Crisis. El Visitante, tercera parte

Los Ejércitos del mundo, sus unidades, campañas y batallas. Los aviones, tanques y buques. Churchill, Roosevelt, Hitler, Stalin y sus generales.
Domper
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Crisis. El Visitante, tercera parte

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En la central todos se movían con cuidado pues sabían que el Director estaba enfadado. No era para menos: el Alto había vuelto a escurrirse.

Esta vez había sido Joseph el encargado de la entrega. Johan le había ordenado que recogiese un paquete que estaba, como siempre, en el urinario de un garito. Tenía que dejarlo bajo un banco del parque Humboldthain. Lógicamente no fue Joseph sino su alter ego, es decir, Willy, el que lo tomó para dejarlo en el punto indicado no sin antes llevarlo a la central. Allí no lo abrieron, pues podía ser una trampa pensada para ver si había fisgones, pero lo llevaron a una clínica cercana para hacer una radiografía. Solo contenía una botella y unas barras metálicas.

Era extraño ¿Qué podía contener que valiese la pena correr el riesgo de la entrega? ¿Veneno, explosivo? A alguien tan desconfiado como Gerard le parecía más probable que se tratase de una entrega falsa destinada a comprobar si la red estaba comprometida.

Así que la vigilancia del paquete se hizo con máximas precauciones. Ningún agente estaba cerca; la más próxima era una señora de avanzada edad que barría el patio de un inmueble que daba al parque, pues a pesar de las normas de Speer aun quedaban muchas criadas y porteras en el Reich. Desde una ventana a dos manzanas un agente vigilaba con un telescopio mientras se comunicaba por teléfono con la Central. En las esquinas de las calles próximas había más agentes, pero casi todos esperaban en patios o en cervecerías. En la calle solo estaban un par de limpiadoras más, y en una esquina del parque estaba un fotógrafo callejero con una cámara modificada que se disparaba cada vez que oprimía disimuladamente una pera, fotografiando a todo el que pasaba; por desgracia un medio tan conveniente no podía emplearse mucho, ni el fotógrafo podía estar cerca del banco pues llamaría excesivamente la atención. Además había otros fotógrafos apostados en varias ventanas que daban al parque. Afortunadamente al ser invierno las ramas desnudas no ocultaban por completo el interior, aunque la visión que tenían era reducida.

Un rato después un jovenzuelo recogió el paquete y se fue. Un agente fue alertado y desde la puerta de la casa en la que estaba vio como pasaba el crío. No lo siguió sino que se comunicó con un compañero que se situó en posición, para ver que el rapaz llegaba a la esquina de la Lorzingstrasse sin encontrar a nadie. Al ver que no le esperaban puso cara de fastidio y tras esperar un par de minutos abrió el envoltorio, sacó la botella de dentro y se fue, tras tirar lo demás a una papelera.

Esa noche los basureros no fueron los de siempre, sino de la Central, que encontraron lo que quedaba del paquete: no eran sino unas barras de metal de construcción, seguramente puestas para que el bulto pesase. También se puso bajo vigilancia al chaval pero resultó ser el vástago de una familia de carteristas.

Solo quedaba revisar las fotos. Por suerte el Alto apareció en dos: en una cuando pasaba cerca del paquete —la portera dijo no haber notado nada y eso que estaba atenta para ver si alguien se fijaba— y en otra, hablando con el joven al que ya habían investigado. Pero el hombre llevaba abrigo, bufanda y gorra y no consiguieron ver sus rasgos.

Gerard suspiró no sabía si de alivio o de fastidio. La entrega había sido una trampa en la que la Central no había caído, pero habían tenido al Alto en sus manos y ni lo habían advertido. Al menos quedaba una esperanza: estaba casi seguro de que ni el Alto ni Johan habían detectado que la Central andaba tras ellos, suponiendo que supiesen de su existencia. Pronto intentarían una nueva entrega.



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Capítulo 26

La finalidad de la guerra es el homicidio; sus instrumentos, el espionaje, la traición, la ruina de los habitantes, el saqueo y el robo para aprovisionar al ejército, el engaño y la mentira, llamadas astucias militares.

León Tolstói. Guerra y Paz.



Otra vez se había fracasado. Por una maldita bicicleta.

Esta vez había sido el mismísimo Johann el que llevó los paquetes, impidiendo que la Central los inspeccionase. Los paseos del ruso estaban poniendo en un brete a la Central porque, cada vez que salía a la calle, el Director tenía que organizar un servicio de vigilancia con grandes precauciones. Además no estaban sirviendo para nada: algunos paquetes que dejaba Johann quedaron abandonados hasta que los recogieron los basureros; luego fueron inspeccionados y resultaron ser parecidos al primero, con alimentos, botellas o algún pan. Otros fueron sustraídos por rapaces a los que también hubo que seguir. Por extraño que pareciese, en Berlín seguían quedando vagabundos que disimulaban su condición adecentando su figura —poco les costaba que sus ropas pareciesen las raídas de los trabajadores extranjeros— y afeitándose de vez en cuando. Esos pordioseros parecían tener un olfato especial para lo que quedaba olvidado en los rincones, y debían ser atraídos por los paquetes de Johann. Para la Central suponían un buen problema, pues había que vigilar a esos pobretones hasta confirmar que no estaban en contacto con el Alto. Empeoró cuando Johann empezó a dejar varios paquetes en cada paseo. Unos pequeños, otros abultados. Si controlar uno ya era difícil, hacerlo con varios resultaba imposible. El Director apenas podía destinar para cada envío un agente, que debía estar ojo avizor, presto a seguir al Alto si amanecía. Pero cuando el Alto apareció la Central no estaba preparada.

Fue al cuarto día: el tercer lugar visitado por Johann fue un rincón del parque Humboldt, donde dejó un envuelto alargado apoyado en una papelera. La Central solo pudo destinar a una mujer que paseaba un carrito de niño, en el que en lugar de un bebé había un muñeco muy realista. La agente se quedó en parque pero sin acercarse a menos de cincuenta metros. De repente pasó un ciclista que casi se la llevó por delante: era el Alto que con el mayor desparpajo paró junto a la papelera, puso el paquete en la mochila que llevaba, volvió a montar en la bicicleta y se fue. Luego la mujer recordó que el tipo de la bici ya había pasado antes, seguramente en una vuelta de reconocimiento.
El truco funcionó: la agente no podía correr detrás del Alto —tampoco hubiese podido seguirlo yendo ella a pie y él en bicicleta— y mucho menos dejar tirado el carrito con el muñeco. Tuvo que seguir aparentando que paseaba hasta llegar a la entrada de una casa donde ya sabía que había teléfono. La llamada llegó a la Central con varios minutos de retraso. El Director ordenó que no se cerrase el área: sería inútil, pues Alto, si había seguido en bici, estaría a kilómetros de distancia, y si la había abandonado, el dispositivo solo serviría para alertarle. La Central intentó encontrar pistas revisando las sustracciones de bicis, pero ese mismo día habían se denunciado cuatro robos.

