogador
La evacuación de Portugal y los combates de las Islas Salvajes y de San Vicente habían acabado en tablas. Ambos bandos habían sufrido serias pérdidas, pero no eran decisivas y las espadas seguían en alto. Se mantenían los mismos puntos fuertes y débiles. La flota del Pacto tenía una potencia de fuego algo inferior a la británica debido al calibre inferior de los cañones de sus blindados, seguía arrostrando los problemas que suponía la colaboración entre diferentes marinas que tenían distintos procedimientos, y estaba lastrada por la carencia de portaaviones. A cambio tenía la ventaja de la posición central. La Royal Navy confiaba en su veteranía, en la superior artillería de sus acorazados y en la aviación aeronaval, pero la necesidad de mantener a buena parte de la flota cerca de Gibraltar y de Canarias retenía en esas aguas a buen número de destructores desesperadamente necesarios en la batalla del Atlántico.
Tener que mantener tantos destructores en las Azores era un problema para la Royal Navy ya que en Inglaterra la situación se estaba haciendo crítica. Durante los dos últimos meses solo la mitad de las cargas despachadas habían llegado a puertos británicos: el resto o se había perdido o había tenido que volverse debido a la presencia de buques o submarinos del Pacto. Las reservas acumuladas en los meses previos se estaban agotando, especialmente las de fuel, y se calculaba que al ritmo que se gastaba antes de tres meses la RAF tendría que limitar las horas de vuelo. La población civil apenas disponía de dos horas de electricidad al día, y los alimentos eran cada vez más escasos, caros y de peor calidad. Ni siquiera los esfuerzos que el gobierno había hecho en aumentar la producción local, convirtiendo en cultivos jardines y parques, paliaban la delicada situación nutricional de los ingleses. Mientras que en la preguerra habían basado su sustento en la carne, ahora se sustentaba con pan, arroz, algunas legumbres y vegetales. Corrían chistes que comparaban las apariciones con los filetes de ternera, por lo difícil que era probar su existencia; muestra que el humor británico no abandonaba a los ingleses incluso en una fase tan crítica del conflicto. Pero a pesar de las bromas, el gobierno sabía que si no había cambios en apenas cuatro meses sería preciso disminuir la ración diaria a niveles de inanición, al menos para los habitantes de las ciudades. Además faltaban ropas de abrigo y carbón en un invierno que había sido muy frío. Se debía en parte a la menor producción, consecuencia de haber tenido que enrolar a buen número de mineros, pero sobre todo por dificultades de distribución secundarias a los bombardeos.
El deterioro de las condiciones de vida, la sucesión de derrotas y las graves bajas (afortunadamente muchas eran de prisioneros) estaban hundiendo la moral. Se habían producido varios motines en los centros de distribución de alimentos, y si algún aristócrata osaba dejarse ver con ropas cuidadas corría el riesgo de ser agredido. El gobierno de unidad nacional presidido por Churchill era cada vez menos popular. Algo serio porque también estaba perdiendo el apoyo de militares, marinos y empresarios, para los que pesaban no tanto las derrotas sucesivas sino las decisiones churchillianas que habían convertido los reveses en desastres. La orden de mantenerse en el Mediterráneo Oriental y en Creta supuso perder decenas de miles de hombres. Churchill había interferido con el mando durante la batalla de Portugal y al retrasar el reembarque había provocado una nueva catástrofe. La destitución de varios mandos había sentado muy mal en la cúpula militar, que pensaba que Churchill quería acusar a otros de lo que habían sido sus errores. Las malhadadas intervenciones del Premier en las crisis en Irlanda y de la India habían socavado su ya escaso prestigio, no solo en el país sino también en Estados Unidos. Especialmente tras la intervención en Irlanda el belicista presidente Roosevelt encontró dificultades para conseguir que se votasen créditos para armar al que muchos norteamericanos veían al Primer Ministro como el más rancio representante del imperialismo decimonónico.
El monarca mantenía la tradición inglesa de no inmiscuirse con el gobierno, pero ya había confiado a sus próximos que Churchill estaba llevando la nación a la ruina. Muchos parlamentarios del partido conservador, del que procedía Churchill (aunque su carrera política se había iniciado en el liberal) empezaban a buscar una alternativa. Lord Halifax se estaba convirtiendo en el líder de la facción disidente del partido y en cualquier momento podría conseguir suficientes votos. Paradójicamente, Churchill ya solo podía contar con el partido laborista, cuyos líderes ya habían indicado que no aceptarían a Halifax, al que consideraban un derrotista. Pero para los laboristas tampoco resultaba sencillo defenderle ante sus bases, las más afectadas por el deterioro de las condiciones de vida, y que recordaban que en 1911 y 1926 había enviado tropas contra los huelguistas.