Savely dejó la bicicleta apoyada en una farola, a escasa distancia de una estación de metro; poco tardaría en ser sustraída igual que él mismo había hecho esa mañana. Sin embargo, no tomó el U-Bahn, donde podía haber policías esperando que llegase alguien con un paquete, sino que metió el fardo bajo su abrigo y, vagando, recorrió los kilómetros que le separaban del apartamento de Annelie. La mujer estaba enfadada porque había esperado disfrutar de las horas libres de Friscis, y este había llegado casi de noche y apestando a cerveza; pero no había bebido tanto como para no calmar las ansias de sexo de su casera.



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Además de perseguir al Alto, la Central proseguía con las otras investigaciones en curso. Los paquetes que pasaban por manos de Joli iban delatando a más espías. Algunos eran vigilados. Los más, detenidos y convertidos. Hubo valientes que intentaron resistirse; lástima de los accidentes que sufrieron, pero ya se sabe que la vida en tiempos de guerra es muy peligrosa, y el invento del doctor Guillotín demasiado afilado.

Se habían reiniciado los envíos de «muebles». A veces llegaban a grupos que la Central controlaba, y otras a los que simplemente se vigilaba; en cualquier caso, a Gerard le impresionaba la cantidad de armas que estaban circulando. Si se sumaban a las que habrían llegado a grupos clandestinos tras las grandes victorias en Polonia y Francia, significaba que todo un ejército se estaba formando en las sombras. Había advertido al general Schellenberg, al que le correspondía la seguridad interna del Reich, ya que contener una sublevación estaba fuera de las capacidades de la Central. A Gerard no le sorprendió que la Sección le informase que, como con el asunto de Metz, no se estaban tomando precauciones adicionales.

Gerard sabía que había otro canal que, con suerte, el general escucharía. Por ello tomó pliego y pluma y empezó a escribir.

Nicole, Nicole, querida Nicole ¿Podrás imaginar lo que te quiero? ¿Sabrás lo que te echo en falta? Nada me haría más feliz que ver a Marcel jugar mientras te tengo entre mis brazos, en un abrazo que nadie podría soltar.

Sin embargo el deber me reclama. Nicole, ya sabes a cada minuto estoy más alarmado. Los rusos, además de estar interesados en Metz, están armando a grupos de asesinos terroristas que, como cucarachas, permanecen en la oscuridad. Pero las cucarachas solo dan asco; estos criminales también, pero además tienen capacidad para hacer mucho daño. He avisado al general Schellenberg y me imagino que ya habrá tendido trampas para atraparlos. Te extrañará que no los destruyamos ahora mismo, pero es que cuando hablaba de cucarachas pensaba en esos repugnantes bichejos que solo salen cuando no hay luz. Si ahora acabamos con unos podríamos alertar a otros que tal vez aun no conocemos, y advertidos se esconderán y esperarán, preparados para matar. Pero con un poco de paciencia, cuando encendamos la luz estarán todas las alimañas a la vista y las aplastaremos a pisotones.

Hasta que llegue ese momento el deber me reclama, ese deber que me separa de lo que más quiero. He pedido al general poder verte unos días pero no será posible: no puedo abandonar Berlín, y no quiero veros en esta ciudad hasta que las nubes de tormenta se despejen. No pienses que te olvido. Sigo suspirando por el momento en el que vuelva a tenerte a mi lado mientras Marcel corre por el parque. Aunque no es solo el deber sino el temor por lo que sigues lejos de Berlín. La crisis que se avecina parece inminente y causará grandes sufrimientos a los alemanes; no quiero que estéis entre ellos.

No desesperes, que el momento de nuestra unión se acerca.

Con todo mi amor, un beso apasionado.



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mensaje erróneo en este hilo

disculpad


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Plegó el papel y lo introdujo en un sobre que luego dejó en la repisa. Ya sabía que no llegaría a su destino, pues la Sección controlaba el correo que llegaba a la aldea bávara donde creían tener escondida a su familia, y le había informado de que las misivas no llegaban. Pero esas cartas eran la manera con la que Schellenberg creía conocer lo que Gerard pensaba, y por eso las escribía poniendo toda su pasión.

Hubiese podido enviar un mensaje directo a Nicole, y todos los días tenía que contenerse para no hacerlo. Pero no quería ponerla en riesgo. Gerard no se engañaba: si Schellenberg lo mantenía en las sombras, como un muerto viviente, era por considerarlo prescindible. En el momento que al general conviniese él sufriría un accidente como el que había acabado con Nebe. O no, pues Gerard no era tan tonto como para no haber preparado una escapada. La Sección ya tenía todo dispuesto y desde que diese la orden hasta que se reuniese con Nicole en Suiza apenas pasarían veinticuatro horas. Pero ahora no podía huir, ya que si seguía en Berlín no era por temor a Schellenberg sino por devoción al deber.

Gerard se sentía como el líder de un ejército en el combate que se estaba librando en las sombras, en el que los soldados no caían segados por las ametralladoras, sino atropellados por camiones o asfixiados durante el sueño. Hasta ahora su enemigo había sido el espionaje rojo, pero ahora también se enfrentaba con Schellenberg y sus sibilinas maniobras, auxiliadas por los más recalcitrantes nazis y por una banda de matones agrupados en Correos. Los dos bandos le preocupaban y mucho.

Los rusos seguían con sus preparativos. Por lo que sabía, la red de espías, de la que controlaba la mayor parte, se había preparado para rom-per los lazos con Moscú. Ya tenían sus radios —en realidad la mayoría estaban en un sótano de la Central, y sus operadores, en calabozos—, sus planes —descubiertos gracias Joli— y estaban recibiendo armas. La escala de lo que preparaban era tal que cuadraba con una insurrección. Lo malo es que Schellenberg seguía sin tomar medidas; tan solo en los casos más palmario, como el del grupo que tenía como objetivo el canal de Kiel, se había reforzado la seguridad. Pero si Gerard no podía proporcionar objetivos concretos no se hacía nada.

Tampoco se había alertado a la guarnición de Metz. Era muy potente, desde luego, y tras tanto magnicidio resultaba improbable que los ingleses pudiesen enviar algún avión o los rusos alguna partida. La seguridad en la ciudad también hacía difícil que pudiera colarse algún terrorista. De todas maneras, saber que algo se estaba preparando y que no se hiciese nada comía los nervios de Gerard. Lo malo es que el otro canal de comunicación aun no estaba abierto, y no deseaba forzarlo.

También le seguía preocupando el primer juego de fotos. Había en-viado a un par de agentes de la Sección a Metz —oportunamente acreditados como policías— y no habían conseguido encontrar los rincones que los espías habían fotografiado. Aunque había que tener en cuenta que Metz era una gran ciudad; les iba a ordenar que siguiesen buscando, porque probablemente esas imágenes delatasen el cubil de las fieras. Ahora bien, a quienes sí habían visto en la ciudad lorenesa era a un par de carteros de Schellenberg.



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Ese era el otro asunto que le intranquilizaba. Schellenberg seguía manteniendo contactos no demasiado recomendables para alguien que formaba parte del triunvirato que había acabado con Goering. La compañía de elementos como Alfred Krupp, el perejil de todas las conspiraciones, no decía nada bueno de las intenciones del general.

Gerard comprendía que en un régimen autoritario el jefe de la policía tenía que saber jugar a dos bandas y relacionarse con los que podían socavar el Estado para controlarlos y, de ser preciso, para adelantarse a sus planes. Pero la tentación de dar un paso más y convertirse en un Fouché era excesiva, y el antiguo policía empezaba a pensar que su actual jefe ya lo había dado. Era muy sospechoso que mantuviese un apartamento clandestino no para citas galantes sino para relacionarse con empresarios y militares, pues tenía otros medios para celebrar esas citas reservadas, incluso en su propio domicilio. Que además hubiese organizado su propia agencia secreta al margen de la Central, y que fuesen los plutócratas quienes la financiasen, hacía pensar no en gato sino en tigre encerrado.

Pero a un juego pueden jugar varios, y ahora Gerard participaba con su propia agencia, la Sección, apoyada por los recursos de la Central. Con ella podía controlar no solo a Schellenberg sino a sus «carteros». Las técnicas que antes le habían permitido descubrir a la red de agentes que manejaba Johan, el jefe de inteligencia de la embajada rusa, ahora estaban dando luz sobre las actividades de esa particular oficina de correos.

Los carteros no se dedicaban a recoger información. Parecía que bastaba con la que la Central suministraba. No organizaban vigilancias ni seguimientos; las únicas labores de seguridad que realizaban eran la custodia del pisito secreto de Schellenberg, y la lógica cautela cuando tenían alguna cita. Era paradójico que la principal actividad de los carteros fuese servir de mensajeros. Lo malo era que la lista de los contactados incluía la flor y nata del antiguo partido nazi. El proceso judicial de pocos meses antes había retirado de la circulación a los más prominentes, pero quedaban muchos gerifaltes de medio pelo que en su día no habían destacado lo suficiente para llamar la atención del Gabinete, pero que habían cubierto con entusiasmo los puestos dejados por los justiciados.

Los carteros también se relacionaban con las grandes fortunas del Reich. No con todas, pues parecía que grandes empresas como Rheinmetall o Henschel se estaban manteniendo al margen de los manejos; probablemente por no querer unirse a su rival Krupp. La química Farben proporcionaba buena parte de los fondos, pero no era la única. La lista de las empresas relacionadas venía a ser como el Quién es quién de la industria alemana.

En la madeja asimismo se enredaban miembros del ejército. Siembre había habido descontentos y ahora Correos los estaba tanteando. Eran de los pelajes más diversos: algunos estaban ahí por ser nazis fervientes. Otros por haber sido relegados por el motivo que fuese, que podía ser por incompetencia o por cobardía pasando por la deshonestidad. Los había que recelaban por ser republicanos, o por ser monárquicos a los que no agradaba que el regente fuese otro militar; seguramente no hubiesen puesto inconvenientes de ser ellos mismos. Parecía que Jodl se estaba convirtiendo en el portavoz, ya que había mantenido un par de reuniones más con Schellenberg en el apartamento sin saber que estaba siendo grabado. De nuevo, la conversación había sido unilateral, con el militar relatando una lista de agravios que Schellenberg escuchaba sin apenas hacer comentarios.

Otros contactos de los carteros eran menos importantes pero señalaban un «estilo»: estaban reuniendo a matones procedentes de los bajos fondos, a antiguos escuadristas de las SA, y a todo tipo de energúmenos. Elementos a los que la vida les había tratado mal a los que no les importaba romper cabezas. Preocupante fue que varios de esos personajes, demasiado mayores para estar en el ejército pero que aun permanecían en la reserva, fuesen reunidos en uno de los batallones de depósito de Berlín. Hasta un niño hubiese imaginado cuál podría ser la misión de tal unidad militar.



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La labor de la Sección no era excesivamente compleja porque los carteros eran unos torpes. La Central había provisto sus filas con antiguos policías veteranos de las calles, o con féminas que estaban demostrando valer su peso en oro; los mejores de los mejores habían acabado en la Sección. Sin embargo Schellenberg había tenido menos cuidado al seleccionar a sus hombres. Mejor dicho, no había sido él. Ahora Gerard empezaba a conocer la estructura de la agencia rival, y al frente parecía estar un tal Gustav Richter, uno de los muchos incompetentes que los nazis habían tenido en nómina y cuya contribución a la guerra había sido confeccionar listas de judíos y gitanos rumanos con vistas a su tratamiento racial. A Gerard le llamaba la atención que Schellenberg, que en su día lo había reclutado mostrándole los horrores nazis, se tratase con gente de tal calaña. Aunque bien pensado, los alemanes honestos y eficientes estaban en el ejército o contribuyendo al esfuerzo bélico; Schellenberg solo había podido contar con la escoria. Afortunadamente —para Gerard y tal vez para Alemania— era que Richter, aunque teóricamente había actuado como agente de inteligencia en Bucarest, no era sino otro matón de camisa parda. Uno poco más listo que la mayoría pues supo apartarse de las SS cuando cayeron en desgracia, pero seguía siendo un nazi brutal, de los que creían que una agencia de espionaje solo funcionaba si contaba con suficientes torturadores. Gerard despreciaba a esos inútiles que sabían arrancar uñas y romper dedos, pero que no tenían ni idea de discreción.

Era con discreción como la Sección los vigilaba. Observados desde lejos, ni llegaron a sospechar que les seguían los pasos. Aunque poco después la unidad que Herta lideraba tuvo que emprender una misión de la que no hubiera tenido que encomendarse. Todo comenzó cuando el general llamó a Gerard a su despacho.

—Bienvenido, amigo mío. Llevaba unos días sin verte y recordé que tenía que contarte algunas cosas, Gerard ¿o mejor dicho, Director? Es así es como te llaman ¿verdad?

—Tiene razón, mi general.

—Gerard, por favor, apéame del tratamiento, o te tendré que llamar Director —dijo el general sin recordar que hacía ya bastantes meses Goering le había dicho lo mismo—. Estoy más que satisfecho con tu labor. Me alegra decirte que si sigue todo como creo, en un par de meses podrás salir de la clandestinidad y reunirte con tu familia.

—Gracias, mi gene… digo Walter. No sabes cuánto deseo volver a verlos ¿Están bien? Me preocupa que Nicole no responda a mis cartas.

—Tranquilízate. Nicole y Marcel están muy bien y disfrutando de los deportes de invierno ¿No te había dicho que están en Baviera? Mira.

Gerard inspeccionó unas fotografías en las que se veía a su mujer y al niño enfundados de ropas de abrigo en un paisaje blanco.

—Gracias, Walter, aunque no sé por qué mi esposa no me escribe.

—Claro que lo hace, querido amigo, y aquí tienes sus cartas —dijo entregándole un mazo de sobres—. Hasta ahora no te las había podido hacer llegar porque me pareció que la vigilaban, pero ahora ya no hay ningún peligro. Los que iban detrás de ella eran un par de nazis del pueblo donde está. Ahora esos imbéciles tienen otras cosas en las que pensar.