Churchill ya no estaba en el mejor uso de sus facultades, no solo por su edad avanzada sino por su inveterada afición al güisqui y otros licores espiritosos. Según sus biógrafos en esa fase del conflicto había identificado su supervivencia personal con la del Imperio Británico. No iba del todo descaminado porque su país se encontraba al borde del abismo y si era derrotado, el imperio se esfumaría y con él cualquier ambición de dominio que pudiera quedar; su error estuvo en creer que él mismo fuese imprescindible. Además el primer ministro creía vivir en una repetición de las guerras napoleónicas, aunque sin recordar que en ese prolongado conflicto si Inglaterra salió vencedora fue gracias al coraje de españoles, alemanes y rusos. Iba repitiendo continuamente a sus ayudantes que Inglaterra necesitaba una nueva batalla de Trafalgar: una victoria que alejase el peligro de sus costas y elevase la moral de los ingleses y así aguantar el tiempo preciso para que Estados Unidos se sumase a la guerra. Que la flota del Pacto estuviese en aguas cercanas a las del cabo de tan triste recuerdo para la Armada Española hacía aun más tentador buscar una batalla decisiva en esas aguas.
Motivo añadido era la cada vez peor situación de la guarnición británica en Gran Canaria. En apenas tres meses se había pasado de estar dominando el archipiélago a luchar por la supervivencia. Hasta una evacuación sería difícil, pero era algo que solo el general Deverett, jefe del Estado Mayor Imperial, estaba considerando. El gabinete, animado por Churchill, pensaba que la situación se revertiría en cuanto se venciese a la flota del Pacto y se pudiesen llevar los refuerzos necesarios.
De las notas de Churchill se deduce que el primer ministro creía que Inglaterra necesitaba luchar y vencer en esa zona, pero que desconfiaba del almirante Somerville. Consideraba, esta vez con razón, que había actuado con excesiva timidez en las batallas de San Vicente y de Freetown. Pero no podía seguir enfrentándose con la cúpula militar, y en lugar de destituir al almirante hizo que la propaganda oficial lo presentase como el sucesor de Nelson. Así esperaba que se viese impelido a actuar. Algo que no era necesario, pues Somerville había confiado a sus ayudantes que quería desquitarse del fiasco de San Vicente. La ocasión pareció ofrecerse cuando un submarino detectó la salida al Atlántico de la flota enemiga.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
Hola amigos:
Maestro vas a lograr que más de uno le da un infarto. No sé qué es lo que me provoca más interés, sí el ucrónico neo-Lepanto que se avecina, las aventuras de Savely, el atentado de Metz o las tribulaciones del pobre von Hoesslin. Me tienes en ascuas.
Hasta otra.><>
Maestro vas a lograr que más de uno le da un infarto. No sé qué es lo que me provoca más interés, sí el ucrónico neo-Lepanto que se avecina, las aventuras de Savely, el atentado de Metz o las tribulaciones del pobre von Hoesslin. Me tienes en ascuas.
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Dios con nosotros ¿Quién contra nosotros? (Romanos 8:31)
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- General de Ejército
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Crisis. El Visitante, tercera parte
El Pacto de Aquisgrán también necesitaba una victoria. Aunque la reconquista de Portugal había llevado la euforia a las capitales europeas, los dirigentes germanos y más todavía sus marinos sabían que Inglaterra seguía en pie y con capacidad de lucha. La Royal Navy conservaba el dominio de los mares hasta tal punto que los buques del Pacto solo podían navegar libremente en el Mediterráneo o el Báltico. Aunque la marina mercante británica estuviese sufriendo muchas pérdidas, el enemigo todavía tenía acceso a materias primas de todo el mundo y, sobre todo, podía seguir recibiendo la ayuda norteamericana.