—Me alivia mucho, Walter. —Gerard esperó y al ver que Schellenberg permanecía en silencio, dijo—: Si no necesitas nada más…

—Un momento. Sé que sigues controlando a Johann, Joachim y a esos tipos de la embajada rusa.

—Desde luego. No les perdemos ojo.

—Pues voy a necesitar que los dejéis en paz durante unos días. Resulta que las negociaciones con la Unión Soviética están en una fase muy delicada y no puedo arriesgarme a que se produzca un incidente. Serán solo un par de semanas.

—Como quieras.

Gerard se retiró. Inmediatamente dio la orden de cesar el seguimiento de los dos rusos… pero al mismo tiempo le dijo a Herta que la Sección tenía que dedicar todos los recursos necesarios para mantenerlos controlados, aunque con el mayor disimulo del mundo.



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Que la Central ya no siguiese a los agentes rusos liberaba recursos para mantener bajo control al resto de los espías. Gerard, siguiendo aparentemente las instrucciones de Schellenberg, ordenó que las operaciones debían seguir con cautela aun mayor de la habitual y evitando cuidadosamente cualquier incidente. No habría detenciones ni siquiera de los pillados in fraganti; en tales casos los agentes de la Central tenían que mirar hacia otro lado. Si los rusos mandaban más hombres, se les observaría desde lejos sin interferir. Podía ser un problema si intentaban contactar con las redes que la Central ya controlaba; en ese caso los dobles agentes sufrirían oportunos accidentes; que fuesen reales o figurados dependería de su colaboración.

De todas maneras Gerard ordenó que se siguiese controlando los envíos de «muebles» pues era la manera de conocer los grupos que se preparaban para la insurrección. Asimismo mandó que Joli sustrajese otro de los carretes que circulaban por sus manos y que lo sustituyese por otro indistinguible. Para asegurarse de evitar cualquier trampa, tuvo a un orfebre trabajando durante horas reproduciendo los arañazos que tenía el cartucho de película que se pretendía reemplazar. Luego el rollo de película velado siguió el curso habitual, mientras el sustraído pasaba a los laboratorios de la Central. De nuevo, solo contenía fotografías anodinas de calles. Tan solo en una se veía el perfil de las torres de un gran edificio religioso, seguramente una catedral. Pero los limitados conocimientos de arte de Gerard no le permitían identificarlo. La Central iba a precisar ayuda de la Universidad de Berlín.

Las máquinas del sótano seguían con sus tareas, pero de vez en cuando efectuaban las búsquedas que les encomendaban los agentes —mejor dicho, las agentes pues eran casi todas mujeres— que la Sección había infiltrado en la Central. Especial atención recibieron los adinerados empresarios que se relacionaban con Schellenberg; estudiando el flujo de dinero tal vez se pudiera saber si además de los «carteros» el general controlaba a más hombres. La sección también confeccionaba listados de los nuevos subordinados del general. Muchos eran matones. A otros Gerard ya los conocía, pues se trataba de esos antiguos agentes de inteligencia que la Central había admitido gracias a las «recomendaciones» de Schellenberg. Entre los carteros también había bastantes soplones y demás gentuzas de los bajos fondos. Las listas no estaban completas pues esos elementos preferían el dinero contante y sonante y no resultaban fáciles de detectar, pero tampoco importaba demasiado: los más peligrosos eran los de la Central y Gerard ya los tenía fichados. El lumpen podía ser brutal pero no tenía acceso al poder.

Gerard iba a seguir comprobando que no hubiese más agencias secretas aparte de la suya, de la Sección y de los carteros. No había encontrado indicios tras una búsqueda exhaustiva, lo que casi había despejado sus dudas. Pero el estado normal de un agente secreto es la paranoia y, como buen paranoico, sospechaba de todo y buscaba conspiraciones en todos los rincones. La confianza es una cualidad deseable en las relaciones humanas, pero era un vicio letal en el mundo del espionaje.

En cualquier caso, Gerard echaba en falta cada vez más un enlace directo con los miembros del Gabinete; depender de Schellenberg no contribuía a su tranquilidad de espíritu. Había descartado el abordarlos directamente pues ¿Qué podría decirles? ¿Qué dirigía una agencia secreta organizada por Schellenberg y que sospechaba de su jefe? No le creerían; lo tomarían por loco o por un envidioso que quería desplazar al general. Además los infiltrados de Schellenberg en la Central no le perdían ojo, y si sospechaban algo, serían Nicole y Marcel quienes pagasen las consecuencias. La Sección tenía recursos, y había preparado una operación para ponerlos a salvo, pero llevaría horas y no podría adelantarse a una llamada telefónica.

Pero Gerard no estaba en su puesto por carecer de recursos. Ya estaba preparando un canal de comunicación. Aun no estaba listo pero sería el más seguro.



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Nicholas Stargardt. Nazis contra cristianos: la ideología en la Alemania de la Restauración. Pantheon. München (2008).

… Durante el periodo del Statthalter Goering, aunque se disminuyó el rigor con el que se aplicaban las leyes raciales, el núcleo ideológico del régimen siguió siendo el mismo. Solo tras su muerte el Gabinete que sucedió al asesinado se atrevió a modificar la política interna alemana, comenzando un proceso que llevó a la restauración monárquica. Pero la situación bélica tampoco aconsejaba realizar cambios bruscos que pudieran comprometer el esfuerzo bélico: los miembros del Gabinete recordaban como la deposición de los zares llevó al derrumbamiento de Rusia, y el del káiser al de Alemania. Además los alemanes no aceptarían un viraje súbito, pues la propaganda nazi había conseguido calar profundamente en su mente. El gabinete se vio obligado a propiciar un ambiente que permitiese la abolición de las leyes en las que se basaba la política racial. Dado que un ataque directo contra el conjunto ideológico del nacional socialismo no parecía aconsejable, ni por ende contra el NSDP, se prefirió actuar contra sus miembros más destacados, no solo para apartarlos del poder sino para arrojar una sombra de sospecha sobre el partido. Una vez desacreditados sería más fácil modificar la ideología del partido.

Los Juicios de Berlín podrían ser una excelente herramienta propagandística, pero el gabinete se enfrentó a un problema: aunque abominaban de los crímenes cometidos durante el mandato de sus antecesores, eran de tal magnitud que no se les podía dar publicidad. Eran tan terribles que podrían enajenarles el apoyo de sus aliados. No debe olvidarse que algunos, como Francia, tenían una larga tradición democrática e igualitaria, y otros, sobre todo los del sur de Europa, eran profundamente católicos. Si llegaban a salir a la luz las masacres de judíos y de polacos no solo la imagen de Alemania quedaría por los suelos, sino que podía comprometer la ayuda de los aliados, que no querrían que se les considerase cómplices. También hubiesen dado motivo a los ingleses para extremar su resistencia, e incluso podrían llevar a una declaración de guerra norteamericana.

Sin embargo los juicios tampoco podían ser secretos. Si se ocultaban los procesos contra los criminales nazis parecerían reducirse a una purga interna. Por ello, aunque las sesiones no fuesen públicas, las actas de los procesos se divulgaron, aunque deformadas e incompletas. Las actas reales, sin embargo, se mantuvieron en secreto y siguen siendo reservadas por la Ley de los Cien Años. Parece que de lo publicado solo se aproximaban a la realidad las del llamado «proceso de los médicos» en el que fueron condenados los organizadores del programa Aktion T4, que había llevado al asesinato de miles de deficientes mentales. Aun así se presentó el programa como una iniciativa personal de Karl Brandt, el antiguo médico de Hitler, que habría creado una organización destinada a chantajear a las familias adineradas amenazando con incluir a sus hijos en el programa, y que abusaba de los disminuidos y los asesinaban para ocultar los rastros. Brandt fue condenado a muerte y de los pocos ejecutados.

Similar pauta se siguió en los otros procesos. Los delitos reales fueron ocultados y a cambio se les acusaba de otros, escogidos por ser vergonzosos y arrojar sospechas sobre las organizaciones en las que actuaron: por ejemplo, las actas indicaban que el líder de las juventudes hitlerianas Baldur von Schirach había empleado su puesto para exigir favores sexuales a los chicos y chicas de la organización. De paso, la reputación de las juventudes hitlerianas quedó bajo sospecha. Asimismo se sugería que los condenados habían actuado por iniciativa propia y no dentro de una política de estado. Otros condenados fueron el antiguo ministro de justicia Gürtner (fallecido unos meses antes) y su sucesor Schlegelberger, acusados de ordenar la deportación y ejecución de judíos prominentes para robarles sus propiedades. Robert Ley, director del Frente Laboral Alemán, lo fue por emplear su puesto para enriquecerse y para seleccionar las trabajadoras más atractivas y forzarlas. Hans Frank, gobernador general del Este, fue condenado por saquear los territorios que gobernaba y por emplear esos fondos para corromper a jóvenes alemanas y ponerlas a su servicio. El almirante Canaris y el general Beck lo fueron por connivencia con el enemigo, y así sucesivamente. Siempre eran cargos por traición o por abusos de los más débiles, frecuentemente de índole sexual.

Tras los Juicios de Berlín se prosiguió con la desacreditación del partido nazi, atacando ahora a las «violetas de marzo», es decir, los que se habían afiliado al partido tras su ascenso al poder. La prensa publicó la detención de buen número de ellos por estar implicados en casos de casos de corrupción o de abuso de poder, sugiriendo que empleaban la afiliación como herramienta para lograr sobornos y para intentar sustraerse de la acción de la justicia. También se dio publicidad a la rehabilitación de varios judíos prominentes (sobre todo profesionales) a los que se compensó por sus propiedades y negocios sustraídos, acusando de nuevo a miembros del partido por enriquecerse con las deportaciones. Tampoco la vieja guardia quedó a salvo pues se dio publicidad a las rivalidades y sus peleas por el poder, y se recordó su vinculación con las escuadras de asalto, sin olvidar el papel que la homosexualidad había tenido en esa organización. En todo caso, el número de procesados fue pequeño (se estima que se investigó a unas treinta mil personas pero que solo unos cinco mil fueron condenados, normalmente con la expulsión del partido) pero la intención de la campaña era desacreditar a los antiguos miembros de la organización y hacer pensar a los alemanes que el partido había sido traicionado por sus dirigentes y que tenía que regenerarse. Paradójicamente tuvo gran papel el ministerio de Propaganda, ahora llamado de Difusión.

En los primeros meses de 1942 se comenzó con la «regeneración del partido» que implicaba realizar cambios organizativos que alejasen del poder a los nazis más recalcitrantes. Hay que tener en cuenta que la Restauración no solo implicaba la vuelta a la monarquía sino el abandono del autoritarismo. Sin embargo, no se pretendía volver a un sistema de corte liberal (no se olvide que tanto el segundo imperio como la república de Weimar estaban muy desprestigiados) sino a otro que fue llamado «democracia estructural» en el que la participación política se hacía a través de diferentes «estructuras». Como el partido iba a ser una de las estructuras de participación se justificaba su reorganización. En lo sucesivo se convertiría en una especie de asociación ceremonial para las élites del Reich, que no proporcionaría a sus miembros privilegios salvo el prestigio, el poder lucir el uniforme en actos solemnes y la posibilidad de votar en algunas elecciones. Para ello se reglamentó el acceso, que ya no sería libre o sujeto al capricho de los dirigentes sino de un sistema de puntos que se lograban de varias maneras. Podía ser mediante el servicio militar en tiempos de guerra, realizando actividades sociales, gracias a las carreras universitarias o al éxito empresarial. Una vez en el partido existía una escala en la que se progresaba de manera similar: las condecoraciones al valor daban automáticamente paso a un segundo o tercer nivel, pero también los premios a las artes, a las invenciones, etcétera. El partido, posteriormente, elegía a parte de los representantes en el Reichstag mediante sufragio secreto, pero no por voto directo sino con un sistema que recordaba al de las antiguas clases romanas, en el que las clases más altas presentaban a los candidatos y sus votos resultaban decisivos.

Pocos de los antiguos afiliados habían sido expulsados, pero los que conservaron su militancia se quedaron en el primer nivel sin poder ascender: así se consiguió que se invirtiese el prestigio que se conseguía por la pertenencia al partido, pues se insinuaba que los miembros antiguos habían entrado por interés o por recomendación, y solo los nuevos lo habían hecho por sus logros. Las antiguas jerarquías perdieron todo su poder pues ya no podían controlar el acceso, el ascenso al escalafón o la presentación de candidatos. Dos años después se renombró el partido que pasó a ser el «Movimiento Alemán». También se sustituyeron sus símbolos, y la esvástica, que se mantuvo pero en papel secundario, dio paso a la tradicional águila alemana.




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Crisis. El Visitante, tercera parte

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De propina...


Apenas tuve tiempo para atusarme, ponerme el uniforme e ir al palacio Schönhausen. Subí a mi despacho, aledaño con el del regente, y pedí a mi secretaria que me subiese un café y un par de aspirinas. Cuando me senté cayó sobre mí el cansancio de la noche. Mi pie también me recordaba los excesos que había cometido. Entonces se abrió la puerta.

—Roland, espero que no le moleste compartir una taza de café con un pobre regente solitario.

Intenté levantarme pero Von Lettow me ordenó con un gesto que me quedase sentado. Acercó una silla y se sentó a la mesa.

—Hedwig, súbale un café bien cargado al mayor. Yo también querré otra taza —dijo a mi secretaria—. Y suba alguna cosilla de la cocina o nuestro buen Roland no llegará al mediodía. Muchacho, te dije que salieses y que disfrutases —me dijo—, pero no pensé que te lo ibas a tomar a la tremenda.

—Disculpe, Alteza, pero es que he dormido mal y…

—¿Dormir mal? Me parece que ni has arrugado las sábanas. O tal vez sea lo contrario y has dejado la cama hecha un campo de batalla ¿lo adivino?