Esa era una de las principales preocupaciones de Alemania: a pesar de escándalos como el del petrolero Belchen, la lista Papen o la crisis irlandesa, la actitud del gobierno norteamericano dirigido por el presidente Roosevelt era cada vez más agresiva. Llegó a declarar que cualquier buque del Pacto que sobrepasase la longitud de Islandia sería capturado (si era civil) o atacado sin previo aviso. Roosevelt estaba logrando mediante sus alocuciones por la radio (las «charlas junto a la chimenea») que el público considerase inevitable que Estados Unidos se involucrase en la guerra. Así logro que el Congreso votase créditos extraordinarios para el rearme. Más difícil fue conseguir que los equipos producidos con esos créditos pudieran ser cedidos según el programa de Préstamo y Arriendo, pues existía la sensación de que el objetivo británico no era la libertad de los pueblos (que negaban a hindúes o irlandeses) sin mantener la primacía mundial y el imperio colonial. Los errores de Churchill abundaban en dicha sensación. Además el grupo de prensa Hearst, cuyas dificultades económicas habían sido subsanadas en parte gracias a fondos alemanes (transferidos clandestinamente contra Suiza) atacaban a los ingleses presentándolos como opresores; una serie de artículos sobre la gran hambruna irlandesa y las de la India en el siglo XIX tuvieron cierta repercusión. Sin embargo el presidente dijo en sus declaraciones que Inglaterra era la avanzada en Europa (llegando a sugerir que podría convertirse en un satélite de los norteamericanos) y que su supervivencia era clave para la estrategia norteamericana. Finalmente los créditos se aprobaron sin enmiendas, mostrando que a pesar de los esfuerzos diplomáticos del Pacto la actitud norteamericana era cada vez más hostil.
Tan alarmante o más era la Unión Soviética, que también estaba emprendiendo un programa de rearme a escala increíble: aunque parezca increíble, en enero de 1941 el Ejército Rojo disponía de treinta mil carros de combate y quince mil aviones de todo tipo. Aunque las relaciones comerciales seguían y la Unión Soviética seguía suministrando petróleo, materias primas y cereales, los diplomáticos habían descendido al mínimo y el embajador Von Schulenburg estaba prácticamente incomunicado en Moscú. Las presiones sobre Rumania y Finlandia eran cada vez mayores, y habían incrementado sus fuerzas en la península de Hanko. Además, aunque la «purga del hambre» estaba alcanzando sus máximos, el Ejército Rojo estaba sus fuerzas junto a la frontera europea.
Mientras no se venciese a Gran Bretaña era cuestión de tiempo que los Estados Unidos, la Unión Soviética o ambos encontrasen pretextos para atacar al Pacto de Aquisgrán. Pero Inglaterra seguía contando con la ventaja que le protegió de los Tercios o de Napoleón: su insularidad. Para que el poderoso ejército del Pacto de Aquisgrán derrotase a los ingleses sería precisa una operación de desembarco más que peligrosa, pues la Royal Navy conservaba la superioridad naval especialmente en las aguas próximas a sus islas. También era su debilidad y la campaña submarina y aérea obtenía resultados cada vez mejores. Pero los analistas consideraron que se precisarían al menos seis meses hasta que Inglaterra consumiese sus reservas, un plazo demasiado largo, y era posible que Estados Unidos decidiese aliviar la situación de los ingleses escoltando convoyes con su flota. Siendo imposible lograr una victoria terrestre, y no siendo decisiva la campaña aérea y submarina, resultaba de crucial importancia conseguir una victoria naval que obligase a Gran Bretaña a pedir la paz o, al menos, hiciese caer al belicista Churchill. Además la Royal Navy ya no mantenía la superioridad abrumadora de otros tiempos.
Sin embargo los marinos del Pacto no ignoraban que sus flotas seguían siendo inferiores a las británicas. Sus buques eran una amalgama de escuadras de diversas procedencias, lo que creaba complejos problemas de comunicaciones, control y mantenimiento; aunque medidas como la creación de la Escuela Superior de Operaciones Navales Conjuntas había mejorado la coordinación, seguía siendo muy difícil mantener a barcos con componentes incompatibles entre sí. Se calculaba que solo a causa de las incompatibilidades de materiales y conexiones la eficiencia de la flota quedaba disminuida en un 30%. Por el contrario la Royal Navy llevaba entrenando y operando en los mismos escenarios desde hacía decenios, y su flota no padecía los problemas de compatibilidad. Otra carencia que cada vez se juzgaba más grave era la de aviación embarcada. Somerville había estado muy cerca de vencer en la batalla de San Vicente gracias a sus portaaviones, que le darían la ventaja en cualquier enfrentamiento.