—No, Alteza, no es nada de eso…

—Roland, no me vengas con milongas, que lo único que quita el sueño a un joven como tú es un buen par de tetas —habitualmente ceremonioso, Von Lettow también sabía emplear un lenguaje más vulgar—. No te avergüences que yo también he sido joven. Aun recuerdo cómo se movía Martha, y eso que las ropas de entonces no ayudaban. Pero no me cuentes nada y limítate a disfrutar del café. Es la mezcla turca que hacía traer nuestro nunca suficientemente llorado Führer. Aunque ahora que lo pienso, no creo que le hubiese gustado que me bebiese su café después de aquello que le dije.

Consiguió hacerme reír. Era famosa la respuesta que el actual regente había dado a Hitler cuando le ofreció la embajada en Berlín: según los rumores, le dijo, sin demasiadas florituras, que efectuase cierto acto anatómicamente improbable. Ya más relajados, disfrutamos del café y de unas tostadas con margarina. El regente, con la sabiduría que dan los años, me dijo que en lo sucesivo iba a poder prescindir de mi presencia bastantes noches.



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Y otro más para el fin de semana. Con el siguiente volverán los tiros.


Annelie había salido para hacer algunas compras mientras Savely la observaba desde lejos; solo cuando ya no estuvo a la vista volvió al apartamento. Se suponía que estaba en su empleo en Pankow, pero había ocultado a Annelie que el turno era de diez horas y no de doce, y que le quedaban algunas horas libres.

Tras comprobar que no había nadie movió con cuidado un armario: en su trasera se escondía el paquete de Johann, colgado de unos tornillos que Savely había incrustado en la madera. Lo puso en el suelo y lo abrió con cuidado. Había dos envoltorios: dentro del pequeño encontró una pequeña pistola automática Menta. El otro era mayor y parecía contener solo una bolsa llena de tuberías como las que podría usar un plomero. Savely las sacó una a una y las colocó sobre papeles de periódico, pues estaban cubiertas de grasa. Una vez extendidas y con mano experta las roscó y acopló; cuando terminó lo que tenía entre manos ya no era un conjunto de tubos sino un fusil. Que por su aspecto parecía salir de cualquier herrería; pero que en realidad era obra del mejor armero de Moscú. Ya satisfecho lo desmontó, volvió a meter las piezas en la bolsa y la colgó tras el armario. La pistola la guardó en el bolsillo interno del abrigo antes de salir.

—¿Qué haces aquí, Fricis? ¿No habías ido al trabajo?

Savely maldijo para sus adentros. La muy puta de la casera había vuelto a casa mucho antes de lo que creía ¿Sospecharía algo?

—Yo ir metro pero cerrado niño atropello.

—¡Qué horror! ¿No vas a ir al trabajo?

—Si no llegar a tiempo jefe no pago y si no pago Fricis va no.

—¿No irás a perder el empleo, verdad?

—Mujer, en Berlín faltar gente trabajo. No miedo despida.

Annelie tomó a Fricis del brazo y lo atrajo a un rincón.

—Bueno, si no vas a trabajar ya buscaremos como pasar el rato.

A pocos kilómetros de allí las máquinas de la Central seguían haciendo pasar las tarjetas perforadas. Cada vez que expulsaban una, un agente corría a la policía para que inspeccionase al residente ilegal; pero el Alto seguía sin aparecer.

—Bueno, así no parece que vayamos a lograr nada. Pero en algún sitio se habrá tenido que meter. Piensen ¿si ustedes viniesen de Rusia, hablasen el alemán con mucho acento y no quisiesen llamar la atención ¿dónde se ocultarían?

—En cualquier barrio de trabajadores. Están llenos de inmigrantes del este —contestó el subdirector.

—Eso ya lo suponíamos. No creo que el Alto se domicilie en un palacio de la Under der Linden. Pensad en algo más concreto. Estamos en Berlín en invierno y hace frío ¿Dónde se mete?

—Tal vez se esté haciendo pasar por un pordiosero, o se refugie en una cloaca.

—No lo creo —dijo el adjunto de operaciones—. La policía registra los refugios buscando desertores y de vez en cuando detiene a los mendigos. Supongo que el Alto preferirá pasar desapercibido.

—Es posible que tenga algún piso franco.

—Si es así ¿cómo podríamos encontrarlo? —preguntó el Director.

—Me imagino que ese piso estará registrado a nombre de alguien con pasado izquierdista.

—Excelente. Ya solo tenemos que investigar a medio Berlín.

Parecía que se había llegado a un punto muerto, pero el Director planteó otra cuestión.

—No creo que se esconda en un apartamento. Llamaría la atención de los vecinos ¿No os parece que una pensión sería más conveniente? Es donde se alojan los extranjeros.

—Hemos peinado los registros y no hemos encontrado nada.

—Pues entonces no estará en una pensión registrada. Empiecen a buscar alojamientos clandestinos y pensiones que no suelan dar de alta a sus clientes.



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Capítulo 27

¿Qué sería la juventud sin el mar?

George Gordon Byron, Lord Byron


El grupo antisubmarino siguió vigilando el Estrecho mientras la flota se distinguía arrasando Freetown. Hubo varias alertas pero en ninguna tuvimos la suerte de pillar britanos, no sé si porque nos eludieron, o porque estaban adquiriendo un saludable temor a nuestras fuerzas antisubmarinas. Ni siquiera cuando la combinada se volvió a Gibraltar encontró oposición bajo el agua. Pero cualquiera se fiaba, que no ver cucarachas no quiere decir que no las haya. Además se rumoreaba que se estaba preparando una gran operación en la que participaría nuestro grupo. El grupo hizo una parada en Cádiz para repostar, y el capitán Freire nos reunió en el Vulcano para informarnos.

—Supongo que sabrán cuál es la situación actual en las Canarias, pero por si Radio Macuto no anda fina, les voy a poner al día. Los británicos han sido expulsados de casi todas las islas y tan solo se mantienen en el norte de Gran Canaria. Tienen serias dificultades de aprovisionamiento, pero se han hecho fuertes en un terreno muy difícil y nuestras fuerzas no consiguen expulsarlos. Nuestro ejército también está teniendo muchos problemas con los suministros, pues la línea ferroviaria que recorre Marruecos es de capacidad limitada. Además se están enviando a la región numerosas unidades aéreas que también requieren grandes cantidades de combustible, repuestos y municiones. Las marinas francesa e italiana están escoltando pequeños convoyes costeros pero no es bastante. El mando teme que la carrera de los suministros la ganen los ingleses y que no haya forma de echarlos de Gran Canaria. No será preciso que les diga lo insultante que resulta que pies herejes sigan hollando el territorio patrio.

Todos asentimos y Freire siguió.

—Para desequilibrar la balanza se está reuniendo un gran convoy de varias decenas de buques, los más grandes y rápidos del Mediterráneo, para llevar los refuerzos y suministros que se necesitan y así expulsar por fin a los británicos. López, veo que quiere preguntarme algo —el teniente José López, el comandante del Noya, era el máximo anotador del grupo y podía permitirse ciertas licencias.

—Mi capitán ¿No le parece que la operación será excesivamente peligrosa? En cuanto se detecte la presencia del convoy la Royal Navy se lanzará sobre él, y por mucho que nos pene los ingleses siguen siendo superiores.

—Tiene razón, pero supongo que el mando pensará que en la guerra hay que correr riesgos. Además, en la protección del convoy participará la flota combinada al completo. Nuestro grupo antisubmarino se unirá a la escolta cercana, pues también son previsibles los ataques submarinos. Ya veo que no le convence mucho, pero por eso se van a realizar una serie de maniobras para distraer la atención inglesa. En estos momentos una agrupación naval francesa está atacando el estrecho de Bab-el-Mandeb, para abrir la salida al océano Índico y obligar a los ingleses a enviar refuerzos.

López siguió planteando cuestiones, algo que se podía hacer con el capitán Freire, un marino experto pero también accesible y que valoraba las opiniones de los subordinados; no en vano era uno de los mejores líderes que he conocido. Por suerte no teníamos que soportar a cualquiera de esos figurones con coca que parecían maniquíes de madera hechos para lucir uniformes pero incapaces de ceder un ápice.

—Mi capitán ¿no correrá peligro la flota? En esta última salida ha conseguido escurrirse pero supongo que hora los ingleses estarán alerta. Además los ingleses saben que se están jugando la guerra, y aunque operar en el estrecho les salga caro, usarán sus submarinos sin miramientos.

—Para eso estamos nosotros. La acompañaremos y daremos caza a los submarinos que se atrevan a asomar el morro. Vayan a sus unidades y preparen todo para la salida. Comprenderán que no pueden decir ni una palabra de esto, ni siquiera a sus segundos, hasta que estemos en el mar.

Yo pensaba callar, que tengo boquita de piñón y no de alcantarilla como el Lori. No se ría de mí, que sé amorrar cuando toca. Aunque supongo que mis compañeros también cerrarían la mui, no me pareció muy sensato que Freire nos contase todo eso cuando aun quedaban cuatro días para la fiesta. Siempre puede haber algún bocazas que se vaya de la lengua. Curioso que un jefe tan sensato no pensase que en boca cerrada no entran moscas. Mientras Freire seguía hablando.

—Nos han advertido que es probable que los ingleses se enteren de la salida de la flota. Ahora sabemos que el desastre que sufrió Iachino se debió a la presencia de observadores ingleses en Gibraltar. Encontramos su escondrijo, pero es probable que haya más. También se han detectado emisiones clandestinas desde la costa andaluza. Ya saben, hay todavía mucho rogelio suelto que suspira por traicionar a la patria, y supongo que sus jefes de Londres les habrán abroncado por no ver la salida de la combinada hacia Freetown. Por desgracia, será imposible conseguir que la flota y el convoy atraviesen el estrecho durante la noche. Los buques de guerra podrían eludir a los sumergibles con su velocidad, pero los mercantes no. Por eso tenemos que limpiarles el camino.



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Algo se estaba preparando y muy, muy gordo. La escuadrilla ya llevaba mucha mili a cuestas y viendo como llamaban al comandante Salvador a capítulo nos imaginamos que pronto tendríamos emoción. Prueba fue que cambiamos de base: dejamos Tenerife para trasladarnos a Lanzarote, a un nuevo aeródromo que se había establecido en Las Breñas, al sur de la isla, en una extensión plana como una mesa y seca como la mojama; el que espere ver en Lanzarote una isla cubierta de un verde lujurioso va dado, porque está más tiesa que la pata de Gedeón. El polvo no es que nos hiciese mucha gracia, que la arena volcánica se comía los motores que ni la mejor lima; si nos habían mandado ahí era porque el escenario iba a cambiar. Téngase en cuenta que para tirar bombas a los herejes Lanzarote cae a desmano, pero la isla está más al norte y más cerca de la costa marroquí. Resultaba más fácil aprovisionarla, y también estaba más cerca de la ruta costera. Esas fueron nuestras primeras misiones: pegados al litoral subían y bajaban minúsculos convoyes —habitualmente formados por unos pocos correíllos o mercantes pequeños, más algunos patrulleros de escolta— y nosotros los sobrevolábamos, prestos a dar caza a cualquier aparato hereje que asomase el morro. No se dio el caso, pero en esas operaciones descubrimos que encontrar buques sobre el mar tiene su miga. Por raro que parezca, los barcos son muy difíciles de ver —si se piensa, desde cinco mil metros de altura parecen hormigas— y solo la estela los delata. Además navegar sobre el mar tiene su aquel, porque primero hay que localizar el objetivo en una extensión azul donde todo parece igual, y luego, aunque no menos importante, volver a casa.

El regreso también tenía su emoción. Mientras que en Tenerife el Teide es como un faro de navegación, Lanzarote es bastante llana. Si toda la isla fuese desértica no sería problema, pero las únicas nubes del puñetero pedrusco se acumulaban en el norte. Si el día no estaba claro era fácil pasar de largo y si también nos saltábamos Fuerteventura, malo, que hasta Brasil quedaba una porrada. Quedaba el truco de ir hacia el sureste, a sabiendas que antes o después llegaríamos a la costa africana. Pero por allí hay algo que llaman Sáhara que no destaca por su hospitalidad. No solo por el agradable ambiente y la fauna —víboras y alacranes—, sino por los nativos, que los hay, que no hacen ascos a los collares de orejas cristianas sin hacer distingos entre españolas, francesas o inglesas. La policía indígena había puesto coto a tales prácticas, o eso decían, que cualquiera se fiaba de los lugareños. Casi peor era no encontrarlos por aquello del calor y la sed. Con tal panorama en mente se nos había recomendado que las tomas forzosas las hiciésemos cuanto más cerca de la costa, mejor, que así los aborígenes nos encontrarían con más facilidad. El mando, siempre pendiente de nuestra seguridad, había instalado varios radiofaros para intentar llevarnos hasta casa. Suponiendo que la cacharrería eléctrica funcionase, que es mucho suponer. En las pruebas en los aeródromos resultaban infalibles, y los ingenieros nos enseñaban como escuchando los diferentes pitidos con los auriculares era muy fácil situarse; me gustaría ver como lo hacían a cinco mil metros y en la cabina de un avión, a ser posible con unos cuantos agujeritos por gracia del plomo inglés.

Para solucionar lo de encontrar a los barcos nos asignaron algunos Bacalaos, es decir, los Dornier 17, esos aviones tan finos que habían sido llamados lápices volantes pero que a estas alturas estaban bastante desfasados. Creo que ya no quedaba ninguno de los que en su día había traído la Legión Condor, y los que llegaron a Lanzarote procedían de los almacenes de la Luftwaffe. Los alemanes los estaban sustituyendo por los más modernos y capaces Ju 88 y Do 217, y puestos a tirar los Bacalaos a la basura, pensaron que a nosotros podrían hacernos un papel. Llevaban navegador que podía dedicarse a sus sextantes y a jueguecitos con los radiofaros. Se suponía que nos servirían de lazarillos para la ida y, con suerte, para la vuelta. Los habían aligerado retirándoles los lanzabombas y demás fanfarria, a ver si así podían mantenerse a nuestra vera. No era tontería, que cuando acompañábamos aviones más lentos teníamos que describir eses que nos hacían gastar fuel a chorro.