En grandes buques también había desequilibrio: aunque las escuadras del Pacto disponían de cuatro acorazados modernos (por tres los británicos) los ingleses podían alinear otros dos cruceros de batalla y siete acorazados antiguos, todos ellos con cañones de quince o dieciséis pulgadas. Por el contrario solo dos acorazados del Pacto (los dos Bismarck) tenían armamento y protección equiparables a los de los equivalentes ingleses. Los demás, tanto los otros dos acorazados modernos (el Gneisenau y el Strasbourg) como los tres acorazados rápidos antiguos del Pacto (los Cavour) se asemejaban a los denostados cruceros de batalla. Aparte de estos, solo se disponía de un acorazado viejo, el francés Lorraine, que no se consideraba apto para operar con la flota. Hubo que abandonar los planes de rearmar al más antiguo Ocean, que había sido desmilitarizado antes de la guerra y cuya reconstrucción resultó antieconómica. Se estaba trabajando con gran urgencia en la finalización del italiano Roma y los franceses Richelieu y Jean Bart, así como en las reparaciones de los italianos Littorio y Vittorio Veneto y del francés Dunkerque, pero no estarían disponibles en menos de seis meses (los barcos en reparación) y entre uno y dos años (los que estaban en obras). Los ingleses, por su parte, tenían otros tres acorazados en construcción más o menos avanzada.
Para el Pacto era más promisoria era la construcción de portaaviones: se estaban convirtiendo dos acorazados y varios barcos mercantes, y se habían empezado las obras de dos docenas de unidades; pero de nuevo habría que esperar dos años a que estuviesen disponibles. Semejante situación de desequilibrio a favor de los ingleses se repetía en cruceros y en unidades de menor porte; eso sin contar con la previsible ayuda norteamericana, que ya había cedido a la Royal Navy ochenta destructores de escolta (cincuenta en 1940 en el tratado de armas por bases, y otros treinta a lo largo de 1941 por el programa de Préstamo y Arriendo) y seis portaaviones de escolta, de los que tres ya estaban en servicio.
En una serie de reuniones los almirantes Marschall (alemán), Moreno (español) y Riccardi (italiano) planificaron las operaciones subsiguientes; aunque parece que el plano fue obra conjunta de Marschall y de Moreno mientras que Riccardi jugó un papel menor. Tras estudiar varias opciones, concluyeron que:
– La flota del Pacto no podría imponerse a la Royal Navy al completo ni en el escenario más favorable, por lo que debían tomarse medidas para dispersarla.
– Dada la inferioridad de la flota del Pacto se precisaba la intervención de la aviación terrestre para anular la aviación embarcada enemiga y dañar a sus buques mayores.
Se consideraron varias posibilidades como la invasión de las islas Hébridas, del norte de Escocia o de la isla de Wight, pero se descartaron porque estaban fuertemente fortificadas y sus guarniciones eran considerables (la guarnición de la isla de Wight, identificada como uno de los objetivos más vulnerables, alcanzaba ya las dos divisiones). Dada su cercanía a las bases inglesas podría intervenir la RAF, que estaba reservando centenares de aviones para emplearlos en caso de invasión. También se temían a las unidades ligeras británicas y sobre todo al mal tiempo, que durante el invierno podría impedir la participación de la aviación. Además las largas noches del norte de Europa darían ventaja a los ingleses, a los que se consideraba mejor preparados para acciones nocturnas. Otra alternativa era atacar las rutas de los convoyes trasatlánticos, que de ser cortadas obligarían a que Gran Bretaña se rindiese en pocas semanas, pero también se descartó no poder contar con la ayuda de los aviones terrestres (salvo de algunos Fw 200 de reconocimiento), por la lejanía de las bases propias y por la limitada autonomía de los barcos italianos, concebidos para el confinado Mediterráneo
La solución obvia fue la que el almirante Moreno proponía desde un primer momento: librar la batalla decisiva en la costa atlántica marroquí, precisamente en el área en la que Churchill quería que se produjese un gran enfrentamiento naval. Para el Pacto era el escenario más favorable, pues en sus cercanías estaba un objetivo de primer orden que los británicos no podían abandonar, la asediada guarnición de Gran Canaria. En la región los británicos solo disponían de las bases de las islas Azores (excesivamente alejadas para la aviación) y de Madeira. Hasta el momento desde esta isla y desde la cercana Porto Santo solo había operado aviones de reconocimiento, pero informadores portugueses habían alertado de la llegada de gran número de aparatos de caza y de bombardeo.