No solo había Mochos y Dornier en Lanzarote. Ya se había aposentado un grupo alemán, y en los días siguientes llegaron cada vez más aviones: cazas de largo alcance Me 110, transportes Junkers y Savoia cargados de munición y gasolina de alto octanaje, y Condor y Dornier de los que llevaban radiotelémetros. En la cala de Las Coloradas, muy cerca del aeródromo, plantó sus reales una escuadrilla de hidros de rescate Do 24: eran unos aparatos fenomenales, capaces de amerizar en un medio de un huracán, mucho mejores que los Zapatones —así llamábamos por aquí a los Heinkel 59 alemanes— que aun se usaban para el salvamento.

Tanto avión abarrotaba la isla: no solo estaban llenos el aeródromo de Arrecife y el nuevo de las Breñas, sino también otro situado al norte, en Famara. Construirlos y ampliarlos había llevado innumerables horas a las cuadrillas de conejeros —vaya apodo de los lanzaroteños— que daban sus sudores por la patria y para liberar a sus hermanos canariones. Mal avenidos, pero a fin de cuentas hermanos.

Disimular tales preparativos no resultaba fácil, de ahí que el acceso a los campos estuviese prohibido. El que los de Las Breñas y de Famara estuviesen en las zonas más solitarias de la isla ayudaba. También se hizo correr la especie que mantener las escuadrillas en Tenerife era excesivamente costoso por las dificultades para llevar combustible y municiones. Algo que, a fin de cuentas, era verdad. Pero lo cierto es que intuíamos jolgorio y de los buenos. Para confirmar nuestras sospechas el comandante Salvador nos reunió para explicarnos lo que sabía de la operación.



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Cuatro días después se produjo la salida de la flota y en su estela íbamos nosotros. A todos nos sorprendió que en cuanto oscureció los grandes buques se diesen la vuelta. Los retemés nos permitieron seguir como los buques volvían al Mediterráneo mientras que los grupos antisubmarinos nos quedamos. Parecía claro que se trataba de una falsa maniobra destinada a atraer a los sumergibles britanos, y vaya que acudieron, como las moscas a la miel. Se metieron en la guarida del lobo pues los Dornier con radiotelémetros los detectaban y nos señalaban su posición. Al no tener que escoltar a nadie les podíamos dar caza hasta que los ingleses agotaban las baterías y el aire y tenían que asomar el morro. Los otros grupos se pusieron las botas, pero el nuestro se quedó ayuno de contactos; he de decir que el capitán Freire era un dechado de virtudes pero pecaba de humanidad, y su compasión le impidió reclamar al Lori para usarlo de cebo, método de reconocida eficacia para atraer a sumergibles. Estuvimos dando vueltas y revueltas hasta que a los tres días nos dieron permiso para volver a Cádiz a repostar. Fue como al visita del médico: lo justo para reponer el poco fuel que habíamos gastado, y vuelta a la mar, pero esta vez con otro destino. Pues poco antes de zarpar, ya con las dotaciones a bordo, el capitán Freire nos volvió a convocar.

—Siento no haberles podido informar antes, pero el secreto de la operación era crucial. Ya han visto que la salida de la flota ha sido solo una añagaza, pero no en el sentido que ustedes creen. No se trataba de hundir submarinos sino de hacer creer a los ingleses que nuestros buques de guerra están en el Atlántico dispuestos a caer sobre sus convoyes. En realidad han vuelto al Mediterráneo y permanecen en alta mar a la altura de Alborán, donde nadie pueda verlos, mientras esperan la llegada del gran convoy del que les hablé el otro día.

Freire no nos dijo que no todos se habían vuelto sino que una división de cruceros que incluía al Galicia se había quedado en el Atlántico para dar mal. Mejor no saberlo, porque hubiésemos dudado de la cordura de los almirantes Marshall, Ciliax y Moreno. Supongo que usted mismo habrá advertido el error mayúsculo del plan original: en vez de emplear al Lori como carnaza para tiburones se lo habían endosado al Galicia y lo habían mandado al Atlántico, que luego pasó lo que pasó. Que no se ofenda el amigo que es verdad y de la buena, que a semejante gafe habría que mandarlo a Madrid para que solo tenga a mano sea el Manzanares, que ahí resulta difícil hundir nada mayor que una cacerola. Ya lo conocen, seguro que el Lori se habría aplicado al problema y hubiese encontrado solución, pero supongo que la Armada tiene más cazuelas que cruceros.



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Para ver si damos ejemplo a otros, hoy, en compensación por el puente, ración doble.


El mayor Parpagnoli había disfrutado del viaje pero sabía que se acercaba la etapa más peligrosa: Gibraltar. Pues se decía que la actividad submarina en el Estrecho era intensa, y aunque la escolta no había detectado la presencia de sumergibles, era un riesgo que no se podía descartar. El convoy de tropas pasó por el estrecho de noche y marcando los veinticinco nudos, confiando en que la velocidad impidiese los ataques. Muy poco después viró al sur, en dirección a su destino: la ciudad norteafricana de Tánger. Las instalaciones portuarias no podían acoger a los grandes transatlánticos, por lo que se perdieron dos días en el barqueo. Luego los grandes cruceros de lujo volvieron al Mediterráneo, a esperar en lugar seguro el final de la guerra.

Una vez en tierra el mayor, siguiendo las órdenes recibidas durante la travesía, reunió a su batallón de Alpini y se dirigió hacia los cerros al sur de la ciudad. Allí tendrían que acampar hasta que pudiesen montar en un tren con destino al sur. Aunque aun era invierno, para los alpini, acostumbrados al frío de sus montañas, ese campamento les pareció refrescante, y los dos días que estuvieron ahí fueron casi unas vacaciones.

Parpagnoli no entendía del todo los planes del mando ¿Para qué navegar con tanto sigilo si luego se desembarcaba en una ciudad que era un hervidero de agentes? Aunque no hubiese espías ingleses —el mayor se hubiese jugado la soldada de un año a que sí— el consulado norteamericano seguramente pregonaría a los cuatro vientos su llegada. Tampoco entendía mucho que hacían ahí las dos divisiones, pues solo había una vía férrea de capacidad limitada. Por otra parte también comprendía a los jefes que no quería arriesgar un convoy tan valioso en las aguas donde poco antes el almirante Iachino había estado a punto de perder toda la flota.

Al tercer día llegó el turno del batallón. Montaron en un tren con buen aspecto, pues los franceses habían concentrado en esa línea los mejores coches y locomotoras que tenían en África. Durante el tedioso viaje hacia el sur, dos días de paisajes áridos, se cruzaron con varios convoyes en algunos segmentos con vía doble terminados recientemente. Finalmente llegaron a Agadir, una ciudad mugrienta pero con un puerto en una bahía abierta. La línea férrea seguía más allá, pero estaba saturada con trenes cargados de combustible destinado a las bases aéreas. Los soldados tenían que esperar en las afueras de la ciudad hasta que pudiesen emprender la última parte de su viaje.



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