En la región el Pacto disponía de bases mucho mejores, tanto en la costa atlántica marroquí (especialmente en las cercanías de Esauira, la antigua Mogador, donde la línea costera describe un saliente romo) como en las Canarias. En Tenerife estaban basados aviones españoles, y en Lanzarote y Fuerteventura alemanes. Además en la costa marroquí había varios fondeaderos que podían acoger a la flota en caso de emergencia, como los de Casablanca, Esauira o Agadir. Según el plan ideado por Marschall y Moreno había que atraer a una fracción de la Royal Navy a la costa marroquí para que fuese dañada por la aviación terrestre y luego destruida por la flota. Sin embargo, para conseguir tal objetivo se precisaba una planificación muy cuidadosa.
Se pensaba que el Almirantazgo, aun siendo consciente de la delicada posición en las Canarias, temería sobre todo por la vital línea que los enlazaba con los Estados Unidos. Las incursiones de los acorazados y cruceros del Pacto ya habían causado una grave crisis en diciembre que se podía repetir en cualquier momento. Señal de tal preocupación era que la Fuerza H, la principal agrupación británica, no estuviese basada en Madeira (más cercana a Gibraltar y a las Canarias) sino en las Azores, desde donde podía intervenir tanto en aguas canarias como en las del Atlántico Central y Norte. Marschall y Moreno también contaban con que los ingleses esperarían que el Pacto siguiese la táctica seguida en las últimas operaciones, en las que agrupaciones de cruceros habían atacado objetivos ingleses para atraer a la Royal Navy a emboscadas como las que habían costado las pérdidas del portaaviones Ark Royal y el crucero de batalla Repulse. También se pensaba que tras la pérdida del Repulse en San Vicente y la del Revenge cerca de Islandia la Royal Navy no arriesgaría sus unidades por separado.
Intentando dispersar las fuerzas británicas las operaciones se iniciarían amagando una salida hacía el Atlántico norte. La flota combinada tenía que atravesar el estrecho de Gibraltar y dejarse observar antes de volver al Mediterráneo. Tan solo un grupo de cruceros en el que estarían el Canarias y el Galicia (los más potentes que tenían los españoles) permanecería en el océano y se haría ver al sur de Irlanda. Se esperaba que los ingleses desconfiaran de tal avistamiento creyendo que el Pacto pretendía tenderles una trampa similar a la de San Vicente, y que enviaran una agrupación con potencia suficiente para enfrentarse con los acorazados alemanes. Mientras la flota del Pacto permanecería en el Mar de Alborán, cerca del Estrecho pero a cubierto de la observación enemiga. Al almirante Moreno le disgustó que sus buques más valiosos fuesen a actuar como cebo, no solo por el riesgo que correrían, sino porque no participarían en la proyectada batalla en Marruecos. Marschall arguyó que sería precisamente la presencia del famoso crucero pesado Canarias la que haría creer a los ingleses que la incursión en el Atlántico era la operación principal de la flota.
Una segunda medida de decepción iba a ser la incursión de una escuadra francesa en el Océano Índico. Al mismo tiempo un gran convoy aparejaría de puertos italianos ostensiblemente con destino hacia el Mar Rojo y el Índico. Se hicieron correr rumores según los cuales los objetivos podrían ser la isla de Zanzíbar, Omán o incluso Ceilán. Con esta operación se intentaría impedir que los barcos enviados para reforzar la Eastern Fleet y que se pensaba que estaban a la altura de Cabo Verde volviesen a las Azores.
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Crisis. El Visitante, tercera parte
En algún momento de la noche Lisa y Hans se fueron; ni supe cuándo ni me importó. Ni siquiera sentía el pie; yo flotaba en los brazos de Katrin.
Cuando salimos del Atlantis ya casi clareaba. Tampoco estaba mi coche, pues mi amigo Hans se lo había llevado; tal vez pensase que me convenía un largo paseo por las calles oscuras. En esa noche invernal el oscurecimiento hacía que las aceras fuesen lúgubres además de gélidas. Acompañé a Katrin pues en el Berlín atestado de gentes de toda calaña la oscuridad no era segura.
—Roland, no debes hacerlo. Piensa en tu pie.
Pero esa noche mi pie no existía. Tampoco había negrura; solo estaba ella que iluminaba la ciudad con sus ojos. No sé si cojeando o volando la acompañé hasta su casa; en el umbral nos despedimos con un beso y la promesa de volvernos a ver.
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